Los mitrados del Sanedrín lo criticaron por ser poco devoto”
“Compartió la cena de gracias sin ponerse capelos cardenalicios ni sombreros pontificios”. Montado en un borriquillo y jaleado con hosannas infantiles, dio un latigazo sobre la mesa de los banqueros (en contubernio con los jerarcas del templo para costear jornadas mundiales lucrativas)… y los mitrados del Sanedrín le acusaron de ateo (Mc .11). No se quedó a una hora santa en el templo para salvar las apariencias. “Echando en torno una mirada sobre todo”, entristecido por aquella religiosidad hipócrita, “ya atardecia cuando salió para Betania” (Mc 11,11), donde estaban aquellas amigas y amigos con calor humano y alegría sin doblez… y los mitrados del Sanedrín lo criticaron por ser poco devoto. Estrujando en su manos las hojas de una higuera seca, habló el martes de reconciliación (Mc 11, 25-26)… y los mitrados del Sanedrín le echaron en cara ser pro-etarra. Cuando en la cena del miércoles dejó que ella le perfumara y tocara, se escandalizaron quienes no se escandalizaban de comprar traición con dinero (Mc 14, 1-11)… y los mitrados del Sanedrín se confirmaron en su opinión sobre el ateismo de Jesús. Partió pan y brindó con vino el jueves, “esta es mi vida que se parte y se reparte”, dijo, y compartió la cena de gracias sin ponerse capelos cardenalicios ni sombreros pontificios… y los mitrados del Sanedrín certificaron una vez más el ateismo de Jesús. Lo ejecutaron el viernes. Antes de morir convirtió en oración la queja: “Abba, ¿por qué me abandonaste? (Mc 15, 34)” Y como Abba se callaba siguió rezando el salmo y esperando contra toda esperanza: “Contaré lo tuyo a la fraternidad” (Ps 21)… y los mitrados del sanedrín dictaminaron: “Ya lo dijimos, este hombre es ateo y muere sin confesión”. Pero un extranjero que lo presenciaba comentó: “Verdaderamente este hombre creía en la Vida. Me parece que los ateos son los mitrados del Sanedrín” (Mc 15, 39). Horrorosos los últimos momentos de pena de muerte en cruz, lo que se dice “descender a los infiernos” . En plena agonía se mofaban ironizando: “Haz un milagro, si eres capaz, bájate de la cruz por arte de magia y te canonizamos como santo súbito más pronto que a Juan Pablo el Avasallador”. Pero él, callando y sufriendo, se resistió a ceder a la milagrería”… y entonces ya no les quedó duda alguna a los mitrados del Sanedrín: Este tal Jesús indudablemente era un ateo empedernido”. Pero la madrugada del Domingo el Rabbuní se presentó radiante llamando por su nombre a una creyente enamorada para darle un recado importante: “María, dile a mis amigos y amigas que yo no era ateo, que vivía y sigo viviendo en la Vida de la vida. Diles que os espero en la Vida”. Y un beso interminable de vida la embriagó extasiada de resurrección en brazos de El Que Vive. Y ahí empezó la cosa. Así fue como empezó aquella mañana esta comunidad de amigas y amigos de El Que Vive, que veinte siglos después siguen enredadas y enredados en las redes de la paz, del amor y de la vida… y también hoy los sanedritas de turno siguen llamándoles ateos…
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La esencia del cristianismo es la fe en la resurrección de Jesús, el Cristo.
Cambio de paradigma Los teólogos se esfuerzan en aclararnos ciertas cosas que tienen que ver con este gran acontecimiento mundial. De Jesús resucitado nos hablan los 27 libros del Nuevo Testamento. Si Jesús murió hacia el año 30 de nuestra era, los cuatro evangelios se escribieron desde el año 65 al 95 dC. Los discípulos escritores los redactaron motivados por la fe, para ayudar a la fe de los cristianos y en defensa de la fe en Cristo Jesús. Los evangelios no son biografías históricas; están hechos conforme a categorías literarias de la cultura antigua (ingenua, simbólica, mitológica y animista); es decir, creían en fantasmas, apariciones de muertos, espíritus que provocaban males o bienes a las personas, ángeles capaces de romper las leyes del orden natural de la creación )milagros). Pero en el siglo XX-XXI, ha habido un cambio radical de paradigma, impera la cultura moderna (madura, natural, racional y científica). Hay que reinterpretar, pues, el Nuevo Testamento según las categorías literarias actuales. La Biblia no es un dictado divino, sino un proceso histórico de reflexión religiosa en colectividad. A Dios le descubre Moisés en su propio afán de liberar a los hebreos; Oseas en sus personales sentimientos de perdón a su adúltera mujer (Torres Queiruga); es decir, en los signos de los tiempos y lugares. Hay, hoy día, un dilema: el divorcio entre la religiosidad nacida de una lectura literalista y fundamentalista de la revelación bíblica correspondiente a la Antigüedad, y la nueva reinterpretación de las Escrituras conforme a la Modernidad, más capacitada de captar la verdad sobre la resurrección de Jesucristo. Muerte y Resurrección La muerte de Jesús, fue un hecho histórico; lo vieron amigos, enemigos e indiferentes. Sin embargo, su resurrección fue un hecho escatológico; lo creyeron sus discípulos y discípulas. El mismo Dios Uno y Trino, la resurrección de Cristo y la vida eterna para la humanidad, ni se ven, ni se oyen, ni se tocan, ni se comprenden; solamente por la fe, los cristianos pueden afirmar que Cristo resucitó y con él resucitaremos los seres humanos. La muerte de Jesús, nunca la pudo querer Dios-Amor para su Hijo, ni necesitarla para calmar su ira (inexistente) por el pecado de la humanidad, pues Dios redime no por castigo sino perdonando misericordiosamente. Cristo nos hubiera redimido igual si hubiera muerto por enfermedad natural. Jesús fue víctima de los poderes asesinos de religiosos, políticos y enriquecidos de su época, que temían a Jesús, a su movimiento de discípulos y a su coherente mensaje de liberación de los oprimidos y explotados. Había que mantener la sociedad clasista. Antes de Pascua, ya se creía en la resurrección de los muertos afirmada en la época de los Macabeos (unos 150 años a.C.), Los mismos discípulos y discípulas en la convivencia con Jesús estimaron que una persona tan genialmente ligada al Padre, a la comunidad y a los pobres, no era posible que la muerte ni la maldad acabaran con él. Al parecer el mismo Cristo les habló de su resurrección. Después del tremendo y escandaloso martirio de la cruz, esos recuerdos fueron lentamente creciendo en la mente de los desmoronados apóstoles hasta ser una fuerte y alegre claridad interior irresistible (según los evangelios, apariciones). Cristo vive, ha resucitado, está con nosotros de una manera nueva pero real. Lo que hay que hacer, acordaron los apóstoles, es lo mismo que hacíamos durante su vida histórica: convivir con Jesús, fortalecer la asamblea de creyentes, celebrar cena del Señor y anunciarle a los pueblos, al mismo tiempo que nos preocupamos por ayudar a los pobres y trasmitimos su perdón a los arrepentidos. La tumba y las apariciones Los exégetas manifiestan, que el físico de Jesús se corrompería como los de cualquier difunto; pero su personalidad adquirió, por la gracia de Dios, unas nuevas dimensiones imposibles de comprender pero si de creer. La tumba vacía es, pues, una forma de explicar lo inexplicable, pero aunque siguiera el cadáver de Jesús en la tumba (fosa colectiva o santuario personal), creemos que la resurrección de Jesús, aunque no se vio, es un hecho escatológico incuestionable. Las apariciones físicas de Jesús a sus discípulos, no son posibles pues su cuerpo resucitado no se puede captar; son visiones internas, formas de expresar: Jesús vive de manera nueva. Ya está con su Padre-Dio; afirman que Jesús no es un fantasma, no es un ser divino con apariencia de hombre. Jesucristo es hombre y Dios verdadero, que murió a manos de malvados y resucitó por la fuerza de Dios. Así inauguró un mundo nuevo, donde los explotadores de este mundo terreno no puedan corromperlo. La resurrección de los murtos es dar la debida justicia a los empobrecidos. Tiene lugar en Chile en este momento un fenómeno inaudito: el levantamiento del laicado católico. También otros que no son católicos pero que llegaron a valorar la acción humanitaria de la Iglesia, se sienten defraudados y reclaman airados. Hace ya tiempo para muchos la Iglesia institucional se volvió “odiosa” al atribuirse una cierta supremacía moral.
