En los relatos de apariciones del Resucitado, al miedo inicial sucede la alegría. El primero va asociado a cerrazón, repliegue y oscuridad. La segunda, a la presencia innegable. Tan innegable para ellos, que necesitan plasmar su certeza en un relato que –rompiendo todas las leyes de la física- presenta al resucitado comiendo, como si de un ser corporal se tratara. Era su modo de insistir en la intensidad con que percibían su presencia.
Del mismo modo, teniendo que dar razón del hecho de que Jesús hubiera sido crucificado por paganos, recurren a textos de su Libro Sagrado en los que todo ello habría sido previamente anunciado. De ahí que presenten lo ocurrido como algo que respondía a lo que “estaba escrito”. Se trata, de nuevo, de un recurso literario con el se busca comprender el escándalo de la cruz. En tanto que catequesis –como todos los relatos de apariciones-, el texto lee también nuestra vida. Nosotros somos también invitados a pasar del miedo a la alegría. De algo que tenemos (o podemos tener: miedo) a lo que realmente somos(alegría, gozo). “Hemos olvidado cómo aparecería el mundo a los ojos de una persona que no hubiera conocido el miedo”, escribía Martin Heidegger. Todos hemos conocido el miedo y nos hemos sentido sumamente vulnerables. A partir de esa experiencia, hemos podido construir defensas, más o menos artificiosas, que nos mantuvieran a salvo de una sensación tan desagradable. Sin embargo, mientras permanezca nuestra identificación con el yo, el miedo será inevitable. Además de su indisimulable inconsistencia, el yoposee una información terrible: sabe que, si tiene suerte, está destinado a envejecer, enfermar y perder todo lo que ha amado. Y que después morirá. No es extraño que diga que la “vida” es absurda. El miedo es un compañero inseparable del yo. El paso a la alegría, por tanto, no puede darse mientras permanezca esa identificación. Podrán vivirse también experiencias alegres y de bienestar porque, en realidad, lo que somos aflora incluso a pesar nuestro. Pero se tratará de una realidad siempre acompañada de su polo opuesto, la tristeza o el miedo. La Alegría a la que me refiero aquí forma parte de nuestra identidad profunda y, como en un abrazo no-dual, es capaz de englobar tanto sentimientos de alegría como de tristeza. Como en el océano, en un nivel más superficial, puede darse un oleaje con apariencia incluso amenazadora. Sin embargo, en el nivel profundo, permanece la calma. Todo depende de la respuesta que, vitalmente, hemos dado a la pregunta sobre nuestra identidad. ¿Quién soy yo? Si la respuesta me reduce a un objeto, los altibajos serán inevitables, así como la confusión y el sufrimiento. Esa es la respuesta que viene de la mente. Se trata de una respuesta reductora y, en ese sentido, equivocada, porque la mente se encuentra con dos problemas: · por un lado, es solo una parte de lo que soy; por tanto, no puede decirme quién soy; · por otro, la mente no puede operar sino delimitando lo que quiere conocer, es decir, objetivando. Ambos límites dan como resultado que, para la mente, solo soy un “yo individual” o ego, un “objeto” separado del resto. Dado que donde hay “yo”, hay soledad, miedo y ansiedad, mientras crea ser lo que mi mente me dice, me será imposible salir de ese laberinto. Por eso, el yo se ve impelido a buscar la alegría –la felicidad- en el futuro, alimentando el sueño de que “más adelante será mejor”. Pero, mientras se embarca en ese propósito, se olvida del presente, el único lugar de la vida y de la felicidad. Se olvida, se confunde y se frustra. Y cae en una trampa sutil. Porque, como dice André Comte-Sponville, “estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue”. Al perseguirla, no la encontramos en el único lugar donde está, en el Ahora. Pero la única respuesta sobre nuestra identidad no es la que viene de la mente. Incluso antes de abrirme a esa otra respuesta, algo se me va haciendo patente: no soy nada que pueda ser observado –delimitado, objetivado-, sino, en todo caso, Eso que observa. Por otro lado, tengo conciencia de ser sujeto. Y el sujeto no puede ser conocido como objeto. Queda claro que la mente no es una herramienta adecuada para decirme quién soy. Es decir, no voy a conocer mi identidad a través de un proceso intelectual, ni como resultado de un trabajo de conceptualización. Tengo que acercarme, más bien, de un modo experiencial, no mediado por la mente, acallando el pensamiento. Cuando eso ocurre, cuado se silencia la mente, puedo percibir mi identidad. Esa identidad profunda sabe a Quietud, Presencia, Plenitud, Consciencia… Pero es imposible de ser delimitada ni de ser pensada, porque no es un objeto. Sólo la puedo ser, y al serla, la conozco. Soy aquello que me acompaña siempre, como consciencia de ser, presente en cualquier momento de mi vida, y que se expresa como “Yo soy”, sin otro añadido: la Consciencia ilimitada y atemporal. Dentro de ella, mi “yo” es sólo un objeto en el que aquélla se expresa de una forma transitoria. La identificación con él se debe solo a un error de percepción. Esta Consciencia es Gozo, que no desaparece por el hecho de que, en otro nivel superficial, aparezca tristeza o miedo. Por eso decía más arriba que solo podremos vivir en la Alegría si nos desidentificamos del yo y de sus inseparables miedos. Es cierto que la presencia de miedos puede requerir un trabajo psicológico que los atenúe o erradique. Pero existe un miedo que es consustancial al yo y que únicamente la percepción de nuestra verdadera identidad hace que desaparezca. Todo nos remite, por tanto, a un trabajo de autoconocimiento que, como dice Mónica Cavallé, es “una práctica espiritual”.
0 Comentarios
En el intervalo de cuatro días nos han sobresaltado dos noticias relacionadas con las armas de fuego. El lunes 9 de abril, los medios de comunicación se hacían eco del accidente del nieto mayor del Rey, Felipe Juan Froilán, que se había disparado fortuitamente en su propio pie mientras hacía prácticas de tiro junto a su padre el duque Jaime de Marichalar. El otro accidente ocurrió el viernes anterior, y no hizo falta esperar a los periódicos del día siguiente para enterarnos, lo presenciamos en directo por televisión.
