"Residían en Jerusalén judíos devotos de todas las nacionalidades que había bajo el cielo. La gente quedó desconcertada, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua " (Act 2, 5-6).
El hecho de oír decir que vivimos en un mundo globalizado ya no nos sorprende. Los medios de comunicación nos lo evidencian a cada instante. Resulta difícil ignorar el bienestar de los países ricos y la miseria en que se encuentran sometidos casi dos tercios de los habitantes del planeta. Por otra parte, las diferencias culturales y religiosas son un hecho al que nos hemos acostumbrado a verlo ya como signo de riqueza, en vez de considerarlo un impedimento para la convivencia; aunque a nivel práctico nos resulte complicado muchas veces vivirlo como tal riqueza. Se engaña quien sigue pensando que el cristianismo es en sí mismo la religión verdadera, que hay que imponer a los demás, puesto que el resto de las religiones están equivocadas. Sabemos, por ejemplo, que la religión cristiana no es la más numerosa, sólo por utilizar el hecho cuantitativo. Por otra parte, existe, al menos en teoría, una tendencia cada vez mayor de cara a respetar las formas y maneras de pensar, de creer, de opinar, etc. de las personas entre sí. He puntualizado la expresión "en teoría", porque la vida real deja mucho que desear, sobre todo en ciertos lugares y momentos. Vistas así las cosas y con una constatación similar, fuera una ingenuidad por parte de la Iglesia creerse que se encuentra todavía en una época de cristiandad; donde la última palabra la tiene ella y, por lo mismo, todo el mundo la debe acatar. Por lo tanto, si nos atenemos a las palabras del comienzo, yo diría que en nuestro mundo vive, al igual que en aquella fiesta de Pentecostés en Jerusalén, gente de toda raza, condición, cultura y religión. Gente, por tanto, bien plural y diversa que espera "buenas noticias" que le hagan la vida más ligera para conseguir vivir lo más feliz posible. Insisto, pues, que es ante esta sociedad plural y diversa que se encuentra nuestra Iglesia de hoy. Y, en contra de lo que a menudo piensa o imagina la propia Iglesia, esta sociedad plural y diversa no tiene ningún interés de verla como enemiga o contrincante. Al contrario, esta sociedad tan cansada como está, lo que espera es que haya personas y colectivos que la alarguen la mano para levantarse y poder continuar caminando. ¡Y ya le gustaría que la Iglesia la ayudara! Por eso, yo diría que la sociedad de hoy en día espera de la Iglesia fundamentalmente dos cosas. Por un lado, un lenguaje inteligible para todas las personas. Un lenguaje entendido no sólo como palabras, sino como manera de actuar y de hacer. Esto quiere decir que se está haciendo demasiado tarde como para que los dogmas se sigan manteniendo como algo esencial. Como tampoco tiene ningún sentido seguir hablando de preceptos y de obligaciones, sobre todo a nivel litúrgico y sacramental, los incumplimientos de los cuales conllevaría un pecado (por usar el mismo lenguaje eclesial) que a su vez supondría una pena; que, a su vez, valga la redundancia, quedaría expiada con otros cumplimientos de los cuales es mejor no hablar. La gente de nuestro mundo plural espera también un cambio en la manera de vivir, más pobre, humilde y solidaria, de las personas que se consideran cristianas. De todas y de todos: empezando por el fiel más bajo hasta acabar con el Obispo de Roma (el Papa). Espera también unas liturgias más sencillas, que ayuden a la gente que las celebra a conectar de verdad con la infinitud del Dios amor. Liturgias que hoy en día, en cambio, no hacen sino conducir a todo lo contrario, como es al aburrimiento, debido muchas veces al lenguaje que allí se utiliza y a las parafernalias que siguen los que las presiden: sacerdotes y, sobre todo, obispos y Papa. Esta nuestra sociedad plural de hoy espera que la Iglesia haga todos los esfuerzos y más por inculturizarse; es decir, bajar a los niveles que las demás personas, según épocas y países, puedan entender. No a la inversa: es decir, esperar o exigir que los demás se pongan a su nivel que, si no cambian las cosas, continuará por mucho tiempo siendo el nivel “romano” (o europeo, para ser más exactos). Y así podríamos seguir añadiendo un largo etc. La segunda cosa sobre la que quisiera incidir es sobre este lenguaje evangélico que debería usar la Iglesia, dejando bastante de esquina o arrinconando del todo el lenguaje del Derecho Canónico. Un lenguaje cargado de amor, de perdón, de misericordia, de comprensión, de piedad, etc. hacia todo un montón de personas que, por circunstancias diversas, sufren mucho. Ahora estoy pensando en parejas que han fracasado en su proyecto de compartir sus vidas y que, después de haberlas rehecho, se las impide participar de lleno en la comunión eclesial. También me vienen a la mente aquellas otras que, por mantener una orientación sexual diferente, no sólo quedan excluidas de participar también de manera plena en la Iglesia, sino que se las niega la posibilidad de celebrar públicamente su proyecto de vivir juntos el amor. O aquellos sacerdotes o religiosos que, debido a una ley tan inhumana y opuesta a la Ley Natural, como es el celibato obligatorio, por muy arraigo que posea a nivel de Tradición dentro de la Iglesia, se les aparte del ministerio sacerdotal; cuando al fin y al cabo el sacerdocio es una llamada (una vocación) a celebrar en medio de una comunidad los misterios de la salvación; mientras que el celibato es sencillamente un carisma. Y ya que he comenzado con la experiencia de aquel Pentecostés de hace dos mil años en Jerusalén, quisiera terminar lanzando al aire una pregunta: ¿no será que nuestra Iglesia de hoy en día tiene mucho miedo, confía demasiado en sus estructuras y poco en el Evangelio, y por eso vive encerrada, como un día vivieron encerrados también los apóstoles en Jerusalén?
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Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que Pablo encontró cierta vez en Éfeso un grupo de cristianos desconocidos. Algo debió de resultarle raro porque les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando comenzasteis a creer?” La respuesta fue rotunda: “Ni siquiera hemos oído que hay un Espíritu Santo”. Si Pablo nos hiciera hoy la misma pregunta, muchos cristianos deberían responder: “Sé desde niño que existe el Espíritu Santo. Pero no sé para qué sirve, no influye nada en mi vida. A mí me basta con Dios y con Jesús”. Esta respuesta sería sincera, pero equivocada. Las palabras que acaba de pronunciar las ha dicho impulsado por el Espíritu Santo. Tiene más influjo en su vida de lo que él imagina. Y esto lo sabemos gracias a las discusiones y peleas entre los cristianos de Corinto.
