Un nacimiento se prepara, se espera con gozo exultante, pero unidos a estos sentimientos de alegría y jubilo, también se da cierta angustia, cierta preocupación con sus propios interrogantes. ¿Irá todo bien? ¿Cómo será el niño, la niña que va a nacer? Y, la madre, ¿cómo va a vivir este momento tan importante de su vida? Y, el padre, ¿cómo situarse antes este nacimiento, fruto del amor, entre un hombre y una mujer, para dar la vida a una tercera persona?… ¡Maravilla de maravillas! Ante todo nacimiento, los sentimientos son muy encontrados, las emociones, preocupaciones e interrogantes, son intensos; hasta el momento de oír llorar a la criatura y ver su cuerpecito; entonces y sólo entonces, el pensamiento y el corazón “descansan”. ¡Ha nacido!, todo ha ido bien, ¡felicitaciones! y júbilo. ¡Una nueva etapa comienza!
Este hecho tan humano como real y maravillo, hemos de trasladarlo al nacimiento de Jesús. En nuestra vida de cristianos, con el nacimiento de Jesús, ¿Comenzara una nueva etapa? O más bien seguiremos, como siempre, como si nada hubiese pasado, una Navidad más… Es verdad que, Jesús histórico, no nace todos los años, como nació hace ya 2015 años en Belén; pero no es menos real y cierto su nacimiento místico, su nacimiento litúrgico; porque la liturgia no hace simplemente memoria de un recuerdo histórico; sino que la liturgia actualiza el verdadero hecho histórico, convirtiéndose en hecho real, místico, teológico. ¿Cómo acompañar y despertar al pueblo cristiano a comprender este maravilloso nacimiento que se realiza no solamente en la noche de Navidad, sino en toda eucaristía? Tal vez, la pastoral más importante y urgente como fecunda en este tiempo de Adviento, sea la de preparar a las comunidades cristianas a comprender el nacimiento de Cristo desde esta dimensión litúrgica, mística y teológica. El nacimiento de Jesús, se ha adornado de tantas cosas superficiales y mundanas que no hacen sino distraernos del misterio. ¡Misterio del amor del Padre hacia sus hijos! “Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gl 4,4). “Recuperar”, “reavivar” el verdadero sentido de la Natividad, ¿no sería una manera de preparar el camino al Señor? Es decir, preparar nuestra “posada”, nuestro corazón, a acoger con gozo Aquel que viene, y que viene a salvarme, a darme la vida. Este niño que nace, Jesús, en el corazón de cada cristiano, y en el corazón del mundo, es un niño que quiere ser acogido, al mismo tiempo que acogernos. Dos movimientos interiores muy importantes para preparar el camino de su venida y celebrar la verdadera Navidad: la acogida a Dios que se encarna y el dejarme acoger por Dios encarnado. Esta sería una celebración de la Navidad real, profunda y cristiana, y no la que la publicidad nos presenta e impone. Ante la cual cedemos. Acoger a Jesús exige que mi “aposento”, como diría Teresa de Jesús, esté preparado, sea acogedor, para recibir al Emmanuel. Esto nos exige una buena “limpia” del aposento, un poner orden en nuestra vida, un salir del egoísmo que tanto nos esclaviza, de la mentira, para caminar en verdad, porque Navidad y verdad van juntas. No esperemos que Cristo nazca en nuestro interior ni en la sociedad, sino no somos hombres y mujeres que intentan y quieren vivir en la verdad. Preparar el camino del Señor exige la conversión, vivir desde la verdad. Jesús no nace en medio de la mentirá. En medio de la pobreza y sencillez sí nacer Jesús; en la mentira, la injusticia y explotación no. Entonces, prepararemos nuestro “aposento”, nuestro corazón en este tiempo de adviento para acogerle y vivir la Navidad. Si importantes es la acogida a Jesús, el dejarnos a coger por Jesús, lo es mucho más. Jesús no solamente se contenta con ser acogido, sino que quiere que también nosotros nos dejemos acoger por él. El se encarna para salvarnos, para llamarnos amigos, para hacernos uno con él, su más profundo deseo es que todos los hombres lleguen a conocer el Padre y se salven. Déjate, pues, acoger por Jesús en la realidad concrete de tu existencia, sea cual sea, Jesús viene a darte la vida, a que vivías en la verdad que es la que te hace libre y a dejarte sanar de todas tus heridas; él viene a sanarte, a darte su paz que tanto necesitas; que tanto necesitamos unos y otros y que el mundo reclama con urgencia. Viviendo estas dos dimensiones podrás celebrar la Navidad, o mejor, la Navidad se hará en tu vida, porque te habrás encontrado con Jesús que es la verdadera Navidad y toda tu vida será una Navidad prolongada. No consientas a que la publicidad, el consumismo, materialismo y preparativos inútiles a lo esencial, al misterio, te roben la verdadera Navidad, el gozo de que Jesús nace en tu “aposento”, en tu corazón.
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Durante el Tiempo de Navidad, vamos a leer una y otra vez lo que se llama “el evangelio de la infancia”. Esos textos no podemos tomarlos como si fueran crónicas de sucesos. Son teología narrativa. Que el texto se ajuste más o menos a los hechos, que sea totalmente inventado o que tenga como fundamento mitos ancestrales,no tiene importancia ninguna. Lo importante es descubrir el mensaje que el autor ha querido transmitir. Si fueran noticias de un suceso, nos daríamos por enterados y punto. Si son teología, nos obliga a desentrañar la verdad que sigue siendo válida. Es uno de los textos más densos y más profundos de Lc.