No pocos católicos entraron en lo que se ha llamado “cisma emocional”: no se han ido de la Iglesia por cariño y fidelidad a ella, pero lo que ella les propone no los interpreta o les es invivible. Lo nuevo que sucede ahora es una especie de indignación abierta y masiva, la expresión a voz en cuello de la rabia, la pena y la desafección con las autoridades de la Iglesia. Es probable que lo que comenzó por el escándalo de pedofilia de algunos consagrados y la actitud errática de la Jerarquía, deje de ser “el tema”. En algún momento los abusos sexuales que lamentamos dejarán de hacer el ruido ensordecedor de ahora. Tal vez la tarea de aireamiento se desplace a otras actividades y profesiones, deje de salpicar solo a los religiosos y llegue a desestabilizar incluso a las familias. Pero dejado todo esto aparte, con el caso Karadima, pienso, la crisis de la Iglesia ha alcanzado un punto de no retorno. La Iglesia en Chile no volverá a ser la misma. Habrá un Post-Karadima con mayúscula. ¿Cómo será? Es muy difícil preverlo. Porque, a decir verdad, se relaciona con un giro histórico, con tremendas mutaciones culturales. Me atrevo a mencionar un par de grandes problemas que la misión evangelizadora deberá superar. Mons. Ezzati nos ha llamado a un diálogo. ¡Entonces conversemos! Pero que hablen todos. Que también hablen los no católicos. Los no creyentes. Pues dudo que la salida la encontremos solos. Tengo una sola idea clara: la “nueva Iglesia” provendrá de una conversación sincera, sin amagos o palabras acaracoladas. Ante todo, el sacerdote está “trizado”. Hablo en términos generales. Hay sacerdotes fuertes y débiles. Pero el sacerdote común está puesto en una situación histórico-cultural muy difícil de soportar. Me permito hablar claro. La jerarquía, el laicado y la sociedad le están exigiendo al sacerdote más de lo que una persona normal puede dar. El magisterio de la Iglesia le pide que enseñe una doctrina sobre temas de enorme importancia que, sin embargo, la inmensa mayoría del pueblo de Dios considera inadecuada. Los matrimonios tienen otra idea de la fertilidad. Los divorciados vueltos a casar tienen otra idea de la vida. Los jóvenes, en su mayoría, adhieren a Jesús pero no a la Iglesia. Un sacerdote que no se complica con esta situación no es un sacerdote cristiano. Un sacerdote no “conectado” con la vida real de sus contemporáneos no representa al Verbo encarnado. Pero también hay un punto doctrinal crítico: la jerarquía de la Iglesia no ha cumplido suficientemente el mandato de un concilio ecuménico. El Vaticano II mandó subordinar el sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles. Si se hubiera acatado el Concilio, habríamos tenido muchos más sacerdotes atentos a los signos de los tiempos, cercanos y compresivos de la dureza de la existencia. Por el contrario, en el post concilio se ha re-sacralizado al clero, poniéndose a los sacerdotes del lado de lo sacro, protegiéndoselos de la cultura actual, y haciéndoseles reproducir interiormente en ellos el movimiento de distanciamiento de la Iglesia respecto del mundo moderno, cuando no de abierta condena. Esta división sociológica Iglesia-mundo se ha replicado psicológicamente en el sacerdote, disociando a muchos de ellos respecto de sí mismos y convirtiéndose estas fisuras en una fuente de conflictos de todo tipo. Como si esto fuera poco, el mismo sacerdote ha comenzado a dudar de la viabilidad de su celibato. La cultura ya no agradece su sacrificio. Ahora lo crítica y sospecha de él. Le refriega en la cara sus fracasos. A los seminaristas se les grita por la calle “pedófilos”. Pero también a los sacerdotes mayores se les doblan las rodillas. Los que trabajan en colegios y parroquias están agotados de probar día a día su inocencia. El sacerdote está trizado. No es nuevo que un sacerdote pueda quebrarse. Lo nuevo es que nunca antes el sacerdocio había sido tan cuestionado. Un segundo problema: crece la desconfianza en la jerarquía. La Iglesia reconoce la investidura sacramental de los obispos, pero la confianza en ella de gran parte del pueblo de Dios sí se quebró. Las autoridades, a los ojos de muchísimos católicos, están desautorizadas y con ello los sacerdotes se encuentran a la intemperie. Esto es lo nuevo. Una desconfianza hacia la autoridad de tal profundidad no parece tener antecedentes en la historia de la Iglesia en Chile. ¿Augura esta crisis el paso a un catolicismo mejor, más responsable, más adulto? Dudo que se llegue a un crecimiento en la fe si los católicos no son también capaces de gritar “abuso” contra el abuso y “abandono” al desamparo no sólo de las víctimas sino también al de los mismos fieles. Pienso que solo una Iglesia de adultos no será una Iglesia abusadora. Sin embargo, ninguna institución opera sin su autoridad. La Iglesia necesita una jerarquía en quien confiar. Pero nuestros propios obispos están atrapados. La recuperación de la confianza no depende simplemente de ellos. La crisis aqueja a la Iglesia universal. Solos no podrán cambiar nada de lo que urge cambiar. Si los obispos del mundo, con el Papa a la cabeza, no obedece al mandato conciliar de una Iglesia de comunión, no vertical, no clerical, dialogante y atenta a los signos de los tiempos, predominará la desconfianza y el “cisma emocional” y el éxodo sin más. El problema no se agota en los “Karadimas”. Ni en las responsabilidades de Mons. Errázuriz. Ahora somos los católicos el problema. Somos una Iglesia que cerró las puertas por dentro y no encuentra la llave. Mons. Ezzati nos ha llamado a un diálogo. ¡Entonces conversemos! Pero que hablen todos. Que también hablen los no católicos. Los no creyentes. Pues dudo que la salida la encontremos solos. Tengo una sola idea clara: la “nueva Iglesia” provendrá de una conversación sincera, sin amagos o palabras acaracoladas. Espero que los católicos estemos a punto de tener una experiencia espiritual auténtica. Cuando se topa con lo imposible, todo es posible para el que cree. No pierdo la esperanza. Si la vida, como las aguas, siempre se abre un curso nuevo por donde seguir, a la Iglesia, como a la vida, Dios le abrirá el suyo. ********* El Mostrador -Chile Víctima de Karadima: “Irrisoria” solicitud de perdón de Errázuriz Batlle consideró insuficiente y tardía la declaración de Errázuriz. Fernando Batlle fue el primero de los denunciantes en reaccionar al sorpresivo mensaje del ex arzobispo de Santiago. Abogado Hermosilla valoró el gesto, pero lo prefiere “cara a cara”. TVN Insatisfecho se declaró el abogado Fernando Batlle, uno de las víctimas de los abusos cometidos por el sacerdote Fernando Karadima, ante la declaración del cardenal Francisco Javier Errázuriz en que les pidió perdón por su gestión en el caso cuando era arzobispo de Santiago. “¿Por qué se demoró tanto y ahora pide perdón? Llega a ser casi irrisorio (…) Es sumamente contradictorio. Es como decir ´te pido perdón, pero yo actué bien”, dijo el jurista en declaraciones a TVN. “A mí no me interesa que me pidan perdón. La palabra para ser verdadera tiene que tener contenido. Suena lo que él está haciendo más a una justificación de su acción que un deseo o intención real de que estas cosas no pasen más”, agregó. Los denunciantes apuntan al prelado por haber desestimado en primera instancia sus antecedentes en contra del entonces párroco de la Iglesia El Bosque de Providencia. Emblemática es la queja en ese sentido de otra de las víctimas, el médico James Hamilton, entrevistado por el programna Tolerancia Cero de Chilevisión. El abogado del grupo, Juan Pablo Hermosilla, en tanto, fue más cauto y optó por señalar en la última jornada que la declaración de Errázuriz “va en la línea correcta” aunque estimó, citado por El Mercurio, que “el perdón tiene que pedirse cara a cara”. Mucho tiempo hemos permanecido adormecidos en la sociedad del bienestar y del consumo. Sin darnos cuenta fuimos tirando de la cuerda hasta que el sistema no dio más de sí y pasó lo que los economistas sabían que pasaría y que posiblemente nos negábamos a ver. Aquella burbuja en la que nos habíamos instalado se rompió, y nos encontramos en una situación que para muchos es hoy desesperante.
