La prensa del ‘neonacionalcatolicismo’ está que levita de euforia. En ‘ABC’ puede leerse: “Los caballeros legionarios portan el Cristo de la Buena Muerte en Málaga” Con el añadido de que “la Legión desfila en treinta procesiones después del veto laicista de Chacón”.
Van volviendo, mientras tanto -primeros de abril-, “banderas victoriosas”. Al Gobierno de la derecha le debe de poner eso de “soy un novio de la muerte”. Les fascina a los peperos la retórica de los uniformados. Se sienten así patriotas, aunque en realidad lo sean sólo de hojalata. La espada y el altar Los periodistas genoveses arremeten contra la exministra de Defensa, Carme Chacón, porque hizo todo lo posible, en un contexto cada vez más complicado, por separar a la espada y el altar, que es una alianza perversa se mire desde el ámbito civil o el religioso. Es lo contrario al laicismo. El laicismo También atacan -desde los medios afines a los populares- a Alfredo Pérez Rubalcaba, quien advirtió que respaldaría el laicismo y denunciaría los acuerdos con la Santa Sede. Algo similar dijo José Antonio Griñán en la campaña electoral de Andalucía. Debe cumplir el PSOE, en todo caso, con tales compromisos. La última cena Esa apología de los “caballeros legionarios”, a partir de una óptica católica, choca frontalmente además con la narración de cómo fue detenido Jesús de Nazaret para que se cumpliera su sentencia de muerte en el calvario, después de la última cena y según los evangelios. En el huerto de los olivos “Pedro sacó su espada y, en el huerto de los olivos, le cortó la oreja derecha al siervo del Sumo Sacerdote. Jesús tocando su oreja, la sanó”. Y le dijo a Pedro: “Vuelva tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada a espada perecerán”. Más allá de cualquier otra consideración, la figura de Jesús que ha llegado a nuestros días no es la de un guerrero, sino todo lo opuesto. Nada más lejos de los “caballeros legionarios” Fue Jesús un pacifista encomiable. Nada más lejos de los “caballeros legionarios” y de cuantos, a lo largo de la historia, han montado cientos de miles de batallas estremecedoras, apropiándose indebidamente del nombre de Dios. La derecha española, en parte heredera de los vencedores de una guerra bendecida por la Iglesia, es experta en la mezcla deliberada entre Dios y el César. La piel de gallina Mariano Rajoy, aterrizado en Moncloa gracias a la crisis, se ha sumado al séquito de los que siguen patrocinando el regreso al neonacionalcatolicismo. En la vorágine de los actuales recortes económicos, que ponen la piel de gallina al más pintado, la Iglesia que en España preside monseñor Rouco Varela no ha sido objeto de recorte alguno. ¿Milagro cardenalicio? ¿O jeta, como le ha denominado Javier Clemente a Rouco, a cuenta de la COPE? Enric Sopena es director de ELPLURAL.COM
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“Hay cosas en este mundo más importantes que Dios – que un hombre no escupa sangre pa que otros vivan mejor”. Hace 40 años cité esos versos de Atahualpa Yupanki comentando que, para un cristiano, ésas no son palabras ateas. Son el resumen de la forma como Dios se nos ha revelado en Jesucristo.
Hoy, malherido por recortes, ajustes y tijeretazos, quisiera retomar aquellos versos. No sé cómo ni cuándo saldremos de la crisis. Hasta ahora todo lo que se nos dice o hace se resume así: “los ricos han estado viviendo por encima de sus posibilidades financieras y por eso ahora toca a los pobres vivir por debajo de sus posibilidades humanas”. Por eso, en Grecia hay niños que se desmayan de hambre en las clases, en España los jóvenes son obligados a emigrar y nada digamos de Etiopía, Mozambique y demás. Hay dinero para optar a la olimpíada, para la Fórmula 1 o el monumento a los Castellers…; pero no para evitar que un ciudadano de a pie retrase diez meses una operación urgente. No son cifras: son seres humanos con necesidades como las mías, sentimientos como los míos, posibilidades como las mías y dolores muy superiores a los míos que, además, se ven ninguneados y despreciados como si la culpa de lo que sufren fuera suya. El decálogo del Dios bíblico mandaba no matar; en el decálogo del dios Capital el quinto mandamiento parece ser “bendecir al que te asesina”. Quienes tenemos alguna palabra (o sólo tenemos palabra) nos sentimos como aquel Balaám de la Biblia, enviado por el rey Balac para maldecir a sus enemigos antes de una guerra y que, tras mil resistencias y peripecias, se negó diciendo: ¿cómo puedo maldecir yo a quienes Dios bendice?. No quisiera ensañarme con políticos y economistas, aunque sorprende que, si todos coinciden en que “para crear empleo hay que reactivar la economía”, luego tomen medidas tendentes a desactivarla. Pero comprendo que no sepan cómo actuar porque nuestra situación es tan nueva como la de los días en que acababa de aparecer el SIDA: enfermedad desconocida que necesitaba mucha investigación y de la que sólo se sabía que era consecuencia de una “burbuja” o desmadre drogosexual, que se propagaba casi a la velocidad de la luz y que quienes más la iban a pagar serían los pobres. Hablando del SIDA, sospecho que nuestros gobernantes celebraron dos orgías sin preservativos que nos han traído el actual síndrome de inmunodeficiencia económica: la creación precipitada del euro (¡ay que leer lo que se decía entonces!). Y además usar el dinero de los ciudadanos para socorrer a los Bancos, convirtiendo así la deuda privada en deuda pública… Comprendo que nuestros gobiernos “vivan en el lío” como dijo Rajoy, aunque considere muy criticable el contraste entre su prepotencia cuando era oposición (“váyase Ud que esto lo arreglo yo”…; “no se escude en Europa”) y su modestia cuando gobierna arrodillándose ante Europa y afrontando profecías de paro y decrecimiento tan malas o peores que las anteriores. O el contraste del otro, reclamando “soberanía para el pueblo catalán” para luego (ante decisiones muy serías que afectaban a todo ese pueblo), tomarlas él solo sin consultar al pueblo: “todo contra el pueblo pero sin el pueblo”, parece ser la nueva Ilustración. Comprensivo con la perplejidad de los políticos, sí cabe apuntar que tienen claro a quién favorecer, aunque duden de cómo hacerlo: favorecer al capital frente al trabajo. Rajoy pronosticándose una huelga general y Guindos asegurando una reforma laboral “muy agresiva”, dejaron claro que lo que preparaban era una agresión del Capital al trabajo, que no desaparece aunque la reforma tenga medidas aceptables. Se acabó el “gobernar para todos”: se gobierna para el capital insaciable; y se disimula hablando de “crear empleo” cuando en realidad se pretende crear esclavitud. La esclavitud siempre fue necesaria para que unos pocos vivan bien y fue un error de cristianismos y humanismos empeñarse en suprimirla. Pero si las reformas son agresiones del capital al trabajo no es sólo porque sus autores piensen así, sino porque vivimos en un sistema montado sobre una agresión de ese tipo. Si el Banco me presta un dinero y no se lo devuelvo, tiene derecho a quedarse con lo mío y a seguirme exigiendo más. Los que dejaron su dinero en una Caja o en un Banco y no se lo han devuelto no tienen derecho a nada. Si esto no es una agresión que venga Dios y lo vea. O: hablar de salario “justo”, como haría la ética más elemental, es burda incoherencia: porque lo que necesita el capital son salarios lo más bajos posible y que logren mantenerse así por miedo a perder esos céntimos. “La Iglesia enseña la prioridad del trabajo frente al capital…: el trabajo siempre es una causa eficiente primaria mientras el capital es sólo un instrumento” (Juan Pablo II). Pero esto sólo vige desde una idea de Dios que ni los obispos comparten. Visto desde Wall Street, el trabajador sólo es una herramienta. Y las herramientas no tienen dignidad. Me tacharán de ignorante o analfabeto económico. Pero… Tuve una hermana gemela que murió de cáncer, por culpa de un claro fallo médico. Cuando se le comunicó el diagnóstico fatal se limitó a exclamar: “yo no sabré medicina, pero cuando digo que algo me duele es porque me duele; y al médico no le dolía”. Temo que a nuestro médicos económicos tampoco les duela. Debido a sus propios límites, la mente solo puede darnos respuestas reductoras. Para ella, nuestra identidad es el yo, y la vida es algo quetenemos. Mientras permanezcamos identificados con ella y queramos entender la realidad únicamente desde la razón, no podremos superar el engaño.
