El problema fundamental de la Iglesia es que debe determinar, permanentemente, cuál es su lugar en el mundo, pero no en teoría sino en la práctica. Jon Sobrino escribió hace tiempo (1992) algo que él llamó Principio-Misericordia y que el papa actual está reivindicando ahora como algo esencial para vivir el evangelio: que el ejercicio de la misericordia pone a la Iglesia fuera de sí misma, en medio de donde ocurre el sufrimiento humano. La Iglesia como tal, debe releer la parábola del buen samaritano con la misma actitud reverencial con que la escucharon los oyentes de Jesús, cuando cuestionaba que los salteadores del mundo anti-misericordioso toleran que se curen heridas, pero no que se sane de verdad al herido ni que se luche para que éste no vuelva a caer en sus manos. Algo que va más allá de aplaudir las “obras de misericordia”, que están muy bien.
A nadie lo meten en la cárcel ni lo persiguen simplemente por realizar obras de misericordia, y tampoco lo habrían hecho con Jesús si su misericordia no hubiera sido, además, lo primero y lo último. Pero, cuando lo es, entonces subvierte los valores últimos de la sociedad, y ésta reacciona en su contra. Esta reflexión creo que debe primar en este tiempo de espera y de esperanza; porque urge recuperar la denuncia profética desde la misericordia frente a las injusticias de unas políticas económicas que además de ineficaces, solo benefician a una minoría con la que demasiadas veces, los cristianos somos complacientes. Se puede decir que la Iglesia nació a partir de Pentecostés, cuando las primeras comunidades desarrollaron una sorprendente vitalidad. Pero nada les resultó fácil, como nos cuentan sobre todo las cartas de san Pablo, aunque fuesen guiados por ese Dios que respeta la libertad y la condición humana en toda su extensión. El rechazo histórico que sufrieron entre los suyos activó la labor misionera, acrecentada por sus primeros éxitos con los gentiles. Pero no tardaron en ser vistos como un peligro que chocaba con los intereses del imperio romano y los de muchos ciudadanos que se sentían incómodos con semejante apuesta de fe y de vida. Al final, padecieron una represión brutal de casi dos siglos. Aun así, cuántas veces repetirían pasajes milenarios como este: “Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. No temas, que yo estoy contigo”… esperanzados con un nuevo Adviento para sus comunidades eclesiales. Las dificultades existieron desde el principio: grandes diversidades culturales y con visiones teológicas diferentes, que las superaron gracias a su entrega a los demás. Aquellos cristianos, en fin, no se arrugaron en su testimonio ante las dificultades. Siempre tendremos en aquellas comunidades un modelo de conducta para nuestra Iglesia, empezando por la jerarquía. En este momento especial del Adviento, de acogida a ese Niño Dios cercano y hecho uno de nosotros, es tiempo de acoger también su mensaje de amor a la luz de las vivencias de aquellos sus primeros seguidores. Un tiempo de Adviento (lo comenzaron las iglesias cristianas en el siglo IV) que va unido siempre a la experiencia del día a día, a la luz de la experiencia pascual de Cristo resucitado. La sociedad de consumo nos quiere borrar del corazón que los regalos más importantes no se pueden comprar con dinero. Y el más grande de todos, fue el gran regalo de Dios dándonos a su propio Hijo. Cada nuevo Aviento navideño supone un reto a nuestras contradicciones de una fe contagiada del materialismo más pagano. La Navidad se ha convertido para demasiados cristianos de nuestras comunidades en una fiesta decadente, olvidados de que este tiempo nos invita a la necesaria renovación más allá de las fiestas familiares y sociales en torno al nacimiento de Jesús. Va más allá de una fiesta de cumpleaños. Lo que nos demanda este tiempo de preparación pascual es centrarnos en el meollo del problema, como recordaba el poeta religioso Ángelus Silesius: “Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón…”
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"Cuando des un banquete, no invites a tus amigos, hermanos, parientes o vecinos ricos... Invita más bien a los pobres, a los discapacitadas, a los cojos y a los ciegos..." (Lucas 14, 12-13)
En Puerta de Juella, las ovejas andan libres como el viento y en la noche duermen al sereno detrás de los matorrales. Todo es tan pacífico por allí y el clima tan suave que un aprisco estaría de sobra; por eso no lo tienen. Pero, en estos días, acecha el lobo. Anoche nomás vino y mató tres ovejas. Mientras quede una sola oveja con vida, volverá. Es la ley de los lobos. Así que sin aprisco las ovejas están perdidas y al pastor no le queda más remedio que evacuar su humilde casa junto con su familia, y meter las ovejas adentro. Antes de retirarse, sin embargo, el pastor toma la precaución de dejar una ventana abierta. Por el lobo... Mientras las ovejas ocupan la casa del pastor, el pastor y su familia se mudan al área de las ovejas. Se agazapan detrás de los matorrales y se resguardan del sereno con la lana de sus ponchos. Los más grandes empuñan una escopeta y los más jóvenes, un palo. Duermen de un ojo, y el otro lo tienen puesto en la ventana. El lobo no tiene prisa. Transcurren las noches sin que nada ocurra. Pero al cabo de catorce días, algo por fin se da. Una larga sombra se está perfilando entre las ramas y se desliza sigilosamente hacia la casa. Dentro de la casa, las ovejas se agitan y se han puesto a gemir. La sombra está nerviosa, como si oliera la presencia del pastor y adivinara sus intenciones. Pero la llamada de la sangre es más fuerte que todo. La sombra da un brinco rápido hacia la ventana mientras un disparo estrepitoso desgarra la noche. Sigue un ruido sordo. Sobre el suelo se extiende una enorme mancha negra que se retuerce un rato y luego estira la pata. Ha muerto el lobo. Los buenos pastores de la iglesia son así. Una o dos veces por año, salen del templo junto con sus parroquianos y van al encuentro de las personas solas, de los pobres, marginales y excluidos. Los meten a todos en la casa de Dios y les hacen una gran fiesta. Porque la iglesia es la casa de los últimos donde siempre tienen reservados los primeros asientos. Esas mujeres y hombres, con o sin pastores, que se esmeran para que los últimos ocupen un lugar central en la sociedad (y en la iglesia), son los que han arrancado del corazón de Jesús el maravilloso canto de las Bienaventuranzas. Ellos son la señal de que el Reino de Dios está en marcha. El mismo Jesús, el que toda la vida trató de poner patas arriba el «orden» de los lobos, se reconoce como en un espejo en esa gente de gran humanidad. A él le costó la vida, por cierto, pero fue un pastor macanudo. Comparto estas reflexiones al alcanzar 70 años de vida.
