Una parábola es susceptible de diferentes niveles de lectura, todos ellos legítimos, y no solo no autoexcluyentes, sino mutuamente complementarios. Es lo que ocurre con esta que se conoce como “del hijo pródigo”.
En un nivel literal-histórico, la parábola constituye una defensa que Jesús hace de su comportamiento y de su misión, frente a los fariseos y los teólogos oficiales del judaísmo. En plena polémica con ellos, Jesús sostiene la gratuidad del amor de Dios, ante el que ellos mismos –representados en el hijo mayor- se han blindado, mientras aparentan ser los que siempre “cumplieron” y nunca se alejaron. En un nivel teológico-teísta, el relato aparece como una catequesis sobre Dios, cuya revelación constituye el objetivo de la parábola. Jesús afirma que Dios es Amor compasivo y Gracia incondicional. Tanto el hijo menor, que ha creído alejarse de él, como el mayor, que sigue en casa, pero con un corazón resentido y endurecido, reciben la misma oferta acogedora: la fiesta del encuentro. Al primero, que había querido encontrar la felicidad en la huida, se le regala todo aquello que lo rehabilita y lo afirma en su dignidad y en su valía; al segundo, que vive en el reproche y la amargura, se le manifiesta algo increíble, en lo que parece no haber reparado: “Todo lo mío es tuyo”. En un nivel psicológico-simbólico, los dos hijos representan dos dimensiones de toda persona: la ansiedad que lleva a buscar la felicidad lejos y fuera de “casa”, y la imagen que hace vivir en la apariencia y en el cumplimiento para evitar cualquier posible “castigo” del superego. Solo en la medida en que reconocemos en nosotros mismos esos movimientos, y somos capaces de aceptarlos humildemente, desde la verdad de quienes somos, seremos capaces de avanzar hacia una integración psicológica saludable. En un nivel espiritual-transpersonal, finalmente, las tres figuras de la parábola reflejan, tanto los movimientos más superficiales del ego, como la identidad profunda que nos constituye. El “hijo menor” es el ego ignorante y carenciado: no ha encontrado su propia casa ni se reconoce en quien es. “Necesita” escaparse –bajo el señuelo de la felicidad que sitúa lejos y en el futuro-, para poder aprender. La crisis que experimenta –sin trabajo, sin comida, sin relaciones, en la situación más servil imaginable (para un judío, cuidar cerdos era lo más impuro que podía pensarse)- le abrirá los ojos para emprender el camino del autoconocimiento y de la vuelta a “casa”. El “hijo mayor” es el ego, igualmente ignorante, parapetado detrás de la imagen perfeccionista y exigente, gracias a la cual esperaba obtener un reconocimiento (“un cabrito”) en el que poder afirmarse. Aunque aparentemente nunca se ha ido y siempre ha “cumplido” como un “buen hijo”, desconoce también por completo su identidad y su “casa”. Su autoexigencia ha terminado envenenando su vida en el resentimiento, que se expresará en el juicio contra su hermano y en el reproche contra su padre. Es un ego más “peligroso”: de hecho, mientras el menor se deja abrazar, de este no sabemos siquiera si entró en la fiesta. La imagen de quien no reconoce ni acepta su sombra contamina de amargura tanto la vida propia como las relaciones y la convivencia. El “padre” es nuestra verdadera identidad; por eso, nuestra “casa” y nuestro buen lugar. Cuando estamos lejos de quienes somos, vivimos en la inconsciencia y en el sufrimiento de quien “huye” o de quien “cumple”; en ambos casos, de quien ignora quién es realmente. El “padre” es el Yo Soy universal, la identidad compartida, más allá de las formas egoicas que aparecen en la superficie. Esa identidad es Amor, Gracia, Compasión y Fiesta. No hay otra cosa que tengamos que hacer en esta vida sino despertar a ella: el resto será consecuencia, “se nos dará por añadidura”, decía el propio Jesús. Mientras no nos reconozcamos en nuestra verdadera identidad, sino que permanezcamos en la creencia de que somos un yo eparado, no lograremos escapar de una terrible paradoja: deseamos poseer cosas porque nos creemos ajenos a ellas, cuando en realidad lo somos todo (“Todo lo mío es tuyo”). Nuestros apegos y nuestros miedos solo están causados por esa percepción errónea y autolimitadora de quienes somos. Encerrados en la idea del yo, hemos olvidado nuestra verdadera identidad, ilimitada y original. No es extraño que, tanto las tradiciones de sabiduría como las tradiciones espirituales, hayan insistido en la prioridad de conocerse a sí mismo –”conócete a ti mismo”, conoce tu verdadera identidad (que no es el yo)- como único medio de salir del engaño y del sufrimiento.
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La liturgia propone la parábola del "hijo pródigo" con la intención de que nos identifiquemos con el hijo pródigo. Pretende hacernos tomar conciencia de nuestros pecados, e invitarnos a la conversión. Es una propuesta válida, pero parcial, porque la parábola no va dirigida a los publícanos y pecadores, sino a los fariseos y letrados que murmuraban de Jesús porque acogía a los pecadores.
Se trata de un relato ancestral presente en todas las culturas. Es un producto del subconsciente colectivo que expresa realidades escondidas de nuestro ser. Es un prodigio de conocimiento psicológico de la persona humana y un alarde de experiencia religiosa. Los tres personajes represen¬tan distintos aspectos de nosotros mismos. La comprensión de esta parábola ha sido para mí una verdadera iluminación. He visto reflejada en ella de manera sublime todo lo que debemos aprender sobre el falso yo y nuestro verdadero ser. Pero también, la necesidad de interpretar la parábola, no desde la perspectiva de un Dios externo a nosotros sino desde la perspectiva de un Dios que se revela dentro de nosotros mismos. Yo mismo tengo que ser el Padre que tiene que perdonar, acoger e integrar todo lo que hay en mí de imperfecto y engañoso. Ser verdadero hijo no es vivir sometido al padre o alejado de él, sino imitarle hasta identificarse en él. El padre es nuestro verdadero ser, nuestra naturale¬za esencial, lo divino que hay en nosotros. Es la realidad que tenemos que descubrir en lo hondo de nuestro ser y de la que tanto hemos hablado últimamente. No hace referencia a un Dios que nos ama desde fuera, sino a lo que hay de Dios en nosotros, formando parte de nosotros mismos y que se relaciona con nosotros desde nuestro centro. Esa verdadera realidad que somos está siempre abierta y esperando abrazar todo lo que hay en nosotros. Es el fuego del amor que espera fundir todo el hielo que encuentra en nosotros. Esa realidad fundante, nunca lucha contra nada sino que lo intenta abarcar todo e integrarlo en ella misma. El hijo menor simboliza nuestro "yo", nuestra naturaleza egocéntrica y narcisista que nos domina mientras no descubramos lo que realmente somos. Es la ola que se siente capaz de vivir sin el océano, porque lo considera una cárcel. Quiere seguir siendo "yo". Opone resistencia a todo lo que no es ella y cree que lo que no es ella la puede aniquilar. De ahí, tarde o temprano, surge la inseguridad. Tiene que retornar a su verdadero ser, porque lo que alcanza por ese camino nunca podrá satisfacerle. El hijo mayor representa también nuestro "ego", pero un yo que ya ha experimentado su verdadero ser; aunque no se ha identificado todavía con él. Vive al lado de su naturaleza esencial (el Padre), pero sigue aún apegado a su naturaleza egocéntri¬ca. De ahí que permanezca en la dualidad que le parte por medio. Sigue creyendo que la individualidad es imprescindible y no puede aceptar el verdadero ser de los demás, porque no se ha identificado con su verdadero ser. El "yo" y el "ser verdadero" aún siguen separados. El Padre que ya ha descubierto y acepta en el exterior, lo tendrá que descubrir en su interior y en los demás (el hermano). El aparente buen comportamiento está motivado por el miedo a perder al Padre. No es ninguna virtud sino una manifestación más de su egoísmo y falta de seguridad en sí mismo. Le falta dar el último paso de desprendimiento del ego e identificarse con lo que hay de divino en él, el Padre. Todos tenemos que dejar de ser "hermano menor", y "hermano mayor", para convertirnos finalmente en "Padre". La insistencia maniquea de nuestra religión en el pecado, nos ha hecho interpretar la parábola de una manera unilateral. Es un error llamar a este relato la parábola del "hijo pródigo". No va dirigida a los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Se trata de defender la postura de Jesús para con los publicanos y pecadores, que manifiesta lo que es Dios para todos nosotros, seamos "buenos" o "malos". En la manera de actuar con los dos hijos, el Padre de la parábola