Viernes Santo, misa retransmitida por La 2, cantos de entrada, moniciones, lecturas del profeta Isaías, del evangelista san Juan y…, ¡de pronto y sin previo aviso! un prelado que se aposta detrás del púlpito, desenfunda una homilía y comienza a disparar perdigones contra jóvenes que beben los fines de semana, mujeres que abortan y homosexuales que frecuentan bares de alterne, etc. Aunque muchos se sintieron ofendidos, afortunadamente nadie resultó lesionando a no ser el propio obispo que, como en el caso del infante Froilán, resultó herido en el propio pie. Y es que, cuando un pastor dispara contra su propio rebaño, la principal herida es la propia Iglesia. Flaco favor hace al Cuerpo de Cristo aquel que lo utiliza como diana de prácticas cinegéticas. A instancias del fiscal, la guardia civil va a investigar las posibles responsabilidades paternas del accidente de Froilán; un niño de 13 años tiene prohibido utilizar una escopeta de perdigones. Ignoro si algún “fiscal eclesiástico” abrirá diligencias contra el obispo de Alcalá de Henares. Por si sirve de ayuda propongo que se encargue del caso el mismo equipo investigador que una semana antes condenaba la obra del teólogo Andrés Torres Queiruga para “evitar la confusión en el Pueblo de Dios y contribuir al fortalecimiento de la fe cristiana”. Muchas cristianas y cristianos nos hemos sentido confundidos/as y se ha debilitado nuestra fe en la Iglesia por las palabras inmisericordes del obispo Reig Plá; por tanto, esperamos que –en justa equivalencia a la amonestación del teólogo gallego- le sea retirada la “licencia homilética” a aquel que utiliza la Palabra de Dios como arma de fuego y no como bálsamo de vida. “Querido Joe: vuelve a tus fuentes reformistas”
“Hay señales evidentes de que te opones a las palabras y al espíritu del Concilio Vaticano II” Ahora, condenas a sacerdotes leales por hacer justamente lo que tú defendías tan noblemente Querido Joe: Hace ya unos años, cuando eras todavía el jefe del Santo Oficio (“de la Inquisición de Cristo”, el lema que, como se sabe, está cincelado en piedra sobre el oscuro edificio justo al lado de la plaza de San Pedro), te escribí una carta abierta en relación el papel de la mujer en la Iglesia Católica. En ese momento, me dirigí a ti con un familiar “Querido Joe”, confiando en nuestra relación, fraguada en los años 60 y 70, cuando yo era con frecuencia profesor invitado de la Facultad de Teología de la Universidad de Tubinga, y tú, profesor titular en ella. Lo hice pensando que esta forma de tratamiento directo y personal te haría pensar que esperaba en serio poder abrir tu mente y tu corazón, para que escuchases lo que quería decirte. No tengo forma de saber el éxito que aquella fórmula pudo haber tenido. Sin embargo, basándome en nuestra antigua “amistad”, me dirijo a ti, una vez más, de esta manera fraterna y directa. Me preocupa que, sobre todo en los últimos tiempos, haya tantas señales evidentes de que te opones a las palabras y al espíritu del Concilio Vaticano II, en el que, como joven y destacado teólogo, ayudaste a que nuestra amada Iglesia Católica pasase de la Edad Media a la modernidad. Además, mientras fuiste profesor de nuestra Universidad de Tubinga, junto al resto de tus colegas de la Facultad de Teología Católica, defendiste públicamente 1) la elección de obispos por parte de los fieles, y 2) el mandato limitado de los obispos (ver el libro ‘Obispos Democráticos para la Iglesia Católica Romana’). Ahora, condenas a sacerdotes leales por hacer justamente lo que tú defendías tan noblemente. Ellos, y muchos, muchos otros en la Iglesia católica universal, están siguiendo tu ejemplo juvenil, tratando desesperadamente de impulsar a nuestra amada Madre Iglesia hacia la Modernidad. Utilizo deliberadamente la palabra ‘desesperadamente’, porque justamente en tu patria, Alemania, y en otros muchos sitios de Europa, las Iglesias están vacías, y así se encuentran también muchos corazones católicos, cuando escuchan las palabras escalofriantes que llegan de Roma y de los obispos ‘radicalmente obedientes’. En mi propio país, Estados Unidos, la cuna de la libertad moderna, de los derechos humanos y de la democracia, hemos perdido – ¡sólo en esta generación- un tercio de nuestra población católica, debido a que el Vaticano II prometió un quíntuple giro copernicano (el giro hacia la libertad, el giro hacia el mundo, el giro en el sentido de la historia, la reforma interna, y sobre todo, el diálogo), que fue deliberadamente frustrado por tu predecesor, y, ahora, cada vez más por ti. Joe, tú fuiste uno de los teólogos del Vaticano II que promovieron la llamada del Papa Juan XXIII de volver a las fuentes originales (y estimulantes) del cristianismo (‘ad fontes!’) por medio del aggiornamento (puesta al día) y del espíritu de la reforma. Aquellas fuentes democráticas, que amaban la libertad de la Iglesia primitiva, eran justamente las ‘fuentes’ de la renovación que explicaste y defendiste claramente, con tus colegas de Tubinga. Te estoy instando a volver a aquellos principios del espíritu de la reforma de tu juventud. Recuerdo ese espíritu que vuelve a latir de cara a la celebración del 50 aniversario de la Revista de Estudios Ecuménicos (JES), que mi amada esposa Arlene puso en marcha en 1964. Allí, en el primer número de JES, figuran los artículos de tu amigo y compañero del Concilio Vaticano II, el teólogo Hans Küng, asi como los tuyos propios. Artículos que buscan tender un puente sobre el aislamiento de la Contrarreforma, sobre el abismo que separa a la Iglesia Católica del resto de la cristiandad, y, por lo tanto, de todo el mundo moderno. Joe, en ese espíritu, te insto a volver a tus fuentes reformistas: Volver ad fontes ! Pax! Leonard Swidler, Profesor de Pensamiento Católico y Diálogo Interreligioso de la Universidad de Temple (Filadelfia). Supongo que no nos podemos quedar en un simple instante suspendidos de la nada.
