Desde luego tengo en mente el luminoso ensayo de Octavio Paz sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Aunque aquí me concentraré en temas más terrenales partiendo de lo central: hoy es un día histórico.
La paradoja del momento actual es entre quienes tienen toda su fe en que el nuevo gobierno triunfará resolviendo los graves problemas nacionales, y quienes tienen su fe puesta en que resolver los grandes problemas nacionales significará que el nuevo gobierno fracase. Esta paradoja es consecuencia de las restricciones reales que enfrentará. El gobierno de AMLO enfrenta una cancha marcada por cuatro restricciones. La primera es lo que llaman en neolingua los mercados, es decir, el capital financiero. La segunda son los factores externos que en nuestro caso quiere decir Trump. En tercer lugar, un amplio espacio integrado por ONGs, intelectuales públicos, expertos y centros de análisis e investigación. Es un conjunto abigarrado y enormemente disímbolo que sólo por exigencias de un comentario periodístico puede ser englobado. En cuarto lugar, los aparatos del Estado incluyendo los órganos autónomos, fragmentado y capturado en distintas franjas por poderes fácticos. La restricción que impone el capital financiero se refiere a la estrategia de desarrollo y la política económica en específico. Tres han sido sus actos de fe. Control de la inflación, de las finanzas públicas y, en términos mas amplios, participación discreta del Estado en la vida económica. Existen en su visión dos anatemas: los impuestos y las expropiaciones. El constreñimiento clave se impone a través del manejo gubernamental de las expectativas y, es decir, de la incertidumbre. Para sus amenazas creíbles tienen a las agencias calificadoras enlazadas con la capacidad de afectar los mercados financieros. La restricción que conlleva el contexto internacional debe verse desde dos perspectivas. Por una parte, el zeitgeist– el espíritu del tiempo- contemporáneo marcado por la confrontación contra la democracia liberal en medio de la emergencia de una internacional de gobiernos autoritarios. Trump en Estados Unidos es su producto más acabado. No solo es la instalación en el centro del poder imperial de una coalición racista, misógina y profundamente anti-liberal, es también el personaje que expresa lo mas decadente de ese capitalismo de cuates, corrupto hasta la médula y sin más propósito que ejercer el poder para si mismo. El efecto ha sido la propagación de la cultura del más fuerte, del engaño, la mentira y el uso de cualquier método para prevalecer. Por otra parte, la agenda de México con Estados Unidos estará marcada por el efecto de la resistencia de las instituciones de la democracia liberal al abuso del poder de Trump. Para los temas claves de seguridad, combate al crimen, migración y relaciones comerciales se requiere un profundo diálogo trilateral -Canadá es jugador estratégico- que vaya más allá de las groseras impertinencias de Trump. La tercera restricción es más compleja. Es la sociedad civil organizada, muy activa y muy pequeña, aunque con gran influencia en el espacio público. Es heterogénea, pero ha logrado cuajar coaliciones específicas en temas de relevancia nacional como las campañas de 3 de 3, en contra del fiscal carnal, la solidaridad con Ayotzinapa, y en general, en luchas por los derechos humanos. Su común denominador es una profunda desconfianza hacia las credenciales democráticas de AMLO. Importa que la coalición obradorista no subestime esta coalición opositora variopinta. Puede ser aliada del nuevo régimen a condición de asumir que deben desarrollarse auténticos interlocutores del Estado, que oiga y escuche . El Estado y sus diversas fracturas y capturas será objeto de mi próxima entrega. Una izquierda a la altura de los retos contemporáneos debe enfrentar un desafío central: ¿cómo reconstruir al estado garantizando pluralismo y participación ciudadana?
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Es el momento. Uno más. Los ciudadanos que no ostentan ni viven de ningún cargo político, lo tienen claro:
La Política de cualquier Estado o Gobierno está subordinada a procurar y garantizar el Bien COMUN, es decir, de todos. Porque todos, como ciudadanos, tienen la misma dignidad y los mismos derechos. Dignidad y derechos esculpidos en nuestra Carta Magna, la Constitución española. Dicha Constitución reprueba cualquier grado de desigualdad o discriminación, que no respete esa dignidad y derechos. Todo Partido podrá presumir de un programa propio, pero primero de todo tiene que asumir el proyecto constitucional de la dignidad y derechos básicos de todos. Los ciudadanos en este sistema de Gobierno de Democracia representativa, no ejercen directamente la política, sino que la delegan en sus representantes, elegidos en las urnas. Es lógico que la implantación y consolidación de esos derechos es imposible sin un sistema que produzca la suficiente riqueza para lograrlos. Sin embargo, España es la cuarta economía de Europa, que le permite crear riqueza para que esa dignidad y derechos sean dignamente cumplidos en todos sus miembros. De aquí, se derivan algunas cosas elementales: Primera: La realidad socioeconómica de nuestro país contradice fuertemente estos principios. La desigualdad es un hecho intolerable, que marca con diferencias cada vez mayor a los diversos sectores de la sociedad. Hay más de siete millones de españoles que no llegan a 1.000 euros al mes y son más de 120.000 los españoles que cobran 20.000 euros al mes. Segunda: Corregir esta desigualdad es deber y tarea primaria de toda política, constituida para impedir que la convivencia no sufra esos graves desequilibrios. Pero se dan y van en aumento. Lo cual demuestra que los gestores políticos no logran su objetivo, bien sea por incompetencia, deshonestidad o complicidad con factores –internos y externos– que frustran esta igualdad. El pueblo soberano busca, quiere y vota a quienes pueden asegurar esa igualdad de dignidad y derechos, pero ve que luego se malogra miserablemente. Tercera: Esta incapacidad y frustración cala en el pueblo, quien protesta cada vez más, y con razón: no nos representan. Los políticos o son débiles o son traidores a lo prometido. Y crece el malestar, la angustia y la desesperación. Cuarta: esta deplorable situación no es efecto del acaso o del fatalismo. Es efecto de un sistema transnacional que rige y se impone como instancia suprema: el neoliberalismo establece la dictadura del mercado, un mercado que está en manos de un reducido grupo poderoso de empresas, multinacionales, bancos, et. Por lo que, pese a la parafernalia de las elecciones, son ellos los que al final dictan e imponen, orientados como están no a garantizar el Bien COMUN, sino su máximo beneficio, en el tiempo más corto y al precio que sea. Quinta: lo peor de todo es que, tras la lanzadera socialdemócrata hábilmente activada periódicamente, se acaba por admitir que el cambio no es posible y no queda más salida que resignarse y seguir adaptándose al sistema. El pueblo elige, pero una élite internacional, inhumana y podrida éticamente, decide y trata de doblegar a cuantos utópicamente buscan otra alternativa posible. El momento actual español, dependiendo de estos factores e hilos internacionales, puede sin embargo contrarrestarlos y abrir nuevas vías para la igualdad. Pero, los Partidos, ensimismados cada uno en su parcial y egoísta pequeñez, olvidan que a solas ninguno puede avanzar y lograr nuevas metas. Es imprescindible la unión, que requiere miras más altas, valorar la convergencia de unos con otros, aunque no sea total, y advertir que los Partidos son puros medios para un fin inequívoco: el Bien COMÚN. Y que ese Bien COMÚN, frente a la enemistad estructural establecida, no puede lograr nuevos avances desde el empecinamiento válido de cada uno, pero insuficiente e inútil, sin unidad con los que son convergentes. El Bien Común, –que es de lo que se trata– impone salir de la miopía del propio narcisismo y unirse al mirar más amplio de quienes miran en la misma dirección: dialogar, descubrir convergencias, asumirlas y, aunque no sean al ciento por ciento, progresar en un 80, 70 o 50%. Es la Buena Política del sentido común. En esta Vigilia de Pentecostés quiero reflexionar sobre el sentido el Espíritu Santo y su presencia en la Iglesia. En otras ocasiones, en este mismo blog, en las fiestas de Pentecostés, he presentado una visión más pastoral del Espíritu Santo. Este año he querido destacar el aspecto teológico del tema, desde la perspectiva de la biblia
