A mitad del adviento, las lecturas nos invitan a repensar nuestra condición de criaturas que deben tomar una actitud vital adecuada a su condición de seres humanos. El tono de toda la liturgia es de alegría. La verdadera alegría nace del descubrimiento de lo que Dios es para nosotros, y de la posibilidad de identificarnos con Él, saliendo de nuestro egoísmo y compartiendo lo que somos y tenemos.
“Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios” decía Isaías. “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, decía María. “Estad siempre alegres”, decía Pablo. Dios está cerca en todos los sentidos. No sólo tenemos derecho a estar alegres, sino quetenemos la obligación de ser alegres. CONTEXTO Como Marcos es tan escueto, la liturgia, en este ciclo B, echa mano de evangelio de Juan para completar los temas. Hoy leemos 13 versículos del capitulo 1. Los tres primeros son la primera alusión al Bautista que hace en su famoso prólogo. Todo el evangelio de Juan está estructurado como una lucha entre la luz y la tiniebla, por eso vemos planteada ya la batalla al hablar de Juan Bautista. “No era él la luz, sino testigo de la luz”. Esta aclaración al principio del evangelio, manifiesta que había controversia sobre el significado de la figura del Bautista. Como todos los evangelistas, también Juan quiere dejar clara la diferencia entre el Bautista y Jesús. Es muy probable que el versículo 6 fuera el principio del evangelio, antes de añadirle el prólogo, porque hay muchos libros del AT que comienzan exactamente igual: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba…” Los otros diez versículos vienen a continuación del prólogo, y nos narran una curiosa misión (sacerdotes, levitas y también fariseos) de parte de los “judíos”. En el evangelio de Juan, judíos quería decir los dirigentes y todos los integrados en el régimen. Esta segunda parte del relato de Juan, da por supuesto que el lector conoce lo que el Bautista hacía en el desierto de Judea. Empieza directamente con el interrogatorio al que le someten los enviados. Eran los responsables del orden, por tanto no tiene nada de extraño que se preocupen por lo que está haciendo, en nombre de Dios, un extraño personaje que no tenía ninguna conexión con el régimen ni con la institución religiosa. EXPLICACIÓN La pregunta que le hacen no puede ser más simple: ¿Tú quién eres? En aquel momento circulaban varias figuras en las que el pueblo tenía puestas las expectativas mesiánicas. La figura principal era el Mesías, pero también se hablaba del un profeta escatológico (como Moisés). Y de Elías que volvería a preparar el camino al Mesías. Es lógico que las autoridades religiosas se interesaran por la actividad del Bautista. Según parece, Juan atrajo mucha gente a oír su predicación y a participar en su bautismo. La pregunta quería decir: ¿con cuál de las figuras mesiánicas te identificas? La respuesta fue también muy sencilla: con ninguna: No soy el Mesías ni Elías ni el Profeta. No se dan por satisfechos, porque tenían que volver con una respuesta. Le exigen que defina su papel como alternativa a las negaciones anteriores. La respuesta es simple:Soy una voz. Entonces, si no eres tú el Mesías ni Elías ni el Profeta ¿por qué bautizas? No se identifica con ninguno de los personajes previsibles, pero se siente enviado por Dios. La pregunta lleva en sí una acusación. Es un usurpador. El hecho de bautizar estaba asociado a una de las tres figuras anteriores. Consideran el bautismo de Juan como un movimiento en contra de las instituciones. En realidad era el símbolo de una liberación de las autoridades. Yo bautizo con agua. La justificación de su bautismo es humilde. Se trata de un simple bautismo de agua. El que ha de venir bautizará en espíritu santo. Esta distinción entre dos bautismos, agua y Espíritu parece típicamente cristiana, seguramente para dejar, una vez más, bien clara la diferencia entre el bautismo de Juan y el cristiano. Entre vosotros hay uno que no conocéis. El bautista habla de una presencia velada que no es fácil de descubrir. Es el recuerdo de lo que les costó conocer a Jesús. Esa dificultad permanece hoy. Incluso los que repetimos como papagayos que Jesús es Hijo de Dios, no tenemos ni idea de quién es Dios y quién es Jesús. Ni lo tenemos como referente ni significa nada en nuestras vidas. En el mejor de los casos, lo único que nos interesa es la doctrina, la moral y los ritos oficiales para alcanzar una seguridad externa. Para entender la relación entre la figura del Bautista y Jesús, es imprescindible que nos acerquemos a la narración sin prejuicios. Para nosotros, esto no es nada fácil, porque lo que primero hemos aprendido de Jesús, es que era el Hijo de Dios, o simplemente que era Dios. Desde esta perspectiva, no podremos entender nada de lo que pasó en la vida real de Jesús. Este juicio previo (prejuicio) distorsiona todo lo que el evangelio narra. Lucas dice que Jesús crecía en estatura, en conocimiento y en gracia ante Dios y los hombres. Pablo nos dice que pasó por uno de tantos, y que actuó como un hombre cualquiera. Jesús desplegó su vida humana como cualquier otro ser humano. Como hombre, tuvo que aprender y madurar poco a poco, echando mano de todos los recursos que encontró a su paso. Fue un hombre inquieto que pasó la vida buscando, tratando de descubrir lo que era en su ser más profundo. Su experiencia personal le llevó a descubrir dónde estaba la verdadera salvación del ser humano y entró, el primero, por ese camino de liberación. Si no entendemos que Jesús fue plenamente hombre, es que no aceptamos la encarnación. Que Jesús es el Hijo de Dios, no debe ser el punto de partida para acercarnos a su figura, sino el punto de llegada, después de analizar su trayectoria humana. Desde esta perspectiva comprenderemos cómo tuvo que impactar en Jesús la figura de Juan Bautista. ¡Un profeta! Hacía varios siglos que no había habido profetas en Israel. Se sintió atraído e impresionado por su figura y por su mensaje. La prueba está en que aceptó su bautismo. No podemos pensar en una puesta escena por parte de Jesús. Su bautismo fue una sincera aceptación de la predicación y de la actitud vital que llevaba consigo. No fue el bautismo de Cristo, sino el bautismo de Jesús... Trata de comprender bien esto. Es comprensible que los primeros cristianos no se sintieran nada cómodos al admitir la influencia de Juan Bautista en la persona de Jesús. Esta es la razón por la que siempre que hablan de él los evangelios, hacen referencia al precursor, que no tiene valor por sí mismo, sino en virtud de la persona que anuncia. A pesar de ellos tenemos muchos datos interesantes sobre Juan Bautista. Incluso de fuentes extrabíblicas. El primer dato histórico sobre Jesús que podemos constatar en fuentes no bíblicas, es el bautismo de Jesús por Juan. Todo ello indica que los primeros cristianos se vieron obligados a hablar de Juan para dar razón de la figura de Jesús, aunque fueran conscientes de la gran diferencia entre ambos. A pesar de encontrarse con la figura formidable de Juan, Jesús no renunció a seguir buscando. Eso le llevó a distanciarse de él en muchos puntos. En una cosa están de acuerdo: no basta la pertenencia a un pueblo ni los rituales externos para salvarse. Es necesaria la actitud interior fundamental de apertura a Dios que tiene que traducirse en las obras. Pero hay también diferencias sustanciales. Juan predicaba una conversión para escapar de la ira de Dios. No predicaba una buena noticia, sino una estrategia para escapar del castigo inminente. La salvación sería para unos pocos; los que aceptasen su predicación y su bautismo. Jesús predica una buena noticia para todos. No enseña la manera de escapar de la ira de Dios, sino la manera de entrar en la dinámica de su amor. También encontramos un gran contraste entre la austeridad de Juan, como medio de salvación, y la invitación a la alegría y a disfrutar de la vida que hace Jesús. En las lecturas de hoy encontramos estos motivos de alegría: para Isaías, que me ha vestido un traje de gala, también a los oprimidos. Para Pablo, que el Señor está cerca y viene a salvar. Para María, porque ha mirado la humillación de su esclava. Siempre la acción de Dios como base de la verdadera alegría. Cualquier otra alegría es engañosa. En ninguna otra alegría se puede confiar. La buena noticia, el verdadero evangelio es que Dios viene y salva. Naturalmente Juan no está haciendo un reportaje periodístico de un encuentro que tuvo lugar un día determinado a una hora determinada, entre los enviados y el Bautista. Juan está haciendo teología para aquellos cristianos de finales del siglo I, que ya habían avanzado en el conocimiento de Jesús. Es muy poco probable que el Bautista fuese capaz de adivinar todo lo que encerraba la figura de Jesús en el momento en que empezaba su andadura mesiánica. No tiene mucho sentido que el Bautista anduviera diciendo que no era el Mesías, ni que Jesús proclamara que lo era. Juan desarrolla este relato desde la perspectiva de una defensa a favor de Jesús que pone en boca de Juan Bautista. Se quiere dejar claro que el Bautista no es más que una señal que anuncia al verdadero Mesías. Meditación-contemplación “No era él la luz, sino testigo de la luz”. Trata de retener esta imagen y profundiza en ella. La luz de la que habla no es la física. Se trata de la misma divinidad que hace posible lo real. ……………….. La luz física no puede ser percibida directamente. El ojo ve los objetos que reflejan la luz que los alcanza. Los espacios intersiderales son una inmensa oscuridad. Sólo cuando la luz encuentra un objeto material, se puede descubrir. ……………. El ser humano Jesús tampoco era la Luz, pero a través de su físico, dejaba ver con toda claridad la Luz que es Dios. La Luz te está alcanzando siempre. ¿Eres capaz de reflejarla?