Pascua es creer en la rehabilitación de esa inmensa mayoría de seres humanos que solo han pasado por esta vida entre asfixias y sufrimiento, humillados y derrotados, asaltados por la miseria y la pobreza. Pascua ha de ser luz para el túnel de la depresión, fiesta para la tristeza, sonrisa para el llanto, ternura para la aspereza, justicia para la pobreza, alivio para el dolor. Pascua debe ser el día feliz del perdón, la amanecida fresca para los últimos de los últimos, la plenitud de los tiempos, la calma de los anhelos, el reino de la misericordia. Y el fin de riquezas y dineros. Y la agonía del poder. Y el “bienser” antes que el “bienestar”. Primero el jodido. Primero el ofendido. Primero el rechazado. Primero el humillado. Primero el vencido. Pascua ha de ser la llegada de la patera justo a la caída del muro; el susurro frente al estruendo; la vida mirando a los ojos de la muerte. Y la música. Y el color. Y el tacto. Y la paz. Pascua será cuando hablemos de lo nuestro, y no de lo tuyo o de lo mío. Y escuchemos. Y respiremos. Y cedamos el asiento al silencio. Pascua es también todo lo que se nos queda a medias, lo que aún no ha podido ser, lo que malgastamos mientras esperamos, esas mil propuestas que nuestra torpeza termina por estropear. Y el abrazo. Y las manos. Y un verso. Y una mirada humedecida. Pascua ha de ser el Dios que no se oculta, el que asoma la nariz, el que se ríe, el que nos toca, el que nos habla… Y nos libera… Y suspira… Y se estira… Y bromea… Y ronronea… Ese mismo que nos secuestran de un lado los profetas de la condena, y nos asesinan del otro lado los mesías del escepticismo; aunque con fines distintos, eso sí. Pascua es el asombroso ejercicio de la esperanza en seres tan oscuros, tan frágiles, tan maltrechos y tan desvalidos como quienes habitamos en esta cambiante, esquizofrénica, inestable y patética humanidad. Ya se lo decía el zorro al Principito: “Nada es perfecto”. Lo demuestra el hecho de que hasta la palabra “rescate”, que suena a héroes y a hazañas, tiene también su lado sombrío. Porque si eres un minero chileno atrapado en la mina, esperas con ansia que te rescaten, pero como seas de un país periférico y en Bruselas decidan tu rescate, se te avecina la catástrofe y te echas a la calle a dar voces.
A Jesús tuvieron que rescatarle -lo cuenta Lucas- porque el sistema económico del templo de Jerusalén, mayormente gestionado por los sacerdotes residentes, se sostenía gracias a tarifas establecidas: el primogénito varoncito de cada familia debía quedarse de plantilla en el templo pero, si la familia no estaba por la labor, tenía que rescatarlo entregando a cambio un cordero (adivinen quiénes se lo comían). Si la familia era de pocos posibles, se le aplicaba la tarifa B: un par de tórtolas o dos pichones (sigan adivinando adónde iban a parar los pichoncitos…) Llegaron José y María con su jaulita para pagar el rescate de su niño, porque ellos eran de pueblo, y con pocas pretensiones, y les hacía poca gracia lo de dejarlo como pupilo entre un personal cuyo fondo de armario, para que nos hagamos una idea, incluía “efod, pectoral, manto, túnica ajedrezada, turbante y banda, todo en oro, púrpura violácea, roja y escarlata y lino”. En comparación con lo que prescribe Ex 28, el atuendo cardenalicio de hoy es ropa de sport, casual fashion que le dicen ahora. Así que, gracias a los dos pichones del rescate, pudieron criarle sano y libre entre los vecinos de Nazaret que eran gente corriente. Lo llevaban a la sinagoga los sábados y fue allí donde debió escuchar por primera vez lo del go’el , una figura clave de la institución familiar de Israel: cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate; cuando un hombre era sometido a la esclavitud, redimirle era misión de su go’el(Lv 25, 47); si alguien se arruinaba y tenía que vender la tierra de sus antepasados, correspondía a su go’el rescatar esa tierra (Lv 25,25); y si un hombre moría sin descendencia y el hermano del difunto no quería casarse con la viuda, otro pariente podía convertirse en su go’el e impedir que se perdiera un nombre para siempre (lo cuenta preciosamente la historia de Rut). En tiempos del exilio, Israel dio un paso de gigante y se atrevió a pensar en Dios como en su familiar más próximo. Y en vez de subrayar su trascendencia, majestad o lejanía, le reconocieron como su go’el que era como decirle: “Tú eres nuestro pariente más cercano y tú sabrás por qué, pero has contraído para con nosotros una responsabilidad gravísima: a ti te corresponde sacarnos de la opresión, arrancarnos de la muerte y darnos un futuro”. Cuando Jesús escuchó lo del go’el, debió parecerle que era eso lo que mejor encajaba con lo que él quería ser y un día confesó a los suyos que había descubierto el sentido de su vida: “servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). Muy pronto empezó a intuir que rescatar a esa “familia” que somos y a la que se había vinculado, iba a tener un precio mayor del que creía al principio. Pero ya no podía volverse atrás, ya no podía dejar de querernos y de sentirse irremediablemente vinculado a nuestro destino. Se sentía marcado para siempre como go’el de esta humanidad nuestra, terrible y maravillosa. Quería estar junto a nosotros cuando nuestra vida estuviera en juego, cuando peligrara nuestra libertad, cuando nos amenazaran la ruina y el olvido. Estábamos tatuados en la palma de sus manos y lo supo definitivamente cuando las extendió para que se las clavaran al madero. Se había comprometido a entregar la vida por nosotros y él era un hombre de palabra. Pero su go’el también tenía palabra y acudió en su rescate resucitándolo de entre los muertos. Lo proclamamos radiantes cada año con el Alleluya pascual. El idioma del evangelio no es el nuestro. Nos equivocamos al leerlo como si la gente de hace dos mil años pensara, se expresara o escribiera como nosotros. Su manera de ser estaba mucho más cerca de lo teatral y de la pintura que de nuestra actual escritura.
