La Iglesia católica ha mostrado su preocupación por el contenido de la futura ley de igualdad de trato, a la cual ya empiezan a bombardear antes de que salga a la luz. Teme que pueda dañar sus finanzas privilegiadas, por lo que el obispo Camino se apresura a recordar el cumplimiento de los acuerdos de 1979.
Con la crisis se levantan muchas voces para que cada palo aguante su vela y le vendría muy bien al Estado para hacer frente a sus obligaciones con los ciudadanos y con el déficit público que la Iglesia se autofinanciase como también está acordado. Pues los ortodoxos, protestantes, mahometanos y demás personas con credos no católicos sostienen sus cultos y jerarquías de su propio bolsillo, lo que constituye un ejemplo de discriminación que los poderes públicos tienen la obligación de remover, ya que tienen que promover las condiciones para que “la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” (artículo 9.2 de la Constitución). Así que el IRPF religioso se lo deberían repartir en proporción a sus creyentes. Y el exceso del adelanto anual que le regala el Estado, agrava aún más esta situación de privilegio de la Iglesia católica a costa de todos los contribuyentes, que el PP propuso en 1996 por cinco años y que ha hecho costumbre.
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Mateo concluye el gran discurso de Jesús en una montaña de Galilea con dos breves parábolas, narradas con maestría y fáciles de recordar por todos. Su mensaje es de importancia decisiva: seguir a Jesús consiste en «escuchar sus palabras» y en «ponerlas en práctica». Si no lo hacemos así, nuestro cristianismo es una insensatez. No tiene sentido alguno.
El hombre sensato construye su casa sobre roca firme. Por eso, cuando llegan las lluvias torrenciales del invierno y el agua desciende de los montes y soplan los fuertes vientos del Mediterráneo, la casa no se hunde: «está cimentada sobre roca». Así es la Iglesia formada por creyentes que se esfuerzan por escuchar el Evangelio y ponerlo en práctica. El hombre necio, por el contrario, construye su casa sobre arena, en el fondo del valle. Por eso, al llegar las lluvias, los aluviones y el vendaval, la casa «se hunde totalmente». Así se desmorona el cristianismo cuando no está fundamentado en la roca del Evangelio, escuchado y practicado en las comunidades. En la conciencia moderna se ha producido un profundo cambio cultural que está poniendo en crisis el nacimiento y la vivencia de la fe cristiana. Cada vez se va haciendo más difícil despertar una fe viva en Dios y en Jesucristo por vía de "adoctrinamiento". Señalemos dos causas fáciles de detectar. Por una parte, está en crisis la autoridad, toda autoridad. Es difícil que la fe brote hoy de la obediencia a una autoridad religiosa que se presente como poseedora de la verdad. La palabra que pronuncia la Iglesia desde su posición de autoridad sagrada no resulta hoy por sí misma ni creíble ni atractiva. Por otra parte, más que doctrina religiosa, las personas buscan una experiencia que les ayude a vivir con sentido y esperanza. Muchos hombres y mujeres se distancian casi instintivamente de cualquier iniciación a la fe entendida como "proceso de aprendizaje". Hemos de creer mucho más en la fuerza transformadora del Evangelio. Las palabras de Jesús tienen más poder que nuestras doctrinas. Su Buena Noticia es más atractiva que todos nuestros sermones. ¿No ha llegado el momento de formar grupos, crear espacios, posibilitar encuentros en los que la gente de hoy tenga la oportunidad de entrar en contacto directo con el Evangelio para escuchar a Jesús y descubrir juntos su Buena Noticia? Muchos que se sienten perdidos y viven sin esperanza podrían descubrir con alegría que no están solos, que pueden confiar en un Dios Padre y que pueden vivir con la esperanza de Jesús. Es lo que más necesitan. Solemos poner el acento en los problemas que deben enfrentar los inmigrantes y en las medidas restrictivas que instrumentan los países receptores: visas, muros, sistemas de vigilancia, directivas retorno, la externalización de fronteras, la internalización mental a través de la persecución, el hostigamiento y las deportaciones; las detenciones arbitrarias, la impunidad policial fronteriza y los centros de internamiento, donde la violación de los derechos humanos es cotidiana, etc., etc.
Pero antes que todo eso, lo terrible, inadmisible, es tener que elegir compulsivamente entre dos únicas opciones, emigrar o perecer, o lo que es aún peor, perecer emigrando, como sucede en los cayucos que frecuentemente naufragan en las costas peninsulares del Mediterráneo o en las proximidades de las islas Canarias. Que la migración sea una elección libre, esa es la única opción aceptable. De otro modo estaremos convalidando la continuidad de un sistema cuyo único objetivo es la acumulación de ganancias. El capitalismo no solo genera desequilibrios económicos concentrando la riqueza en pocas manos sino que destruye las bases mismas de la supervivencia y de la convivencia humana. Ni las mejores leyes, derechos y garantías pueden suplantar ni compensar la aniquilación de uno de los derechos humanos fundamentales, que si bien ha sido omitido en la Declaración de los derechos humanos de las Naciones Unidas, constituye la base misma de la estructura familiar y social: el derecho al arraigo. La ciudadanía universal que algunos proponen puede llegar a ser un instrumento capaz de paliar la exclusión y la discriminación a que son sometidos los migrantes en la mayor parte de los países receptores, pero no podrá compensar jamás a quienes se ven impulsados a emigrar por razones económicas. Nada puede subsanar la ruptura familiar, el distanciamiento de los afectos, el alejamiento del terruño, de la cultura inicial. Migrar no solo es renunciar a esas vitales bases espirituales sino imponer a los que se quedan castigo similar privando a los hijos del fecundo aliento de los mayores y a los mayores del renovado impulso de los más pequeños. Emigrar debe ser fundamentalmente una elección individual, personal, meditada y nunca una huida desesperada hacia un futuro incierto, aleatorio y en la mayor parte de los casos seguramente no deseado. Pese a que por lo general se argumenta sobre la imposibilidad de arbitrar medidas de suficiente envergadura como para revertir los crecientes flujos migratorios entre el sur y el norte, entre países vecinos del hemisferio sur y aún en el interior de los mismos, existe una experiencia que puede tornarlos reversibles. Entre 1960 y 1973 los países europeos mediterráneos, especialmente España y Portugal se convirtieron en importantes generadores de flujos migratorios hacia otros países de mejores niveles de vida del mismo continente. Más de dos millones de españoles encontraron. entre otros, refugio y trabajo especialmente en Francia, Bélgica, Alemania y Suiza. Durante ese período fueron sin duda importantes para España y para los demás países las remesas de dinero que enviaban a sus familias los emigrados, pero el gran vuelco migratorio, el retorno casi masivo de los exiliados económicos solo se produjo cuando la Comunidad Europea incorporó a partir de 1975, una decidida política de desarrollo regional basada en la transferencia de fondos de los Estados miembros más ricos a los más pobres y a las regiones más deprimidas mediante los llamados Fondos Estructurales para “evitar que las disparidades económicas y sociales frenasen el desarrollo e impidiesen a los ciudadanos y a las regiones aprovechar al máximo su potencial económico y humano". Dichos Fondos fueron destinados a tres objetivos generales: promover el desarrollo de las regiones menos desarrolladas, respaldar la reconversión económica y social de las zonas deficitarias y contribuir a la adaptación y modernización de las políticas y sistemas de educación, formación y empleo. Y fueron fundamentalmente orientados a lograr que Grecia, España, Irlanda y Portugal pudieran integrarse al resto de la comunidad en una más aproximada paridad de condiciones ya que en esos momentos las diez regiones más dinámicas de la UE tenían un nivel de prosperidad, medido en PIB per cápita, casi tres veces mayor que el de las diez regiones menos desarrolladas y, en consecuencia, nivelarlas se convertía casi en una exigencia de la integración. Y aunque a nadie escape que tanto la prosperidad de Europa como los esfuerzos de integración se hallan inalienablemente ligados a las políticas neoliberales de explotación y drenaje de los recursos del hemisferio sur, los principios invocados para lograr la integración,solidaridad y cohesión, son valores que la misma UE reconoce, aunque esté lejos de respetarlos y que merecen ser tenidos en consideración y aplicados ciñéndose a su verdadero sentido:
Aprovechándonos de estas y otras experiencias, hemos de ser capaces de convertir el tan doloroso tema de las migraciones forzosas en un recuerdo del pasado y sustituirlo por un futuro capaz de satisfacer las elementales necesidades materiales de los seres humanos y casi con mayor énfasis aún las frecuentemente olvidadas necesidades del espíritu, la posibilidad de construir los lazos solidarios que se prolongan en el tiempo, la de mantener la continuidad cultural heredada de los ancestros, la de disfrutar del entorno y de los paisajes que les vieron nacer, la permanencia y el fortalecimiento de los afectos familiares, aspectos todos de imposible valoración económica pero a los que la mayor parte de los seres humanos no quisieran seguramente renunciar. Las emigraciones compulsivas son una consecuencia inseparable del modelo de sociedades, amorfas, acromegálicas e inhumanas que estamos construyendo. Buscar remiendos o poner paños fríos no soluciona las profundas rupturas que generan. Tratar de revertir esta situación, negándonos a aceptarla como si fuera un ineludible condicionamiento de la realidad debería ser nuestro compromiso. Es importante tener en cuenta el contexto de este párrafo del evangelio de Mateo. Estamos en el final del sermón del monte que empezó con las bienaventuranzas y continúa a lo largo de los capítulos cinco, seis y siete. En estos tres capítulos encontramos resumida toda la enseñanza de Jesús; por eso tiene pleno sentido que termine con la advertencia de que no basta con escuchar y aceptar sus propuestas.