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Sabemos que al ego le encanta discutir, porque eso le permite distanciarse de los otros y, de esa manera, autoafirmarse. Si estamos atentos, podremos observar que, en la discusión, se ponen en juego toda una serie de necesidades del ego, que exigen satisfacción: tener razón, destacar, lograr reconocimiento, “someter” al otro, obtener poder…
Todas ellas giran en torno a la necesidad de seguridad, porque el ego, esencialmente inseguro porque es vacío, necesita ocultarse a sí mismo su carencia fundamental. Como todo él es una ficción, sólo se siente existir si “brilla” de algún modo. Tanto el ego individual como el colectivo parecen funcionar de esta manera. Uno y otro tratan de “marcar su territorio”, como hacen los animales de otras especies, y de imponer su dominio para obtener una sensación de seguridad. Debido al momento evolutivo en el que nos encontramos, los grupos humanos, en gran medida, actúan según esa ley. Parece que necesitamos crecer en consciencia de quienes somos para que sea posible un nuevo comportamiento caracterizado por la comunión y la solidaridad. Sólo la conciencia de nuestra “identidad común” –no egoica, sino transpersonal- permitirá el cambio en nuestro actuar. Entre tanto, es el ego quien nos conduce en la mayoría de las ocasiones. Los grupos religiosos tampoco escapan a ello. Con frecuencia, los vemos en pugna con otros diferentes, como queriendo afirmar la propia supremacía. Con frecuencia, se percibe en ellos el temor de que el reconocimiento de la “verdad” que hay en los otros menguara “su” propia verdad. Desde el modelo mental, no hay salida posible. La mente considera la “verdad” como un “objeto” que ella posee. Por tanto, da por supuesto que sólo es verdad lo que ella afirma, y que se hallan en el error quienes sostienen algo distinto. Necesitamos salir de ese modelo de conocer para poder percibirnos como “complementarios”, que mutuamente nos enriquecemos, en la medida en que respetamos y valoramos las diferencias. Las religiones –aunque no sólo ellas- tienen por delante un largo camino para salir de sus respectivos guetos y abrirse a lo que Javier Melloni llama “síntesis superiores”. (A quienes estén interesados en esta cuestión, recomiendo su libro Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011; quizás más adelante pueda ofreceros un resumen del mismo). Todo este comentario me ha sido evocado por el texto del evangelio, en el que se trasluce el enfrentamiento entre seguidores de Jesús y discípulos del Bautista, a propósito de la supremacía de uno de ellos sobre el otro. Los enfrentamientos religiosos funcionan de ese modo. No se suele plantear de entrada lo que los une, ni tampoco tienden a ponerse de acuerdo en una “práctica” que les permita –sin negarlos- trascender sus propios puntos de vista. Más bien ocurre lo contrario: los grupos se encastillan en sus propias creencias, en sus ritos y en sus jerarquías, con un aire de superioridad mal disimulada, que termina socavando su propia credibilidad. Ocurre que al ego –individual o colectivo- no se le puede pedir que “renuncie” a sus creencias –en el sentido de relativizarlas, situándolas en un segundo plano- porque se sentirá perdido. Es necesario trascenderlo para comprobar que, sin renunciar a ellas –en el sentido de negarlas-, puede abrirse a una verdad mayor, que trasciende conceptos y palabras. Pero esto requiere aprender a silenciar la mente, para encontrarnos en el no-lugar donde experimentamos la unidad que somos. Cuando eso sucede, hemos pasado de la religión excluyente a la espiritualidad inclusiva. Aun siendo cierto que la religión tiende a separar, debido a la propia dinámica de la creencia –siempre quedarán “fuera” quienes no la compartan-, esto no significa que no pueda vivirse de una forma no excluyente. Esto es posible cuando se relativizan las “formas religiosas”, en aras de Aquello a lo que esas formas apuntan. Por el contrario, en ausencia de esa sabiduría que lleva a relativizar las propias formas, la religión se hace totalitaria. Como escribe Javier Melloni, “las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad, la lanzan sobre las demás sin atender a lo que ellas ya contenían… Las religiones se hacen indigestas –no sólo indigestas, sino sumamente peligrosas- cuando pretenden apoderarse del Absoluto… Se reconoce que una plenitud ha sido reducida a totalidad por la crispación con que se defiende… La plenitud no se posee: se irradia” (J.MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.43-44.53). Es comprensible, volviendo al texto del evangelio, que unos se sintieran especialmente fascinados por Jesús de Nazaret, mientras otros lo eran por el Bautista. Eso es humano, y no tiene por qué generar ningún problema. El problema empieza cuando, desde una lectura mítica y dualista, lo que sólo es “diferencia” lo convertimos en “separación excluyente” y en guerra de individualidades. Desde el modo no-dual de conocer, todas las diferencias son abrazadas en la no-dualidad; dejan de verse como causa de separación y se aprecian como factor de enriquecimiento. Pero esto requiere nada menos que la desapropiación del yo, porque él no puede sino vivir para autoafirmarse a costa de todos y de todo. La no-dualidad se halla completamente fuera de su alcance. Sin embargo, trascendida la cerrazón característica del ego, “lo que atrae de Cristo a los cristianos, del Corán a los islámicos, de la Torah a los judíos, de los Vedas a los hindúes o de Buddha a los budistas es el abismo de luz, el derramamiento de ser que se desprende de ellos y el camino que proponen para mantenerse en estado de apertura” (J. MELLONI, p.46). Es decir, nos atrae el hecho de que, en ellos, percibimos con nitidez, como en un espejo, el reflejo limpio de lo que –probablemente aun sin saberlo- todos somos…, y por eso en ellos nos reconocemos. Ante las enormes injusticias que se cometen en el país, Jeremías habla. No desde el yo, ni desde una institución, ni desde la política, sino desde la Biblia de los sabios, de los profetas y de Jesús de Nazaret.
