Es urgente que Francisco de Asís irrumpa en la Capilla Sixtina con su tosco sayal y su hermana pobreza, para que sacuda la conciencia de todos los reunidos bajo llave y los que estamos fuera expectantes del humo de una chimenea. Que regrese Francisco y pida al nuevo Papa que salga de un palacio que debe quedar como museo que muestre a la humanidad la enorme riqueza cultural que se ha creado en nombre de Jesucristo. Que salga del palacio para convivir con la gente normal y empaparse de la vida que surge en todas partes y que en tantos lugares se encuentra amenazada. Y, desde allí, anunciar la Buena Nueva de que Dios nos ama a todos, sin excepción, aunque con preferencia por los más vulnerables.
Que llegue también Carlos de Foucault, con las sandalias llenas de arena del desierto, con el corazón lleno de amor por aquellos que le hicieron descubrir a Dios en una religión ajena, y a quienes nunca pretendió convertir y sí "gritar el Evangelio con la vida", compartiendo la vida sencilla y de trabajo de las tribus nómadas del norte de África. Y sus hermanitos y hermanitas insertos en los barrios populares o comunidades indígenas, realizando trabajos humildes para vivir la realidad del compartir fraterno. Que regrese Juan XXIII y su Concilio Vaticano II que pretendió abrir las puertas de la Iglesia para que responda a "los gozos y a las esperanzas" del mundo y de los pueblos. Que vuelva a hablar de la Iglesia-Pueblo de Dios donde el Papa es el Siervo de los siervos... Que se escuche la voz "como timbre de campana" de Mons. Romero que actualizó el profetismo en la Iglesia y fue asesinado por los poderes que no soportaron sus denuncias y el anuncio nítido y consecuente de la Buena Noticia a los pobres. Que se ponga de pie, con su poncho, en medio de la Capilla Sixtina, Mons. Proaño, para recordar que la Iglesia debe inculturarse, que las referencias filosóficas griegas y latinas no tienen asidero en el corazón del indígena de cualquier lugar del mundo, porque su cosmovisión es más parecida a la de Jesucristo que tenía una visión unificada del hombre, del mundo, del tiempo-espacio, de Dios... Que proclame que aquellos que se creía que no tenían alma son seres con derechos, son pueblos con derechos y poseen una espiritualidad propia que hay que retomar para cuidar la Casa Común que está en peligro. Que se levanten todos, que se llame a todos: a Don Helder que tuvo la feliz iniciativa del Pacto de las Catacumbas... a Don Sergio que vivió la solidaridad más amplia, sin fronteras religiosas ni ideológicas... a Don Fragoso que se fundió con su pueblo para darle la Palabra que es Vida... Dentro de pocas horas habrá otro momento de elección... ¿saldrá humo negro todavía? Los problemas de la Iglesia son más candentes que nunca... o tal vez la diferencia está en que ahora se conoce un poco más... Que los cardenales en Cónclave se tomen el tiempo que sea necesario para que el Espíritu de Jesucristo y el espíritu de tantos santos y santas de Dios de todos los lugares y de todos los tiempos sacuda la Capilla Sixtina como un nuevo Pentecostés y nos den un Papa según el corazón de Jesucristo. ¡Este es mi grito desde lo más profundo de mi alma!
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Cuando salió a la luz la biografía del nuevo Papa, en tantos aspectos marcando una positiva diferencia, algo me transportó a la orilla del mar. Se abalanzó sobre mi mente el recuerdo de tantos y tan nobles cristianos en Donosti, amigos de la familia y del Foro de Estella. Me acordé de toda esa buena gente que merecía en Roma alguien con toda la fuerza del amor que ellos/as llevaban dentro. Esos cristianos que habían devorado durante años el Jesús de Pagola casi a escondidas, que añoraban las libertades que siempre gozaron con Uriarte y Setién; todos esos cristianos cuyo desbordado anhelo no terminaba de entrar en los sermones oficiales, entre los párrafos siempre estrechos de los catecismos; esos cristianos genuinos que se habían ajustado a lo impuesto, cuyo espíritu se veía encarcelado en el dogma establecido y que por lealtad no dieron un paso fuera del perímetro eclesiástico..., necesitaban un Papa, como todo apuntaba, podía ser Francisco. Su sencillez, cordialidad y voluntad de cambio abría cuanto menos una ventana a la esperanza.
Todos esos cristianos que cargaban con tanto "amén" a lo que les llegaba desde arriba, que ya no sabían dónde buscar aire fresco y renovado, que esperaban de la jerarquía una apertura, una inclusividad, una flexibilidad que no terminaban de llegar, que querían ver en el Papa un reflejo auténtico del Nazareno..., podían estar en vísperas de su hora. Lo llevaban toda su vida buscando, por supuesto mereciendo. Lo habían llamado en tantas cerradas noches, en la hondura de tantas crisis, en tantas fervientes oraciones... y había más que evidencias de que podía haber llegado. El Papa que rechazaba limusinas y viajaba en "colectivo", que vivía en un sencillo apartamento y se hacía su propia comida, que frecuentaba a los pobres y lavaba los pies a los enfermos..., podía ser el Papa por el que había suspirado toda esta buena gente de fe. Ojalá final feliz en esta breve historia, en la recta final de demasiadas frustraciones... No hablamos de saltos al vacío, de rupturas incomprensibles con el pasado, nos referimos a gestos cargados de significado como los que ya ha protagonizado el nuevo Papa. Se trata de ese toque de sano humor, de alejarse del dogma y volver al corazón, se trata de bajar a la calle y caminar a pie y compartir fe, de guiños sinceros de encuentro para con los líderes de las otras religiones... Hoy leemos buena nueva en los periódicos viejos, hoy nos cuentan que llegó a Roma viajando en clase económica, con los zapatos que le regaló la viuda de un sindicalista. ¿Será que las ganas tan grandes de cambios que abrigamos redactan ya su historia? ¿Será que no sabemos dónde volcar toda la esperanza acumulada, dónde saciar toda la sed de cambio que no cabe en nuestras gargantas...? Nos han terminado de contagiar esos cristianos del mañana soportando la asfixia del presente, esos incondicionales y su apuesta silente de a largo plazo, esos seguidores de un tal Jesús que piden liderazgo de incondicional amor, de celeste talla. A fuerza de ejemplo han hecho nuestras sus esperanzas. Pueda estar Francisco I a la altura de tanta sincera aspiración despertada, a la par de tan irrefrenable expectativa. Pueda estar al nivel de lo que el mundo y la cristiandad necesitan. Quiera el Cielo que suponga el inicio de una profunda renovación, de una nueva era en la Iglesia. Por esa Iglesia abierta, hermana, solidaria, sencilla, con rostro también de mujer, fiel al legado eterno del Nazareno..., que esas entrañables gentes de edad y otros tantos también deseamos. El manifiesto de las catacumbas por: Fernando Bermúdez López y Juan V. Fernández de la Gala3/19/2013 La inesperada renuncia al pontificado del cardenal Joseph Ratzinger debe ser un motivo de honda reflexión para todos los miembros de la cristiandad. La Iglesia, que vive hoy acuciada por graves escándalos que han minado seriamente su credibilidad moral, se empeña todavía en seguir revestida de un poder mundano que no le es propio, se mantiene separada del mundo contemporáneo por un lenguaje y unos gestos que no son los de Jesús, y, llena de miedo, como aquella primitiva comunidad apostólica antes de Pentecostés, vive atrincherada frente a un mundo del que debería ser fermento de transformación.