En esos tiempos, muy pocos sabían leer. Lo que cuentan los evangelios fue contado, mimado y tal vez representado en pequeños grupos ante diferentes públicos, suscitando fervor y admiración y seguramente también controversias y debates. Era un poco como la televisión de esa época, el espectáculo improvisado en el fondo de una callejuela, a la sombra de un árbol o en la galería de un albergue. Jesús era para muchos “el” héroe. Sus numerosos admiradores no se cansaban de contar su historia. Cada uno le agregaba alguna pincelada y, para mayor regocijo de los oyentes, hasta competían para que el personaje fuera cada vez más querido y aceptado. Lo importante era hacer conocer a los paisanos al hombre que les había cambiado la vida. Un hombre que simplemente había terminado con las supersticiones, los miedos, con el pozo sin fondo que los mantenía lejos de la intimidad con Dios, lejos de su misericordia, lejos de su corazón. Un hombre que se había empeñado en abolir un sinnúmero de tabúes y de prejuicios enraizados en lo sagrado, y en derribar una cantidad de muros que separaban a los géneros, a las razas, a las clases sociales, a las naciones, a los pueblos, a las religiones. Un hombre que desenmascaraba la idolatría de quienes oprimían hipócritamente bajo el manto de la religión. Un hombre que sabía que todo eso le costaría la vida pero no retrocedió, ni siquiera ante la muerte. Un ser fuera de medida, un ser por encima de las normas, un ser asombroso, un ser maravilloso, un ser libre. Un hombre que inspiraba valor, audacia, dignidad. Que le devolvía la confianza a la humanidad, que le devolvía la esperanza y la alegría de vivir. Que mostraba que las cosas no tenían que ser siempre aguantadas sino que podían ser cambiadas. Que nada era inmutable, que nada estaba clasificado definitivamente o fijado para la eternidad. Para describir a Jesús, no había expresiones, ni imágenes lo suficientemente fuertes. Ni nada demasiado hermoso y asombroso. De modo que es inútil romperse los sesos tratando de saber si Jesús nació de una virgen y cómo resucitó de entre los muertos, si caminó realmente sobre las aguas, multiplicó los panes, cambió el agua en vino, devolvió la vista a ciegos. Todas esas expresiones quieren decir más o menos lo mismo: “Todo lo que Jesús ha sido va más allá de la cruz, la tumba, la muerte. Todo lo que ha sido es siempre actual, siempre válido, siempre eficaz y siempre verdadero.” En otros términos, la muerte no pudo nada contra Jesús. Él está vivo. ¡Más que nunca! La prueba de que no se ha ido realmente de este mundo, somos nosotros los que estamos acá. Le hemos dicho no a la muerte. Le hemos dado la espalda. Nos reímos de ella. Puede ser que nos maten, pero viviremos como él vive. Nada de volver a nuestras tumbas, a nuestros miedos, a nuestra esclavitud. En el apoyo que nos brindamos los unos a los otros, en nuestra solidaridad, en nuestro amor, encontramos la fuerza que antes no teníamos, la libertad que no conocíamos, la alegría y el bienestar que nos eran extraños. Es aquí, en lo que nosotros estamos viviendo, adonde palpamos que Jesús ha derribado el muro de la muerte, que él está vivo, que lo escuchamos hablar y que percibimos su respiración y su mismo aliento. Es él quién, a través nuestro, continúa iluminando, perdonando, curando, liberando y resucitando. Para nosotros, entre todo lo que existe, él ha sido, y es aún, lo que más es parecido a Dios y, a la vez, es todo lo más humano y más próximo a nosotros que pueda haber. Él nos ha mostrado en una forma incomparable que con Dios nada es imposible. Y nosotros, estimulados por su testimonio, creemos lo mismo. Es por eso que no dudamos en afirmar que otro mundo es posible. Sí, nosotros creemos que aún desde nuestra impotencia, o de nuestra nada, podemos obrar maravillas y recrear este mundo. Creemos que nuestros corazones de piedra pueden transformarse en corazones de carne. Creemos que el poder del amor es inmenso y es capaz de todo. Es capaz de audacias, de creatividad, de inteligencia, de ciencia, de libertad, de superación y de humanidad ilimitadas. Creemos que desde lo más profundo de nuestro ser pueden brotar fuerzas desconocidas y de nuestra roca, ríos de vida. Nuestras tierras quemadas, envenenadas, asesinadas por nuestras guerras, odios, depredaciones y desasosiegos, serán cambiadas en huertos y verdes praderas. Purificaremos el aire de nuestro cielo y lavaremos el agua de los mares y restauraremos la vida en toda la superficie de la tierra. Haremos milagros. ¡Nada es irreversible! Todo puede cambiar. Todo puede ser transformado. Todo puede ser iluminado y recreado. ¡Sí, podemos caminar sobre las aguas! La clave de todas las apariciones, que se relatan en los evangelios, es la que Jesús hace a la comunidad reunida. La experiencia pascual de los seguidores de Jesús demostró que es en la comunidad, donde se puede descubrir la presencia del verdadero Jesús.