Leemos los textos desde una perspectiva equivocada. Ni María sabía que había engendrado al “Hijo de Dios” ni Isabel llevaba en su seno al “Precursor”. Si salimos de es falsa ilusión, no tiene mucho sentido que noventa años después alguien se acuerde de una visita a una prima, mucho menos que recuerde las palabras que se dijeron. No digamos nada si imaginamos a María, arrancándose con el magníficat, recitado palabra por palabra. No, el relato nos está trasmitiendo lo que pensaban los cristianos de finales del siglo primero. En el texto de Lc todo son símbolos. La primera palabra en griego es ‘anastasa’, que significa levantarse, surgir, y que se ha pasado por alto en la traducción oficial. Es el verbo que emplea el mismo Lc para indicar la resurrección. Significa que María resucita a una nueva vida, y sube a la “montaña”, el ámbito de lo divino. Una madre da la vida al hijo. En este caso es el Hijo el que da vida a la madre. Inmediatamente, la madre lleva al que le ha dado esa vida, a los demás, es decir da a luz al Hijo. Eckhart decía con gran atrevimiento: todos estamos preñados de Dios y la principal tarea de todo cristiano es darle a luz. La visita de María a su prima simboliza la visita de Dios a Israel. La subida de Galilea a Judá nos está adelantando la trayectoria de la vida pública de Jesús. También el Arca de la alianza recorrió el mismo camino por orden de David. Por otra parte, María y Jesús (lo más grande) se digna visitar a lo pequeño, Isabel. El Emmanuel se manifiesta en el signo más sencillo, una visita. Todo acontece fuera del marco de la religiosidad oficial. Desde ahora, a Dios lo debemos encontrar en lo cotidiano, donde se desarrolla la vida. Jesús, ya desde el vientre de su madre, empieza su misión, llevar a otros la salvación y la alegría. La escena nos está diciendo que la verdadera salvación siempre repercutirá en beneficio de los demás; si alguien la descubre, inmediatamente la comunicará.La salvación no puede quedar encerrada en uno mismo; si es verdadera, la llevaremos a donde quiera que vayamos, aun sin proponérnoslo. La visita comunica alegría (el Espíritu), también a la criatura que Isabel llevaba en su vientre. Una vez más descubrimos el empeño por dejar a Juan por debajo de Jesús. Por dos veces se nos dice que saltó la criatura en su vientre. Si leemos con atención, descubriremos que todo el relato se convierte en un gran elogio a María. Y es el mismo Espíritu el que provoca esa alabanza: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” ¿Cuántas veces hemos repetido esta alabanza? “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” “Dichosa tú que has creído”. Creer no significa la aceptación de verdades, sino confianza en un Dios, que siempre quiere lo mejor para el ser humano. A continuación, María pasa al elogio a Dios con el canto del magníficat. Lo que intentan estos relatos de la infancia de Jesús, es presentarlo como una persona de carne y hueso, aunque extraordinaria, ya desde antes de nacer. Cuando afirmamos que esos relatos no son históricos no queremos decir que Jesús no fue una figura histórica. El NT hace siempre referencia a una historia humana concreta, a una experiencia humana única. Sin esa referencia al hombre Jesús, el evangelio carecería de todo fundamento. Ahora bien, el lenguajeque emplea cada uno de los evangelistas es muy distinto. Basta comparar los relatos de Mt y Lc con el prólogo de Juan, para darnos cuenta de la abismal diferencia. La novedad que se manifiesta en María, no elimina ni desprecia la tradición, sino que la integra y transforma. El relato está haciendo constantes referencias al AT. En ningún orden de la vida, debemos vivir volcados hacia el pasado porque impediríamos el progreso. Pero nunca podremos construir el futuro destruyendo nuestro pasado. El árbol no crece si se cortan las raíces. Lo nuevo, si no integra y perfecciona lo antiguo nunca será auténtico. A la vivencia de Jesús, hace referencia la carta de Pablo. Jesús no es un extraterrestre, sino un ser humano como nosotros, que supo responder a las exigencias más profundas de su ser. La clave está en esa frase: "Aquí estoy para hacer tu voluntad." No se trata de ofrecer a Dios “dones” o “sacrificios”. Se trata de darnos a nosotros mismos. Esa actitud es propia de una persona volcada sobre lo divino que hay en ella. Pablo contrapone la encarnación al culto. Dios no acepta holocaustos ni víctimas expiatorias. Solo haciendo su voluntad, damos culto a Dios. En Jn, dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”. Los primeros cristianos no llegaron a la conclusión de que Jesús era Hijo de Dios porque descubrieron la “naturaleza” de Dios y la de Cristo y vieron que coincidían, sino porque descubrieron que Jesús cumplió, en todo, la voluntad de Dios. Hacía presente a Dios en lo que era y lo que hacía. Para el pensamiento semítico, ser hijo no era principalmente haber sido engendrado si no el reflejar lo que era el padre, cumplir su voluntad, ser imagen del padre. Esa fidelidad al ser del padre era lo que convertía a alguien en verdadero hijo. Descubrir esto en Jesús, les llevó a considerarlo, sin ninguna genero de duda, Hijo de Dios. Esa voluntad no la descubrió Jesús porque tuviera hilo directo con Dios. Como cualquier mortal, tuvo que ir descubriendo lo que Dios esperaba de él. Siempre atento, no solo a las intuiciones internas, sino también a los acontecimientos y situaciones de la vida, fue adquiriendo ese conocimiento de lo que Dios era para él, y de lo que él era para Dios. ‘La voluntad de Dios’ no es algo venido de fuera. Es nuestro ser en cuanto proyecto y posibilidad de alcanzar su plenitud. De ahí que, ser fiel a Dios, es ser fiel a sí mismo. En todas las épocas, y todos los seres humanos han intentado hacer la voluntad de Dios, pero era siempre con la intención de que el “Poderoso” hiciera después la voluntad del ser humano. Era la actitud del esclavo que hace lo que su dueño le manda, porque es la única manera de sobrevivir. Es una pena que después del ejemplo que nos dio Jesús, los cristianos sigamos haciendo lo mismo de siempre, intentar comprar la voluntad de Dios a cambio de nuestro servilismo. En esa dirección van casi todas las oraciones, los sacrificios, las promesas, votos, etc. que las personas “religiosas” hacemos a Dios. Salvación y voluntad de Dios son la misma realidad. Jesús, como ser humano, tuvo que salvarse. Para nuestra manera de entender la encarnación, esta idea resulta desconcertante. Creemos que salvarse consiste en librarse de algo negativo. La salvación de Dios no consiste en quitar sino en poner plenitud. Todo ser humano comienza su andadura como un proyecto que tiene que ir desarrollándose. Jesús llevó ese proyecto al límite. Por eso es el Hijo de Hombre, hombre acabado, hombre perfecto. Por eso hace presente a Dios, por eso es Hijo. Jesús, descubriendo las exigencias de su ser y llevándolas al desarrollo pleno, desplegó todas las posibilidades del ser humano y nos ha marcado el camino que nosotros debemos seguir para alcanzar también la misma plenitud. Pero cada uno debe recorrer su propia senda. Nadie puede tomar el camino de otro. La meta sí es la misma, pero el punto de salida es siempre distinto para cada uno. Los demás pueden ayudarme a descubrir mi camino, pero nunca podrán recorrerlo por mí; nunca podrán hacer lo que tengo que hacer yo. Meditación-contemplación “¡¡¡Dichosa tú que has creído!!!” dice Isabel a María. ¡Dichoso tú si, de verdad, confías! Digo yo. María lleva a Jesús a su prima Isabel. Antes de darle a luz, ya lo manifiesta a los demás. .......................... Con gran atrevimiento dice el Maestro Eckhart: “La tarea más importantedel alma, es dar a luz a Dios”. Claro que una vez engendrado, no tiene más remedio que ver la luz. También dice Eckart: Dios me necesita para existir. ......................... La semilla divina ya está dentro de ti; Solo tienes que dejar que se desarrolle. Así de sencillo. Si la dejas crecer en ti, enseguida se manifestará en la superficie de tu ser. Cuando faltan pocos días para la Navidad, las lecturas nos ofrecen tres ejemplos excelentes para vivir el sentido de esta fiesta y un mensaje de esperanza.