hace presente a Dios; de la misma manera que Jesús al acoger a los pecadores está haciendo presente a Dios. Normalmente hemos considerado la parábola como dirigida a los "hijos pródigos". Da por supuesto que todos tenemos mucho de hijo menor, que es el malo. La verdad es que el mayor no sale mejor parado que el menor y debería ser objeto de una atención más cuidada. Es relativamente fácil sentirse hijo pródigo. Es fácil tomar conciencia de haber dilapidado un capital que se nos ha entregado antes de haberlo merecido. Como el hijo menor, es fácil tomar conciencia de que hemos renunciado al padre y a la casa, hemos deseado que estuviera muerto para heredar, hemos traicionado a la familia, hemos renegado del entorno en que se había desarrollado nuestra existencia. Todo para potenciar nuestro egoísmo, para satisfa¬cer nuestro hedonismo a costa de lo que se nos había entregado con amor. El fallo estrepitoso del hijo menor y la situación desesperada a la que ha llegado, facilita la toma de conciencia de que ha ido por el camino equivocado. Es más difícil que descubramos en nosotros al hermano mayor, y sin embargo, todos tenemos muchos más rasgos de éste que del menor. Con frecuencia, no entendemos el perdón del Padre para con los pródigos, nos irrita y molesta que otras personas que se han portado mal, sean, a la postre, tan queridas como nosotros. No percibimos que rechazar al hermano es rechazar al Padre. No solo no nos sentimos identificados con el Padre, sino que intentamos, por todos los medios, que el Padre se identifique con nosotros; cosa que no le pasa por la cabeza al hermano menor. Desde esa perspectiva tampoco descubrimos que tenemos que regresar al Padre. Por eso la parábola deja en un suspense inquietante la respuesta del hermano mayor. No nos dice si el hijo hace caso al padre y se incorpora a la fiesta. Esto nos tiene que hacer pensar. El padre espera a uno con paciencia durante mucho tiempo, sin dejar de amarle en ningún momento; pero también sale a convencer al otro de que debe entrar y debe alegrarse; demuestra así, en contra de lo que piensa y espera el hermano mayor, que su amor es idéntico para uno y para otro. El Padre espera y confía que los dos se den cuenta de su amor incondicional. Ese amor debería ser el motivo de alegría para uno y para otro. Llegar a ser Padre, no supone ignorar nuestra condición de hermano menor y mayor, hay que aceptarlo, hay que saber convivir con lo que aún hay en nosotros de imperfecto. Debemos intentar superarlo, pero mientras ese momento llega, hay que aceptarlo y sobrellevarlo desplegando el amor incondicional del Padre. Tanto el hermano menor como el hermano mayor que hay en cada uno de nosotros, deben ser objeto del mismo amor. La parábola no exige de nosotros una perfección absoluta, sino que nos demos cuenta de que nos queda un largo camino por recorrer. Lo que pretende es ponernos en el camino de la verdadera conversión: la superación de todo egoísmo e individualismo. El descubrimiento de que somos el hermano menor y a la vez, el hermano mayor, nos tiene que hacer ver el objetivo de la parábola, que es el Padre. Todos estamos llamados a dejar de ser hermanos e identificarnos con el Padre como Jesús. (Aquí podemos descubrir un profundo significado de la frase de Jesús: "Yo y el Padre somos Uno"). Nuestra maduración personal tiene que encaminarse a reproducir la figura del Padre. "Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso". El relato nos tiene que hacer ver, que siempre habrá en nuestra vida, etapas que hay que superar por imperfectas. Permanecer alejados de nuestro verdadero ser es alejarse de Dios y caminar en dirección opuesta a nuestra plenitud. Pero vivir junto a Dios sin conocerlo, es hacer de Él un ídolo y alejarse también de la meta. Lo malo de esta opción es que seguiremos creyendo que caminamos en la verdadera dirección, lo que hace mucho más difícil que podamos rectificar. Esta es la causa de la ineficacia de nuestras conversiones. Meditación-contemplación Yo y el Padre somos UNO. Es la mejor expresión de lo que fue Jesús. Tú también eres UNO con Dios, pero todavía no te has enterado. El día que lo descubras, esa frase saldrá también de lo más hondo de tu ser. ............................. Descubre lo que hay en ti de hermano menor: Me dejo llevar por el hedonismo individualista. Busco lo más fácil, lo más cómodo, lo que me pide el cuerpo... Mi objetivo es satisfacer las exigencias de mi falso "yo". ............................... Descubre lo que hay de hermano mayor: Busco la cercanía de Dios, pero fabrico un Dios a mi medida. Un Dios que me quiera, porque soy mejor que los demás y me debe ese amor que le exijo. .......................... No busques modelos fuera, todos son falsos. El único modelo debe ser Él, que no está "en los cielos" (en las nubes), sino en lo hondo de tu ser, esperando ser descubierto, vivido y manifestado. En la Iglesia primitiva, el papel de las mujeres ha sido primordial. María Magdalena, por ejemplo, tenía un liderazgo cierto y recibió el título de “apóstol de los apóstoles”
Desde Caracas.- En la Iglesia estamos con espera y esperanza de renovación… En ese contexto, hablemos de un problema que ha sido violentamente troncado por el difunto Juan Pablo II (prohibición categórica de hablar de él) y que su sucesor, Benedicto XVI, tampoco quiso tratar. Algún día, habrá necesidad de volver a hablar de la posibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres en la Iglesia católica. En la Iglesia primitiva, el papel de las mujeres ha sido primordial. María Magdalena, por ejemplo, tenía un liderazgo cierto y recibió el título de “apóstol de los apóstoles”, por haber llevado a los Once la buena noticia de la resurrección de Cristo. Hoy en día, muchos pensamos – a partir de los textos del Nuevo Testamento – que las mujeres estaban en la Última Cena del Señor, y también en el momento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero los evangelios fueron escritos por machistas, ¡todo el mundo lo sabe!, y después, el rol femenino en la comunidad cristiana primitiva fue sistemáticamente silenciado por los responsables… varones. ¿Ha habido mujeres sacerdotes o sacerdotisas en la Iglesia católica? Es muy poco probable, pues, en el siglo I y el siglo II no hay sacerdotes; ni hombres ni mujeres. Es un error histórico importante pensar que Jesús fue el que “inventó” el sacerdocio para la Iglesia. Todo lo contrario: durante más de doscientos años después de Cristo, los cristianos reclaman constantemente la diferencia entre el joven cristianismo, por una parte, y el judaísmo y las religiones paganas, por otra parte. Judaísmo y religiones se definían por el sacrificio, el templo, el altar, el sacerdocio, y por eso, durante dos siglos los cristianos afirman que ellos no tienen nada que ver con esto. Por eso, la buena nueva del evangelio corrió de lado a lado del inmenso imperio romano, y más allá de sus fronteras, sin la sombra de un cura, para decirlo así. Esta constatación es importante. Relativiza lo que se suele llamar la crisis actual de vocaciones sacerdotales: la Iglesia debe releer sus orígenes y darse cuenta de que el sacerdocio fue una creación de la Iglesia del siglo III. Entonces, ¿la mujer nunca presidió lo que llamamos hoy la misa? Muchos indicios muy serios dan a pensar que sí la presidió: en los dos primeros siglos. Entonces, ¿eran sacerdotes? No, pues en aquel entonces no hay sacerdotes, por una parte, y por otra, la misa no es considerada como un acto sacerdotal, sino un acto del profeta. Quien preside es, pues, el profeta; y si no lo hay, será “el presidente”, sencillamente. ¿Es imposible que hoy haya sacerdotes femeninos en la Iglesia católica? No, no es imposible. En un caso de emergencia parecido – cap. 6 de los Hechos – los Doce apóstoles se sintieron la autoestima cristiana bastante segura como para proponer un servicio nuevo, motivado por la necesidad: los “auxiliares”, es decir, los diáconos. A emergencia nueva, decisiones nuevas: nada, absolutamente nada impide dogmáticamente una decisión de los obispos de hoy de ordenar a mujeres sacerdotes. Estas breves notas, de un historiador, están destinadas a preparar la opinión pública cristiana. Sacerdote de Petare En mi opinión, cuando se habla de reformas de la Iglesia hay que distinguir, en primer lugar, entre reformas más urgentes y menos urgentes (que pueden no coincidir con las que más nos gustarían a nosotros). En segundo lugar hay que distinguir también entre reformas que requerirán tiempo (quizás mucho) y otras que parecen ser de factura inmediata, con sólo que un papa lo quiera. Teniendo esto presente esbozaré el siguiente programa.