Ni siquiera es suficiente el cumplimiento de las normas si no va acompañada de la vivencia y de una actitud interior semejante a la de Jesús. Jesús exige a sus seguidores una nueva manera de estar en el mundo, no la externa adhesión a unas normas religiosas. Aparentemente, lo que nos dice el evangelio está en contradicción con lo que nos dice Pablo. Pero si tratamos de descubrir el sentido profundo, resulta que ambos están diciendo exactamente lo mismo. · Confiar en nuestras obras para alcanzar la salvación, queda excluido radicalmente con las palabras de Pablo. · Pero también la fe como simple aceptación teórica de unas verdades, salta hecha añicos con la parábola de evangelio. En el mensaje de Jesús, la teoría y la práctica son inseparables. La cosa más práctica que existe es una buena teoría, siempre que no se quede en teoría. Hay que dejar muy claro, que lo que salva es la actitud interior; pero si esa actitud no se manifiesta en obras, es que no existe. Las obras son la única garantía de una correcta actitud vital. Podemos llegar a creer que somos nosotros los que vamos a edificar el edificio espiritual. Ya dice el salmo: “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Mis obras lo que tienen que manifestar es que me estoy dejando edificar, que me dejo llevar por la fuerza de Dios que actúa en mí. No el que dice ¡Señor!, ¡Señor!... No basta con oír, ni basta con hablar. Hay que vivir lo que hemos escuchado o lo que vamos proclamando en alta voz. La advertencia tiene hoy tanta vigencia como en tiempo de la primera comunidad. Es significativa la frase que tanto se repite hoy: “soy creyente pero no practicante”. Si por practicar la religión entendemos ir a misa, confesar y comulgar, es que no nos hemos enterado de nada. Practicar la religión cristiana es actuar desde el respeto, la comprensión y el amor al otro. …Sino el que cumple la voluntad de mi Padre. La voluntad de Dios no le llegó a Jesús ni nos llegará a nosotros desde fuera. Es nuestro propio ser el que exige una manera determinada de vivir. En lo más hondo de mi ser tengo que descubrir lo que Dios espera de mí, grabado en el centro de mi propio ser. Es verdad que se dice que la roca es Cristo, pero dejando bien claro que él mismo tuvo que fundamentar su vida humana en lo que había de divino en él. Es decir, Jesús es la roca porque nos lleva al fundamento, que es Dios-Amor. Si nos damos cuenta de que nuestra existencia es un proceso que tenemos que llevar a cabo cada uno, descubriremos que la principal tarea de todo ser humano está siempre por hacer. La principal tarea de todo ser humano es la construcción desí mismo. Para ello necesita unos planos, pero no puede quedarse contemplándolos. Es necesario que los ejecute. Somos un proyecto que hay que realizar. Ese proyecto está en lo más hondo de mi ser; sólo tengo que descubrirlo y hacerlo vida. La gran tentación es creer que la casa está ya construida y pretender meternos dentro a disfrutar... La plenitud humana sólo llegará si desarrollamos lo específicamente humano. Lo propio del hombre es su capacidad de conocer y de amar. Si edificamos sobre los sentidos, los apetitos, las pasiones, estaremos edificando sobre arena. Si nos movemos por el hedonismo, es decir, buscando lo que me pide el cuerpo, lo que me apetece, lo que me gusta, lo más fácil, estaré edificando sobre arena. Mi verdadero ser exige de mí algo más. Lo que hace crecer nuestro verdadero ser no es aprovecharme de todos y utilizarlos para conseguir placer, sea del tipo que sea, sino el ponerme al servicio del otro para que él sea más. La paradoja está en que cuando parece que pierdo, gano; y mientras más me pierda en beneficio del otro, más me gano. Mientras más me doy, más seré yo mismo. La doble parábola no necesita ninguna explicación. Lo único que habría que dilucidar sería lo que significa para nosotros la roca y la arena. Es relativamente fácil descubrir que si uno se dedica a satisfacer sus sentidos, sus apetitos, sus pasiones, etc., poniendo la parte superior de su ser al servicio de la inferior, no desarrolla lo que es específico del hombre. Es mucho más difícil descubrir que, siendo una persona muy cumplidora de las normas religiosas, se puede equivocar y arruinar igualmente su vida. Buscar en la religión las seguridades que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo, es la mejor manera de fracasar. Empeñarse en que Dios mantenga a toda costa lo que en nosotros hay de terreno, de caduco, de contingente, de limitado, es una falsa ilusión. La pretendida perfección de nuestra parte sensible es imposible porque todo lo que es contingente no puede ser eterno, y todo lo que es compuesto termina descomponiéndose. No se trata de dejar de edificar tu propia casa para construir la del prójimo. Este error nos puede costar muy caro, pues nos lleva a considerar el amor como renuncia. Se trata de que mi humanidad esté edificada sobre la auténtica relación con el otro. Pero el amor no se puede conseguir directamente, es consecuencia del conocimiento. Del conocimiento puramente sensitivo nace el egoísmo y la defensa a ultranza de la individualidad. Del conocimiento intuitivo, que nos hace descubrir nuestro verdadero ser, nace el amor-unidad. Es el amor que te convierte en roca. Ese es el amor del que nos habla Jesús. Hay un dato que nos puede ayudar a buscar este simbolismo comunitario. En casi todas las lenguas, la palabra “casa” significa, además del edificio donde el hombre habita, familia, estirpe. En la Biblia encontramos más de mil veces la palabra “casa”, casi todas ellas con este último sentido (casa de Jacob, casa de Israel). La casa de cada uno no se podrá construir nunca al margen de los demás. La arena no es más que roca descompuesta. Los granos de arena desintegrados no ofrecen ninguna consistencia. Cuando están integrados formando roca, no hay quien los mueva. Ese concepto de unidad es la mejor imagen de lo que llamamos el verdadero amor. Lo importante es descubrir el aglutinante que haga de la arena, roca. Ese aglutinante es el amor. El salmo 127 lo indica con toda claridad: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. Está claro que seguir a Jesús no es cosa de un momento de euforia. Adherirse a Jesús es iniciar un camino que no va a terminar nunca. Es verdad que desde el primer paso ya estás disfrutando de la meta, pero si te detienes, pierdes todo el sentido de la marcha. Esto no lo hemos tenido claro los cristianos que hemos creído que lo importante es el bautismo y permanecer dentro de la Iglesia. Incluso nos hemos creído seguros por el hecho de pertenecer a ella. No, lo importante sería estar en todo momento construyendo la propia casa, sin pretender haberla terminado por haber trabajado mucho. La plenitud humana es nuestra meta y lo más bonito de esa posibilidad de plenitud es que no tiene límite. También este mensaje tiene una trampa. Después de dos mil años de cristianismo, es muy difícil distinguir entre un verdadero seguimiento de Cristo y la acomodación de su mensaje a nuestros intereses y caprichos. Al contrario de Jesús, que estuvo preocupado por lo que Dios quería del él, nosotros andamos mucho más preocupados por lo que queremos o esperamos de Dios. La principal preocupación de nuestra religión es asegurar que Dios esté de nuestra parte para sacarnos las castañas del fuego cuando nuestras limitaciones no nos permitan alcanzar nuestros deseos. Incluimos en estos deseos, el más fuerte de todos, el deseo de inmortalidad. Tergiver sando el mensaje de Jesús hemos terminando asegurando nuestra supervi vencia individual, incluso más allá de la muerte. La religión tiene que ayudar al hombre a conseguir su objetivo último: ser cada día más humano. Dios no puede querer para el ser humano más que su plenitud. Ahora bien, esa plenitud tiene que llegarle por lo que es específicamente humano, su inteligencia. No digo su razón, porque esa palabra puede equivocarnos. La capacidad de razonar puede estar completamente al servicio de la parte animal del hombre. Cundo la toma de decisiones se basa en un conocimiento deficiente, le llevará más bajo que los mismos animales. Por eso el evangelio no habla de voluntad sino de conocimiento (prudente, necio). Todo lo dicho es válido para cualquier cristiano, pero para algunos es, si cabe, más preocupante. Me refiero a aquellos que tenemos la obligación de predicar. Podemos escuchar la palabra, estudiar el mensaje, entenderlo racionalmente y predicarlo a los demás, sin vivir nosotros mismos eso que predicamos. En mi opinión, esa es la causa de tanto fracaso a la hora de trasmitir nuestra fe. Sobre todo los jóvenes, no aceptan hoy unas propuestas que no ven reflejadas en la vida de los que se las proponen como excelentes. Meditación-contemplación “No todo el que me dice ¡Señor!, ¡Señor!…” Esto exige una profunda meditación. La más peligrosa trampa de toda contemplación, es creerme que es la meta, y no un medio para vivir de otra manera. ........................ Entra dentro de ti para conocer la más radical exigencia de tu ser. Descubrirás que te lanza más allá de ti mismo, al encuentro del Otro. Lo que eres de verdad, nunca te llevará al egoísmo. Descubierta la unidad con todo, te identificarás con todos. ...................... Sin vida interior, no puede haber relaciones vivas. Tu verdadero ser te llevará a los demás sin esfuerzo ni renuncia. En la medida en que estés en tu Hara, estarás en armonía con los demás y con el universo entero. Nos salen hoy al paso unas de las palabras más duras contra quienes ponen su confianza en las fórmulas religiosas –en la religión-, como si en ellas se ventilara la vida.