El ejemplo de Isabel: alabanza, asombro, alegría Aunque en el relato del evangelio la iniciativa es de María, poniéndose en camino hacia un pueblecito de Judá, los verdaderos protagonistas son Isabel, la única que habla, y Juan, el hijo que lleva en su seno. A través de su reacción y sus palabras expresa el evangelista Lucas los sentimientos que debe tener cualquier cristiano ante la presencia de Jesús y María: alabanza (“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”), asombro (“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”), alegría (“la criatura saltó de gozo en mi vientre”). Estos tres sentimientos se los inspira, según Lucas, el Espíritu Santo; ya que generalmente no lo tenemos tan presente como debiéramos, es este un buen momento para pedirle que infunda también en nosotros eso mismos sentimientos. El ejemplo de María: fe Las palabras de Isabel, que comienzan con una alabanza de María y de Jesús, terminan con otra alabanza de María: “¡Bendita tú que has creído!” Y esto debe hacernos pensar en la grandeza del misterio que celebramos. No es algo que se pueda entender con argumentos filosóficos ni demostrar científicamente. Es un misterio que exige fe. Y en ese camino misterioso, María se nos ofrece como modelo. El ejemplo de Jesús: cumplir la voluntad de Dios En la mentalidad del pueblo, y de gran parte del clero de Israel, lo más importante en la relación con Dios era ofrecerle sacrificios de animales y ofrendas. En el fondo latía la idea de que Dios necesita alimentarse como los hombres. Los profetas, y también algunos salmistas, llevaron a cabo una dura crítica a esta mentalidad: lo que Dios quiere no es que le ofrezcan un buey o un cordero, sino que se cumpla su voluntad. Esta idea la recoge el autor de la Carta a los Hebreos y la pone en boca de Jesús, completándola con otra idea propia: los sacrificios de animales no tenían gran valor, había que repetirlos continuamente. En cambio, cuando Jesús se ofrece a sí mismo, su sacrificio es de tal valor que no necesita repetirse. Los sacrificios de animales pretendían establecer la relación con Dios, sin conseguirlo plenamente. El sacrificio de Jesús establece esa relación plena al santificarnos. Al mismo tiempo, el ejemplo de Jesús nos enseña a poner el cumplimiento de la voluntad de Dios por encima de todo, de acuerdo con lo que repetimos a menudo: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Un anuncio La primera lectura es un breve oráculo del libro de Miqueas, famoso porque lo cita el evangelio de Mateo cuando los magos de Oriente preguntan dónde debía nacer el Mesías. El texto se dirige a personas que han vivido la terrible experiencia de la derrota a manos de los babilonios, el incendio de Jerusalén y del templo, la deportación, la desaparición de la dinastía davídica. La culpa, pensaban muchos, había sido de los reyes, los pastores, que no se habían comportado dignamente y habían llevado a cabo una política funesta. En medio del desánimo y el escepticismo, el profeta anuncia la aparición de un nuevo jefe, maravilloso, que extenderá su grandeza hasta los confines del mundo y procurará la paz y la tranquilidad a su pueblo. Pero no será como los monarcas anteriores, será un nuevo David. Por eso no nacerá en Jerusalén, sino en Belén. Complemento 1: sobre la visita de María a Isabel Desde un punto de vista puramente histórico hay detalles extraños en este relato de Lucas. 1) María, embarazada, hace sola, sin la compañía de José, un viaje de tres o cuatro días desde Nazaret hasta un pueblo de la serranía de Judá cuyo nombre no se indica. Hoy día no sería muy raro; hace veinte siglos, mucho. 2) María no se queda hasta que nace el hijo de Isabel; se vuelve a Nazaret cuando su ayuda parece más necesaria. Para comprender este relato hay que situarse en otra perspectiva. Durante el siglo I, los discípulos de Juan Bautista se habían extendido hasta la actual Turquía, y algunos de ellos se hicieron cristianos, según cuenta el libro de los Hechos. Pero muchos de ellos pensarían que el importante era Juan, que Jesús había ido a que lo bautizara. Y verían con cierto malestar cómo el grupo de los discípulos de Jesús aumentaba mientras el de ellos perdía importancia. En este contexto, la visita de María a Isabel adquiere un sentido especial: pretende que los discípulos de Juan tengan los mismos sentimientos que tuvieron Juan y su madre ante la presencia de Jesús: alabanza, asombro, inmensa alegría. Complemento 2: sobre el oráculo de Miqueas Aunque el texto es breve, el oráculo original era probablemente más breve todavía: se limitaba a anunciar un jefe de Israel nacido en Belén, que traería la paz y tranquilidad al pueblo. Esta promesa fue formulada en tiempos del exilio. Pero pasaban los años y no se cumplía. Entonces, para justificar el retraso, se añadieron unas extrañas palabras: “Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos vuelva a los hijos de Israel.” Antes de que aparezca el jefe es preciso tener un pueblo; hace falta que la madre (Judá o Jerusalén, concebidas como mujer) dé a luz muchos hijos y que los que habían sido deportados vuelvan a la tierra prometida. Cuando eso se cumpla, se realizará la promesa de un jefe ideal. “Si quieres la paz, prepara la guerra” es el dicho romano que en latín suena de este modo, “si vis pacem, para bellum”. Esta máxima ha sido y es el eje cartesiano de la historia, tanto individual como colectiva; civil y religiosa; como si el “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) fuese irremediablemente inevitable. Pero habría que cambiarlo radicalmente por “si quieres la paz, prepara la paz”.
Es lo que Jesús de Nazaret pretendió al romper esta dinámica belicista y de violencia con aquello de “dichosos los mansos…; dichosos los que buscan la paz (Mt. 5,4.9); “amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Lc. 6,27-28). A partir de la II guerra mundial hay una necesidad imperiosa de buscar la paz entre los pueblos (en España, en la dictadura franquista, resuenan aquellos 25 años de paz totalmente ficticios, porque si no hay libertad no puede haber paz) y nace la ONU, octubre de 1945, como órgano mundial de mediación y arbitraje entre los posibles conflictos. Con la guerra de Vietnam (1959-1975) el movimiento ciudadano por la paz se hace más intenso y la paz es un valor mundial en alza. Y se plasma con aquel eslogan “Haz el amor y no la guerra”. Otro tanto ocurre con la llamada “guerra del Golfo” (1990-1991) o la de Irak en el 2003 con la foto de las Azores (Bush, Aznar y Blair) y las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein como trasfondo; de nuevo la paz recobra su valor como sentimiento colectivo y global, necesario y urgente. Pero los conflictos bélicos se suceden día tras día y las acciones terroristas, como las de los últimos días en el corazón de París, nos advierten de que el deterioro de la paz es progresivo y es una meta lejana. Ahora bien, este abandono de la ética de la paz tiene unas raíces y no sucede por casualidad. El ser humano vive su existencia en una dialéctica atroz entre el anhelo de paz y el conflicto, la destrucción. De ahí que el camino de la paz es pedregoso y nada fácil. No son suficientes los símbolos de una paloma o una rama de olivo, ni siquiera la ausencia notable de conflictos; tiene otras exigencias tanto individuales como sociales. No hay paz si no hay armonía en el interior de cada hombre y mujer; o como decían los escolásticos medievales, la recta ratio (recta razón), es decir, un faro interior que nos permita iluminar todos nuestros recovecos, tanto intelectuales como volitivos, en orden a tomar decisiones a favor del bien propio y ajeno, teniendo en cuenta el principio ético de que si es bien para mí (al menos así lo considero) y no lo es también para el otro, entonces pierde su carácter de bondad. Es necesario, pues, tener nuestra casa en armonía, como poetiza san Juan de la Cruz, si queremos irradiar paz a nuestro alrededor. No me imagino al expresidente de Uruguay, José Mújica, declarando la guerra a sus vecinos. No hay paz si no hay justicia; la justicia viene a ser el humus donde se cultiva la paz, donde se alimenta y crece. La justicia social, sobre todo, nos señala una meta: la igualdad entre los seres humanos y el reparto de los bienes y riquezas; o dicho de otro modo, como hace F. Savater, “considerar los intereses del otro como si fuesen los tuyos y los tuyos como si fuesen del otro”. Este es el núcleo más relevante de las guerras y de los acciones terroristas, sin olvidar las religiones. Al capitalismo feroz de todos los tiempos y, sobre todo, al armamentista, le interesa sólo el beneficio; las muertes y