Del mensaje de Jesús a Pentecostés La presencia pascual de Jesús resucitado como Espíritu de Dios se expande (visibiliza) en una iglesia o comunión escatológica de perdonados (liberados) que celebran su victoria sobre la muerte. De esa forma, la nueva Iglesia o comunión de los creyentes viene a presentarse como verdadero Israel, revelación y presencia de Dios en forma humana, como irán descubriendo los cristianos: − Los primeros cristianos (seguidores de Jesús, en Jerusalén), manteniéndose fieles a Jesús, tenían miedo de perder su identidad, pues al abrir el evangelio a los pecadores y gentiles podían destruir el tesoro de historia nacional israelita. Por eso, prefirieron esperar, como grupo de renovación escatológica, al interior del judaísmo, hasta que viniera Jesús de un modo glorioso, pues, a su juicio, no había llegado todavía el tiempo de la renovación universal por el Espíritu. − Pero muy pronto, otros cristianos, partiendo de la misma fidelidad a Jesús, comprendieron que el Espíritu desbordaba las barreras nacionales, fundando así una comunión escatológica, es decir, universal, de fieles liberados de la ley y abiertos por la fe y amor del Cristo a todas las naciones. Con ellos se iniciaba la nueva iglesia, tanto en la tradición de Pablo (cf. Ef 2, 14-22) como en la de Pedro (cf. Mt 16, 17-19) y la de Juan, desde el Dios‒Espíritu, que vincula en su verdad a judíos y samaritanos (con el mismo Pentateuco), y a todos los pueblos (cf. Jn 4, 24). Estos nuevos cristianos comprendieron que cerrados en un tipo de leyes particulares, por muy hondas y buenas que fueran, no podían abrirse a todos los pueblos de la creación (Gen 1). Ellos descubrieron así que, precisamente por haber sido (y ser) un buen israelita, Jesús debía abrir un camino de vida y salvación para todos los pueblos, no en forma de gran torre de Babel (cf. Gen 11), sino de comunión creyente: − Jesús había superado con su vida y mensaje una estructura nacional de ley, convocando para su reino a los judíos perdidos-pecadores-expulsados, que se hallaban fuera de la alianza oficial y, de un modo indirecto, a los gentiles. Pues bien, en esa línea, los nuevos cristianos descubren que, sin un acercamiento a los impuros y gentiles, trascendiendo un tipo de Ley nacional, pierde sentido el evangelio. − Iglesia universal. Retomando el impulso de Jesús, tras un tiempo de “esperanza nacional judía”, los discípulos helenistas (representados ya por Hch 2, en el día de Pentecostés, antes de Hch 6‒7), convocan por la iglesia, para el Reino, a todos los hombres y mujeres. Así rompen la barrera israelita, para vincularles en una iglesia, sin más condición de entrada que la fe, sin más compromiso de vida que el amor en el Espíritu. Desde ese fondo, el libro de los Hechos cuenta la historia de la iglesia, como evangelio del Espíritu Santo, que se abre desde Jerusalén y Antioquía, por medio de Roma a todas las naciones. En principio, los primeros cristianos pascuales (y pentecostales), no habían querido crear una nueva religión, pero profundizando en su experiencia pascual, ellos crearon de hecho un espacio y camino de comunicación universal, como descubrimiento y despliegue de Pascua de Jesús [1]. − Pascua, el Mesías crucificado. Jesús vivió y murió a favor de los excluidos, poniéndose así en manos Dios, que le recibió en su Vida (=Espíritu) de amor. Este había sido su milagro (es decir, su principio de identidad): un amor abierto en gratuidad a todos. Al principio, sus discípulos no lo comprendieron: escaparon, fracasados, y se escandalizaron ante el signo (realidad) del Cristo crucificado. Pero después volvieron a Jesús, en Dios, por el Espíritu, comprendiendo que la Pascua responde a la "lógica" de reino, como Amor universal que triunfa de la muerte. − Pentecostés, el Espíritu. Los cristianos descubren y reciben por Cristo el amor pleno de Dios, que vincula a los hombres y mujeres, en gratuidad y comunión. La acción pascual de Jesús se expresa así en forma de Espíritu: el mismo Amor de comunión de Dios (del Padre y Jesús) se abre y ofrece a todos los hombres, como salvación y comunión universal. Jesús no ha recorrido su camino para sí, sino por todos (a partir de los excluidos). Por eso, su resurrección se expande y ofrece por pentecostés como Espíritu de vida universal. De esa forma se condensan y vinculan los diversos rasgos del misterio cristiano, como ha mostrado (descubierto) la tradición de la Iglesia que ha estructurado el mensaje y vida de Jesús en forma trinitaria (de Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu), desde Galilea (como hace Mt 28, 16‒20) o desde Jerusalén (como hace Hch 1‒2), manteniendo, retomando y expandiendo la historia y camino de la Biblia israelita[2]. − El foco central de Pentecostés (del Espíritu en la Iglesia) sigue siendo Jesús, pretendiente mesiánico crucificado a quien el Padre ha engendrado como Hijo (en Vida pascual), haciéndole principio y germen de comunión humana (=divina). Ciertamente, muchos judíos aguardaban la Resurrección para el fin del tiempo, como sabe Marta (Jn 11, 24), pero los seguidores de Jesús han descubierto y confesado que esa resurrección se expresa y anticipa en la pascua de Jesús, de forma que los cristianos ya no dejan su esperanza para el fin, sino que viven desde ahora en la gracia y presencia de Jesús resucitado. − En la base de Pentecostés está Dios Padre, que ha resucitado a Jesús: le ha recibido por su Espíritu, ofreciéndole su Vida y haciéndolo principio de salvación universal, en este mismo tiempo, por encima de un judaísmo nacional. Por eso, la resurrección no es una experiencia del fin, sino expresión y principio de un camino abierto a todos los hombres. Así se manifiesta Dios por la resurrección como Padre verdadero de todos los hombres, en el tiempo actual (cf. Rom 4, 24), por Jesús resucitado. Dios es Padre porque ha recibido a Jesús en su Vida (Espíritu), al resucitarle de los muertos. − Pentecostés es el don y la apertura del Espíritu de Cristo a todas las naciones, como experiencia y tarea de amor íntimo y universal que brota de la pascua y que se abre a todos los hombres y mujeres. Ese Dios‒Espíritu no es sólo del Padre, ni tampoco de Jesús, sino el Dios Todo‒en‒Todos (cf. 1 Cor 15, 28), Dios que se expresa en la pascua de Jesús y unifica en comunión de libertad a todos los hombres y mujeres. En esa línea podemos hablar no sólo de la “encarnación” del Hijo/Logos de Dios en Cristo sino también de la comunicación (encarnación comunitaria) del Dios‒Espíritu en la Iglesia, como saben y dicen Lc 24 y Hech 1-2, con Jn 20, 19-23 y las Cartas de la Cautividad (Col-Ef)[3]. El Espíritu es Amor, testimonio de Pablo Como he venido diciendo (cf. cap. 18 y 25), Pablo ha colocado en el principio de la confesión cristiana la muerte de Jesús como mesías (hijo) de David según la carne y su resurrección como hijo de Dios en poder, “según el Espíritu de Santidad” (Rom 1, 3‒4). Sólo a través de ese “fracaso” en un plano de carne (cf. Flp 2, 6-11), por su entrega en amor liberador hasta la muerte, él ha venido a mostrarse Hijo de Dios por el Espíritu, abriendo para todos (no sólo para los israelitas) un camino de libertad y de gracia, en clave de resurrección [4]. Si el Espíritu de aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que ha resucitado al Cristo de entre los muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales. en virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8, 11). El mismo Dios, que ha resucitado a Jesús, nos resucitará por su Espíritu, de forma que podrá surgir así en nosotros la nueva humanidad, conforme al principio de la filiación, que hemos destacado en el capítulo anterior (cf. Gal 4,1‒7). La vida en el mundo resultaba servidumbre (douleia): la Ley nos mantenía esclavizados, vivíamos divididos, varones y mujeres, judíos y griegos, esclavos y libres (Gal 3, 28). Para superar esa situación y liberar a los hombres, ha enviado Dios a su Hijo, dándole su Espíritu, para que los hombres puedan superar en él superar la esclavitud interior, la violencia mutua: No habéis recibido un Espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un Espíritu de filiación, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos con Cristo... (Rom 8, 15-17) En plano externo, los cristianos siguen viviendo en un nivel de carne: sometidos al temor de la muerte. Pero, en su nivel más hondo, ellos han recibido por Cristo al mismo Dios‒Espíritu, para ser hijos, ciudadanos de dos mundo: (a) Inmersos en la vanidad del tiempos (cf. Rom 8, 20). (b) Habitando en el Dios‒Espíritu: ‒ Nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu... gemimos por dentro, aguardando ansiosamente la filiación, la redención de nuestro cuerpo... ‒ Pero... el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues no sabemos orar como debiéramos, y el Espíritu intercede por nosotros con gemidos indecibles (Rom 8, 23-27). Entre la creación cautiva y la libertad-filiación de Dios habitamos los creyentes, animados por el Dios‒Espíritu, que Pablo ha interpretado como Presencia esperanzada de Jesús. El mismo Dios‒Espíritu que ha resucitado a Jesús, Hijo de Dios, se manifiesta como Espíritu filial, presencia del Padre en nuestra vida. De esa forma, la experiencia de pascua (Dios ha resucitado a Jesús) es principio de nuevo nacimiento y esperanza trinitaria, de forma que podemos distinguir dos hombres (a) Adán fue alma viviente, en un nivel de tierra (cf. Gen 2-3). (b) Jesús, segundo Adán, es Espíritu vivificante y pertenece al cielo por la resurrección, siendo así dador de vida (1 Cor 15, 45-47). El primer Adán era hombre de tierra, que vuelve a la tierra en fragilidad. El segundo Adán es Cristo, Hijo de Dios resucitado, que ha vencido a la muerte y actúa como Espíritu vivificador en los creyentes. En esa línea podemos decir con 2 Cor 3, 17 que la letra de la Ley (una Biblia interpretado de modo carnal/legal), escrita en tablas de piedra, encierra al hombre en un nivel de muerte (dureza, oscuridad, mentira), mientras que el Dios‒Espíritu de Cristo, inscrito en los corazones, nos introduce en la Vida, rasgando el velo de Ley que Moisés había puesto ante su rostro: “Porque el Señor (=Jesús resucitado) es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad” (cf. 2 Cor 3, 17). Este ha sido para Pablo el gran descubrimiento: Dios nos había hecho libres, pero hemos sido esclavizados bajo los elementos del mundo (sistema cósmico) y las leyes y normas que nacen del miedo de la muerte que es base y contenido de toda esclavitud (Gal 3; Hbr 2, 14-15; cf. bien-mal: Gen 2-3). Pero, muriendo por nosotros, Cristo nos ha liberado de esa muerte no sólo para el fin del tiempo, sino en el tiempo actual, de forma que en él superamos el miedo a la muerte y podemos vivir en libertad de amor, pues allí donde está el Espíritu del Señor está la libertad (cf. 2 Cor 3), y eso no sólo para el tiempo futuro, sino para el mismo tiempo actual [5]. Nueva creación, mensaje de Juan Como he puesto de relieve en cap. 22, el evangelio de Juan es una catequesis del Espíritu, que culmina en la experiencia del Paráclito. Desde ese fondo se puede evocar el texto clave de Jn 2, 5, donde Jesús dice a Nicodemo: “En verdad te digo, si alguien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5). Nicodemo, maestro judío, tiene interés por Jesús, pero se ve con él de noche (Jn 3, 1), por miedo a los judíos (es decir, a un grupo de poder establecido). Pues bien, en este contexto, Jesús le responde apelando al Dios‒Espíritu, que se expresa en forma de “nacimiento superior”, del agua y del Espíritu (cf. cap. 24)[6]. En el contexto anterior se sitúa un pasaje donde, en vez del maestro judío en la noche (Nicodemo) aparece a pleno día la mujer samaritana, junto al pozo de Jacob, donde Jesús le pide agua, para ofrecerle después un agua superior de vida (cf. Jn 4, 4‒10). Este pasaje, lleno de resonancias bíblicas, recoge la historia de los samaritanos, que siguen “bebiendo del pozo de Jacob” (comparten el mismo Pentateuco de los judíos) pero, según la tradición de los judíos, ellos se han prostituido con varios maridos (pueblos o dioses) paganos. En este contexto, cuando la mujer le pregunta dónde se debe adorar a Dios, Jesús responde: Créeme, mujer: viene la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Pero llega la hora y es esta en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad; estos son los adoradores que Dios busca: Dios es Espíritu, y quienes le adoran deben adorarle en Espíritu y Verdad (Jn 4, 21-24) Judíos y samaritanos estaban divididos por sacralidades de montes y templos sagrados, por etnias y grupos sociales (siendo israelitas, con un mismo Pentateuco). Pues bien, ahora todos pueden y deben unirse en el mismo Dios Espíritu y Verdad de Jesucristo. Eso lo sabían los judíos helenistas (Filón alejandrino, el libro de la Sabiduría), pero no habían podido concretarlo en forma de comunión personal y religiosa. En contra de eso, por encima de las sacralidades particulares, Jesús ofrece a esta mujer (y a los samaritanos), junto al pozo de Jacob, lo que él ha ofrecido en Jerusalén a Nicodemo: el nuevo nacimiento en el Dios‒Espíritu y Verdad. Desde ese fondo quiero citar otro pasaje, el más misterioso y profundo, situado en el templo de Jerusalén, donde los judíos celebraban el despliegue de la vida (agua) de Dios y la esperanza de culminación final en la fiesta de los Tabernáculos, cuando Jesús ofrece el agua (Espíritu) de vida, que brota de su seno (y del de los creyentes): El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, en pie, gritaba: Si alguien tiene sed que venga a mí y que beba. Quien cree en mí (como dice la Escritura), de su seno brotarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 37‒38) La fiesta de los Tabernáculos era (y sigue siendo) para muchos judíos la más importante, porque recuerda el camino de