Clama: “El Amor es la sangre de la Biblia, pero la Justicia es como su columna vertebral. Quítenle a la Biblia su mensaje de Justicia y todo lo demás se desmorona como un cuerpo sin huesos.” Dicho esto, Jeremías abre la Biblia ante los ojos de su pueblo y lee cuatro sentencias sacadas del libro del sabio Jesús ben Sirá, llamado “Sirácides” o “Eclesiástico”: “Presentar como ofrendas a Dios lo que pertenece a los pobres es lo mismo que matar a un hijo para honrar al padre.” “La vida de los pobres pende de un miserable trozo de pan, el que se lo quita es un asesino.” “Privar al prójimo de los medios necesarios para subsistir, es matarlo.” “No darle al trabajador el salario que le corresponde es lo mismo que derramar su sangre.” Eclesiástico 34, 20-22 “Ahí está todo dicho”, asevera Jeremías, cerrando el libro. “Si yo fuera Papa y me tocara escribir una encíclica social, solo copiaría esas cuatro sentencias que acabáis de escuchar. Pediría a toda la gente de buen querer, cristiana o no, que se las tatúen en la mente y muy dentro del corazón. Sería la encíclica más corta, más clara y tal vez menos inútil de toda la historia”… Porque la pobreza, según las propias palabras de Ben Sirá, no es un error de la naturaleza sino un asesinato. Un asesinato permanente que lo perpetramos de continuo nosotros los humanos. Al principio, no había pobres. Estos aparecieron cuando unos hombres empezaron a arrebatar la tierra a otros hombres matando a todos los que podían. De aquellos que escaparon a la muerte, muchos terminaron esclavos, mientras los demás se refugiaron en lugares inhóspitos para morirse de hambre. Fue así como entre esclavos y desterrados se formó en la humanidad una subespecie llamada: “los pobres”. Transcurrido algún tiempo, tras insoportables sufrimientos, los esclavos lograron sacar de las tierras robadas formidables ganancias que hicieron rebosar las arcas de los amos. Estos, entonces, pretendieron honrar a Dios levantándole templos con paredes cubiertas de oro. ¡Abominación! protesta Ben Sirá. Esto es lo mismo que degollar a un hijo querido en presencia de su padre y ofrecerle el cadáver en señal de sumisión y lealtad… En el pensamiento de Ben Sirá, el hambre, igual que la pobreza, no es un accidente ni un problema social cualquiera, sino lisa y llanamente un crimen. Un crimen, porque a los empobrecidos del mundo, bajo mil formas, se les niega los medios básicos para desarrollarse. Y también porque persiste en todas partes, aunque en distintos grados, la viciosa costumbre de negarle al trabajador el salario justo. Esos asesinatos masivos no son propios de los tiempos prehistóricos, pues hoy en día se siguen dando en todo el mundo. Nuestra prosperidad económica y nuestro sistema político y social descansan, a todos sus niveles, sobre esos asesinatos. “Lo que les acabo de compartir, concluye Jeremías, es obviamente palabra mía, una palabra bien pobre, pero que está sentada sobre la roca de la Palabra de Dios”. Al oír “Palabra de Dios”, todos los oyentes respondieron indolentemente: “¡Te alabamos, Señor!” Nadie pareció demasiado impresionado por ese discurso: los ricos, por no sentirse aludidos, los pobres, por no estar seguros de haber oído bien… La muerte es un proceso natural, que afecta a todos los seres vivos. La muerte no es una anulación sino un cambio, igual que la energía, que ni se crea ni se destruye sino que se transforma.
Pero el gran problema está en que muchas personas y muchos seres vivos mueren de forma injusta y prematura, por las indignas, y muchas veces espantosas, condiciones de vida de que son víctimas: falta de alimentación, falta de cuidados, guerras, violencia, odio entre las personas, emigración, desplazamientos, torturas, contaminación terrestre, acuática, aérea y marítima. Es terriblemente injusto que cien mil personas se mueran de hambre cada día sobrando alimentos para el doble de la humanidad actual. Respecto a los demás seres vivos hay que tener en cuenta que si acabamos con la Tierra acabaremos con el hombre. Entre el año 1850 y el 1950 se estima que desapareció una especie cada año. A partir de 1990 y hasta el 2000 desapareció una especie por día. Desde el año 2000 y hasta el 2002 desapareció una especie por hora. El proceso de desaparición de especies se acelera cada vez más. Según la Unión Mundial para la Naturaleza, en el año 2009 había ya 16.900 especies en peligro inminente de extinción. La extinción de una especie es irreparable y, de momento, irreversible, afectando de manera directa o indirecta a la cadena alimentaria y, eventualmente, al propio ser humano Está claro que existe una máquina de matar dirigida contra la vida. En los últimos dos siglos las reservas de pescado comestible de los mares se redujeron un 90%. El 42% de la selva tropical ya ha sido destruido. Entre 1990 y 2005, el territorio boscoso del planeta se redujo a un ritmo de 16 millones de hectáreas al año, según revela el Informe de Situación de los Bosques en el Mundo 2009. Con la destrucción de la naturaleza nos destruimos a nosotros mismos. Para la cosmovisión de los pueblos mayas la naturaleza es sagrada, y por tanto los elementos naturales no son mercancía. Pero para la globalización neoliberal todo es mercancía: desde los seres humanos (niños guerrilleros, niños secuestrados y engordados para luego matarlos y vender sus órganos para trasplantes o fabricar cosméticos) hasta los animales (las focas desolladas para la industria de la moda, o los terneros y vacas utilizadas para trasportar droga de un país a otro matándolos en destino para extraerla, etc.) y los bosques y ríos contaminados para extraer petróleo o minerales. Ese no es el camino, porque sin estar en armonía con la naturaleza es imposible estar en armonía con Dios. Mis ojos son como dos lupas de buena calidad. Afortunadamente mi primer oftalmólogo, miope también él, recurrió a un comentario por el estilo allá por los 7 años, cuando mi sensación predominante era que no veía nada…
El mundo, visto de lejos –es decir, a una distancia de unos diez pasos – es una maraña de formas que se mueven caprichosamente, que si no dan alguna otra señal me resultan absolutamente incomprensibles; mi infancia transcurrió apretando los ojos en el esfuerzo de afinar la mirada, o escondida detrás de unos cristales gruesos que resolvían bastante pero eran necesariamente ocultables. La realidad se me venía encima, “im-pre-vista”, es decir, la vista no me permitía anticipar, prepararme; me sorprendían las pelotas del quemado y ni hablar de las actitudes de otros, que allá a lo lejos, en su mundo de miradas y gestos gestaban vínculos o respuestas a la vida que me descolocaban. Paradoja de cada “desgracia”, que guarda en sí la promesa de una gracia… Decididamente opté por el sonido, universo accesible, y afloraron la música y el canto, y la palabra… y descubrí el olfato, y me embriagaba en las rosas y en el anticipo de la lluvia en la humedad ambiente y en el regocijo inenarrable del aroma del pasto mojado… Y el mundo pequeñito del que disponía, no más allá de lo que podía tocar (mis ojos alcanzan apenas un poquito más que mis brazos…) se amplió en la fiesta del oído y del perfume. Y me volví sutil, atenta a los detalles, imposible olvidar un tono de voz, una palabra acariciadora. Desprovista de la distracción de lo macro, me concentré en lo mínimo, y la vida entera se comprendió desde allí. Me afirmé en que el