1.- La reforma más urgente en la Iglesia de hoy (aunque será una reforma lenta y constante) es que aparezca como “iglesia de los pobres”. Si Dios se reveló en Jesús como Dios de los pobres y de las víctimas de este mundo, una Iglesia que no haga visible esa revelación será siempre infiel a Jesucristo. El nuevo papa, en mi opinión, debería retomar y proponer a los poderes económicos de este mundo la enseñanza (tan simple como inaceptable) de Jesús: que “es imposible servir a Dios y al dinero”. Al menos para alertar a tantos seres humanos que pretenden creer en Dios pero buscan un dios compatible con el culto al Dinero que profesa nuestro mundo. Esta será una reforma constante y difícil como he dicho, pero la Iglesia deberá tener muy claro y no olvidar nunca que (como dijo Juan Pablo II) aquí se juega su fidelidad a Cristo. 2.- En segundo lugar es muy urgente una reforma de la curia romana, tan reclamada por el Vaticano II y que la curia bloqueó siempre. En esa infidelidad está, para mi, una de las raíces de la actual crisis de la Iglesia. La curia no es el órgano director de la Iglesia sino un instrumento al servicio de la autoridad eclesiástica que no reside en la curia sino en todo el colegio apostólico con Pedro a la cabeza. Al revés de lo dicho en el número anterior, aquí serían posibles unas reformas inmediatas que, a mi modo de ver, son urgentes. Enumeraré algunas: 2.1. Los miembros de la curia deberían dejar de ser obispos, porque la existencia de obispos sin iglesia es contraria a la más originaria tradición de la Iglesia, legislada ya en el canon 6 del Concilio de Calcedonia. La hipocresía de hacerlos titulares de una diócesis inexistente, no hace más que poner de relieve la mala conciencia con que se desobedece aquí a la Tradición. Tengo datos para afirmar que esa era la mentalidad de Benedicto XVI cuando llegó a la silla de Pedro; pero la curia se lo impidió. 2.2.- Derivado de lo anterior, Roma debería reinstaurar la participación de las iglesias locales en la elección de sus pastores, obedeciendo así también a toda una tradición que llena el primer milenio y que sólo se quebró por la necesidad de impedir que los poderes civiles intervinieran en la designación de los obispos. 2.3.- Y en tercer lugar deben desaparecer del entorno papal todos los símbolos de poder y de dignidad mundana que opacan la revelación de la dignidad de Dios consistente en su anonadamiento en favor de los hombres. Habría que suprimir a los llamados “príncipes de la Iglesia”, título casi blasfemo para una institución que se funda en Jesús como su piedra angular. El obispo de Roma debería ser elegido (por ejemplo) por los presidentes de las diversas conferencias episcopales, añadiendo quizás un grupo de religiosos y de laicos hombres y mujeres. Esta reforma puede ser más lenta que las dos anteriores. Pero la comisión de canonistas encargados de darle carácter jurídico tiene tiempo para trabajar hasta el próximo conclave. Y entre esos títulos de poder mundano ajenos a Cristo, el sucesor de Pedro debería dejar de ser un jefe de estado, porque eso avergonzaría a su predecesor. 3.- Roma y toda la Iglesia deben sentir como una ofensa a Dios la actual separación de las iglesias cristianas en contra de la voluntad expresa del Señor. Ya no es hora de acusaciones sino de unidad. Y aunque éste es otro punto que puede ser largo, el próximo papa podría crear una especie de Sínodo ecuménico (paralelo al actual sínodo de obispos, pero menos descafeinado que éste) que convocara periódicamente a todas las iglesias cristianas a tratar y discutir libremente los caminos hacia la unidad. Unidad en la que pueden caber grandes dosis de pluralidad, porque la verdadera unidad no es la uniformidad de lo único sino la comunión de lo plural. He hablado de un sínodo creado por Roma pero igual podría ser convocado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, sumándose a él la iglesia católica. 4.- Estas son las tres reformas más urgente a mi modo de ver. Hay otras que ocupan más espacio en los media. Tienen su importancia pero pueden no ser tan urgentes. Y, en mi opinión, es importante fundamentar bien las razones que llevan a ellas. De entre ellas doy prioridad en este comentario a la que me parece más fácil y que requeriría menos tiempo. Me refiero a la situación de los católicos que fallaron en su primer matrimonio y han encontrado estabilidad en una segunda unión. Urge y es posible arbitrar una solución como la que las iglesias orientales llaman “disciplina de misericordia” y que la iglesia católica nunca quiso condenar (sólo se limitó a enseñar que ella “no yerra” cuando no sigue ese camino). Pero si este “no errar” podría tener sentido en los tiempos de Trento puede que ya no tenga vigencia hoy. No se trata de contradecir para nada las razones teológicas a favor de la indisolubilidad del matrimonio. Se trata más bien de tomar en serio aquella aguda observación de Pascal: que una verdad puede convertirse en herética cuando no deja sitio a otras verdades, igualmente parciales quizás pero cuya parcialidad no les priva de su carácter de verdad. La Iglesia tiene razón al enseñar que el matrimonio es una señal (sacramento) del amor de Dios a la humanidad que es un amor fidelísimo y sin vuelta atrás. Pero (dejando estar ahora la importante consideración sociológica de que muchos sedicentes católicos se casaron sin tener ninguna conciencia del significado de lo que iban a hacer), hay que recuperar la consideración tan bíblica de que ese amor de Dios sigue en pie aun cuando la esposa haya sido adúltera o infiel. Y que Dios está dispuesto a perdonar y reconquistar y volver a llamar a la esposa que le traicionó. En las repetidas y bellas páginas de los profetas bíblicos sobre este punto, hay un fundamente teológico para esa “disciplina de misericordia”. 5.-Sin salir de la disciplina matrimonial, la autoridad eclesiástica debería tomar conciencia de que la enseñanza de Pablo VI en la Humanae Vitae no ha hallado recepción suficiente en el pueblo de Dios; y no sólo en cristianos tibios sino en parejas seriamente creyentes, en presbíteros y hasta obispos de la Iglesia. En mi humilde opinión el nuevo papa debería convocar una nueva comisión como la que nombró Pablo VI para estudiar este punto. Es dato conocido que aquella comisión fue partidaria en un 90% de cambiar la enseñanza de la iglesia en este punto. Pero el miedo a que ese cambio desacreditara al magisterio eclesiástico, llevó a Pablo VI a no aceptar el veredicto de la comisión. Casi 50 años después, cabe decir que ese miedo obstinado ha desacreditado más al magisterio eclesiástico que si hubiese tenido humildad para cambiar. Y ha sido además causa de muchos abandonos de la práctica sacramental que acabaron cuajando en abandonos de la fe. 6.- El tema del celibato ministerial es uno de los que ocupan más espacio en los media. Aunque tanto en este punto como en el siguiente, comparto la reivindicación que se hace, debo añadir que al tratarlo en penúltimo lugar no lo considero tan decisivo como los dos primeros de esta lista. Desde mi experiencia particular, debo decir que las razones que me llevan a pedir este cambio no son reivindicaciones personales, sino de atención al mayor bien de las iglesias. Toda comunidad cristiana tiene un derecho a (y un mandato de) celebrar la Cena del Señor del que no se la puede privar por el afán de mantener una disciplina eclesiástica. Si no se quiere leer la actual crisis de vocaciones como una señal del Espíritu (porque los signos de los tiempos tienen siempre su ambigüedad), hay que decir que negar la eucaristía a millones de cristianos por obstinación en no cambiar una ley positiva de la Iglesia, es incurrir en el duro reproche de Jesús: “quebrantáis la voluntad de Dios por acogeros a las tradiciones de vuestros mayores”. Y como los obstinados en esta postura suelen ser amigos de lecturas literalistas de la Biblia, se les puede responder con la cita clásica de uno de los documentos tardíos den Nuevo Testamento: “el obispo sea varón de una sola mujer”… Dicho todo lo anterior no tengo reparo en aceptar que esta reforma debería hacerse con suma cautela y poco a poco, dado que el terreno es resbaladizo como todo el mundo reconoce. 7.- “Last but no least”, reservo el último lugar para el tema de la mujer no porque sea menos importante sino para que no desaparezca en los intermedios. Es tema muy importante y donde hay tareas que pueden ser más inmediatas y otras más de largo plazo. Me parece innegable que la situación de la mujer en la Iglesia de hoy es un grave pecado estructural, que debería intranquilizar la conciencia de quien sea el próximo papa. Creo no obstante que hay puntos de cocción lenta y que la urgencia innegable no está necesariamente en la meta final. El próximo papa, a mi entender, debería preocuparse por dar cuanto antes a la mujer una serie de accesos que la tradición y la misma legislación eclesiástica no les niegan: diaconisas, cargos en la curia reformada, participación en la elección del obispo de Roma… La cima de esta evolución sería el ministerio femenino. Roma debería comenzar por no prohibir que se hable de él y que se estudie el problema, porque eso es cerrar los únicos caminos por los que se abre paso la verdad. Creo recordar que ya en en 1976, otra comisión de teólogos y biblistas redactó un informe para el papa sobre este punto, cuya conclusión era que no se ven objeciones en la Escritura para el acceso de la mujer al ministerio eclesial. Aunque personalmente comparto esta opinión, puedo comprender a quienes no la comparten y podrían tener aquí una auténtica objeción de conciencia. Entre ellos estarían todas las iglesias orientales, creando así una gran dificultad al ecumenismo que es para mí un mandamiento muy serio. Por eso he propuesto otras veces, y lo recojo aquí, que quizás el sucesor de Pedro debería convocar a la Iglesia (y a todas las iglesias) a un período de oración que podría durar incluso uno o dos años, en el que en comunidades contemplativas, en las misas dominicales, en la oración personal… todos los cristianos pidieran al Señor que nos haga ver Su voluntad en este punto. Por mucho que se discuta sobre la oración de petición, soy de los que creen que cuando pedimos precisamente eso: que se cumpla Su voluntad en nosotros, manifestándoos dispuestos a aceptarla, esa oración acaba siendo escuchada. Porque lo que Dios más quiere de nosotros es esa disposición para hacer su voluntad sin quitarnos nuestra libertad. Huelga decir que todo lo anterior es opinión personal. Acepto pues que unos disentirán de ella y a otros quizá les moleste o les irrite. Sólo pediría que se me responda con argumentos que muestren que lo aquí dicho no obedece al evangelio y al a necesidad de “una esposa de Cristo sin mancha ni arruga”. A la acusación fácil de que lo dicho brota sólo de falta de amor a la Iglesia, puedo responder lo que hace años oí a Ratzinger y le he leído después: “lo que necesita hoy la Iglesia son gentes que por amor a ella pongan en juego su futuro, y no gentes que utilizan el amor a la iglesia como plataforma para su ascenso personal. Y, por supuesto: no pretendo que con lo dicho la Iglesia dejará de tener problemas. Simplemente será más evangélica y más fiel a su misión. Hoy el Espíritu Santo lo tiene difícil como paloma. Tendrá que cambiar de vehículo para entrar en la Sixtina. El teólogo Joseph Ratzinger comentaba, en su libro Momentos estelares del Vaticano II (Theological Highlights of Vatican II), en 1966, la importancia de la colegialidad en la iglesia.