Y hablando de crisis, de despidos, de cierres de fábricas, de recortes salariales, de hipotecas impagables, etc., etc. nos encontramos con miles de personas que hoy no tienen para vivir, y otras tantas que saben que tendrán que trabajar toda la vida para pagar unas deudas injustas contraídas por engaños de los bancos o por la letra demasiado pequeña y las facilidades espectaculares que se les ofrecía a “cambio de nada” y a cambio de “todo”. El golpe ha sido muy fuerte, y si más no, nos ha servido para despertarnos y reaccionar ante esta pesadilla que padecen tantos contemporáneos nuestros. Hay algo que no funciona, la persona ha sido pisoteada y maltratada, y hoy podemos unirnos para dar un giro a la orientación tomada por nuestro malherido mundo. Decía Aristóteles que “la Esperanza es el Sueño del hombre despierto”, y creo que si hay algo que ha conseguido esta crisis ha sido: despertarnos y hacernos ver que o todos nos arremangamos y trabajamos, o esto se va al traste. Y muchos hemos dicho: ¡manos a la obra! Y la esperanza nos puso en camino y es el gran valor con el que tenemos que negociar para dar una oportunidad a la humanización de la historia; para hacer realidad el sueño de una humanidad reconciliada y humanizadora. No podemos cerrar los ojos a la realidad; no podemos lavarnos las manos y encerrarnos en nuestro micro mundo. Es la hora de la corresponsabilidad y de la fraternidad; es la hora de la justicia y de la paz, y entre todos tenemos que construirla instaurarla y afianzarla. Ya nada podrá ser igual. Hoy podemos hablar a nuestros niños y jóvenes, de lo frágil que es todo. Dicen, -y es verdad- que la pobreza cambia fácilmente de dueño y no avisa, y que la han visto entrar en la casa de los que estaban mejor y echar a los “señores” sin piedad dejándoles en la más absoluta intemperie. También ha devorado en sus garras a los que sobrevivían con lo justo o menos de lo necesario, y hoy éstos, ya no tienen ni lágrimas para llorar. Pero nosotros hoy estamos despiertos y la esperanza nos moviliza. Soñamos con un mundo mejor, y esto nos da fuerzas para no desfallecer. Resistimos a la crítica fácil de los que se incomodan cuando les hablamos de la persona y de la necesidad de escuchar y de confiar siempre y a pesar de todo. Aguantamos el chaparrón de los que pretenden seguir funcionando con esquemas arcaicos y se niegan a aceptar que también la “acción social” debe modernizarse y adecuarse a la realidad de las nuevas formas de pobreza. Hoy, con el corazón templado por la fuerza y la ilusión de los que dan su vida a cambio de nada, nos ponemos en pie y decimos con fuerza y convicción: Este mundo puede ser diferente. Basta ya de barreras entre ricos y pobres; basta de enfrentamientos inútiles. Es la hora de sumar, de aportar cada uno lo que tiene, sabe y es, y de construir juntos, compartiendo la vida, el tiempo y las oportunidades. Estamos despiertos y no nos van a fusilar la esperanza. Estamos vivos y queremos celebrar la vida, queremos que todos se sientan invitados al banquete y que la fiesta comience y no se acabe. Hoy puede ser el comienzo de algo nuevo: Tú, ¿qué puedes aportar? En teoría, cada obispo es pontífice en su diócesis, y el obispo de Roma ejerce de coordinador a la manera de un primus inter pares. Pura ilusión. El creciente poder del catolicismo romano en el conjunto de la Cristiandad no permitió mucho tiempo esa situación, ganando para su prelado, muchas veces manu militari, el título de pontífice máximo, que nombra o destituye, y premia o castiga. Pese a todo, desde el Concilio Vaticano II, el Papa guardaba las apariencias, forzado por el qué dirán.
El Vaticano II fue una demostración de poder de los obispos de todo el mundo frente a la Curia. Convocados por Juan XXIII para que le ayudasen a modernizar la Iglesia (la palabra fue aggionamento) y a torcer el brazo a las resistencias de la Curia (Gobierno del Estado vaticano), 3.500 prelados en números redondos ejercieron su libertad a fondo durante tres años, asesorados por los mejores teólogos. Empezaron por la supresión del Santo Oficio de la Inquisición y la creación de un sínodo de obispos para ayudar al Papa en el futuro. Es decir, apuntalaron (o creían hacerlo) el principio de la colegialidad del mando eclesial. Ya se ve lo poco que duró ese sueño, sobre todo desde que accedieron al poder Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla, polaco de nacimiento, y el alemán Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Hombres de carácter y profundamente conservadores, Wojtyla y Ratzinger han guardado las formas convocando varios sínodos parciales (de obispos europeos, de prelados africanos, etc.), pero lo han hecho para apuntalar el centrismo romano y el poder del Papa, sin hacer caso a las conclusiones de los reunidos y, mucho menos, al lamento de sus discursos. Entre esos lamentos, ninguno ha sonado tan alto como el vacío de vocaciones sacerdotales con la consecuencia de decenas de miles de parroquias sin pastor. Entre sus propuestas, aparecía siempre la idea de autorizar el ejercicio pastoral de curas casados, permitir el celibato opcional y, sobre todo, abrir el santuario a las mujeres. Como la crisis no cesa, muchos obispos se han tomado el remedio por su cuenta y hay en España cientos de sacerdotes casados ejerciendo en parroquias, aunque de tapadillo (¡qué no se entere el obispo, que no sepa Roma!), y otras comunidades practican su confesión guiadas por mujeres. Lo peor es cuando todo esto se hace voz pública. Entonces se ponen en marcha los movimientos ultraconservadores del catolicismo, y empiezan a llover sobre Roma las denuncias y las exigencias para que el Papa actúe. Es lo que le ha pasado al obispo William M. Morris. Llevaba 18 años al frente de la diócesis de Toowoomba (cerca de Brisbane), pero un día, hace seis años, escribió una carta pastoral reflexionando sobre la alarmante falta de curas en las parroquias australianas. En teoría, a buen entendedor con pocas palabras bastan. Es decir, monseñor Morris estaba pidiendo soluciones, y no hay otras que el celibato opcional y abrir paso a la mujer hacia el sacerdocio ordenado. Es lo que pensaron, con razón, algunos fieles airados, que empezaron la guerra contra su pastor. Cuando llegó la batalla a Roma, (”mal leída y deliberadamente malinterpretada”, se queja el pastor), Benedicto XVI envió a Toowoomba una “visita apostólica”, es decir, a su policía de la fe. Batalla perdida para el obispo. La última traca del inquisidor es que el supuesto pleito entre partes se ha cerrado sin dar audiencia al obispo para defenderse. El Papa ha dejado claro el principio: “Nos soy el juez supremo; la ley canónica no prevé celebrar procesos relativos a los obispos”. A esto se refiere el pueblo con el dicho Roma locuta, causa finita (cuando Roma habla, se acabó la discusión). Roma no es una monarquía absoluta, que centra en una única persona todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial. Es mucho más: la personificación del viejo poder imperial, elevado al cuadrado por una función divina reforzada por el principio de la infalibilidad. El obispo Morris, como decenas de miles de prelados o sacerdotes, cree que pronto llegará el tiempo de abrir el sacerdocio a curas casados y a las mujeres. En España, un sacerdote tan carismático como Padre Ángel, el admirable fundador de Mensajeros de la Paz, se ha apostado un café con su biógrafo, Jesús Bastante, a que el papa Ratzinger “se atreverá a poner en funcionamiento el sacerdocio femenino”. Ha dicho: “Estoy seguro de que, el día que se levante con buen pie, dirá: Hasta aquí hemos llegado. Me apuesto un café a que antes de cinco años lo hace”. Padre Ángel lo dijo hace tres años, y el camino va en la dirección contraria. Juan Pablo II fue especialmente beligerante contra el sacerdocio femenino. En 1994, en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (La ordenación sacerdotal) sentenció: “la Iglesia no tiene ninguna facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser respetada de manera definitiva (definitive tenenda) por todos los fieles” ¿Infalible? Ratzinger, que está detrás de todo porque era el teólogo particular del Papa polaco, ha remachado recientemente: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo y se debe mantener siempre y por doquier por todos los fieles, por cuando es perteneciente al desim4ento de la