Cada día que amanece me ofrece la oportunidad de vivir la vida con una nueva motivación, consciente de que lo único verdaderamente importante es amar y hacer el bien, porque "vivir no es sólo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar", en palabras de Gregorio Marañón. Voy añadiendo años a la vida, pero más importante que cumplir años es darle cada vez más vida a los años. Una vida no se mide por la cantidad de años vividos sino por la calidad e intensidad de experiencias. Lo importante no son los años de vida en la historia sino la conciencia con que se vive la existencia. De ahí que una vida posee sentido cuando se vive conscientemente, identificada con el cosmos, con la naturaleza y al ritmo de las alegrías, sufrimientos, angustias, luchas y esperanzas de la humanidad. En realidad no existe la edad. No son 70 años. Todos los seres humanos, todos los seres vivos, todo el cosmos, –y nosotros como parte del universo-, tenemos más de 13.000 millones de años desde la explosión del Big Bang y su consiguiente expansión cósmica. Descendemos, como todo ser vivo, de los astros, de las galaxias. Los elementos que componen nuestro cuerpo son los que hace miles de millones de años dieron origen al universo. Somos polvo de las estrellas. Hijos de las estrellas. Hijos de la madre tierra. Por lo tanto, llegar a esta edad no es sino una evolución de la vida. Todo es movimiento. Estamos de paso en la historia de la tierra y de la humanidad. ¿Qué significa nuestra vida en este largo viaje de la historia? Poco. Nada. Pero, al menos, merece la pena haber nacido y aportado un granito de arena para que este mundo sea un poquito más justo y humano. Unos nacen, otros mueren. Unos se abren a la vida, otros envejecemos. Y la historia sigue. Estamos de paso en ella. Todo pasa. Pasan los años, pasan las personas, pasan los acontecimientos, pasan los problemas, pasan las crisis, pasan las alegrías... Sólo Dios, que lo es todo porque en él vivimos, permanece. Jesús de Nazaret, dirigiéndose a un hombre anciano, le dijo: "Es necesario volver a nacer de nuevo". Esta última etapa de la vida es una oportunidad para volver a nacer de nuevo y continuar creciendo, para llegar a madurar y acabar de nacer. Vamos naciendo lentamente, por etapas, hasta acabar de nacer. La vejez es la última oportunidad de dar el toque final a la estatua que hemos ido tallando de nosotros mismos a lo largo de la vida. He vivido durante los años de vida misionera experiencias intensas y apasionantes. He realizado largos viajes por los caminos de América y por otras partes del mundo. Sin embargo, proclamo que ahora comienzo el viaje más fascinante de la vida, rumbo al interior del propio corazón, preparando el encuentro con el Misterio Trascendente, que es a su vez Inmanente, del que nada sabemos, pero lo sentimos. Voy bajando lentamente hasta el corazón del universo, al corazón de la tierra, al corazón de la pequeña flor del campo, al corazón del almendro y la palmera, del olivo y la higuera, del naranjo y el granado y demás árboles de mi huerto, al corazón del mirlo y el ruiseñor que con sus cantos me despiertan cada mañana anunciando el nuevo día... y, sobre todo, al corazón del ser humano, allí donde todos los seres vivientes son un sólo corazón. Y por ahí me muevo y camino, naciendo cada día, con la esperanza de encontrarme, en la plenitud de mis años, en un alegre y eterno amanecer con la Fuente de la Vida y de toda Sabiduría, Belleza y Amor, el corazón de Dios en el cual existimos. Con preocupación y pena, descubro una y otra vez, que muchos no se han enterado de la diferencia entre "Inmaculada Concepción" y "Concepción virginal" de María.