Más que la fría noción jurídica romana de “collegium”, incluye “cuerpo” , “fraternidad”, “sororidad”, “estrecha unión”, “comunión”, no sólo entre el obispo de Roma y los demás obispos, sino entre todo el conjunto de cada iglesia local reunida en comunión con su obispo. Insistía Ratzinger en que las comunidades locales se llamaban “adelphotes”, es decir confraternidades de hermanos y hermanas. Lamentaba Ratzinger el cambio a partir del siglo tercero, que hace difícil dirigirse al clero y, sobre todo, a los obispos, como hermanos y hermanas, y fomenta el llamarles “papa”. Luego los obispos se tratan entre sí como “colegas”, dice, y se hace habitual hablar del “colegio episcopal”. Pero lo que el Concilio redescubre al hablar de colegialidad es elretorno a lo más evangélico, que es una colegialidad en términos de corporalidad y confraternidad, que es colegialidad no solo de obispos, sino de toda la comunidad eclesial. No se trataba meramente de compensar la exageración del Vaticano I, por un lado, ni de convertir a cada obispo, por otro lado, en un Papa en pequeño, sino de potenciar la hermandad colegial de la iglesia entera, pueblo de Dios. También hay que evitar que por haber puesto bien a los obispos en su sitio, en confraternidad colegial con el obispo de Roma” no hagamos apearse a un escalón más abajo a todo el pueblo incluidos los sacerdotes. (“Obispo de Roma y sucesor de Pedro” es el nombre con que Benedicto se designa a sí mismo al renunciar, en vez de llamarse “vicario de Cristo”, título teológicamente inexacto, usado desde el siglo XII, que tiene el peligro de olvidar que no es el obispo de Roma el único vicario de Cristo). Más aún, insistía Ratzinger en que la comunidad local contiene en sí la totalidad real de la iglesia; que no son las iglesias locales meras ramas o sucursales de una empresa multinacional con la central en Roma, sino células vivientes de un cuerpo que contienen en sí, como cada célula del cuerpo humano, toda la identidad del mismo. Estoy convencido, decía Ratzinger, de que esta idea de la iglesia local reunida por el Espíritu es de lo más rico que hay en la doctrina sobre la colegialidad. *** Hasta aquí nada más que una “perla”, de las muchas que se aprendían en clase con el profesor Ratzinger en los años sesenta. Pero, ¿cómo se casa esa visión de la iglesia con lo anacrónica del Cónclave como método para elegir un obispo de Roma que, en vez de ser un monara absoluto o un Director de empresa multinacional, sea un primus inter pares, que cuide de fortalecer en la fe, confirmar en la esperanza y unir en la caridad a todos sus hermanos y hermanas, como aspiraban a conseguir las tres encíclicas de Benedicto XVI? Habrá que hacer algún cambio, ¿verdad? … ¿Lo conseguirá impulsar el Espíritu? Quizás, pero a condición de cambiar de vehículo. Ya no le valdrá la paloma. Necesitará alquilar de Obama un avión “drone” para atravesar con un misil las paredes de la capilla Sixtina. Perdón por lo bélico de la metáfora, poco apropiada para el Espíritu de Paz, pero es que esas paredes no caen tan fácilmente como el muro de Berlín… La investigación inquisitorial es un severo varapalo contra la Conferencia Episcopal Española, que censuró el libro en 2008 por “apartarse de la fe”
“La Congregación Romana para la Doctrina de la Fe reconoce que mi libro no contiene ninguna proposición contraria a la fe”. Con esta contundente sencillez, el sacerdote José Antonio Pagola, ex vicario de la diócesis de San Sebastián, comunica a sus miles de lectores que el libro ‘Jesús. Aproximación histórica’ está libre de herejía. Llevaba cinco años esperando esa resolución, en un proceso inquisitorial abierto a instancias de la Conferencia Episcopal Española (CEE). La decisión de Roma, pendiente de conocerse el texto definitivo, pone en evidencia a los encargados de vigilar en España por la recta doctrina, que no han cesado de desautorizar, en público y en privado, al teólogo vasco. Dijo en 2008 uno de los inquisidores de la CEE, el obispo Demetrio González, el primero en pedir su censura: “Si de un libro bueno se tratara, la difusión me alegraría, porque se trata de dar a conocer a Jesús. Pero leyendo detenidamente su contenido, me produce profunda preocupación que este libro se difunda tanto, y precisamente en torno a la Navidad. El Jesús de Pagola no es el Jesús de la fe de la Iglesia”. Escribe ahora Pagola, en la carta que envió esta mañana a los medios de comunicación: “A quienes habéis leído mi libro os puede interesar conocer, aunque sea de manera concisa, las principales decisiones tomadas por Roma. En lo referente a cuestiones doctrinales, la Congregación reconoce que mi libro no contiene ninguna proposición contraria a la fe, por lo cual no me ha pedido corregir ningún error doctrinal o afirmación herética. En lo referente a cuestiones metodológicas, la Congregación hace diversas consideraciones sobre el objetivo y la naturaleza de mi libro, y sobre la relación entre fe e investigación histórica. Sin embargo, no ha considerado necesario pedirme una revisión del enfoque de mi obra ni tampoco corrección alguna sobre la metodología que empleo en mi trabajo”. El Jesús de Pagola no es el Jesús de la fe de la Iglesia” Demetrio González, obispo de la Conferencia Episcopal ‘Jesús. Aproximación histórica’, editado en 2007 por PPC, lleva vendidos 140.000 ejemplares, pero es clandestino en España desde 2009, después de haber agotado su novena edición. Traducido ya a una docena de idiomas y en marcha otras tantas, se publicó por primera vez en Madrid con el beneplácito (‘nihil obstat’) del entonces obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte. La censura posterior fue, por tanto, una desautorización al prelado vasco, de gran peso entonces en la CEE. La decisión del Vaticano, conocida hoy, deja claras las cosas, pero con una sonora desautorización a los promotores de esta causa inquisitorial. Nacido en un muy humilde caserío guipuzcoano, tercero por atrás de ocho hermanos, Pagola fue discípulo del famoso cardenal Martini en Roma. También estudió en Jerusalén. Es una cabeza privilegiada, que habla tres lenguas muertas y cuatro lenguas vivas, además de las suyas de origen (español y vasco). Fue vicario del obispo de San Sebastián (21 años con José María Setién y uno con Juan María Uriarte). El proceso a Pagola causó gran revuelo en el catolicismo español, donde goza de gran prestigio. “¿Se siente usted un hereje?”, le preguntó EL PAÍS en septiembre pasado. Contestó: “No creo que lleguen a decir tanto, cuando se pronuncie la Inquisición romana, que ya lleva tomándose tiempo”. Se ha escrito que el cardenal Antonio María Rouco, presidente de la CEE, y el obispo de San Sebastián, Juan Ignacio Munilla, ni siquiera se molestaron en leer el libro de Pagola, pese a buscar su desaparición. El teólogo contestó: “Eso dicen, sí”. Si es verdad, malo; si mienten, peor, le consoló el periodista. Y Pagola: “Déjelo estar”. Entonces dio a entender que esperaba una resolución favorable de la congregación doctrinal vaticana, convencido de que su Jesús era plenamente cristiano. Se han vendido 140.000 ejemplares del libro, pero es clandestino en España desde 2009 En cambio, el obispo Demetrio Fernández, prelado de Córdoba desde 2010 (entonces lo era de Tarazona), tenía claro que estaba ante un hereje y reclamó una investigación urgente a la congregación doctrinal española. Esto escribió en una Carta Pastoral publicada en diciembre de 2008, cuando se enteró de la gran difusión del libro Jesús. Aproximación histórica. “Me llegan noticias de que el libro de J.A. Pagola (Jesús. Aproximación histórica, PPC, Madrid 2007, 544 pp) se está vendiendo como rosquillas. Incluso en una de mis visitas pastorales de hace pocos días, quisieron regalármelo como el mejor de los presentes. Así se lo habían sugerido en la “librería religiosa” de turno. En nuestra hoja diocesana, común para todo Aragón (16.12.2007, p. 7), venía publicitado y recomendado como libro de formación. En muchas comunidades religiosas, es el regalo obligado de Navidad para una hermana o para la madre superiora, que lo pondrán disposición de todas, como el libro de moda. No han faltado diócesis, incluso, en donde se ha hecho una presentación cuasioficial de la obra, sembrando confusión en tantos fieles católicos. Algunos curas de mi diócesis me han preguntado perplejos por esta obra”. Terminaba su pastoral instando al episcopado a tomar cartas en el asunto, lo que ocurrió poco después. “Este libro, que se lee con gusto por el buen estilo literario de su autor, sembrará confusión, también en mi diócesis, pequeña y humilde, que vive influenciada como todas por los fenómenos de masas, tantas veces provocados con gran aparato mediático”, les decía. En muchas comunidades religiosas, es el regalo obligado de Navidad. Se comparte como texto de moda La Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el temible Santo Oficio de la Inquisición, está integrada en España por los obispos Adolfo González Montes, como presidente (prelado de Almería); Manuel Ureña Pastor (arzobispo de Zaragoza); Juan Antonio Reig Plá (Alcalá de Henares); Luis Quinteiro Fiuza (Tui-Vigo); Enrique Benavent Vidal (obispo auxiliar de Valencia); Alfonso Carrasco Rouco (Lugo) y José Rico Pavés (auxiliar de Getafe). Esta mañana, Pagola, que ha soportado la investigación inquisitorial con elegante silencio, sin alzar la voz ni una sola vez, comunicaba que había acabado su calvario. “He recibido con satisfacción la resolución definitiva de la Congregación Romana para la Doctrina de la Fe sobre mi libro, ‘Jesús. Aproximación histórica’. Con este motivo quiero dirigirme a quienes han leído mi libro o han seguido de cerca las polémicas suscitadas