Sorprende la dureza de las palabras de Jesús, sobre todo por el modo como retrata a las personas religiosas: han profetizado en su nombre, han expulsado demonios y han realizado milagros. Si leemos bien, nos daremos cuenta de que justamente ésa era la actividad de los enviados y misioneros: anunciar el mensaje, echar demonios y curar enfermedades. Pues bien –viene a decir Jesús-, ni siquiera el cumplimiento de lo establecido garantiza entrar en el Reino. Los humanos tendemos a dar demasiada importancia a lo portentoso, o mejor, a todo aquello que se sale de lo que nos es rutinario y parece obedecer a poderes mayores. En el campo religioso, en concreto, se han presentado los milagros como la “señal” definitiva de la cercanía de Dios. Baste pensar que todavía hoy se siguen exigiendo como “prueba” de santidad y condición para la canonización de una persona. Tampoco los milagros –lo dice Jesús- son signos de pertenecer al Reino. “Entrar en el Reino” no significa salvar el alma después de la muerte. Eso no debería preocuparnos: está en manos de Dios… y ésas son buenas manos. La expresión se refiere, más bien, a entender, aceptar y vivir la propuesta de Jesús, su proyecto y su utopía. Para llevar adelante ese proyecto, no basta la religión. Por eso, quien se reduce a ella, no está siguiendo a Jesús. ¡Tantas veces se ha condenado y desvalorizado, en nombre de la propia religión, a quienes se creía alejados de ella…! Y ahora venimos a descubrir que el criterio del Maestro era radicalmente otro: lo que cuenta no es la religión sino el modo de vivir y de afrontar la vida. En realidad, el propio Jesús fue víctima de la religión: también él fue juzgado y condenado como “blasfemo”, y ejecutado como tal. Sin embargo, los mecanismos que se activan en el hecho religioso parecen ser tan poderosos que incluso los seguidores de aquél que murió a manos de la autoridad religiosa llegarían a establecer una religión todavía mucho más institucionalizada y rígida; más preocupada, muchas veces, por salvar la “ortodoxia” que por la vida de las personas. Sospecho que al propio Jesús le costaría reconocerse en ella. “Cumplir la voluntad del Padre” es la alternativa, la condición para poder entender y vivir el proyecto de Jesús, para “entrar en el Reino”. Cuando hemos pensado en Dios como en un gran Ser separado, ideado a imagen humana como un Señor Todopoderoso, hemos podido entender su “voluntad” como un designio arbitrario, al que debíamos plegarnos sumisamente. La Modernidad, con la valoración de la racionalidad y la autonomía, se rebeló contra esa idea de la voluntad divina, que parecía entrar en rivalidad frontal con la libertad humana. Como alguien ha escrito, el hombre moderno se negó a ser “un juguete en manos de la divinidad”: había nacido el ateísmo masivo. Hoy podemos ver que ambas posturas adolecían de un defecto de planteamiento. Ni Dios es un ser separado e intervencionista, ni las relaciones entre Dios y el ser humano pueden plantearse en clave dualista. La voluntad de Dios –que, según Jesús, siempre coincide con el bien de la persona: eso es precisamente la “salvación”- no es otra que la Vida pueda desplegarse más y más, creciendo hacia la plenitud, “hasta que Dios sea todo en todas las cosas” (Primera Carta a los Corintios 15,28). Cualquier persona, religiosa o no, participa del Reino de Dios siempre que favorece el despliegue de la vida; haciendo eso, está permitiendo que Dios mismo se viva en ella. Cumplir la voluntad de Dios parece ser, sobre todo, una consecuencia devivirse con limpieza, desapropiación y disponibilidad. Porque sólo de esa forma se permite que Dios actúe. La identificación con el propio yo –incluido el yo religioso- bloquea el fluir de la vida, porque donde hay yo, habrá apropiación y egocentración. Incluso todo el esfuerzo del yo no garantiza en absoluto que esté favoreciendo la vida. Por el contrario, en la medida en que vamos creciendo en desidentificación del yo, vamos también tomando distancia de nuestros pensamientos, proyectos e incluso “fórmulas religiosas” –“Señor, Señor”-, y podemos dejarnos vivir como “cauce” por el que pueda “pasar” con limpieza la Vida que fluye a través de nosotros. La imagen del cauce me parece sumamente hermosa y ajustada: todos somos cauces de la Vida misma que, en último término, es también nuestra identidad común y compartida. Dios, la misma Vida y Fuente de vida, en quien nos reconocemos y a quien nos entregamos, confiada y amorosamente, es la Mismidad última de todo lo real, incluidos nosotros mismos. Cumplir su voluntad implica también aceptar el momento presente, con todo lo que trae. Dicho de otro modo, se trata de aceptar lo que es. Porque no se puede negar lo que es. Todo lo que sucede es la forma que está adoptando la Vida; resistirlo es ir contra la vida. Por eso, todo lo que no sea aceptación inicial de ello se convierte en resistencia inútil que no hace sino generar sufrimiento e impedir su resolución. De hecho, lo que hace que el dolor se convierta en sufrimiento destructivo y paralizante no es sino nuestra resistencia al mismo. Por el contrario, la aceptación de lo que es, se revela como uno de los medios más poderosos para que se disuelva el ego. La aceptación crea un “espacio” alrededor del hecho, y ese espacio está lleno de Presencia. La aceptación no es resignación ni pasividad, sino la primera actitud sabia ante lo que es. Más aún, sólo la aceptación hará posible que pueda surgir después la acción adecuada. Y Jesús termina con una parábola sumamente evocadora. La cuestión más importante de la persona, como de la casa, tiene que ver con los “cimientos”. ¿Desde dónde estoy construyendo mi persona? La “arena” es el yo, cuyo mayor deseo es la apariencia. La “roca” es Dios mismo –tal como lo llamaba la piedad judía, y ha quedado reflejado en los Salmos: “el Señor, mi Roca”-, y lo experimentamos así cuando no es para nosotros un concepto o una creencia mental, sino la Presencia inefable y plena, que nos constituye y que percibimos cuando también nosotros venimos al momento presente y podemos permanecer en él. Y una última cuestión: ¿Cómo sé que Dios no es para mí un concepto, una creencia o una imagen proyectada por mi necesidad religiosa –un filósofo contemporáneo ha escrito que, con frecuencia, “Dios es el asilo del antropomorfismo y del narcisismo”-, sino el Misterio inefable, principio y final de todo lo que es? El criterio de verificación o test definitivo lo propone Jesús: la verdad de la religión no se puede encontrar en la propia religión (“Señor, Señor”), sino en la vida (“la voluntad del Padre”). Puedo fiarme de mi fe en Dios si deseo, amo, busco y me comprometo por el bien de las personas; si pongo a la persona por encima de cualquier otro interés (“no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”); en definitiva, si, como Jesús, “paso por la vida haciendo el bien” (Libro de los Hechos 10,38). Toda religión ha enseñado alguna vez que lo más importante era ella misma (las creencias, las normas, la institución); el evangelio proclama con firmeza que la religión está al servicio de la persona y que lo más importante es la bondad. ¿A quién seguimos en nuestro vivir cotidiano? Terminamos la lectura del Sermón del Monte. Dos temas importantes:
§ No se trata de palabras, sino de obras § Jesús, la roca para edificar seguro Jesús usa, como siempre, expresiones disonantes, diríamos que exageradas, para llamar la atención y hacer que el mensaje se grabe en su auditorio. Profetizar en nombre de Dios, hacer milagros... parecen señales evidentes de la presencia de Dios en el que las hace, Pues ni eso es lo fundamental: lo fundamental es obrar según la voluntad de Dios. Y deberíamos recurrir aquí a las preguntas fundamentales: ¿cómo es Dios? ¿qué es lo importante?. Y a las respuestas que conocemos:
La Buena Noticia: ¡podemos conocer a Dios!. En Jesús lo vemos, conocemos su corazón. Tenemos Palabra, Ley, segura, de parte de Dios mismo. Y la Ley es clara, sencilla, nada complicada: servir a Dios es preocuparse del otro. La urgencia: si creemos en otros dioses, si no nos preocupamos del otro, nuestra casa se derrumba, construimos sobre arena, echamos a perder la vida. Pero nosotros la Iglesia hemos padecido crónicamente la enfermedad de la superortodoxia en perjuicio de las obras. Podemos presumir de no apartarnos un átomo de las creencias oficiales, mientras la miseria de millones de hermanos nuestros no nos quita el sueño. Habrá que recordar: “Id malditos… porque tuve hambre y no me disteis de comer” Y ahora vendrían centenares de aplicaciones, no sólo a la vida desperdiciada de tantas personas, sino también a los falsos dioses y las bastardas leyes que se nos predican, incluso en la Iglesia. También podemos recordar que si el mundo cree poco en nosotros la Iglesia es precisamente por esto: porque nos preocupa más nuestra ortodoxia que el hambre de los demás. Pero no hacen falta más explicaciones; todo eso lo podemos pensar cada uno. PARA LA ORACIÓN VOCALS A L M O 1 9 Reconocemos en este Salmo que la manera de vivir que Jesús nos propone es la verdad, que no hay modo de vida imaginable mejor que éste, y pedimos a Dios que sea Él el que transforme nuestro corazón. Los cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. No son misterios incomprensibles, en toda la tierra resuena su Palabra hasta los confines del mundo. La Ley del Señor es perfecta, reconforta el alma. La Palabra del Señor es verdad, sabiduría de los sencillos. El Mandato del Señor es luminoso, luz para los ojos. Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los juicios de Dios son verdad, justos para siempre. Mucho más deseables que la riqueza, más dulces que la miel son sus Palabras. Cuanto más las conoce mi alma, más se alegra de cumplirlas. Pero ¿quién está libre de error? Líbrame de mis pecados más secretos. Preserva mi alma del orgullo, que no tenga poder sobre mí, entonces quedaré libre de mi peor pecado. Acepta las palabras de mi boca y el murmullo incesante de mi alma, ante Ti, Señor, mi roca, mi salvador. “Todo el mundo sabe que la ley del celibato es pura cabezonería”
Te escribo para recomendarte el libro “Curas casados, historia de fe y ternura”. Estimado Su Santidad: No tengo el gusto de conocerte personalmente, porque las veces que has venido a España (y últimamente vienes mucho a España) yo no he acudido a vitorearte, y cuando yo he estado en Roma nunca hemos coincidido en ninguna trattoria. Tal vez si algún día me llamas a declarar a Roma podamos finalmente vernos las caras. Te escribo porque acabo de leer un libro que me ha gustado mucho, y querría recomendártelo. Ya sé que tú tienes mucho que leer y que escribir, entre encíclicas, sermones, reprimendas y condenas. Aun así creo que este te va a interesar. Verás: se titula “Curas casados. Historias de fe y ternura”, y ha sido publicado directamente por MOCEOP, porque no había sitio para ellos en ninguna editorial. Te prevengo de que no se trata del enésimo tratado sobre si mantener o no el celibato obligatorio, aunque también de eso se habla en el libro. A día de hoy todo el mundo sabe ya que la ley del celibato nada tiene que ver ni con la fe ni con el evangelio, y que es una pura cuestión de cabezonería, de rutina o de algo peor. “El celibato obligatorio caerá como un fruto maduro -se dice en este libro-: la gente normal ya lo ve; falta solo que lo vea la jerarquía”. El libro tampoco es “un trabajo de investigación sociológica. Solo se ha intentado realizar un aporte de tipo testimonial” (21). De hecho, se trata precisamente de eso: recoge las historias y los testimonios personales, personalísimos, unos más literarios, otros más descarnados, algunos objetivos y otros sumamente íntimos, de 23 varones y de algunas mujeres (sus esposas) que, en un cierto momento de sus vidas, decidieron continuar su ministerio como personas casadas, sin dejar por ello de sentirse curas, es decir, “animadores de la fe y de las celebraciones”. Demostrar, con los hechos, que “es posible ser cura sin ser clero” (87). A pesar de que se aborde el tema de los curas casados, no creas que se trata de morbosas historias de debilidad ante las urgencias de la carne. Como dice en el epílogo José Mª Castillo (de quien sin duda has oído hablar), son historias que “muestran una fortaleza mucho mayor de lo que la gente se imagina” (340). Y hasta lo hacen con cierto orgullo, porque, como ellos mismos afirman: “No nos causa ningún trauma sentirnos marginales, sino más bien satisfacción”. Convencidos de que: “Nos incumbe como tarea pastoral acumular ex periencias que muestren que el presbítero casado es una riqueza para las comunidades, para la teología y para la Iglesia en general” (96). Son testimonios duros. ¿Te imaginas, Su Santidad, lo que significaba en los años setenta u ochenta, y aun en nuestros días, replantearse toda la vida a cierta edad, con lo fácil que era seguir de curas, con la vida resuelta, incluso con algún apañete sentimental? Porque te debo decir -por si lo has olvidado- que, en la mayoría de los casos, la Iglesia no solo no facilitó ese pasaje, sino que se comportó peor que la madrastra de Blancanieves (Schneewittchen en alemán). “Me pareció una falta gravísima de justicia -comenta uno de estos curas- que los obispos dejasen en la estacada, sin pensiones, a curas mayores secularizados y, sobre todo, a religiosas secularizadas sin posibilidad de trabajar ni de cotizar el mínimo de años, después de haber entregado la mayor parte de su vida a la Iglesia” (259). Así fueron las cosas, Su Santidad. La mayoría de los que en este libro cuentan su experiencia habían salido de familias humildes. Para ellos, el seminario menor -a donde fueron conducidos muchas veces por curas recolectores de vocaciones-, pese al clima oscurantista de aquellas décadas, fue un momento de grandes alegrías y de grandes amigos. Amigos que, en algunos casos, han durado toda la vida. Espero que tú, Su Santidad, después de tantos años de Curia no hayas olvidado todavía lo que es un amigo. “Al seminario se entra con babas y se sale con barbas”, le había dicho a uno el cura de su pueblo (279). Y hay en este libro recuerdos muy hermosos de los años en que las babas se iban cambiando en barbas: recuerdos de niños, adolescentes y jóvenes seminaristas que se tomaron en serio su vocación sacerdotal. A muchos de los curas de este libro, a la mayoría, les tocó luego vivir la primavera del Concilio Vaticano II. Espero que tú, Su Santidad, no hayas olvidado lo que fue aquel concilio, en el que, aunque hoy nos cueste creerlo, colaboraste activamente. Por un momento, por unos años, la buena gente nos sentimos orgullosos de nuestra madre la Iglesia que ¡por fin! recuperaba el aire de autenticidad, de sed de justicia, de fraternidad universal que le había insuflado el carpintero profeta a orillas del lago. Y, dos mil años después, se ponía otra vez en sintonía con los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren (GS 1,1). En ese espíritu conciliar, “eso de ser ‘segregados del pueblo’ nuestros protagonistas lo entendían cada vez menos” (160). Y la mayoría sintió que debía llevar una vida como los demás hombres y mujeres a los que ellos les transmitían la buena noticia, ganándose el sustento como curas obreros. Porque “no ser un profesional de la religión, ni vivir de ella, hace que el servicio del evangelio sea más creíble, porque es gratuito” (81), y porque “un trabajo civil que te dé independencia y autorrealización social va limando y liberándote de la situación de poder y de superioridad que el estatus de cura facilita en la sociedad” (126). “El vivir diario de aquellas gentes -comenta otro- fuertes ante las dificultades, me hizo caer en la cuenta de que mi labor no podía consistir en alimentar más esa espiritualidad de ritos, rezos e iglesia” (277). Comprendieron que no se trataba de dejarlo todo para seguir a un Jesús espiritualista y abstracto, sino para encontrarlos de verdad a todos. Y ello a pesar de que en aquellos días (como ahora, pero por otros motivos) no era nada fácil hacerse un lugar en la sociedad y conseguir un trabajo: “En cuanto se enteran de que soy cura, me niegan la incorporación” (287). En el libro se desgranan las experiencias más variopintas de aquellos curas obreros: en el mundo rural, en América Latina, en grandes fábricas de internacionales, implicados hasta las cejas en los movimientos