Todo se modifica, sin embargo, en cuanto salimos del modelo mental de conocer: la realidad deja de aparecer como una suma de objetos separados –la separación, en realidad, es un ilusión producida por la mente-, para mostrarse como el despliegue de la Vida en infinidad de formas. Todo es Vida, que puede expresarse como vibración, conciencia, información, energía, materia… Lo cual no es sino una “extensión” de la célebre fórmula de Einstein: E = mc2 (“m” es masa, y “c” es la velocidad de la luz). Masa y energía no son sino la misma y única realidad, aunque en “condiciones” diferentes. ¡Con razón decía Max Planck, el padre de la física cuántica y premio Nobel de física en 1918, que “la materia como tal no existe”! La vida no es algo que tenemos, sino lo que somos. Lo que tenemos, lo podemos perder; lo que somos, permanece. Del mismo modo, mi identidad real no es el yo, tal como la mente creía, sino –otro nombre de la Vida- la Consciencia que me percibe. No soy nada de lo que puedo observar, sino Eso que observa. Para quien realmente soy –la Consciencia-, el yo –la estructura psicosomática, el organismo cuerpo-mente- no es nada más que un objeto, en el que, de una forma transitoria, se expresa la Consciencia que soy. En otro marco de referencia, dentro de otras categorías culturales y religiosas, la fe cristiana en la resurrección viene a afirmar, de fondo, lo mismo. La resurrección de Jesús es la proclamación irrefrenable de que la muerte no es sino un “paso” en el que, paradójicamente, despertamos a la Vida que somos. Ni el aparente fracaso, ni la tortura, ni la muerte, ni la angustia de la cruz tienen la última palabra. La Vida que somos no muere jamás. No es necesario, por tanto, esperar a la muerte física para morir, ni tampoco para resucitar. Si queremos vivir como resucitados –tal como vivió Jesús, que llegó a afirmar: “Yo soy la resurrección y la vida”-, necesitamos comprender la verdad de quienes somos. En la medida en que lo comprendemos, dejamos de vivir para el yo –vamos muriendo a él- y nos anclamos en nuestra verdadera identidad: la Consciencia ilimitada y compartida. De ese modo, nos experimentamos conectados a la Fuente de todo lo que es y a la Vida que somos. En esto consiste la sabiduría y la liberación: en la conexión consciente al Misterio de la Vida, a Dios, sin ningún tipo de separación ni distancia; sin costuras. Y desde aquí podemos volver al relato del evangelio de Juan. Se trata de un texto profundamente elaborado y cargado de simbolismo. En realidad, los llamados “relatos de apariciones” son, fundamentalmente, catequesis en torno a Jesús vencedor de la muerte y a la resurrección. María Magdalena es símbolo de aquella comunidad que se movía entre la luz y la oscuridad. Todavía vive en torno al sepulcro (muerte); por eso, “aún estaba oscuro”. Pero, al mismo tiempo, empezaba a clarear (“al amanecer”) y “la losa estaba quitada” (la losa de la duda y la resignación fatalista). Todo parece anunciar algo definitivamente nuevo: es “el primer día de la semana”; se trata, nada menos, que de una nueva creación. En la tradición cristiana, se ha presentado la resurrección como una “nueva creación” llevada a cabo por el poder de Dios, que actúa en la muerte como había actuado, según el relato del Génesis, en la creación del mundo. Desde un nivel de conciencia en el que la identidad se reduce al yo y en una concepción lineal de la historia, no podían expresarlo de otro modo: la vida es algo que nos espera más allá, en el futuro, después de la muerte, gracias a una nueva intervención de Dios. Desde un nivel de conciencia transpersonal y desde un modelo no-dual de cognición, se nos hace evidente esta afirmación: Todo es Ahora. Ahora es la Vida, Ahora es la “resurrección”…, aunque todavía no lo hayamos descubierto. Pero basta acallar la mente para, al menos, atisbar que Todo es. La mente se queda en las “formas”, y hace una lectura en la que se espera un futuro mejor. Pero ya somos conscientes también de que el único que desea el futuro es el ego, por una doble razón: porque en el presente desaparece y porque, vacío como es, sueña con un futuro imaginado en el que poder saciar finalmente su inherente insatisfacción. El ego corre, como los discípulos, pensando que en el futuro se sentirá mejor. Con frecuencia, corre tan deprisa que no repara en ninguna otra cosa que no sea su propia expectativa (o su propia creencia). En ocasiones, parece recibir la gracia de poder ver “las vendas” y de ver a través de ellas. En realidad, para quien está atento, todo son “vendas”, signos, señales, aberturas, resquicios, ranuras, grietas por donde se cuela la Vida. Todo puede ser oportunidad para ir despertando a quienes realmente somos y reconocernos conectados a la Vida. Pero, por lo general, para poder ver el significado que las “vendas” contienen, se requiere atención. Una atención que nos hace estar en el momento presente y acalla el parloteo mental. En ese Silencio, podrá desvelarse ante nuestros ojos la Presencia y reconocernos como la Consciencia que somos y que se despliega momentáneamente a través de lo que llamamos “nuestras historias personales”. Sea cual la sea la historia o el “papel” que se nos haya asignado, la clave radica en abrirnos a nuestra verdadera identidad transmental y permanecer conectados conscientemente a ella y a la Vida. Eso es vivir resucitados. La realidad pascual es, tal vez, la más difícil de reflejar en conceptos mentales. La palabra Pascua (paso) tiene unas connotaciones bíblicas que pueden llenarla de significado, pero también nos pueden despistar y enredarnos en un nivel puramente terreno que nada nos dice de lo que estamos celebrando. Lo mismo pasa con la palabra resurrección, también ésta nos constriñe en una connotación de vida y muerte biológicas, que nada tiene que ver con lo que pasó en Jesús y con lo que tiene que pasar en cada uno de nosotros.
La exégesis lleva muchos años aportándonos elementos de juicio que pueden ayudarnos a interpretar lo que quieren decir los textos. Reconozco que su principal tarea es negativa, es decir, nos indica los errores que hemos cometido al interpretar los relatos, por no tener en cuenta la manera de hablar de la época. Pero aún así, sus aportaciones son valiosísimas, porque nos obligan a intentar nuevas maneras de entender los textos, que pueden acercarnos al verdadero sentido de lo que nos quiere decir el NT. La Pascua bíblica fue el paso de la esclavitud a la libertad, pero entendidas de manera material y directa. También la Pascua cristiana debía tener ese efecto de paso, pero en un sentido completamente distinto. En Jesús, Pascua significa el paso de la MUERTE a la VIDA; las dos con mayúsculas, porque no se trata ni de la muerte física ni de la vida biológica. El evangelio de Juan lo explica muy bien en el diálogo de Jesús con Nicodemo. “Hay que nacer de nuevo”. Y “De la carne nace carne, del espíritu nace espíritu”. Sin este paso, es imposible entrar en el Reino de Dios. Cuando el grano de trigo cae en tierra, “muriendo”, desarrolla una nueva vida que ya estaba en él en germen. Cuando ya ha crecido el nuevo tallo, no tiene sentido preguntarse qué pasó con el grano. La Vida que los discípulos descubrieron en Jesús, después de su muerte, ya estaba en él antes de morir, pero estaba velada. Solo cuando desapareció como viviente biológico, se vieron obligados a profundizar. Al descubrir que ellos poseían esa Vida comprendieron que era la misma que Jesús tenía antes y después de su muerte. Teniendo esto en cuenta, podemos intentar comprender el términoresurrección, que empleamos para designar lo que pasó en Jesús después de su muerte. En realidad, no pasó nada. Con relación a su Vida Espiritual, Divina, Definitiva, que no está sujeta al tiempo ni al espacio, por lo tanto no puede “pasar” nada; simplemente continúa. Con relación a su vida biológica, como toda vida era contingente, limitada, finita, y no tenía más remedio que terminar. Como acabamos de decir del grano de trigo, no tiene ningún sentido preguntarnos qué pasó con su cuerpo. Un cadáver, no tiene nada que ver con la vida. Pablo dice: Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Pero pensemos que un Jesús en cuerpo, saltando de la ceca a la meca, atravesando paredes y puertas cerradas, para colocarlo después en el cielo a la derecha de Dios, no nos serviría de gran cosa. Yo diría: Si nosotros no resucitamos, nuestra fe es vana, es decir, vacía. Aquí debemos buscar el meollo de la resurrección. La Vida de Dios, manifestada en Jesús, tenemos que hacerla nuestra, aquí y ahora. Si nacemos de nuevo, si nacemos del Espíritu, esa vida es definitiva. No tenemos que temer a la muerte biológica, porque no la puede afectar para nada. Lo que nace del Espíritu es Espíritu. ¡Y nosotros empeñados en utilizar el Espíritu, para que permanezca nuestra carne! Los discípulos pudieron experimentar como resurrección la presencia de Jesús después de su muerte, porque para ellos, efectivamente, había muerto. Y no hablamos sólo de la muerte física, sino del aniquilamiento de la figura de Jesús. La muerte en la cruz significaba precisamente esa destrucción total de una persona. Con ese castigo se intentaba que no quedase nada de ella, ni el recuerdo. Por esta razón es muy problemático el relato de un entierro de Jesús por unos desconocidos. Los que le siguieron entusiasmados durante un tiempo, vieron como se hacía trizas su persona. Aquel en quien habían puesto todas sus esperanzas, había terminado aniquilado por completo. Por eso la experiencia de que seguía vivo, fue para ellos una verdadera resurrección. Hoy nosotros tenemos otra perspectiva. Sabemos que la verdadera Vida de Jesús, la divina, no puede ser afectada por la muerte física, y por lo tanto, no cabe en ella ninguna resurrección. Pero con relación a la muerte biológica, no tiene sentido la resurrección, porque no añadiría nada al ser de Jesús. Como ser humano era mortal, es decir su destino natural es la muerte. Nada ni nadie puede detener ese proceso, que no es de destrucción sino de maduración. Cuando vemos la espiga de trigo que está madurando, ¿a quién se le ocurre preguntar por el grano que la ha producido y que ha desaparecido? El grano está ahí, pero desplegado en todas sus posibilidades de ser, que antes sólo eran germen. Meditación-contemplación Si no he resucitado, mi fe sigue siendo vana. Comprender lo que pasó en Jesús no es el objetivo. Es sólo el medio para saber qué tiene que pasar conmigo. También yo tengo que morir y resucitar, como Jesús. ……………….. No se trata de morir físicamente, ni de una resurrección corporal. Como Jesús tengo que morir al egoísmo y nacer en el Espíritu al verdadero amor a los demás. ………… Día a día tengo que morir a todo lo terreno. Día a día tengo que nacer a lo divino. Ni muerte ni resurrección terminan mientras viva. Pero cuanto más muera, más Vida habré conseguido. …………………………. Desde hace muchos siglos, los cristianos celebraron hoy LA FIESTA DE LAS FIESTAS, la fiesta central del año entero; y, en ella, el corazón de la fe: la Vida Nueva.