a lo largo de estos seis años. Antes que nada, quiero decir que recibo las decisiones que se han tomado sobre mi libro como un estímulo que me reafirma en lo que, en estos momentos, es el único objetivo de mi vida: contribuir a que los hombres y mujeres de hoy podamos conocer mejor la personalidad apasionante de Jesús, acoger con más entusiasmo su proyecto de construir un mundo más humano, y acercarnos con más fe al misterio de esperanza que se encierra en su persona. Concluye la carta con agradecimientos a quienes, a lo largo de estos años, le manifestaron “de diversas maneras cercanía y apoyo incondicional”. Añade: “He podido leer conmovido la experiencia que habéis vivido muchos de vosotros al leer mi libro. Me decís que Jesús ha cambiado radicalmente vuestra vida, que en él os habéis encontrado por fin con un Dios Amigo, que os habéis reafirmado en vuestra fe, que os habéis comprometido a vivir de manera evangélica… Gracias a todos. Me habéis hecho experimentar que Jesús sigue vivo en medio de nosotros. Ahora solo miro al futuro. Quiero vivir mis últimos años colaborando en lo que considero la tarea más urgente en la Iglesia actual: volver a Jesucristo como la única verdad de la que nos está permitido vivir y la única fuerza que nos puede hacer caminar hacia una Iglesia más evangélica al servicio de un mundo más humano. Ya no sabría vivir de otra manera”. No opina lo mismo la Conferencia Episcopal Española, que pasadas las ocho de la tarde emitió un comunicado urgente “sobre el estado de la cuestión y sobre sus precedentes más notables”, insistiendo en que la obra del teólogo vasco sigue sin merecer el “imprimatur” episcopal. Dice uno de los puntos del comunicado: “La Congregación [para la Doctrina de la Fe] en su sesión ordinaria del 19 de octubre de 2011 determinó lo siguiente, comunicado por carta al Presidente de la Conferencia Episcopal por el Cardenal Prefecto: el libro,“aun no conteniendo proposiciones directamente contrarias a la fe, es peligroso a causa de sus omisiones y de su ambigüedad. Su enfoque metodológico ha de considerarse erróneo, por cuanto, separando al llamado “Jesús histórico”, del “Cristo de la fe”, en su reconstrucción histórica elimina preconcebidamente todo cuanto excede de una presentación de Jesús como “profeta del Reino”. La Congregación pedía entonces al nuevo Obispo de San Sebastián propiciar un coloquio con el Autor, junto con expertos de la Comisión Doctrinal de la Conferencia Episcopal, en orden a la revisión de la obra y a presentar una explicación escrita”. Concluye la nota episcopal: “En la carta del pasado 19 de febrero, arriba mencionada, la Congregación escribe al Obispo de San Sebastián, que el Autor ha respondido satisfactoriamente a las observaciones hechas por la Congregación y que se le debe exhortar a introducirlas en futuras ediciones de la obra, a la que, no obstante, no se le podrá dar el imprimatur”. A los venezolanos
hermanados en esta hora por la fe en la vida y en la resurrección La epopeya del Comandante Hugo Chávez En la boca y en la pluma de todos los periodistas está la excepcionalidad de la vida del comandante Hugo Chávez. Es impresionante lo que de ejemplar sacudida han supuesto los 14 años de su vida y cómo ahora fluye por las ondas, las páginas y las pantallas de todos los medios de comunicación. Nadie puede olvidar los estereotipos que, sin real fundamento, se le vinieron colgando de golpista, autócrata, militarote, populista, narcisista, payaso, etc. Junto al fragor de una prensa unilateral y, en ocasiones, servilmente clasista, en Venezuela y Latinoamérica ha emergido la cara más plena y pública de la verdad sobre este hombre, vocacionado para liberar a multitudes relegadas de la vida pública y desenmascarar el egoísmo y la prepotencia del imperialismo. Ha sido esa explanada inmensa de pobres de todo color, la que ha hecho visible con emoción y llanto incontenido, la aventura emprendida por este sucesor de Bolívar y de otros líderes de la Patria Grande. Ellos son los que lo llevan dentro, lo lloran y no lo olvidarán jamás. Y, por ellos, porque a ellos estuvo dedicado y por ellos se desvivió, ganó en cuatro elecciones democráticas por un porcentaje nunca inferior al 55, 7 %. Un político que supo amar a su pueblo Habrá para quienes resultará extraño y hasta deplorable que gente de la Iglesia católica venezolana y de fuera, en especial sacerdotes y religiosos, no ciertamente obispos, compartan con el pueblo los mismos sentimientos de reconocimiento, de aplauso, de cotidiano compromiso y ahora de pesar y dolor por la muerte del Comandante. No soy chavista ni apologeta de sus andanzas y gestos, ni lo necesita. Pero, sí que, sin descartar errores cometidos, soy enardecido admirador de quien, contra viento y marea, contra prejuicios e intereses descomunales establecidos, supo amar a su pueblo, quererlo libre, orgulloso de su identidad y dignidad nacional, lo que le supuso enfrentarse a los que siempre con falsas promesas gobernaron y no hicieron sino medrar sobre la impotencia de un pueblo pasivamente sometido. De todo esto nos hablarán durante días en Latinoamerica, en Europa y en otros lares. Y el pueblo, casi sin dar crédito, casi agarrándose a un imposible, seguirá gritando que Chávez vive, que pervivirá en el recuerdo, en el corazón y en la lucha de todos los que experimentaron su ímpetu humanizante y liberador. La fe que siempre profesó Junto a todo eso, a mí me ha golpeado la fe del comandante, su religiosidad públicamente expresada y con gran naturalidad compartida con el pueblo que lo rodeaba. Eso, esas manifestaciones espontáneas, vivas, suplicando a Dios que “no se lo llevara todavía, que era mucho lo que tenía que hacer por el pueblo” “que le cargase cuantas cruces quisiera pero que le diera la vida”, todo eso en Europa, en la Europa posilustrada y secularizada, resulta inconcebible, objeto de befa, de lamentable superstición o alienación. No sé en qué sentido nuestros políticos habrán entendido lo de “Chavez vive”. Aquí, en nuestra Europa, cuando los políticos mueren, -y la política en medio de tantas cosas es también una interpretación silenciosa de la muerte- hay respeto, conmoción y silencio, lágrimas, acaso desesperación, pero nadie habla más del destino después de la muerte. No interesa. La muerte es el tabú más aterrador, que se opone a ser dilucidado, no sea que su hacha exterminadora ponga al descubierto nuestra finitud y desbarate la ilusión de vivir. El grito “Chávez vive” un pacto de vida con el pueblo El grito multitudinario de “Chávez vive” lo oigo yo complacido, pero quiero colocarlo también en la perspectiva de la resurrección según se profesa en la fe cristiana. El Comandante sabía lo que le esperaba y de quién se había fiado. Y, aunque el dolor sea inmenso, el pueblo debe percibir la actitud tan serena con que afrontó el Comandante la visita de la “hermana muerte”. Porque si la muerte no tiene sentido, no sé si lo tiene la vida. Quienes confiaron en el comandante y de él se beneficiaron, tienen más que razón para asegurarle que sus sueños seguirán y que trabajarán para que se hagan realidad. Esa es la semilla, la savia y el dinamismo que él alentó y que, por sí misma, está llamada a dar vida y se perpetuará, no puede morir. Es el pacto de vida del comandante con su pueblo: te fuiste, pero permaneces vivo en nosotros, tu presencia se multiplicará por los barrios, campos y laderas de un pueblo que vio luz y esperanza, que recuperó voz, dignidad y protagonismo. Pero, me fortalece y consuela no menos el hecho de que el comandante se acercó a la muerte lleno de vida, desde la fe que recibió en una sociedad y cultura cristianas. Una fe que le llevó a la lucha, al cambio, a la denuncia, a la programación positiva, a amar a los demás, a compartir y a abandonar la fe encerrada en círculos estrechos de egoísmo e insolidaridad. El Nazareno le enseñó que la igualdad, la fraternidad, la justicia y el amor son el eje de toda revolución auténtica, aprendió la inseparabilidad del amor a Dios del amor al prójimo, del culto de la justicia, del patriota del extranjero, de la mística de la política; una fe unitaria, no relegada a la intimidad o a la sacristía o al monopolio de los dirigentes religiosos. El Evangelio inspiración y forja de una política socialista El Comandante Hugo Chávez no se avergonzó de hacer pública su fe en el Nazareno, elegido por él como camino, modelo y meta. Modelo para la vida entera, la privada y la pública y también para la vida ecónomica, social y política, toda ella subordinada a conseguir el bien, los derechos y las necesidades básicas de todos. Muy distinto, por tanto, de una fe intimista, desvinculada de los procesos y deberes sociales. El Comandante la entendió así, no como opio entontecedor, sino como seguimiento de la vida del Nazareno, de su vida, de sus principios, actitudes, valores y opciones. Y sabía cómo este Nazareno, que marcó la vida e historia de Occidente, no tuvo componendas con los poderes de su tiempo: del imperio romano y del sanedrín judío. Ambos, lo vieron subversivo y peligroso: “Este hombre no nos conviene, hay que eliminarlo”. ¿Por qué? Porque su programa contradecía y negaba la dignidad humana, el bien de todos, los derechos de todos. Jesús no tuvo tiempo para morir tranquilo en la cama por envejecimiento o enfermedad. Lo eliminaron. Obviamente, esta es una fe que desasosiega a los poderosos y a los ricos, no encaja con la ideología neoliberal ni con la fe de cristianos que se profesan neoliberales, con la fe de muchos que han hecho del dinero el dios de su vida; son puntos que se repelen. Pues bien, los cristianos continuamos la vida de Jesús, lo somos al menos para eso. Y en muchos pervive como