sindicales; impartiendo clases, o simplemente aceptando lo primero que salía para tener algo que llevarse a la boca y situarse socialmente… Son historias crudas de una fe de pan y cebolla. Y también historias de ternura. En este proceso de recuperación de los ideales evangélicos y de integración en el pueblo, todos los que escriben en el libro se preguntaron, en un cierto momento, qué sentido tenía vivir en medio de la gente con el corazón obligatoriamente en cuarentena. Quiero decir, Su Santidad, por qué el ministerio al que con tanto ardor se dedicaban debía ir indisolublemente unido a la soltería. Porque, como se dice en el libro, “El celibato es un carisma, pero bien distinto del carisma del ministerio del presbiterado” (171). Y se insiste en que “No es el carisma del celibato lo que está en discusión, sino la ley del celibato” (176). En algún momento, por los caminos más variados, Dios, celestina celestial, puso en el camino de todos ellos a una mujer. De repente, cuentan, “el enamoramiento dejaba de ser una traición para ser una alternativa, una maravillosa posibilidad” (145). De esto creo que tú, Su Santidad, y tus más directos colaboradores sabéis poco. En general, sabéis poco y mal de las mujeres ¡Con qué ganas esperamos algunos un tiempo en que las mujeres puedan desempeñar cualquier ministerio en nuestra Iglesia, y hasta llegar a ser Papa, una papisa a la que podamos llamar simplemente “Susan”, y no Su Santidad…! Pero me estoy desviando: volvamos al libro. A pesar de que también en las cuestiones amorosas y sexuales la mayoría de ellos eran unos pardillos (es tiernísimo el testimonio de quien confiesa que hasta los 30 años no tuvo su primera eyaculación voluntaria) el encuentro con la mujer fue decisivo en sus historias: “Ahora entiendo mejor -comenta uno- por qué el amor conyugal fue siempre en la literatura bíblica imagen privilegiada del amor de Dios a su pueblo, de Cristo a su Iglesia” (174). Y “¿En qué Dios estamos pensando cuando nos imaginamos o proponemos que amando menos a un ser humano lo amamos más a Él?” (342). Con todo eso, con el trabajo civil entre la gente y con el matrimonio, llegó la integración en pequeñas comunidades cristianas marginadas, en grupos humanos donde lo de ser presbítero “casado o soltero importaba bastante menos que esa triple pasión por Jesús, por el pueblo y por la comunidad” (105), y donde prácticamente se podía seguir haciendo lo mismo que en la parroquia, “pero ahora sin el sacramentalismo abrumador” (164). Está claro que “quien celebra no es el cura, sino la comunidad. En la comunidad no hay clérigos y laicos, docentes y discentes, sagrados y profanos, sino que la propia comunidad es la protagonista de su caminar” (166). En la mayoría de los casos, todo este proceso se hacía al margen del derecho canónico, pero con la anuencia y la bendición de la comunidad cristiana de pertenencia: decidimos “vivir lo que creímos que tiene que ser, sin pedir ni esperar permisos” (89), y sin “reducirse al estado laical”, expresión que ofende también a los laicos (280). Ya ves, Su Santidad: muchos hombres, con sus mujeres, que se colocaron voluntariamente en el margen. Se convirtieron en hombres (y mujeres) de avanzadilla, de frontera. Pero, fíjate, en ningún momento rompieron con la Iglesia. Porque, como le dijo un obispo a los representantes de Justicia y Paz: “Tenéis que tener un pie fuera y otro dentro de la Iglesia. Si tenéis los dos pies dentro, nadie de fuera os escuchará. Si tenéis los dos pies fuera, no representáis a la Iglesia” (263). Y así siguen muchos aun, en los arrabales, incluso en sentido literal: “En el arrabal, en las afueras, hemos encontrado una luz cálida que nos la proporciona la libertad, nuestro amor y la fe en Jesús. Aquí nos sentimos más cerca de lo humano” (275). “El hecho de ver la Iglesia desde fuera de la institución te da una perspectiva muy interesante, mucho más realista. Los que están dentro del engranaje lo tienen más difícil” (209). Veo, Su Santidad, que todavía no he hablado de los hijos y las hijas que llegaron después. No es fácil ser “hijo o hija de cura”, y de esto también se habla en el libro… Pero tengo que ir terminando. El libro es eso: la narración de 23 historias de coherencia y coraje, de fe y ternura, en boca de sus protagonistas. Más un prólogo y un epílogo sobre el MOCEOP (que “dejó de ser un movimiento meramente reivindicativo para ser un movimiento de renovación eclesial” (87) y cuyo tino fue “saber remover un puntal que tambaleaba toda la estructura (…) No tanto el celibato como condición, cuanto el clericalismo mismo” (87). Hay también un documento final teológico para situar el celibato ministerial, y, en las últimas de las 381 páginas, un Glosario por el que desfilan personas y movimientos de la segunda mitad del siglo XX que mantuvieron fresca la Comunidad de Jesús, desde Herder Cámara al obispo Romero de El Salvador y desde Pere Casaldáliga a José Antonio Pagola; desde Cáritas a la Teología de la Liberación, a la Asociación de El Prado o el movimiento Junior, recientemente disuelto por los expertos en disolver. En fin, “Un libro de testimonios de vida enmarcados históricamente, en una etapa de contrastes y contraposiciones” (20). Al final de su lectura, Su Santidad querido, te queda claro que “la ley del celibato y sus secuelas no es una cuestión de curas, sino que nos afecta a todos” (325), porque ya “no se trata de reivindicar un derecho para un estamento ya de por sí privilegiado, sino de luchar por un nuevo rostro de la Iglesia, objetivo central del Vaticano II” (326). “La concepción del cura como funcionario de la Iglesia debe pasar a mejor vida” (50), dice uno; porque “tengo mis serias dudas -añade otro- de que la parroquia, o al menos la mayoría de ellas, sean hoy lugar de evangelización” (60). Y resume Castillo en el epílogo: “La solución para los problemas crecientes y acuciantes que hoy soporta la Iglesia no está ni en que los curas se casen ni en que las mujeres sean ordenadas sacerdotes, sino en la teología que justifica a la propia institución eclesiástica y al Dios que esa teología pretende explicar” (346). Nada más, Su Santidad. Yo creo que, si lees este libro, no te vas a arrepentir. Y quizás su lectura te dé un empujoncito y te anime a decir en algún momento (quizás en el avión, ante los periodistas, donde ya has dicho alguna que otra barbaridad) una frasecita que deje abierto el futuro para un urgente replanteamiento del ministerio sacerdotal. Tal vez estos curas no lo necesiten; pero la Iglesia sí lo necesita. Y yo creo que debes hacerlo. Porque, como se dice en el libro, “lo mismo que hay palabras y comportamientos que rompen la comunión, también hay silencios y omisiones cómplices con el pecado” (175). Ya vas teniendo tus añitos, Su Santidad, y a los ancianos se les permite decir las verdades con descaro (”parresía”, lo llamaban tus predecesores). También la mayor parte de los que participan en este libro tienen ya sus años (”Me siento padre y abuelo -dice uno de ellos- y veo a Dios Padre mucho mejor que antes” (47); uno ya falleció, otro lucha ahora mismo contra un cáncer, la gran mayoría están jubilados… Pero no han perdido ni un gramo de esperanza. “Rozando la tercera edad, nosotros seguimos” (282). Mira, Su Santidad: durante tu reinado tú ya has dado demasiado espacio a los fanáticos, a los trepas, a los miedosos, a los tarados… ¿Es mucho pedir que, antes de morirte, dediques un momentito a los limpios de corazón, a los hambrientos de justicia, a los que, a pesar de todo lo que han sufrido, todavía son capaces de comprender los signos de los tiempos, de mirar el cielo rojo al atardecer y anunciar: “mañana hará bueno”? Si otro mundo es posible, como creemos firmemente, también es posible otra Iglesia. Un abrazo, Santidad (o “Santi”, si lo prefieres). Rouco se presenta ante la prensa y repite presidencia del episcopado por cuarta vez