fe”. (Lo ha dicho en Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación Peter Seewald. Editorial Herder. Barcelona 2010). Y mucho más: Benedicto XVI reforzó en otoño pasado el código de los delitos más graves en su Iglesia para incluir en el listado la ordenación de mujeres. Será penado con la excomunión automática e igual severidad que los delitos de pederastia. Argumento de estos papas contra el sacerdocio femenino: Jesús no tuvo mujeres entre sus doce apóstoles. Replica de los críticos: Tampoco Jesús, el fundador cristiano, vivió entre lujos y palacios, ni tuvo (ni buscó) poderes y prebendas, y ahí tenemos a los pontífices máximos romanos, herederos de emperadores (“que se creen más el emperador Constantino, incluso en la vestimenta, que el humilde pescador Pedro”, en palabras del teólogo Hans Küng). “El que se mueve no sale en la foto”, decía el sindicalista mexicano Fidel Velázquez. Murió mandando pasados los 97 años y su idea totalitaria se extendió como una lepra por los partidos modernos. La Iglesia romana llevaba siglos practicándola, pero Wojtyla y Ratzinger han resucitado esa fea consigna con gran entusiasmo. También han impuesto otro criterio muy de los secretarios de organización de los partidos: el de la raya. La doctrina la fija el poder, pero es movible. Cuando pides que se marque una raya de hasta dónde llegar, para saber a qué atenerse, el secretario de organización de turno contesta, como si ello fuera un signo de inteligencia: “Ah, la raya se mueve”. Los obispos deberían saber cómo se las gasta el Vaticano con el tema de las mujeres y los curas casados. Hay un precedente ilustre, publicado en muchos libros. Sucedió en 1980, en el sínodo de obispos sobre la familia, donde el papa perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: “Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!”, les dijo. La primera víctima fue el ya fallecido cardenal de Sevilla y ex presidente de la Conferencia Episcopal, José María Bueno Monreal, un gran colaborador del cardenal Tarancón. Había ido a despedirse del Papa porque quería jubilarse y osó decirle en su despacho, a solas: “Santidad, mi conciencia me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma”. “Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho”, fue la respuesta de Wojtyla. El bondadoso cardenal contó a sus amigos el incidente admirándose, textualmente, “de las malas pulgas del Papa”. Días más tarde, sufrió un infarto y cesó en el cargo. No tardó en morir. Por tercer domingo consecutivo se nos propone un relato enmarcado en el “primer día de la semana” (ya hemos dicho muchas veces que la experiencia pascual no es cuestión de un Día). Esta vez es Lucas el que resalta la importancia que ya tenía para las primeras comunidades la reunión de cada domingo.
Estos dos discípulos pasan, de creer en un Jesús profeta pero condenado a una muerte destructora, a descubrirlo vivo y dándoles Vida. De la desesperanza, pasan a vivir la presencia de Jesús. Se alejaban de Jerusalén tristes y decepcionados; vuelven a toda prisa, contentos e ilusionados. El pesimismo les hace abandonar el grupo, el optimismo les obliga a volver para contar la gran noticia. La entrañable narración de los discípulos de Emaús, es un prodigio de teología narrativa. En ella podemos descubrir el verdadero sentido de los relatos de apariciones. El objetivo de todos ellos es llevarnos a participar de la experiencia pascual que los primeros cristianos tuvieron. En ningún caso intentan dar noticias de acontecimientos históricos. Los dos discípulos de Emaús no son personas concretas, sino personajes. No quiere informarnos de lo que pasó una vez, sino de lo que está pasando cada día a los seguidores de Jesús. La importancia del relato estriba en que en ellos estamos representados todos. Los dos discípulos se alejaban de Jerusalén. Sólo querían apartar de su cabeza aquella pesadilla de un ser querido, que había acabado tan desastrosamente. Pero a pesar del desengaño sufrido por su muerte y muy a pesar suyo, van hablando de Jesús. No iban en busca de Jesús; es él el que les sale al encuentro. Es Jesús quien toma la iniciativa, como siempre. Lo primero que hace Jesús es invitarles a desahogarse, les pide que manifiesten toda la decepción y amargura que acumulaban en su interior. La utopía que les había arrastrado a seguirlo, había dado paso a la más absoluta desesperanza. Pero su corazón todavía estaba con él, a pesar de la evidencia de su catastrófica muerte. En este sutil matiz, podemos descubrir una pista para explicar lo que sucedió a los primeros seguidores de Jesús. La muerte les destrozó, y pensaron que todo había terminado; pero a nivel subconsciente, permaneció un rescoldo que terminó siendo más fuerte que las evidencias tangibles y pudo ser avivado sin saber muy bien cómo. En el relato de la conversión de Pablo, podemos descubrir algo parecido. Perseguía con ahínco a los cristianos, pero sin darse cuenta, estaba subyugado por la figura de ese mismo Jesús, a quien trataba de destruir. En un momento determinado, pudo más el sentimiento interno que la fanática racionalidad. Cuando llegó ese instante, cayó del burro. La manera de reconocerlo (después de haber caminado y discutido durante tres kilómetros) y la instantánea desaparición, nos indican claramente que la presencia de Jesús, después de su muerte, no es la de una persona normal, que algo ha cambiado tan profundamente, que los sentidos ya no sirven para reconocer a Jesús. Estos detalles nos están advirtiendo contra la manera física de interpretar los relatos que nos hablan de Jesús después de su muerte. “Nosotros esperábamos…” Esperaban que desde fuera se cumplieran sus expectativas materialistas. No podían sospechar que aquello que debían esperar, se había cumplido ya con creces. Fijaos bien, cómo refleja esa frase nuestras propias decepciones. Esperábamos que la Iglesia... esperábamos que el Obispo... esperábamos que el concilio... esperábamos que el Papa... esperamos lo que acaso nadie puede darnos y surge la desilusión. Lo que Dios puede darnos ya lo tenemos, no hay que esperarlo. “Buscad el Reino de Dios, todo lo demás es añadidura”. El desengaño es fruto de una errónea esperanza. No es Jesús el que cambia para que le reconozcan, son los ojos de los discípulos los que se abren y ahora están capacitados para reconocerle. No se trata de ver algo nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo que ya tenían delante. No es la realidad la que debe cambiar para que nosotros la aceptemos. No es Jesús el que tiene que hacer algún milagro para manifestarse de manera espectacular y evidente. Somos nosotros los que tenemos que descubrir la realidad de Jesús Vivo, que tenemos delante de los ojos, pero que no vemos. En el relato que acabamos de leer, como en todos los que hacen referencia a apariciones, descubrimos la experiencia de la primera comunidad. Hay momentos y lugares donde se hace presente Jesús de manara especial, si de verdad sabemos mirar. ¿Dónde se hace presente el Señor, entonces y ahora? 1) En el camino de la vida. Después de su muerte, Jesús va siempre con nosotros en nuestro caminar. Pero el episodio también nos advierte que es posible caminar junto a él y no reconocerlo. Después de su muerte, habrá que estar mucho más atento si, de verdad, queremos entrar en contacto con él. Es también una crítica a nuestra religiosidad demasiado apoyada en el templo. A Jesús vivo no lo vamos a encontrar en los rezos sino en la vida real, en el contacto con los demás que caminan junto a nosotros. Si no lo encontramos ahí, cualquier otra presencia será falsa. La dificultad que se nos presenta a la hora de llevar a la práctica este punto, estriba en la concepción dualista que tenemos del mundo y de Dios. Con la idea de un Dios creador que se queda fuera y deja al mundo abandonado a su suerte, no hay manera de verle en la realidad material. Pero Dios no es lo contrario del mundo, ni el Espíritu es lo contrario de la materia. La realidad es una y única, pero en la misma realidad podemos distinguir ambos aspectos. Desde el deísmo que considera a Dios como un ser separado y paralelo de los otros seres, será imposible descubrir en las criaturas la presencia de la divinidad. 