Los seguidores de Jesús celebraban todo esto con una VIGILIA: pasar la noche velando, vigilando, como esperando algo que va a suceder: durante toda la noche leen relatos y palabras de Jesús, rezan y cantan juntos; y al amanecer, con la llegada de la luz, celebran la Eucaristía, en recuerdo de Jesús resucitado. Nosotros hacemos algo semejante: nos reunimos por la noche y hacemos una VIGILIA, una vela nocturna de lectura y oración, terminando con la Eucaristía. Nuestra celebración tiene dos partes fundamentales. La vigilia Pascual tiene también dos partes: · La liturgia de la Luz · La Eucaristía, que incluye la liturgia del Agua. LA LUZ. El Templo está a oscuras, estamos a oscuras en medio de la noche. De pronto, en medio de la oscuridad brilla la llama de un cirio encendido. Alguien grita: “¡La luz de Cristo!”, y todos gritamos: “¡Demos gracias a Dios!”. Y encendemos nuestras velas, pequeñitas, en el cirio grande de la luz de Jesús. Y el templo entero resplandece, y la noche parece día. Para los que creemos en Él, Jesús es como una lámpara, como una linterna que nos permite ver en la oscuridad; como un gran cirio, encendido por el fuego de Dios, QUE SE CONSUME PARA DAR LUZ. En su luz prendemos nuestras lámparas, para poder caminar. De Él viene nuestra luz; no es nuestra, es la suya. Es un símbolo magnífico de nuestra fe: aceptar la luz de Jesús para caminar por la vida. Y en esta noche muy especialmente. Jesús parecía muerto, su luz parecía apagada. El Viernes Santo se acaba con la terrible oscuridad del Calvario. Pero Jesús no está muerto y apagado. Jesús está vivo y brillante. Jesús crucificado vive por el poder de Dios, y su luz nos sigue iluminando. PRIMERA LECTURA: Del Libro del Génesis: “EL SUEÑO DE DIOS” SEGUNDA LECTURA: Del Libro del Éxodo: “CON DIOS, LA LIBERTAD” TERCERA LECTURA Del Profeta Isaías: “DIOS, FUENTE DE VIDA” Tres lecturas para renovar temas básicos de nuestra fe, que constituyen la esencia de nuestra fe en el resucitado. Parecía muerto, pero Él es el más vivo de todos, con la VIDA más verdadera, la vida que Dios da, la que nunca muere. EL AGUA / EL BAUTISMO El mar fue para Israel peligro de muerte: estuvieron a punto de morir todos en él. Dios les salvó del Mar. La sed fue para Israel peligro de muerte en el desierto. Dios les hizo encontrar agua para poder vivir. La sequía hace morir. La lluvia es vida. ¿Hay algo mejor que un baño cuando vienes cansado y sucio? ¡Sales como nuevo! ESTOS SON LOS CUATRO SÍMBOLOS DEL AGUA QUE RECOGEMOS EN EL BAUTISMO. · SALIR DE LA MUERTE · CALMAR LA SED · TENER VIDA FECUNDA · QUEDAR LIMPIOS Cuando nos bautizaron, nos pusieron en contacto con Jesús, que es para nuestra Vida la mejor Agua. Nos metieron en la aventura de dar sentido y fecundidad a nuestra vida “bebiendo de Jesús”. En esta “Noche del Agua”, nos invitarán a “RENOVAR LAS PROMESAS DEL BAUTISMO”, es decir, a volver a engancharnos con Jesús, volverlo a elegir, para que nuestra vida sea vida, para que sea limpia y fecunda. COMULGAR CON EL RESUCITADO La eucaristía de hoy – la de hoy más que nunca – es una fiesta. Cantamos, celebramos, agradecemos, porque hay luz, porque hay agua, porque hay vida. Si todas nuestras Eucaristías son Acción de Gracias, la de hoy lo es más intensamente. Y comulgamos: el Viernes Santo hicimos una comunión con Jesús, manifestando que lo aceptábamos y nos uníamos a Él y a todos los crucificados del mundo. Hoy comulgamos con Jesús manifestando sobre todo nuestra esperanza. Comulgar con el Resucitado, sentirlo “el primer resucitado”. Aceptamos vivir como resucitados: me va lo de Jesús, acepto la vida como Él la plantea, acepto la misión que Él ofrece, vuelvo a encenderme en Él, me alimento de él, bebo de él, y así puedo caminar. Con su luz, su agua y su pan puedo decir, de corazón: ¡ESTO SÍ QUE ES VIDA! Los primeros testigos, las mujeres. Por encima de las preguntas sobre la historicidad del relato, sobre el significado de los ángeles… Las mujeres son las que se atreven a ir al sepulcro, porque a Jesús lo enterraron mal, deprisa, y quieren honrarlo con perfumes… Le creían muerto y sepultado. Pero vuelven del sepulcro creyéndole vivo y encargadas de una misión, misión de testigos del resucitado. Es el final de todas estas celebraciones. Pasó entonces lo que pasa ahora. Lo que aquellos fueron somos ahora nosotros: testigos de Jesús. La escena es emocionante porque tiene todo el sabor del testigo presencial que narra sucesos, tanto más fiables históricamente cuanto que su valor simbólico es prácticamente nulo. Alertados por María, Pedro y el discípulo preferido, amigos inseparables, corren al sepulcro. El otro discípulo es más joven y le saca ventaja. Pedro es más impulsivo y entra el primero… Ve las vendas y el sudario y se va, hecho un lío (lo sabemos por la narración de Lucas). Pero el otro comprende. Y en estas pocas líneas del cuarto evangelio queda constancia del momento en que nació su fe en Jesús. Hay dos momentos del cuarto evangelio en los que “el discípulo preferido de Jesús” deja constancia de su propio itinerario como seguidor de Jesús. La primera está en el capítulo primero, a partir del verso 35. Es el primer encuentro con Jesús, el momento en que el discípulo pasa un día con él, y le sigue a Galilea. El segundo es el que leemos hoy en el evangelio: el momento del nacimiento de la fe del discípulo en Jesús. El itinerario, físico y espiritual que media entre los dos momentos es el recogido en la lectura que hoy hacemos de los Hechos. Entre las dos lecturas se nos ofrece una descripción muy importante para nuestra fe en Jesús. Los que llamamos “los Testigos” fueron personas en cuya vida se cruzó un día un galileo como ellos, de Nazaret, que les impresionó tan fuertemente como para dejar sus familias y sus oficios y seguirle de aldea en aldea. Sus curaciones y sus enseñanzas les fueron entusiasmando más y más. Su mentalidad religiosa les llevó a pensar que él era “el que esperaban”, el Mesías de Dios. En su enfrentamiento con los jefes de Israel, se pusieron de su lado incondicionalmente, esperando sin duda su triunfo. Pero fue al revés. Los jefes acabaron con él. El sábado después de su muerte, sus ilusiones se habían venido abajo; se encerraron en una casa por miedo a los judíos y no pensaban en otra cosa que en escapar de nuevo a Galilea y olvidar lo pasado. Y entonces tuvieron lo que nosotros llamamos “la experiencia pascual”, la experiencia indiscutible de que estaba vivo, de que la muerte no había podido con él. Y ahí nació su fe: creyeron en aquel hombre con quien habían convivido tan íntimamente desde el Jordán, reconocieron que, a pesar de la muerte en cruz ,“Dios estaba con él”, y estuvieron dispuestos a reconocerlo como “El Señor”. Esta trayectoria de la fe de los discípulos nos importa muchísimo. Nosotros creemos en Jesús a través de la fe de esos discípulos: su propia fe les convirtió en mensajeros, en pregoneros de Jesús. La fe de toda la iglesia está construida sobre la fe de aquellos que se autodenominaron “Testigos”. Son testigos de Jesús entero: de su bautismo en el Jordán, de sus andanzas de aldea en aldea, de sus curaciones, de sus parábolas, de sus enfrentamientos, de su muerte: ahora se constituyen también en testigos de que está vivo después de la muerte y dedicarán toda su vida a dar ese testimonio para que también otros crean en él. Todo ese testimonio es el que consta en lo que llamamos “los evangelios”. Las primeras comunidades se formaron porque “les creyeron a los testigos”, y no solamente a los once testigos “oficiales”, sino a todos los que habían estado con Jesús desde el Jordán y habían tenido también la experiencia de la resurrección. (Los “quinientos hermanos” de que habla Pablo en 1 Cor.15,6). A todos esos testigos se unieron los que aceptaban su testimonio y, por ese testimonio, creían en Jesús. Estas comunidades de creyentes en Jesús celebraban la eucaristía, y en ella repetían los hechos y los dichos de Jesús, contados e interpretados por los testigos o sus enviados, y fueron las que pusieron por escrito su fe en Jesús, relatando sus hechos y consignando sus dichos, para que se leyeran en la eucaristía y para la enseñanza a los catecúmenos. La redacción de estos escritos dio origen a los evangelios. En ellos se consigna la fe de los seguidores de Jesús, entre los que todavía vivían muchos de los testigos. Los evangelios nos ponen en contacto por tanto con la fe de los Testigos, aquellos hombres (y