Ajustadísima victoria de Rouco en la presidencia de la Conferencia Episcopal Rouco, tres años más como Presidente de los obispos Los curas casados escenificaron una Iglesia samaritana, pobre, relegada a los márgenes, en la frontera, pero vital, entregada a la causa del Reino, incombustible en su militancia de muchos años, alegre, servicial, de base Los periodistas de información religiosa estábamos convocados ayer a dos actos. A las doce de la mañana, en la Casa de la Iglesia de la calle Añastro de Madrid, se presentaba a los medios el recién elegido presidente del episcopado por cuarta vez, Antonio María Rouco Varela. Por la tarde, en el colegio mayor Chaminade de Madrid, el Movimiento pro celibato opcional (MOCEOP) realizaba la presentación pública del libro “Curas casados, historias de fe y de ternura”. Dos actos absolutamente diferentes en el fondo y en la forma. Dos actos de Iglesia o de dos Iglesias posibles, necesarias y ya reales y existentes y que coexisten: la Iglesia piramidal de Rouco y la Iglesia pueblo de Dios del Moceop.En la comparecencia de Rouco, la sala de prensa estaba abarrotada de periodistas. Cerca de un centenar. Tantos que tuvieron que abrir las puertas y ampliar la estancia para dar cabida a las numerosas cámaras de televisión. Y a una nube de fotógrafos que disparaban sus flashes desde todos los ángulos y poses. En la presentación del libro del Moceop sólo estuvo presente este periodista, aunque estaban convocados otros quince. Sin cámaras de televisión, sin flashes de los fotógrafos. Bueno sí, con los flashes de las cámaras de los amigos y familiares de los 23 coautores y de los cuatro presentadores del libro. Rouco compareció en la magnífica y recientemente remodelada sala de prensa de la Casa de la Iglesia. Hace años que el Moceop no puede utilizar local alguno de la institución y, para presentar su libro, tuvieron que pedir el favor de ser acogidos en el colegio mayor Chaminade que, generosamente, cedió una sala, repleta con más de 150 personas. En la mesa del acto de Añastro, el cardenal Rouco, con su reluciente pectoral, compareció acompañado del secretario general del episcopado y hombre de confianza, monseñor Juan Antonio Martínez Camino, y del jefe de la oficina de prensa del episcopado, Isidro Catela. Con muchos focos y una nube de micrófonos delante. Y en un estrado resplandeciente. Cuatro personas en la mesa de una clase en la presentación de libro del Moceop, rodeados de los asistentes. Sin micrófonos ni focos, Andrés Muñoz, cura casado, y su esposa Tere Cortés, presidenta o, como ellos dicen con sentido del humor, “obispa” del Moceop; José Luis Cortés, nuestro genial dibujante, y Ramón Alario, cusa casado, coautor y editor del libro. Camino no presentó a Rouco. Se limitó a leer los resultados de las votaciones, en las que su arzobispo obtuvo por cuarta vez la presidencia del episcopado. Con unos resultados muy ajustados: 39 votos. Sólo uno más de los 38 que necesitaba para salir reelegido. Seguido de cerca por Blázquez, con 29. Y muy lejos de los 51 que el propio Blázquez consiguió en la votación para vicepresidente. Un episcopado partido por la mitad y con funcionamiento de lobby. Andrés Muñoz también fue presentando a los intervinientes en la presentación del libro del Moceop: tres creyentes bregados, con muchos años de lucha y de amor entregado a fondo perdido a los demás y al Reino. Con una mujer, como Tere, de rompe y rasga y con las ideas muy claras, como demostró en su breve presentación del recorrido del Moceop. Con un Ramón Alario, que lleva años entregado a la causa del celibato opcional y de la renovación de la Iglesia. Y con un humorista, teólogo y dibujante genial como José Luis Cortés, a los pechos de cuyas viñetas nos hemos amamantado en la fe y en la renovación del postconcilio infinidad de católicos españoles de todo tipo y condición. Andrés Muñoz presentaba así a José Luis Cortés: “Es tierno, misericordioso, alegre y libre como el mismo Evangelio. Es un señor como Dios manda. En una de sus recientes viñetas (en Religión Digital) proclamaba: ‘Un cura con su hijito en brazos sería un testimonio mayor que el de todos los celibatarios juntos’”. Rouco encarnaba, en la rueda de prensa de Añastro, a la Iglesia del poder. La Iglesia que lucha por los cargos. Con un presidente que se aferra al puesto (pronto superará a Tarancón) y no deja paso a la renovación. Nadie tuvo tanto poder durante tanto tiempo como él en la historia de la Conferencia episcopal española. Quizás por eso le llaman “el cardenalazo” o el “vicepapa español”. Los curas casados escenificaron una Iglesia samaritana, pobre, relegada a los márgenes, en la frontera, pero vital, entregada a la causa del Reino, incombustible en su militancia de muchos años, alegre, servicial, de base. Sin renunciar jamás a seguir formando parte de la institución. Eso sí, con la intención de renovarla desde dentro. Y de hecho, el Moceop ha evolucionado de un movimiento focalizado en la cuestión del celibato opcional a un movimiento de renovación eclesial. Un movimiento que, en palabras de Tere, sonaba así: “En todo el proceso personal por el que han pasado los curas casados de España ha sido de gran ayuda el movimiento Moceop; un movimiento con mucha libertad, que se atreve a pensar, a decir lo que piensa y, sobre todo, a vivir lo que piensa; un movimiento que va roturando caminos nuevos en el seguimiento de Jesús, promoviendo e impulsando pequeñas comunidades igualitarias e inclusivas; un movimiento que se empeña en dar a conocer el mensaje liberador cristiano, necesario en el mundo de hoy, porque puede ayudar a mucha gente a vivir y encarar las dificultades de otra manera; un movimiento que apuesta por una espiritualidad, distinta de la que propone la institución jerárquica y que necesitan y demandan hoy muchas personas. Moceop ha proporcionado horizontes más amplios de ecumenismo real, de hermandad, de humanidad entre todos los pueblos y creencias”. Rouco, en su comparecencia reivindicó el papel de la Iglesia en la sociedad. Primero, en sus relaciones “fluidas, correctas y de mucha ayuda de cara a la JMJ” con el Gobierno. De poder a poder. Y, por supuesto, negó las evidencias y retrató a la Iglesia como una institución “creíble y estimada socialmente”, en contra de lo que sostienen todas las encuestas, que colocan a la institución en el último lugar, junto s los políticos, en cuanto al nivel de confianza que suscita en la sociedad española. Lejos de la clave del poder, los curas casados reivindicaron una Iglesia humilde, samaritana. Encarnada en el pueblo y en los arrabales de la institución. Como decía Tere Cortés, “más que combatir contra la Iglesia queremos seguir viviendo en la Iglesia de otra manera, con ministerios desclericalizados y pequeñas comunidades”. Mientras la Iglesia del poder les sigue tachando de “traidores”, ellos se sienten orgullosos de su doble condición de curas y de casados. “Ser cura casado es un regalo que nos ha hecho la vida”, proclamaba Ramón Alario. Y en el libro (editado por el propio Moceop, porque ninguna editorial religiosa se atrevió a hacerlo) aparecen los testimonios y las historias de 23 curas casados y de sus esposas. Ejemplos vivos de que “otra Iglesia es posible”. Eso sí, “sin atacar a nadie ni polemizar ni justificar decisiones de conciencia; sólo queremos dejar constancia de que existimos y somos Iglesia”. En Añastro, Rouco echó mano de su socarronería gallega, para caer simpático a los periodistas, sin conseguirlo. En la presentación de libro de los curas casados, José Luis Cortés arrancó sonrisas profundas y cómplices, aplausos sentidos y hasta alguna lágrima de emoción con su “Carta a Benedicto XVI”, que pronto publicaremos en RD. La comparecencia de Rouco duró menos de tres cuartos de hora y sólo se permitieron las preguntas de dos periodistas. Todo controlado. Y el cardenal se fue como llegó, asaeteado por los flashes de los fotógrafos. La presentación de los curas casados duró casi dos horas y terminó entre aplausos a Cortés y abrazos entre los autores y los asistentes, con el calor de la hermandad de los seguidores de Jesús, el que vino a “confundir a los poderosos y enaltecer a los humildes Será necesario que un buen día terminemos por acostumbrarnos. El dualismo no funciona. Aunque el sur y el norte, el día y la noche y los dos polos de una pila parezcan opuestos, en realidad se complementan. El polo positivo no puede existir sin el negativo; ambos son necesarios e inseparables.