"Inmaculada" hace referencia al momento en que María fue concebida. Es decir, María fue concebida sin ningún rastro de pecado, incluido el "pecado original", desde el primer instante. La virginidad hace referencia a la concepción de Jesús por María. Debido a una interpretación literal de los evangelios, es tradición en la Iglesia, que María concibió a Jesús, no como los demás seres humanos, es decir, mediante el concurso de una mujer y un varón, sino que la parte que correspondía al varón la suplió el Espíritu Santo... La doctrina de la Inmaculada es un dogma, proclamado por Pío IX en 1854. Puede ser interesante recordar el proceso histórico que llevó a esta formulación. Ni los evangelios ni los Padres de la Iglesia hablan para nada de María inmaculada. La razón es muy simple, no se había elaborado la idea que hoy tenemos del pecado original. Así de sencillo. El concepto de pecado original, tal como ha llegado hasta nosotros, se debe a S. Agustín. Solo cuanto se creyó que todos los hombres nacían con una mancha o pecado (mácula), se empezó a pensar en una María in-maculada. Este pensamiento caló muy pronto en el pueblo sencillo, siempre abierto a todo lo que estimule su sensibilidad. En el siglo VII ya se celebraba una fiesta de la Inmaculada. Durante toda la Edad Media, se mantuvo una violenta discusión entre los "inmaculistas" y los "maculistas". Entre los más de doscientos teólogos importantes, que no creían en la inmaculada, encontramos a figuras tan destacadas y tan marianas como S. Bernardo, S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Santo Tomás de Aquino. Esto nos muestra que lo que pensaban no tiene nada que ver con la mayor o menor devoción a Maria. San Bernardo, el santo más devoto de María, dice en el año 1140: "esa invocación (Inmaculada) ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua". Hay que dejar claro que la discusión se centraba en un punto muy concreto: ¿Lasantificación de María, que nadie discutía, se realizó en el "primer instante de su existencia" o "un instante después?" Fue Juan Duns Escoto el que, por fin, dio con el argumento ¿decisivo? "A Dios le convenía que su madre fuera inmaculada. Como Dios, puede hacer todo lo que quiera. Lo que Dios ve como conveniente lo hace; luego Dios lo hizo" (y se quedó tan ancho). Ni la idea de Dios ni la idea de salvación ni la idea de pecado original que se manejaba en aquellas discusiones, puede ser sostenida hoy. Aunque la realidad del pecado original es un dogma, los exegetas nos dan hoy una explicación del relato del Génesis que no es compatible con la idea de pecado original desarrollada por S. Agustín: "una tara casi física, que se trasmite por generación a todos". Menos sostenible aún es que la culpa la tengan Adán y Eva. Hoy sabemos que no ha existido ningún Adán creado directamente por Dios. El paso de los simios al "homo sapiens" ha sido mucho más lento de lo que habíamos creído. En ese proceso, no hay manera de colocar una línea divisoria que diferencie a un simio de un ser humano. Si un usuario quema el motor de su coche por no ponerle lubricante, es ridículo pensar que por ese hecho, saldrán desde entonces de fábrica todos los coches chamuscados. La realidad es que no existe el coche perfecto y que todos, antes o después terminan por averiarse. Si el fallo se debiera a un defecto de fábrica, no solo el usuario no tendría ninguna responsabilidad sino que tendría derecho a una indemnización. El pecado, incluido el original, no es ningún virus que se pueda quitar o poner. El primer "fallo" (pecado?) en el hombre, es consecuencia de su capacidad de conocimiento. En cuanto tuvo capacidad de conocer y por lo tanto de elegir, falló. El fallo no se debe al conocimiento, sino a un conocimiento limitado, que le hace tomar por bueno, lo que es malo para él. La voluntad humana elige siempre el bien, pero ella no es capaz de discernir lo bueno de lo malo, tiene que aceptar lo que le propone el conocimiento. Lo que todos heredamos es esa limitación radical para conocer claramente el bien. El concepto de pecado como ofensa a Dios, necesita una revisión urgente. Creer que los errores que comete un ser humano pueden causar una reacción por parte de Dios, es ridiculizarlo. Dios es impasible, no puede cambiar nunca. Es amor y lo será siempre y para todos. Al fallar, yo me hago daño a mí mismo y a las demás, nunca a Dios. Sea yo lo que sea, la oferta de amor por parte de Dios será siempre invariable. Pero esa oferta no la puede hacer Dios desde fuera de mí. Para Él no hay afuera. Lo divino es el fundamento, la base de mi propio ser. Ahí puedo volver en todo momento para descubrirlo y vivirlo. El dogma dice: "por un singular privilegio de Dios". En sentido estricto, Dios no puede tener privilegios con nadie. Dios no puede dar a un ser lo que niega a otro. El amor en Dios es su esencia. Dios no tiene nada que dar, o se da Él mismo o no da nada. Nada puede haber fuera de Dios. Además no tiene partes. Si se da, se da totalmente, infinitamente. Lo que nos dice Jesús es que Dios se ha dado a todos. Esto no quiere decir que María no sea un ser extraordinario. Al contrario desde aquí es desde donde podemos valorar la grandeza de su singularidad. Ella fue lo que fue porque descubrió y vivió esa realidad de Dios en ella. Todo lo que tiene de ejemplaridad para nosotros se lo debemos a ella, no a que Dios le haya colmado de privilegios. Puede ser ejemplo porque podemos seguir su trayectoria y podemos descubrir y vivir lo que ella descubrió y vivió. Si seguimos considerando a María como una privilegiada, seguiremos pensando que ella fue lo que fue gracias a algo que nosotros no tenemos, por lo tanto, todo intento de imitarla sería vano. Hablar de María como Inmaculada tiene un sentido mucho más profundo que la posibilidad de que se le haya quitado un pecado antes de tenerlo. Hablar de la Inmaculada es tomar conciencia de que en un ser humano (María) hubo algo, en lo más hondo de su ser, que fue siempre limpio, puro, sin mancha alguna, inmaculado. Lo verdaderamente importante es que, si ese núcleo inmaculado se da en un solo ser humano, podemos tener la garantía de que se da en todos. Esa parte de nuestro ser que nada ni nadie puede manchar, es nuestro auténtico ser. Es el tesoro escondido, la perla preciosa. Para descubrir esa realidad tienes que bajar hasta lo más hondo de tu ser. Descubrirás primero los horrores de tu falso yo. Será como entrar en un desván lleno de muebles rotos, ropa vieja, telarañas, suciedad. Al encontrarte con esa realidad, la tentación es salir corriendo, porque tendemos a pensar que no somos más que eso. Pero si tienes la valentía de seguir bajando, si descubres que eso que crees ser, es falso, encontrarás tu verdadero ser luminoso y limpio, porque es lo que hay de divino en ti... La fiesta de María Inmaculada nos manifiesta la cercanía de lo divino en ella y en nosotros. En ella descubrimos las maravillas de Dios. Pero lo singular de María esta en que hace presente a Dios como mujer, es decir, podemos descubrir en ella lo femenino de Dios. Para una sociedad que sigue siendo machista debería ser un aldabonazo. María es grande porque descubrió y vivió lo divino que había en ella. No son los capisayos que nosotros le hemos puesto a través de los siglos, los que hacen grande a María sino haber descubierto su mismo ser fundado en Dios y haber desplegado su vida desde esta realidad. Meditación-contemplación "Él nos eligió para que fuésemos inmaculados". Esa elección es para todos sin excepción. No es una posibilidad sino la realidad que me hace ser. Descubrirla y vivirla sí depende de mí. ...................... No es nada fácil descubrir lo divino que hay en ti, porque está escondido bajo la ganga que creo ser. Mi tarea, que puede durar toda una vida, es apartar la suciedad y llegar hasta el tesoro. ...................... Que nadie te convenza de que eres basura. No dejes que nadie te desanime. No basta con haber oído que el tesoro está ahí. Es necesario experimentar y vivir esa presencia. Si nos acercamos desde una perspectiva no-dual al conocido relato de la "anunciación" podemos leerlo como una metáfora de toda nuestra realidad.