mujeres) que se tropezaron con Jesús, le siguieron, creyeron en él y entregaron sus vida a transmitir su fe. De aquí nace el concepto de “Tradición”, del verbo “tradere”, entregar. Nosotros recibimos la fe que los Testigos nos han entregado. Pero los testigos no fueron simplemente transmisores de una información; su testimonio no fueron simplemente sus palabras. Fueron testigos de Jesús porque cambiaron de vida; su fe en él consistió en aceptar sus criterios, sus valores y su Dios. Se sintieron resucitados, empezaron a vivir una vida “nueva”, inspirada por el mismo Espíritu de Jesús. Esa vida nueva es lo mejor de su testimonio. “Testigos de la resurrección” no significa sin más “notarios de un suceso” sino, sobre todo, transmisores de vida nueva, transmisores del Espíritu de Jesús. En el Salmo responsorial de hoy cantaremos “éste es el día en que actuó el Señor” (salmo 117). Lo entendemos de manera muy radical: en Jesús “actuó el Señor”, en sus seguidores “actuó el Señor”, y en este Domingo celebramos una actuación muy especial: creyeron en Jesús. Por eso los cristianos cambiaron el día de fiesta semanal: abandonaron el sagrado Sábado, el día en que el Creador descansó, y los sustituyeron por “le día en que actuó el Señor”, resucitando a Jesús de entre los muertos y haciendo nacer la fe de los discípulos en él. Cada domingo, al celebrar la eucaristía, repetimos la celebración de los primeros creyentes, que volvían a hacer fiesta, semana tras semana, dando gracias por el nacimiento de su fe en el crucificado. Cambiar de vida, resucitar a una vida nueva, tener lo viejo por muerto, sentirse testigos de resurrección, celebrarlo todos los domingos, refrescar la fe en el agua de la Palabra, comulgar con el crucificado, sentirse hermano de tantos otros testigos… Nuestra eucaristía de los domingos es siempre celebrar la resurrección, la de Jesús y la de cada uno de nosotros, ponerse de fiesta, sentirse con motivos para vivir como Jesús, con sus mismos criterios y valores. El sentido más profundo de la eucaristía es la gratitud: dar gracias a Dios por la vida nueva, la que hemos descubierto y hemos recibido por medio de Jesús. Pero no podemos limitarnos a considerar estas cosas simplemente como profesiones teóricas. Las cartas de Pablo muestran muy bien que seguir a Jesús no es una declaración de teorías, sino una manera de vivir. Creer en la resurrección es vivir como resucitados, pero esto significa exactamente lo mismo que vivir como crucificados. Recordamos la frase de Pablo: “El mundo es para mí un crucificado: yo soy para el mundo un crucificado” (Gálatas 6.14). La expresión es desmesurada, como tantas en Pablo, pero acertadísima: un crucificado es algo que produce horror y repulsión, algo que se desprecia, que se considera como desgracia … Pablo dice que el mundo es para él eso, y sabe que él mismo es considerado así por muchos. Me permito remitirme a algunas expresiones que hacíamos en la introducción al domingo de Ramos: La señal del cristiano es la santa cruz. El discípulo, como su maestro. Si a Él le crucificaron, a sus seguidores también. Y les crucificarán los mismos: el dinero, el poder y los dioses. Jesús no dio ningún motivo “revolucionario” para que le matasen. No fue un agitador social ni un líder político ni un guerrillero. No lo mataron por eso, aunque le acusaron de eso, calumniándole, para que los romanos quisieran matarle. Lo mataron por ser un revolucionario mucho mayor: por creer en un Dios distinto, por considerar a todos iguales, por preferir a los pequeños, por pasar del poder y del dinero. Considerar a todos iguales es sentir horror por los que valoran a la gente por su dinero o su poder. Preferir a los pequeños es una estupidez, hay que preferir a los grandes. El Dios de Jesús es peligroso, porque no se sienta arriba con poder para juzgar, sino que está debajo para sustentar, dentro para fermentar. Y eso no vale para asentar en los dioses el poder y la dignidad. Esto no les gusta nada a los sacerdotes, porque su dignidad se deriva directamente de la dignidad de dios, y si dios no está arriba, ellos tampoco. Por eso, el Dios de Jesús puede producir horror a la religión, incluso a la católica. Y los que siguen a ese Dios serán vistos como “crucificados”. Para Jesús todas las personas son iguales porque todos son hijos. Ni por ser rico ni por ser pobre se es más ni menos. Esto no les gusta nada a los ricos. Es muy incómodo tener un hermano pobre, compromete, afea, es fuente de numerosas molestias. Tampoco les gusta del todo a los pobres: es molesto que el rico sea mi hermano, no podremos odiarle y matarle sin sentir remordimientos. Es mucho más sencillo que sea sin más mi enemigo. Vivir pobremente es un insulto a las engranajes mismos de nuestra sociedad, es invitar a que se pare el consumo, a que la sociedad del bienestar se desmorone. Y eso sí que produce horror y producirá rechazo, y que “el mundo” se aparte como quien topa con un leproso. Pasar del poder y del dinero es de locos. Todo el mundo corre enloquecido tras el poder y el dinero. Hay que comprar cosas para disfrutar de cosas, hay que tener poder, prestigio, status, influencia … Meta de la vida. ¿A qué loco se le ha ocurrido que el poder y el dinero no son buenos? … Pues, a Jesús, que ha descubierto algo tan sencillo como esto: el poder y el dinero son bienes pegajosos, tienden a apoderarse del que los tiene y lo deshumanizan. A Jesús, que observa que el poder y el dinero son difícilmente compatibles con la compasión, la sencillez y la libertad. Poder para servir a los pequeños, dinero para aliviar a los pobres … Entonces, ¿para qué quiero el poder y el dinero? Nuestra cultura ha resuelto a veces el problema con mucha inteligencia: la limosna, el porcentaje: el 90% del poder y el dinero para mí, para mi satisfacción: el 10% para justificarme y conseguir mejor imagen. O sea, también para mí. Un gobernante que use el poder para servir a la gente, sobre todo a los más pequeños, no genera riqueza y poder para sus amigos, no reparte más que cargas … no durará mucho en el poder; será crucificado como gobernante. Un empresario que tiene menos interés en los beneficios que en el nivel de vida de los obreros sirve mal a la clase empresarial. Será crucificado. Un matrimonio que gasta poco, que no renueva el guardarropa en cada estación, que tiene más de dos hijos, que no cambia de coche cada dos años, que pierde todos los días varias horas con sus hijos, que reduce su consumo a lo razonable, que recicla, que reutiliza, que comparte … es odioso; parece que te esté echando en cara todos los días cada cosa que haces… ni siquiera se puede hablar con ellos de las cosas normales. Será marginado, sutilmente, cotidianamente … Será crucificado. Un cura que no predica de la iglesia y sus dogmas y órdenes sino de Jesús y sus compromisos, que no hace teología dogmática sino que cuenta parábolas, que no manda en su iglesia sino que anima, aconseja, invita, carga con lo menos atrayente, se mete en los líos de la gente … no llegará a Obispo. Será crucificado. Y así tantos y tantos. Todos los que quieran vivir piadosamente, siguiendo a Jesús, sufrirán persecución, porque para ellos, los valores que llevan a triunfar en el mundo son basura y producen horror, como quien mira a un crucificado. Y ellos mismos serán mirados como basura por los que se rigen por, los valores del mundo. Basura, peligro: Jesús fue crucificado por peligroso, simplemente porque esos eran sus valores. La celebración de la resurrección se parece bastante a la del domingo de Ramos. Celebramos un triunfo… más bien un anti–triunfo. La resurrección no borra la crucifixión sino que avala de parte de Dios al crucificado. Celebramos una fiesta absurda a los ojos de todo el mundo: decimos que el crucificado ha triunfado, que tiene razón, y que Dios mismo lo proclama así. Y esto no se lo cree nadie porque, aunque no se diga en voz alta, la mentalidad dominante en el mundo piensa que “bien crucificado está”, por quebrantar todos los valores en que se funda la sociedad del bienestar. Y por esa razón, nosotros la iglesia, seguidores de Jesús, hemos dulcificado, modificado, teologizado, religiosizado afanosamente a Jesús de Nazaret. Así podemos creer en él, especialmente en su divinidad, y mantener tranquilamente los valores y criterios de los que le mataron. Las tres partes en que se divide la liturgia de este viernes, expresan perfectamente el sentido de la celebración.