Hace ahora 50 años, el Concilio Vaticano II supuso un intento de renovación evangélica que quiso abrir puertas y ventanas al mundo. Aquellas propuestas no nacieron de un eventual motu proprio, sino de la colegialidad de la asamblea de los obispos y del asesoramiento de la teología más inspirada. Al presentar su renuncia, Benedicto XVI ha llamado la atención sobre la necesidad de que, pueda sucederle alguien que sea capaz de afrontar el reto de las "rápidas transformaciones y las cuestiones de gran relieve para la vida de la fe que sacuden el mundo". A la luz del Concilio, parece ser esta la mejor invitación que podía hacernos el Espíritu. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a encarnarse constantemente en la historia de la humanidad, a vivir la pasión en su crucifixión solidaria con todos los hombres y mujeres que sufren el dolor, la injusticia y el olvido y a instaurar para ellos en el mundo la luz de la esperanza pascual. Todos nosotros, pueblo y jerarquía, formamos parte de una Iglesia que se reconoce necesitada de conversión y en constante búsqueda de la senda original del Evangelio. Así lo sintió también en 1965, pocos días antes de la clausura del Concilio Vaticano II, un grupo de unos 40 padres conciliares. Reunidos para celebrar la Eucaristía en la catacumba de Santa Domitila, suscribieron el llamado "Pacto o manifiesto de las Catacumbas", con el liderazgo del obispo brasileño Dom Hélder Câmara, en un intento valeroso de representar mejor la Iglesia de Jesús y de ser más fieles a la senda original del Evangelio. Muchos otros se unieron después. El manifiesto es una invitación a los "hermanos en el episcopado" a llevar una "vida de pobreza" y a ser una Iglesia "servidora y pobre" como lo quería Juan XXIII. Los firmantes se comprometían a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral. Este es el contenido de aquel manifiesto: EL PACTO DE LAS CATACUMBAS Una Iglesia renovada necesita obispos renovados, convencidos de que su función es un servicio a la comunidad de los fieles, no un sillón desde el que mandar. Los candidatos tendrían que ser, sobre todo, buenos pastores y no parecer en ningún caso gerentes de la multinacional eclesiástica, preocupados solo de ascender en el escalafón de una empresa con sede en Roma. Tendrían que ser verdaderos creyentes capaces de hacerse transparentes a la luz de Cristo y abrir su ministerio al aliento del Espíritu, que sopla donde quiere. Su vida, sus gestos y sus palabras tendrían que ser como las de Jesús de Nazaret: sencillas, cercanas y comprometidas. Lamentablemente, la imagen y los modos de algunos de nuestros obispos parecen muy distantes de las propuestas de Jesús y es un escándalo para la Iglesia y para el mundo que esto siga siendo así por más tiempo. Por eso, quizá sea bueno que, en estos días de profunda reflexión para la Iglesia, hagamos llegar el manifiesto especialmente a nuestros obispos y responsables eclesiásticos. Ojalá nos sirva a todos como una invitación a una conversión profunda al Evangelio de los modos y las estructuras eclesiales. El fragmento se inserta en la penúltima estancia de Jesús en Jerusalén, con motivo de la "Fiesta de las Tiendas", una gran fiesta religiosa anual que se celebraba desde antes del Exilio. Es la fiesta del cumplimiento de la Promesa, la fiesta mesiánica por excelencia. El símbolo fundamental era el agua, como signo de abundancia y de bendición de Dios, y las chozas de ramaje que se hacían alrededor de la ciudad, recordando la peregrinación por el desierto, desde las que se hacían procesiones rituales a las fuentes de Gijón, que brotaban en la ladera sudeste de la colina del Templo y derramaban el agua a la piscina de Siloé. Jesús ha aprovechado este simbolismo para declarar:
Si alguno tiene sed, que venga a mí que beba el que cree en mí. Como dice la Escritura de su seno brotarán corrientes de agua viva. Todo ello provoca la áspera disputa con las autoridades sobre la autoridad de Jesús, y discusiones entre la gente acerca de Jesús. Finalmente, los jefes mandan una patrulla para prenderle, pero los guardias se vuelven sin arrestarle diciendo: "¡Jamás hombre alguno ha hablado como ese hombre!". ¡Qué admirable poder de la presencia y la palabra de Jesús, que deja embobados e inermes incluso a los policías que van a detenerle! En este contexto se inserta el pasaje del evangelio de hoy. No es un texto original de Juan: es una adición posterior. Por sus características internas y literarias se parece mucho a Lucas. Incluso en algunos manuscritos antiguos se coloca en Lucas, después del 21, 38, es decir, al final de las últimas discusiones en el templo, inmediatamente antes del relato de la Pasión. De todas maneras nadie discute su autenticidad y es seguro que es un relato contemporáneo a los Evangelios, desplazado aquí por razones que conocemos mal. El relato se podría incluir entre las "trampas" que se van poniendo a Jesús para desautorizarle. La discusión sobre el tributo al César, la cuestión de la Resurrección, el primer Mandamiento, el cuestionamiento de su autoridad... Esta vez la trampa es mortal. Condenar a la mujer, aparte de posibles problemas jurídicos sobre autoridad para condenar a muerte, supone que toda la doctrina del perdón no se lleva a la práctica. Perdonar a la mujer significa quebrantar la Ley de Moisés, "autorizar" el pecado. Es una trampa perfecta, rabínica, un callejón sin salida. Jesús tenía una escapatoria; como lo hizo en Lucas 12,13 podía decir: ¿quién me ha nombrado a mí juez en Israel?. Pero entonces lapidarían a la mujer. Y es eso lo que quiere evitar Jesús, a toda costa. La escena, por otra parte, es soberbia, incluso literariamente: el escenario, un pórtico del Templo; multitud de gente rodeando a Jesús, sentado, como un rabino prestigioso; un espacio libre en el centro, y allí, la mujer en pie y los sabios y santos del pueblo acosando a Jesús.... Como siempre, sin embargo, Jesús demuestra que todas esas dificultades están situadas en plano jurídico humano muy inferior, y "vuela" sobre ellas en una interpretación mucho más profunda. Varias son las frases determinantes. "Aquel de vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra" ¿Quién es el hombre para juzgar de los pecados de los hombres? La primera tremenda verdad que pasan por alto aquellos jefes religiosos es que se consideran jueces de la conciencia de los demás. Y esto pertenece sólo a Dios. Pero, por encima de esto, hay otra lección más profunda, repetida en varios momentos por Jesús: ¿Por qué te consideras justo? La humanidad no está dividida en "justos" y "pecadores". La humanidad es una comunidad de pecadores, por lo que necesita del perdón para sobrevivir. (La viga en tu ojo y la paja en ojo ajeno - El Fariseo y el Publicano - La parábola de los dos deudores - Todo ello culminación