sufrimientos de las acciones bélicas son “daños colaterales”. El capitalismo armamentista maneja a los Estados en beneficio propio, bajo el paraguas de una falsa defensa de la paz y de la democracia. Es evidente que mientras la justicia no sea el territorio de las relaciones humanas y de los pueblos, la paz se alejará cada vez más. El poeta bíblico lo tenía bien claro: “La justicia y la paz se besan”. (Salm 84,11). “Que los montes traigan la paz para el pueblo y los collados la justicia” (Salm 71, 3). No hay paz sin tolerancia, es decir, la capacidad, y añadiría, la habilidad de eliminar obstáculos y muros inútiles entre los humanos, ya sean políticos, económicos, religiosos. Con más frecuencia de lo deseable tanto los individuos como los gobiernos y jerarcas religiosos (habría que añadir los económicos, aunque la verdad de éstos es bien clara: el beneficio económico) elevan “su” verdad a la categoría de absoluta. Y de ahí a la intransigencia y a la violencia hay un paso. Por eso con acierto escribe E. Schillebeeckx que “ninguna verdad por muy vinculante que sea puede estar en la base de la tiranía y la contienda humanas”. Con permiso de J. Ratzinger (expapa Benedicto XVI) de vez en cuando se tendría que pasar por la ducha del relativismo. Antonio Machado nos dirá: ¿Tu verdad? No, la Verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela”. No hay paz sin diálogo. La palabra es la que ha de vehicular las relaciones entre hombres y mujeres, entre los diversos pueblos de la tierra. El hombre es el ser “dialógico” por antonomasia. No es necesario acudir a Aristóteles, cuando enseñaba que el ser humano es un animal “político”, sociable; o a M. Heidegger para quien el hombre no es sólo un ser-ahí (Dasein), un ser-arrojado-en-el-mundo, sino que también ónticamente es un ser-con (Mitsein) y, por ello, “la palabra (el lenguaje) es la casa del ser”. Viene en nuestra ayuda H. Küng en su Proyecto de ética mundial. “No hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones”. Esto mismo se puede aplicar a otros campos como el político o el económico, ya que para él es “imposible la paz mundial sin paz religiosa”. Para erradicar los fundamentalismos religiosos, políticos… es necesario e imprescindible “la estrategia del abrazo”, es decir, la paz, en esta caso “religiosa” para H. Küng, se logra “mediante la integración de los otros”. Cuando M. Buber, desde su filosofía “personalista”, explica la relación yo-tú, propone que esta relación implica un estar-dos-en-recíproca-presencia y es donde se realiza el encuentro del “uno” con el “otro”. Tal vez la sublime experiencia de D. Bonhoeffer, ejecutado por los nazis en Flossenburg, le da autoridad para recomendarnos que el diálogo entre religiones e ideologías es un imperativo categórico irrenunciable. No sólo con la acción, sino también con la oración: “La Iglesia sólo puede cantar gregoriano si al mismo tiempo clama a favor de judíos y comunistas”. Se impone, pues, la máxima ética de que el conflicto debe resolverse por y mediante el diálogo. La violencia, aunque sea la partera de la historia para K. Marx, no soluciona el problema, lo enquista, y es un camino sin salida a ninguna parte. Cuando mi nieta tenía seis años me enseñó una canción que entonaban con voces infantiles en su colegio público Gandhi: “Ser amigo es mejor/ que andar peleando/ sin razón./ Si hay motivo para pelear,/ manos al bolsillo,/ hay que hablar”. Dice el pedagogo Omraam Mikhaël Aïvanhov: "La belleza es como un rayo de luz que sólo aparece con todo su esplendor cuando atraviesa un medio perfectamente transparente. En un medio opaco el rayo se desvía y se deforma. Por esa razón el artista habrá de realizar un trabajo sobre sí mismo antes de crear, transformándose en una materia tan transparente y vibrante que pueda ser atravesada por la belleza divina."
El artista tendría así por cometido buscar las formas que más se semejen a la belleza ideal y de esa forma contribuir a elevar a la humanidad. Al contemplar las obras maestras de un artista inspirado podemos vivir y sentir lo que ese creador ha vivido. Nos introduce en las regiones que él ha contemplado. Sólo el arte iluminado puede conmover a los humanos, despertarlos a la nueva vida, catapultarlos a un nivel superior de conciencia. ¿Dónde saciaremos nuestra sed de belleza en un mundo en el que las más valoradas salas de arte se ofrecen a aquello que nos invita a echar los párpados sobre nuestras pupilas? ¿Dónde colmaremos nuestro anhelo de lo excelso y lo sublime, si de las paredes donde íbamos a buscarlo, hemos de salir huyendo? El artista que quiere regalar algo al mundo, previamente ha de elevarse, escalar su propia cima. En palabras del mencionado pedagogo búlgaro "ha se superarse, sobrepasarse así mismo alcanzando su mayor altura". No puede hundirse en su propio fango e ir después al encuentro del mundo. Si alguien nos muestra una obra monstruosa es sencillamente que alberga algo de ese "monstruo" en su interior. Recientemente en el Museo Bolzano de Milán una señora limpiadora tiraba a la basura "una obra de arte vanguardista" . La obra de arte se titulaba "¿Dónde vamos a bailar esta noche?" y consistía en una colección de botellas vacías de champán arrojadas por el suelo. A la limpiadora se le achaca un error que en realidad no cometió. Ella se guió por un sentido común y no degenerado. Sencillamente lo que es basura, lo que ni de lejos alcanza la categoría de arte, ha de ir con la basura. Mucha más polémica ha traído en nuestro entorno la exposición inaugurada en una sala del Ayuntamiento de Pamplona. El "artista" Abel Azkona expone un compendio de cuestionables fotografías y "vinilos de palabras". Exhibe también una colección de formas consagradas colocadas en el suelo formando la palabra "pederastia". Querellas, campañas en Change.org, misas y rosarios de "desagravio" han sido algunas de las respuestas de la comunidad católica ante el "blasfemo profanador". El incidente debiera servir para la reflexión de un lado y de otro. El escándalo contribuya a la postre a una reconsideración del arte y de lo sagrado. Lo sagrado se mantiene en realidad oculto tras la forma. Ésta a lo sumo puede aspirar a ser reflejo, de cualquier forma siempre pálido. Nadie puede ofender a lo sagrado, puesto que no está a su alcance. Si llegamos a ofendernos es porque nos hemos arrimado a la periferia, porque nos hemos alejado del espíritu sustancial. Si nos identificamos con las formas, nos hacemos vulnerables, pues ellas son también vulnerables, si permanecemos "dentro" estamos blindados a cualquier insulto, a cualquier pretendida "profanación". No hay nada que reparar, si nada se ha herido, no hay nada por desagraviar, si nada esencial se ha ofendido. Vamos a por una espiritualidad que no conoce blasfemia, que se sustrae cada vez más de la forma y se repliega más en la esencia. La enorme contestación desatada en Navarra en contra la exposición de Abel Azkona, algo nos sugiere de un exceso de anclaje en la forma, que no en el espíritu. Nadie puede ofendernos si no queremos, nadie puede profanar nada, pues lo susceptible de profanar nunca estará a su alcance. Si hay reflexión para quienes pasan las cuentas del rosario ante la "exposición sacrílega", más la hay para el autor de la fallida obra. Hay una ofensa gratuita de los sentimientos religiosos, hay una rebaja del concepto de arte. La obra de Azkona, por lo menos la que asoma en la Red, no logrará ofender al espíritu, pero sí a la razón. Las paredes de lo público debieran dar cabida al arte verdadero, a lo bello, a lo que nos eleva e inspira, no a lo soez. La obra del polémico artista no nos hiere en nuestras convicciones, pero nos desagrada en nuestra sensibilidad y se convierte en triste símbolo de una sociedad desnortada. Hemos llegado a tamaña confusión de valores, que regalamos muros a algo que repele al buen gusto y que de ninguna de las formas podemos denominar como arte. El local público no acoge ningún arte. El arte es otra cosa, el que debiera servir para ennoblecernos, para elevarnos por supuesto, para fomentar el mutuo enriquecimiento y el encuentro. Escuchar los avatares de las personas sirve, por lo general, para evidenciar su mundo de faltas, de carencias personales, todo un inventario de lo que creen no tener: “Es que no tengo suficiente autoestima. Lo que me falta es más confianza en mí. Si tuviera más tranquilidad. Si no fuera por esto o por lo otro. A ver si encuentro una pareja. El día que encuentre trabajo…”. Todo son comentarios sobre lo que no se tiene, lo que se perdió o lo que debería haber sido y no fue. Todo se basa en lo que no existe, lo que falta aún o lo que ya no se tendrá nunca.