No debemos seguir insistiendo en el sufrimiento. No son los azotes, ni la corona de espinas, ni los clavos, lo que nos salva. Muchísimos seres humanos has sufrido y siguen sufriendo hoy más que Jesús. Tampoco se debe a una hipotética “voluntad de Dios”. Menos aún “sucedió para que se cumplieran las Escrituras”. Lo que nos marca el camino de la plenitud humana (salvación) es la actitud interna de Jesús, que se manifestó durante toda su vida en el trato con los demás. Ese amor manifestado en el servicio a los demás, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad. Mientras el cristianismo siga siendo un ropaje exterior, nos podemos sentir abrigados y protegidos, pero no nos cambia interiormente; y por tanto no nos salva. Si Jesús hubiera muerto de viejo y en paz, no hubiera cambiado nada de su mensaje y de las exigencias que se derivan de él. Si a todo lo que vivió y predicó, hubieran respondido los dirigentes religiosos de su tiempo con honores y reconocimiento, en vez de responder dándole muerte, la importancia savadora de su vida hubiera sido la misma. ¿Qué añade su muerte a la buena noticia del evangelio? Aporta una increíble dosis de autenticidad. Sin esa muerte y sin las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos, dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del AMOR. En la muerte, Jesús dejóabsolutamente claro, que el amor era más importante que la misma vida. Aquí podemos y debemos encontrar el verdadero sentido de esa muerte. La muerte de Jesús en la cruz, como resumen y colofón que fue de toda su vida, nos lo dice todo sobre su persona. También nos dice todo sobre nosotros mismos, si nuestro modelo de ser humano es el mismo que tuvo él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de Jesús, y sobre el nuestro si es que es el mismo. Sobre Jesús nos dice que fue plenamente un ser humano. Que en él, la encarnación fue absoluta. Una trayectoria humana que comenzó naciendo, como la de todos los hombres, nos demuestra que las limitaciones humanas, incluida la muerte, no impide al hombre alcanzar su plenitud. Esa plenitud la puso él en el amor incondicional y total. Pero todo eso lo tuvo que aprender aceptando las limitaciones y miserias de toda vida humana. La buena noticia de Jesús fue que Dios es amor. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo. Como no aceptamos un Dios que se da infinitamente y sin condiciones, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y daca, que desplegamos entre nosotros los humanos, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús. Por eso el Dios de Jesús nos desconcierta y nos deja sin saber a qué atenernos. Un Dios que siempre está callado y escondido, incluso para una persona tan fiel como Jesús, ¿qué puede aportar a mi vida? Es realmente difícil confiar en alguien que no va a manifestar nunca lo que es. Es muy complicado tener que descubrirle en lo hondo de mi ser, pero sin añadir nada a mi ser, sino constituyéndose en la base y fundamento de mi ser, o mejor que es parte de mi ser en lo que tiene de fundamental. Nos descoloca un Dios que es impasible al dolor humano, sin darnos cuenta que al aplicar a Dios sentimientos le estamos haciendo a nuestra propia imagen. Naturalmente, al hacerlo, nos estamos fabricando nuestro propio ídolo. Nuestra imagen de Dios, siempre tendrá algo de ídolo, pero nuestra obligación es ir purificándola cada vez más. Un Dios que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener en el más allá un “ego” más potente (los santos), sino para quedar incorporados a su SER, que es ya ahora nuestro verdadero ser, no puede ser atrayente para nuestra conciencia de individuos y de personas. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto”. Este es el nudo gordiano que nos es imposible desenredar. Este es el rubicón que no nos atrevemos a pasar. La cruz también nos dice todo sobre el hombre, la muerte de Jesús deja claro que su objetivo es imitar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre de tal modo que viendo al hijo se descubra y se conozca perfectamente cómo es el padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad queremos ser sus seguidores. Pero el Padre es amor, don total, entrega incondicional a todos y en todas las circunstancias. ¡Demasiado para el cuerpo! No solo no hemos entrado en esa dinámica, la única que nos puede asemejar a Jesús, sino que vamos en la dirección contraria, no solo en la vida terrena, sino que hemos metido nuestra religión y a nuestro Dios en la estrategia de nuestro egoísmo, buscando incluso seguridades para el más allá. A ver si tenemos claro esto. La muerte en la cruz no fue un mal trago que tuviera que pasar Jesús para alcanzar la gloria. Se trata de descubrir que la suprema gloria de un ser humano es hacer presente a Dios en el don total de sí mismo, sea viviendo, sea muriendo para los demás. Dios está únicamente donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Él. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está Él también. Se puede salvar el hombre sin cruz, pero nunca se puede salvar sin amor. Lo que aporta la cruz, es la certeza de que el amor es posible, aún en las peores circunstancias que podamos imaginar. No hay excusas. El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para comprender que la muerte no fue un accidente, sino un hecho fundamental en su vida. Lo esencial no es la muerte, sino la actitud fundamental de Jesús que le llevó a una fidelidad a toda prueba. El hecho de que le mataran, podría no tener mayor importancia; pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones, que la vida, nos da la verdadera profundidad de su opción vital. Jesús fue mártir (testigo) en el sentido estricto de la palabra. Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: "Yo y el Padre somos uno". En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Dios está allí donde hay verdadero amor, aunque sea con sufrimiento y muerte. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Si pensamos que por un instante Dios abandonó a Jesús, tenemos todo el derecho a pensar que Dios tiene abandonados a todos los que están hoy sufriendo en parecidas circunstancias. Eso sería terrible. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. Al adorar la cruz esta tarde debemos ver en ella el signo de todo lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo como el crucifijo. Pero no podemos tratarlo a la ligera. Poner la cruz en todas partes, incluso como adorno, no garantiza una vida cristiana. Tener como signo religioso la cruz, y vivir en el más refinado de los hedonismos, indica una falta de coherencia que nos tendría que hacer temblar. Creo que aún tenemos que reflexionar mucho sobre esa muerte para comprender el profundo significado que tuvo para él y para nosotros. Su muerte es el resumen de su actitud vital y por lo tanto, en ella podemos encontrar el verdadero sentido de su vida. Se trata de una muerte que lleva al hombre a la verdadera Vida. Pero no se trata de la muerte física, sino de la muerte al “ego”, y por lo tanto a todo egoísmo. Este es el mensaje que no queremos aceptar, por eso preferimos salir por peteneras y buscar soluciones que no nos exijan entrar en esa dinámica. Si nuestro "falso yo" sigue siendo el centro de nuestra existencia, no tiene sentido celebrar la muerte de Jesús; y tampoco tendrá sentido celebrar su “resurrección”. El tema central del Triduo Pascual es el AMOR.