La importancia del Espíritu (1 Corintios 12,3b-7.12-13) Los corintios eran especialistas en crear conflictos. Una suerte para nosotros, porque gracias a sus discusiones tenemos las dos cartas que Pablo les escribió. La que originó la lectura de hoy no queda clara, porque el texto, para no perder la costumbre, ha sido mutilado. Quien se toma la pequeña molestia de leer el capítulo 12 de la Primera carta a los Corintios, advierte cuál es el problema: algunos se consideran superiores a los demás y no valoran lo que hacen los otros. Con una imagen moderna, es como si un arquitecto despreciase, y considerase inútiles, al delineante que elabora los planos, al informático que trabaja en el ordenador, al capataz que dirige la obra y, sobre todo, a los obreros que se juegan a veces la vida en lo alto del andamio. La sección suprimida en la lectura (versículos 8-11) describe la situación en Corinto. Unos se precian de hablar muy bien en las asambleas; otros, de saber todo lo importante; algunos destacan por su fe; otros consiguen realizar curaciones, y hay quien incluso hace milagros; los más conflictivos son los que presumen de hablar con Dios en lenguas extrañas, que nadie entiende, y los que se consideran capaces de interpretar lo que dicen. Pablo comienza por la base. Hay algo que los une a todos ellos: la fe en Jesús, confesarlo como Señor, aunque el César romano reivindique para sí este título. Y eso lo hacen gracias al Espíritu Santo. Esta unidad no excluye diversidad de dones espirituales, actividades y funciones. Pero en la diversidad deben ver la acción del Espíritu, de Jesús y de Dios Padre. A continuación de esta fórmula casi trinitaria, insiste en que es el Espíritu quien se manifiesta en esos dones, actividades y funciones, que concede a cada uno con vistas al bien común. Además, el Espíritu no solo entrega sus dones, también une a los cristianos. Gracias al él, en la comunidad no hay diferencias motivadas por el origen (judíos - griegos) ni por las clases sociales (esclavos - libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también elimina las diferencias basadas en el género (varones - mujeres). Hoy día somos especialmente sensibles a la diferencia de género. No podemos imaginar lo que suponía en el siglo I las diferencias entre un esclavo (por más cultura que tuviese) y un ciudadano libre, ni entre un cristiano de origen judío (algunos se consideraban lo mejor de lo mejor) y un cristiano de origen pagano, recién bautizado (para algunos, un advenedizo). [Solo hay un tema en el que ha fracasado el Espíritu: en unir a independentistas y nacionalistas]. En definitiva, todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros. ¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas. Si a un cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte personas según Lucas). Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de Juan. La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11) Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz? ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo eso es don del Espíritu. Por eso, cuando escribe el libro de los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período (¡cincuenta días!) de oración, y que acontecerá en un momento solemne, en la segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas). En este caso, quien empieza a compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. El relato de Lucas contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie de viento impetuoso[1]. Dentro de la casa, el ruido va acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final. Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios». La versión de Juan 20, 19-23 Muy distinta es la versión que ofrece el cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu. El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz. Esa paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría. Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies que envíe operarios a su mies”]. El final lo constituye una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados). Resumen Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que podemos pedirle que más necesitemos. El don de lenguas «Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»). El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo. El segundo fenómeno es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”). Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos. Rematamos el tiempo pascual con tres fiestas. Pentecostés, Trinidad y Corpus. Las tres hablan de Dios. Pero no desde el punto de vista filosófico o científico sino en cuanto se relaciona con cada uno de nosotros. De la realidad de Dios en sí mismo no sabemos nada; pero podemos experimentar su presencia como realidad que fundamenta y sostiene nuestra realidad, no desde fuera, sino desde lo hondo del ser. Pentecostés propone la relación con Dios que es Espíritu y hasta qué punto podemos descubrirlo y vivirlo.
Pentecostés, es una fiesta eminentemente pascual. Sin la presencia del Espíritu, la experiencia pascual no hubiera sido posible. La totalidad de nuestro ser está empapada de Dios ESPÍRITU. Es curioso que se presente la fiesta de Pentecostés, en los Hechos, como la otra cara del episodio de la torre de Babel. Allí el pecado dividió a los hombres, aquí el Espíritu los congrega y une. Siempre es el Espíritu el que nos lleva a la unidad y por lo tanto el que nos invita a superar la diversidad que es fruto de nuestro falso yo. El relato de los Hechos, que hemos leído es demasiado conocido, pero no es tan fácil de interpretar. Pensar en un espectáculo de luz y sonido nos aleja del mensaje que quiere trasmitir. Lc nos está hablando de la experiencia de la primera comunidad; no está haciendo una crónica periodística. En el relato utiliza los símbolos que había utilizado ya el AT. Fuego, ruido, viento. Los efectos de esa presencia no quedan reducidos al círculo de los reunidos, sino que sale a las calles, donde estaban hombres de todos los países. El Espíritu está viniendo siempre. Mejor dicho, no tiene que venir de ninguna parte. (Lc narra en los Hch, cinco venidas del Espíritu). Las lecturas que hemos leído nos dan suficientes pistas para no despistarnos. En la primera se habla de una venida espectacular (viento, ruido, fuego), haciendo referencia a la teofanía del Sinaí. Coloca el evento en la fiesta judía de Pentecostés, convertida en la fiesta de la renovación de la alianza. La Ley ha sido sustituida por el Espíritu. En Jn, Jesús les comunica el Espíritu el mismo día de Pascua. No es fácil superar errores. No es un personaje distinto del Padre y del Hijo, que anda por ahí haciendo de las suyas. Se trata del Dios UNO más allá de toda imagen antropomórfica. No es un don que nos regala el Padre o el Hijo sino Dios como DON absoluto que hace posible todo lo que podemos llegar a ser. No es una realidad que tenemos que conseguir a fuerza de oraciones y ruegos, sino el fundamento de mi ser, del que surge todo lo que soy. Es difícil interpretar la palabra “Espíritu” en la Biblia. Tanto el “ruah” hebreo como el “pneuma” griego, tienen una gama tan amplia de significados que es imposible precisar a qué se refieren en cada caso. El significado predominante es una fuerza invisible pero eficaz que se identifica con Dios y que capacita al ser humano para realizar tareas que sobrepasan sus posibilidades. El significado primero era el espacio entre el cielo y la tierra de donde los animales sorben la vida y nos abre una perspectiva muy interesante. En los evangelios se deja muy claro que todo lo que es Jesús, se debe a la acción del Espíritu: "concebido por el Espíritu Santo." "Nacido del Espíritu." "Desciende sobre él el Espíritu." "Ungido con la fuerza del Espíritu." “Como era hombre lo mataron, como poseía el Espíritu fue devuelto a la vida”. Está claro que la figura de Jesús no podría entenderse si no fuera por la acción del Espíritu. Pero no es menos cierto que no podríamos descubrir lo que es realmente el Espíritu si no fuera por lo que Jesús, desde su experiencia, nos ha revelado. En esta fiesta se quiere resaltar que gracias al Espíritu, algo nuevo comienza. De la misma manera que al comienzo de la vida pública, Jesús fue ungido por el Espíritu en el bautismo y con ello queda capacitado para llevar a cabo su misión, ahora la tarea encomendada a los discípulos será posible gracias a la presencia del mismo Espíritu. De esa fuerza, nace la comunidad, constituida por personas que se dejan guiar por el Espíritu para llevar a cabo la misma tarea. No se puede hablar del Espíritu sin hablar de