2) En la Escritura. En la experiencia de Jesús resucitado nos encontramos con la verdadera interpretación de la Escritura. Si queremos encontrarnos con el Jesús que da Vida, tendremos en las Escrituras un eficaz instrumento de aproximación. Pero el gran peligro está en buscar esa presencia en la literalidad de lo escrito. El mensaje de la Escritura no está en la letra sino en la vivencia espiritual que hizo posible el relato. La letra, los conceptos no son más que el soporte en el que se ha querido expresar la experiencia de Dios de un ser humano. Dios habla únicamente desde el interior de cada persona, porque el único Dios que existe, fundamenta cada ser. No hay un Dios fuera de la creación, sino que cada criatura es la manifestación del único Dios. La experiencia interior es la única palabra que Dios puede pronunciar. Esa experiencia, expresada en conceptos, es ya palabra humana. Volverá a ser palabra de Dios, cuando surja la vivencia en quien escucha o lee. 3) Al partir el pan. No se trata de una eucaristía, sino de una manera muy personal de partir y repartir el pan. Referencia a tantas comidas en común, a la multiplicación de los panes, etc. Sin duda el gesto narrado hace también referencia a la eucaristía. Cuando se escribió este relato ya había una larga tradición de su celebración por la comunidad. Los cristianos tenían ya ese sacramento como el rito fundamental de la fe. Al ver los signos, se les abren los ojos y le reconocen. Fijaos, un gestoes más eficaz que toda una perorata sobre la Escritura. Jesús se hace presente al partir el pan, no al oír misa. Celebrar la eucaristía es repetir el gesto y las palabras de Jesús y descubrir lo que quieren decirnos. Jesús no se hace presente materialmente, sino vivencialmete en el interior de cada uno. Ya lo había dicho Jesús: “Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. 4) En la comunidad reunida. En el narrar y compartir las experiencias de cada uno. Ahí está presente Jesús después de su muerte. Cristo resucitado solo se hace presente en la experiencia de cada uno. Al compartir con los demás esa experiencia, él se hace presente en la comunidad. La comunidad (aunque sea de dos) es imprescindible para provocar la vivencia. La experiencia de uno compartida, empuja al otro en la misma dirección. El ser humano solo desarrolla sus posibilidades de ser en la relación con los demás. Jesús hizo presente a Dios amando, es decir, dándose a los demás. Esto es imposible si el ser humano se encuentra aislado y sin contacto alguno con el otro. El mayor obstáculo para encontrar a Cristo hoy, es creer que ya lo tenemos. Los discípulos creían haber conocido a Jesús cuando vivieron con él; pero aquel Jesús que creían ver, no era el auténtico. “Os conviene que yo me vaya...” Solo cuando el falso Jesús desaparece, se ven obligados a buscar al verdadero. A nosotros nos pasa lo mismo. Conocemos a Jesús desde la primera comunión, por eso no necesitamos buscarle. El verdadero Jesús sigue estando entre nosotros. Es nuestro compañero de viaje, aunque es muy difícil reconocerlo en todo aquel que se cruza en mi camino. Unas veces seremos caminantes decepcionados y otras el “Jesús” que anima, explicando las Escrituras y partiendo y repartiendo el pan. En ambos casos hacemos comunidad. Meditación-contemplación“Se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Caminó con ellos, discutió con ellos, pero no lo conocieron. Ni teologías ni exégesis racionales, te llevarán al verdadero Jesús. El único camino para encontrarlo es el que conduce al “corazón”. ................... Tenemos que abrir los ojos, pero no los del cuerpo. Sólo desde el corazón podemos descubrir su presencia. Si los ojos de nuestro corazón están bien abiertos, lo descubriremos presente en todos y en todo. ................... Ni a Cristo ni a Dios podemos encontrarlo en un lugar. Su presencia no es localizable, porque está en todas partes por igual. En cualquier lugar, en cualquier momento lo puedes encontrar. “Reconocerlo”, esa es la tarea fundamental como cristianos. ……………… Parece inconcebible que a estas alturas de nuestra Era sigamos manteniendo un paradigma religioso arcaico y plenamente mágico, nacido en la sociedad agraria de la Edad del Hierro: ¡dos mil años de doctrina hierática –que también tiene que ver con el término ‘jerarquía’- rígida e inamovible, simbólicamente representada por el obelisco de la Plaza de San Pedro en el Estado del Vaticano! (Por cierto, y sin connotaciones satíricas, procedente de un circo romano en Egipto).
La esencia espiritual común a todas las tradiciones religiosas -sustrato de trascendencia indeleblemente tatuado en el alma inconsútil de la Humanidad- ha de interpretarse hoy de forma completamente nueva, sin que se produzcan contradicciones respecto de nuestra moderna concepción del Universo, sin que sintamos violencia al intentar integrarla en la cultura que nos impregna, y sin que la espiritualidad sentida precipite nuestro yo más íntimo a incontrolados estados de esquizofrenia. Parece poco sensato continuar vendiendo en la “Almoneda de lo Trascendental” productos ancestrales descatalogados, que nadie compra ya salvo coleccionistas compulsivos: verdades absolutas de insoportable ranciedad, sacramentos ahítos de fórmulas mágicas, dogmas ininteligibles en overbooking de fetiches, ritos y ceremonias saturados de escandalosas e insustanciales parafernalias. Desde el punto de vista antropológico, el hecho religioso, y en consecuencia el comportamiento a él inherente, ha variado amplia y constantemente en las distintas culturas del mundo. También, y de manera particular, las tradicionalmente consideradas inamovibles en el ámbito del Arca de Noé: idea de Dios, del hombre y de nuestras interrelaciones –¿auto relaciones, quizás mejor?- con Él. Sujeto todo, como el resto en este universo, a la inexorable ley de la evolución del conocimiento y de la conciencia, ya que la existencia no debe ser otra cosa que un incansable cincelar en nosotros lo que uno puede y debe llegar a ser en ella. Una evolución que involucra tanto la materia como la vida, el espíritu y el pensamiento. Y lo que no evoluciona pierde el impulso vital de regeneración y acaba desapareciendo. En consecuencia, que todo ser vivo lleva en su código genético fecha fija de caducidad. Las ideologías y las doctrinas, en lo que se refiere a sus manifestaciones exteriores, también. Pero cambiar no suele gustar demasiado a la especie humana. Y menos a las instituciones, una vez que han logrado asentar en el trono sus regias posaderas. Sin embargo el panta rei –todo fluye- de Heráclito es consustancial a la vida, a la permanencia y al progreso. Un somero análisis de la Historia de las Religiones -y de todas las Historias- nos introduciría en lo evidente de esta experiencia y conocimiento. Así lo entendió el filósofo cuando dijo, 500 años antes de Cristo, que “lo único estable es el cambio”; Escher lo expresó también, cuando imprimió su litografía “Relatividad”; y Bob Dylan, cuando lo cantó allá por los años ochenta. Cambian las cosas, pero sobre todo cambia nuestra mente en la manera de verlas. En definitiva, que no se trata sino de descubrir el nuevo espíritu –cada época tiene el suyo- que nos ayude a abrirnos un horizonte diferente en nuestra religiosidad, en nuestra humanidad. De mantenerse en perenne actitud de exploración de opciones estratégicas para, como se dice en la jerga de los videojuegos, “pasar a la próxima pantalla”. Pues la Verdad -como la Salvación y la Felicidad- no es un viaje, es un camino. Antonio Machado lo expresó poéticamente en uno de sus poemas: Caminante, son tus huellas el camino y nada más; Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Post Data. Confieso que a pesar de todo lo anteriormente dicho, los dinosaurios tienen también billete de pasajero para viajar con todo derecho en el Arca Universal de Noé. Arrojarles sin más por la borda sería poco cristiano. Se trata de la "conclusión" del cuarto evangelio. (Más tarde, como sabemos, se le añadirá una segunda conclusión). Recordemos que, tras la escena de Tomás, el Evangelio termina así:
"Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre." Juan termina, por tanto, invitándonos a la fe en Jesús, finalidad básica de los cuatro evangelios. Esto define claramente el argumento de estos textos. Son historia de la fe: el autor está contando cómo nació la fe en el resucitado. Hay en este final del cuarto evangelio cuatro "crónicas" del acceso a la fe en Jesús: - La del mismo Juan: llega al sepulcro, entra, ve los lienzos y el sudario y "entonces vio y creyó". - La de María Magdalena: no reconoce a Jesús hasta que Jesús le llama por su nombre. - La de los discípulos: Jesús les muestra las manos y el costado y ellos "se alegraron de ver al Señor" - La de Tomás. No le basta el testimonio de los otros, no le basta con ver, quiere tocar. Jesús le invita a hacerlo. El Cuerpo del Resucitado es "tocable". La fe de Juan nos ofrece, en boca de Tomás, el testimonio de fe en Jesús más elaborado del Nuevo Testamento: "Señor mío y Dios mío", fórmula tomada del Antiguo testamento, "mi Señor y mi Dios", aplicada aquí a Jesús. Se cierra por tanto el cuarto evangelio con la misma profesión de fe con la que empezó (La Palabra hecha carne), continuando con las expresiones que jalonan todo este evangelio: · "para que todos honren al Hijo como honran al Padre"... · "cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que YO SOY"... · "Yo estoy en mi Padre y el Padre en Mí"... · "El que me ha visto ha visto a mi Padre"... "Como el Padre me envió así Yo os envío." Se trata por tanto de un doble mensaje, sencillo y vital: por una parte, una avanzada profesión de fe en Jesús. Por otra, la conclusión del evangelio mirando a todos los que creerán sin ver a Jesús, por el testimonio de otros. Así se explica también que Juan no "describa" la partida de Jesús. Para Juan, Jesús "no se va". Sigue presente en los discípulos, en el Espíritu y en la Misión. Ninguna importancia tiene la presencia física, tocable, de Jesús. Partiendo de los relatos de la resurrección nos podemos hacer innumerables preguntas: ¿cuánto tiempo duraron las manifestaciones de Jesús? ¿Un día, como parece en Lucas, cuarenta, como en Hechos, una semana como en el primer Juan…? Ese cuerpo que se podía tocar podía también comer (Lucas)… ¿tenía por tanto las funciones orgánicas normales de un cuerpo normal? ¿Atravesaba paredes? ¿Era visible a cualquiera que estuviese por casualidad allí donde se manifestaba, o solamente era visible para aquellos a quienes quería manifestarse? Y así, docenas de preguntas, todas inútiles. Al hacernos esa clase de preguntas suponemos que el valor preferente de estos textos es ser relatos de sucesos, pero no es así: el valor preferente es ser testimonios de fe. Y este es el tema básico de todos ellos: creyeron en Jesús. No era fácil creer en Jesús: ellos habían creído en él, pero habían creído mal. Lo habían aceptado como el Mesías que esperaban, pero habían esperado mal. Los Zebedeos habían esperado incluso tronos a su derecha y a su izquierda, todos esperaban que él iba a restaurar la soberanía de Israel, y volverían los tiempos gloriosos del rey David, y todos los pueblos vendrían a Jerusalén a adorar a Dios en su (de ellos) santo templo. Todo eso habían esperado, y todo eso murió en la cruz. El terrible sábado de Pascua fue un día de des-esperanza, de muerte de toda la fe anterior. Más tarde (un día, una semana, cuarenta días… toda una vida ¿quién sabe?) recuperaron la fe, renació su fe; mejor dicho, nació otra fe, porque la fe anterior estaba muerta y bien muerta, enterrada con el cuerpo de Jesús en el sepulcro y sellada con la losa. Esta fe pudo nacer solamente porque la vieja fe había muerto. La vieja fe mesiánica davídica no podía cambiar, tenía que morir para dejar paso a la fe. Como tampoco el Templo de Caifás podía cambiar y “adaptarse” al estilo de Jesús. Tenía que ser destruido. Aun antes de que fuera destruido físicamente, los seguidores de Jesús lo fueron abandonando, porque la nueva fe no lo necesitaba; les bastaba reunirse en las casas a compartir el pan, a celebrar la cena del Señor. La nueva fe es poderosa. Una fe que afecta al bolsillo es muy verdadera. Era capaz de hacer milagros, sobre todo que todos se sintieran hermanos y vivieran como tales. Y los viejos ritos eran poderosos sólo porque manejaban dinero y poder, pero no eran poderosos para cambiar los corazones, no podían producir conversión. Y ya hemos dado con todas las claves que necesitamos para reflexionar sobre la resurrección. Se trata de saber si también nosotros tenemos fe en Jesús, se trata de saber qué fe tenemos en él, se trata de saber si ya se nos han muerto de una vez tantas fes extrañas que nos impiden creer de verdad en él, se trata de saber en qué ha consistido y consiste nuestra experiencia pascual. Movidos por una fe paleolítica (veterotestamentaria) suponemos que los discípulos creyeron de repente, fulminados por una gracia espectacular. Creemos que Pablo fue literalmente fulminado (hasta le pintamos derribado de un caballo), pensamos que la gente seguía a bandadas a los apóstoles cuando les veían hacer milagros… Ni al mismo Jesús le pasó eso; la gente que le seguía por sus curaciones no le siguió en la conversión del corazón. Pero nos conviene mucho creernos todas esas cosas, porque así nos justificamos: ellos tuvieron una experiencia extraordinaria, por eso creyeron en él y cambiaron de vida. Nosotros no la hemos tenido, por eso creemos en el Jesús que más nos gusta y apenas cambiamos de vida. Pero podemos preguntarnos: todas esas personas que sí han cambiado de vida, que comparten y compadecen, que trabajan por la paz, que no sirven al dinero, ni al status ni al prestigio, que no son esclavos de los valores de nuestra “civilización” del pasarlo bien, que son veraces, que saben perdonar… y que viven así porque siguen a Jesús ¿qué experiencia pascual han tenido? ¿Se les ha aparecido el resucitado y han metido su mano en la llaga de su costado? La respuesta es NO. Y no puede ser de otra manera. Dios no se manifiesta desde fuera, desde arriba, con resplandores, como una excepción deslumbrante. Para experimentar a Dios no hay que buscar espectáculos. El relámpago avasallador no es una buena imagen de Dios. Una buena imagen de Dios es la levadura. Desde dentro, despacio, en silencio. Algo, desde dentro, en silencio, insistentemente, imparablemente, nos ha llevado de un conocimiento mediocre a una intimidad profunda, de un sentimiento de lejana atracción a una adhesión personal, de una fe mítica y sociológica a un convencimiento elemental y profundo. Nuestra experiencia pascual es un convencimiento que se va haciendo cada vez más irrenunciable, unido a un sentimiento de atracción y adhesión cada vez más vinculante. Nuestra experiencia pascual quiere decir que antes creíamos -de alguna manera- en Jesús, por lo que nos habían transmitido, porque estaba en nuestra cultura, porque nos parecía un buen sistema de pensamiento y prácticas religiosas... por muchas razones semejantes, todas ellas "de fuera a dentro”. Pero, progresivamente, lo hemos experimentado internamente, lo hemos vivenciado de tal manera que el conocimiento, la persuasión, la adhesión, se dan de dentro a fuera, como algo sentido personalmente, como se siente el amor a un ser querido, desde dentro, sin necesidad de demostración. Esa experiencia se alimenta, como todo lo que crece: se alimenta en la contemplación, se alimenta en las obras y se alimenta en la comunidad. La contemplación de Jesús multiplica la fascinación y la adhesión; las obras, como puesta en práctica de sus valores y criterios, reafirman la validez del mensaje; la comunidad, la iglesia de referencia, muy especialmente en la celebración fraternal de la eucaristía, contagia la fe, nos hace vivir en común nuestra experiencia pascual. Una vez más, necesitamos abandonar nuestras mitologías, nuestra fe en divinidades disfrazadas, nuestra afición a identificar lo religioso con lo maravilloso. Nuestra experiencia pascual es nuestra progresiva conciencia de conversión a Jesús y al Reino. Llegamos, al final, a enlazar con el principio, con la primera palabra de Jesús cuando se lanzó a las aldeas y a los caminos de Galilea: ¡Convertíos! Esta es y será siempre la clave y la medida de nuestra fe: nuestra disposición a cambiar, a cambiar de Dios, nuestra disposición a cambiarnos al Dios de Jesús, para que Él sea el que nos cambie la vida. Si en el cuarto evangelio, todos los personajes que aparecen sonrepresentativos, Tomás es símbolo de aquellos discípulos que tenían (tienen) dificultades o se resistían (resisten) a creer en la resurrección de Jesús. Pensando en ellos, el autor del evangelio ha construido una catequesis, que gira en torno a dos cuestiones centrales: la afirmación de fe de Tomás y la bienaventuranza que pone en boca de Jesús.