de la estupenda intuición del libro de Jonás: "pues si tú te contristas porque muere un arbusto, ¿no se va a preocupar Dios de la muerte de tantos hombres...?". Y, por encima de todo, la Parábola del Hijo Pródigo, que leímos el domingo pasado, en que muestra cómo es Dios respecto a los pecadores.) Pero hay que recordar aquí que los escribas y los fariseos no hacen más que aplicar la ley, la ley de Moisés, la ley de "Dios": LEVÍTICO 2,10: si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto, tanto el adúltero como la adúltera. DEUTERONOMIO 22,22: si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos... Así harás desaparecer de Israel el mal. ¿Es que para Jesús La Ley no es válida? ¿No hay que cumplir la Ley de Dios? ¿No es Palabra de Dios? Al responder a esta pregunta nos encontramos con dos sorpresas, fundamentales para entender lo de Jesús: • Que sólo podemos afirmar que el Antiguo testamento es Palabra de Dios cuando es recogido por Jesús. Cuando es superado, corregido o negado por Jesús (recordemos Mateo 5,43 "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos...") no podemos entenderlo más que como pura provisionalidad, la manera, imperfecta, de entender la Palabra que se hizo en un tiempo muy lejano a la mentalidad de Jesús. • Que Jesús supera la Ley en un sentido muy profundo: salvar a la persona es antes que cumplir la ley. Los escribas y fariseos quieren observar la ley matando a la persona. Jesús quiere salvar a la persona aun forzando la ley. No es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre. Así, Jesús revela a Dios. Dios no es el que busca la justicia por el castigo. Dios es el que quiere salvar del pecado. Y nosotros los hombres o somos así o vamos contra Dios. Salvar al pecador, liberar del pecado es la obsesión de Jesús. Y por eso se indigna contra los "justos", porque en primer lugar no lo son, sino que son tan ciegos que no saben que son pecadores; y en segundo lugar porque, si lo son, es porque han recibido de Dios mucho más que otros, para que puedan salvar más. "Tampoco yo te condeno. Vete en paz y no peques más" Una vez más, Jesús ha actuado como Salvador, como Médico. Intenta ante todo curar a la mujer, y curar a los orgullosos letrados y fariseos, que son pecadores, están enfermos, pero no se dan cuenta, y ésa es su más grave enfermedad. Es importante, sin embargo, darnos cuenta de que el mensaje no es que el pecado no tiene importancia. El pecado es una grave, quizá gravísima enfermedad. Quizá una enfermedad mortal. Una cosa es perdonar y otra decir que el pecado es indiferente. El pecado es la muerte del hombre, y por tanto la preocupación de Dios, que no quiere que nadie se pierda (El Buen Pastor, la Oveja Perdida, la Mujer y las Cinco Monedas...). Pero Dios está para salvar, para evitar que el hombre se pierda. Dios es así. Esta es la Buena Noticia. Nos viene a la memoria la "última acción de Salvador" de Jesús. Mientras le crucifican va diciendo "Perdónales porque no saben lo que hacen". Y casi justo antes de morir, acepta al ladrón que no le dice más que "no te olvides de este pecador". Por tanto, nuestra actitud ante todos los hombres nunca es de condena, porque sabemos que no son culpables sino enfermos, como nosotros mismos. Y no les ofrecemos la salud nosotros los sanos, sino nosotros tan enfermos como ellos. Ninguna soberbia, ninguna superioridad, ningún sentido de que nosotros somos más que nadie: sedientos como todos, sabemos dónde está la fuente y compartimos el agua que hemos recibido. Oscuros como todos, nuestra mecha se ha encendido en el Fuego del Espíritu y procuramos que todo se encienda en él. Porque hemos entendido el sentido de la vida cristiana: dejar atrás todos los valores intrascendentes para dedicarse a la gran Misión: colaborar con el Salvador, ayudar a curar el mal del mundo. La fuente de todo esto es el descubrimiento del amor de Dios. Dios ama. En el comportamiento de los fariseos y de Jesús frente a la mujer adúltera hay una diferencia esencial. A Jesús le importa la mujer, le quiere, quiere que salga de sus pecados. A los otros les importa sólo que se cumpla la Ley. Y éste es el secreto: si descubrimos que Dios nos quiere, empezaremos a querer, nos sentiremos hermanos en la enfermedad y procuraremos compartir la medicina. La principal característica de las tres lecturas de hoy es que nos invitan a mirar hacia adelante. Isaías desde la opresión del destierro, promete algo nuevo para su pueblo. Pablo quiere olvidarse de lo que queda atrás y sigue corriendo hacia la meta. Jesús abre a la adúltera un horizonte de futuro que los fariseos estaban dispuestos a cercenar.
El encuentro con el verdadero Dios nos empuja siempre hacia lo nuevo. En nombre de Dios nunca podemos mirar hacia atrás. A Dios no le interesa para nada nuestro pasado. A mí debía interesarme, solo en cuanto me permite descubrir mis verdaderas actitudes del presente y ver lo que tengo que rectificar. CONTEXTO El texto que acabamos de leer, está en un contexto artificial. No se encuentra en ningún otro evangelista y, seguramente ha sido añadido al evangelio de Juan. No aparece en los textos griegos más antiguos y ninguno de los Santos Padres lo comenta. Está más de acuerdo con la manera de redactar de Lucas; incluso aparece incorporado a este evangelio en algunos códices. Está garantizado que es un relato muy antiguo y su mensaje está muy de acuerdo con todos los evangelios, incluido el de Juan. Puede ser que la supresión y los cambios se deban a su increíble mensaje de tolerancia y perdón, que se podía interpretar como lasitud o permisividad, en un tema tan sensible como el sexual. EXPLICACIÓN En el relato, se destaca de manera clara el "fariseísmo" de los letrados y fariseos, acusando a la mujer y creyéndose ellos puros. Si con toda certeza saben que es culpable, ¿por qué no la ejecutan ellos? No aceptan las enseñanzas de Jesús, pero con ironía le llaman "Maestro". El texto nos dice expresamente que le estaban tendiendo una trampa. En efecto, si Jesús consentía en apedrearla, no solo perdería su fama de bondad y misericordia, sino que iría contra el poder civil, que desde el año treinta había retirado al Sanedrín la facultad de ejecutar a nadie. Si decía que no, se declaraba abiertamente en contra de la Ley, que lo prescribía expresamente. Como tantas veces, en el evangelio, los jefes religiosos están buscando la manera de justificar la condena de Jesús. Si los pescaron "in fraganti", ¿dónde estaba el hombre? (La Ley mandaba apedrear a ambos). Hay que tener en cuenta que se consideraba adulterio la relación sexual de un casado con una mujer casada, no la relación de un casado con una soltera. La mujer se consideraba propiedad del marido, con el adulterio se perjudicaba al marido, por apropiarse de algo que era de él (la mujer). Cuando el marido era