los hebreos por el desierto y anticipa la entrada en la tierra prometida. En ese contexto sitúa Juan un discurso muy significativo de Jesús (Jn 7, 37-53) que comienza con la evocación de las aguas sagradas, que marcarán la llegada del tiempo escatológico (Jn 7, 3-38), aguas de Siloé que brotan bajo el templo, visibles y vivas todavía, en un sentido externo, como signo de la protección de Dios, que los judíos antiguos habían despreciado, buscando alianzas militares con los ríos de Egipto o Mesopotamia, en la guerra siro-Efraimita (siglo VIII a.C.; cf. Is 8, 6). Tras la caída de Jerusalén, destruida por los babilonios, proclamó el profeta Ezequiel su más alta profecía del agua: El mismo templo se convertirá en manantial de vida hacia el oriente... El agua irá bajando desde el interior del santuario... y crecerá hasta convertirse en un gran río (Ez 47, 1ss), corriente de vida mesiánica, presencia de Dios y trasformación de la tierra desierta, bajando de Jerusalén al Mar Muerto. En esa línea sigue Zacarías, diciendo que aquel día brotará un manantial de Jerusalén; la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el occidental, lo mismo en verano que en invierno (Zac 14, 8-9; cf. Ap 22, 1-2). En ese contexto se sitúa la palabra de Jesús (Jn 7, 37‒38), que se eleva y habla, como templo verdadero y fiesta definitiva de Dios (cf. cap. 9), poniéndose en pie y proclamando una palabra radical (“si alguien tiene sed que venga a mí y que beba; quien cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán ríos de agua viva”), que puede interpretarse de dos maneras (como es normal en otros textos de Juan): ‒ 1ª interpretación: “Si alguien tiene sed que venga a mí, y que beba el que cree en mí (=en Jesús), (pues) como dice la Escritura de su seno (de Jesús Mesías) brotarán corrientes de agua viva”. El mismo Jesús aparece así como seno o cavidad profunda de la que brotan ríos de agua viva. Esta versión, que nos pone ante la imagen del “mesías fuente” del Espíritu de Dios (del agua viva; cf. Sal 21), concibe al creyente como “sediento de Dios”, y, en nuestro caso, “de Cristo”, enviado de Dios, pues él es la fuente de Dios, manantial del Espíritu: De Jesús brota la vida‒agua de Dios. ‒ 2ª interpretación. Resulta filológicamente más probable, por el testimonio de los lectores antiguos, y por la forma de colocar la expresión “el que cree” (ho pisteuôn), que suele hallarse casi siempre al comienzo de una nueva frase. Dice así: “Si alguien tiene sed que venga a mí y que beba. Quien crea en mí, como dice la Escritura, de él (es decir, del creyente) brotarán ríos de agua viva”. Esta lectura responde mejor a la construcción del texto griego, y a la dinámica del paralelismo poético semita, que divide el texto en dos frases: (a) Cristo es la fuente de vida, manantial del Espíritu de Dios. (b) Quien crea en Cristo vendrá a convertirse también en manantial del Espíritu divino. Ciertamente, la fuente del agua de Vida (vinculada según Is 43, 9; Ez 47, 1‒12; Zac 14, 8 y Joel 4,16 por el templo de Jerusalén) es Cristo que dice: “quien tenga sed que venga a mí y que beba”. Pero, al mismo tiempo, al recibir el agua de Jesús, los creyentes se convierten ellos mismos en manantiales de agua viva (esto es, del Espíritu Santo), conforme a la imagen de Gen 2, 9‒14, donde se evoca el manantial convertido en cuatro ríos/torrentes que riegan y dan vida al Edén de Dios. Eso significa que, naciendo del Espíritu de Dios por Cristo (en la línea de Jn 1, 12‒13), los creyentes son también “fuente de Dios”, “como dice la Escritura” [7], en un contexto cristológico muy preciso, paralelo al de Jn 1 18: “Nadie ha visto a Dios, sólo el Hijo/Dios unigénito que estaba en el seno de Dios nos lo ha revelado”. En esa línea se añade aquí que “antes/fuera de la pascua de Jesús no hay espíritu”: Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. pues todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado (Jn 7, 39). Esa interpretación ha de entenderse en la línea del radicalismo cristológico de Juan que aplica a Jesús todo el AT (ratificando de esa forma su valor), para expresar así su más hondo sentido. En esa línea, este pasaje afirma que no había Espíritu (no actuaba: oupô ên), pues Jesús no había sido aún glorificado, como supone todo el evangelio de Juan y como ratifica la escena del “costado/pulmón abierto” (pleura, cf. 19, 34‒35), del que brotó sangre y agua (es decir, su vida, su Espíritu). Jesús resucitado es manantial del Agua/Dios/Espíritu, que se abre y corre para todos (como las del paraíso: Gen 2, 10-14; Ap 22, 1-2), pero de tal forma que se hacen (son) manantial de Espíritu y vida para todos los creyentes, convertidos en templo de Dios, de manera que del interior de ellos (habitado por Dios) brota el agua para todos, pues cada uno puede y debe decir, en este contexto, como Cristo: “Si alguien tiene sed que venga a mí y que beba”. Aquellos que beben del agua de Jesús vienen a convertirse en manantial o manadero de Dios, pues cada creyente es Cristo, templo de Dios, y de su mismo seno (convertido en manantial de Dios) brota el Agua/Espíritu de vida. Jesús quiere, según eso, que todos los creyentes se vinculen por medio del Espíritu, que brota como río de su seno (del de todos), de forma que cada uno sea también manantial de Dios [8]. Se lo preguntó un día Jesús a Simón el fariseo que, incapaz de mirar más allá de las apariencias, juzgaba con dureza a la mujer que ungía los pies de su invitado. Nos lo pregunta también a nosotros, acostumbrados a leer una y mil veces los textos evangélicos “sin contar las mujeres ni los niños”, o mirándolas como aquel ciego que, en lugar de personas, solo veía árboles en movimiento.
¿Dónde está tu hermana? Podemos aventurar, con poco margen de error, cuál sería la respuesta a esta pregunta por parte de la mayoría de los varones contemporáneos de Jesús: “Las mujeres están allí donde deben estar, en los lugares que les han sido asignados según nuestras tradiciones y leyes. Su espacio es el interior de la casa y no deben salir de ella sin ser acompañadas por alguno de nosotros. No les está permitido hablar en público, ni dedicarse a estudiar la ley y ningún rabino las aceptará nunca como discípulas. El trato con ellas es peligroso ya que pueden contaminarnos con su impureza, como nos previene el Levítico (Lev 15,19-33). Por eso deben estar alejadas del culto, ocupar en el Templo un lugar aparte y permanecer tras la celosía en las sinagogas. Su presencia es irrelevante a la hora de comenzar la oración y tampoco están obligadas a recitar diariamente el Shemá, ni a subir en peregrinación a Jerusalén en nuestras fiestas. Debe bastarles el encargo de encender las velas en la celebración doméstica del sábado y cuidar algunos detalles rituales. Al ser emotivas e irracionales, parlanchinas y débiles, su testimonio carece de validez; les corresponde ser sumisas y procurar no caer en la vergüenza. Sobre el trato con ellas reflexionan nuestros sabios: “Por las mujeres se han perdido muchos (…); vino y mujeres extravían a hombres inteligentes” (Eclo 9,8; 19,3) “Ninguna herida como la del corazón, ninguna maldad como la de la mujer” (Eclo 25,13). Sus sentencias están colmadas de razón: “Más vale vivir en rincón de azotea que en posada con mujer pendenciera” (Pr 21,9); “Gotera continua en día de chaparrón y mujer de mal genio hacen pareja” (Pr 27,15); “La mujer iracunda deforma su aspecto y pone cara hostil como de osa; cuando su marido se sienta con los