Que en la vida nos puedan faltar cosas es una perspectiva, incluso motivadora, para alcanzar nuestros propósitos. No lo tengo aún, pero lo quiero. No obstante, de lo que aquí se trata es de aquellas creencias que, como sentencias, sostienen el concepto y la imagen que tenemos de nosotros mismos. Para algunas personas se trata de un retrato carencial, basado en la falta de posibilidades, capacidad y merecimiento. Viven creyéndose necesitadas, incapaces y con poca autoestima. Otras personas, en cambio, utilizan la carencia como eslabón perdido en su imagen de perfección. Son autoexigentes, tendentes al enfado por una nimiedad, algo hinchadas de ego, por no decir narcisistas, excesivamente susceptibles a la crítica y amargadas, por supuesto, porque a las cosas siempre les falta ese puntito. Al final, unas y otras escapan del vacío carencial, de la insatisfacción penetrante, a través del espejismo idealista, de la ilusión de que llegará ese día, como la lotería, en que se encontrarán con todo lo que les faltó, con todo lo que algún día soñaron con poseer. Ignoran la trampa: aprenden a vivir en la falta y no en el deseo de lo que tienen. Los relatos sobre nuestras faltas parten de un supuesto anómalo. Pongamos el caso de la persona eternamente enamoradiza. Quien ama así no conoce al amor. Conoce el buscarlo. Conoce el desearlo. Conoce el vacío de su inexistencia. Conoce el eterno retorno al amor vivido, pasado, perdido. En cambio, no sabe amar. No ha permanecido en el amor. No ha convivido amorosamente. Por eso cree que le falta y que, de encontrarlo, toda su dicha sería completa. Sin embargo, lo real suele ir por otros derroteros. Aquello que no se conoce es más difícil de reconocer. Hay personas, por ejemplo, que son excelentes guardianas de los demás, son protectoras. No obstante, ¿quién las protege a ellas cuando lo necesitan? ¿Se dejan proteger? Cuando alguien lo intenta, no lo saben ver, no se dejan. Lo rehúyen porque no saben qué es dejarse proteger. Del mismo modo, el que vive en la falta de amor no sabe reconocerlo más que en sus ensoñaciones. El problema es que el día que lo tenga, por no reconocerlo, lo volverá a perder. Porque de eso sí sabe. Si quiere reconocer el amor, tendrá primero que permitirse conocerlo. Y para que eso sea posible deberá quitarse de encima lo que le sobra, es decir, tanto supuesto desamor, tanta falta, tanta ensoñación, tanto miedo o tanto hedonismo. De eso va sobrado. Muchas veces somos injustos al tratar a los demás a partir de sus faltas. Metemos el dedo en la carencia y les exigimos que se ocupen de rellenar los huecos que vemos en ellos y sean felices de una vez. Pero no advertimos que nuestro dedo apunta a una montaña inalcanzable, porque acentúa sus faltas. Mostrar el hueco no es suficiente para ocuparlo; lo que hace precisamente es incidir en las carencias. Y ver ese aspecto es un pozo sin fondo. En cambio, saber identificar lo que sobra es el primer paso para aligerarse. Aunque parezca que los relatos de posguerra han pasado a mejor vida, lo cierto es que la idea del trabajo sufrido y el miedo a la nada siguen instalados en la memoria de muchas personas. Sea por haberlo escuchado repetidamente en casa, sea porque está en el árbol genealógico, la vida se plantea como una lucha, un esfuerzo continuado: ¡hay que ganarse la vida! Son, sin duda, los relatos de la carencia pura y dura. No sobraba nada porque faltaba de todo. La idea de que hay que ganarse la vida, no el sueldo, reproduce una visión de la realidad carencial. Vivir es un sobreesfuerzo, y salir adelante es lograr todo lo que no tenemos. La dignidad se demuestra viviendo sin grandes faltas. El reconocimiento social llega por presumir de lo que se ha logrado (títulos, propiedades, éxito…). Todo aquello que, en realidad, es prescindible para lograr una auténtica felicidad. La vida no hay que ganarla, porque ya lo hicimos al nacer. Ya estamos ahí. Con mejores o peores condiciones, pero estamos ahí. La vida, entonces, hay que merecerla. Hay que aprender a tener una vida buena, más que echar en falta una buena vida. Cuando la atención la ponemos en las carencias, no hay más que una comparación tramposa. Miramos al que más tiene y no al que menos. En la comparativa social preferimos parecernos a los más opulentos. Y eso nos mete de lleno en la necesidad. No se nos ocurre, por ejemplo, gozar del privilegio de abrir un grifo y disponer de agua caliente, aspecto del que carecen millones de personas del planeta. ¿De qué nos sirve la comparativa? ¿Es para valorar y merecer más lo que tenemos o, por lo contrario, para desmerecernos por lo que no poseemos? El tener y el no tener están en realidad en nuestra mente. Dependen exclusivamente de la dialéctica mental, de los discursos o debates que tenemos con nosotros mismos. Hay algunas cosas que ya sabemos. Hay gente privada de muchas cosas y no por ello pierde la alegría de vivir. En el otro extremo, aquellos que más tienen no serán más felices por tener aún más. Al final, todo es una cuestión de actitud. Por eso hay que estar alerta de nuestros diálogos internos, de lo que nos decimos en nuestras dialécticas mentales, por la sencilla razón de que están construyendo nuestra realidad. Aunque el diálogo es con nosotros mismos, gran parte de lo que pensamos viene de fuera. Ha sido elaborado por paradigmas dominantes como la política, la religión, la ciencia o la economía. Muchas veces ocurre que lo que creemos que necesitamos, tiene su origen en dialécticas creadas por tales paradigmas: lo que podemos o no podemos (política); lo que debemos o no debemos (religión); lo que sabemos o no sabemos (ciencia), o lo que tenemos o no tenemos (economía). Vale la pena escucharnos repetir una y otra vez “no puedo”, “no debo”, “no sé”, “no tengo”. Es la manera más sutil de organizar la vida alrededor de lo ajeno, de lo inalcanzable, de lo desposeído o del peor de los escenarios: la desesperación por tener que convivir con ese yo atrapado por todo lo que todavía no hemos alcanzado. Si sumamos carencias individuales, paradigmas dominantes y la necesidad de consumo “tecnomediático”, acabamos viviendo en la falsa idea de que o bien no tenemos lo que nos merecemos, o bien no nos merecemos lo que tenemos. Extraña paradoja, que solo puede ser resuelta a lo epicúreo, es decir, entendiendo que libertad quiere decir desarraigo de todos aquellos mundos ideológicos, mitos o paradigmas, ritos religiosos, prejuicios culturales, interpretaciones tradicionales, aposentadas sin crítica en el lenguaje y transmitidas en los usos sociales. ¡Feliz tú que huyes a velas desplegadas de toda clase de cultura! Y eso empieza por dejarse en paz, liberarse de tanta dialéctica mental y apropiarse de uno mismo. Dicho de otro modo, amar lo que es propio y no desear lo ajeno. Ver lo que nos sobra y no lo que nos falta. No sé si José y María pagaron las alcabalas al entrar en Belén. Igual, al ser media tarde con poca luz, ya se habían ido los alcabaleros a casa. Y lo que sí tengo claro es que no pagaron alquiler de la cueva por aquellos pocos días. Siendo una cueva.