Ahora bien, si las cosas son así en el plano físico, en otros campos, como el de la verdad, también se produce algo parecido. La verdad también tiene sus polos. No es nunca negativa, nunca positiva y nunca neutral. No es estática. La verdad es más bien el dinamismo que se despliega entre todo aquello. Es algo que se mueve, algo que corre, algo que vive. Algo tan “estable” y tan “quieto” como la tierra girando sobre sí misma en tanto gira alrededor del sol, que a su vez gira dentro de una galaxia que, a una velocidad increíble, también está en movimiento en el espacio. La verdad es tan “inmutable” como un electrón dentro de un átomo o de un átomo dentro de una molécula o de una molécula dentro de un elemento…. Abarca lo aparentemente contradictorio y lo supera. Es más que los elementos opuestos, más que las partes y más que los polos, pero no existe sin ellos. En cuanto a la verdad eterna, inmutable, completa, no existe más que en la totalidad absoluta. Ningún ser humano puede acceder a ella porque cada persona no es más que una parte ínfima del todo y ninguna parte, por muy importante que sea, puede comprender el todo. Solo el todo puede comprender el todo. Nos peleamos y nos dividimos porque unos ven el lado oscuro de las cosas mientras otros perciben más bien su lado claro. Unos miran la realidad bajo un cierto ángulo mientras otros la contemplan desde otros puntos de vista. Lo cual, como es sabido, genera no pocos desencuentros y conflictos. “Por amor a la paz”, muchos se conforman con una postura intermedia, postulando que la verdad se sitúa en un término medio, en donde tradicionalmente ha sido ubicada la virtud, olvidando fácilmente que también en el medio se encuentra la mediocridad y que, queriendo mantenerse demasiado a igual distancia de los extremos, uno, al final, termina en el limbo. La verdad no puede nunca ser una clase de gris, resultado de la dilución del blanco en negro o del negro en blanco; está con seguridad en la “tensión” entre ambos. Así lo comprendieron los antiguos chinos al edificar su sabiduría sobre el gran principio del Yin y del Yang. Esa sabiduría asume una aparente contradicción, se deja tironear, impulsar, arrastrar por ella, encontrando la calma sólo en la cima de la tempestad donde pierde el aliento y en el hueco de la ola donde vuelve a tomarlo. El conocimiento, la verdad, la sabiduría, la virtud se encuentran en el movimiento que se desarrolla en la misma quietud y en la quietud que descansa sobre el mismo movimiento. Quizás sea por eso que en el Evangelio, fuente de vida, no faltan las paradojas y aun las “contradicciones”. Para cabezas occidentales, cartesianamente escuadradas, aquello choca, porque para ellas la verdad es una; no puede ser una cosa y su contrario. De allí las garlopas de la razonabilidad que se afanan en cepillar del Evangelio todo cuanto no encaja en nuestros casilleros, en nuestros catecismos y liturgias, y en nuestra manera de pensar. Es razonable, por cierto, no atenerse al pie de la letra como hacían los maestros de la Ley en la época de Jesús, o como suelen hacer los fundamentalistas de hoy (o como lo hicimos nosotros mismos durante tantos siglos), pero si le sacamos al Evangelio su picante, si lo convertimos en una serie de teoremas, si lo ajustamos a nuestros ojos en vez de ajustarnos a él, lo matamos. Lo vaciamos de su dinámica. A la sal le quitamos su sabor y nos quedamos con la insipidez. Ahora bien, en el Evangelio abundan las paradojas y las contradicciones junto a algunas incoherencias; que nos gusten o no, forman parte del mensaje. Podrían ser accidentes que quedaron allí solo para provocar, sacudir, interpelar. Para obligarnos a buscar. O para “electrizarnos”… Aquí vienen unos ejemplos. Respecto a la paz: el apóstol Pablo clama que Jesús es nuestra Paz, mientras, en el Evangelio, el mismo Jesús afirma que no ha venido a traer la paz sino la guerra. Respecto al mundo: el Evangelio afirma que este mundo no es de Dios sino del diablo, pero también dice que Dios ama tanto al mundo que le regala a su hijo único. Respecto a los ricos: más de una vez Jesús los denuncia sin comedimiento, pero también alaba a los que saben hacer fructificar el dinero. Más aún, dice que a aquellos que no saben hacer ganancias con su dinero se les debe quitar lo poquito que tienen para dárselo ¿a quiénes?... ¡A los que ya han ganado más que los otros! Respecto al sexo: hay un lugar en el Evangelio donde se ve a Jesús mandando casi a descuartizar a los que escandalizan a los chicos (según los predicadores de antes, se trata de escándalos sexuales), pero, en otro lugar del Evangelio, Jesús afirma que son las prostitutas y los pecadores, y no las personas más piadosas, las que entran primero en el Reino de Dios. Respecto a las distintas creencias: Jesús muestra que no tiene nada de sectario cuando dice: “El que no está contra nosotros está con nosotros”(Mc 9, 40), pero en otra parte del Evangelio afirma lo contrario: “El que no está conmigo está contra mí” (Mt 12, 30)… Respecto al amor: Por un lado dice Jesús: “Amen a sus enemigos. El que se enoja con su hermano, es algo que merece juicio y el que insulta a su hermano merece ser llevado al Tribunal Supremo. Si estás por presentar tu ofrenda en el altar y te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, y vete antes a hacer las paces con tu hermano…” (Mt 5, 44. 22-24). Por otro lado, al mismo Jesús se le ve tratando a sus enemigos de “sepulcros blanqueados, raza de víboras, hijos del diablo, generación perversa, guías ciegos e hipócritas” (Mt 23, 13-38). Echa a latigazos de la gran plaza del Templo a quienes hacen allí sus negocios (Mt 21, 12-13). Cuando le toca celebrar la Pascua con sus discípulos, no va antes a reconciliarse con sus numerosos enemigos. Ruega por ellos en el momento de expirar en la cruz, eso es todo… Agreguemos a ello que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros; que quienes son más importantes en la comunidad no son los que ocupan los puestos de jefes y de señores sino los que son servidores de los demás; que los pobres van a reventar de felicidad mientras los ricos van a rechinar los dientes; y que finalmente aquel del que se afirma que es El Viviente es el mismo que ha muerto en la cruz. Que un muerto viva no es ciertamente la menor contradicción y, sin embargo, toda la fe cristiana se edifica sobre esta afirmación. La lista de paradojas y contradicciones en los textos evangélicos podría extenderse considerablemente. Pero aún cuando fuera posible resolverlas reubicándolas en el contexto, o demostrar racionalmente que en realidad no son tales, todavía no dejaría de extrañar el que el Evangelio conserve tantos pasajes expuestos a malos entendidos cuando él mismo insta a usar un lenguaje claro: “Digan ‘sí’ cuando es ‘sí’, y ‘no’ cuando es ‘no’; cualquier cosa que le añada, viene del demonio” (Mt 5, 37). A menos que sea así simplemente porque los evangelios no son ningún compendio de recetas para haraganes. Su objetivo no es contar todo, sino apenas las experiencias más conocidas que las primeras comunidades cristianas hicieron de Jesús. ¿Cómo los autores iban a pretender que la letra encerrara lo que la misma tumba no pudo? Juan lo admite: si se escribiera todo cuanto Jesús hizo, “no habría lugar en el mundo para tantos libros” (Jn 21, 25). Por