Pensar en positivo supone elegir la mejor entre las posibilidades que se nos plantean. No suele ser necesariamente la más agradable, sino aquello que resulta útil y conveniente en cada momento de la vida. De hecho, las personas que suelen comportarse positivamente parece irles mejor en sus relaciones sociales y laborales, generan empatía y aguantan mejor el estrés; incluso suelen resultar más creativas.
La mente puede ser la gran aliada o nuestra peor enemiga, depende de la capacidad que tengamos para saber controlarla: no somos nuestros pensamientos, somos mucho más que lo que damos vueltas con la mente. Los pensamientos llegan, pasan o se quedan por un tiempo. Pero si los retenemos y alimentamos cuando son negativos, se hacen fuertes hasta condicionarnos de tal manera que nos hacen sufrir de lo lindo. Que se lo pregunten a los profesionales de la psicología. La mente es la protagonista en las enfermedades llamadas psicosomáticas y pocos dudan de que las personas positivas y alegres, las que sonríen desde el corazón, gozan de mejor salud que las pesimistas y amargadas. Es muy interesante el ensayo que ha publicado Barbara Ehrenreich (“Sonríe o muere”) criticando al pensamiento positivo, porque lo que ella hace es desenmascarar una ideología extendida en Estados Unidos que propugna ciertas actitudes sociales materialistas para ganar la felicidad, y eso que “no hay una afinidad natural o innata entre el capitalismo y el pensamiento positivo": cuantas más cosas materiales tienes, las posibilidades de ser feliz aumentan, como si fuera esto lo más natural del mundo. Sin embargo, esta manera materialista de medir la felicidad subjetiva, choca con las encuestas: en el caso de los estadounidenses, aparecen siempre como no demasiado felices, ni siquiera en épocas de bonanza; por algo el consumo de antidepresivos en Estados Unidos representa dos terceras partes de las ventas mundiales. No es de extrañar, señala Ehrenreich, que el pensamiento positivo que se lleva en Estados Unidos, se desplace desde una actitud que ayuda a una obligación social impuesta culturalmente a los estadounidenses. Alrededor de esta corriente materialista escondida tras el falso pensamiento positivo que ha logrado embaucar a muchas personas, se ha tejido una red de apoyo muy potente para reforzar dicha ideología muy bien empastada al consumismo del bien-estar como moneda que ofrece triunfar en la vida, dejando arrinconado al bien-ser. El tener frente al ser como motor de una sociedad opulenta pero insatisfecha que conocemos y padecemos igualmente en Europa al haberse convertido en cultura individualista y poco humanizada que no acepta el fracaso. Y de paso, convertir al cristianismo en soporte de esta ideología. El comportamiento individualista e insolidario es un problema con múltiples efectos negativos para la sociedad misma. Quizá esto ayude a explicar la tendencia al alza de los suicidios por falta de sentido vital. Choca el dato de que el número de personas que se quitan la vida duplican a las muertes por accidente de tráfico, es ochenta veces superior a la violencia machista y la segunda causa de muerte en los jóvenes. El verdadero pensamiento positivo convive con los problemas y la realidad que nos rodea. En lugar de buscar una burbuja idílica, que no existe, valora la realidad adecuadamente, haciéndonos conscientes de que nuestras emociones van acordes con lo que pensamos y hacemos. Y esto, como casi todo, se educa y logra con esfuerzo, no con poseer más cosas ni con desentendernos de nuestras responsabilidades más humanas. Y en la medida que se convierte en una pauta de comportamiento, tiene su reflejo en un signo externo bien visible: la alegría interior que se manifiesta en la sonrisa, la que nace del corazón. Evangelio puro. Barbara Ehrenreich logra desenmascarar en su ensayo la impostura que se esconde tras el concepto del pensamiento positivo; y lo hace analizando los riesgos y los peligrosos fines que persiguen sus mentores. Lo que resulta menos comprensible es que tras el esfuerzo por desenmascarar esta posverdad, no ponga en valor el verdadero pensamiento positivo, teniendo en cuenta que es uno de los fundamentos de la madurez humana. Cuánto afán ponemos en las causas y qué poco en las soluciones desde las actitudes y conductas, como Jesús de Nazaret.
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Hermano en el Señor: Le llamo así porque mi ordenador espiritual no me tolera palabras como Eminencia o Príncipe de la Iglesia; me las subraya de rojo y cuando le pido alternativa me ofrece otras en la línea de fraternidad, servicio...