unidad e integración y amor. La experiencia inmediata, que nos llega a través de los sentidos, es que somos materia, por lo tanto, limitación, contingencia, inconsistencia, etc. Con esta perspectiva nos sentiremos siempre inseguros, temerosos, tristes. La Experiencia mística nos lleva a una manera distinta de ver la realidad. Descubrimos en nosotros algo absoluto, sólido, definitivo… que es más que nosotros, pero es también parte de nosotros mismos. Esa vivencia nos traería la verdadera seguridad, libertad, alegría, paz, ausencia de miedo. No se trata de entrar en un mundo diferente, acotado para un reducido número de personas, a las que se premia con el don del Espíritu. Es una realidad que se ofrece a todos como la más alta posibilidad de ser, de alcanzar una plenitud humana que todos debíamos proponernos como meta. Cercenamos nuestras posibilidades de ser cuando reducimos nuestras expectativas a los logros puramente biológicos, psicológicos e incluso intelectuales. Si nuestro verdadero ser es espiritual, y nos quedamos en la exclusiva valoración de la materia, devaluamos nuestra trayectoria humana y reducimos el campo de posibilidades. La experiencia del Espíritu es de la persona concreta, pero empuja siempre a la construcción de la comunidad, porque, una vez descubierta en uno mismo, en todos se descubre esa presencia. El Espíritu se otorga siempre “para el bien común”. Fijaros que, en contra de lo que se cuenta, no se da el Espíritu a los apóstoles, sino a los discípulos, es decir a todos los seguidores de Jesús. La trampa de asignar la exclusividad del Espíritu a la jerarquía se ha utilizado para justificar privilegios y poder. El Espíritu no produce personas uniformes como si fuesen fruto de una clonación. Es esta otra trampa para justificar toda clase de controles y sometimientos. El Espíritu es una fuerza vital y enriquecedora que potencia en cada uno las diferentes cualidades y aptitudes. La pretendida uniformidad no es más que la consecuencia de nuestro miedo, o del afán de confiar en el control de las personas y no en la fuerza del mismo Espíritu. En la celebración de la eucaristía debíamos poner más atención a esa presencia del Espíritu. Un dato puede hacer comprender como hemos ido devaluando la presencia del Espíritu en la celebración de la eucaristía: Durante muchos siglos el momento más importante de la celebración fue la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu que el sacerdote hace sobre el pan y el vino. Solo mucho más tarde se confirió un poder especial, que ha llegado a ser mágico, a las palabras que hoy llamamos “consagración”. La primera lectura de hoy nos obliga a una reflexión muy simple: ¿hablamos los cristianos, un lenguaje que puedan entender todos los hombres de hoy? Mucho me temo que seguimos hablando un lenguaje que nadie entiende, porque no nos dejamos llevar por el Espíritu, sino por nuestras programaciones ideológicas. Solo hay un lenguaje que pueden entender todos los seres humanos, el lenguaje del amor. Meditación Toda vida espiritual es obra del Espíritu. Que esa obra se lleve a cabo en mí, depende de mí mismo. Yo necesito a Dios para ser. Él me necesita para manifestarse. No debo manipularlo, sino dejar que me cambie. No soy yo el que amo, sino Dios que ama en mí. Con la fiesta de Pentecostés terminamos el tiempo de Pascua. Este acontecimiento cierra un ciclo que revela la identidad trascendente de Jesús y de todo ser humano en su dimensión más profunda, dando pleno sentido a nuestra fe cristiana. En este texto del evangelio de Juan, simbólicamente narrado, la consciencia de la resurrección ocurre en el primer día de la semana. Nace una nueva interpretación del tiempo que parece haber superado la percepción judía. La resurrección ocurre al amanecer, el soplo del Espíritu al atardecer. El día queda completado como un movimiento que integra toda la realidad de la vida.
Para comprender este texto, sería interesante mirar cómo se va desarrollando el proceso de transformación de los discípulos(as) tan tremendamente importante. Se dan tres posiciones conectadas entre sí, pero al mismo tiempo reveladoras de lo que ocurre en todo camino humano y creyente. La primera posición nos habla de cómo estaban situados los discípulos tras la muerte de Jesús: con miedo y las puertas bien cerradas. Esta posición es lógica tras la experiencia de fracaso que habían vivido. Cuando la frustración vital nos viene se despierta toda una gama de sensaciones paralizantes, la desconfianza se convierte en un obstáculo para ver con lucidez lo que ocurre. Ellos están cerrados al cambio; el perímetro de sus vivencias bordea la vida de Jesús que había terminado en tragedia. Sin expectativas y sin perspectiva. Necesitaban, realmente, una experiencia que rompiera esta espiral de desesperanza. Y es esta desesperanza la que se convierte en roca de fe para una nueva visión del ser humano. Son capaces de percibir a Jesús en medio de ellos y comprender la dimensión humana y divina del resucitado. Jesús es historia viva y se convierte en el espejo de toda la humanidad: vivimos en este mundo, pero existe una realidad trascendente, atemporal y eterna que nos abre a una nueva dimensión de sentido. Y se genera la segunda posición: todos miran al centro, perciben a Jesús en medio de ellos y se llenan de alegría. Esta alegría no es una euforia que les evade de la realidad sino una vivencia muy profunda como fruto de haber descubierto el “centro” y todo lo que brota de ese lugar; el centro personal pero también el centro comunitario. En una perspectiva diferente de esta escena podemos ver a todos alrededor y Jesús como foco central. En la raíz de esta experiencia nace la Iglesia, la comunidad cristiana querida por Jesús. Todos los miembros equidistantes con respecto al centro, ocupando la misma órbita, pero en responsabilidades diferentes. Nos recuerda al texto de Marcos 3 31-35 cuando María de Nazaret va a buscar a su hijo porque ya estaba en conflicto evidente con el judaísmo. Es la escena más limpia y completa de la Iglesia naciente: María, los hermanos y hermanas alrededor y vinculándose a Jesús a través de su Palabra. ¿Y qué nos ha pasado? ¿Por qué nos cuesta tanto sentirnos cómodos e identificados con esta imagen de la Iglesia? Una escena que vuelve a repetirse en Pentecostés, pero con una nueva presencia: el Espíritu de Jesús. Es este el parto de la Comunidad cristiana que ha cambiado el miedo por la alegría y la confianza, la cerrazón por la apertura, la verticalidad jerárquica por la circularidad de los seguidores y seguidoras. Es el parto del discipulado de iguales, una posición creyente en la que la referencia de esta Comunidad no es un cargo, un ministerio patriarcal, un liderazgo, una doctrina o una moral dogmatizada, sino Jesús vivo como Espíritu en medio de los creyentes, insuflando, fuerza, libertad, unidad, energía de amor, diversidad de carismas y moviendo hacia la plenitud. Arraigados ya en esta experiencia, aparece la tercera posición movida por el soplo del Espíritu con la invitación a recibirle en cada momento de la vida. Una nueva posición de osadía y lucidez para percibir aquello que hay que transformar. Jesús cede toda la responsabilidad al discipulado y los acompaña desde el centro, empodera su presencia en la historia como cocreadores(as) de una nueva humanidad; no estamos ante un envío para anunciar un mensaje que repite frases mecánicamente sino para discernir lúcidamente aquello que debe ser integrado, perdonado según el texto bíblico y lo que debe ser denunciado, pecados retenidos como apunta Juan. Hagamos de esta fiesta de Pentecostés una oportunidad para renovar nuestra fe, nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia de iguales que Jesús quería, nuestro vínculo con su Espíritu y nuestra identidad trascendente inseparable de Dios. Antes de nada he de advertir que, como algunos saben, vengo analizando todo desde que tengo uso de razón, modificando a veces con el paso de los años algunos pareceres, manteniendo otros con carácter provisional, y dando por conclusos los menos … Como digo en otra parte, cualquiera puede discurrir como los grandes pensadores de la historia a condición de dejar a un lado los prejuicios, el egoísmo y la vanidad. Ahí es nada… Pero si no lo hacemos así, no haremos màs que reproducir copias, repetir lo dicho y pensado por otros y a menudo lo prescrito por minorías de la inteligencia colectiva y de los distintos niveles del poder de los diferentes ámbitos de la actividad humana. Y que si no es de buen tono compararse con los genios del pensamiento en público, sí conviene hacerlo a solas.