mundo es una conjunción delicada y misteriosa de pequeñeces, observación cuidadosa, cavilosa y paciente de lo minúsculo, patitas de hormigas o anillos de bicho bolita, gotas de rocío brillando en la rama otoñal; creí que el universo entero se juega en la armonía entre el garfio del escarabajo torito y el bicho que con él atrapa… Para ensanchar abruptamente mi microcosmos, llegó la lectura, salto a lo gigantesco desde mi planeta, el Principito lanzada al infinito. El gran mundo social, las grandes preguntas, las respuestas que otros fueron dando a los males y las búsquedas de la humanidad. Del cuidado minucioso de cada pétalo de mi rosa, ella y yo y el silencio, al fragor de las batallas de piratas y los viajes al espacio, Salgari y Verne en primera fila, Dickens y la denuncia de la explotación capitalista. Y a la sutileza se sumaron los sueños heroicos, la posibilidad de la lucha por enderezar lo torcido, el Quijote y sus molinos. En ese interjuego, fui descubriendo la grandeza de los detalles, la riqueza concentrada en lo más pequeño. Hoy lo nombro densidad, aquello que en poca sustancia aparente guarda enorme peso específico, “lo simple preñado de eterno”, en palabras de Canali… Llegó la adolescencia y, maravilla de la tecnología, las lentes de contacto, que me permitieron ingresar a ese espacio hasta allí restringido de la mirada a lo lejos, del gesto que acerca a la distancia… Mundo nuevo de lo intermedio, lo grupal, a los tumbos descubriendo rostros y facetas novedosas, desconcertantes, de la realidad. (Creo que ahí descubrí la mentira, la posibilidad de decir algo diferente con la voz y con el gesto; confiaba “ciegamente” en el valor de la palabra…) Usé las lupas que tenía ya incorporadas, para el conocimiento de estas novedades; tal vez me torné susceptible, ahora que disponía de herramientas acaso excesivas para comprender; me mareé muchas veces en el fárrago de información sobre el otro, sobre mí misma, me sigo mareando… He escuchado muchas veces hablar de “miopía” como la imposibilidad para acceder a un entendimiento operativo del mundo, de establecer conexiones, de anticipar comportamientos sociales o políticos… Y esto es en parte cierto… Pero, como en todo, las mayorías tienden a afirmar que su “punto de vista” (en este caso, el de los que ven sin ayuda de instrumentos) es el universalmente válido… Descubrí con los años que mi regalo –aporte que nosotros los miopes podemos entregar a la humanidad- es esta capacidad, que es también necesidad, de cercanía. Sólo estando cerca, puedo, y me atrevería a decir, podemos como especie, comprender ciertos recovecos de lo humano que suelen pasar inadvertidos y son accesibles a esa mirada de lupa. Arriesgándonos a la proximidad, la verdad profunda del otro, la mía propia, se nos hace “visible”. Sigo creyendo que la vida más auténtica se juega en lo ínfimo… certeza de miope de alta graduación… Bendito sea Dios, por regalarnos la posibilidad de ver a lo lejos, porque eso amplifica la perspectiva, abre horizontes nuevos, conecta la historia y los macro procesos… (Bendito por darnos la inteligencia para producir lentes de contacto…) Bendito sea también por la miopía, por las lupas y los microscopios, que nos invitan a hacernos próximos, a estrecharnos, a concentrar la mirada, a descubrir la densidad de lo íntimo, por desafiarnos a lo “invisible”… Bendito sea por esta capacidad elástica del ojo biológico y de la mirada espiritual y emocional, que nos permite ajustar el modo de contemplar según las diferentes distancias, la luz disponible, el objetivo de la observación… Bendito sea, por hacernos distintos, abiertos al regalo de los otros con su mirada propia que nos enriquece, flexibles, disponibles a lo gigante y a lo diminuto… El sábado en la noche, el cielo nos hizo un regalo para compensar todo el cansancio de la semana y recomponer nuestras fuerzas para empezar de nuevo. Un manto de estrellas sin horizonte ni fin, el Infinito para compensar tantos límites. El domingo empezó a despuntar la luna, con su discreta y delicada silueta luminosa, tal vez para alumbrar bien al lunes que ya se acercaba.
¡Cuánta belleza para admirar! ¡Qué generosas la Vida y la Naturaleza! Me digo siempre que no me acostumbre a lo bello como si no fuera un milagro. El otro día un amigo me comentaba que en su viaje no hizo ni una fotografía porque ya todo está en internet. Eso no puede ser cierto, mis ojos viendo, contemplando, no pueden estar en internet, porque mi capacidad de admirar y ver más allá de las cosas, sólo está en mi interior y no es nunca igual a la otra persona. Somos únicos e irrepetibles y nuestra hondura es solo nuestra y es ella la que nos hace mirar y ver. Muchas veces he pensado en cómo sería la manera de ver de Jesús. ¿Cómo era su hondura? Cómo era capaz de ver la presencia del Reino en una situación tan difícil como era la de aquel momento de Israel: ocupada, los impuestos de Herodes, del templo y de Roma, con un monarca vendido al poder de Roma, despilfarrando el dinero del pueblo, que tenía que dejar sus tierras para buscar trabajo en la construcción de Séforis o Tiberiades, malvivir o convertirse en delincuentes. Sin embargo, Jesús veía despuntar el Reino en medio del horror y alababa a Dios por revelarse (hacerse presente) a los últimos, los insignificantes de la sociedad, los marginales, los desempleados, los desahuciados, los de siempre en todos los momentos de la historia. ¿Cómo no se desanimaba y andaba alegre entre los desgraciados, cómo podía ver el Reino despuntando en la miseria o a los pobres ser los predilectos del Padre? Sin embargo, ¡qué difícil me resulta a mí ver la presencia de Reino cuando empieza a recrudecerse nuestra situación! Hay días que me dan ganas de salir a mi balcón y gritar con todas mis fuerzas: ¡Socorro! mi hijo va para el tercer año sin trabajo y tiene 27 años. Hemos de pagar la hipoteca de su casa y hacer frente a todos los gastos, y somos de los afortunados de poder hacerlo parque tanto mi marido como yo tenemos trabajo. Pero le vemos día a día entrar en un círculo insano, anómalo, destructor, el del batallón de los parados. De los que no tienen por qué madrugar, arreglarse, inaugurar ilusiones, hacer planes de futuro, intentar mejorar… Todos los días sin más labor que esperar que alguien llame y ofrezca algo, sin que llegue ese día. Esa situación, cuando se prolonga, llega a nublar el horizonte, a empequeñecer la esperanza, tanto, que oculta el brillo de los días. Las madres quisiéramos por todos los medios crear horizonte para nuestros hijos y nada se nos hace más doloroso que ello no esté a nuestro alcance, que también nosotras ya no sepamos a qué puerta tocar o qué otro número marcar pidiendo ayuda… Si yo sufro por mi hijo y movería las montañas para encontrar tras ellas un puesto de trabajo que no hallo, ¿qué dolor no tendrá el Padre-Madre de tantos que no tienen trabajo, que les desahucian por no poder pagar las hipotecas, que no tienen ni para comer, que se vuelven a sus países, que empiezan a engrandecerse las colas de los comedores sociales, que maldicen a un dios que no les ayuda. ¿Cuál es el antídoto para no ceder al desánimo, para mantener la esperanza y empezar el día con ilusión, creyendo en la vida, descubriendo lo bello en lo cotidiano, el milagro en la salida del sol o en las hojas que caen suavemente de los plateros o el Infinito en la noche estrellada? Cuando siento que la angustia laboral me ahoga la esperanza, me pongo a imaginar que Alguien puso una vela pequeñita entre mis manos en una noche oscura de mucho viento y que yo con mi ánimo debo de mantener encendida para todos los seres humanos; solo de mí depende si dejo que brille y se mantenga encendida. Entonces es cuando me hago consciente que no puedo dejar que me venza el desánimo, que ese es el viento que amenaza la luz de mi vela, la luz de todos que debo cuidar. Y pienso en Jesús, en cómo mantuvo encendida su vela y la convirtió en consuelo, mesa alegre compartida y sanación de consuelo para los que sufrían. No recuerdo cuándo comencé a vivir en el desierto, más bien lo que no consigo saber es cómo pude vivir fuera de él. Supe que era mi lugar desde que escuché de niño las palabras de Isaías:
“Una voz grita: En el desierto preparad un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios” (Is 40,3) Acepté la misión que se me confiaba y me fui a conocer de cerca aquel sequedal en el que tenía que intentar trazar caminos. Al principio solo la soledad y el silencio fueron mis compañeros y, junto con ellos, la convicción oscura de estar esperando a alguien que estaba a punto de llegar: “Mirad, yo envío un mensajero a prepararme el camino. De pronto, entrará en el santuario el Señor que buscáis, el mensajero de la alianza que deseáis, miradlo entrar. ¿Quién resistirá cuando él llegue? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca?” (Ml 3,1-2) Lo había dicho Malaquías, y yo sentía que tenía que poner en pie a un pueblo aletargado. “Israel, prepárate para enfrentarte con tu Dios” (Am 4,12), había gritado Amós, otro profeta, y yo sentía arder en mi voz su misma urgencia por preparar el encuentro: “¡Se acerca el día grande, el Señor! Es más ágil que un fugitivo, más veloz que un soldado. Ese día será un día de cólera, día de angustia y aflicción, de oscuridad y tinieblas!” (So 1,14-15) –¡Llega el Ungido de Dios! ¡Haced penitencia!, comencé un día a gritar al paso de un grupo de caravaneros que me contemplaban asombrados: Será una presencia ardiente, como el fuego de un fundidor; como la lejía abrasadora que usan las lavanderas; va a sentarse a refinar la plata, os refinará y purificará como plata y oro...(Ml 3,3). Viene el Más Fuerte, va a dominar de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra; en su presencia se encorvarán los beduinos y sus enemigos morderán el polvo. El quebrantará por fin al opresor y salvará la vida de los pobres (Sal 72,8.4). Se corrió la noticia de mis palabras y comenzó a acudir gente, movida por una búsqueda incierta en la que yo reconocía la misma tensión que me mantenía en vigilia. Algo estaba a punto de acontecer, y me sentí empujado a trasladarme más cerca del Jordán, como si presintiera que iban a ser sus aguas el origen del nuevo nacimiento que aguardábamos con impaciencia. Muchos me pedían que los bautizara y, al sumergirse en el agua terrosa del río y resurgir de ella, sentían que su antigua vida quedaba sepultaba para siempre. Les exigía ayunos y penitencia y les anunciaba que otro los bautizaría con Espíritu. Yo solo podía hacerlo con agua: anunciaba unas bodas que no eran las mías, y yo no era digno ni de desatar la correa de las sandalias del Novio. Antes de comenzar la temporada de lluvias, en un mediodía de nubes apelmazadas y calor agobiante, se presentó un grupo de galileos y me pidieron que los bautizase. Fueron descendiendo al río, hasta que quedó en la ribera solamente uno, al que oí que llamaban Jesús. Al principio no vi en él nada que llamara particularmente mi atención y le señalé el lugar por el que podía descender más fácilmente al agua. Estábamos solos él y yo, los demás se habían marchado a recoger sus ropas junto a los álamos de la orilla. Lo miré sumergirse muy adentro del agua y, al salir, vi que se quedaba quieto, orando con un recogimiento profundo. Tenía la expresión indefinible de estar escuchando algo que le colmaba de júbilo y todo en él irradiaba una serenidad que nunca había visto en nadie.Se había levantado un viento fuerte que arrastraba los nubarrones que cubrían el cielo y comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia. Un relámpago iluminó el cielo anunciando una tormenta que levantaba ya remolinos de polvo. Desde la ribera seguí contemplando al hombre que seguía orando inmóvil, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor le afectara. Por fin, después de un largo rato y cuando ya diluviaba, lo vi salir lentamente del río, ponerse su túnica y alejarse en dirección al desierto. Vi lo cielos abiertos. Pasé la noche entera sin conseguir conciliar el sueño. La tormenta había limpiado el aire y una tranquila serenidad flotaba en una noche sin luna, en el que parecía que las estrellas estaban al alcance de la mano. Era como si los cielos estuvieran abiertos, lo mismo que en aquella noche de Betel en la que Jacob vio una escalera que los comunicaba con la tierra. Sin saber por qué, me vino a la memoria un texto profético que nunca había comprendido bien:“Mirad, el Señor Dios llega con poder. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y hace recostar a las madres. (Is 40,10-11) Nunca había entendido por qué el Señor necesitaba desplegar su poder para realizar las tareas cotidianas de un pastor, ni por qué su venida, anunciada con rasgos tan severos por los profetas, consistiría finalmente en sanar, cuidar y llevar a hombros a su pueblo, sin reclamarle a cambio purificación y penitencia. Y, sin embargo, aquella noche, las palabras de Isaías invadían mi memoria de manera apremiante, junto con una extraña sensación de estar cobijado y a salvo. “¡Si es mi hijo querido Efraím, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión, oráculo del Señor.” (Jer 31,20) Aquella noche me ocurrieron cosas extrañas: textos que creía olvidados, o a los que nunca había prestado atención, se agolparon en mi corazón. Era como si hasta este momento solo hubiera hablado de Dios como de oídas, mientras que ahora El comenzaba a mostrarme su rostro. Recordé el rostro del galileo al que había visto orando en el río, la expresión de honda paz que irradiaba, y me pregunté si a él se le habría revelado el Dios que no es, como yo pensaba, solo poder y exigencia, sino también ternura entrañable, amor sin condiciones como el de los padres. Estaba amaneciendo y en los árboles de la orilla se oía el revuelo de los pájaros y el zurear de las palomas. Recordé las palabras del Cantar describiendo al novio: “Mi amado... Su cabeza es de oro, del más puro; sus rizos son racimos de palmera, negros como los cuervos. sus ojos, dos palomas a la vera del agua que se bañan en leche y se posan al borde de la alberca...” (Cant 5, 10-11) Me di cuenta sorprendido de que, al hablar del Mesías, siempre lo había hecho con imágenes poderosas como la del águila, o de fuerza avasalladora como la del león, mientras que ahora lo que me hacía pensar en él era el vuelo sosegado de las palomas. Cuando me sobrevino el sueño, la luz se abría ya paso entre los perfiles azulados de los montes de Judea. Las lecturas del domingo pasado nos hablaban de velar, de vigilar, de estar despierto. Hoy hablan los que han estado en esa actitud de centinelas: los profetas. Desde su atalaya de personas realizadas, descubren en el horizonte la llegada de la catástrofe o de la dicha. Se convierten así en vigías y heraldos.