infiel a su mujer con una soltera, su mujer no tenía ningún derecho a sentirse ofendida. ¡Cómo iba a considerar venida de Dios, una Ley que estaba de acuerdo con esta barbaridad! ¡Qué poco han cambiado las cosas! Hoy seguimos midiendo con distinto rasero la infidelidad del hombre y de la mujer. Aparentemente, Jesús está dispuesto a que se cumpla la Ley, pero pone una simple condición: que tire la primera piedra el que no tenga pecado. El tirar la primera piedra era obligación o "privilegio" del testigo. De ese modo se quería implicar de una manera rotunda en la ejecución y evitar que se acusara a la ligera a personas inocentes. Tirar la primera piedra era responsabilizarse de la ejecución. Nos está diciendo que aquellos hombres todos acusaban, pero nadie quería hacerse responsable de la muerte de la mujer. En contra de lo que nos repetirán hasta la saciedad durante estos días, Jesús perdona a la mujer, antes de que se lo pida; no exige ninguna condición. No es el arrepentimiento ni la penitencia lo que consigue el perdón, sino que es el descubrimiento del amor incondicional lo que debe llevar a la adúltera al cambio de vida. Tenemos aquí otro gran margen para la reflexión. El perdón por parte de Dios es lo primero. Cambiar de perspectiva será la consecuencia de haber tomado conciencia de que Dios es Amor y está en mí. APLICACIÓN Es incomprensible e inaceptable que después de veinte siglos, siga habiendo cristianos que se identifiquen con la postura de los fariseos. Sigue habiendo "buenos cristianos" que ponen el cumplimiento de la "Ley" por encima de las personas. La base y fundamento del mensaje de Jesús es precisamente que, para el Dios de Jesús, el valor primero es la persona de carne y hueso, no la institución ni la "Ley". El PADRE estará siempre con los brazos abiertos para el hermano menor y para el mayor. La cercanía que manifestó Jesús hacia los pecadores, no podía ser comprendida por los jefes religiosos de su tiempo porque se habían hecho un Dios justiciero. Para ellos el cumplimiento de la Ley era el valor supremo. La persona estaba sometida al imperio de la Ley. Por eso no tienen ningún reparo en sacrificar a la mujer en nombre de ese Dios inmisericorde. Por el contrario, Jesús nos dice que la persona es el valor supremo y no puede ser utilizada como medio para conseguir nada. Todo tiene que estar al servicio de los individuos. Desde el Paleolítico, los seres humanos buscaron verse libres de sus culpas por medio de un "chivo expiatorio". En todas las religiones, podemos encontrar esta exigencia de los dioses. El colmo de esta servidumbre fue el sacrificio de un ser humano como medio de aplacar al dios. Una persona "elegida" como instrumento de propiciación y sacrificada, garantizaba la supervivencia y el bienestar del resto del pueblo. Jesús nos dice que lo más preciado para Dios es precisamente la persona concreta. Que la causa de Dios es la causa de cada ser humano. Lo más contrario a Dios es machacar a un ser humano, sea con el pretexto que sea. Explicar la muerte de Jesús como sacrificio exigido por Dios para poder amarnos, va en contra de la esencia del mensaje del mismo Jesús. Ni siquiera debemos estar mirando a lo negativo que ha habido en nosotros. El pecado es siempre cosa del pasado. No habría pecado ni arrepentimiento si no tuviéramos conciencia de que podemos hacer las cosas mejor de lo que las hemos hecho. Con demasiada frecuencia la religión nos invita a revolver en nuestra propia mierda, sin hacernos ver la posibilida¬d de lo nuevo, que seguimos teniendo, a pesar de nuestros fallos. Dios es plenitud y nos está siempre atrayendo hacia Él. Esa plenitud hacia la que tendemos, siempre estará más allá. Será como un anhelo que nos dejará sin aliento por lo no conseguido. En la relación con el Dios de Jesús tampoco tiene cabida el miedo. El miedo es la consecuencia de la inseguridad. Cuando buscamos seguridades, tenemos asegurado el miedo. Miedo a no conseguir lo que deseamos, o miedo a perder lo que tenemos. Una y otra vez Jesús repite en el evangelio: "no tengáis miedo". El miedo paraliza nuestra vida espiritual, metiéndonos en un callejón sin salida. El acercamiento al verdadero Dios tiene que ser siempre liberador. La mejor prueba de que nos relacionamos con un ídolo, y no con Dios, es que nuestra religiosidad produce miedos. El evangelio nos descubre la posibilidad que tiene el ser humano de enfocar su vida de una manera distinta a la habitual. La "buena noticia" consiste en que el amor de Dios al hombre es incondicional, es decir no depende de nada ni de nadie. Me ama porque es amor. Su esencia es el amor y no puede dejar de amar sin destruirse a sí mismo. Pero nosotros seguimos empeñados en mantener la línea divisoria entre el bueno y el malo. Fijaros que Jesús lo que hace es destruir esa línea divisoria. ¿Quién es el bueno y quien es el malo? ¿Puedo yo dar respuesta a esta pregunta? ¿Quién puede sentirse capacitado para acusar a otro hasta la muerte? El fariseísmo sigue arraigado en lo más hondo de nuestro ser. Recordemos el evangelio del domingo pasado. La adúltera ha desplegado su hermano menor y se cree digna de condena. Los fariseos actúan desde su hermano mayor y se creen con derecho a condenar. Jesús está ya identificado con el Padre y unifica los tres. Tanto el menor como el mayor tienen que ser superados. Una vez más descubrimos que el menor está dispuesto a cambiar con más facilidad que el mayor. Seguimos empeñados en echar la culpa al otro, y naturalmente es el otro el que tiene que cambiar. Meditación-contemplación Tampoco yo te condeno. Jesús nos dice, sin paliativos, que Dios no condena. Todo aquel que se atreve a condenar, no habla en nombre de Dios. Mientras esto no lo tenga claro, no daré un paso en la vida espiritual. ............................. Si uno te ayuda a descubrir tus fallos, te está ayudando a encontrar el camino de tu plenitud. Si alguien te convence de que eres una piltrafa, te está metiendo por un callejón sin salida. ......................... Dios no es un ser que ama. DIOS ES AMOR y solo amor. Cuando atribuimos cualidades a Dios, lo ridiculizamos. Si descubro ese AMOR en lo más hondo de mí, todo mi ser quedará empapado, trasformado en amor. Todas las crónicas que se van filtrando vienen a indicarnos que el anciano Papa no tenía ya fuerza suficiente para asir la escoba que ha de barrer el polvo y detritus acumulados por los rincones de las estancias vaticanas. A un buen alemán seguramente no le hubiera complacido una limpieza a medias. Ante tan duro desafío es humano que le tentara la paz de una cercana celda de clausura. No es objeto de estas líneas analizar la naturaleza de los elementos y aspectos en franca descomposición en el seno de la Iglesia. Los pormenores de los escándalos e intrigas van saliendo a la luz solos día a día.