Es claro que, en su origen, se trata de un relato mítico. En aquel "idioma", los seres celestes habitaban en un nivel superior e intervenían milagrosamente en la vida de los humanos. Con ese lenguaje, Lucas presenta a María como la mujer elegida para ser la madre-virgen del Hijo de Dios. Siempre dentro de ese "idioma", el autor del evangelio subraya aquellos aspectos que le parecen más relevantes: • el saludo de parte de Dios, un saludo de alegría y de bendición; • el mensaje de confianza, característico de las teofanías: "no temas"; • la presentación de la persona de Jesús como Mesías e Hijo de Dios, lo cual "exigiría" que naciera sin concurso de varón, como una forma de señalar que es "todo" de Dios; • el poder de Dios para quien no hay "nada imposible"; • la docilidad de María, que se rinde ante Dios en aceptación sin reservas. Todo ese contenido puede asumirse también desde una postura religiosa teísta. Lo que se ha hecho ahí ha sido "traducir" el "idioma mítico" a otro "racional". Pero cabe otra traducción para quien se halle en otro nivel de consciencia y se aproxime a la realidad desde una perspectiva no-dual. En este caso, donde todo se percibe como "reflejo" de todo, en una unidad sin costuras, María es una metáfora toda la humanidad: la parte "visible" en que se expresa y manifiesta el Misterio invisible ("Dios"), destinada a dar a luz al Hijo, metáfora a su vez de la unidad humano-divina que somos todos. Desde esta perspectiva, todos nosotros somos, a la vez, María y el Hijo. "María" representa el "proceso" gestante que va dando a luz la plenitud. El "Hijo" es esa misma plenitud que todo lo abraza. Al reconocernos como "Hijo", caemos en la cuenta de la Plenitud que ya somos: el abrazo eterno entre el Vacío y las Formas, lo Inmanifiesto y lo Manifestado. Al reconocernos como "María", nos hacemos conscientes del Anhelo que fluye a través de nosotros para ser cauces que dejen vivirse a Dios en toda forma cotidiana. Somos, pues, plenitud, que, en el nivel relativo, percibe su vida como "proceso". En cuanto plenitud, nuestro nombre más profundo es Gozo, Gracia, Bendición, Confianza, Fuerza... En cuanto "proceso", estamos llamados a vivir una actitud de aceptación y de rendición a Lo que es. La oración teísta lo expresa con esta expresión: "Que se haga según tu palabra", que nos recuerda las que más tarde dirá el propio Jesús: "Que no se haga como yo quiero, sino como que quieres Tú" (Mc 14,36). Ante "Dios", ante el Misterio de Lo que es, no cabe otra actitud que la rendición. El ego se rebela porque la entiende como conformismo, pasividad o indiferencia. Pero, en realidad, a lo que el ego se resiste es a dejar de controlar. A pesar de que, en realidad, no controla nada, mantiene la ilusión de hacerlo. Y a pesar de que sus intervenciones no consiguen sino estropear la realidad, vive de la ilusión –rebatida por siglos y siglos de experiencia- de que él va a ser capaz de acabar con el sufrimiento humano. La rendición, por el contrario, nos coloca en la senda de la sabiduría, nos reconcilia con lo Real, nos alinea con el momento presente... Se acaba la resistencia y la apropiación. Y es entonces cuando permitimos que la Sabiduría que todo lo rige pueda actuar a través de nosotros. Por eso, solo cuando nos rendimos a lo Real, sin que el ego se apropie de la acción, brotará la acción adecuada. El evangelio de Lucas pertenece también al género "relato teológico". La pegunta que nos podemos hacer no es "¿qué pasó en el vientre de María?" ni mucho menos es cuestión de óvulos y espermatozoides, ni el mensaje se refiere a María sino a Jesus, para presentarlo, ya desde el principio como obra del Espíritu, lleno del Espíritu. Por tanto, este relato poco tiene que ver con la concepción de María.