El profeta es la figura clave de este tiempo de adviento. No se trata de un adivinador del porvenir. Tampoco debemos pensar en un ser humano separado de los demás, que, por elección especial, Dios le va indicando lo que tiene que decir a los demás. Profeta es todo aquel que está despierto con los ojos bien abiertos. La principal característica del profeta es precisamente su inserción en el pueblo y su preocupación por la suerte de los más humildes. Por eso su principal objetivo ha sido siempre denunciar la injusticia, la condena sin paliativos de toda clase de opresión. Verdadero profeta sería el que ha llegado a una experiencia de su verdadero ser y, fiel a esa experiencia, ayuda a los demás a descubrir el camino de lo humano. Falso sería el que conduce al hombre a mayor egoísmo. El problema está en que lo “humano” sólo se puede valorar desde lo humano. Por eso no hay manera de distinguir lo falso de lo verdadero mientras no se tenga una mínima experiencia de lo humano. EXPLICACIÓN No debemos extrañarnos de encontrar tantos y tan expresivos textos para este tiempo litúrgico. Lo que el segundo Isaías anuncia es un evangelio (buena noticia). El destierro había acabado con toda una teología triunfalista que invitaba a dormirse en los laureles de sentirse elegidos, sin aceptar ninguna responsabilidad para con Dios ni para con los demás. Las denuncias de todos los profetas advertían de que no se puede confiar en Dios mientras se practica toda clase de atropellos e injusticias. Leemos hoy el comienzo del evangelio de Marcos. La primera palabra de este evangelio es “arje”, que en griego, no solo designan el comienzo de un texto sino también algo mucho más profundo. El principio del evangelio de Juan comienza también con esta palabra y lo traducimos: “en el principio” = origen. “Arje” significa origen y fundamento; es decir, aquello que ha sido la causa de que otra cosa surja. La Vulgata lo ha traducido por “Initium” que también significa “origen”. Así, un “iniciado” no es el que acaba de empezar su andadura en una religión, sino el que ya ha avanzado en su profundización y conoce todos los fundamentos de la misma. El texto no se debía traducir: “comienzo del evangelio...”, sino: “Éste es el origen de la alegre noticia de Jesús el Ungido (Mesías, titulo judío) el Hijo de Dios” (título universal que le dio la primera comunidad). Tampoco “euanggelion” debemos traducirlo por “evangelio” que es un concepto elaborado precisamente a partir del uso que empezó a darle Marcos a esta palabra. “euanggelion” aquí hay que traducirlo por “buena noticia”, sin más. El comienzo del evangelio de Marcos quiere decir que todo lo que atañe a Jesús, es una buena noticia. Lo mismo tenemos que decir de “Jesous” y “Christos” que en griego están separados y significan simplemente, Jesús el ungido (Mesías). Con el tiempo los cristianos unieron, de modo inextricable, el nombre con el adjetivo y confesaron al Jesucristo que ha llegado hasta nuestros días. El texto con que comienza este evangelio quiere ser un resumen de todo lo que en él se va a proponer; por eso es solemne y programático. Este evangelio, a pesar de ser el primero que se escribió, no sabe nada de la infancia de Jesús. Esto es muy interesante a la hora de interpretar los textos de Lucas y Mateo, que vamos a leer en todo el tiempo de Navidad. Estos relatos se fueron elaborando a través de los primeros años de cristianismo y no tienen nada que ver con la historia. Son relatos míticos y leyendas casi todas anteriores al cristianismo que se han cristianizado para darnos un mensaje teológico, no para informarnos de lo que pasó. Marcos pasa directamente a hablarnos de Juan Bautista como último representante del profetismo. El Bautista es uno de los personajes claves en el tiempo de Adviento, porque se trata del último de los profetas del AT. Debemos recordar que hacía casi trescientos años que no se había conocido un verdadero profeta. Todos los evangelistas lo consideran el heraldo de Jesús, lo anuncia, lo propone al pueblo y es protagonista de su nacimiento en el Espíritu (bautismo). Aquí empieza Jesús a manifestar lo que es. No podemos asegurar que este relato responda a una situación histórica. Es muy poco lo que sabemos sobre la relación de Jesús con Juan. De todos modos, es cierto que el primer dato histórico sobre Jesús, que encontramos en fuentes extrabíblicas es su bautismo de por parte de Juan. No es descabellado suponer que a Jesús, un buscador incansable, le llamara la atención un personaje como Juan que ya era famoso cuando él empezó a sacar los pies del tiesto. A Juan, como a Jesús, no le gustaba el cariz que había tomado la religión judía. Seguramente se sintió atraído por su predicación y su autenticidad. Pero la diferencia entre los dos es tan abismal que es muy difícil pensar en una influencia profunda. Los primeros cristianos dieron al Bautista un papel relevante en la aparición del cristianismo; seguramente mayor del que hoy le reconocemos. La prueba está en que, en un momento determinado, vieron la necesidad de marcar distancias entre Jesús y Juan para dejar claro quién era el más importante. Seguramente esa relevancia se deba más a la necesidad de justificar una figura tan desconcertante como la de Jesús, conectándole con el profetismo del AT, que a una real influencia de Juan en la doctrina de Jesús “Preparadle el camino al Señor”. Este grito es el mejor resumen del espíritu de Adviento. Pero fijaros que fuerza el sentido del texto, que habla de prepararle un camino a Yahvé, mientras Marcos habla de preparar un camino a Jesús. El texto está insinuando que si Dios no llega a nosotros es porque se lo impedimos con nuestra actitud vital, que orienta su preocupación en otras direcciones. Él viene, pero nosotros nos vamos. “Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Esta es la clave del relato y marca la diferencia abismal que existía, para aquellos cristianos, entre Jesús y el Bautista. Las primeras comunidades tenían muy clara la originalidad de Jesús con relación a cualquier otro personaje del pasado. Toda la relación con Dios, hasta la fecha, era consideraba como externa al hombre y en relación desigual. Dios era el soberano y el ser humano el súbdito. Jesús manifiesta una relación con Dios muy distinta. Él está empapado del Espíritu y nos sumerge (bautiza) a todos en ese mismo Espíritu. APLICACIÓN Todos los textos de este domingo nos hablan de una utopía. Isaías: “Aquí está vuestro Dios, llega con fuerza”. Pedro: “Nosotros esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habite la justicia”. El salmo: “La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan...”. Marcos: “Él bautizará con Espíritu Santo”. Todo son utopías en las que necesitamos creer para no caer en el desaliento. En un mundo tan poco propicio al optimismo, encontrarnos con esta invitación pude ser impactante. Pero en ningún caso tenemos que caer en el triunfalismo. Derrotismo y triunfalismo son estrategias extremas que utiliza el yo para fortalecerse e impedir al hombre tomar conciencia de lo que el ser humano es y de lo que puede alcanzar si despliega su verdadero ser. Hoy la necesidad de estar alerta es más apremiante que nunca, porque jamás se han ofrecido al ser humanos más caminos falsos de salvación que en nuestro tiempo. Las posibilidades de satisfacer nuestra necesidad de placer sensible son mayores que nunca. Hay toda una gama de productos disponibles en el mercado, desde las drogas hasta los gurus a medida. Por eso necesitamos más que nunca de la figura del profeta. Personas que por su dedicación a la experiencia personal puedan arrojar alguna luz en esa maraña de senderos que se entrecruzan y que la inmensa mayoría son sendas perdidas que no llevan a ninguna parte. También los del pasado nos pueden servir de mucho, porque la profunda realidad del ser humano no ha cambiado demasiado en lo que llevamos de historia. Pero sería de desear que hubiera hoy auténticos profetas, que sin miedo y partiendo de su experiencia de Dios nos ayudaran a encontrar el verdadero camino. El hombre tiene dos alternativas: Volcarse sobre lo terreno y sensible, buscando el placer inmediato en un planteamiento hedonista de la vida. O tomar conciencia de las posibilidades de plenitud que encierra dentro de él. Todo lo que nos rodea nos empuja en dirección al hedonismo. El no tomar decisión alguna, es ya tomar partido por lo que nos pide el cuerpo. Decidirse por las posibilidades “espirituales” sólo es posible después de una toma de conciencia, que tiene que ir más allá de los sentidos y de la razón. Es una iluminación que me empuja por un camino nuevo y fascinante, que ni siquiera sé a donde me va a llevar, pero estoy convencido que es el único camino que me hará más humano. Meditación-contemplación Él os sumergirá en lo Sagrado, porque él mismo se vio sumergido en Dios. La experiencia del bautismo que nos narran los evangelios, es la clave para entender toda la vida de Jesús. Desde ese “momento” es el ungido. ……………… Después de esa experiencia personal puede decir a Nicodemo: hay que nacer de nuevo, hay que nacer del agua y del Espíritu. …………. El único camino hacia lo humano, es el que Jesús recorrió. Tenemos que sumergirnos en lo sagrado. Tenemos que dejarnos inundar por lo divino. Todo nuestro ser tiene que ser iluminado por esa luz. Hasta donde conocemos, Marcos fue el creador del género literario llamado “evangelio”. De manera que ese término que, en un primer momento, designaba la “buena noticia” proclamada, empezó a usarse para referirse a todos aquellos escritos que buscaban transmitir la vida de Jesús y su mensaje.