lo tanto, las contradicciones en los textos hay que tomarlas como una oportunidad para buscar y debatir, recordando que con Jesús las respuestas nunca se dan prefabricadas, sino que se descubren al caminar: “Ven sígueme. Venid y ved”. Existirá siempre tensión entre el Reino que ya está en medio de nosotros y el que aún está por venir. Un enorme desfasaje entre el ideal y la práctica, entre el deber de compasión y la solidaridad vivida, entre el caminar de cada día y la utopía ya en marcha del Hombre, de la Ciudad y de la Tierra nueva. Una tirantez constante entre el realismo de la cruz y la fe en la resurrección. Entre una moral de acompañamiento y una moral para atletas profesionales de la perfección espiritual. Entre una pastoral diseñada en las cátedras universitarias y la del simple caminar humano en medio de los guijarros, el barro y las espinas. Entre la fe que mueve montañas y el camino cotidiano en la bruma y entre senderos sin trazar. Es preciso aceptar la luz del día y la oscuridad de la noche, sin instalarse en una u otra. Asumirlas a ambas. Avanzar con los dos pies, izquierdo y derecho, sin apoyarse más en uno que en otro, pues no existe otra manera de ir hacia adelante. Y saber que una noche larga y muy negra, al final de la carrera, será el paso obligatorio hacia la luz sin ocaso, porque, “el abismo llamando al abismo”, sólo en el vacío absoluto se encuentra la plenitud absoluta (Sal 42, 8). Como en el amor… El problema con el amor es que nadie lo tiene comprado. Para que no se apague tiene que crecer, lo cual implica sacrificio. Por eso, amor y cruz van de la mano. Y resurrección también. Amor, vida, verdad, en fin, todo es parto continuo. Todo es muerte y resurrección. Locura para los sabios que no aguantan las contradicciones, las paradojas o las tensiones, pero sabiduría para el buscador de estrellas, para el artista y el investigador, para el creador y para el Dios de la Vida. “será una señal de contradicción”, había profetizado la anciana Ana al hablar del niño Jesús “a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén”. (Lc 2, 38) No rehuir de la tensión creadora. Creer en la síntesis que a través de las oposiciones busca nacer como un niño que jamás será la mitad de su padre y la mitad de su madre sino un ser original, diferente, nuevo, fruto de ambos. Aceptar ser inclasificable, comprometerse, caminar y no temer equivocarse. Abrazar los dos polos e ir hacia delante, esto ha de ser lo que tiene por nombre “libertad”. El neoliberalismo ha encaminado a nuestros países a la desigualdad abismal entre ricos y pobres. Este mismo neoliberalismo en los últimos 20 años en Nicaragua hizo acaparar los bienes en pocas manos. Es un escenario donde los deseos de una minoría de ricos terminan por imponerse sobre las necesidades básicas de la mayoría de pobres. No es necesario aportar datos, basta con ver la crisis financiera y cómo corre la banca estatal de los países ricos para salvar a las transnacionales y a la banca privada mundial.
En estas circunstancias, ¿somos capaces de cambiar esa lógica que favorece a unos pocos privilegiados a costa de la vida de la mayoría de pobres? ¿Qué papel jugamos los cristianos y cristianas en este segundo decenio del siglo XXI? La humanidad necesita cambiar el modelo depredador neoliberal por un modelo que aporte un cambio sustancial y que cambie lo hasta hoy hecho en materia ambiental, mercantil y social. Pero más aún, es necesario cambiar la conciencia. Es necesario una conversión, una transformación. Tener una mirada y un corazón nuevo (Sal. 50 (51), 12). Desde la perspectiva de los pobres, el cristianismo ha de estar dispuesto a aportar en la transformación de nuestro mundo a favor de la justicia y la vida. El cristiano descubre la presencia de Dios estando al lado del sacrificado y negándose a aceptar que la lógica excluyente del capitalismo sea la lógica que tiene la razón. El cristianismo debe de aportar a nuestra sociedad un nuevo modo de relacionarse de manera solidaria para construir un hogar común para la humanidad. Parte de la mística de ser cristiano es buscar el Bien Común. Dar la vida por sus amigos (1Jn. 3, 14). Pero ¿qué es el Bien común? El bien común busca en primer lugar que todos y todas tengan cubierta todas las necesidades. El bien común posibilita nuevos sujetos en nuestra sociedad que la transformen. El Bien Común garantiza el bien personal, familiar y comunitario. “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten al hombre, a la familia y a la asociación conseguir más perfecta y rápidamente su propia perfección” (Const. Past. Gaudium et Spes, 74, Concilio Vaticano II) Pero esa perfección nos la enseña Jesús de Nazaret con la Buena Noticia de Dios que está en la solidaridad como actitud y modo de vida para buscar el Bien Común. Basta con ver en el evangelio los relatos y enseñanzas de Jesús. En el libro de Lucas, como un pequeño ejemplo, aparece la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25-37) que nos puede iluminar en torno al Bien Común. La parábola del buen Samaritano es la explicación práctica de la Ley de amor hacia el prójimo que debe regir al cristiano. El “problema” del maestro de la ley gira en torno a una recta ilustración de quién es el prójimo. ¿Quién es el prójimo: el israelita o el forastero? Pero, no se trata de averiguar quiénes son mis prójimos sino más bien se trata de hacerse el prójimo de los demás. En esta parábola el prójimo del hombre que cayó víctima del asalto fue el que practicó la misericordia con él (10,37a). La recomendación de Jesús al experto en la Ley es: haz tú de la misma manera (10,37b). Pues, esta lectura nos puede ayudar y dar pauta para saber como hacer del Bien Común una manera de actuar ante los y las demás. El amor y la solidaridad no consisten solamente en conmoverse ante la miseria y el dolor del otro. Nótese cómo el samaritano se acercó y se detuvo a curar sus heridas. Pagó y se comprometió a costear todo lo que fuera necesario. Más que «hacer una caridad», se comprometió sin reserva ni cálculo. El cristiano es solidario cuando asume la condición de buen samaritano y hace del Bien Común una práctica en su vida. Una práctica que lo llevará a preocuparse por la dignidad de las personas, que en nuestra sociedad exige el esfuerzo de reducir las desigualdades sociales y económicas y un trato más digno también con nuestra Madre Tierra. En fin, para que nuestra sociedad sea la aldea global donde todas y todas quepamos en armonía con nosotras y nosotros mismos y con la Madre tierra, es necesario cambiar de actitud y volvernos buscadores del Bien Común. Es difícil. Implica ir en contra de esta sociedad individualista y machista; pero si comenzamos por ayudar a los más pobres de nuestras comunidades, de nuestros barrios, de nuestros trabajos, de nuestro país, posiblemente como cristianos y cristianas vamos a ser portadores de la Buena Noticia de que el Reino de Dios ya está entre nosotros y nosotras. Y eso es el inicio de que otro mundo es posible. CEB “San Pablo Apóstol”- 21 de Febrero de 2011 En memoria a dos incansables luchadores que un día como hoy dieron sus vidas por la lucha del Bien Común: Gral. Agusto C. Sandino héroe nacional Nicaragüense. Malcom X. Líder afroamericano en Estados Unidos. |
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