La comunidad es la garantía de la fidelidad a Jesús y al Espíritu. Pero sobre todo, es la comunidad la que recibe el encargo de predicar. La misión de anunciar el evangelio no se la han sacado ellos de la manga, sino que es el principal mandato que reciben de Jesús. La nueva presencia de Jesús es la legitimación de la tarea más importante de la comunidad. Juan es el único que desdobla el relato de la aparición a los apóstoles. Con ello personaliza en Tomás el tema de la duda, que es capital en todos los relatos de apariciones. “El primer día de la semana”. Dios hizo la primera creación en seis días. Jesús da comienzo a la nueva creación. En Jesús, la creación del hombre llega a su plenitud. El local cerrado a cal y canto como consecuencia del miedo, delimita el espacio de la comunidad, fuera está el mundo hostil. Como el antiguo Israel, en su éxodo, están atemorizados ante el poder del enemigo. El Mensaje de María Magdalena haciéndoles saber que Jesús vivía, no les había liberado del miedo. Para entrar en la dinámica de Pascua, no basta conocer de oídas, es necesaria la experiencia viva para tener la seguridad y la alegría. Jesús aparece en el centro, porque, ahora, él es para ellos la única referencia y factor de unidad. La comunidad cristiana está centrada en Jesús y solamente en él. No atravesó la puerta o la pared, no recorrió ningún espacio; se hace presente en medio de la comunidad directamente. El saludo elimina el miedo y las incertidumbres. Las llagas, signo de su entrega, evidencian que es el mismo que murió en la cruz. La permanencia de las señales de su muerte, indica la permanencia de su amor. Garantiza además, la identificación del resucitado con el Jesús crucificado. Ya no hay lugar para el miedo a la muerte. La verdadera Vida nadie puedo quitársela a Jesús ni se la quitará a ellos. La comunidad tiene ahora la experiencia de que Jesús Vive y les comunica esa misma Vida. El segundo saludo trata de darles fuerza para la misión. Les ofrece una paz para el presente y para el futuro. En los relatos de apariciones la misión es algo esencial, sobre todo en Juan; les había elegido para llevarla a cabo. La misión ha de ser cumplida como la cumplió él, demostrando un amor total. La misión es el principal encargo que les había dejado Jesús, durante su vida y es el objetivo último de todas las apariciones. Si toman conciencia de que poseen la verdadera Vida, el miedo a la muerte biológica no les preocupará en absoluto. La Vida que él les comunica es definitiva y permanece. El verbo soplar, usado por Juan, es el mismo que se emplea en Gn 2,7. Con aquel soplo el hombre barro se convirtió en ser viviente. Ahora Jesús les comunica el Espíritu que da verdadera Vida. Esa nueva Vida es la capacidad de amar como ama Jesús. Se trata de una nueva creación del hombre. La condición de hombre-carne queda transformada en hombre-espíritu. Les saca de la esfera de la opresión y les hace libres, quita el pecado del mundo. El Espíritu recibido es el criterio para discernir las actitudes y los hechos que se derivan de esa Vida. El Espíritu permite a la comunidad discernir la autenticidad de los que se adhieren a Jesús y salen del ámbito de la injusticia al del amor. Debemos tener mucho cuidado al traducir estos textos y no hacerles decir lo que no dicen. El Espíritu no se refiere a la tercera persona de la Trinidad. Se trata de la fuerza que les capacita para la misión. Deducir de aquí la institución de la penitencia, es ir mucho más lejos de lo que permite el texto. El concepto de pecado que tenemos hoy no se elaboró hasta el s. VII. Lo que entienden por pecado las primeras comunidades es algo muy distinto. Jesús no vino ni a juzgar ni a condenar; mucho menos a la comunidad. El texto quiere decir que, ante la comunidad quedará patente el pecado de los que se niegan a dar su adhesión a Jesús. Ni Jesús ni la comunidad dan sentencia, contra nadie. La sentencia se la da a sí mismo cada uno con su actitud. La referencia a "los doce", aunque sólo fueran once, designa la comunidad cristiana como heredera de las promesas de Israel. Tomás había seguido a Jesús, pero, como los demás, no le había comprendido del todo. Ni él ni los demás eran capaces de concebir una Vida definitiva que permanece después de la muerte. Separado de la comunidad, no tiene la experiencia de Jesús vivo. Una vez más se destaca la importancia de la experiencia compartida en comunidad. "Hemos visto al Señor" No es una mera afirmación de visión sensorial. Significa la experiencia de la presencia de Jesús que les ha trasformado. Les sigue comunicando la Vida, de la que tantas veces les había hablado. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que ahora brilla en la comunidad. El relato insiste en que Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. A pesar de todo, los testimonios no pueden suplir la experiencia, y Tomás es incapaz de dar el paso. “A los ocho días" cuando se escribe este texto, la comunidad ya seguía un ritmo semanal de celebraciones. Jesús se hace presente en la celebración comunitaria, cada 8 días. La nueva creación del hombre que Jesús ha realizado durante su vida, culmina en la cruz el día sexto. Estaban reunidos dentro, en comunidad, es decir, en el lugar donde Jesús se manifiesta, en la esfera de la Vida, opuesto a "fuera", el lugar de la muerte. Tomás se ha reintegrado a la comunidad. Ahora puede experimentar lo que no creyó. Jesús se dirige a Tomas, porque viene para todos, y una vez dentro de la comunidad, también Tomás encontrará a Jesús. Una vez más, las señales son inseparables de la muerte por amor. La resurrección no lo separa de la condición humana anterior. No es el paso a una condición superior sino la misma condición humana llevada a su culminación. La respuesta de Tomás es extrema, igual que su incredulidad. Al llamarle Señor, reconoce a Jesús y lo acepta dándole su adhesión. Al decir “mío” expresa su cercanía, como la Magdalena. Después de 1,18, es la primera vez que es llamado simplemente “Dios”. Los judíos lo habían acusado de hacerse igual a Dios e incluso Hijo de Dios. En 1,1 se había dicho: “un Dios era el proyecto”. Jesús ha cumplido el proyecto, amando como Dios ama. (14,20) “Aquel día experimentaréis que yo estoy identificado con mi Padre”. (14,9) “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Dándoles su Espíritu, Jesús quiere que ese proyecto lo realicen también todos los suyos, con la misma fuerza con que él lo realizó. Jesús descubre al hombre todas sus posibilidades: trascenderse a sí mismo y llegar a ser divino. Tomás tiene ahora la misma experiencia de los demás: ver a Jesús en persona. El reproche de Jesús se refiere a la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Pero la adhesión no se da al Jesús del pasado, sino al Jesús presente, que es a la vez, el mismo y distinto. El marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo, resucitado. Por exigir esa presencia externa y sensorial, la experiencia de Tomás no puede ser modelo. Fijaos en lo curioso del caso. El evangelista elabora una perfecta narración de apariciones y a continuación nos dice que no es esa presencia externa la que debe llevarnos a la fe. La demostración de que Jesús está vivo, tiene que ser el amor manifestado en la comunidad. Descubrir ese amor tiene que llevar a la fe en Jesús vivo. Dichosos los que al descubrir ese amor manifestado, descubran la presencia de Jesús. La advertencia es para los del tiempo en que escribió el evangelio y para todos nosotros. En 14,19 había dicho: “Vosotros me veréis porque yo tengo Vida y también vosotros la tendréis”. El mensaje queda abierto al futuro. Muchos seguirán creyendo aunque no lo vean. Este es el objeto del relato. En el relato se puede apreciar el afán por dar la máxima veracidad y viveza a cada detalle, pero a la vez, la falta de coherencia en la sucesión cronológica de los hechos, nos está advirtiendo de que no se trata de una crónica de sucesos. Lo que se trata de comunicar son vivencias internas de los discípulos reunidos. Lo que quieren trasmitirnos está más allá de lo que entra por los sentidos o podemos imaginar. La clave para entender todos estos relatos está en descubrir que se empeñan en hablar de lo inefable. El mensaje para nosotros hoy es muy claro: sin una experiencia personal, llevada a cabo en el seno de la comunidad de los creyentes, es imposible acceder a la nueva Vida que Jesús anunció antes de morir y ahora está comunicando a todo el que se abre a su mensaje. Todos nosotros tenemos que pasar por el mismo proceso que tuvieron que superar los discípulos. Se trata del paso, del Jesús “aprendido”, al Jesús experimentado. Ese cambio siempre será difícil, pero sin él, no hay posibilidad ninguna de entrar en la dinámica de la resurrección. Que Jesús siga vivo, no significa nada si no vivo yo mismo. Meditación-contemplación ¡Dichosos los que crean sin haber visto! Todos estamos en esas circunstancias, porque la confianza hay que ponerla en lo “invisible”. Lo que se puede ver y palpar, no puede ser objeto de fe. ………………… La fe tampoco consiste en esperar que algo venga de fuera. Ni en confiar en que un día tendré lo que ahora no tengo. Para confiar en lo que ya tengo, primero hay que descubrirlo, aceptarlo y vivirlo. ………………… Mi principal tarea es descubrir esa Vida que Dios ya me ha dado y poner todo mi ser al servicio de su desarrollo. Mi objetivo debe ser desplegar la Vida al máximo y manifestar su plenitud (amor) a través de todas mis obras. Los evangelios no son –ni pretenden ser- crónicas periodísticas. Se trata, más bien, de relatos exquisitamente elaborados durante unos 50-70 años, en el marco de las diferentes comunidades y redactados, finalmente, por autores cuidadosos que miman el simbolismo incluso en los detalles más pequeños.