Ante ese desalentador panorama, deseamos más bien enfocar la mirada hacia adelante. El derrumbe de lo "más santo", quizás sea inequívoca señal para intentar reinventarse de nuevo, reinventarse a partir de la esencia que no caduca, del Verbo que nunca muere; rehacerse a partir de Jesús y su mensaje eterno de fraterno amor. El escándalo rayaría tan alto que, ahora más que nunca, primaría empezar de cero. No habría corrido la historia en balde. No se habría agitado para nada el estandarte de la cristiandad. La Iglesia no fue ni mejor, ni peor que el conjunto de la tropa humana, sólo que, en medio de estos veloces tiempos, los cristianos de dentro y de fuera ensayamos de alguna forma refundarnos y la institución eclesiástica no manifiesta, en ese sentido, apenas signos. No es que ella cante en latín y se esconda en un bunker, no es que se una con las fuerzas más reaccionarias e impida a la mujer elevar la forma sagrada en el altar, no es que permanezca huida en el pasado..., es que la degradación, según relatan los periódicos, ha alcanzado ya a órganos vitales. Cuando hace dos milenios el Maestro nos provocó con aquello de que le siguiéramos, nos pidió también, muy a conciencia, abandonarlo todo. La llamada al vital desnudo nunca caducaría. Hoy como ayer nos hallaríamos ante el reto imprescindible de dejación del oro, la púrpura y la pompa, pero sobre todo del alarde más peligroso del dogma, la doctrina y los convencionalismos. En los albores del tercer milenio de su era, podríamos intentarlo. ¿O es que algún seguidor de Jesús puede creer que este caminaría hoy satisfecho por los pasillos vaticanos de fuera, o a la vera de la prosa petrificada de sus catecismos de dentro? Sirva el escándalo cuanto menos para que los/as seguidores/as de Jesús nos pongamos un poco más a la par, para que nadie exhiba curriculum o herencia. Sirva un Vaticano en profunda crisis moral, para que pueda surgir un diálogo más de igual a igual entre los cristianos de dentro y de fuera de la Iglesia institución. No es sólo un borrón y cuenta nueva, es un cogerse de la mano, es un aunar de corazones y voluntades para que el principio de incondicional amor que testimonió Jesús, más pronto que tarde, alcance la tierra entera. Nadie exhiba carnet de autenticidad, después de todo lo que nos hemos enterado en todos estos días. Ahora como hace 2.000 años, no hay más pedigrí, que el de quien se vuelca en entera donación al prójimo y sus necesidades. Vista sus humildes sandalias de cuero, pero sobre todo su corazón inmenso, quien pretenda en exclusiva en la tierra representarle. Tremendo baño de humildad y a partir de ahí carrera sólo para ser más consecuentes con su testimonio y palabra que nunca mueren. A partir de ahí intentar descubrir cuál es la versión 2.0, el mensaje actualizado a nuestros días del Nazareno sin institución legataria, sin lugar, ni tiempo. No desearíamos un nuevo y pomposo Papa, desearíamos una refundación integral de una institución tan anclada en la Edad Media. Todo agente de genuino progreso humano en cualquier ámbito de la actividad se desenvuelve en clave de compartir y cooperar, procura trabajar en redes más y más horizontales. Sin embargo la Iglesia mira a un solo balcón, repara en un báculo, atiende un único dictado. ¿Cuánto desmedido poder no quieren aún seguir acumulando cuantos visten negra sotana? La humanidad, en vías de emancipación de tutelas de todo orden, no puede aceptar más sumisión que a los principios y valores universales que pregonó Jesús; no puede asumir más devoción que aquella debida al resto de la humanidad, sobre todo a aquella más sufriente... Lo proclamamos por supuesto con todos los respetos: no desearíamos nuevo Pontífice, preferiríamos un hermano en Roma, falible, de carne y hueso, camisa y pantalón. Si alguien nos preguntara, quisiéramos un conocedor del humano y sus desafíos, no de la letra y las formas que caducan; un abridor de nuevos caminos, un abrazador de otros sentires, un ingeniero puenteador con otros credos. Desearíamos un hombre, una mujer en el Vaticano que día a día se preguntara, no cómo defender el imperio de la fe, sino cómo extender el principio de solidaridad universal, de fraterno amor; que en cada momento se interrogara cómo caminaría el Nazareno por las inciertas, convulsas, pero al mismo tiempo esperanzadoras, avenidas de nuestros días. Resulta difícil de entender el afán humano por hacer daño a otras personas (así como a los animales o a la misma naturaleza). Dentro del daño infligido a las personas, ocupa un lugar habitual el juicio gratuito, la descalificación y la condena.
Detrás de todo ese tipo de comportamientos no hay sino inconsciencia, a veces acompañada de experiencias de sufrimiento no resuelto. En cierta medida, parece cierto que “detrás de todo verdugo, hay una víctima”. El sufrimiento pendiente (aunque no se sea consciente de él) constituye un factor que alimenta la ignorancia, en el sentido más profundo del término. Tal como la entendemos aquí, ignorancia no es otra cosa que tomar como cierta la lectura que nuestra mente hace de las cosas. Sin darnos cuenta de que esa lectura es siempre unaproyección, la damos por válida, convencidos de que “mis pensamientos son la realidad”. Una vez puesta esa base, todo empieza a ser justificado. Uno puede sentirse injustamente ofendido… o puede llegar a pensar que posee la verdad y, por tanto, los otros están en el error, y hay que combatirlos. Detrás de tanto juicio y condena –como en el texto que leemos hoy-, parece que no hay sino una inseguridad radical, que se disfraza justamente de seguridad absoluta. La misma necesidad de tener razón y de creerse portadores de la verdad es indicio claro de una inseguridad de base que resulta insoportable. Por eso, el fanatismo no es sino inseguridad camuflada, del mismo modo que el afán de superioridad esconde un doloroso complejo de inferioridad, a veces revestido de “nobles” justificaciones. Una “noble” justificación era la aludida por los fariseos y los teólogos oficiales para condenar a esta mujer a la lapidación (¡no así al hombre adúltero!): “la Ley”. Ante esa situación, Jesús no entra en discusiones, ni en intentos de convencerlos de lo errado de su posición. Como si supiera que las polémicas, cuando hay inseguridad (aunque sea inconsciente), no hacen otra cosa sino que las personas todavía se amurallen más en sus posturas previas y busquen más “argumentos” para sostenerlas. El lector del evangelio ya conoce el planteamiento básico de Jesús: la persona prima siempre sobre la ley. “No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre” (Mc 2,27); “¿qué está permitido hacer en sábado: el bien o el mal?” (Mc 3,4). Él no ve a las personas a través del filtro de “justos o pecadores”, ni tampoco proyecta en ellas sus simpatías o antipatías, sus miedos y sus necesidades. Jesús es el hombre fraternal, que sabe ver el corazón de las personas, y que mira y trata a cada una como si fuera única. Es como si en cada persona se estuviera viendo a sí mismo (“lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”: Mt 25,40) y, en último término, viera a Dios mismo, el Misterio último expresándose en cada rostro. Precisamente porque conoce el corazón humano, acierta al decir: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Ante estas palabras, que desnudan las etiquetas complacientes de quienes se creían “justos”, todos se alejan. Nadie es mejor que nadie: ¿con qué derecho juzgamos, descalificamos y condenamos? Pero la respuesta de Jesús no termina ahí. La suya es una palabra de denuncia para los censores, pero de perdón para la mujer. No hay condena: “ve en paz”. Pero pareciera que seguimos sin aprender: este texto evangélico fue censurado en la comunidad primitiva hasta que, finalmente, logró “aterrizar” en el cuarto evangelio. Y todavía hoy, no pocas personas religiosas que se dicen seguidoras de Jesús hacen de la condena una señal de identidad. Si la vida se amasa, y queremos ser pan... ¿De qué estamos hechos?