Por otro lado, cuando publico ya cuento con que unos no habrán de estar de acuerdo, otros lo estarán a medias, otros compartirán lo escrito y, en ciertos casos, como el que ahora me ocupa, quizá me odien por no seguir las directrices del tipo de feminismo imperante. Pero me da igual. Lo que importa es el criterio personal. Y el criterio es independencia en el pensar profundo, no unirse a las corrientes de opinión generadas siempre por una o variaos a menudo desconocidos de un laboratorio de ideas, o pensar sin pensar desde la posición social, económica o los intereses de todo tipo de la clase social a la que por cuna o promoción pertenecemos. Así es que aquí va mi modo de abordar el espinoso tema de los “feminismos”. De los feminismos en plural, pues no hay un solo modo de reconocer la indudablemente superior femenina condición y la necesidad de que la sociedad asuma la idea de que ya va siendo hora de que tome la mujer el relevo del hombre para la dirección inédita de la civilización definitiva. Pues bien, no pretendo descubrir nada nuevo diciendo que España es un país que en el plano sociológico se caracteriza por pasar de un extremo a otro con demasiada facilidad; rasgo, por otra parte, común a los países poco desarrollados en materia de convivencia, con opuestas ideologías políticas, diversas sensibilidades y religiones de origen vario, en los que algunos pretenden acelerar el paso hacia un desarrollo moral que, en buena medida por causa debido a la impaciencia cuando se presenta alguna oportunidad, nunca se acaba de lograr. España tuvo un sistema político dictatorial dentro del sistema económico capitalista durante cuarenta años, y pasó hace otros cuarenta a un sistema de libertades públicas y privadas de las que abusan fácilmente los gobernantes que, a través del mismo y natural mimetismo e influencia natural que hay ordinariamente entre padres e hijos, entre mentores y aconsejados, entre maestros y alumnos, entre tutores y tutelados, arrastran a los ciudadanos a sus mismos vicios. Y así, la mentira, el engaño, la trapisonda, el chanchullo, el fraude, el latrocinio y demás lacras de los dirigentes se trasladan fácilmente luego al ámbito mercantil y luego al tributario; de modo que tanto las personas físicas, como los adinerados y toda clase de personas jurídicas, que son los obligados en conciencia, nunca acaban de consolidar la solidaridad ni la significativa equidad que precisa este singular país. Pero que España pasa de un extremo a otro lo evidencia no sólo el efecto producido por el paso de unas libertades públicas y privadas marcadamente coartadas, a la barra libre de libertades… Además de ello y los múltiples efectos en la vida civil, privada y pública, ahí está el feminismo exacerbado. España ha pasado de una sociedad “oficialmente” machista, no muy alejada de la que existe en la cultura musulmana, a una sociedad “oficiosamente” hembrista. Es cierto que la mujer tiene infinitos motivos para acabar con la lacra del machismo y la preeminencia del hombre sobre la mujer. Pero quienes llevan muy lejos el feminismo en España incurren en el mismo vicio invertido que denuncian y tratan de superar, sin tener presente que las raíces del comportamiento machista se hunden en una aberrante educación milenaria secularmente fomentada por el vaticanismo en Occidente: una educación primaria y errónea que, como en tantas otras cosas, afecta mucho más a las clases sociales de escasa formación humana que a las clases acomodadas que tenían y tienen además a su alcance una educación más equilibrada y completa. El caso es que el tipo de feminismo en España más extendido lleva sus pretensiones demasiado lejos para ser razonable. Pues no hay ya quien no esté de acuerdo con el postulado de que hombres y mujeres, homosexuales y otras modalidades sexuales deben tener no sólo en teoría sino también en la práctica idénticos derechos, remuneración y trato social. No es preciso ser feminista convicto o militante para adherirse a semejante causa. Pero una cosa es eso y otra pretender masculinizar a la mujer y feminizar al hombre a marchas forzadas. Una cosa es extirpar todo vestigio de diferenciación social por razón del sexo, y otra que, por ejemplo, dentro de un sistema de libertades, aun teóricas, que empresas, instituciones y organismos, en un sistema de libre mercado, deban tener una cuota de empleados o funcionarios equivalente de hombres y mujeres. (Y naturalmente, por qué no, ya puestos, de homosexuales y otras modalidades de sexualidad). Una cosa es esa deseable paridad y otra trasladarla al lenguaje oral y escrito, haciendo del habla y de la expresión escrita un bodrio absurdo y ridículo que no se conoce en ningún otro país de lengua del mismo origen latino, con su correspondiente género gramatical y sintáctico… El casi es que quienes venimos de una generación pronta a desaparecer, de una cultura y educación medias, jamás hemos incurrido en excesos hacia nuestra pareja, salvo las excepciones que confirman la regla. Los problemas de machismo tuvieron siempre que ver con las mismas causas que originan hoy la violencia llamada de género, agravada por los inevitables problemas inherentes a la inmigración: una educación deficiente y gravísimos problemas económicos. Los celos y el amor propio mal entendido suelen ser, siempre han sido, el detonante. Pero las razones profundas de la violencia del macho sobre la hembra, aparte la mayor fuerza física, se alojan en espacios de la condición humana y de las épocas no muy diferentes de la violencia contra niños, animales o ancianos; tipo de violencia ésta que se obvia salvo en estudios sociológicos, antropológicos o filosóficos desperdigados, ni de la que se publican datos y estadísticas con tanta insistencia y profusión como en la violencia de “género”, la violencia de hombres contra mujeres. La presión ejercida en Europa por la doctrina moral y prácticas de la Iglesia vaticana relegando a la mujer a un plano subordinado al hombre en otros países europeos ha ido siendo con el paso del tiempo ampliamente contrarrestada por la educación laica y cívica de filosofías, y por ideas morales procedentes de la reforma protestante, en unos países, y del concepto profundo de República, en otros. Pero en España, por mucho que se haga oír a la causa feminista radical, sólo el paso del tiempo pondrá socialmente a cada sexo en su sitio. Lo que sí puede conseguir el empuje de ese feminismo a ultranza es una literal y absurda guerra de sexos necesitados al fin y al cabo el uno del otro. Lo que sí va a causar es el retraimiento y feminización progresivos pero raudos del hombre y la masculinización de la mujer hasta la náusea. Todo ello dando cierto sentido a las ideas sobre el particular alojadas en los cerebros de individuos de las extremas derechas tanto española como europeas; cerebros deformados respecto a lo que universalmente se entiende por equilibrio, por humanismo y por ponderación; conceptos que en la España de siempre resultan usualmente casi incomprensibles… Ante el “caso Lambert”, se agudizó el debate sobre el rechazo de recursos de prolongación vital fútiles. Ante casos semejantes se escuchan dos afirmaciones extremas. El extremo izquierda dice: lo están torturando, cese el ensañamiento y déjenlo morir, estar conectado es estar siendo torturado; el extremo derecha dice: lo van a matar si cesan la alimentación e hidratación; desconectar, equivaldría a matar. Ambas exageraciones me parecen desproporcionadas.