Ese “doble significado” de la palabra puede apreciarse en el inicio mismo del relato marcano: “Comienzo del evangelio de Jesús…”. Se refiere, en primer lugar, como es obvio, a la actividad de Jesús (o, más exactamente aún, a la “buena noticia que es Jesús”); pero se presta fácilmente a entenderlo también como referido al escrito en cuanto tal (“aquí comienza la buena noticia escrita sobre Jesús”). En cualquier caso, la citada expresión no constituye tanto la primera frase del texto, cuanto el título de todo el libro: todo él viene a mostrar a Jesús como “Mesías” (Cristo, Ungido) e “Hijo de Dios”. Y ésa es, precisamente, la “buena noticia”. Desde el comienzo mismo, el autor manifiesta su intención expresa de presentar a Jesús, no sólo en la línea de los grandes profetas de su pueblo, sino como aquél en quien se cumplen las promesas anunciadas. En concreto, son palabras de Malaquías (3,1) y de Isaías (40,3) –aunque el autor atribuya todas a este último-, que Marcos aplica a la persona de Jesús, según una fórmula casi sagrada que las sanciona: “Está escrito”. Dicha fórmula remite al lector directamente a la Torah; es decir, desde el mismo comienzo, todo el acontecimiento de Jesús se anuncia como “previsto” por Dios. Aunque para ello, Marcos deba cambiar el destinatario de las palabras del profeta: mientras éste hablaba de “preparar el camino al Señor (Yhwh)”, el texto evangélico se refiere explícitamente al “Señor” Jesús. Nos hallamos, pues, ante un texto “fundacional” del cristianismo –en realidad, todo el evangelio lo es-, que afirma que Jesús es el Hijo enviado por Dios, tal como había sido anunciado “desde antiguo” en quien se cumplirían, por tanto, todas las esperanzas de la humanidad. Este es el texto. Lo que ocurre es que puede leerse desde diferentes “claves de lectura”. Mientras hemos permanecido en un nivel de conciencia que podemos llamar mítico, utilizando un modelo dual de conocer, la lectura de todo lo relativo a Jesús parecía ser sólo una (la lectura se había hecho coincidir con un “idioma” concreto): el Hijo único de Dios, eterno y preexistente, se encarna en Jesús de Nazaret, según un “proyecto” divino que puede rastrearse, incluso, desde el momento mismo del pecado original. El es, por tanto, el “único Salvador y Mediador”. Sin embargo, apenas empieza a emerger otro nivel de conciencia (transpersonal) y otro modo (no-dual) de conocer, saltan las disonancias y todo un torrente de preguntas (que, si quedan silenciadas, se debe únicamente al temor de abandonar las fórmulas aprendidas). Enumero simplemente algunas de ellas: · ¿Cómo pensar en Dios como un ser separado, cuando, como dijera Nicolás de Cusa, no puede ser “lo otro” de nada? El Misterio de Lo que es no está “al margen” de nada de lo que es. · ¿Qué significa, en concreto, que “Dios se hace hombre”? ¿Acaso “cabe” todo el Misterio en un ser humano? (Puede advertirse que, desde la perspectiva mítica, esto no ocasionaba problemas, porque se percibía a Dios como un “ser separado” todopoderoso que “podía”, por tanto, “introducirse” en un hombre. Pero es justamente todo este imaginario el que cae al cambiar el nivel de conciencia y el modelo de cognición). · ¿Cómo puede ser Jesús el único Salvador? ¿No suena esta idea a etnocentrismo competitivo, que parece ignorar la presencia de lo divino en toda la realidad? · Presentar a Jesús en clave de “rivalidad” frente a los demás seres humanos, ¿no es sencillamente una consecuencia del propio modelo dual, que se basa en la supuesta e incuestionable realidad del “yo”, como nuestra identidad última? ¿Qué sucede cuando venimos a descubrir que el “yo” es sólo un “objeto” dentro de quienes realmente somos? Podría seguir con más preguntas. Pero me parece que éstas pueden bastar para hacer ver la disonancia cognitiva en que nos encontramos, y que, si somos honestos, tendremos que afrontar. Para empezar –y evitar malentendidos-, quiero insistir en el hecho de que se trata sólo de un “cambio de idioma”, de una modificación de la “clave de lectura”. Y que, más allá de idiomas y de claves, lo realmente decisivo se juega en otro nivel, en la experiencia o vivencia de cada persona. Como sucede con los lingüísticos, todos los “idiomas culturales” son legítimos y pueden convivir siempre que no olviden que son sólo eso: idiomas. La Verdad a la que apuntan está más allá y se les escapa. Únicamente, cuando ellos callen y la mente se silencie, podremos llegar a la Comprensión. Con esta salvedad, querría plantear sencillamente la posibilidad de una lectura del texto evangélico –y del Credo cristiano- desde la no-dualidad, es decir, desde una “perspectiva de conocer” absolutamente legítima y coherente, que parece emerger cada vez con mayor fuerza entre nosotros. Desde ella, surge una primera afirmación: no existe nada separado de nada. Todas las “separaciones” que afirmamos no son sinoconstrucciones de nuestra mente, caracteriza por la separatividad y la dualidad. Basta silenciarla, para que se haga manifiesto que sólo existeEso no-dual, que nos constituye a todos y a todo. La trampa radica en el hecho de que, mientras queramos percibirlo con la mente, se nos escapará. En el modelo no-dual, Dios deja de ser percibido como un “Ser separado” –proyección de nuestra propia pre-comprensión como “individuos” o yoes-, y empezamos a abrirnos a él como La Mismidad última de todo lo que es, el Misterio consciente y amoroso, que en todo se expresa y todo lo abraza. No como si fueran realidades separadas (Dios / lo que no es Dios: esto sólo es así para nuestra mente), sino en la misma Unidad en su “doble cara”, manifiesta e Inmanifestada. Jesús es también Eso no-dual, expresado admirablemente en un ser humano. Tan admirablemente, que fácilmente podemos reconocerlo como “espejo de humanidad” y, por tanto, de divinidad: de nuevo, las “dos caras” de lo Real. No tiene sentido hablar ya de “salvación”, ni de un salvador “único”. Estas son categorías deudoras exclusivamente del estadio mítico. Todo está ya salvado, porque todo está/es en Dios; no nos hace falta más que reconocerlo, caer en la cuenta, verlo. Todo está aquí y ahora, ¿no lo ves? Jesús no se halla separado de nada ni de nadie. Por ese motivo, cae cualquier comparación, distancia o “rivalidad”. ¿Tendría sentido que las olas rivalizaran entre sí para ver cuál es “más” agua? Jesús es lo que somos todos, formas de Lo que no tiene forma, manifestación de lo divino y expresión de lo humano. Es cierto que nuestro lenguaje sigue siendo “dual”, pero, aunque torpemente, puede ayudarnos a intuir la superación de la dualidad. Las separaciones, comparaciones, fronteras… sólo existen en nuestra mente, no son otra cosa que construcciones mentales. La realidad es que, al hablar de Jesús, estamos hablando de todos nosotros. Indudablemente, es legítimo que cada persona tenga sus “afectos” (sean Jesús, Budha, Mahoma…), pero sería bueno que ello no se convierta en un pretexto “reductor” que nos llevaría a un etnocentrismo insostenible y dañino. Querría concluir con otra afirmación que quizás no resulte fácil de entender –y que parafrasea el conocido dicho del físico Niels Bohr: “Lo opuesto de una verdad profunda puede ser también una verdad profunda”-, pero puede ayudar a abrir nuestro horizonte egoico: Cada afirmación es verdadera en el marco de su propio idioma y resulta absurdo, por tanto, pelearse o descalificarse por ello. Y esto no es relativismo vulgar, que aboca en el nihilismo suicida; es reconocimiento de los límites de la mente y de la palabra y apertura a la Verdad y al Misterio que las trasciende. Es el comienzo del segundo evangelio. Marcos, como Juan, omite todo lo referente a la infancia, y comienza el evangelio por la Predicación del Bautista en el Jordán. (Juan antepone su prólogo sobre la Palabra hecha Carne).