Esta aplicación se ha hecho interpretando la frase "llena de gracia" que se interpreta como "completamente libre del pecado, incluso del pecado original". Esta interpretación es forzada, especialmente porque depende de la existencia del pecado original... En consecuencia, la Inmaculada Concepción de María no tiene evidentemente fundamentos bíblicos. Se basa en la elaboración posterior de algunos teólogos. Tanto el dogma de la Asunción como el de la Inmaculada Concepción como el de la maternidad divina de Maria son fruto de épocas en las cuales la Iglesia, los fieles y su jerarquía, pretenden ensalzar lo más posible a la madre de Jesús otorgándole toda clase de títulos, con mayor o menor fundamento en la Palabra de Dios. De esa misma mentalidad provienen muchas imágenes de María ataviada como una reina terrenal, llena de joyas y oros, que excitan un fervor (dudosamente religioso) en muchas personas, así como la advocación a las diversas "vírgenes" locales, patronas de numerosas localidades, honradas en sus santuarios incluso por muchas personas que manifiestamente no tienen nada de seguidores de Jesús. Este tipo de dogmas y devociones provienen escasa y lejanamente de La Buena Noticia y en consecuencia para muchos no son buenos instrumentos para acercarnos al seguimiento de Jesús. Respetándolos, pues, como merecen, me atrevo a ofrecer otra vía de devoción a María, por si a alguien le resulta útil. Hubo un tiempo, y todavía perdura en la mente de muchos buenos cristianos y en la predicación de algunos (¿bastantes?) sacerdotes, en que el corazón de la Buena Noticia, "Abbá", había desaparecido. Se había vuelto atrás, al Dios terrible del AT, al que castiga severamente, al que manda a sus hijos al infierno, al Dios que da miedo. La palabra "Padre", que en labios de Jesús significaba casi como "mamá", es decir, sentirse querido, confiar, había sido desplazada por la primera persona, todopoderosa y arcana, de la Trinidad. Hasta en la liturgia se notaba (se nota): la inmensa mayoría de las oraciones de la misa no se dirigen al Padre, a Abbá, sino al Dios Todopoderoso y Eterno. El pueblo cristiano se había quedado sin Abbá, sin madre. Hasta el mismo Jesús se llegó a representar como un emperador terrible. No tienen más que mirar a los "Pantocrator" medievales. Un rey superpoderoso, sin un átomo de dulzura, sin un átomo de humanidad. Sólo distancia, ley, divinidad desencarnada, temor. La Buena Noticia estaba en peligro. Pero el pueblo cristiano fue mucho más inteligente, mucho más cristiano que sus jefes y sus teólogos, y desplazó lo más cristiano de los atributos de Dios y de Jesús a la madre de Jesús, a María. Madre de misericordia, refugio de pecadores, consuelo de afligidos, auxilio de los cristianos... Todo lo que es Abbá, todo lo que es Jesús, fue transferido a María. Y así se salvó lo esencial de la Buena Noticia de Jesús sobre Dios. Se había producido el milagro, la presencia del Espíritu en el pueblo de Dios. El pueblo cristiano, privado de Abbá, salvó su fe por María, la Madre. La Madre no da miedo, porque no es Dios. Dios, y Jesús, daban miedo, porque se había retrocedido, ignorando la Buena Noticia: se había sustituido a Abbá, el papá en quien se puede confiar, que da seguridad y cariño, por el Señor Padre Todopoderoso, lejano y más bien temible; se había sustituido a Jesús de Nazaret, el que curaba porque era compasivo, el que era asequible y cercano a la gente normal, por el Verbo Encarnado, extraterrestre semejante, sólo semejante, a nosotros. La gente se había quedado sin médico, sin padre, sin amparo. Y encontró a la Madre: refugio de pecadores, consuelo de afligidos... exactamente lo que significa Abbá. Naturalmente, a María se le transfirieron también otros atributos divinos, para corroborar la fiabilidad de nuestra confianza: medianera de todas las gracias, sin pecado original, 'asumpta' al cielo, reina de todo lo creado... (hasta seguimos invocándola como "madre del Creador", sin que nadie que yo sepa haya reparado en la formidable contradicción de esos dos términos juntos). No hay palabras ni sentimientos capaces de agradecer suficientemente a María, la madre de Jesús, la salvación de todo lo que más caracteriza a la religión de Jesús, a la Buena Noticia: sentirse querido, saber que alguien siempre te comprende, te perdona y te acoge, alguien a quien no temer, alguien que no lleva cuentas de mal, que lo olvida todo, que lo espera todo... Eso, que debería haber sido Dios/Abbá, fue para los cristianos la madre de Jesús, y con razón le ha llamado la Iglesia su madre, Madre de los cristianos. Pero eso no fue todo, además, María nos ha ofrecido una enorme mejora en la imagen de Abbá. Le ha quitado para siempre su masculinidad patriarcal. Al dirigirnos a María como Madre, poniéndola en el lugar de Abbá, hemos iluminado a Abbá con luz maternal. Hemos entendido por qué en la Parábola del Hijo Pródigo no hay madre: porque no hace falta, porque el corazón del padre es maternal. María, parábola de Dios. De ninguna manera renunciamos a la devoción, admiración, gratitud a María, la madre de Jesús, por la que pudo Jesús ser uno de nosotros. Ella es la que, a través de los siglos, ha sido la que nos ha llevado al Padre, a Abbá, ha sido la que ha engendrado en los cristianos el verdadero rostro de Abbá. “Es la crisis: ¡más madera humana!”, dirían hoy los hermanos Marx. Y si no veamos un momento. El último informe de Intermon-Oxfam del que apenas hablaron los medios, decía que, de seguir las cosas así, costará 25 años recuperar los niveles de bienestar anteriores a la crisis y que dentro de diez años España tendrá un 40% de pobreza porque “las políticas de austeridad y el control férreo del déficit no han conseguido nunca la recuperación de la economía o el retorno a una senda de bienestar”.