Una mayoría de personas con opiniones diferentes acerca de este caso concreto podrían, sin embargo, estar de acuerdo en oponerse en términos generales a los dos extremos: el homicidio y el ensañamiento; es decir, a la aceleración irresponsable de la muerte contra la voluntad del paciente, y a la prolongación irresponsable del proceso de morir, frenado con recursos tecnológicos que solo sirven para frenar el desenlace irreversible. Reconozco que acerca de la supresión de la alimentación e hidratación (sobre todo, en casos de duda acerca de la voluntad expresa de la persona paciente), la cuestión es controvertida y son posibles juicios y decisiones opuestas, lo cual no impide que unas y otras puedan justificarse como éticamente responsables. Cuando el caso es “dejarse morir dignamente”, esta decisión es más fácil de tomar que cuando se trata de decidir en lugar de otra persona para “dejarla morir dignamente”, sobre todo si no consta su voluntad expresa. Pero lo que me cuesta entender es que se aduzcan razones religiosas para oponerse a la toma de decisión responsable acerca de dejar morir dignamente; como si una postura ética laica tuviera que estar necesariamente a favor y una postura ética religiosa tuviera que estar necesariamente en contra. Son posibles ambas opciones, tanto desde una ética laica como desde una moral católica tradicional (p.e. el clásico Vitoria). Más aún, me atrevería a decir que, para una persona con fe religiosa –que crea en la vida eterna y fundamente la dignidad de la persona en la presencia en su interior del Soplo del Espíritu de Vida, semilla de vida eterna, destinado a vivir para siempre en la Vida de la vida– tendría que ser más fácil la decisión de dejar morir. Cuando una persona religiosa escribe y firma su “testamento vital o declaración anticipada de voluntad”, en previsión de circunstancias como las mencionadas, es natural que encabece el texto con la afirmación de la motivación de fe que le mueve a hacerlo. (Así lo hicieron los obispos españoles en el modelo de testamento vital de 1998 y 2001). No se pierde la vida al morir, sino se transforma Estoy escribiendo este apunte mientras acompaño a un grupo de personas en un día de retiro espiritual y acabamos de meditar sobre lo que significa creer en el Espíritu de Vida: Creo en el Espíritu de Vida que infundió una semilla de vida eterna en aquella nueva vida que se fue configurando en el interior del seno de la madre al completarse el proceso de concepción mediante la interacción embrio-materna tras la implantación, durante la primera etapa de la gestación. Durante meses la madre llevó en su seno el feto de esa nueva vida. (Con razón decimos que esa criatura nació engendrada por sus progenitores y a la vez por obra y gracia de Espíritu Santo). Ese feto llevaba a su vez en su interior un soplo de vida-semilla-de-vida-eterna. Todos llevamos esa semilla de vida eterna que va madurando a lo largo de la vida, todos estamos “embarazados de divinidad” y todos podemos decir “yo no puedo morir”, soy cuerpo, alma y espíritu. Muere el cuerpo-alma aristotélico, pero no muere el espíritu encarnado, semilla de inmortalidad. La llamada muerte es solo muerte de un cuerpo animado mortal. Pero para la semilla de cuerpo glorioso que llevamos dentro, la muerte es transformación de la crisálida en mariposa, la muerte es el nacimiento a la vida eterna del cuerpo glorioso. Vita mutatur, non tollitur. No se pierde la vida al morir, sino se transforma. En ese marco de pensamiento y de fe no debería extrañar que se afirme: dejar morir es dejar nacer: alumbramiento de eternidad. Para dejar morir dignamente ayuda la fe en la Vida de la vida. Dejar morir dignamente no es matar, sino dejar nacer a la vida verdadera. Dejar morir dignamente al cuerpo mortal, es obra de cooperación con la Fuente de la Vida, que creó criaturas creadoras, libres y responsable de cooperar con el Creador, tanto al dar vida como al dejar morir responsablemente. Respeto a la vida, también respeto a la dignidad de la vida Nota 1: A propósito del tema de la eutanasia, como también en el del aborto, se fundamenta a veces la oposición a las mencionadas decisiones como si fuera una señal de identidad religiosa o política “pro-vida”. Eso impide a menudo el debate ético serio y sereno sobre casos en los que con un mismo criterio pro-vida y pro-persona, principio de respeto a la vida y la dignidad de la persona, pueden concluirse varias decisiones diferentes, igualmente correctas, gracias al proceso de discernimiento responsable que ha guiado el desarrollo de la deliberación correspondiente. Nota 2: Tomar decisiones creativas acerca del fin de la vida no tiene necesariamente que estar en contra del Dios Fuente de la Vida, porque el Creador ha creado creadores para que co-creen, es decir, cooperen con el Creador a favor de la vida (biológica, personal y espiritual). Cuando se habla de respeto a la vida o de custodiar y proteger la vida hay que precisar: no se trata solamente de la vida biológica, ni tampoco de la vida en términos generales, sino de la dignidad de la vida personal y espiritual destinada a transformarse en vida eterna, de la que es semilla en la vida presente. Respetamos la vida humana personal y la semilla de vida eterna que cada vida humana personal lleva en su interior; la que responde a la pregunta “¿quién soy yo?” diciendo: Soy cuerpo-espíritu inmortal encarnado en cuerpo-alma mortal. Soy un soplo inmortal de Espíritu de Vida encarnado en cuerpo y alma mortales. Soy semilla de inmortalidad encarnada en un cuerpo mortal destinado a transformarse en cuerpo glorioso, espiritual e inmortal para vivir por siempre en la Vida de la vida. (Cf. Cuidar la vida, Herder, 2012, p. 130: “Dejar morir no es matar”). La luz, la conciencia de lo positivo y evolucionante, así como el absurdo, el dislate tienen hoy la posibilidad de engullir todas las barreras, todos los límites. Las nuevas tecnologías no son a menudo neutras en medio de esta eterna contienda. La muerte se actualiza y digitaliza, ya ni siquiera se acicala. No se molesta en salir de casa. Elude astutamente cansinas tribunas. Hace prosélitos con el mínimo esfuerzo, gana adeptos con el simple pulsar de una tecla.