En cualquier caso, esta es una carta para darle las gracias. En concreto, para agradecer sus críticas al papa Francisco. Agradecerlas aunque no las comparto. Le doy las gracias por la siguiente razón: durante mucho tiempo, no pocos cristianos, laicos, religiosos o presbíteros se han sentido obligados a levantar su voz criticando a la Iglesia. La mayoría lo hacía con la mejor voluntad de servirla. Pero se han visto tachados de falta de amor a su madre, de pretender crear "una iglesia paralela", de buscar su propio protagonismo... En cambio, Usted ha declarado nítidamente que sus duras críticas a Francisco estaban inspiradas solo por un gran amor a la Iglesia y son fruto de un deseo de ayudarla a mejorar. Le creo. Pero también comprenderá que las pequeñas virtudes o buenas intenciones que tenemos no son exclusivamente nuestras. Por tanto, hemos de admitir que también aquellos otros críticos, al menos muchos de ellos, han obrado buscando el mayor bien de la Iglesia y tratando de evitar la dura reconvención paulina: "por culpa vuestra es blasfemado el nombre de Dios entre las gentes". Sé de alguien que recibió algún bofetón sagrado por haber dicho que la curia romana ha creado más ateos que Marx, Freud y Nietzsche juntos. No iba contra nadie en concreto sino contra un organismo que tantas veces, y desde hace siglos, se ha reconocido muy necesitado de reforma. Usted, en cambio, ha devuelto a la Iglesia aquella libertad de opinión pública que Pío XII, en 1950, declaró como absolutamente necesaria en la iglesia de Dios, añadiendo que si esa libertad faltaba, sería síntoma de una enfermedad en la Iglesia, de la que sería responsable no el pueblo sino sus pastores. También conocerá sin duda el valiente artículo de J. Ratzinger "libertad de espíritu y obediencia" en El nuevo pueblo de Dios, que es uno de sus mejores libros. Allí dice que lo que necesita la Iglesia de hoy no son aduladores sino gente capaz de jugarse su carrera por amor a ella. Déjeme decir pues, parodiando un refrán de mi país que, a veces, "Dios escribe derecho con nuncios torcidos". Evidentemente, la libertad de palabra tiene sus límites y nunca debe perder el respeto a la persona. Por eso, lo único que censuro de sus palabras contra Francisco no son sus críticas (que, repito, no las comparto), sino la falta de respeto personal al pedir su dimisión en público. Ahí creo que se pasó. Si, como dicen algunos, ha sido usted víctima de otros poderes económicos norteamericanos que lo que no toleran no es una supuesta debilidad ante la pederastia sino la enseñanza económica de este papa, eso yo no puedo juzgarlo. Es Usted quien debe examinarlo. Y luego de eso, resulta que estamos, a la vez, muy lejos pero bastante cerca. Que el Espíritu de Dios nos haga comprender a todos que, aunque "es bueno que haya disidencias" (1 Cor 11,19...), sin embargo "Cristo no está dividido" (1 Cor 1,13). Los maestros de la gran cualidad humana aconsejan no vivir residiendo e identificados con nuestra dimensión relativa, la que pivota sobre la necesidad y su resolución. Veamos las razones de este consejo.