Son, fundamentalmente, catequesis, tal como pone de relieve el texto de Juan que leemos hoy: “Se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre”. Su objetivo es promover y sostener la fe en Jesús, como fuente de vida. El mismo texto de este domingo es una catequesis sobre la fe, dirigida a los discípulos de la segunda generación (y de las generaciones posteriores, incluidos nosotros), a quienes se anima a creer –“dichosos los que crean sin haber visto”-, a partir de la figura de Tomás. Todo empieza en una situación de oscuridad y miedo, dos características que suelen ir juntas y que son frecuentes en la vida de las personas. El miedo es consecuencia de la “oscuridad”, de la ignorancia, del no saber. La sabiduría auténtica –no la mera erudición ni la “lección aprendida”-, además de sabor, aporta siempre luz. La Sabiduría, que es luz, se cuela por cualquier rendija de nuestra vida, por pequeña que sea, siempre que estemos mínimamente atentos y dispuestos a ver. En nuestro momento histórico, esto parece resultar, de entrada, más difícil debido al incesante bombardeo de informaciones de todo tipo, que no dan tregua ni favorecen el silencio necesario para atender a esas otras “señales”, que suelen ser más calladas. En el relato que comentamos, se cuela en forma de sensación depresencia, de paz y de dinamismo interior. En aquellos discípulos, de una manera “personalizada”: la presencia de Jesús es fuente de paz y manantial del Espíritu. Y el primer efecto –fruto- que produce en ellos esalegría, gozo de ser, que disipa el miedo, porque la presencia aleja la oscuridad. Desde una perspectiva no-dual, sabemos que cada parte contiene el todo. Esto significa que la presencia, la paz y el dinamismo que habitaban a Jesús y que los discípulos experimentaron a través de su persona, se nos regalan también a nosotros, a través y en medio de la realidad que nos toca vivir. Es sabido que el modelo mental (dual) separa, fracciona y, de ese modo, distorsiona la realidad, abocando además a cualquier tipo de absolutismo y, en último término, de fanatismo. Porque, al separar, tiene necesariamente que comparar. Basta salir del estrecho cerco del modelo mental para captar su engaño y su trampa. Para empezar, podemos recurrir a la imagen (metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y olvidando la naturaleza común de agua, que comparten. Desde el modelo no-dual, por el contrario, se advierte, antes que nada, el agua que constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva cambia radicalmente. Si traemos la metáfora a nuestro tema, me parece que puede afirmarse lo siguiente. En Jesús, los cristianos vemos una “ola” nítida –nuestra ola de referencia- en la que apreciamos con claridad el “agua” que constituye todo lo real. En ese sentido, afirmamos que Jesús es “espejo” de lo que somos. Como dice Javier Melloni, “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos”. Me parece importante insistir en que no se trata, en primer lugar, de una cuestión o problemática cristológica ni teológica, sino gnoseológica. Es decir, no estamos discutiendo quién es Jesús, sino –esto es lo decisivo, para evitar entrar en un enfrentamiento religioso- cómo es nuestro modo de conocer. Si no clarificamos este punto, no haremos sino aumentar la confusión. El problema se torna irresoluble, a mi modo de ver, cuando confundimos la “fe” misma –o la verdad- con nuestro “modo de verla”. En concreto, si pienso que el contenido de la creencia es el que veo a través del modelo mental (dual), el resultado de mi fe será la imagen de un Dios separado e, igualmente, de un Jesús también separado, adornado de “atributos” exclusivos. Es decir, el modelo mental habría introducido un filtro distorsionador de la realidad… y hace creer que su propio modo de ver proporciona la verdad de lo que es. Sin embargo, hay otro modo de ver, desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Desde él, podemos percibir que Jesús esmanifestación de Lo Que Es y expresión de lo que somos todos. Caen, por tanto, las separaciones, los enfrentamientos y los fanatismos. Y resplandece la Verdad una que en todo se expresa y manifiesta. ¿Por qué se dan tantas resistencias a verlo de este modo, que es amplitud y liberación, superada la rigidez y estrechez del modelo mental? Probablemente, se deba a dos motivos: · porque hemos crecido con ese modelo, hasta identificarnos con él, lo cual hace difícil que podamos tomar distancia del mismo; · y porque se hallan implicados afectos, sentimientos y creencias, de una forma intensa, hasta el punto de creer que el cambio de modelo supone una infidelidad o traición nada menos que a la misma fe, a Jesús o a Dios. Todo ello es comprensible. Cada persona tenemos nuestra historia, estamos donde estamos y usamos el modo de conocer que podemos usar. Tal como lo veo, no se trata de “convencer” a nadie, sino de hacer luz para no confundir la verdad con los modelos que usamos. Y, a partir de ese reconocimiento previo, seguir avanzando en el modelo que vayamos viendo más adecuado para crecer en comprensión de lo Real. Insinuaba más arriba que, desde esta perspectiva no-dual, la presencia, la paz, el dinamismo, la alegría… constituyen aspectos de la Realidad una, que en Jesús se expresó de modo admirable, pero que podemos percibir en todo, cuando estamos atentos. Del mismo modo que, hasta en el arroyo más insignificante, palpamos el agua que constituye todo el océano. Es esta comprensión la que nos libera de la oscuridad y del miedo, en los que, como aquellos discípulos, hemos podido estar encerrados. El evangelio de hoy tiene dos partes bastante claras. En la primera, los discípulos están encerrados en casa "por miedo a los judíos". Jesús se hace presente, les comunica la paz y sopla sobre ellos: “Recibid el Espíritu Santo”. Es el Pentecostés del cuarto evangelio, que los envía en misión a todo el mundo. De esto concluimos que los relatos de la resurrección y el de Pentecostés de Lucas no tienen intención histórica ni nos sirven para fijar tiempos y lugares.