Citando a los profetas, entre ellos el mismo texto de Isaías que vemos en la primera lectura, se presenta a Juan como heraldo de Jesús. Jesús se presenta por tanto como "El Señor que viene", y se subraya la necesidad de prepararle el camino. Juan prepara ese camino por medio de la conversión, el arrepentimiento y confesión pública de los pecados, y el rito del bautismo como expresión de esa preparación. Todo ello sirve de preparación para recibir a Jesús, que es mucho mayor que Juan, es la presencia en el mundo de "El Espíritu". Isaías y Juan bautista son los dos heraldos del Salvador. Isaías anuncia la restauración del pueblo. Juan Bautista anuncia la restauración definitiva, la presencia de Jesús, Dios-con-nosotros-Salvador. Es el principio de todo el anuncio evangélico: el Reino de Dios está en medio de vosotros, volveos, cambiad. La religión es un encuentro: el hombre camina hacia Dios, Dios camina hacia el hombre. Dios es el Salvador, la voluntad de Dios es salvar, Él es fiel y cumple su parte. Se trata de que nosotros cumplamos la nuestra, nos volvamos a Él. Este es el contexto y el sentido de "abandonad los ídolos", "salid al encuentro de Dios que viene", "vigilad", "la Promesa", que Dios cumple siempre, "la Alianza" que Dios ofrece y nosotros podemos aceptar o no aceptar. Esta es la función de "los profetas", las personas que "Dios suscita" entre su pueblo para que el pueblo se vuelva a Dios. Dios siempre está invitando a la salvación. Convertirse es volverse a ese Dios que siempre está, darse la vuelta hacia Él. Los profetas incitan constantemente al pueblo a volverse hacia Dios. Y ésta es una vocación propia de todo cristiano: profeta, y sacerdote y rey. Profeta, que hace presente en el mundo la palabra; sacerdote, que ofrece su propia vida como ofrenda al Señor; rey, instalado en el reino, liberado de toda esclavitud. Este aspecto de la predicación del Bautista es un modelo magnífico de la vida cristiana. Y es espléndidamente definido por Juan el Evangelista: “Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino un testigo de la luz…" …que puede ser un perfecto resumen de nuestra vida cristiana. Nuestro testimonio de Jesús consiste en que se vea en nosotros la luz de Jesús. Esta luz se ve incluso en nosotros pecadores, porque no anunciamos al mundo nuestra luz, sino la luz de Jesús que va cambiado nuestra vida y hace a la gente preguntarse por qué. Así, nuestro anuncio profético, nuestro testimonio de Jesús, no son preferentemente nuestras palabras, sino nuestro modo de vivir, nuestra jerarquía de valores, nuestro modo de estar en el mundo, al estilo de Jesús. Esta idea se expresa perfectamente en el Sermón del Monte (Mateo 5, 16): "Que brille vuestra luz ante los hombres de modo que al ver vuestras buenas obras reconozcan a vuestro Padre de los cielos" Así, cada uno de nosotros ha asumido la vocación de ser para los demás "el testigo de la luz": la dinámica interna de nuestra conversión, el motivo de nuestro esfuerzo por salir del pecado es, sobre todo, la necesidad de no entorpecer la visibilidad de Dios. Dios ha de ser visible en nuestra conversión, y es ese el motor más íntimo de nuestra liberación del pecado. Otros motivos para salir del pecado (el miedo al castigo, el deseo de perfección propia...) son válidos (si es que son válidos) "después" de éste. El encuentro con Dios es aceptar al Señor que viene a salvar, a salvar a todos, a salvar todo. El Adviento remueve en nosotros algunos elementos básicos de nuestra postura religiosa, de nuestra condición de creyentes. Nuestro descubrimiento de Dios se ha dado por medio de otras personas que han sido para nosotros "testigos de la luz". Nuestra conversión no ha sido simplemente un proceso de autoconvencimiento, sino responder a una llamada, descubrir que Él está ahí, invitando, dispuesto, ofrecido. Nuestra vida cristiana es allanar el terreno, porque Él viene si yo le hago sitio. Y a partir de eso, nuestra condición cristiana es ante todo de heraldo, de testigo del Señor, porque esa es la misión: aceptar la misión es vivir para que el mundo crea. Y todo esto, en el contexto de absoluta alegría en que nos introduce la profecía de Isaías. Jesús es el reino, su mensaje es "La Gran Noticia"; descubrimos el Reino, una manera de vivir mucho más satisfactoria, un tesoro que vale más que cualquier otra cosa. Descubrimos sobre todo cómo es Dios para nosotros, y abandonando los ídolos del Juez Altísimo Justiciero y sus semejantes, aceptamos a Dios Luz y Pan para el camino, Agua de vida y fecundidad. Y con ese Dios se puede vivir mejor, encontrar sentido a todos los rincones de la vida, incluso los más oscuros. Entrar en el Reino, aceptar el Dios de Jesús y la vida como misión de hacerlo visible, es una inmensa alegría: y ése será el mensaje básico de la navidad: Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo: os ha nacido un Libertador. S A L M O 4 0 Elevamos a Dios esta oración en nombre de la iglesia entera, presentándole nuestros temores y pidiéndole que nos libre, a nosotros la iglesia, de nuestras oscuridades. En Dios pongo toda mi esperanza. Inclina tu oído hacia mí y escucha mi oración. Salva mi vida de la oscuridad, afirma mis pies sobre roca y asegura mis pasos. Mi boca entona un cántico nuevo de alabanza al Señor. Dichoso el que pone en Dios su confianza. No quieres sacrificios ni oblaciones pero me has abierto los ojos, no exiges cultos ni holocaustos, y yo te digo : aquí me tienes, para hacer, Señor, tu voluntad. Tú, Señor, hazme sentir tu cariño, que tu amor y tu verdad me guarden siempre. Porque mi errores recaen sobre mí y no me dejan ver. ¡Socórreme, Señor, ven en mi ayuda! Que sientan tu alegría los que te buscan. Tú, mi Dios, mi Salvador, no tardes. |
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