compañeros, suspira sin poderse contener” (Eclo 17,18). Comentan también nuestros sabios que Dios se preguntó de dónde podría sacar a la mujer: no de la cabeza del ’Adam, para que ella no levante la cabeza por soberbia como las hijas de Sión (Is 3,16); no del ojo, para que no haga de lechuza (Is 3,16); no de la oreja, para que no sea indiscreta al escuchar como Sara (Gen 18,10); no de la boca, para que no sea demasiado locuaz como Miryam (Nm 12,1); no del corazón, para que no sea demasiado celosa como Raquel (Gen 30,1); no de la mano, para que no sea demasiado ávida como Raquel (Gen 31,19); no del pie, para que no sea una vagabunda como Dina (Gen 34,1); sino de una parte escondida del cuerpo, para que sea modesta. Por eso oramos tres veces al día al Santo, bendito sea, diciendo: “Bendito seas Señor porque no me has creado pagano, ni ignorante, ni mujer”. ¿Qué palabras son estas? En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea; Herodes, virrey de Galilea; su hermano Filipo, virrey de Iturea y Traconítida, y Lisanio, virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, en la Galilea de los gentiles se oyó una voz nueva que comenzó a generar un tejido sonoro: acompañaba la presencia de un galileo itinerante llegado de Nazaret y se extendía como un rumor insólito que provocaba asombro, sacudía conciencias y dejaba desvelados y expectantes. Iban dejando a su paso un rastro de sorpresa y de júbilo: estaba surgiendo algo nuevo e imprevisto, una energía poderosa que ponía en pie la esperanza de la pobre gente. Hablaban de ello, lo comentaban, lo susurraban entre ellos: en este hombre llamado Jesús, el tiempo de Dios se ha cumplido, el Reino se ha acercado. Anuncia la buena noticia de la gracia de Dios, la posibilidad de vivir la vida como una ocasión sorprendente y única. Las palabras del profeta Isaías cobraban un nuevo sentido: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en sombras de muerte, una luz les brilló” (Is 8, 23‑9,1). El rumor llegó hasta las mujeres y muchas de ellas se abrieron a aquella inaudita novedad y sintieron caer las cargas que pesaban sobre sus hombros. Alguien hablaba del reino de Dios como de un espacio sin dominación, anulaba las pretensiones de superioridad masculina, no se interesaba por cuestiones de sexo o de pureza, actuaba con asombrosa libertad, se relacionaba con las mujeres a través de sus cinco sentidos: miraba de frente, escuchaba, dialogaba, no rehuía su contacto, ni sus perfumes ni su afecto. Quizá recordaron el salmo: “El día le pasa el mensaje al día, la noche se lo susurra a la noche…; como un esposo sale de su alcoba, contento como un héroe a recorrer su carrera, nada se esconde de su calor…” (Sal 19, 2. 6). Cuando aquel hombre hablaba de Dios, incorporaba a su lenguaje las pequeñas cosas de la vida cotidiana que ellas conocían tan bien: la levadura que hundían en la masa para hacerla fermentar; el manto que se rompía si echaban un remiendo de tela nueva; el candil que encendían al atardecer para alumbrar la casa; el agua que iban a buscar cada día a la fuente; la sal con la que condimentaban las comidas; el arcón en el que guardaban cosas nuevas y viejas; el aceite de sus alcuzas, el barrer cuidadoso que les permitía encontrar una moneda perdida. Se sentían incluidas al escuchar nombrar cosas que les ocurrían cada día: una boda, una enfermedad, niños que jugaban en la plaza, un hijo que se iba de casa, una semilla de mostaza plantada en el huerto, una recién parida con su hijo en brazos. Aquellas realidades dejaban de ser irrelevantes y se convertían en la escala que Jacob había visto en sueños y por ellas bajaban y subían los mensajes de Dios; eran la arcilla de la que aquel Maestro se servía para modelar sus palabras, la zarza ardiente en la que Dios se revelaba. “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!”, exclamó entusiasmada una de ellas. “Dichosos más bien quienes escuchan la Palabra de Dios y la guardan”, respondió él (Lc 11,27). Era una bienaventuranza que anunciaba un mundo de iguales y abría ante ellas las puertas del discipulado. De Dios no sabemos ni podemos saber nada, ni falta que nos hace. Tampoco necesitamos saber lo que es la vida fisiológica, para poder tener una salud de hierro. La necesidad de explicar a Dios es fruto del yo individual que se fortalece cuando se contrapone a todo bicho viviente, incluido Dios. Cuando el primer cristianismo se encontró de bruces con la filosofía griega, aquellos pensadores hicieron un esfuerzo para “explicar” el evangelio desde su filosofía. Ellos se quedaron tan anchos, pero el evangelio quedó hecho polvo.
El lenguaje teológico de los primeros concilios, hoy, no lo entiende nadie. Los conceptos metafísicos de “sustancia”, “naturaleza” “persona” etc. no dicen absolutamente nada al hombre de hoy. Es inútil seguir empleándolos para explicar lo que es Dios o cómo debemos entender el mensaje de Jesús. Tenemos que volver a la simplicidad del lenguaje evangélico y a utilizar la parábola, la alegoría, la comparación, el ejemplo sencillo, como hacía Jesús. Todos esos apuntes tienen que ir encaminados a la vivencia no a la razón. Pero además, lo que la teología nos ha dicho de Dios Trino, se ha dejado entender por la gente sencilla de manera descabellada. Incluso en la teología más tradicional y escolástica, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, solo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidadque es relación. Cuando se habla de la importancia que tiene la Trinidad en la vida cristiana, se está dando una idea falsa de Dios. Lo único que nos proporciona la explicación trinitaria de Dios es una serie de imágenes útiles para nuestra imaginación, pero nunca debemos olvidar que son imágenes. Mi relación personal con Dios siempre será como UNO. Debemos superar la idea de que crea el Padre, salva el Hijo y santifica el Espíritu. Esta manera de hablar es metafórica. Todo en nosotros es obra del único Dios. Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos están hablando de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Un Dios que está por encima de lo uno y de lo múltiple. El pueblo judío no era un pueblo filósofo, sino vitalista. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre). Lo importante en esta fiesta sería purificar nuestra idea de Dios y ajustarla a la idea que de Él nos transmitió Jesús. Aquí sí que tenemos tarea por hacer. Como cartesianos, intentamos una y otra vez acercarnos a Dios por vía intelectual. Creer que podemos encerrar a Dios en conceptos, es ridículo. A Dios no podemos comprenderle, no porque sea complicado, sino porque es absolutamente simple y nuestra manera de conocer es analizando y dividiendo la realidad. Toda la teología que se elaboró para explicar a Dios es absurda, porque Dios ni se puede ex-plicar, ni com-plicar o im-plicar. Dios no tiene partes que podemos analizar. Entender a Dios como Padre Todopoderoso nos conduce al poder de la omnipotencia y la capacidad de hacer lo que se le antoje. Los “poderosos” han tenido mucho interés en desplegar esa idea de Dios. Según esa idea, lo mejor que puede hacer un ser humano es parecerse a Él, es decir, intentar ser más, ser grande, tener poder. Pero ¿de qué sirve ese Dios a la inmensa mayoría de los mortales que se sienten insignificantes? ¿Cómo podemos proponerles que su objetivo es identificarse con Dios? Por fortuna Jesús nos dice todo lo contrario, y el AT también, pues Dios, empieza por estar al lado, no