Empecemos por el final: “Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio, el tema de “creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”- presenta una especial relevancia y remite a algo paradójico: No se trata de “ver” para poder “creer”, sino justo al revés: sólo cuando se “cree”, se “ve”. Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa paradoja responde ajustadamente a lo que es la condición humana. Si sabemos que “creer” significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que el niño, antes de “saber”, confía… Y sobre esa confianza se empieza a construir su personalidad. ¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de toda esta cuestión. Se trata de acceder a un estadio de conciencia donde la confianza resplandece, porque descubres que, en ese nivel, todo está bien. Acalla la mente y su vagabundeo errático, silencia el ego y su cúmulo de deseos, y emergerá la Quietud, el estado de Presencia, caracterizado por la Confianza y la Certeza: es justo ahí cuando empiezas a “ver” o a comprender. Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o dichosos a quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la confianza radical, en ese estado que permite “ver”. De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba motivar a los cristianos de la segunda generación para que acogieran la fe en la resurrección y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe cristiana: “Señor mío y Dios mío”. Porque es ahí –viene a decir- donde se juega la fe, no en el hecho de haber tocado o no las llagas del resucitado. Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y el yo- es Paz y Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es introducido en el reino del Espíritu. No es extraño que sean precisamente ésas las palabras del resucitado. Por lo demás, el resto del relato no parece ser sino una escenificación que pretendía mostrar el objetivo enunciado. Se sitúan las apariciones, tanto la primera como la segunda, en domingo –“el día del Señor”- y en el contexto de la celebración de la Eucaristía. Con lo que el autor transmite también otro mensaje: la eucaristía –o “fracción del pan”, o “cena del Señor”- es el “lugar” idóneo para experimentar al resucitado; y quien no participa de ella, pierde la posibilidad de verlo. Pero no por un motivo mágico –como si de un premio se tratara-, sino porque la eucaristía es la celebración de la Unidad de todo. Se menciona de un modo expreso el miedo de los discípulos. Si tenemos en cuenta que este evangelio no se escribe antes del año 100, no sabemos si esa mención obedece a un recuerdo histórico –en el contexto de alguna persecución de que fueran objeto los discípulos de Jesús por parte de los judíos-, o quiere mostrar sencillamente el estado de ánimo del grupo antes del “encuentro” con el resucitado, o incluso si sólo es un pretexto para decir que las puertas estaban “cerradas” y, aun a pesar de ello, Jesús se hace presente. El mensaje puesto en boca del resucitado es siempre un mensaje de Paz. De hecho, lo había sido a lo largo de toda la vida del Maestro, a pesar de haber vivido en un conflicto casi permanente. En medio del conflicto, Jesús fue paz. La paz es hermana de la confianza. Al acallar la mente –cuando dices “¡párate!”-, aparece lo que siempre hay: Quietud (otro nombre de la paz). Y simultáneamente, Confianza que brota al apercibir que, en ese “lugar”, en el Silencio que está oculto detrás de tantos ruidos de todo tipo, todo está bien. La confianza y la paz se hermanan en una sensación de Gozo sereno y desapropiado, que no está reñido con que, a nivel superficial, aparezcan alegrías o tristezas efímeras. Quien experimenta esto, se siente “enviado”, tal como señala el mismo texto. No a hacer proselitismo ni porque se crea en posesión de la verdad. Es algo mucho más hondo, gratuito y desapropiado. Sentirse “enviado” es, sencillamente, reconocerse como “cauce” a través del cual la Vida se expresa. Por eso mismo, no hay apropiación ni expectativas; se deja que la Vida sea. Por eso, en este sentido en el que lo estamos planteando, únicamente puede sentirse “enviado” quien ha dejado de identificarse con su yo, se ha desprendido del ego. El yo no puede nunca vivir como “enviado”, aunque lo proclame, porque su característica es vivir egocentrado, justo lo opuesto a ser cauce. Tanto la paz como el envío y el perdón, que se nombrará más adelante, nacen –es otra forma de decirlo- de experimentarse llenos del Espíritu. En el Silencio de la mente, en la Quietud de la Presencia, en la desapropiación del yo, lo que queda es Espíritu… Y eso que queda es, justamente, nuestra identidad más profunda. Pierre Teilhard de Chardin decía que “no somos seres humanos que vivimos una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. Mientras estamos identificados con el yo, convencidos de que eso es nuestra identidad última, si somos personas religiosas, vemos el Espíritu como alguien “exterior” o, al menos, separado, de quien vendría la fuerza a nuestro pequeño yo. Al despertar, todo se modifica. Venimos a descubrir que somos el Espíritu, que se está expresando en una forma concreta, la de cada yo particular. En lo concreto, no se trata, por tanto, de acudir al Espíritu para que venga en auxilio de mi pequeño yo, sino de no olvidar nunca más que “soy” el Espíritu viviéndose en una particular forma humana. He entrecomillado la palabra “soy”, porque el sujeto de la misma no es mi pequeño yo -¡eso sí que sería el colmo de la inflación egoica!-, sino el mismo Espíritu que habla a través de esta forma. Es precisamente en este cambio en la percepción de nuestra identidad donde se juega el “salto” que parece anunciarse en la humanidad. Un salto decisivo que habrá de llevarnos de vivir egocentrados –girando únicamente en torno a nuestros pequeños intereses, sean individuales o colectivos- a experimentarnos como una única Identidad compartida en la que, en cada ser, nos reconocemos a nosotros mismos. Esto no es otra cosa que la vivencia de la No-dualidad: las diferencias están, pero dentro de una no-separación o Unidad radical. Es también a partir de ahí como se modifica tanto la percepción como el comportamiento. ¿Cómo me dirigiré al otro, a quien reconozco como el Espíritu, el mismo Espíritu que “yo” soy en mi identidad más profunda? ¿Cómo actuaré con alguien que, detrás de su forma particular, “soy” yo mismo, detrás también de mi particular forma? Únicamente desde aquí es posible vivir el perdón, el no-juicio, la compasión y el amor servicial. Ahí “vemos” al resucitado, como espejo de lo que somos y siempre hemos sido y nunca dejaremos de ser. Una poesía de Eugenia Domínguez apunta e invita a que salgamos de la ignorancia que supone reducirnos a la mente y tengamos el coraje de permanecer, sencillamente, en el Yo Soy. Di “Yo soy”, no añadas nada más… y permanece ahí, hasta que la luz se manifieste. Si superamos la interpretación de la resurrección como la reanimación de un cadáver, se complica mucho la comprensión de la Pascua.