En la soledad de sus habitaciones millones de jóvenes de todas las latitudes y geografías están dando en estos momentos el "play" a unos vídeos que quitan o restan las ganas de vivir. El nihilismo histórico de los Pavese y los Maiakovski estaría ufano al constatar la artillería mediática de la que hoy goza. La globalización trae también sus contrapartidas, sus sorpresas “non gratas”. La universalización de la sinrazón, a través de la pequeña pantalla, es una de ellas. El aliento de la vida, el más joven, el que alberga más futuro es cuestionado a nivel planetario. Los suicidios de adolescentes aumentaron en EE UU tras el estreno de “Por trece razones”. Un 29% más de chavales se quitaron la vida en abril de 2017 tras la visualización de la serie producida por Netflix. La trama gira en torno a una estudiante, Hannah, de preparatoria (estudios previos a la Universidad) que se suicida después de una serie de fracasos. Una caja de cintas de casete, grabadas por Hannah antes de su suicidio, detalla las trece razones por las que decidió salir de escena por la puerta equivocada. La serie ha sido emitida por todo el mundo. Decenas de millones de jóvenes han escuchado esas razones para acabar con la vida. Netflix y las productoras que tienen tamaño poder mediático, debieran promover otra suerte de amor y de romance. Es preciso desnudar el suicidio de todo halo de romanticismo. Carece de él absolutamente. El suicidio constituye precisamente la negación del romance con la vida, con la creación, con el origen de todo cuanto late. Se habla mucho de tiempos líquidos, frágiles, desnortados. En la era de la desorientación por lo menos afianzar el valor de la vida, después ya vendrán los demás ideales. En la era de la fragilidad por excelencia por lo menos tener bien claro la sacralidad de cuanto es, en toda condición, en toda manifestación. Necesitamos un “play” que ensalce la vida, esperanza televisada y universalizada igualmente capaz de sortear todos los tabiques, de aterrizar en esas mentes, en buena medida, aún limpias y despejadas. Necesitamos series que enamoren, que estimulen romance del bueno, amor altruista, agradecimiento por la “suerte” de estar aquí y ahora sobre este planeta maravilloso con todos los medios y posibilidades que gozamos; capítulos que no inviten a la ruptura, al divorcio fatal con cuanto nos rodea. En esa etapa más vulnerable, series, películas que enraícen, que vinculen, que proporcionen a las jóvenes generaciones estabilidad, razón de ser, de crear y no destruir, de pulsar también unidos por un mundo nuevo y mejor, más justo y solidario, más verde y amable. Greta Thunberg, la adolescente sueca militante firme a favor del planeta y contra el cambio climático, es sin duda el referente que nuestros jóvenes necesitan, no la Hannah de Netflix que graba mensajes planetarios tan poco edificantes. Nobles ideales en el corazón de esos prometedores jóvenes, no mortífera apatía, no nihilismo. Netflix y sus directores podrán buscar con gran dificultad trece razones para justificar que un joven se prive de su aliento, pero nosotros tenemos millones para que esos mismos jóvenes abracen la vida con toda su alma. Podemos carecer de grandes productoras, pero tenemos quizás algo más importante y a la vez poderoso, la fuerza imparable de nuestras convicciones en favor del principio primero, elemental y superior de la vida. Los grandes cambios mundiales, a todos los niveles, incluido el deslizamiento del centro de gravedad geopolítico hacia el mundo asiático, han puesto al continente africano de actualidad. Entre 2006 y 2018 el comercio de India con África se incrementó un 292%; y el de China, un 226%. Europa, en cambio, ha perdido la relevancia que tuvo. Para ser más exactos, la relación actual está condicionada por la inmigración, convertida en un problema común y con la natalidad de cada continente situada en ambos extremos.
La inmigración debiera concebirse como una oportunidad tanto para el inmigrante como para quien le acoge; lo cierto es que el interés europeo por África se resume en sus materias primas y en las oportunidades que ofrecen sus tierras y el mercado de mano de obra barata. Es cierto que todo ello conlleva una incipiente clase media pero también nuevas dinámicas de desigualdad e injusticias sociales que hacen que esa misma clase media emergente sea la que huye de África con destino Europa. Nadie, salvo excepciones aventureras o misioneras, se desarraiga porque quiere. Lo cierto es que la inmigración nos asusta. Por eso, resulta incomprensible que no exista un debate sobre migraciones en la Unión Europea, ni tampoco una política estratégica común; de ahí el fracaso del marco migratorio actual. El problema se vive desde una hipersensibilidad rayana con la xenofobia que nada quiere saber del cómo se ha desarrollado allí la presencia europea esclavista de casi dos siglos, a la que sucedió el vacío y el abandono, hasta la llegada de la explotación colonial del siglo XIX y de parte del XX, hasta convertirse África en la región marginada de la globalización, abandonada a su suerte y llena de rémoras económicas y de supervivencia. El miedo al diferente ha tenido muchos episodios violentos en África antes de que lo sintamos nosotros con la llegada de africanos famélicos en las pateras. ¿Quién tutela a todos esos reyezuelos africanos que hacen la vista gorda a las grandes redes comerciales trasnacionales que viven de la globalización neoliberal? Ahora presionamos desde Europa a los gobiernos africanos para que frenen la inmigración en origen. Pero es como ponerle puertas al campo y la venda en los ojos ya que el crecimiento demográfico es el mayor en la historia de la humanidad y allí no tienen suficientes expectativas de desarrollo económico mientras no cese el expolio, aunque ahora se disfrace bajo el eufemismo de políticas de inversión y cooperación. Y por si fuera poco, el antropólogo Stephen Smith nos advierte que, en los próximos cuarenta años, África será tan joven que habrá que tener cuidado de que los jóvenes no se conviertan en adultos fracasados bajo la influencia de grupos armados o traficantes. A todo lo anterior se le suma la necesidad de disponer de alimentos ante la pauperización del continente, a pesar de ser tierras ricas en materias primas, a lo que se une la amenaza del cambio climático que reducirá la producción agrícola, según pronostica la FAO ¿A quién le importa la realidad africana, sin soberanía alguna sobre sus recursos, que busca desesperadamente implantar economías sostenibles para industrializar la agricultura y, en definitiva, lograr un sustento digno? La realidad es que, a excepción de los productores de petróleo, ningún país se ha desarrollado sin el apoyo de una agricultura competitiva. Qué hacemos entonces, ¿dejamos morir a la población en plan solución malthusiana? ¿Les ayudamos a su desarrollo para que no tengan que migrar aunque ello implique vivir aquí con menos consumismos irresponsables? ¿Seguimos mirando para otro lado, asustados y rabiosos porque no queremos negros entre nosotros, cuando nuestra tasa de natalidad reclama a corto plazo cientos de miles de manos de obra muy necesarias? De nada de esto queremos hablar y por eso no existe una política europea común sobre la inmigración. Educación, tecnología, control de sus recursos naturales, democracia, condiciones dignas de vida… todo eso falta en África. Sobra violencia, miseria, explotación y desigualdades donde la mujer, una vez más, se lleva la peor parte. Es lógico que estemos asustados mientras la gobernanza europea siga desentendiéndose de este problema crucial en los dos continentes que ven sus flujos migratorios como necesidad y como amenaza. Esto también concierte a nuestra conciencia cristiana. A ver cuándo nos comportamos en este tema como verdaderos seguidores de Jesús y nos quitamos la venda de los ojos, porque no estoy convencido de que los gobernantes europeos, recién elegidos, afronten sus responsabilidades en este tema. Empezamos con la oración de Pablo. “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de revelación para conocerlo; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama...” No pide inteligencia, sino espíritu de revelación. No pide una visión sensorial ni racional sino que ilumine los “ojos” del corazón. El verdadero conocimiento no viene de fuera, sino de la experiencia interior. Ni teología, ni normas morales, ni ritos sirven de nada si no nos llevan a la experiencia interior.