La fe de la primera comunidad consiste en la convicción de que Jesus mismo les encomienda la misión y les promete el Viento del Padre para realizarla. Esto nos obliga a saltar a la segunda parte de esta escena, ocho días después, con Tomás. El mensaje es enteramente diferente, aunque con el mismo carácter que es más una profesión de fe que un relato de sucesos. Aquí se muestra la realidad física del cuerpo del Resucitado, con las heridas de la Pasión palpables físicamente. Reafirmación de la verdadera humanidad de Jesús. Todo se hace en un contexto muy intencionado. Es "el primer día de la semana". Y ya conocemos a Juan y sus constantes alusiones al Antiguo Testamento. El primer día. De nuevo nos hallamos ante la imagen de la Creación. Éste sí que es EL DÍA PRIMERO, el comienzo de la Nueva Creación. Están los discípulos reunidos en torno a la mesa (lo puntualizan así los Sinópticos) y "Jesús en medio". Es una clara situación de celebración de la Eucaristía, y del cambio de día, de Sábado a Domingo, en la celebración. Los cristianos en adelante celebrarán solamente la Cena del Señor, la fiesta del encuentro, con el Señor en medio, el Señor Resucitado, el Primer día de la Semana. El saludo de Jesús es igualmente importante. No es el "Shalom" cotidiano, que es un deseo de paz. No se dice "que la paz esté con vosotros", sino que se señala una acción, se constata un hecho. Cristo produce la paz. El es nuestra paz, la paz con Dios, la paz entre nosotros. Hay comunidades que han modificado el saludo; el sacerdote dice “la paz está con vosotros”, y la asamblea responde: “está con nosotros”. (Paralelamente, está muy mal traducido el "Dominus vobiscum" por "El Señor esté con vosotros". El sacerdote no desea sino que proclama y celebra ya de entrada la presencia del Señor en la comunidad. Sería preferible decir: “El Señor está con vosotros”) Y la paz se traduce en fiesta: "Los discípulos se llenaron de alegría de ver al Señor". Ya se empieza a utilizar sistemáticamente la expresión "el Señor" para designar al Resucitado. "Dios le ha constituido Señor". En todo este contexto, Juan recalca ante todo, La Misión. “Como el Padre me envió, así os envío Yo a vosotros”. Es la mejor definición de la iglesia: enviados por Jesús, con su misma misión. Esta misión se define en la línea siguiente: hacer presente el Espíritu, hacer presente la reconciliación del género humano con Dios, su Padre. La comunidad se va a caracterizar en adelante por la presencia del Espíritu de Jesús. Esta es la gran novedad: la comunidad de los creyentes tiene el Espíritu; esto se significa en un gesto de Jesús: "Sopló sobre ellos". Lo mismo que el Creador para hacer del hombre de barro un "ser viviente" (Génesis 2). El Espíritu es el que da vida, la carne no vale para nada. Ya lo expresó Juan en la entrevista de Jesús con Nicodemo: nacer de nuevo, ser del Espíritu, no de la carne. "Pues habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba". "Porque estamos muertos y enterrados al mundo, y nuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios". Recibir el Espíritu es entrar en el mundo de la Reconciliación, el mundo en que Dios es el Padre, el que ofrece el perdón gratis. Enviados por tanto a manifestar el perdón. "El que me ve, ve a mi Padre". "Como mi Padre me envió, así Yo os envío a vosotros". Es decir, parafraseando un poco, "que el que os vea, me vea a Mí y conozca a mi Padre". No podemos reducir el perdón a la función sacramental. Esta es una, y magnífica, manifestación del perdón. Pero nosotros estamos llamados a vivir en el perdón y a anunciarlo con nuestro modo de vivir. Finalmente, en el reconocimiento de Tomás se introduce una frase en la que culmina el Evangelio de Juan: "Señor mío y Dios mío". Tomás creía en Jesús de otra manera. La fe de Tomás en Jesús/Mesías/Rey había quizá hecho quiebra, como la de otros discípulos, en la cruz. Ahora, ve y cree. También Juan, cuando entró en el sepulcro vacío, "vio y creyó". Esto supone el desafío último de nuestra fe en Jesús. Nosotros admitimos de buen grado la cristología de los hechos de los Apóstoles, que leíamos en la segunda lectura del domingo de Resurrección: la recordamos: "Me refiero a Jesús, el de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el Diablo; porque Dios estaba con él.” Sí, hasta aquí nuestra fe va tranquila. Pero, tras la resurrección, hay otra fe, la que expresa el Evangelio de Juan. El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. Es la misma fe que ahora expresa Tomás, el final de la fe de Juan. Quizá nosotros no entendemos: nos enfrentamos, una vez más, al misterio que siempre significa para los humanos el contacto con la divinidad. Éste es un tema sobre el que ya meditamos en las fiestas de Navidad, y sobre el que siempre tendremos que meditar más despacio. Enviados, mensajeros, testigos; es la definición de los que formamos la iglesia, un grupo de mujeres y hombres que se sienten enviados, que han aceptado ser mensajeros, que quieren hacer de su vida un testimonio, porque se sienten invadidos por el mismo Espíritu que arrastraba a Jesús, el que le sacó de su casa de Nazaret, el que le llevó a curar y enseñar, el que le empujó hasta le entrega total, hasta tener que morir por esa causa. Testigos del Espíritu de Jesús: espíritu de fraternidad, de curación, de veracidad, de fidelidad, de servicio… espíritu exigente y alegre a la vez, espíritu filial, responsable y confiado ante su Padre, comprometido y solidario ante sus hermanos. Espíritu lleno de esperanza en el futuro, que se siente en paz con Dios y con todos. Espíritu seguro de la presencia de Dios, comprometido en la bella misión de hacer visible su Presencia. Pero no