La harina es lo que da consistencia y firmeza al pan. Le brinda una estructura. Mi harina es aquello que me arma, eso en lo que me sostengo. Es esa voz, en lo más íntimo de mí misma, que me confirma: "SOY". Es todo aquello en lo que puedo pararme sabiendo que no tiembla, tierra firme donde ponerme de pie y alzarme. Es mi palabra, la que me pronuncia. Está hecha de mis valores, mis creencias, mis certezas. Lo que creo sobre Dios, sobre el mundo, sobre mi patria. Las banderas que enarbolo y que seguiré defendiendo pase lo que pase. Aquello que me resulta seguro, confiable, sólido. Aquello que permanece, atravesando el paso del tiempo y el embate de las múltiples tormentas de mi vida. Es también lo que creo sobre mí misma, mis firmezas. Eso de mí que el espejo no cambia. La imagen que tengo de mí, a través de mis circunstancias: en qué me veo confiable, en qué maduré, incluso cuáles son las piedras con las que siempre tropiezo y que hacen ya a mi identidad, de tanto repetirse. Eso de donde me aferro cuando siento que todo se cae a mi alrededor. Son también mis vínculos seguros. Las manos que sé que siempre van a estar ahí para mí, aún cuando el abismo aceche. Esos lazos que nada puede desatar, ni siquiera la muerte. Es mi historia, también, los ladrillos con los que me construí. Todo esto me ubica en un "desde dónde". Es un punto de partida, puerto seguro a donde volver, donde reparo fuerzas. "A la vuelta de tanto naufragio, en el puerto estás tú"... El exceso de "harina" me vuelve una roca, dura, rígida, inmodificable. Un fanático al que nada ni nadie mueve de sus principios, impermeable al encuentro. Destructivo también, para todo el que se atreva a querer comerlo... El agua da blandura y elasticidad; es también, lo que une los distintos ingredientes, convirtiendo una mezcla seca en auténtica masa. Mi agua es lo que me ablanda, lo que atenúa la firmeza y me hace elástica, capaz de transformarme ante el amasado. Es lo que me torna sensible a la presión o a la tibieza del otro. El agua será siempre, para que el pan se haga, agua tibia. Será la calidez y los afectos. El agua siempre viene desde afuera, desde el otro. Por eso, el reino del agua será el de los vínculos, el de la intimidad. El principal componente de esta agua será el saberme amada. El de ese encuentro fundamental, donde escuché un "TE AMO", a veces dicho en palabras, otras en gestos o miradas leves, pero con esa profundidad que me da vida. El afecto me revitaliza, me devuelve ternura, me hace tierna como el pan recién horneado. El agua es también, lo que integra mis ingredientes. Lo que me da unidad, me re-úne, me hace una conmigo misma a partir del amor del otro. Y así, me da un sentido, un "para qué". El pan es pan para ser comido, y para eso tiene que ser tierno, tiene que estar dispuesto a las manos que lo parten, al diente que se hinca. Ser uno para ser partido, otro gran misterio de nuestra humanidad divinizada... Un exceso de "agua" me hace chirle, inconsistente. Con poco de donde aferrarme, torpe para sostener a otro. Imprevisible, caprichosa, tomando distinta forma según las circunstancias. Incapaz de afrontar el horneado. La sal, el condimento, es lo que hace gustoso al pan, lo que le da su característica, lo que lo hace especialmente recordable. Mi sal es mi sabor propio, lo original y único que hay en mí. Es lo que me hace más yo, mi aporte más personal. Aquello que, si no pongo yo, nadie podrá poner. Lo que la masa total espera de mí. Mi sal me confirma: "SOY ÚNICA". Y desde esta convicción, me permite gustar, saborear al otro y ser saboreada. Me permite encontrar un lugar en el mundo, en la vida del otro, absolutamente irreemplazable. No hay ninguna otra persona que tenga mi sabor. Mi sal es lo que responde al "cómo". Es como una huella digital, que permite que, incluso en mi ausencia, cuando no estoy o ya no esté, mi sello personal quede grabado en todo lo que toqué. Es lo que me brinda ese perfume inconfundible, que embebe todo lo que se me acerca. Me da la intensidad, que se expresa en un modo de mirar, en un tono de voz, en las palabras que uso... Un exceso de "sal" me vuelve intolerable, incomible. Mi sabor deja de ser agradable, y se vuelve intrusivo, lastima. Se impone, avanza sobre la libertad del otro, lo somete. Provoca rechazo, alejamiento. La levadura es lo que hace aumentar de tamaño al pan, lo que permite, con poco, obtener mucho. Mi levadura, es aquello que me hace crecer. Lo que me impulsa a salirme de mí, a superar mis límites, a rebosar los moldes. Me empuja a ser más, a agrandarme, a trascenderme. Está hecha de mis sueños y mis esperanzas. Es lo que veo a lo lejos, como un horizonte. Me confirma: "ESTOY LLAMADA A MÁS", a ir más allá. A alcanzar lo que quiero. Me dice que soy un germen, que siempre habrá más por crecer, por desplegar, por hacer más pleno. Está hecha también de mis preguntas, mis inquietudes, mis dudas, que me hacen seguir buscando. Se alimenta de acompañar e impulsar también el crecimiento de otros, que a su vez me confrontan con mi propio "todavía no", que me atrae y me reclama. Es el tirón que viene de adelante, que me marca un "hacia dónde", un rumbo. Es el Espíritu que vive en mí, invitándome a seguir, a construir, al Reino. Mi levadura es la fuerza creadora que me habita, y que se mete en todos los recovecos, para potenciar todo lo que soy y lo que tengo, para que cada una de mis células se haga plena. Es también, lo que estoy invitada a poner en la masa, para que todo se colme de creación. Un exceso de "levadura" también volvería mi masa inconsistente, puro sueño desencarnado que no tiene en cuenta la sustancia total, y pretende de ella lo que no podría dar jamás. Ese estilo de levadura no permite crecer, "se va en vicio", es "pura espuma" que no aporta nada. Y al fin, el horno. No es exactamente un ingrediente; en cierto sentido nos "viene de afuera". Pero es igualmente imprescindible para dejar de ser masa, proyecto, y concretarme en mi esencia, en mi identidad de pan. No hay verdadero pan sin horno, así como no hay hombre o mujer sin pasión. Pasión en el doble sentido de la palabra, como dicen los pasionistas: el dolor que nos permite la Pascua, pero también aquello que nos hace vibrar, que nos conmueve, que nos enciende hasta brillar. Las experiencias de horneado, ésas de "estar en el horno", pasión-muerte-resurrección, son las que nos hacen madurar, adquirir textura. Llevan a su plenitud nuestros ingredientes, confirman la firmeza de la harina, la ternura del agua, el sabor peculiar, el crecimiento justo de la levadura. Y sólo a través del horno, el pan responde a su llamado a ser comida; la masa cruda se reseca, se pone mustia, le salen hongos. Sólo atreviéndonos a pasar por el fuego, a atravesar lo arduo, a caer, podemos forjarnos, volver a ponernos de pie, ser del todo nosotros mismos. “Le pido a Dios que no nos toque un Papa de esos que sólo saben mirar hacia atrás”, dice Josune Arregui, secretaria general de la Unión Internacional de Superioras Generales