del faraón, sino del pueblo esclavo. Un Dios que premia y castiga, es verdaderamente útil para mantener a raya a todos los que no se quieren doblegar a las normas establecidas. Machacando a los que no se amoldan, estoy imitando a Dios que hace lo mismo. Cuando en nombre de Dios prometo el cielo (toda clase de bienes) estoy pensando en un dios que es amigo de los que le obedecen. Cuando amenazo con el infierno (toda clase de males) estoy pensando en un dios que, como haría cualquier mortal, se venga de los que no se someten. Pensar que Dios utiliza con el ser humano el palo o la zanahoria como hacemos nosotros con los animales que queremos domesticar, es hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza y ponernos a nosotros mismos al nivel de los animales. Pero resulta que el evangelio dice todo lo contrario. Dios es amor incondicional y para todos. No nos ama porque somos buenos sino porque Él es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que Él quiere, sino siempre. Tampoco nos rechaza por muy malos que lleguemos a ser. Un dios en el cielo puede hacer por nosotros algo de vez en cuando, si se lo pedimos con insistencia. Pero el resto del tiempo nos deja abandonados a nuestra suerte. El Dios de Jesús está identificado con nosotros. Siendo ágape no puede admitir intermediarios. Esto no es útil para ningún poder o institución. Pero ese es el Dios de Jesús. Ese es el Dios que, siendo Espíritu, tiene como único objetivo llevarnos a la plenitud de la verdad. Y aquí “Verdad” no es conocimiento sino Vida. El Espíritu nos empuja a ser auténticos. Un Dios condicionado a lo que hagamos o dejemos de hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea, radicalmente contraria al evangelio ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas. Sigue siendo la causa de las mayores ansiedades que no dejan a las personas ser ellas mismas. Cada vez que predico que Dios es amor incondicional, viene alguien a recordarme: pero es también justicia. ¿Cómo puede querer Dios a ese desgraciado pecador igual que a mí, que cumplo todo lo que Él mandó? Lo que acabamos de leer del evangelio de Jn, no hay que entenderlo como una profecía de Jesús antes de morir. Se trata de la experiencia de los cristianos que llevaban setenta años viviendo esa realidad del Espíritu dentro de cada uno de ellos. Ellos saben que gracias al Espíritu tienen la misma Vida de Jesús. Es el Espíritu el que haciéndoles vivir, les enseña lo que es la Vida. Esa Vida es la que desenmascara toda clase de muerte (injusticia, odio, opresión). La experiencia pascual consistió en llegar a la misma vivencia interna de Dios que tuvo Jesús. Jesús intentó hacer partícipes, a sus seguidores, de esa vivencia. S. Juan de la Cruz Entreme donde no supe, / y quedeme no sabiendo. Yo no supe donde entraba, / pero cuando allí me vi, /sin saber donde me estaba, / grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo. Estaba tan embebido, /tan absorto y agenado, / que se quedó mi sentido / de todo sentir privado, /y mi espíritu dotado / de un entender no entendiendo. El que allí llega de vero / de sí mismo desfallece; / cuanto sabía primero / Mucho bajo le parece, / y su sciencia tanto crece, / que se queda no sabiendo. Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo / jamás lo podrán vencer, / que no llega su saber / ano entender entendiendo. Y si lo queréis oír, / consiste esta suma sciencia / en un subido sentir / De la divinal esencia; / es obra de su clemencia / hacer quedar no entendiendo, / Toda sciencia trascendiendo. El ciclo litúrgico se abre con la venida de Jesús y culmina con la venida del Espíritu; el Padre está presente en todo momento. Es lógico que se dedique una fiesta en honor de la Trinidad. Para ella había que elegir textos que hablaran de las tres personas, al menos de dos de ellas. Pero no pretenden darnos una lección de teología sino ayudarnos a descubrir a Dios en las circunstancias más diversas. La primera, llena de belleza y optimismo, en los momentos felices de la vida. La segunda, incluso en medio de las tribulaciones, dándonos fuerza y esperanza. La tercera, en medio de las dudas, sabiendo que nos iluminará.
Dios presente en la alegría (1ª lectura) Del Antiguo Testamento se ha elegido un fragmento del libro de los Proverbios que polemiza con la cultura de la época helenística: ¿cuál es el origen de la sabiduría? Para muchos, es fruto del pensamiento humano, tal como lo han practicado, sobre todo, los filósofos griegos. Frente a esta mentalidad, el autor del texto de los Proverbios afirma que la verdadera sabiduría es anterior a nuestras reflexiones y estudios; y lo expresa presentándola junto a Dios muchos antes de la creación del mundo, acompañándolo en el momento de crear todo. ¿Por qué se eligió esta lectura? San Pablo, en la primera carta a los Corintios, dice que Cristo es “sabiduría de Dios” (1,24). Y la carta a los Colosenses afirma que en Cristo “se encierran todos los tesoros del saber y del conocimiento” (Col 2,3). Este fragmento del libro de los Proverbios, que presenta a la Sabiduría de forma personal, estrechamente unida a Dios desde antes de la creación y también estrechamente unida a la humanidad (“gozaba con los hijos de los hombres”) parecía muy adecuado para recordar al Padre y al Hijo en esta fiesta. Dios presente en los sufrimientos (2ª lectura) Curiosamente, en este texto, que menciona claramente a las tres personas, los grandes beneficiarios somos nosotros, como lo dejan claro las expresiones que usa Pablo: “hemos recibido”, “hemos obtenido”, “nos gloriamos”, “nuestros corazones”, “se nos ha dado”. Él no pretende dar una clase sobre la Trinidad, adentrándose en el misterio de las tres divinas personas, sino que habla de lo que han hecho por nosotros: salvarnos, ponernos en paz con Dios, darnos la esperanza de alcanzar su gloria, derramar su amor en nuestros corazones. Para Pablo, estas ideas no son especulaciones abstractas, repercuten en su vida diaria, plagada de tribulaciones y sufrimientos. También en ellos sabe ver lo positivo. Dios presente en las dudas (evangelio) El evangelio, tomado de Juan, también menciona a Jesús, al Espíritu y al Padre, aunque la parte del león se la lleva el Espíritu, acentuando lo que hará por nosotros: “os guiará hasta la verdad plena”, “os comunicará lo que está por venir”, “os lo anunciará”. Pienso que el texto se ha elegido porque habla de las relaciones entre las tres personas. El Espíritu glorifica a Jesús, y todo lo recibe de él. Por otra parte, todo lo que tiene el Padre es de Jesús. Tampoco Juan pretende dar una clase sobre la Trinidad, aunque empieza a tratar unos temas que ocuparán a los teólogos durante siglos. Para entender el texto conviene recordar el momento en el que pronuncia Jesús estas palabras. Estamos en la cena de despedida, poco antes de la pasión. Sabe que a los discípulos les quedan muchas cosas que aprender, que él no ha podido enseñarles todo. Surgirán dudas, discusiones. Pero la solución no la encontrarán en el puro debate intelectual y humano, será fruto del Espíritu, que irá guiando hasta la verdad plena. En la situación actual de la Iglesia, con problemas nuevos y de difícil solución, debemos pedir al Espíritu Santo que nos guíe “hasta la verdad plena”. ¿Hemos experimentado muchas veces la imposibilidad de comunicar lo más hondo que sentimos o vivimos? ¿Nos hemos dado cuenta de que no lográbamos hacernos entender, porque no encontrábamos las palabras apropiadas?