testimonio, profecía y compromiso liberador. Jesús de Nazaret no se explica sin la resurrección Pero, hay algo más que quiero compartir con mis hermanos de Venezuela. El Nazareno, el hombre cabal, el profeta radical, el humanísimo enamorado de los pobres, no acabó en la tumba: resucitó. “Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de Jesús de Nazaret: ha resucitado”. Nadie esperaba que a un individuo muerto le pudiera ocurrir la resurrección. Ni los mismos discípulos esperaban que esto pudiera sucederle a Jesús. De no haber ocurrido otra cosa inusitada, nadie hubiera dicho que Jesús era el Mesías y el Señor del mundo. Por eso, afirmamos rotundamente: si el cristianismo no se explica sin Jesús de Nazaret, Jesús de Nazaret no se explica sin la resurrección. El Comandante Hugo Chávez hizo mucho, vivió intensamente, proporcionó a muchos dignidad, libertad y esperanza. Y, como al Nazareno, muchos lo señalaron como peligroso y se confabularían para acabar con él. Pero, en este punto la fe cristiana es de tal novedad inaudita, que rompe los esquemas humanos. Me entusiasma saber que la vida de Chávez va a seguir en el pueblo, pero me entusiasma más aún saber que el Comandante, él mismo, en persona, sigue vivo, está ya con el primogénito resucitado: “Quiero que donde estoy yo estéis también vosotros”. Hay , pues , un singular sentido que se desprende de la vida de Jesús y que se concreta en la resurrección. Y el anuncio consiste en que ese hecho individual se proclama como posibilidad universal para todos, como don gratuito de Dios a la especie humana. ¿Qué significa resucitar? ¿Y qué es lo que significa resucitar? Resucitar significa vencer a la muerte, aunque todos pasemos por el aniquilamiento físico, por la desorganización total que es el morirse. No nos disolveremos en la nada, volveremos a ser lo que fuimos, a tener la misma identidad. La muerte es un ir hacia Dios, un inmergirse en El para quedar eternamente cabe El. Es una nueva situación , sin los límites de nuestra corporeidad bilógica, traducida en un gozo casi infinito. Y, al mismo tiempo, nuestra fe nos enseña que ese hecho vivido por Jesús es el adelanto y el prototipo de lo que nos pasará a los demás. “Es ver, saber y estar seguros de que el hecho protagonizado por Jesús es fundador de la condición humana salvada. Salvación plenificada sin la poquedad y vacilaciones de esta fase que la vida desarrolla en el planeta tierra”. La historia completa de Jesús es ejemplo y garantía de lo que nos espera. Pero, por paradójico que parezca, nosotros no podemos imaginar cómo Dios se las arregla para llevar a cabo esa transformación. Es algo que no podemos descifrar mentalmente, porque no es comparable a nada de este mundo. Aunque sí se atreve a formularlo nuestro querido teólogo Leonardo Boff: “Jesús conoció e inauguró una evolución (sintropia) superior, en virtud de la cual su vida era un nuevo tipo de vida , no amenazada por la enfermedad ni por la muerte. Por eso, la resurrección ha de ser entendida como un saltar a un tipo de orden vital, no sometido ya al desgaste y acabamiento final”. Para mí, que creo en Jesús de Nazaret, el Resucitado, la muerte no es elemento tétrico que anula mi amor por la vida, sino estímulo y esperanza que lo reaviva y enaltece. El comandante Hugo Chávez murió para resucitar, cerró los ojos a este mundo para ver más y mejor, se apeó de una vida terrena, limitada y corrupta, para asentarse en la vida misma de Dios, libre ya de todo mal y de toda limitación, y gozar de la vida en plenitud para siempre. ¿Qué le queda al final al Comandante? Gozar de la vida en plenitud porque, previamente él se dedicó a hacer el bien, a luchar contra todo lo que bloquea, merma y mata la vida y a anticipar a esta tierra la vida del cielo, trabajando minuto a minuto por la justicia y el amor y, sobre todo, por los más pobres. ¿Qué le queda al Comandante , después de todo lo que ha hecho, al final de la vida? Le queda la gente a la que ha levantado, liberado y hecho más felíz: “Venid, benditos de mi Padre, porque cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo lo hicisteis”. La resurrección de Jesús es la anticipación de la plenitud que nos aguarda y no hay otra forma de hace más real esa plenitud que comprometerse con aquellos que más vida, libertad y amor necesitan. No es de extrañar que los Herodes, los Césares y los saduceos de nuestro tiempo estén deseosos de excluir toda posibilidad de resurrección real. Los tiranos y los matones –incluidos los tiranos intelectuales y culturales- en vano utilizan sus armas de destrucción y de muerte. Nada pueden contra la realidad de la resurrección que se les sobrepone con el comienzo de una nueva creación. Al historiador no deja de plantearle todo esto una cuestión tremenda: ¿Cómo se explica este movimiento nuevo del cristianismo que aparece de una manera repentina y afirma una única corriente de fe acerca de lo que le ocurre a la gente después de la muerte? Es esta nuestra fe que nos colma de luz, fuerza, esperanza y serena alegría: Hugo Chávez, persona, ciudadano, compañero, hermano, militar , político, presidente, comandante y creyente cristiano como nosotros vive y continúa a vivir en otra dimensión , invisible a nuestros ojos, pero absolutamente real. Vivió, venció y resucitó. Nosotros vivimos, venceremos y resucitaremos. Parece que es la “llamada a la conversión” lo que sirve de nexo a las dos partes del presente relato.
En la primera, Jesús desmonta la idea (tradicional), según la cual, las desgracias y, en general, el dolor, serían consecuencia del pecado. Esa creencia no hacía sino añadir culpabilidad y angustia a situaciones dolorosas. Sin embargo, y aunque parezca paradójico, a renglón seguido, hace ver que nuestros actos necesariamente tienen consecuencias: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y esta sería la forma adecuada de entender lo que, en otras tradiciones, se conoce comokarma o ley kármica, cuya formulación puede expresarse de este modo: en el mundo de las formas, toda acción provoca un resultado (“el que siembra vientos, recoge tempestades”). Pero, al tratarse de un tema delicado, debido a lecturas apresuradas o erróneas, parece necesario hacer alguna puntualización. Las acciones que producen karma son aquellas en las que hay alguna forma de apropiación, porque vamos buscando algún fruto. Por el contrario, cuando vivimos desapropiación, la acción adecuada pasa a través de nosotros, como si lo hiciera a través de un canal, limpiamente. La desapropiación con respecto al fruto de la acción elimina los efectos negativos. Una tal desapropiación implica que la persona no se identifica con el yo; no tiene consciencia de ser el hacedor. Del mismo modo que una ola emerge del océano para luego volver a él, así también, la acción surge en la persona para desaparecer del mismo modo. Al cambio que va de una actitud egoica a otra desapropiada, Jesús lo llama “conversión” (meta-noia). Al hilo de una lectura moralizadora de los textos evangélicos, las palabras de Jesús sonaban como amenaza grave: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. No se sabía muy bien qué significaba eso de la “conversión”, pero ciertamente sonaba a mortificación, culpabilidad y confesión. Y se percibía como una “espada de Damocles” pendiendo de nuestras cabezas, con la imagen de un Dios amenazador al fondo. No hay tal. La palabra “conversión” no remite a ninguna amenaza –en el sentido habitual de ese término-, sino que es promesa de vida. Para no “perecer” –“¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”, dirá el propio Jesús (Mc 8,36)-, es necesario “convertirse”, es decir, aprender a ver las cosas “de otra manera”, más allá (meta) de la mente (nous), lo cual produce una transformación en la persona. La transformación, según Jesús, no es otra que el abandono del ego: “El que quiera salvar su yo, perderá la vida, pero el que lo pierda por mí y por la buena noticia, la salvará” (Mc 8,35). Todo es cuestión de comprensión, de ver que nuestra verdadera identidad no es el yo. Y que, cuando olvidamos esto, nos encontramos viviendo para él, sin ser conscientes de que, así, estamos perdiendo la vida. La identificación con el yo nos hace vivir en clave de apego (a lo que nos parece agradable) y de rechazo (hacia lo que etiquetamos como negativo), girando en torno a nosotros mismos y a merced de los inevitables vaivenes de la impermanencia en el mundo de las formas. Al dejar de identificarnos con él, nos abrimos a la totalidad, de una manera respetuosa y admirada. Aceptamos los “altos” y los “bajos” de la existencia, nos rendimos a lo que es (que adopta la forma de “lo que pasa”) y descansamos en la confianza que emerge permanentemente de todo lo Real, cuando sabemos ponernos a su escucha. Dejamos la arrogancia de quien cree saber lo que es “bueno” en cada momento y vivimos aceptación humilde y docilidad desapropiada para que “pase” a través de nosotros lo que la Vida ofrece. Se cuenta del rey Alfonso X el Sabio que, mientras le leían el relato del libro del Génesis, comentó: “Si yo hubiera estado con Dios el día de la creación del mundo, le hubiera dado unos cuantos consejos”. Ese es exactamente el modo como se expresa el ego. Solo cuando dejamos esa arrogancia, podemos abrirnos a la sabiduría: ese paso se llama metanoia. El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo. Premio y castigo son dos realidades correlativas, si se da una, se da la otra. Si Dios es el que manda la lluvia, la sequía es necesariamente un castigo. Es difícil superar la idea de "el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos". La dinámica en la que hemos metido a Dios, es un callejón sin salida, para Él y para nosotros.