Arregui pide una estructura en la Iglesia “que no sea sacerdotal”, es decir que mayor protagonismo a la mujer La hermana Josune es anticlerical. No se asusten. Cuando esta monja carmelita de la Caridad Vedruna habla de clericalismo se refiere a la estructura de la Iglesia donde, se queja, “al final todo depende de un sacerdote”. Un sistema para el que demanda un cambio: “¿Por qué tiene que tener tanto poder el sacerdocio? Hay que buscar una estructura que no sea sacerdotal”. En otras palabras, una forma de proceder que dé mayor protagonismo a la mujer dentro de la Iglesia porque, a pesar de que del millón de religiosos que hay en el mundo 800.000 son mujeres y 200.000 hombres, son las primeras las que siguen relegadas a un segundo plano. Una demanda a la que tendrá que hacer frente el nuevo Papa. Las mujeres tampoco tienen voz ni voto en el cónclave que elegirá al sucesor de Benedicto XVI, pero Josune Arregui, que ejerce como secretaria general de la Unión Internacional de Superioras Generales –una organización que agrupa a líderes de 2.000 órdenes religiosas femeninas con presencia en más de 90 países– tiene claro lo que espera del nuevo pontífice: “Quisiera un Papa creyente y valiente. Creyente en el sentido de que mirara desde el punto de vista de la fe. También le pido a Dios que no nos toque un Papa de esos que sólo saben mirar hacia atrás”. Y es que para la hermana Josune sólo cabe mirar hacia delante. Todavía hoy, en 2013, muchas monjas viven dedicadas a servir a curas y obispos o, como sucedió durante la ceremonia de consagración de la Sagrada Familia de Barcelona, en noviembre de 2010, a limpiar el suelo y el altar y colocar manteles y flores. “En aquella ocasión protestamos por carta ante la Conferencia Episcopal porque consideramos indigno que nos utilicen para eso y que proyecten esa imagen de nosotras”, explica la religiosa. Sentada en la sala de estar de la Curia General de las Vedrunas en Roma, la hermana Josune se afana en reivindicar el papel de la mujer dentro de la Iglesia, pero no se olvida de otros retos a los que tendrá que enfrentarse el nuevo Papa, como son el desprestigio creciente de la institución eclesiástica o la secularización. “Se nota mucho más en España que en Italia, desde lo que publica la prensa hasta el ambiente que se respira en la calle. Cuando vuelvo siempre noto ese desprestigio, esa sensación de que sobramos todos los que nos dedicamos a la vida religiosa”, se lamenta antes de reivindicar el papel que realiza la congregación a la que pertenece desde hace 50 años: “Están las misiones, el trabajo que se hace en orfanatos, en barrios de favelas, los proyectos educativos que tenemos en marcha… Somos 2.000 vedrunas y tenemos presencia en una veintena de países”. Josune Arregui no elude ninguna pregunta, habla alto y claro, sin pelos en la lengua. No tiene miedo a ser reprendida por El Vaticano como lo fue el cardenal Christoph Schönborn, presente en el cónclave, y al que Benedicto XVI abroncó después de que el austriaco hablara sin tapujos de un caso de pederastia dentro de la Iglesia. “Yo digo lo mismo que diría delante del Papa. Además, yo no soy un teólogo, soy una mujer, por tanto a mí no me tienen en el ojo del huracán”, explica la religiosa eludiendo cualquier similitud con Schönborn. Los separa una distancia insalvable, él es un todopoderoso cardenal y ella sólo una mujer. A pesar de estar entre los papables, la hermana Josune no incluye al arzobispo de Viena en su quiniela pontificia: “Podría ser un Papa que viniera de América Latina que es la región donde hay más cristianos. Tal vez el hondureño Rodríguez Maradiaga. También se habla mucho de los cardenales estadounidenses pero entre Obama y el Papa sería demasiado sometimiento al imperio, ¿no?”. El evangelio de hoy nos ofrece la oportunidad de meditar la perla de las Parábolas de Jesús. Vamos a hacerlo a fondo. En primer lugar, ofrecemos unas notas al texto de la parábola que ayuden a su comprensión.
El contexto es la murmuración de los "justos". Estamos ante la mayor revolución de Jesús: que no te quiere Dios porque eres bueno, sino porque le necesitas. El hijo menor se marcha. En esto consiste el pecado: preferir el mal engañados por su apariencia de bien. En el fondo "marcharse lejos del Padre". Y a esto conduce el pecado: a echar a perder la vida, a hacer del hombre algo miserable. Se arrepiente sólo por hambre: en casa estaba mucho mejor. No conoce a su padre: cree que tiene que convencerle para que le perdone. (Por eso se fue, porque no le conocía). El padre no perdona, no razona, simplemente, se lleva un alegrón indecible. Y no piensa más que en celebrar, en tirar la casa por la ventana. "Porque ha vuelto a la vida". El hijo mayor es "justo", cumple bien con sus obligaciones, respeta a su padre, pero no se alegra de que haya vuelto su hermano. "Aunque hable las lenguas de los ángeles, si no tengo amor, no soy nada". "No te das cuenta de que eres feliz, de que estás en casa, de que es tuyo todo lo de tu padre" "pero nuestra alegría no era completa, porque faltaba tu hermano"... Diríamos que no hay nada que comentar, que no hay más que leer, admirar, y dejarse penetrar de la Palabra. Y es lo que debemos hacer: releer una y otra vez el texto evangélico y dejar que el Espíritu de Jesús nos vaya invadiendo. Sin embargo, es tanto el contenido y tan revolucionario, que necesariamente debemos explicarlo un poco. Ante todo, Jesús es el mejor narrador de todos los tiempos. Es el Maestro de los maestros al inventar narraciones para hablar de Dios. Jesús es el que sabe hablar de Dios, porque le conoce. Jesús es el que sabe hablar del hombre, porque le conoce. Lo primero que se nos ofrece es sin duda una preciosa definición del pecado y de la conversión. ¿Qué hay en la casa del padre? Trabajo, cariño, responsabilidad, sentirse bien, tener alimento, ser alguien, ser hijo. ¿Qué hay lejos de la casa del Padre? Engaño, apariencia de felicidad, todo insatisfactorio y perecedero. El hijo pequeño ha cometido un grave error. Le ha parecido que hay cosas mejores que trabajar en la Casa del Padre. Es una definición del pecado: un grave error, sentirse atraído por algo que, a la larga, te va a decepcionar, te va a hacer desgraciado. Y sobre todo, no ser nadie, haber perdido la dignidad y la identidad. ¿Por qué quiere el hijo volver? Por