podemos olvidar que el Espíritu es visible en el comportamiento de los que siguen a Jesús, en la iglesia. Los textos de Hechos lo muestran con sencilla y desafiante claridad: “no había indigentes entre ellos”. El primer efecto de la fe en Jesús es el sentimiento de fraternidad. Los primeros cristianos, antes de llamarse “la iglesia”, se llamaban “los hermanos”. Una vez más, el uso y abuso de las palabras ha desgastado “hermanos”. “Queridos hermanos” es el saludo normal del sacerdote al empezar la eucaristía. Pero no suele ser más que un tópico. Por eso, en las primeras comunidades no había indigentes. ¿Cómo va a tolerar un buen hermano que a su hermano le falte lo necesario, o que sea tratado injustamente? La terrible expresión de la parábola del Juicio Final, “a Mí me lo hicisteis” , se entiende muy bien en boca de un buen hermano. Quizá no hemos caído en la cuenta de que se trata de una nueva concepción del “derecho de propiedad”. Se trata de que mi propiedad privada está subordinada a las necesidades de los demás. Si lo llevamos a la práctica, revolucionamos el mundo. [Filosofia i pensaments errants] Hace unos días, el cardenal de Barcelona, Lluís Martínez Sistach, fue entrevistado en el matí de Catalunya Ràdio. La primera parte de la entrevista se centró en la crisis económica. Sin profundizar demasiado, destacó, entre otras cosas, la urgencia de volver a situar a la persona en el centro de la economía. Opiniones que yo, al menos, suscribiría, pero que estaban algo faltadas de erudición.
El cardenal no me despierta gran simpatía, pero tampoco ninguna antipatía significativa. En el panorama lastimoso de los obispos catalanes, tiene ese rol incómodo de ser demasiado abierto para los conservadores, demasiado cerrado para los progresistas. Y así nunca hace nada al gusto de todos, excepto para aquellos que fluctúan en medio con esa mentalidad conciliadora que aún no sé si sigue los imperativos del Evangelio o los obvia para evitar mal ambiente eclesial. En la segunda parte de la entrevista llega el momento estelar de cualquier jerarca: se plantea el tema de la homosexualidad. Y otra vez con el argumento de lo natural y lo artificial. Nos dicen que la homosexualidad es una actitud cultural degenerada, y que lo natural es la unión entre hombre y mujer. Ahora, la novedad de la Iglesia consiste en añadir que todos somos hijos de Dios, y que a todos se nos acoge por igual, pero que hay comportamientos inaceptables. Como si esta afirmación, por elevarse pretendidamente de lo terrenal, no fuera un eufemismo de la misma falta de respeto. Ciertamente, no se puede negar que hombre y mujer se acoplan físicamente a la perfección, y así llevan a cabo una función vital para la especia humana. Pero de este hecho puramente fisiológico se extraen demasiadas conclusiones teológicas y metafísicas. No sé si la experiencia humana de la transcendencia no encontraría mejores maneras de expresarse que esta especie de lírica cosmológica tan casposa. Y aquí se ve el progreso de la Iglesia, que aún nos repite, con palabras más o menos actualizadas, el estropicio (reconocido) de la Humanae Vitae. El tipo de razonamiento que condena la homosexualidad parte de tres supuestos. El primero, que es lago adquirido culturalmente o artificialmente. La prueba de esto remite al segundo supuesto: que lo natural es solo la unión de hombre y mujer por la finalidad procreadora que tiene. Y el conjunto se entiende a partir del tercero, y más profundo de todos: debemos seguir la ley natural porque es sinónimo de la ley de Dios. Es la ley que Dios ha depositado en el mundo como traducción de su voluntad. Esto, sin ir más lejos, es la clásica falacia naturalista. Pero bueno, probemos de admitir que, efectivamente, es necesario seguir la ley natural y que las disposiciones biológicas naturales determinan qué debemos y qué no debemos hacer. Aquí llego a mi perplejidad. ¿No es este un discurso demasiado abrumador para una ética como la del cristianismo? Me explico. Esto de seguir a por todas la ley natural no es mucho decir por parte de una ética que fundamentalmente se dedica a anunciar imperativos contra naturales? ¿No es mucho decir por parte de una ética que proclamar con voz clamorosa la defensa de lo más antinatural, la defensa del débil? Ya decía Nietzsche que la moral cristiana es contra natura, pues violenta la ley de la naturaleza según la cual sobreviven los más fuertes y hábiles. Parece que la doctrina e dictamina que para unas cosas debemos seguir la naturaleza, y para otras, ir contra sus leyes. Supongo que se percibe lo absurdo del asunto. Claro, y decidir qué queda a cada lado no puede ser más arbitrario. Depende del momento histórico, y de intereses concretos. Pero estaría bien que la Iglesia oficial descubriera que todas estas afirmaciones no son más que piedras sobre el propio tejado, y que hay pocas descalificaciones argumentativas peores que una petición de principio. Para la moral sexual hemos de seguir la naturaleza, para la moral social, no. ¿Resolverá la Iglesia esta arbitrariedad? Casi prefiero que no, pues tal y como están las prioridades de la jerarquía, veremos antes el olvido del débil, es decir, el darwinismo social, que la superación de la tradición. |
Ayuda al Blog que publica todos los días diferentes áreas, queremos seguir publicando
EL BLOGEl blog es uno dedicado al análisis en general de muchos puntos desde la ópica teológica. La meta es impulsar el estudio amplio y profundo de la fe y de la razón, siendo ambos elementos fundamentales de la vida. SABES QUE PUEDES HACER COMENTARIOS A LAS REFLEXIONES O ENSAYOS TEOLOGICOS QUE APARECEN EN EL BLOG, SI PUEDES INTENTALO...
Archivos
Febrero 2023
Categorias |