Lo único sorprendente en aquel texto era la condicional “de seguir las cosas así”. Pues ya va siendo evidente que no se trata de probar si unos remedios funcionan, sino de seguir en la senda por la que querían que fuésemos: provocar el shock (o aprovecharlo) para amputar partes del organismo social que nunca podrán recuperarse. Por eso, cada vez que los mandamases alaban la buena conducta del gobierno, añaden que hemos de seguir haciendo “reformas” (= robos a los débiles) porque si no, lo hecho servirá para poco. ¿Por qué? La existencia de un estado de bienestar (estado social o como queramos llamarlo) es incompatible con la existencia de grandes fortunas, en un país o en el mundo en general. Y nosotros hemos elegido lo segundo. Buen ejemplo es el desmonte tácito de un país tan rico como Alemania, alabado además por todos los medios del sistema. En los últimos años ha desaparecido la cogestión que era uno de los grandes valores del sistema alemán y hacía innecesario un salario mínimo por la presencia de sindicatos obreros en la gestión de las empresas (sólo tras las pasadas elecciones, la necesidad de pactar con SPD ha obligado a aceptar el salario mínimo). Evaporada la cogestión, vinieron las deslocalizaciones que provocaron un enorme descenso de salarios: porque si un puesto de trabajo costaba en Alemania 25 €, en Polonia costaba 7 y en Túnez sólo 2. Así hemos llegado al dato escalofriante de que Alemania (el país más rico de la UE), es un país sin salario mínimo legal, y el tercero por las diferencias entre ricos y pobres, detrás de Bulgaria y Rumanía. El mensaje no puede ser más claro: si Ud. quiere ser un país “rico” ya sabe el camino: llénese de pobres. Pobres cada vez más resignados y amordazados porque la única alternativa que tienen a su pobreza es la miseria. Y prefieren rezar como aquel del chiste: “Virgencita mía, que me quede como estaba”. La meta final, a la que no sé si llegaremos, pero hacia la que debemos caminar, la ofrece uno de los episodios más vergonzosos, y más olvidados, de nuestra historia reciente, donde se cruzaron todas las líneas rojas sin que se levantara ninguna voz pseudoética para decir que aquellas atrocidades no podían quedar impunes: el pasado 24 de abril explotó en Daca (Bangladesh) una fábrica textil en un edificio de 7 alturas de mala calidad, que emergía en unos terrenos pantanosos. No fue el único. Bangladesh tiene más de 4000 fábricas que componen ropa para Disney, Walmart, Tesco, Marks & Spencer, Carrefour, El Corte Inglés y otros de esos nombres tan queridos para nosotros. Pero en los anteriores incendios los muertos no pasaron de ocho o diez. Otro con 112 cadáveres en noviembre, tampoco sirvió como aviso. Esta vez fueron 1139 muertos, 1500 heridos y más de 3000 desaparecidos. Por 30 € al mes durante diez horas al día y seis días a la semana, mujeres jóvenes confeccionaban ropa para las marcas citadas. A más de 30 grados, con humedad del 90% y sin unos miserables ventiladores: porque los costes laborales han de ser mínimos, y “si hemos de preocuparnos de condiciones higiénicas y humanas, para eso no venimos aquí; que no crea Ud que trasladarnos de Barcelona a Bangladesh nos sale gratis”. De hecho la facturación textil pasó de 5000 a 20,000 millones de dólares en sólo doce años. El FMI y Goldman Sachs (¿les suena este nombre?) profetizaron que Bangladesh estaría pronto entre los “países emergentes”. Varios diputados del Parlamento de Bangladesh son dueños de una fábrica textil. En la fábrica incendiada los materiales altamente inflamables estaban almacenados al lado de la escalera de entrada, desafiando normas elementales de seguridad. Las salidas de emergencia cerradas con llave para evitar robos de mercancía. Los contratos de trabajo eran en su mayoría orales, de modo que no hay mucho que reclamar. Cuando sonó la primera alarma el capataz obligó a las muchachas a seguir trabajando, diciéndoles que era sólo un ejercicio táctico. Hasta ahora no ha habido imputados: el tiempo cura muchas cosas él solo, como muy bien sabe Rajoy. Y algo de eso es lo que nos espera de seguir así las cosas. Los gobiernos podrán presentar cifras espectaculares de crecimiento económico, aunque sin decirnos que el crecimiento en dólares es directamente proporcional al crecimiento en muertos. Total ¿qué son cien o doscientos cadáveres, si en el mundo hay más de siete mil millones de seres humanos y además nos hemos de morir de todas maneras? No digamos pues que “de seguir así las cosas”… Es que las cosas han de seguir así. “Es la guerra. ¡Más madera humana!”. La dimisión de Benedicto XVI marcó el final del paradigma neoconservador en la Iglesia católica que se desarrolló durante más de tres décadas conforme al calculado programa de restauración diseñado por el cardenal Ratzinger. Juan Pablo II y Benedicto XVI vaciaron el espíritu reformador del concilio Vaticano II, en el que ambos habían participado activamente, y lo interpretaron con categorías preconciliares.