Seguramente que San José pensó que al apuntarse en el censo, tendría luego que pagar más impuestos. Porque ya sabes, si constas en el ayuntamiento, enseguida llegan los recibos…o como se cobrase entonces… Pero, como se iba muy lejos, para cuando llegasen los informes a Belén, ya se había pasado el plazo… Los pastores no declararon a hacienda el cordero y la leche que llevaron a Jesús. Pero todos se pusieron de acuerdo en objetar los impuestos a Herodes, porque los gastaba en comprar armas para matar a los niños. Los ángeles cantaron gratis y por eso no pagaban Así se quejan tanto los artistas y piden que se rebaje el 21% cultural. Estos días, algunos cantantes y artistas trabajan gratis en favor de personas necesitadas La verdad es que José y María no gastaron nada en esa noche. No sé por qué nos empeñamos en grandes costes para celebrar la Gratitud y el Amor de Dios. No sé si los pañales se los dio la seguridad social. Me imagino que eran de alguna tela vieja. Y claro se ahorraron los gastos de focos, porque una Luz grande les iluminó. Total que el nacimiento fue muy barato. No hubo gastos extras. Ni comadrona. A no ser que hubiese alguna pastora entendida en esas artes del parto. ¡Ojo con los reyes! Solamente eran magos y andaban tan despistados de camino como pobres de dinero. Ahorraron los focos y faroles de los camellos por aquello de la estrella. Pero al aparcar en Jerusalén ya les querían cobrar. Menos mal que dijeron que iban a estar con Herodes. Les hemos puesto oro, incienso y mirra. Ya fueron falsos al comprarlo de apariencia en los chinos. Y de teléfono, ni ordenador, ni wasap, ni tarjetas nada de nada. Todo con ángeles y mensajes divinos. Y no compraron villancicos porque lo hicieron a medias entre los ángeles y los pastores. La calefacción gratis: la mula y el buey. Bien pensado, tuvieron suerte aunque la clínica no fuese muy famosa. Es celebrar el amor gratuito de Dios. Los conozco desde hace años. Los vamos a llamar Pepe y Pepa. Son un matrimonio normal y corriente, bien avenidos. Los hijos ya son mayores, ya volaron del nido. Él está jubilado y la salud de los dos es buena dentro de unos límites razonables. Y además son voluntarios.
En su caso no esperaron a jubilarse. Hace años, muchos años, que los oigo hablar de que un día a la semana van al comedor de las “apostólicas”. Ese día está reservado desde siempre. Las demás actividades tenían que ser aplazadas porque las “apostólicas” tenían prioridad. La curiosidad me fue llevando a preguntarles quiénes eran esas “apostólicas”. Parece ser que ella de joven, en su tierra natal, estuvo interna en una residencia de esas religiosas durante el tiempo de sus estudios universitarios. De eso hace ya mucho. Pero algo debió quedar porque, con el paso del tiempo, ya en Madrid y casada, volvió a entrar en contacto con ellas y empezó a ir al comedor social que regentaban. Allí se acogía a los que no tenían un lugar para comer ni para estar durante el día, a los que vivían en la calle. Y allí se dispuso a echar una mano como voluntaria. Desde el principio, acompañada por su marido. Los dos voluntarios. Los dos cumplen a la perfección la definición de voluntario: “Voluntario es la persona que, por elección propia, dedica una parte de su tiempo a la acción solidaria, altruista, sin recibir remuneración por ello.” Qué mejor forma de ser voluntario que dando de comer a los que carecen del alimento necesario. Eso es lo que hacen mis amigos. Pepe y Pepa son nombres ficticios pero no son imaginación mía. Son realidad. Existen. Hoy es el día en que siguen yendo una vez por semana al Centro de Día de la Fundación Luz Casanova. Por lo que me han ido contando y he entendido es un comedor social cualificado. Es algo más que un lugar donde se dan comidas. Allí se le proporciona a la gente de la calle desde la oportunidad de darse una ducha hasta la ayuda profesional y el acompañamiento necesario para intentar salir de esa situación, para salir de la calle. Una vez por semana. Eso es lo que hacen: dedicar una mañana de su tiempo a estar con esas personas que por muy diversas y generalmente complejas razones han terminado ahí: en la calle. Una vez por semana dejan el bienestar de su casa, su zona de comodidad, para acercarse a esas otras personas y tratar de hacer algo en su favor. Y sin cobrar dinero a cambio. No hay salario. Por no cobrar no cobran ni el billete del metro que les lleva desde su casa al Centro de Día. ¿Son Pepa y Pepe personas raras y por eso son voluntarios? No tengo esa impresión. Es más. Me da que hay muchas personas con este tipo de rareza. Me viene a la memoria un día que fui al médico de cabecera en el Centro de Salud. Estaba en la sala de espera cuando apareció una chica joven, muy normal en su forma de vestir en lo que son las chicas jóvenes de hoy (para entendernos, sus pantalones vaqueros tenían agujeros por todas partes porque ya se compran así). Estuvo hablando con la recepcionista. Oí como decía que venía a ponerse unas vacunas porque se iba a ir de voluntaria a no sé qué país de África los meses de verano. Me quedé con ganas de hablar con ella. Pero, repito, lo que más me llamó la atención es que era una chica normal. No se habría diferenciado mucho de cualquier grupo de jóvenes saliendo de un bar o con la mochila camino de la universidad o del trabajo. Me acuerdo ahora de un universitario que conocí hace unos pocos años. De buena familia, con posibles. Buen chaval y compañero. Pero pocos sabían que una o dos tardes a la semana iba a un hospital para niños, se metía en la sala donde estaban los enfermos de cáncer y pasaba con ellos unas horas. Aquel voluntariado le había costado hacer un curso de formación y comprometerse seriamente. No era fácil y hay que ser fuerte para estar cerca de esas situaciones. Y en la mente tengo a Pilar, viuda, sin hijos y con ganas de hacer algo. Va a empezar a echar una mano también en una casa para niños. También voluntaria. También ha dado un paso al frente. También quiere ayudar sin pedir nada a cambio. Podría seguir así con más ejemplos. Seguiría diciendo que son personas normales. Pero no podemos negar que algo tienen esas personas que nos llama la atención, que nos saca de nuestras casillas, que nos descoloca. Quizá porque hacen lo que a nosotros nos gustaría hacer. Quizá porque han dado el paso al frente que nosotros no nos atrevemos a dar. O, quizá, más sencillo, porque de forma intuitiva han dado los cinco pasos que se encuentran en una interesante página web que se llama precisamente www.voluntariado.net, y que recomiendo visitar. Los pasos de que se habla en esa web son los siguientes: – Pensar. Lo primero es echar una mirada adentro de cada uno. ¿Quiero hacer algo? ¿Y por qué me voy a levantar del sillón donde estoy tan cómodo? Hay que tener claras las motivaciones no vaya a ser que confundamos el voluntariado con una ventolera y el servicio dependa de cómo me sienta hoy o no me sienta mañana. El voluntariado es compromiso serio y constante en el tiempo. Por eso es importante conocer cada uno sus propias motivaciones. Para recordarlas en los momentos de desánimo. En esos momentos en que uno se termina preguntando “¿Quién demonios me obliga a hacer esto?” – Mirar. El voluntario es una persona que sabe mirar. Eso es lo segundo. Hay quien pasea la mirada por el mundo que le rodea sin ver nunca más allá de su nariz, de su ombligo, de sus propias necesidades. El voluntario mira a su alrededor, distingue personas y su condición, personas y sus problemas, personas y sus necesidades. Se da cuenta de que no es oro todo lo que reluce y que si mira atentamente siempre hay un lugar donde echar una mano. Lee el periódico, ve la televisión, sale a la calle y se inquieta porque le duele el dolor de los que sufren, porque sabe que son sus hermanos. Eso de la solidaridad y la fraternidad, de sentirnos todos miembros de la misma familia humana, tiene mucho, muchísimo, que ver con el voluntariado. – Valorar. El voluntario también es realista. Este es el tercer paso. Es muy consciente de sus posibilidades reales, de sus capacidades. No se deja llevar por idealismos imposibles y nebulosos. El voluntario se mueve a ras de tierra. Sabe que no puede hacerlo todo. Ve muchas necesidades y muchos problemas pero entiende que no puede solucionarlos todos. Como se conoce a sí mismo, sabe lo que puede aportar