La gran teofanía de Yahvé a Moisés, indica el principio de la liberación (Ex 3,1-15). Debemos tener mucho cuidado al leer estos textos. No son relatos históricos tal como entendemos hoy la historia. Los acontecimientos a los que hace referencia sucedieron en el s. XIII a. de C. No se escribieron de una vez, sino que fueron elaborándose durante más de siete siglos. Los primeros relatos fueron orales. En el reinado de David (s. X), aparecieron los primeros escritos. La última fijación de la Biblia se produjo en el siglo V en tiempos de Esdras y Nehemías. Se trata de vivencias plasmadas después de siete siglos de haber ocurrido. No podemos esperar que respondan a los acontecimientos tal como sucedieron. El éxodo es la experiencia central de todo el AT. Dios salva a su pueblo y en esa salvación, el pueblo se reconoce como elegido por Dios. Fíjate bien, Dios responde a las quejas del pueblo. No es un Dios impasible trascendente que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos. Otra cosa es cómo tenemos que interpretar esa actuación de Dios. Se sirve de los seres humanos para llevar a cabo la obra de salvación. Aunque Moisés se declara incapacitado, es enviado. Esto es muy importante a la hora de aplicar a Dios la liberación. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres humanos. "Yo soy el que soy". Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia, y seguramente de todo el pensamiento religioso: Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: "El que es y será". En aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. La enseñanza es que Dios es inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que, sin tener esto en cuenta, hayamos intentado durante dos mil años, meterlo en conceptos para manipularlo. Las pretensiones de la "teología" han sido y siguen siendo descabelladas. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente inadecuado, y solo "sequndum quid" acertado. Pero a la hora de la verdad, olvidamos esto y defendemos nuestros ridículos conceptos sobre Dios como si se tratara de la mismísima realidad divina. Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto, que no basta pertenecer a una comunidad para estar seguro (I Cor 10,1-12). Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de grupo, puede ser una trampa. Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice: "El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga." Y Jesús dice por dos veces: "si no os convertís, todos pereceréis". La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes "rectificaciones": si no corregimos el rumbo equivocado, nos precipitaremos al abismo. El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema, ¿Es el mal consecuencia de un pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se puede interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro es el del ciego de nacimiento en el evangelio de Juan, donde los discípulos preguntan a Jesús, ¿Quién peco, éste o sus padres? Para Jesús la relación de Dios con nosotros está en un ámbito más profundo. Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede estar más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos incapacitados para oír lo que nos dice. Solo oímos lo que nos permiten escuchar nuestros prejuicios. Insisto, debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla con sutilezas. Por ejemplo: Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida... O, Dios nos castiga, pero es por amor y para salvarnos... O Dios castiga solo a los malos... O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él. Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano. Claro que estamos constantemente en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con las causas segundas. La acción de Dios es de distinta naturaleza que la acción del hombre, por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta ni se interfiere con la acción de las causas físicas. Desde el Paleolítico, se ha creído que todos los acontecimientos eran queridos y por lo tanto realizados puntualmente, por "un dios" todopoderoso. Pero resulta que Dios, por ser "acto puro", por estar haciéndolo todo en todo instante, no puede hacer nada en concreto. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, antes no sería Dios. Tampoco puede dejar de hacer nada de lo que está haciendo, porque perdería algo y dejaría de ser Dios. Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griegometanohte que significa "cambiar de mentalidad, ver la realidad desde otra perspectiva". No dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos igualmente pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos nos lleva al abismo, nunca estaremos motivados para evitar el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, solo yo puedo cambiar de rumbo. Cada uno tiene la responsabilidad de sus acciones. No somos marionetas en las manos de Dios, sino personas, es decir seres autónomos que debemos apechugar con nuestra responsabilidad. La mejor traducción sería: si no aprendes, incluso de los errores, perecerás. La parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo del pueblo de Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijera: Dios me da todo el tiempo del mundo y un año más. Pero el tiempo para dar fruto es limitado. Dios es don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar y la culpa será solo mía. No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. Cumplir la tarea será el premio, no cumplirla el castigo. La tarea del ser humano no es hacer cosas sino hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa realidad a tope. Claro que si ese proceso de concienciación no se traduce en "frutos", será la prueba de que no se ha dado. ¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que nos debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto o dejar de hacer lo otro porque me lo pide mi auténtico ser. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y vivir esa realidad es tu verdadera salvación. Meditación-contemplación No tienes que esperar nada de fuera. Dios ya te lo ha dado todo, lo que falta lo tienes que hacer tú. La tarea fundamental está dentro de ti mismo. Es un proceso de iluminación, de toma de conciencia de lo que eres. ......................... Convertirse es centrarse. Presupone la conciencia de estar descentrado. Si no descubres que tu camino te lleva afuera, a las cosas terrenas, no estarás motivado para ninguna rectificación. ........................ No intentes cambiar de objetivos fuera de ti. Es perder el tiempo. La única meta que te puede saciar está dentro. Céntrate, concéntrate. Ese es el único camino de conversión. No sé cómo será la Iglesia del futuro. Sólo sé cómo la sueño. Si aún hay un lugar para un sueño histórico-teológico, aquí va uno. Invito a las personas y comunidades que lean estas líneas a soñar conmigo, para que, quizás un día, soñemos todos el mismo sueño.
La Iglesias locales La Iglesia del futuro será aquella del pasado, aquella que el Concilio Vaticano II insinuó: una comunidad de comunidades. La Iglesia será, ante todo, la Iglesia local. Cuando pensemos a la Iglesia la imagen que asomará ya no será la de la pirámide sino la de la reunión. La Koinonía-Comunión será su nombre propio. Para esa altura, habrán desaparecido ya los ordinariatos castrenses –resabio escandaloso de las cruzadas–, y las prelaturas personales. No habrá otra dignidad en la Iglesia que la de ser bautizado y no habrá otra pertenencia que no sea la de una comunidad. Porque la Iglesia del futuro habrá comprendido que el sueño de comunión del Vaticano II sólo es posible si cada Iglesia local es a la vez ella misma comunidad de comunidades. Y más allá de los nombres que éstas reciban, resultará claro que la Iglesia es lo que hace, y lo que hace es crear comunidad allí donde se encuentre. Sólo la comunidad es el lugar de la Teo-fanía, porque sólo en ella puede manifestarse un Dios que en lo más profundo de su ser no es una soledad inmóvil, sino comunión de un Padre y un Hijo en la dinámica del Espíritu. Por eso la Iglesia incesantemente alentará en la historia de los seres humanos la utopía de la fraternidad de la que nos da cuenta todo el Nuevo Testamento. El obispo de Roma Un día, en la Iglesia del futuro, todos se habrán dado cuenta que la curia romana no tenía sustento teológico. Y entonces se disolverán los dicasterios, las secretarías y las pontificias comisiones. “La guardia suiza” será el nombre de una chocolatería, y la carrera diplomática de la santa sede será considerada una aberración no menor a la inquisición y a las cruzadas. Ya no habrá príncipes de la Iglesia ni capellanes de su santidad. El papa dejará sus aposentos apostólicos y se retirará a San Juan de Letrán. La basílica de San Pedro será el templo de todos y el patrimonio artístico del Vaticano pasará a manos de la Unesco. El papa será, más que nunca, el obispo de Roma. Se encargará, como todo obispo, de los problemas de su diócesis, a la que caminará incesantemente renunciando al papamóvil, sin olvidar que, como decía en el siglo II Ignacio de Antioquía, es el obispo de la iglesia local que “preside a las otras en la caridad”. Cada tanto se reunirá con los otros obispos, quienes lo visitarán espontáneamente, sin agenda ni protocolos. Cada tanto ocupará su lugar en el Consejo Mundial de Iglesias. Y cuando el obispo de Roma muera, y como ocurrirá con todos los obispos, las comunidades de su diócesis, a través de los presbíteros y con el consentimiento de los demás obispos de la región, elegirán a su sucesor, quien no se le cambiará el nombre ni se le agregará un número. Las Iglesias hermanas En la Iglesia del futuro dejará de hablarse de ecumenismo. Porque ya no hará falta. Las