La experiencia pascual es una vivencia que afectó vitalmente a los seguidores de Jesús, y por tanto cambió su manera de ver a Jesús y a Dios. Es una falta de perspectiva exegética el creer que la fe de los discípulos se basó en las apariciones o en el sepulcro vacío. Los evangelios nos dicen más bien, que para “ver” a Jesús después de su muerte, hay que tener fe. El sepulcro vacío, sin fe, solo lleva a la conclusión de que alguien se ha llevado el cuerpo de Jesús, como hace Magdalena; y las apariciones, a pensar que estamos ante un fantasma. La resurrección es el concepto con el que los primeros cristianos quisieron trasmitir la manera de ver a Jesús después de su muerte. Esa experiencia de que seguía vivo, y además les estaba comunicando a ellos mismos Vida, no era fácil de comunicar. Antes de hablar de resurrección, en las comunidades primitivas, se habló de exaltación y glorificación. Primero se interpretó a Jesús como el juez escatoló gico, que vendría al fin de los tiempos a juzgar, es decir a salvar definitivamente a los suyos. Vieron a Jesús como dador de salvación definitiva sin hacer ninguna referencia a la resurrección. Otra cristología que se puede percibir en algunas comunidades primitivas, es la de Jesús como taumaturgo que manifestó con su poder, que Dios estaba con él. Para ellos los milagros eran la clave de la compren sión de Jesús. Esta cristología es muy criticada ya en los mismos evangelios, lo cual quiere decir que se quería contrarrestar su influjo. Otra manera de explicar la experiencia pascual, que no tiene explícitamente en cuenta la resurrección, es la que considera a Jesús como la Sabiduría de Dios. Sería el Maestro que conectando con la Sabiduría preexistente del AT, nos enseña lo necesario para llegar a Dios. Estas maneras de entender a Jesús después de su muerte, fuero condensándose en la cristología pascual, que encontró en la idea de resurrección el marco más adecuado par explicar la vivencia de los seguidores de Jesús una vez muerto. En ninguna parte de los escritos canónicos del NT se narra el hecho de la resurrección. La resurrección no puede ser un fenómeno constata ble empíricamente; no puede ser objeto de nuestra percepción sensorial. Todos los intentos por demostrar la resurrección como un fenómeno constatable por los sentidos, están de antemano abocados al fracaso. La experiencia pascual sí fue un hecho histórico. Cómo llegaron los primeros cristianos a esa experiencia no lo sabemos. En los relatos pascuales se manifiesta el intento de comunicar a los demás una vivencia íntima, que es intransferible. Desde su universo conceptual fueron elaborando unos relatos que intentan convencer a los demás de lo que ellos estaban viviendo. Desde el nuevo paradigma en el que nos encontramos hoy, no podemos entender el mensaje que quieren trasmitir. Al entenderlo literalmente, tomamos los relatos por crónicas de sucesos y perdemos el verdadero mensaje. Cómo llegaron los discípulos a esta convicción, tenemos que descubrirlo a través de nuestra propia vivencia de resurrección. Es imposible conocer lo que pudo suceder en el interior de cada uno de ellos. Pero es muy importante que lo planteemos, porque ese mismo proceso tiene que realizarse en nosotros, si queremos entender la resurrección. El relato que hemos leído hoy, fue escrito hacia el año cien, es decir 70 años después de morir Jesús. Como todos los relatos de apariciones, se ajusta al esquema teológico que es común a todos: una situación dada; aparición repentina; saludo; reconocimiento después de dudar; la misión. El querer entenderlo literalmente, nos priva del verdadero contenido. Es curioso que el relato de hoy no tenga en cuenta para nada el inmediato anterior del evangelio que leímos el domingo pasado. (Magdalena, Pedro y Juan en el sepulcro) “Reunidos el primer día de la semana”. Sigue insistiendo en el primer día de la semana. La creación del mundo había durado seis días. El séptimo descansó Dios. Jesús comienza la nueva creación el primer día de una nueva semana, es decir, el tiempo de otra creación, esta vez definitiva. Esta interpretación teológica vino después de la práctica que muy pronto se hizo común entre los cristianos. Los que seguían a Jesús, todos judíos, empezaron a reunirse después de terminar la celebración del Sábado. Como el paso de un día a otro, se producía a la puesta del sol, al reunirse en la noche, era ya para ellos el domingo. El texto demuestra que en las comunidades cristianas estaba ya consolidado el ritmo de las reuniones litúrgicas (cada ocho días). “Con las puertas atrancadas, por miedo a los judíos”. ¿No eran judíos ellos? En muchos textos de Juan, cuando dice judíos quiere decir fariseos. Cuando se escribió, ya les habían expulsado de la sinagoga, por lo tanto se sentían cristianos, no judíos. El local cerrado delimita el espacio de la comunidad en medio del mundo hostil. “En medio”. No recorrió ningún espacio, su presencia se efectúa directamente. Jesús había dicho: “Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Él es para la comunicad fuente de vida, referencia y factor de unidad. La comunidad cristiana está centrada en Jesús y solamente en él. Jesús se manifiesta, se pone en medio y les saluda. No son ellos los que buscan la experiencia, sino que se les impone. “Les mostró las manos y el costado”. Los signos de su amor evidencian que es el mismo que murió en la cruz. No hay lugar para el miedo a la muerte. La verdadera vida nadie puedo quitársela a Jesús ni se la quitará a ellos. La permanencia de las señales, indica la permanencia de su amor. La comunidad tiene la experiencia de que Jesús comunica vida. “Recibid Espíritu Santo”. “Sopló" es el verbo usado en Gn 2,7 en la traducción al griego de los 70. Con aquel soplo se convirtió el hombre barro en ser viviente. Ahora Jesús les comunica el Espíritu que da verdadera Vida. Termina así la creación del hombre. "Del Espíritu nace espíritu" 3,6. Esto significa nacer de Dios. Se ha Hecho realidad la capacidad para ser hijos de Dios. La condición de hombre-carne queda transformada en hombre-espíritu. “Tomás no estaba con ellos”. Esta aclaración prepara una lección para todos los cristianos. Separado de la comunidad no tiene la experiencia de Jesús vivo; está en peligro de perderse. Solo unido a la comunidad puedes encontrar a Jesús. “Los otros le decían, hemos visto al Señor”. Significa la experiencia de la presencia de Jesús que les ha trasformado. Les sigue comunicando la Vida, de la que tantas veces les ha hablado. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que ahora brilla en la comunidad. Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. Tenemos aquí otra enseñanza clave. Los testimonios nunca son suficientes, no pueden suplir la experiencia personal de la nueva Vida. “A los ocho días”. Es decir, en la siguiente ocasión en que la comunidad se vuelve a reunir. Jesús se hace presente en cada celebración comunitaria. El día octavo es el día primero de la creación definitiva. La creación que Jesús ha realizado durante su vida, el día sexto, y que tiene su máxima expresión en la cruz, llega a su plenitud en la Pascua. Tomás se ha reintegrado a la comunidad, allí puede experimentar el Amor. “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos”. En este relato, la duda está personalizada en Tomás. Las señales son inseparables del nuevo Jesús porque son el símbolo del amor total. Gracias a que posee el Espíritu en plenitud, puede ahora comunicarlo a sus seguidores. La resurrección no le ha separado de la condición humana anterior. “¡Señor mío y Dios mío!” La respuesta de Tomás es tan extrema como su incredulidad. Se negó a creer si no tocaba sus manos traspasadas. Ahora renuncia a la certeza física y va mucho más allá de lo que ve. Al llamarle Señor y Dios, reconoce la grandeza, y al decir mío, el amor de Jesús y lo acepta dándole su adhesión. “Dichosos los que crean sin haber visto”. Tomás tiene la misma experiencia de los demás: ver a Jesús en persona. El reproche de Jesús se refiere a la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Pero la adhesión no se da al Jesús del pasado, sino al presente. Solo el marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo, resucitado. Por exigir esa presencia, la experiencia de Tomás no puede ser modelo. La demostración de que Jesús está vivo, tiene que ser el amor manifestado en la comunidad. El descubrimiento de ese amor, tiene que llevar a la fe en Jesús vivo. Naturalmente, todos tienen que creer sin haber visto, porque lo que se ve no se cree. Fijaros que Tomás ve el cuerpo de Jesús, pero dice: ¡Señor mío y Dios mío! La resurrección no puede ser objeto de conoci miento, ni sensorial ni intelectual, sino de fe. Solo experimentando a Cristo Vivo, sabré lo que es la resurrección. Meditación-contemplaciónYa no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. (Pablo) Métete esto bien en la cabeza: Sin experiencia pascual, no hay cristiano posible. Es necesario un proceso de interiorización de lo aprendido sobre Jesús. ......................... El difícil paso que dieron los discípulos de Jesús, del conocimiento externo y sensorial a la experiencia viva, es el paso que tengo que dar yo, del conocimiento teórico de Jesús, a la vivencia interna de que me está comunicando su misma VIDA. ................... El Espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada. El mismo Espíritu que descendió sobre él, me está invadiendo a mí en cada momento. Si dejo que él tome las riendas de mi ser, me hará vivir su misma Vida. ......................... |
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