hambre. Porque se acuerda de que en casa de su Padre se estaba mucho mejor. Ni siquiera por su Padre, ni por cariño. Porque se acuerda de lo bien que estaba en su casa. Hasta aquí, Jesús nos ofrece todo un tratado de sicología del pecado y de la conversión. El pecado es error: pensamos que fuera de la Ley de Dios se está mejor. Buscamos la felicidad fuera de lo que Dios propone. Debilidad y error que conduce al ser humano a la indignidad y a la pérdida de identidad. Pero el mensaje es mucho más amplio y profundo: el mensaje básico no es el hijo, sino el padre. El mayor de los errores del hijo es que no conoce a su padre. Piensa que tendrá que rogarle, que convencerle, que quizá consiga ser admitido como un criado... ¡Qué sorpresa, cuando empieza a recitar su cantinela "padre, he pecado contra el cielo y contra ti..." y se da cuenta de que su padre ni le escucha, sino que grita de alegría a todo el mundo, que traigan buena ropa, que maten el ternero, porque mi hijo ha vuelto! Quizá hayamos olvidado que la parábola es paradójica. Tuvo que sonar muy mal ante aquel auditorio acostumbrado a que el "Paterfamilias" fuese ante todo "el amo", el que imparte justicia, el conservador de la hacienda. Para todos los oyentes, el que tiene razón es el hijo mayor, que es trabajador, fiel a su casa, justo. La misericordia esperable sería que el hijo que vuelve fuese admitido en casa como peón... por pura bondad. Entonces podríamos hablar de un padre justo y misericordioso... Pero el padre de la parábola es mucho más que eso. Ese padre que destroza la herencia, perjudica los intereses del hermano justo y trata al hijo pequeño "como si no hubiese pasado nada" (y todavía mejor) no es un buen ejemplo para el orden ni para la educación de los hijos ni para el mantenimiento de la estabilidad de la hacienda familiar. El padre de esta parábola usurpa el rol de la madre, que debería estar ahí para interceder por el hijo descarriado; pero no hace falta, porque el padre no es el paterfamilias justo sino la madre emocionada por el regreso del hijo. La parábola se inscribe pues junto a las otras en que el mensaje radica precisamente en "Dios no hace justicia", como los viñadores de la última hora o la invitación al banquete, y a los hechos de Jesús en que prefiere a los pecadores antes que a los justos. Los pecadores que se acercan a Jesús son acogidos inmediatamente, aunque no hagan nada por "merecer" el perdón, como la mujer adúltera. Lo esencial en la parábola es sin duda que el hijo es restituido a su condición de hijo sin ningún mérito propio; solamente porque el Padre está deseando hacerlo así. En cuanto el hijo da pie para ello, recibe la plenitud del cariño del padre: no tiene más que acercarse, aunque sea sólo por hambre, y encontrará al Padre feliz de recuperarle como hijo. Y éste es el secreto: no se trata de perdonar cosas pasadas y decir que no tienen importancia, sino de recuperarle como hijo. No estamos ante un tribunal "blando" que quita importancia a los errores o maldades anteriores. Esto deformaría esencialmente la imagen del padre. Se trata de que no estamos ante un tribunal, sino ante el estupendo milagro de que el cariño del Padre ha recuperado a un hijo. Ha recuperado a un solo hijo. Al otro hijo no parece poder recuperarlo ni el cariño del padre: seguirá viviendo en el árido reino de la justicia. No olvidemos que estas parábolas las provocan los fariseos y escribas que murmuran porque Jesús acoge a los publicanos y pecadores que acuden en masa a Él. Demasiadas veces seguimos viendo a Dios como Amo y como Juez. Jesús ha revelado lo más íntimo de Dios con otras imágenes: médico y papá. Demasiadas veces seguimos pensando en nuestros pecados como delitos, ofensas cometidas contra Dios. Jesús ha revelado lo más íntimo del pecado: enfermedad y error. Demasiadas veces hemos concebido esta vida como un lugar en que hemos de pasarlo lo mejor posible dentro de las molestas restricciones que nos imponen las leyes del Amo, esperando resignadamente la catástrofe final de la muerte. Jesús ha revelado que esta vida es trabajar por los hermanos esperando la vuelta a Casa, donde todo llegará a su plenitud (es decir, a la normalidad). Dios es papá, que nos quiere porque es Él así, no porque seamos maravillosos. Las madres no quieren a sus hijos porque sean guapos. Les quieren, sin más. Así es Dios: nos quiere, sin más. La madre enseña al hijo lo que es bueno, informa, corrige, cura... No se trata de delitos, ni de perdones, ni de leyes. Se trata de que quiere la felicidad del hijo. Si el hijo hace mal, la madre no se indigna, se apena. Si el hijo "vuelve", la madre no perdona, se lleva un alegrón. Jesús no ha pagado al eterno padre la deuda de nuestros pecados. Porque no hay deuda, sino enfermedades, porque el Padre no necesita ser pagado de nada, porque la Salvación no es iniciativa de Jesús, sino del Padre, porque Jesús no es el bueno que apacigua al juez, sino el Hijo en quien resplandece toda la bondad del Padre. Ya es hora de que cambiemos de religión, y nos fiemos de una vez de la Buena Noticia. Y si alguien cree que esta manera de entender a Jesús es permisiva, que ancha es Castilla, que no hay que preocuparse por los pecados... es que no se ha enterado de nada. Porque nada hay más exigente que el amor. Porque todas las leyes y obligaciones del mundo se quedan pequeñas y ridículas ante la exigencia que supone el querer, porque la madre hace mil veces más que aquello a lo que está obligada, y lo hace disfrutando, y cuanto más tiene que esforzarse más disfruta, porque el amor sólo se satisface dando y esforzándose. Y ésa es la vida y la religión a la que Jesús llama, infinitamente más exigente que todos los preceptos, infinitamente más satisfactoria que todos los premios, infinitamente más humana y más divina, porque Jesús conoce a Dios y al hombre, y ha establecido una relación entre ellos objetiva, no basada en lo que nosotros nos imaginamos de Dios y del hombre, sino en lo que Dios y el hombre son en realidad. En resumen, un cristiano se define por haber aceptado la misión: ¿quieres trabajar en las cosas de tu padre? Decir que sí es vivir como hijo, metiéndose en todos los líos de los demás hijos, porque eso, los hijos, son "las cosas de mi padre". Si alguien piensa que esto es permisivo, hablamos diferente idioma. Así que hemos dado con una hermosa descripción de "El Reino". El Reino es "estar en las cosas de mi padre". Y de aquí surge una sana, sencilla y comprometedora teología de la ecología y de la solidaridad, tan lejana de esas teologías trinitarias y cristológicas tan presuntuosas como estériles. |
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