distintas iglesias habrán aceptado sus diferencias y convivirán en el mutuo respeto, en el fecundo diálogo y en el compromiso común. Dejarán de disputarse a la gente como si fuera un botín y tratarán de dar el testimonio de la unidad desde la diferencia. Ya no habrá comisiones teológicas que acerquen posiciones porque no habrá posiciones que acercar. Se reunirán para celebrar el pan de la Palabra y de la Eucaristía orando juntos a Dios “para que todos sean uno” (Jn 17,3). Y darán testimonio de Cristo en medio de la vida y del sufrimiento de los más pequeños. Los ministerios En esa Iglesia del futuro, comunidad de comunidades, toda ella bautismal, habrá estallado la pluralidad de los ministerios en la unidad de la fe, la esperanza y el amor. Por fin habrá caído el muro o el escalón que separaba al clero y al laicado. La Iglesia será, toda ella, pueblo de Dios. Y lo será realmente en cada uno de sus miembros. Por fin se habrá comprendido la necesidad y la importancia de distinguir en el sacerdocio entre el carisma del celibato y el ministerio. Y como aún ocurre en la Iglesia que está en Oriente, habrá sacerdotes casados y sacerdotes célibes. Su formación no se hará en el aislamiento de un claustro sino en medio de la vida de la sociedad y de las comunidades. Y, como Pablo, trabajarán para ganarse su pan. El diaconado le habrá mostrado a la Iglesia que toda ella es diácona, servidora. Y este ministerio, el primero que la Iglesia se dio a sí misma, será el más anhelado por los cristianos. Los teólogos enseñarán sin otra condición que la de su compromiso con las comunidades, dejando atrás el modelo aún vigente del teólogo medieval, el “escolástico”, y volviendo al de la Iglesia de los primeros siglos, el del “teólogo-pastor”. La catequesis, la liturgia, la lectura de la Biblia, la espiritualidad y las diversas formas de piedad popular habrán dado lugar a una gran variedad de ministerios surgidos en el seno de las comunidades y para el servicio de las mismas. La mujer En esa Iglesia ministerial las mujeres ocuparán un lugar nuevo y destacado. Saldrán de la sombra a la que tantos siglos de machismo y de lectura masculinizante de los escritos cristianos las habían confinado. No habrá diversidad de sexos en los ministerios, ni siquiera en el sacerdotal. Nadie ya podrá decir que “la mujer no puede ser signo personal de Cristo porque Cristo fue varón”, como si la gracia de Dios fuera sexuada y sólo se comprendiera desde el género masculino. Porque en la Iglesia del futuro Dios será celebrado como el Padre misericordioso que nos prepara la fiesta del reencuentro y el perdón y también como la Madre que entrañablemente nos abraza en su regazo. Tras tantos siglos de sexismo y capellanocracia, la Iglesia del futuro será profundamente comunitaria, ministerial y femenina. La Biblia En la Iglesia del futuro se recordará al Concilio Vaticano II como aquel que devolvió la Biblia al pueblo de Dios. Y en él, ella hizo su camino. Su lectura en las comunidades hizo descubrir en ella nuevos sentidos que estaban allí, esperando su momento. Ella alimentó la oración y el compromiso. El pueblo supo leerse en sus palabras y releerse en la historia que ella nos relata. En ella los creyentes se reencontraron con aquel Dios misericordioso que atraviesa todas sus páginas: desde aquel que escuchó el clamor de la sangre de Abel hasta el que, en el final de la historia, enjugará todas las lágrimas. En ella habrán redescubierto el drama de Jesús de Nazaret, el profeta itinerante que no tenía donde apoyar su cabeza pero que ofreció su pecho para que el discípulo apoye la suya en él. Aquel que celebró al Dios que reveló sus secretos a los pequeños y sencillos, los pobres con los que él se identificó hasta el punto de compartir su suerte. En la Iglesia del futuro el pueblo de Dios, comunidad de comunidades, con la Biblia en la mano, sabrá hacerse él mismo libro abierto en el que Dios siga siendo contado a los seres humanos como relato viviente de amor y misericordia. Los pobres La Iglesia del futuro habrá experimentado que en su cercanía a los pobres estaba toda su credibilidad y autenticidad. Y que sólo así ella podía ser, como lo quería Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II, “la Iglesia de los pobres”: “Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII, Radiomensaje del 11 de setiembre de 1962, Ecclesia Christi 3. “El misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres, ya que la Iglesia, como dijo el Santo Padre Juan XXIII, es la Iglesia de todos, pero especialmente ‘la Iglesia de los pobres’”: Cardenal Lercaro, intervención del 6 de diciembre de 1962). La teología de la liberación será recordada como la expresión de aquella Iglesia que mejor comprendió las insinuaciones del Espíritu que salpican aquí y allá el texto conciliar: “Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido; así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo.” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 8). “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los seres humanos de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 1). Ya nunca más la Iglesia estará del lado de los poderosos. Nunca se sentirá “mediadora” en los conflictos que involucren a los más desprotegidos: ella estará a su lado. Por fin sentirá su misión como la del buen samaritano, haciéndose signo visible del Dios que en su regazo consolará todo el dolor de la historia, del Dios que no tiene otra perfección a ser imitada que la de la misericordia. Desde su lugar junto a los pobres celebrará espontáneamente, y sin causas ni procesos, a los santos y a los mártires de los desheredados, como Angelelli, Romero y Proaño. Y luchará con todas sus fuerzas contra las causas de la pobreza y la opresión. La Iglesia será ella misma de los pobres, que, como quienes toman posesión de una casa, habrán acomodado todo a su gusto. Y la Iglesia, por lo tanto, será ella misma pobre, no como fruto de un “voto”, sino como natural consecuencia de su conversión. Los derechos humanos Desde su fidelidad a los pobres la Iglesia del futuro querrá estar acompañando el compromiso de los hombres de buena voluntad por los derechos humanos, en nombre de aquel Dios que, como nos dice Santiago en su carta, no hace acepción de personas, porque en Cristo Jesús decía Pablo ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni ciudadano libre, ni hombre ni mujer… La Iglesia podrá dar la cara por otros porque en su propio seno los derechos de todos serán tenidos en cuenta: ella respetará la libertad de conciencia de los creyentes en los más variados temas y circunstancia, tomando muy en serio que la conciencia es el “santo de los santos” donde en cada ser humano Dios se manifiesta (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 16). En nombre de quien vino a liberarnos para ser libres la Iglesia no estará defendiendo su lugar y sus privilegios sino que será servidora de todos y testigo de la vida allí donde ésta se manifieste. Ya no cerrará sus puertas a Raquel que llora a sus hijos, sino que ella misma tendrá una pañuelo blanco en su cabeza. Ya no cerrará sus puertas a nadie, porque su casa, anticipo de la patria definitiva, será la casa de todos. La Iglesia, taller abierto hacia el futuro Despertando de mi sueño me encuentro con este texto escrito hace ya unos cuantos años por el cardenal Roger Etchegaray: “… la Iglesia es capaz de encontrar las huellas del Evangelio en el peregrinar de las personas y de los pueblos. Pero cuanto más se adapta a los tiempos, con mayor razón debe dejar traslucir su aspecto original. El hombre moderno, con frecuencia decepcionado o traicionado por sus propias obras, espera mucho de la Iglesia, mucho más de lo que él mismo declara o incluso piensa. La Iglesia no puede tratar de seducir una clientela; ella sabe, desde luego, que el mundo la superará en todos los campos. Ante los retos gigantescos de este mundo, la Iglesia es como el pequeño David ante Goliat. ¿Qué tiene ella, que el mundo no pueda brindarse a sí mismo? ¿Qué será ella, que no pueda ser inventado por el mundo? La Iglesia no contesta a todos los interrogantes, pero llama a todos a que vayan más lejos, hasta las extremidades de lo humano. No traza un camino suyo propio, sino que abre un taller cada vez más amplio, hasta más allá del año 2000. No da oro ni plata, pero en nombre de Jesucristo dice: ‘levántate y anda’. Ofrece, sencillamente, el encuentro con el Resucitado, con Aquel que despierta y sacia, al mismo tiempo, un hambre de justicia más profunda que aquella de los seres humanos. Una Iglesia que enseñara a las personas sólo aquello que pueden aprender por sí solas, llegaría pronto a ser una Iglesia insignificante, carente de interés, no sería Iglesia. ¡Feliz Iglesia peregrinante en la edad nuclear, pero cuyas alforjas se encuentran llenas sólo de pequeñas piedrecillas pulidas por el torrente del Espíritu! Todos los salvamentos de este mundo, tan necesarios como sean, nunca llegarán a ser una salvación. Y esa salvación, por débil e irrisoria que pueda parecer, es la única que salva verdaderamente al ser humano, a toda la humanidad. He aquí la única ‘fuerza del Evangelio’” (“La doctrina social de la Iglesia”, en «Crecer» 35 (1990) 6). Después de todo, quizás no seamos tan pocos. Después de todo, este sueño, en distintas formas, ya ha comenzado a ser soñado por muchas personas. Paradójicamente, para alcanzar la Iglesia soñada habrá que permanecer atentos en la vigilia del Espíritu, aquella de la mística y el compromiso, del canto y la liberación, de la gratuidad y la justicia, aquella que, como el lector atento se habrá dado cuenta, ya ha comenzado a ser dada a luz entre nosotros. |
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