Hemos llegado al final del tiempo pascual. La ascensión es una fiesta de transición que intenta recopilar todo lo que hemos celebrado desde el Viernes Santo. La mejor prueba de esto es que Lc, que es el único que relata la ascensión, nos da dos versiones: una al final del evangelio y otra al comienzo del los Hechos. Para comprender el lenguaje que la liturgia utiliza para referirse a esta celebración, es necesario tener en cuenta la manera mítica de entender el mundo en aquella época y posteriores, muy distinta de la nuestra. El mundo dividido en tres estadios: el superior, habitado por la divinidad. El del medio era la realidad terrena en la que vivimos. El abismo del maligno. La encarnación era concebida como una bajada del Verbo, desde la altura a la tierra. Su misión era la salvación de todos. Por eso, después tuvo que bajar a los infiernos (inferos) para que la salvación fuera total. Una vez que Jesús cumplió su misión salvadora, lo lógico era que volviera a su lugar de origen. No tiene sentido seguir hablando de bajada y subida. Si no intentamos cambiar la mente, estaremos transmitiendo conceptos que hoy no podemos comprender. Una cosa fue la predicación de Jesús y otra la tarea de la comunidad, después de la experiencia pascual. El telón de fondo es el mismo, el Reino de Dios, vivido y predicado, pero a los primeros cristianos les llevó tiempo encontrar la manera de trasmitir lo que había experimentado. Tenemos que continuar esa obra, transmitir el mensaje, acomodándolo a nuestra cultura. Resurrección, ascensión, sentarse a la derecha de Dios, envío del Espíritu… apuntan a una misma realidad pascual. Con cada uno de esos aspectos se intenta expresar la vivencia de pascua: El final de “este Hombre” Jesús no fue la muerte sino la Vida. El misterio pascual es tan rico que no podemos abarcarlo con una sola imagen, por eso tenemos que desdoblarlo para ir analizándolo por partes y poder digerirlo. Con todo lo que venimos diciendo durante el tiempo pascual, debe estar ya muy claro que después de la muerte no pasó nada en Jesús. Una vez muerto pasa a otro plano donde no existe tiempo ni espacio. Sin tiempo y sin espacio no puede haber sucesos. Todo “sucedió” como un chispazo que dura toda la eternidad. El don total de sí mismo es la identificación total con Dios y por tanto su total y definitiva gloria. No va más. En los discípulos sí sucedió algo. La experiencia de resurrección sí fue constatable. Sin esa experiencia, que no sucedió en un momento determinado, sino que fue un proceso que duró muchos años, no hubiera sido posible la religión cristiana. Una cosa es la verdad que se quiere trasmitir y otra los conceptos con los que intentamos expresarla. No estamos celebrando un hecho que sucedió hace 2000 años. Celebramos un acontecimiento que se está dando en este momento. Los tres días para la resurrección, los cuarenta días para la ascensión, los cincuenta días para la venida del Espíritu, son tiempos teológicos. Lc, en su evangelio, pone todas las apariciones y la ascensión en el mismo día. En cambio, en los Hechos habla de cuarenta días de permanencia de Jesús con sus discípulos. Solo Lc al final de su evangelio y al comienzo de los “Hechos”, narra la ascensión como un fenómeno externo. Si los dos relatos constituyeron al principio un solo libro, se duplicó el relato para dejar uno como final y otro como comienzo. Para él, el evangelio es el relato de todo lo que hizo y enseñó Jesús; los Hechos es el relato de todo lo que hicieron los apóstoles. Esa constatación de la presencia de Dios, primero en Jesús y luego en los discípulos, es la clave de todo el misterio pascual y la clave para entender la fiesta que estamos celebrando. El cielo, en todo el AT, no significa un lugar físico, sino una manera de designar la divinidad sin nombrarla. Así, unos evangelistas hablan del “Reino de los cielos” y otros del “Reino de Dios”. Solo con esto, tendríamos una buena pista para no caer en la tentación de entenderlo materialmente. Es lamentable que sigamos hablando de un lugar donde se encuentra la corte celestial. Podemos seguir diciendo “Padre nuestro que estás en los cielos”. Podemos seguir diciendo que se sentó a la derecha de Dios, pero sin entenderlo literalmente. Hasta el s. V no se celebró la Ascensión. Se consideraba que la resurrección llevaba consigo la glorificación. Ya hemos dicho que, en los primeros indicios escritos que han llegado hasta nosotros de la cristología pascual, está expresada como “exaltación y glorificación”. Antes de hablar de resurrección se habló de glorificación. Esto explica la manera de hablar de ella en Lc. Lo importante del mensaje pascual es que el mismo Jesús, que vivió con los discípulos, es el que llegó a lo más alto. Llegó a la meta. Alcanzó la identificación total con Dios. La Ascensión no es más que un aspecto del misterio pascual. Se trata de descubrir que la posesión de la Vida por parte de Jesús es total. Participa de la misma Vida de Dios y por lo tanto, está en lo más alto del “cielo”. Las palabras son apuntes para que nosotros podamos entendernos. Hoy tenemos otro ejemplo de cómo, intentando explicar una realidad espiritual, la complicamos más. Resucitar no es volver a la vida biológica sino volver al Padre. “Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre”. Nuestra meta, como la de Jesús, es ascender hasta lo más alto, el Padre. Pero teniendo en cuenta que nuestro punto de partida es también, como en el caso de Jesús, el mismo Dios. No se trata de movimiento alguno, sino de toma de conciencia. Esa ascensión no puedo hacerla a costa de los demás, sino sirviendo a todos. Pasando por encima de los demás, no asciendo sino que desciendo. Como Jesús, la única manera de alcanzar la meta es descendiendo hasta lo más hondo de mi ser. El que más bajó, es el que más alto ha subido. El entender la subida como física es una trampa muy atrayente. Los dirigentes judíos prefirieron un Jesús muerto. Nosotros preferimos un Jesús en el cielo. En ambos casos sería una estratagema para quitarlo del medio. Descubrirlo dentro de mí y en los demás, como nos decía el domingo pasado, sería demasiado exigente. Mucho más cómodo es seguir mirando al cielo… y no sentirnos implicados en lo que está pasando a nuestro alrededor. En lo que hemos leído se encuentran todos los elementos de los relatos pascuales: el reconocimiento; la alusión a la Escritura; la necesidad de Espíritu; la obligación de ser testigos; la conexión con la misión. Se contrapone la Escritura que funcionó hasta aquel momento y el Espíritu que funcionará en adelante. Jesús fue ungido por el Espíritu para llevar a cabo su obra. Los discípulos son revestidos del Espíritu para llevar a cabo la suya. Meditación El espíritu es una energía vital que nos transforma. Es el “nacer de nuevo” de Jesús a Nicodemo. No se trata de un mayor “conocimiento” intelectual. No es la mente la que debe iluminarse, sino el “corazón”. Aquí está la verdadera batalla para nosotros los occidentales cartesianos. Un peligro que conviene evitar