y lo que no. No se trata de prestar servicios importantes. Todos son necesarios. Y cada uno puede aportar lo suyo. En ese juego de manos en el que todos aportan es donde se consigue crear una red de solidaridad capaz de hacer que nadie se quede fuera. El voluntario sabe que tiene que trabajar en equipo y que en el equipo cada uno tiene una función. No todos valen para todo. Pero todos son necesarios. Desde el que pone una bombilla hasta el que escucha pacientemente. El voluntario se pregunta a sí mismo: ¿qué puedo hacer? Se lo pregunta de una manera realista. Y se da la respuesta adecuada. – Tomar contacto. Aquí viene el cuarto momento. Sabe que quiere echar una mano y sabe por qué lo quiere hacer. Ha hecho examen de conciencia y sabe lo que puede aportar y lo que no. Y sabe, muy importante, que en este asunto lo mejor es trabajar en equipo, que la acción individual no da mucho de sí, que un grupo colaborando puede ser mucho más eficaz que el mismo número de personas trabajando cada uno por su cuenta. Y que para mantener firme la red que hace posible que nadie se quede fuera de la sociedad hacen falta muchos brazos. Por eso, el voluntario busca organizaciones de voluntariado, se informa de su funcionamiento, de sus objetivos, se forma en el campo en que va a trabajar –porque no basta sólo con la buena voluntad–. Y hace esfuerzos por adaptarse a la realidad del trabajo serio en equipo. Porque lo que está en juego no es una diversión ni la satisfacción de las propias necesidades afectivas (eso de “sentirse útil”, colocándose así muy sutilmente en el centro de la relación) sino las necesidades, los problemas, los dolores de aquellos a los que en la sociedad les ha tocado la peor parte. – Participar. Al final, llega la conclusión. El deseo de ser voluntario se tiene que concretar en unas horas, en unos días, en un trabajo concreto. Es un compromiso de vida. Sin llegar a ese tiempo concreto de voluntariado, todo se habría quedado en una especie de sueño inútil. No basta con tener un discurso muy solidario. Para ser auténtico, ese discurso se tiene que concretar en algo, en una entrega vital. Hay personas que contribuyen económicamente a este tipo de proyectos. Tiene su valor. El voluntario contribuye de otra manera. Posiblemente con lo más valioso que tiene: su tiempo enmarcado en un trabajo en equipo, en una organización concreta. ¿Saben lo mejor de todo? ¿Recuerdan que al principio hemos dicho que el voluntario es “la persona que, por elección propia, dedica una parte de su tiempo a la acción solidaria, altruista, sin recibir remuneración por ello.” Algo tiene de mentira esta definición. Es verdad que el voluntario no recibe ninguna remuneración económica. ¡Faltaría más! Pero no es verdad que no reciba ninguna remuneración. Eso no es verdad. La mera verdad es que estoy seguro de que, si hiciésemos una encuesta entre los voluntarios, el cien por cien de ellos nos dirían que reciben mucho más de lo que dan, que se sienten muy bien recompensados, que curiosamente al regalar su tiempo reciben a cambio algo mucho más valioso y que es lo que, al final, les termina motivando a seguir en su compromiso: es el encuentro con las personas en el que, aunque sea difícil de expresar, todos terminan recibiendo más de lo que dan. Quizá porque el voluntario, renunciando al dinero, al intercambio material y económico, entra en otro tipo de intercambio mucho más enriquecedor, al sentir y realizar la unidad profunda de las personas, de todas las personas. Eso que hace que más que individuos seamos humanidad. Y eso sí que vale la pena. La primera palabra de la liturgia de este domingo, la antífona de entrada tomada de la segunda lectura, es una invitación a la alegría. Claro que esa alegría no se debe a que llega el turrón y los regalos, sino a que Dios es Emmanuel. Esa alegría, en el AT, está basada siempre en la salvación que va a llegar. Hoy estamos en condiciones de dar un paso más y descubrir que la salvación ha llegado ya porque Dios no tiene que venir de ninguna parte. Y con su presencia en cada uno de nosotros, nos ha comunicado todo lo que Él mismo es. No tenemos que estar alegres porque Dios está cerca, sino porque Dios está ya en nosotros.
La alegría es como el agua de una fuente, la vemos solo cuando aparece en la superficie, pero antes, ha recorrido un largo camino que nadie puede conocer, a través de las entrañas de la tierra. La alegría no es un objetivo a conseguir directamente. Es más bien la consecuencia de un estado de ánimo que se alcanza después de un proceso. Ese proceso empieza por el conocimiento, es decir, una toma de conciencia de mi verdadero ser. Si descubro que Dios forma parte de mi ser, encontraré la absoluta seguridad dentro de mí. ¿Qué tenemos que hacer? La pregunta es una prueba de la sinceridad de los que se acercan a Juan. Con cuatro pinceladas marca el Bautista la necesidad de cambiar la manera de pensar y de actuar. Tres versículos antes, Juan llama ‘raza de víboras’ a los que cumplían escrupulosamente con los ritos y las leyes, pero se olvidaban completamente de los demás. Como Jesús, Juan no quiere saber nada de lo que se cocina en el templo ni del cumplimiento minucioso de las normas legales. La religiosidad que no llega a los demás no es la religiosidad que Dios quiere. En esto coincide totalmente con Jesús. El Bautista, desde la perspectiva de una religiosidad judía, pide a los que le escuchan una determinada conducta moral para escapar al castigo inminente. Esa conducta no se refiere al cumplimiento de normas legales, como hacían los fariseos, (esto es un gran avance sobre la religiosidad oficial) sino a manifestar la preocupación por los demás. En ningún caso hace alusión a la religión, lo que pide a todos es mejorar la convivencia humana. El evangelio de Jesús propone una motivación más profunda. El objetivo no es escapar a la ira de Dios sino imitarle en la actitud de entrega a los demás. Jesús nos invita a descubrir el amor, que es Dios, dentro de nosotros y en consecuencia, dedicarnos a obrar conforme a las exigencias de esa presencia. Para el Bautista, la aceptación de Dios depende de lo que nosotros hagamos. El evangelio nos dice que la aceptación por parte de Dios es el punto de partida, no la meta. Seguir esperando la salvación de Dios, es la mejor prueba de que no la hemos descubierto dentro y seguimos anhelando que nos llegue de fuera. El poblado estaba en expectación. Una bonita manera de indicar la ansiedad de que alguien les saque de su situación angustiosa. Todos esperaban al ansiado Mesías y la pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será Juan el Mesías? Muchos así lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también mucho después de su muerte. La explicación que da a continuación (yo no soy el Mesías) no es más que el reflejo de la preocupación de los evangelistas por poner al Bautista en su sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay discusión posible. Jesús es el Mesías. Juan es solo el precursor. La seguridad de tener a Dios en mí, no depende de mi perfección. Es anterior a mi propia existencia y depende solo de Él. El no tener esto claro nos hunde en la angustia y terminamos creyendo que solo pueden ser felices los perfectos, porque solo ellos tienen asegurado el amor de Dios. Con esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra imagen y semejanza; estamos proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y nos alejamos de las enseñanzas del evangelio que nos dice exactamente lo contrario. Dios no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi contingencia, sino para arrastrar todo lo que soy, a la trascendencia. La vida espiritual no puede consistir en poner el poder de Dios a favor de nuestro falso ser, sino en dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre hacia lo absoluto. La dinámica de nuestra religiosidad actual es absurda. Estamos dispuestos a hacer todos los “sacrificios” y “renuncias” que un falso dios nos exige, con tal de que después cumpla él los deseos de nuestro falso yo. La verdad es que no hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No nos interesa para nada el “Emmanuel” (Dios-con-nosotros), sino que Jesús sea Dios y que él, con su poder, potencie nuestro ego. Lo que nos dice la encarnación es que no hay nada que cambiar, Dios está ya en mí y esa realidad