Algo semejante ocurre con el evangelio de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad. Lo que Jesús tiene que decir a sus discípulos, lo que le gustaría comunicarles, excede la capacidad de comprensión que tienen. No pueden “cargar con ello”. Hace falta que vivan un proceso y que el Espíritu les vaya conduciendo a la verdad plena, completa. El verbo que usa san Juan: guiar hacia la verdad, evoca el ponerse movimiento, dirigirse hacia… No se trata de comprendan algo racionalmente, sino de situarse de otro modo ante el misterio de Dios. En el concilio de Nicea (325) y en el de Constantinopla (381) los teólogos hicieron un esfuerzo por expresar “la verdad” sobre Jesús, tal como la comprendían entonces y formularon la doctrina sobre la Trinidad con las categorías que tenían a su alcance. Desde entonces, el esfuerzo lo hemos tenido que hacer los hombres y mujeres que, desde niños, hemos aprendido esa doctrina en el catecismo, intentando hablar de Dios, el ser, la esencia, las personas, las naturalezas… y salir airosos del intento, sin suspensos ni castigos. Y, lo que es más grave, creyendo que esa definición era el camino que nos llevaba al misterio de Dios, a comprender claramente su identidad. A la luz de la fiesta de la Trinidad es importante que nos preguntemos: ¿cuál es la verdad plena? ¿Cómo la hemos ido percibiendo a lo largo de nuestra vida? ¿Con qué símbolos, gestos y palabras la traducimos hoy? No nos conformemos con lo que hemos recibido “formulado, atado y bien atado”. Conectemos con nuestra propia experiencia vital y espiritual; con nuestra experiencia personal y comunitaria; con nuestra historia de salvación. ¿Cómo traduciríamos hoy, a través del arte, la imagen clásica de un anciano varón, sentado junto a otro varón más joven, una paloma en el centro y multitud de angelitos sin sexo alrededor? ¿Cómo traducimos y vivimos la experiencia de Jesús que nos invita a llamar “Abbá” al Ser que le ha dado la vida y le envía a comunicarla? ¿Cómo encarnamos su palabra, sus gestos, sus prioridades, para irnos configurando con el Hijo? ¿Cómo conectamos continuamente con el Paráclito que se nos ha dado? Es decir, con quien nos defiende y nos impulsa. Nos han dicho que es como el viento que nos da vida y nos mueve o como la energía que nos anima. ¿Con que otras imágenes y símbolos lo expresaríamos hoy? La fiesta de la Trinidad y el evangelio de este domingo nos impulsan a tomar distancia de lo que se ha quedado obsoleto en la dimensión doctrinal para buscar de nuevo el rostro de Dios. Nos invitan a cuidar la dinámica del vaciamiento, la desapropiación y la donación para avanzar en la dimensión fraternal y comunitaria. Si aceptamos la invitación a dejarnos guiar por la Trinidad, encontraremos que el amor que difumina “lo tuyo” y “lo mío”, crea comunión entre nosotros y con nuestro Dios, nos define y plenifica, da sentido y solidez a nuestra vida, nos hace felices. Nos acercaremos a la verdad de Dios y a nuestra propia verdad. Hechos a imagen de Dios, la Trinidad nos revela lo más hondo de nosotros mismos, nuestras aspiraciones y deseos, incluso aquellos de los que no somos conscientes, porque nuestra realidad no se agota en nosotros mismos, nos transciende y nos configura con el mismo Dios. El evangelio de hoy nos invita a dejarnos conducir por el Espíritu, a vivir la vida como un proceso abierto, con mociones, dones, sequías, nube del no-saber, aventura y pasión. Lo contrario es quedarnos en nuestra verdad, nuestras pequeñas verdades intocables, que nos dejan cómodamente en nuestra zona de confort, seguros y sin sobresaltos, afianzados en lo que creemos conocer. Desde ahí nos vamos desplazando hacia el inmovilismo, el fanatismo y la descalificación de los demás. Se nos llama a buscar la verdad plena. ¿Entra dentro de nuestras aspiraciones, como seguidores y seguidoras de Jesús? No se trata de rompernos la cabeza para entender el misterio de la Trinidad, sino de abrir nuestro corazón y nuestra vida para acoger al Dios que se nos comunica y nos pone en relación con Él y con sus criaturas. ¡Amplia tarea que vale la pena emprender! Preciosa y temblorosa voz la que intuyo cuando, en el silencio, dejo emerger el misterio.
La llamada del Dios de Jesús a su pueblo, a su comunidad, a cada hija e hijo es a ESCUCHAR. El maravilloso Shemá que repiten y veneran nuestros hermanos judíos, y que estuvo en labios de Jesús miles de veces a lo largo de su vida. En sus labios sí, como buen judío que era, pero sobre todo en su vida, como un hecho. De Jesús hablamos más de su Palabra y de sus hechos, lo que “hizo y dijo”. Cuando hablamos del “hacer” nos fijamos, en sus curaciones, sus gestos elocuentes como partir el pan, multiplicarlo, repartirlo, lavar los pies de los discípulos, devolver vida y fuerza a personas aquejadas por enfermedades todas indicativas de “ausencias”: falta de energía en las piernas, en la vista, oído, corazón, sangre…visto así impresiona. Y lo que dijo, los textos canónicos y apócrifos, estudiados, rezados, repetidos a diario en cientos de miles de liturgias, de corazones orantes, de estudiosos enamorados de la Palabra… De Jesús hablamos muy poco de su escucha. Jesús es Shemá en su más pura esencia. Aunque parece que habló mucho, siempre cuestiona esa etapa tan larga, antes de su Bautismo, en la que parece que vivía una vida normal, cuya guía fue, creo poder decir, la fidelidad al Shemá. Jesús escucha a su Abba, a la realidad social y religiosa y sigue escuchando. Y porque escucha se convierte en un buscador, y encuentra a Juan en el desierto y escucha. Después de un tiempo toma una decisión y se deja bautizar por Juan, e inmediatamente es guiado al desierto a escuchar. El motor de los movimientos de Jesús es la escucha a los textos y al latido de la vida. Como a Él es la escucha lo que nos posibilita la entrada en el misterio. La escucha es como un sacramento que nos unge para la trayectoria. Para nuestra Pascua, nuestro paso de pequeñas o grandes esclavitudes: maneras de pensar, opiniones anquilosadas a veces inamovibles sobre Dios, las personas, la moral…hacia la empatía, que es la meta. La empatía no es un lugar físico, es un estado del alma que ha descubierto la felicidad. Esta no consiste en estar yo bien, sino en estar en comunión con todo, en descubrir que somos uno, que estamos conectados, que somos unos de otros, que posiblemente pase por nuestros pulmones oxígeno que pasó por el resto de la humanidad, que somos polvo de estrellas, luego pertenecemos al infinito, al cosmos y disfrutamos mirando las estrellas. Somos familia. De nuevo la salida del sol de esta mañana no he podido sino sacar la foto, igual que del niño que vi ayer, o del color cambiable del mar que estos días puedo contemplar, de paso y enamorada de su belleza. Escuchar a todo y a todos, es una melodía infinitamente bella y dolorosa a la vez porque la empatía, la escucha, nos conduce al centro mismo del dolor, que como un imán atrae al corazón compasivo. Si escucho oigo el grito del planeta que como hermana violada me muestra su herida, me susurra su trauma. No es el plástico, no, es el corazón plastificado de algunos que siguen violando, uno tras otro, hasta el agotamiento, a nuestra hermana, a nuestra madre tierra, de la que todos dependemos. Si escucho, oigo el dolor infinito de nostalgia y ausencia en refugiados, en pateras y más pateras que como ataúdes en potencia cruzan nuestros mares. Y ahora, con el buen tiempo…como una procesión sin cofradías y sin joyas que la embellezcan, ahí están, de nuevo, desesperados por vivir. ¿Imaginas a tu hija o hermana o nieta embarazada cruzando sin rumbo seguro, en una pequeña embarcación, días y más días en altamar, después de haber vendido todo para llegar a un lugar donde su hija o hijo nazca y tenga derecho a lo mínimo para seguir siendo humano? ¿Te la imaginas siendo violada y maltratada por los mismos que le han cobrado todo lo que la familia tenía para costearse el viaje? Y si consigue llegar, formará parte de una población no deseada, que la mayoría todavía considera aprovechada… o será deportada, arruinada, violada y olvidada. Escuchar es peligroso. Y es liberador. Escuchar es conectar con el latido de todo y sentir que hay que ser personas de pascua. De paso hacia, personas capaces de soltar para acoger, para abrazar y acompañar. La vida no es un misterio para aquellos que eligen caminos seguros. Mi vida comienza a sentir el misterio cuando escucha-empatiza con la realidad y de su mano me dejo introducir en el otro nivel; el del Shemá, el de la escucha del latido de todo. Estamos en pleno tiempo Pascual, los creyentes sabemos que ahora la comunidad cristiana católica, no todas las cristianas lo celebran así, estamos esperando Pentecostés. Os animo a que nos hagamos mujeres y hombres de Shemá, de escucha. Dejar que se nos contagie el largo tiempo que Jesús dedicó a escuchar. Dejar que este aspecto de nuestra esencia cristiana configure más y más nuestra realidad. Tenemos un largo recorrido por delante. Pero las cosas de Dios tienen otro ritmo al lógico. A veces irrumpen, como un viento impetuoso. A veces el susurro se prolonga tanto que parece deja de existir. Hace unas semanas tuve que cambiar de móvil porque no conectaba si no tenía el registro que requería la geografía. Lección aprendida. Si quiero estar bajo cobertura, incluido el roaming, tengo que adaptarme. Empatizar es escuchar, no es oír de lejos, es conectar mínimo 4G. Es decir, poner de mi parte tiempo y energía para no tener una conexión intermitente y de poca calidad. Tal vez hay que conectar el wifi. Pedir ayuda, salir del articulito semanal… y abrirnos al Espíritu, en directo. Ella sí empatiza. El limosnero del papa Francisco, el cardenal Konrad Krajewski, entró hace unos días a un edificio ocupado de Roma en el que viven 450 personas y reactivó la corriente eléctrica, embargada desde hacía una semana, según informan hoy los medios.