· El Jueves se manifiesta en los gestos y palabras que lleva a cabo Jesús en la entrañable cena. · El Viernes queda patente el grado supremo de amor al dar la vida por no renunciar al bien del hombre. · El Sábado, celebramos la Vida que surge de ese Amor incondicional. En la liturgia de estos días intentamos manifestar de manera plástica, la realidad del amor supremo que se manifestó en Jesús. Lo importante no son los ritos, sino el significado que estos encierran. La liturgia del Jueves Santo está estructurada en torno a la última cena. La lectura del evangelio de Juan nos debe hacer pensar. Se aparta tanto de los sinópticos que nos llama la atención que no mencione la fracción del pan, pero en su lugar nos narra una curiosa actuación de Jesús que nos deja desconcertados. Si el gesto sobre el pan y el vino, tuvo tanta importancia para la primera comunidad, ¿por qué la omite Juan? Y si realmente Jesús realizó el lavatorio de los pies, ¿por qué no lo mencionan los tres sinópticos? No es fácil resolver estas cuestiones, pero tampoco debemos ignorarlas o pasarlas por alto a la ligera. Seguiremos haciendo sugerencias, mientras los exegetas no lleguen a conclusiones más o menos definitivas. Sabemos que fue una cena entrañable, pero el carácter de despedida, se lo dieron después los primeros cristianos. Seguramente en ella sucedieron muchas cosas que después se revelaron como muy importantes para la primera comunidad cristiana. El gesto de partir el pan y de repartir la copa de vino, era un gesto normal que el cabeza de familia realizaba en toda cena pascual. Lo que pudo añadir Jesús, o añadieron luego los primeros cristianos, es el carácter de símbolo de su propia vida. El gesto de lavar los pies es algo muy diferente. Era una tarea exclusiva de esclavos. A nadie se le hubiera ocurrido que Jesús hiciera semejante servicio, si no hubiera acontecido algo similar. Es una acción mucho más original, pero también de mayor calado que el partir el pan. Seguramente, en las primeras comunidades se potenció la fracción del pan, por ser más sencilla. Poco a poco se le iría llenando de contenido sacramental hasta llegar a significar la entrega total de Jesús. Pero esa misma sublimación llevaba consigo un peligro: convertirla en un rito estereotipado que a nada compromete. Aquí veo yo la razón por la que Juan se olvida de la fracción del pan y recupera el gesto de lavar los pies. La explicación que da de la acción, lleva directamente al compromiso con los demás y no es fácil escamotearlo. Parece demostrado que para los sinópticos, la Última Cena es una comida pascual. Para Juan no tiene ese carácter. Jesús muere cuando se degollaba el cordero pascual, es decir el día de la preparación. La cena se tuvo que celebrar la noche anterior. Esta perspectiva no es inocente, porque Juan insiste, siempre que tiene ocasión, en que la de Jesús es otra Pascua. Identifica a Jesús con el cordero pascual, que no tenía carácter sacrificial, sino que era el signo de la liberación. Jesús el nuevo cordero, es signo de la nueva liberación. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Se omite toda referencia de lugar y a los preparativos de la cena. Va directamente a lo esencial. Lo esencial es la demostración del amor. “Hasta el extremo” (eis telos) = en el más alto grado, hasta alcanzar el objetivo final. Manifestó su amor durante toda su vida, ahora va a manifestarlo de una manera total y absoluta. “Había amado... y demostró su amor hasta el final”, dos aspectos del amor de Dios manifestado en Jesús: amor y lealtad, (1,14) amor que no se desmiente ni se escatima. Se levantó de la cena, dejó el manto y tomando un paño, se lo ató a la cintura. No se trata en Juan de la cena ritual pascual, sino de una cena ordinaria. Jesús no celebra el rito establecido, porque había roto con las instituciones de la Antigua Alianza. Dejar el manto significa dar la vida. El paño (delantal, toalla) es símbolo del servicio. Manifiesta cuál debe ser la actitud del que le siga: prestar servicio al hombre hasta dar la vida como Él. Juan pinta un cuadro que debe quedar grabado para siempre en la mente de los discípulos. Esa última acción de Jesús con los suyos tiene que convertirse en norma para la comunidad. El amor es servicio concreto y singular a cada persona. Se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. El lavar los pies era un signo de acogida o deferencia. Solo lo realizaban los esclavos o las mujeres. Lavar los pies en relación con una comida, siempre se hacía antes, no durante la misma. Esto muestra que lo que Jesús hace no es un servicio cualquiera. Las comidas festivas se realizaban reclinados a la mesa sobre el brazo izquierdo, y utilizando el derecho para coger los alimentos. Los pies quedaban, hacia fuera. Jesús solo tenía que recorrer el círculo de lechos para ir lavándolos. Al volver a mencionar el paño, indica la importancia del simbolismo. Lo mismo que el no mencionar que se lo quita, indica una actitud definitiva. Al ponerse a los pies de sus discípulos, echa por tierra la idea de Dios creada por la religión. El Dios de Jesús no actúa como Soberano, sino como servidor del hombre. En la comunidad que va a fundar, son todos señores libres, y todos servidores. El verdadero amor hace libres. Jesús se opone a todo poder opresor. En la nueva comunidad todos deben estar al servicio de todos, imitando a Jesús, que a su vez, ha imitado al Padre. La única grandeza del ser humano es ser como el Padre, don total y gratuito para los demás. El episodio de Pedro negándose, es toda una explicación de lo inaceptable de la situación. Nadie en su sano juicio podía aceptar que el Maestro realizara una tarea de esclavo. De alguna manera quiere justificar la incomprensión de todos. “Se recostó de nuevo”, símbolo de hombre libre. El servicio no anula la condición de hombre libre, al contrario, da la verdadera libertad y el verdadero señorío. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? La pregunta quiere evitar cualquier malentendido. Tiene un carácter imperativo. Comprended bien lo que he hecho con vosotros, porque estas serán las leñas de identidad de la nueva comunidad. Vosotros me llamáis “Maestro” y “Señor”, y con razón, porque lo soy. Esta explicación que el evangelista pone en boca de Jesús, nos indica hasta qué punto es original esa actitud. Juan es muy consciente de la diferencia entre Jesús y ellos. Lo que quiere señalar es que esa diferencia no crea rango de ninguna clase. Las dotes o funciones de cada uno no justifican superioridad alguna. Los hace iguales y deben tratarse como iguales. La única diferencia es la del mayor o menor amor manifestado en el servicio. Esta diferencia nunca eclipsará la relación personal de hermanos, todo lo contrario, a más amor, más servicio. Llamarle Señor es identificarse con él, llamarle Maestro es aprender de él, pero no doctrinas, sino su actitud vital. Sienten la experiencia de ser amados, y así amarán con un amor que responde al suyo. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Reconoce los títulos, pero les da un significado completamente nuevo. Es “Señor”, no porque se imponga, sino porque manifiesta el amor, amando como el Padre. Su señorío no suprime la libertad, sino que la potencia. El amor ayuda al ser humano a expresar plenamente la vida que posee. Os dejo un ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. Los sinópticos dicen, después de la fracción de pan: “Haced esto para acordaros de mí”. Es exactamente lo mismo, pero en el caso del lavatorio de los pies, queda mucho más claro el compromiso de servir. Lo que acaba de hacer no es un gesto momentáneo, sino una norma de vida. Ellos tienen que imitarle a él como él imita al Padre. Ni hay alternativa ni escapatoria. Ser cristiano es imitar a Jesús en un amor que tiene que manifestarse siempre en el servicio a todos los hombres. Es una pena que una vivencia tan profunda se haya reducido a celebrar hoy el día de la “caridad”. Hemos devaluado hasta tal punto el mensaje, que tranquilizamos nuestra conciencia con un donativo de algo externo a nosotros, siempre de lo que me sobra, o por lo menos, que en nada compromete mi nivel de vida. Podemos aceptar que no seamos capaces de seguir a Jesús, pero no tiene sentido engañarnos a nosotros mismos con ridículos apaños. Celebrar la eucaristía es comprometerse con el gesto y las palabras de Jesús. Él fue pan partido y preparado para ser comido. Él fue sangre (vida) derramada para que cuantos encontró a su paso la tuvieran también. Convertir la eucaristía en un rito mágico, que va a producir en mí efectos automáticos, es hacerme falsas ilusiones sin fundamento en el evangelio. Jesús promete y da Vida definitiva al que es capaz de seguirle por el camino que nos marcó. Toda la plenitud de Vida que él desplegó, la misma Vida de Dios, la comunica a todo el que acepta su mensaje. No al que es perfecto, sino al que, con autenticidad, se esfuerza por imitarle en la preocupación por el hombre, aunque en el camino tropiece. Y conscientemente no hemos querido añadir “CRISTIANA” porque se trataría de una calificación restrictiva que confina y constriñe. Una fórmula de vida que no englobe toda Vida, es engañosa y huera.