es lo más grande que puedo esperar. Ésta tenía que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo ya todo. No tengo que alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero ser. Tengo que descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi manera de actuar cambiaría. En Jesús lo hemos visto claro. Estamos engañados cuando esperamos encontrar la salvación en la satisfacción de deseos referidos a nuestro falso ser. Satisfacer las exigencias de los sentidos, los apetitos, las pasiones nos proporcionará placer, pero eso nada tiene que ver con la felicidad. En cuanto deje de dar al cuerpo lo que me pide, responderá con dolor y nos hundirá en la miseria. Removemos Roma con Santiago para que Dios no tenga más remedio que darnos la salvación que le pedimos. Muchos, en nombre de la religión, han puesto precio a esa salvación: si haces esto y dejas de hacer lo otro, tienes asegurada la salvación que deseas. El conocimiento de Dios, del que hablamos, no es racional ni discursivo, sino vivencial y de experiencia. Es la mayor dificultad que encontramos en nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra estructura mental cartesiana, nos impide valorar otro modo de conocer. Estamos aprisionados en la racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y nos impide llegar al verdadero conocimiento de nosotros mismos. Permanecemos engañados creyendo que somos lo que no somos. Pidiendo a Dios, que potencie nuestro falso ser. La alegría de la que habla la liturgia de hoy, no tiene nada que ver con la ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de los sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o al sufrimiento. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro. Si fundamento mi alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en un callejón sin salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre. Si me empeño en apoyarme en esa parte de mi ser, el fracaso está asegurado. La respuesta que debemos dar hoy a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es muy simple: Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni siquiera la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues en la realización de una serie de obras puede entrar en juego la programación y entonces nos tranquilizará solo en parte. No se trata de hacer esto o dejar de hacer lo otro, sino de fortalecer una actitud que me lleve en cada momento a responder a la necesidad concreta del otro que me necesita. Se trata de que desde el centro de mi ser fluya humanidad en todas las direcciones. La salvación, hoy como ayer, consiste en un convencimiento vivencial de lo que significa ser humano. No alcanzaré mayor grado de humanidad por ponerme nuevos capisayos (obras buenas, oraciones…), sino por dejar que fluya, desde dentro, mi verdadero ser. No tengo que entrar en la dinámica de una programación para llegar a ser. Tengo que descubrir lo que soy para actuar como lo que realmente soy. Solo sacando fuera lo falso que tengo dentro iré alcanzando paso a paso, mayores cotas de humanidad. Meditación-contemplación No preguntes a nadie lo que tienes que hacer, inmediatamente caerás en una programación. Descubre tu verdadero ser y encontrarás sus exigencias. Tu meta tiene que ser alcanzar tu plenitud. ………………… Solo podrás crecer como ser humano si tus relaciones con los demás son cada día más humanas. No hay otro camino para alcanzar la meta. Necesitas al otro para ser tú en plenitud. ……………… Todos los esfuerzos en el ámbito religioso tienen que terminar en los demás. Ninguna otra práctica puede tener sentido si no desemboca en la preocupación por el hermano. Junto con María, la otra figura que destaca en la liturgia de Adviento es la de Juan el Bautista. Desde muy temprano, el grupo de seguidores de Jesús lo presentó como el “precursor” del Mesías (así hacen los evangelios sinópticos) o como el “testigo de la luz” (en expresión del cuarto evangelio).
Los textos relativos al Bautista resultan profundamente significativos. Se aprecia en ellos un doble interés: por una parte, es manifiesta su preocupación por situarlo debajo de Jesús; por otra, progresivamente, lo van convirtiendo en un discípulo más del Maestro de Nazaret. Lo que late en el trasfondo de los relatos es el enfrentamiento entre los discípulos de ambos maestros. Parece cierto que Jesús habría sido discípulo de Juan. Y que, llegado a un punto, se habría alejado de él, probablemente por las diferencias en torno al modo de hablar de Dios. Para el Bautista, Dios era todavía el Juez que amenazaba a los pecadores; para Jesús, era Amor gratuito y compasivo. De hecho, Juan se dedica a predicar la conversión de los pecados, mientras que Jesús sale permanentemente al encuentro de la persona necesitada. Hasta el punto de que puede afirmarse que, mientras el primero busca pecadores que convertir, el segundo sale al encuentro de personas que necesitan ayuda. Pero, dejando aparte esa cuestión, querría centrarme en un rasgo característico del Bautista: su austeridad ascética. Los textos lo presentan viviendo en el desierto, vestido como un mendigo y alimentándose de insectos y miel silvestre. Las palabras que salen de su boca son durísimas y presentan a Dios en clave de amenaza para quien no se convierta. Probablemente, el ascetismo y el mensaje rigorista casan bien. La dureza que el predicador dirige hacia sí mismo se proyecta luego hacia los demás. Detrás parece esconderse una trampa habitual: la autoexigencia se transmuta en exigencia desmesurada hacia los otros, hasta el punto de que el cumplimiento de la norma se convierte en la obligación primera. ¿Significa eso que la ascesis es negativa y debe olvidarse por completo? Si por tal término se entiende la negación de alguna parte de lo real o la mortificación que naciera de una actitud dolorista, que valora el dolor por sí mismo, ciertamente nos encontraríamos ante una perversión peligrosa. Ese comportamiento no humaniza porque parte precisamente de una concepción errónea de lo que es la vida y la persona. Y se haría merecedor de las ácidas críticas de Nietzsche contra aquella forma de entender la religión como “enemiga de la vida”. Tal actitud no solo es dañina para la persona que la ejerce, sino para quienes están a su lado. En el caso de tratarse de alguien con autoridad, no sería extraño que pretendiera imponerse a los demás desde una actitud rígida y represora. Sin embargo, hay otro modo de entender la ascesis, que tiene más que ver con el sentido original del término. Así entendida, equivale a entrenamiento. Y, como en el caso de los deportistas, nace de la motivación por ofrecer lo mejor de uno mismo y vivirse en plenitud. En este caso, el punto de mira no está puesto en la exigencia ni, mucho menos, en el dolor o la privación, sino todo lo contrario. De una manera realista y, por tanto, humilde y comprensiva, la persona se ejercita (se entrena) para ser fiel a sí misma, desoyendo otros cantos de sirena que buscan entretenerla y mantenerla alejada de sí. Desde esta perspectiva, la ascesis resulta indispensable en el camino del crecimiento personal, que es, constantemente, un camino de soltar –morir a lo que no somos- para dejar vivir lo que realmente somos. El cambio de perspectiva es decisivo: la ascesis no es ya un valor en sí misma, sino únicamente en función de aquello que nos plenifica. Y no porque busquemos ningún tipo de “perfección”, sino porque nos dejamos mover por el Anhelo que nos llama a vivir en conexión con nuestra verdadera identidad. Nos entrenamos, pues, para dejar todo aquello que tiende a aferrarnos –y que conduce a una vida egocentrada y cerrada en sí misma- y para saborear Aquello que somos y que se halla siempre a salvo. Sin esfuerzo no daremos un solo paso, pero si solo hay esfuerzo corremos el riesgo de rompernos. La clave podría expresarse de este modo: aquieta la mente, conecta con lo que realmente eres y desde ahí, solo desde ahí, vive el esfuerzo que la fidelidad te requiera. Vivido así, no solo se sortearán riesgos latentes –que nacen de exigencias, “deberías” o culpabilidades, más o menos inconscientes-, sino que será un esfuerzo flexible, proporcionado y, sobre todo –y este es un signo revelador- gozoso. Huye de la exigencia sin gozo, descansa siempre en el gozo aunque sea exigente. |
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