Limosna: Un trabajo silencioso, realizado cada día, en nombre del Papa, a favor de los más necesitados. Es la actividad de la Limosnearía Apostólica. En 2018, distribuyó 3,5 millones de euros a los pobres para pagar facturas y alquileres. En las primeras comunidades cristianas eran los diáconos, en particular, los que se ocupaban de los pobres. Más tarde los Papas, como obispos de Roma, confiaron la tarea de la caridad al llamado Limosnero: este nombre aparece por primera vez en una Bula de Inocencio III, en el siglo XIII. Me parece un gesto muy valiente y claramente cristiano. Los pobres son preferidos por Dios y como dice el papa Francisco, hay que luchar contra el capitalismo que mata a las personas. Un daño muy grave y una situación muy peligrosa es el que un grupo de personas pobres vivan sin luz para sus casas, frigoríficos, estufas… Y es comprensible la acción del limosnero, que rompe los candados y devuelve luz a esas viviendas. Luego ha pagado el coste que debían los vecinos. Me interrogo: ¿es una invitación a imitar su valentía cuando encontramos personas sin luz, sin casa, sin comida, sin trabajo? Estamos acostumbrados a hacer caridad y aportarles lo que necesitan. Porque tenemos claro que la meta es que todos y cada uno tengamos unas condiciones dignas y que los medios que hay en la sociedad: trabajo, dinero, vivienda… sean distribuidas entre todos. Claro que me siento interpelado y veo que tenemos en la iglesia muchos locales, viviendas, posesiones a las que pueden acceder las personas necesitadas. Y que los okupas puedan ocupar nuestros lugares vacíos. Y es preciso que cada uno de nosotros revisemos las propiedades y riquezas que tenemos a ver si nos son realmente necesarias. Venía el papa Francisco a decir el otro día que no podemos vivir en la abundancia mientras haya personas que pasan hambre e incluso mueren de ella. Entiendo que la iglesia en este momento no debe gastar un céntimo en arreglar edificios artísticos, religiosos, mientras exista el hambre y la miseria. No podemos olvidar que el auténtico templo de Dios somos cada una de las personas. He visto que rápidamente se han ofrecido millones para arreglar Notre Dame, aunque parece que a la hora de la verdad no llegan esos dineros a su destino ¿Es lo más cristiano arreglarla con millones de gasto? Según veo, el dinero que usa el limosnero del papa en ayuda a los pobres, proviene de La Limosnearía que nació formalmente en tiempos León XIII, el Papa de la primera encíclica social, la Rerum novarum (1891). Pues León XIII confió a la Limosnearía la facultad de conceder la bendición apostólica a través de él. No acabo de entender: El fin es estupendo, pero realmente… ¿hay que cobrar por una bendición papal que se reduce a un papiro que se cuelga en las paredes? Una conversión del corazón ha de surgir de la realidad, no de hechos que suenan a simonía. Más que limosnero, me parece un Robin Hood que recoge las riquezas de los ricos para dárselas a los pobres, que es lo que los primeros cristianos pusieron en boca de María “a los hambrientos llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos”. El momento es estupendo. Vamos avanzando y esto suena a verdad, a conversión, a una iglesia de la periferia. Todo gran camino empieza con un paso. Y para darlo resulta imprescindible ponerse en pie. Tomar conciencia de uno mismo, de la presencia y la potencialidad. De la propia dignidad. El oído se abre, la mirada se aclara, el corazón comprende, el cuerpo se yergue, la vida se reinicia: talitá cumi.
Por desgracia, estamos lejos de que las mujeres reciban tal invitación dentro de la Iglesia. La misma que, curiosamente, sigue al Jesús que lloraba con Marta y María, que permitía a una mujer besar y lavar sus pies, que desveló a María de Magdala un amor mayor. Veintiún siglos después las mujeres siguen siendo elegidas: para arreglar las flores del altar, dirigir los cantos en misa, coordinar las catequesis o limpiar la casa del cura. Ah, sí, el Papa también ha elegido a cuatro mujeres como consultoras del Sínodo. Curiosa estoy de ver si les dan la voz cantante o de coristas. ¿Y por qué se permite y legitima marginar a la mujer, considerándola incapaz de realizar las mismas tareas que los hombres? Ellos dicen: Jesús pudo haber elegido mujeres y no lo hizo. Si en pleno siglo XXI seguimos utilizando el masculino genérico para hablar de ambos sexos, ¿qué podemos esperar de quienes escribieron el Nuevo Testamento?, ¿no es evidente que la mujer ha sido sistemáticamente relegada al anonimato? Si ahora no reconocéis su dignidad, ¿pensáis que iban a hacerlo los primeros cristianos? Hablan de discípulos, claro. Testigos, por supuesto. ¿Mujeres? sin duda. Mujeres fuertes que, en un mundo de hombres, cambiaron la historia y aparecen en la Biblia. Lástima que no escaparan del filtro machista que reduce su papel y lo(a) sexualiza: Eva tentadora, Judith atractiva, María virgen, Magdalena prostituta. Hombres y mujeres cumplen diferentes roles en la Iglesia. Mi argumento preferido, por retrógrado. Algo así como “hombre sale a cazar, mujer cuida el fuego”. Por suerte, la misión es una: proclamar que la Buena Noticia es para todos. Uno el mandamiento: “Amaos los unos a los otros”. Pero muchos, sí, los dones del Espíritu. Esos cambian de persona a persona, pero no en razón de su sexo sino por el Misterio que nos habita: hijos de un mismo Dios. Hermanos/as. Sin distinción ni categorías. Asumiendo que no hay conciencia ni interés por retribuir a la mujer el papel que le corresponde en la Iglesia, me pregunto: ¿por qué lo permiten ellas? Y aquí dirijo mi apelo a mis HERMANAS (mujeres de Dios, monjas, consagradas; PERSONAS que creen en una comunidad igualitaria). A vosotras os pregunto: ¿por qué no presidís la Eucaristía este domingo? ¿De quién esperáis “el permiso”, de Dios o de los hombres? ¿Os prohibiría Jesús reuniros en su nombre, proclamar la Palabra, bendecir el Pan y repartirlo? ¿Hace falta revestir la consagración de algo más que de fe y entrega? ¿Hay un componente “mágico” que os impide a vosotras hacerlo? Quizá ha llegado el momento de abandonar esta espera pasiva, ponernos en pie y afirmarnos desde esa libertad que nace de dentro. Con la suave mansedumbre y la firme rebeldía que el propio Jesús manifestó ante quienes se creían señores, jueces y sabios. Como testigos que no pueden ni quieren permanecer encerrados por más tiempo: os invito a presidir la Eucaristía vosotras mismas. Y celebrar la Vida en comunión con quien quiera acompañaros. ¿Se atreverán a echaros de las iglesias? Y si lo hacen, ¿podrán impedir que celebréis al Dios de la Vida en las calles, las casas, los parques y jardines, a plena luz del día? Ha llegado el tiempo de hacer algo nuevo. Nada hay más revolucionario que levantarse y proclamar que Dios está en medio de nosotras porque lo llevamos dentro. Que encarnarlo no es privilegio de unos pocos. Y que sólo por ÉL, con ÉL y en ÉL nos sentimos legitimadas a administrar los sacramentos. Para que la Palabra se haga cuerpo (también en el nuestro). Que así sea. |
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