Incluso la demarcación vida nos resulta excesivamente antropomórfica, si bien para nuestro propósito pudiera considerarse plenamente justificada. Su aplicación debe hacerse no solo al hombre sino a todo lo que, de cualquiera manera, tiempo y espacio, ha desembarcado un día en la existencia. Pero de modo particular a cuantos seres proceden de una proto-vida que, a modo de túnica inconsútil denominada Energía, los envuelve y mantiene. En todos ellos existe un proyecto de devenir, de llegar a ser aquello que por propia naturaleza están destinados a ser. Lo que el cristianismo llama salvación se concreta en esta plenitud del ser en existencia, en este proyecto de llegar a ser plenamente humano, plenamente animal, plenamente vegetal o plenamente mineral. Nada ni nadie se quedará en el camino, porque “el camino es la meta” (Willigis Jäger) y porque “donde quiera que vayas ahí estás” (Kabat-Zinn). “Où cours-tu? Ne sais-tu pas que le ciel est en toi?”, es el título de una reciente obra de Christiane Singer. En ella nos propone la autora que en cada alto que hagamos se nos revelará lo inesperado: lo que buscado siempre fuera, quiere nacer en nosotros. Relatan los Evangelios que “mientras comía, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo tomad y comed, esto es mi cuerpo… haced esto en memoria mía”. Este es el texto de la Liturgia Eucarística al que nos hemos referido como fórmula de vida.La figura del Hijo del Hombre queda en él auto-trascendida, se torna universal y manifiesta el plan de Dios según el cual todas las criaturas puedan lograr su plenitud salvadora. Jesús comunica sus enseñanzas en formato existencial, tal como él las había vivido en el aquí y el ahora del cotidiano acontecer. Sin epifanías de orden teofánico, tal como posteriormente serán propuestos muchos de sus actos. Relatos milagrosos de los Evangelios en los que lo menos importante son los hechos; y lo más, el meta-relato. No son fenómenos extranaturales ni sobrenaturales, que nos alejan de quien los realiza, sino una forma más de su didáctica, como la parábola del buen samaritano. Meras androfonías de un hombre extraordinario, eso sí, que tanto nos enseñan y aproximan. La vida del Hijo del Hombre fue esencialmente itinerante. Incluso, con aires de nómada desarraigado que dice cosas paridas desde el alma: siempre en sala de urgencias, siempre de camino. Cosas que, como reconocen las criaturas en el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, transforman en todo el ser a quien las vive en apertura de encuentro: “Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de su hermosura". Así le ocurrió a Zaqueo que, tras recibirle en su casa, “se puso en pie y dirigiéndose a él le dijo: la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si a alguien he extorsionado dinero, se lo restituiré cuatro veces” (Lc 19, 8). Y lo mismo aconteció a los discípulos de Emaús, que después de reconocerle en el gesto del partir el pan y desaparecer, “se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro mientras en el camino nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). Jesús movió ficha de acogida al tomar el pan ácimo en sus manos. Como hizo Dios con el barro, según cuenta el Génesis y como relatan los textos mesopotámicos, los aborígenes de Australia y las restantes mitologías del mundo. Miguel Ángel lo plasmó en el techo de la Capilla Sixtina captando el momento en que el espíritu de Dios anima el lánguido cuerpo de Adán mediante el suave contacto de su índice con el del hombre recién creado. Jesús sana a cuantos –próximos o lejanos- se acogen o se dejan acoger por él: a la suegra de Pedro tomándole de la mano (Mc 1,31), al ciego de Betsaida poniéndole saliva en los ojos (Mc 8,23), a la hemorroísa, que se le acercó por detrás tocándole la orla del manto, y al criado del centurión de Cafarnaúm porque creyó en su palabra (Mt 8,13) Con la bendición puso el fermento en la masa, la colmó de bienes y confirió al pan la capacidad de multiplicarse, de alcanzar la plenitud relativa otorgada a cada ser según su tipo o especie. E igualmente la plenitud absoluta de la Creación, demandada por las leyes de la evolución hasta lograr la expresión máxima de “Luz de Luz, Dios verdadero de Dios Verdadero”, como reza el Credo. Luego sucede lo de partir del pan, donde se reconoce la presencia del Cristo pascual como les ocurrió a los de Emaús: el Cristo de la “resurrección interior”, el de “nacer de nuevo” del incrédulo Nicodemo (Jn 3,4). Un partir en ocasiones doloroso, macerador que, como todo parto, suele conducir al alumbramiento de nuevas vidas. Tomad y comed, esto es mi cuerpo: partir y compartir. Es la entrega de sí mismo a los demás y el mejor medio -¿el único quizás?- de auto y hetero-realización personal. Un llegar a ser en plenitud humana sostenido en tres niveles imprescindibles de encuentro, magistralmente manifestados en el relato de la samaritana junto al pozo de Siquén (Jn 4,5-30). Con Jesús, “Señor, dame de beber”. Consigo misma, “veo que eres profeta”. Con la comunidad, “venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Finalmente el haced esto en memoria mía es la respetuosa invitación a aceptar una exigencia de continua conversión, de respuesta personal a la exhortación que San Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5,2). Una razón áurea formulada y propuesta por Jesús en su última cena, que convive con la humanidad porque aparece y rige en toda la Naturaleza, capaz de dar sentido a toda Vida y Existencia. Tus huellas, tras Sus Huellas, sin portazgo, ni aduana. “Te prometo una vida apasionante”, sin alambradas dentro, ni fuera, sin límites en la búsqueda, ni en la mente; sin Dioses privativos, ni Cielos exclusivos. Tu palabra no tendrá que ser la última y tus postulados harán lugar a los postulados de otros/as.
Te prometo una vida apasionante. Podrás abandonar el negro y vestir color y abrazar la vida. Podrás caminar con compañera y compartir con ella la fe y el servicio, el púlpito y el altar. La celebración será un círculo vivo, un aro sagrado, un participar de todos, no un sermón y un patio de oídos. Te prometo una vida apasionante susurrando eternidad a la gente de buena voluntad, no sólo entre las filas del credo único; revelando la buena nueva de un Cristo vivo, no de un Hijo crucificado; una vida apasionante en compañía del Jesús de la fraternidad sin fronteras, que abarca todas las gentes, todos los credos, a sabiendas de que Él no instituyó ningún credo. Te prometo una vida apasionante en la que no tengas que defender un territorio, ni sostener ninguna doctrina, sino compartir un testimonio; una vida que ilumine sin opacar, que oriente sin cercenar. Nadie se verá obligado a pasar por ti para llegarse a la Divinidad que le habita. Te prometo una vida apasionante de cielos infinitos, de cúpulas más anchas, de aulas más libres, de certezas más pequeñas y ligeras; una vida tuya, no de ningún purpurado; una vida de servicio pero desde tu voluntad irrenunciable; una vida de apóstol del amor incondicional, no de soldado de una pacífica cruzada fuera del tiempo. Te prometo una vida apasionante nutrida de otras fes, de otros pálpitos, de otros silencios. Te cegarán también otras luminarias, te rendirás a otras formas y manifestaciones de lo Supremo. Te invito a una vida reverente con todas las expresiones espirituales sinceras, pues todas llevan el signo de la emancipación. Te prometo una vida tan apasionante como incierta, sin ningún trabajo fijo, sin ninguna institución que cubra tus espaldas, ni te ingrese un sueldo, ni te pida cuenta de lo que sembraron tus labios. Porque tú eres libre y la libertad no tiene precio y la Edad Media no debe seguir avanzando sobre nuestros días. Te prometo una vida apasionante de verbo tuyo y no prestado; una vida de rastreo de la verdad allí en los lugares más insospechados donde late, siempre lejos del dogma, del punto último, de la afirmación incuestionable. Te prometo una vida apasionante de olvido de ti, de entrega entera, sin más dependencia en la que reportar que tu propia conciencia. “Llevarás la certeza de que has sido elegido”, mas no tú únicamente, sino cuantos y cuantas han hecho de sus vidas una oportunidad de donación, una ocasión de servicio. Popularmente, el cristianismo es visto como la “religión de la cruz”. Lo que era uno de los elementos de tortura más temidos, en el que fue ejecutado Jesús, se habría de convertir en el símbolo por excelencia de sus seguidores.