Reforzaron la estructura jerárquica y patriarcal hasta imponer un gobierno personalista. Acentuaron el carácter dogmático de la doctrina católica, impusieron el pensamiento único y laminaron el pluralismo del Vaticano II. Condenaron la modernidad, a la que Benedicto XVI calificó de “dictadura del relativismo”. Hicieron alianza con los nuevos movimientos eclesiales, marginaron –e incluso entraron en conflicto con- a la mayoría de las congregaciones religiosas, cuya influencia pretendieron minusvalorar, y anatematizaron a los movimientos cristianos de base y a las teologías en que se apoyaban Sustituyeron el clima de diálogo de los años del Concilio y de los primeros años del posconcilio por el del monólogo y por la actitud “inter” por la de “anti”. Mutaron el programa de Reforma conciliar por el de la Contrarreforma preconciliar y tornaron la cálida primavera de Juan XXIII en frío invierno. Frenaron la investigación teológica y pusieron límites muy estrechos a la libertad de expresión. Numerosos teólogos y teólogas, algunos de ellos asesores del Vaticano II, fueron apartados de la docencia, reducidos a silencio y sufrieron la censura de sus libros como en los mejores tiempos de la Inquisición. Los obispos que en sus diócesis pusieron en prácticas las reformas conciliares y optaron por el pueblo fueron sustituidos por prelados fieles a la ortodoxia romana y alejados del pueblo No obstante, y con el viento en contra, se desarrollaron corrientes de reforma, colectivos críticos y movimientos alternativos, como las comunidades eclesiales de base, cristianos por el socialismo, movimientos apostólicos, se produjeron nuevas tendencias teológicas como la política, la de la liberación, la feminista, la del diálogo interreligioso, que el Vaticano y las jerarquías locales no consiguieron silenciar. Más aún, dentro del paradigma de la restauración tuvieron lugar importantes avances en la Doctrina Social de la Iglesia, sobre todo durante el pontificado de Juan Pablo II en encíclicas como Laborem exsercens, que anteponía el trabajo al capital, y Sollicitudo rei socialis, que calificó las estructuras económicas del capitalismo de “estructuras de pecado”. El final del paradigma neoconservador se produjo por agotamiento y por el mal ejemplo de no pocos dirigentes eclesiásticos, y se precipitó por los escándalos en la cúpula de la Iglesia católica, las deslealtades y la corrupción en el Vaticano, y, más grave todavía, por la pederastia, cáncer extendido por todo el cuerpo eclesial, que se tradujo en violencia sexual contra más de cien mil niños, adolescentes y jóvenes, practicada, muchas veces impunemente, durante décadas por cardenales, obispos, sacerdotes y religiosos. La elección de Francisco marcó el comienzo de un nuevo paradigma que se mueve entre la continuidad y el cambio. El papa argentino generó desde el principio grandes esperanzas en amplios sectores dentro y fuera de la Iglesia. Esperanzas fundadas inicialmente en su lenguaje llano, la renuncia al boato y la predicación con el ejemplo, las sanciones contra jerarcas incursos en comportamientos alejados del evangelio, etc. Tres son, a mi juicio, las características que definen el comienzo del nuevo paradigma: el cambio de prioridades, la reforma de la Iglesia y la opción por los empobrecidos y marginados, las tres complementarias y en estrecha relación. 1. Francisco dejó claro desde el principio que sus prioridades no iban a ser el aborto, el matrimonio homosexuales y el divorcio, cuya condena llegó a convertirse en obsesión de los pontificados anteriores y muy especialmente del episcopado español. Aun manteniéndose dentro de la doctrina tradicional en estos temas, su tratamiento me parece más comedido, su actitud más respetuosa y su tono más comprensivo, aunque creo necesario un cambio profundo de planteamiento al respecto. 2. La palabra reforma es una de las más frecuentes en el discurso de Francisco y constituye el punto fundamental de su programa de gobierno como se pone de manifiesto en sus gestos y manifestaciones públicas y, recientemente, en la Exhortación Apostólica La alegría del Evangelio. Esta reforma empieza por una crítica severa de la Curia, cuyo principal defecto consiste, a juicio del papa, en ser “vaticano-céntrica”, y de los obispos y sacerdotes que actúan como simples funcionarios y viven como príncipes. Implica, según la Exhortación, la “conversión del papado”, la descentralización, la transformación de las estructuras eclesiales, el reconocimiento de la responsabilidad de los laicos, una presencia más inclusiva de la mujer en los lugares donde se toman las decisiones, un mayor protagonismo de los jóvenes, etc. En definitiva una iglesia inclusiva de aquellas personas y colectivos hasta ahora excluidos. 3. La reforma que pretende llevar a cabo Francisco se traduce en la construcción de una Iglesia pobre y de los pobres, en sintonía con el cristianismo liberador, donde han de tener su lugar preferente la gente sin hogar, los drogodependientes, los refugiados, las comunidades indígenas, los migrantes, las personas ancianas y las mujeres objeto de maltrato, violencia y exclusión. Una Iglesia, en fin, que acoge a quienes la globalización neoliberal margina y que es solidaria con las víctimas del sistema capitalista, que, en opinión del papa, es “injusto en su raíz”, impone una nueva tiranía y diviniza el mercado. ¿Tendrá éxito el nuevo paradigma de Iglesia que ahora está dando sus primeros pasos? Sí, a condición de: a) introducir en él la democracia paritaria; b) eliminar el clericalismo; c) incorporar a las mujeres en todos los ministerios eclesiales, sin distinguir entre ministerios ordenados y ministerios laicales; ejercer un liderazgo compartido y no unipersonal (el liderazgo unipersonal suele terminar en autoritarismo), cambiar de amistades y compañías (Francisco sigue teniendo en la Curia personas que van a dificultar, más que facilitar, el desarrollo de su programa de reforma), luchar contra la corrupción, tan extendida tanto en la Iglesia como en la sociedad, tantos en los poderes públicos en la cúpula del catolicismo, tato entre los gobernantes políticos como en los religiosos; y, como Francisco afirma reiteradamente, ubicarse en las periferias, pero no para ejercer el asistencialismo, la beneficencia y la “caridad” mal entendida, sino para trabajar por otro mundo posible sin periferias. Estamos a unos días del primer domingo de Adviento. En una fecha como la que está por llegar, pero de 1511, Antonio de Montesinos desnudó la brutalidad de la empresa colonial española. Lo hizo mediante la exposición de un pasaje bíblico.