De las tres lecturas de esta fiesta, dos son fáciles de entender: los dos relatos de la Ascensión escritos por Lucas al final del evangelio y al comienzo del libro de los Hechos; en cambio, la carta a los Efesios puede resultar un galimatías casi ininteligible. Corremos el peligro de pasarla por alto, aunque es la que da el sentido de la fiesta. Ascensión y entronización son las dos caras de la misma moneda. Una sola cadena de televisión con dos visiones muy distintas Los dos textos de Lucas (Hechos de los Apóstoles y evangelio) se prestan a una interpretación muy simplista, como si el monte de los Olivos fuese una especie de Cabo Cañaveral desde el que Jesús sube al cielo como un cohete. Cualquier cadena de televisión que hubiera filmado el acontecimiento habría ofrecido la misma noticia, aunque hubiera variado el encuadre de las cámaras. En este caso solo hay presente una cadena de televisión: la de Lucas. Los otros evangelistas no cuentan la noticia. Pero Lucas ha elaborado dos programas sobre la Ascensión, y cuenta lo ocurrido de manera muy distinta, con notables diferencias. Eso demuestra que para él lo importante no es el hecho histórico sino el mensaje que desea transmitir. Tanto el evangelio como Hechos podemos dividirlos en dos partes: las palabras de despedida de Jesús y la ascensión. Para no alargarme, omito la introducción al libro de los Hechos. Palabras de despedida de Jesús En el evangelio, Jesús dice a los discípulos que su pasión, muerte y resurrección estaban anunciadas en las Escrituras. Lo ocurrido no debe escandalizarlos ni hacerles perder la fe. Todo lo contrario: deben predicar la penitencia y el perdón a todos los pueblos. Para llevar a cabo esa misión necesitan la fuerza del Espíritu Santo, que deben esperar en Jerusalén. En el libro de los Hechos se repite lo esencial, esperar al Espíritu Santo, pero se añaden dos temas: la preocupación política de los discípulos y la idea de ser testigos de Jesús en todo el mundo (cosa que en el evangelio sólo se insinuaba). La ascensión: dos relatos de Lucas muy distintos Dadas estas diferencias, ¿cuál es el mensaje que pretende transmitir Lucas? La explicación hay que buscarla en la línea de la cultura clásica greco-romana, en la que se mueve Lucas y la comunidad para la que él escribe. También en ella hay casos de personajes que, después de su muerte, son glorificados de forma parecida a la de Jesús. Los ejemplos que suelen citarse son los de Hércules, Augusto, Drusila, Claudio, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Estos ejemplos confirman que los relatos tan escuetos de Lucas no debemos interpretarlos al pie de la letra, como han hecho tantos pintores, sino como una forma de expresar la glorificación de Jesús. El final largo del evangelio de Marcos subraya este aspecto al añadir que, después de la ascensión, Jesús “se sentó a la derecha de Dios”. Y esto es lo que afirma también la Carta a los efesios. No Ascensión, sino entronización (2ª lectura) La carta a los efesios no habla de la ascensión. Pasa directamente de la resurrección de Jesús al momento en que se sienta a la derecha de Dios y todo queda sometido bajo sus pies. Por desgracia, la parte final, que es la más relacionada con la fiesta, y la más clara, está precedida de una oración tan recargada que resulta confusa. La idea de fondo es clara: Dios nos ha concedido tantos favores y tan grandes (vocación, herencia prometida en el cielo, resurrección) que resulta difícil entenderlos y valorarlos. Igual que nos sentimos abrumados por la inmensidad del universo, no logramos comprender lo mucho que Dios ha hecho y hace con nosotros. Por eso pide “espíritu de sabiduría”, “conocimiento profundo”, que Dios “ilumine los ojos de vuestro corazón”. Y para aclarar la grandeza del poder que actúa en nosotros, habla del poder con que resucitó a Cristo y lo sentó a su derecha, sometiendo todo bajo sus pies. Resumen Ante la ascensión no debemos tener sentimientos de tristeza, abandono o soledad, al estilo de la Oda de fray Luis de León (“Y dejas, pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, con soledad y llanto…”). Como dice el evangelio, la marcha de Jesús debe provocar una gran alegría y el deseo de bendecir a Dios. Porque lo que celebramos es su triunfo, como demuestran los textos de la cultura greco-romana en los que se inspira Lucas y subraya la carta a los Efesios. Viene a la mente la imagen del acto de fin de carrera, cuando el estudiante recibe su diploma y la familia y amigos lo acompañan llenos de alegría. Al mismo tiempo, las palabras de despedida de Jesús nos recuerdan dos temas capitales: el don del Espíritu Santo, que celebraremos de modo especial el próximo domingo, y la misión “hasta el fin del mundo”. Aunque estas palabras se refieren ante todo a la misión de los apóstoles y misioneros, todos nosotros debemos ser testigos de Jesús en cualquier parte del mundo. Para eso necesitamos la fuerza del Espíritu, y eso es lo que tenemos que pedir. Apéndice: textos de la cultura greco-latina relacionados con la ascensión. A propósito de Hércules escribe Apolodoro en su Biblioteca Mitológica: “Hércules... se fue al monte Eta, que pertenece a los traquinios, y allí, luego de hacer una pira, subió y ordenó que la encendiesen (...) Mientras se consumía la pira cuenta que una nube se puso debajo, y tronando lo llevó al cielo. Desde entonces alcanzó la inmortalidad...” (II, 159-160). Suetonio cuenta sobre Augusto: “No faltó tampoco en esta ocasión un ex-pretor que declaró bajo juramento que había visto que la sombra de Augusto, después de la incineración, subía a los cielos” (Vida de los Doce Césares, Augusto, 100). Drusila, hermana de Calígula, pero tomada por éste como esposa, murió hacia el año 40. Entonces Calígula consagró a su memoria una estatua de oro en el Foro; mandó que la adorasen con el nombre de Pantea y le tributasen los mismos honores que a Venus. El senador Livio Geminio, que afirmó haber presenciado la subida de Drusila al cielo, recibió en premio un millón de sestercios. De Alejandro Magno escribe el Pseudo Calístenes: “Mientras decía estas y otras muchas cosas Alejandro, se extendió por el aire la tiniebla y apareció una gran estrella descendente del cielo hasta el mar, acompañada por un águila, y la estatua de Babilonia, que llaman de Zeus, se movió. La estrella ascendió de nuevo al cielo y la acompañó el águila. Y al ocultarse la estrella en el cielo, en ese momento se durmió Alejandro en un sueño eterno" (Libro III, 33). Con respecto a Apolonio de Tiana, cuenta Filóstrato que, según una tradición, fue encadenado en un templo por los guardianes. “Pero él, a medianoche se desató y, tras llamar a quienes lo habían atado, para que no quedara sin testigos su acción, echó a correr hacia las puertas del templo y éstas se abrieron y, al entrar él, las puertas volvieron a su sitio, como si las hubiesen cerrado, y que se oyó un griterío de muchachas que cantaban, y su canto era: Marcha de la tierra, marcha al cielo, marcha” (Vida de Apolonio de Tiana VIII, 30). Sobre la nube véase también Dionisio de Halicarnaso, Historia antigua de Roma I,77,2: “Y después de decirle esto, [el dios] se envolvió en una nube y, elevándose de la tierra, fue transportado hacia arriba por el aire”. |
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