Asumirlo como símbolo implicaba un grave riesgo. Porque si bien es cierto que la cruz podría verse como signo de una vida fiel que no retrocede ni ante la peor de las muertes –incluso como signo de solidaridad con todos los eliminados por el poder injusto y cruel-, no lo es menos que podría dar pie a una lectura dolorista de la muerte de Jesús, enalteciendo el sufrimiento y contaminando la misma imagen de Dios. De acuerdo con esa lectura, Dios habría querido la cruz de Jesús como “precio” a pagar por el pecado de nuestros primeros padres. El propio Jesús se habría sometido voluntariamente a ello, y eso mismo lo habría convertido en nuestro “redentor”: redimidos o rescatados por su sangre. En la simplicidad de ese esquema encontramos algunos elementos anudados de una manera peligrosa: pecado – culpa – castigo – el dolor como expiación – una “justicia divina” que exige expiación… Se trata, sin duda, de conexiones que se hallan grabadas en el inconsciente humano, individual y colectivo. El niño ha conocido, en mayor o menor grado, esa dinámica: culpa – castigo – expiación… Es comprensible que el mismo esquema se proyectara, de un modo automático, a las relaciones con Dios. Al hacerlo, la imagen de Dios quedó falseada hasta el extremo blasfemo de presentarlo como un ser rencoroso, cuya “justicia” únicamente podría quedar reparada por el sacrificio cruento de una víctima infinita: su propio Hijo. La vida, la práctica y el propio mensaje de Jesús quedaron también oscurecidos por aquel esquema. De hecho, su modo de vivir importaba poco, comparado con el sacrificio de la cruz, que era realmente la misión de su vida: padecer y morir para salvarnos. El propio creyente llegaría a verse abrumado por la culpabilidad de la muerte de Jesús, que se decía debida a sus pecados, y abocado a una reparación en la que el dolor ocupaba el lugar más destacado. Es decir, si Dios mismo había elegido la cruz y si Jesús la había vivido como el medio idóneo para salvarnos, parecía evidente que el dolor tenía, por sí mismo, un valor indiscutible. La cruz significaba, en la práctica, laentronización del dolorismo. A nadie se le escapa que el dolor toca fibras muy sensibles en el corazón humano, porque pone de relieve, a la vez, la propia vulnerabilidad, el miedo a sufrir y la cercanía sensible a quien padece. Estos factores, sumados a la ya nombrada “necesidad de reparación”, que suele habitar en el inconsciente humano, pueden explicar lo que la cruz ha llegado a significar en la conciencia de muchos creyentes durante siglos. Todo ello parece estar detrás de las devociones que han surgido en torno a la cruz; la forma como se ha celebrado la Semana Santa; la relevancia de la cruz frente a la fe en la resurrección; la práctica de autoflagelaciones y otras “exaltaciones” dolorosas… Frente a todos esas lecturas de la cruz, que no son evangélicas, sino que nacieron con posterioridad –fruto, a la vez, de proyecciones mentales y de determinadas circunstancias históricas y culturales-, me parece importante “rescatar” el núcleo del mensaje del evangelio en este punto, así como plantear adecuadamente el tema del dolor y del sufrimiento. Por lo que se refiere al hecho de la cruz, parece claro que ni Dios ni Jesús la quisieron. Sólo la quiso el poder arbitrario –religioso y político-, que buscaba eliminar al maestro de Nazaret. El poder tiende a acabar con aquellas personas que lo cuestionan: así fue en el pasado y así sigue siendo ahora (aunque los métodos se hayan modificado). La cruz de Jesús, por tanto, se explica desde la arbitrariedad del poder. Ni Dios ama el dolor de sus hijos, ni Jesús era masoquista. Quizás pudo haberla evitado, huyendo o modificando su mensaje. En este momento de su vida, no hizo ni lo uno ni lo otro. En este sentido, puede decirse que Jesús asumió la cruz como consecuencia de su fidelidad. Y éste parece ser el sentido cristiano de la cruz. No es cualquier dolor, sino aquél que es consecuencia de una opción de fidelidad o de amor. Lo que el evangelio privilegia, por tanto, no es el dolor por el dolor, sino el amor y la fidelidad. El dolor, en cuanto tal, no tiene ningún valor: por sí mismo, ni salva ni redime. Lo único que salva y que construye es el amor…, que, tal como es nuestra condición, suele ir acompañado de dolor. De hecho, para quien se compromete en el amor sincero, el dolor aparecerá solo. A este dolor es al que puede llamarse “cruz”, cuando se vive apoyado en el mismo amor del que es consecuencia no buscada. En toda la naturaleza, el dolor es una realidad inevitable y nuestra mente es incapaz de comprenderlo. Provocado o despertado por infinidad de factores, es la otra cara del placer. Hagamos lo que hagamos, el dolor aparecerá. Frente a este dolor inevitable, la actitud sana no puede ser otra que laaceptación. Una aceptación que no es claudicación ni indiferencia, sino el reconocimiento lúcido de lo que en este momento se da. Tras esa aceptación inicial, podrá surgir alguna acción encaminada a resolverlo, en la medida de lo posible. Pero si el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Y aparece cuando resistimos el dolor o cuando construimos “historias mentales” sobre él. El dolor, sea físico o emocional, es la realidad bruta, tal como se da; el sufrimiento, por el contrario, es consecuencia de nuestraactitud errónea ante el dolor. Mientras que el primero duele, pero no hace daño, este segundo enrarece y envenena nuestra vida. Para hablar de esta diferencia, puede emplearse esta sencilla fórmula: S = D + R; (sufrimiento es igual a dolor más resistencia); o bien, S = D + Hªm (sufrimiento es igual a dolor más alguna “historia mental). Es sabido que todo lo que se resiste, persiste. Y que la propia resistencia, al costreñir el dolor, incrementa el sufrimiento. La aceptación, por el contrario, crea un “espacio” en torno a él y, paradójicamente, logra que se alivie. Pero es sobre todo cualquier historia mental que construimos sobre el dolor la que lo complica en extremo, impidiendo incluso su resolución. Las historias mentales pueden tomar la forma de cavilación, rumiación, dramatización, culpabilización, justificación, hundimiento… Sea de la forma que sea, todo ello provoca e intensifica el sufrimiento, introduciendo a la persona en un laberinto del que no saldrá mientras no se rinda ante la realidad. Se trata, por tanto, de afrontar el dolor y de evitar el sufrimiento. Al hacer así, podemos vivir aquél como oportunidad de crecimiento. En ese sentido puede decirse que la cruz es fuente de vida: cuando la vivimos desde el amor y desde la aceptación. Como la vivió Jesús. En la cruz, según las palabras que los evangelistas ponen en sus labios, Jesús experimentó, a la vez, abandono (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; a no ser que haya que entenderlo como la recitación del salmo 22, que en su conjunto es un salmo confiado) yconfianza (“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”). Son sensaciones profundamente humanas, que también nosotros podemos vivir en circunstancias difíciles o dolorosas: por un lado, soledad, angustia, sinsentido; por otro, confianza en la Realidad mayor, que trasciende la inmediatez de lo que nos ocurre. Para el creyente en Jesús, la cruz es fuente de confianza: porque remite a la Vida que no muere (resurrección) y porque aprende del propio Jesús esa actitud confiada, que sabe abandonarse en el Misterio, incluso cuando no entiende nada. Desde esta perspectiva, ver a Jesús en la cruz es una invitación a depositar el dolor en el Misterio, con la conciencia clara de que ese mismo Misterio constituye nuestra más profunda identidad, sin ningún tipo de distancia ni separación. Al abrirnos así, el dolor puede vivirse como “puerta de entrada” a nuestra verdadera identidad, que está a salvo de él y no puede ser afectada. Percibimos el dolor en nuestro cuerpo o en nuestro psiquismo, y nos abrimos a conectar con quienes realmente somos, la Presencia consciente y amorosa “en quien somos, nos movemos y existimos”. Esa Presencia que es –y que somos- nos libera de la identificación con el dolor, a la vez que nos “baña” de Luz, de Amor y de Plenitud. Solo necesitamos permanecer conectados a Ella, habiendo tomado distancia de la falsa identidad del ego, dándonos tiempo para dejarnos impregnar… hasta reconocernos en Ella. A esa Presencia las religiones la han llamado “Dios”. Y, con frecuencia, se han dirigido a él como si de un ser separado se tratara. Reconociendo la legitimidad de una oración relacional, dirigida a Dios como a un “Tú”, el Espíritu parece conducirnos a reconocernos en Él en todo, sin ninguna separación, y percibirnos “conectados” a Él en todo momento. Esa es la fuente de la paz…, tal como pone de manifiesto la hermosa reflexión de Pierre Teilhard de Chardin: ADORA Y CONFÍA “No te inquietes por las dificultades de la vida, por sus altibajos, por sus decepciones, por su porvenir más o menos sombrío. Quiere lo que Dios quiere. Ofrécele, en medio de inquietudes y dificultades, el sacrificio de tu alma sencilla que, pese a todo, acepta los designios de su providencia. Poco importa que te consideres un frustrado si Dios te considera plenamente realizado; a su gusto. Piérdete confiado ciegamente en ese Dios que te quiere para sí. Y que llegará hasta ti, aunque jamás lo veas. Piensa que estás en sus manos, tanto más fuertemente agarrado, cuanto más decaído y triste te encuentres. Vive feliz. Te lo suplico. Vive en paz. Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte tu paz. Ni la fatiga psíquica, ni tus fallos morales. Haz que brote, y conserva siempre sobre tu rostro, una dulce sonrisa, reflejo de la que Dios continuamente te dirige. Y en el fondo de tu ser coloca, antes que nada, como fuente de energía y criterio de verdad, todo aquello que te llene de la paz de Dios. Recuerda: cuanto te reprima e inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios. Por eso, cuando te sientas apesadumbrado, triste, adora y confía…” |
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