Cabe mencionar que unas fuentes consignan el primer domingo de Adviento como el día que Montesinos hizo su predicación; otras sostienen que fue en el segundo e incluso el tercer domingo. En todo caso, así lo considero, lo central es el contenido de la exposición que dio. El escenario del valiente discurso fue la isla La Española, en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana). El grupo de frailes dominicos asentado en La Española decide pronunciarse contra la barbarie cotidiana padecida por la población indígena y los esclavos traídos a tierras caribeñas. Llegado el primer domingo de Adviento, sus compañeros deciden que sea Montesinos quien lea lo escrito en conjunto. Uno de los presentes, Bartolomé de las Casas, en quien la predicación de fray Antonio de Montesinos habría de calar muy hondo, a tal grado que desembocaría en su conversión, fijó para la posteridad el sermón y las primeras reacciones levantadas por el mismo. Nos dice De las Casas que, a la hora de predicar, Montesinos subió al púlpito y tomó por tema y base de su exposición Ego vox clamantis in deserto (voz que clama en el desierto, Juan 1:23). Después de la introducción “comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban en su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente y en ellos morían”. El predicador explicó así el motivo de su sermón: “Para os lo dar a cognoscer me he sobido aquí, yo que soy la voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os dará la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír”. El impacto entre los asistentes fue seco; algunos quedaron desconcertados, ya que esperaban escuchar palabras amorosas, dado que por la temporada lo natural era que los sermones enfatizaran la ternura de la encarnación. Olvidaron que el nacido en un pesebre, al inicio de su ministerio, como nos lo cuenta Lucas, refirió que la misión mesiánica consiste en “proclamar libertad a los cautivos” de todas las ataduras espirituales y materiales que lastiman la dignidad humana. Montesinos, así fue consignado por Bartolomé de las Casas, prosiguió: “Esta voz, dijo él, que todos estáis en pecado mortal, inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos nos son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”. El silencio era espeso, nadie se movía de su lugar. Montesinos bajó del púlpito, y el efecto de sus palabras lo refleja Bartolomé de las Casas, porque a sus oyentes “los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido”. De las Casas llegó a residir en La Española casi una década antes de que Montesinos exigiera a los conquistadores que cesaran su trato inhumano hacia los indígenas y esclavos. Llegó el 5 de abril de 1502, acompañando al gobernador Nicolás de Ovando. Bartolomé tomó parte en los combates de conquista contra los habitantes “descubiertos” por los españoles. Por esa participación recibió bienes y tierras. Fue encomendero, y en tal carácter tuvo mano de obra cautiva a su servicio. Tres años tardaría De las Casas en aquilatar debidamente el sermón que le escuchó a fray Antonio de Montesinos el primer domingo de Adviento de 1511. Como evidencia palpable de su ruptura con el sistema colonial, Bartolomé renuncia públicamente a sus posesiones mal habidas y dedica su ministerio a la defensa de los indios y a evangelizarlos al modo de Jesucristo, sin amenazas ni violencia. En 1515 Montesinos y De las Casas viajan a España, con el fin de presentar sus alegatos ante distintas instancias a favor de los pueblos indios y contra las sanguinarias acciones de los conquistadores. En los siguientes cincuenta años De las Casas dedica su vida a contar los horrores de la Conquista española en tierras amerindias. En sus ires y venires de España al Nuevo Mundo prosigue en su denuncia del mal estructural sobre el que se construye la organización socioeconómica colonial. En 1543 es el primer obispo de Chiapas. En 1550-1551 mantiene una encendida polémica, en Valladolid, con el teólogo imperial Juan Ginés de Sepúlveda, en la que su teología cristocéntrica (desde la que él considera, justamente, imposible la Conquista española) contrasta con el aristotelismo de su contrincante, defensor a ultranza del imperio español. La encarnación del Verbo es multidimensional. Una de sus facetas es un recordatorio de que en el desierto de las conciencias, personal y colectiva, puede florecer la libertad de toda opresión, de todo lo que deshumaniza a hombres y mujeres. La Buena Nueva es que la conspiración del Adviento nos llama, como predicó Antonio de Montesinos, a que despertemos de nuestro letargo y desatemos todo yugo de esclavitud. Quizás sólo nos falte comprender que a todos los humanos nos recubre una misma piel. La colorean diferentes pigmentos, la bañan estos y aquellos océanos. Quizás todos calzamos una misma epidermis, extensa, azotada por los diferentes vientos, templada por los variados soles, acariciada y arañada por tantos azares. Las pieles del mundo son nuestra piel, abrigan nuestro propio cuerpo. La cuchilla que hiere su envoltura también sangra la nuestra.
Un solo corazón, una sola piel, una sola humanidad. Sólo reclamamos a los políticos, sólo nos pedimos a nosotros mismos las cuchillas sin filo, el hierro romo. Sólo queremos cubrirnos con una inmensa y compartida piel sin heridas. Las hojas afiladas, recién reinstaladas, en la verja de Melilla, producen profundos cortes en las manos y piernas de los inmigrantes. Ante la intensificación del flujo inmigratorio desde África, no decimos que deba necesariamente mediar el abrazo, la calurosa y masiva acogida, cuando aquí también medra la necesidad, pero cuchillas no. No más hierro afilado contra el humano-hermano, contra el subsahariano necesitado. Algo falla en este mundo que afila tanto las cuchillas y levanta tanto sus muros. Algo no hicimos bien, cantan las verjas ensangrentadas. La demagogia ante un problema cede cuando nos proclamamos parte responsable del mismo, implicados en la solución. No aspiramos por lo tanto a ensayar ese barato ejercicio. La sangre en las verjas de Melilla no es sólo un grito urgente a la clase política para que retire las polémicas cuchillas, que hasta el fiscal general ha denunciado, es también un reclamo apremiado al corazón de cada uno de nosotros para compartir cada día más, para contribuir a mermar el abismo entre Norte y Sur. Hay un evidente fracaso humano en esas altas y agresivas verjas, derrota que nos interpela a cada uno de nosotros/as, no sólo a la categoría dirigente. Hay una invitación a reinventarnos como humanidad, a rehacer nuestras relaciones sobre una base de fronteras más abiertas, de corazones más solidarios. Cede el tiempo de los balones fuera, de las responsabilidades siempre en los de arriba. Nuestro siguiente reto evolutivo estriba en la creciente asunción de responsabilidades en el seno de la gran familia planetaria. No proceden los alambres de espino y cuchillas para separar las dependencias de nuestra casa común. Tiene que haber un planeta ancho que temple un poderoso astro, un entrañable sol; tiene que haber una tierra de hermanos a la vuelta de todas estas alambradas, de esa carne desgarrada, de estas geografías tan separadas. |
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