Residir en la propia dimensión relativa es identificarse con ella, es decir, identificarse con la propia estructura de deseos y temores y, consecuentemente, con los propios recuerdos y expectativas. Quien se identifica con su estructura de deseos, que es identificarse con su estructura de necesidades, carga sobre sí con los temores que acompañan a los deseos, como la otra cara indivisible de su realidad; carga con sus recuerdos y con las expectativas que se generan desde los deseos y los recuerdos. Quien vive sus deseos como su realidad, hace de sí mismo una individualidad, una personalidad separada que nace y que muere. El paquete de deseos de cada persona es el resultado del azar resultante del influjo de sus padres, que a su vez son el resultado azaroso de sus padres respectivos, y así hasta perderse en el horizonte de los tiempos. Los padres y los primeros educadores intervienen decisivamente en la formación del cuadro de deseos/temores que forman nuestra individualidad. Desde esa estructura, toda ella recibida, modelamos nuestro propio mundo de interpretaciones y valoraciones. Un mundo construido desde una estructura de deseos/temores resulta ser un mundo de dolor y de frustración, porque los deseos siempre van acompañados del temor y la inquietud de poderlos satisfacer convenientemente, o no poderlos satisfacer, en el presente y, sobre todo, en el futuro. Lo que modelamos desde esos deseos/temores, reunidos en un hatillo al azar, es un mundo con muchas malformaciones, leves o graves. Las actuaciones y expectativas que generamos desde esa construcción tienen todas las posibilidades de fracasar en un grado u otro. El mundo de lo que hay, ni es como lo modelamos, ni cabe adecuadamente en nuestras modelaciones. El inmenso, complejo y rico mundo de lo que hay no cabe en los cajoncillos de nuestras modelaciones, ni siquiera aunque estuvieran bien hechas, menos cabe en modelaciones con no pocas malformaciones. Nuestras actuaciones están regidas por nuestros recuerdos y por nuestras expectativas. Una expectativa es el intento de meter la inmensidad que nos rodea en un pequeño cajoncito más o menos deformado. Lo más racional es que la expectativa no se cumpla, como mínimo no se cumpla como se esperaba. Siempre cabe la excusa de que ha sido por culpa de nuestra inapropiada actuación o por culpa de otros. Esa consideración da nueva esperanza a la expectativa; así nos podemos pasar la vida de expectativa no cumplida, en expectativa no cumplida, siempre con la esperanza de que finalmente se cumpla. Esta persecución de las expectativas, fustigada por el deseo y el temor, es un camino desgraciado que corta la muerte, siempre temida, o el desengaño y la frustración. Eso es así y será siempre así. Tienen razón los sabios cuando dicen que quien se identifica con su individualidad, que es su estructura peculiar de deseos a la que llamamos personalidad, vive en un mundo de dolor. El mundo que crea la estructura de deseos/temores es un mundo de dualidad y separación, por lo cual es un mundo de enfrentamientos entre mis deseos/temores y los deseos/temores de los que me rodean, entre mis expectativas y las expectativas de mis competidores. Dicen los sabios que el mundo del que se identifica con sus deseos es un mundo de dualidad, por tanto de separación y, consecuentemente, un mundo de enfrentamientos. Todo ello acentúa el tono doloroso de la realidad y de nuestra propia vida. Podemos concluir estas reflexiones con la afirmación de los sabios budistas: el mundo de los deseos es un mundo de dolor. En él no hay paz, ni quietud, ni felicidad, ni comunicación. Cada individualidad es un frágil depredador, lleno de inquietudes, ansias y sobre todo temores, en un mundo adverso. Quien se quede en ese mundo creyendo que no hay otra posibilidad, que se despida de la felicidad y de la paz, porque sin saberlo, se ha apuntado voluntariamente al sufrimiento. Para hacer estas reflexiones, que son fundamentadas, no se ha requerido ningún tipo de creencias o de supuestos, ni filosóficos, ni de otro tipo. La noticia de la dimensión absoluta de la realidad, que todo humano, de una forma explícita o implícita, tiene, despierta el interés por ella. Para poderla observar e indagar es siempre necesario callar el griterío continuo que hay en nuestro monólogo interior. El monólogo interior obedece a los deseos/temores y va y viene continuamente entre los recuerdos y las expectativas. Podríamos decir que la vida cotidiana de nuestro pensar y sentir es atender a la situación que nos rodea, siempre desde la perspectiva de los deseos, modelados por los recuerdos y expectativas. En la vida cotidiana de la mayoría de las personas la dimensión absoluta se mantiene siempre solo como un ruido de fondo no consciente claramente, cuyo único resultado es que nuestros deseos y expectativas sean insaciables. Los animales, que tienen un único acceso a lo real, carecen de deseos insaciables. El ruido de fondo se manifiesta como una añoranza o una insatisfacción que impide que, como los animales, nos aquietemos con la satisfacción de nuestras necesidades básicas. El ruido de fondo que proviene del acceso oscuro a la dimensión absoluta de lo real es la raíz, no reconocida, de nuestra perpetua insatisfacción. Pocos son los humanos que están satisfechos con lo que tienen; siempre buscamos más. Ya lo dijeron los sabios, y cada uno de nosotros puede comprobarlo: el deseo humano es insaciable. Las consideraciones que hemos expuesto lo único que hacen es recoger datos. Quien quiera poner en el primer plano de su mente y de su sentir esa dimensión absoluta de lo real, porque se interesa, de una forma u otra, por ella, tendrá que apañárselas para callar el griterío de la mente y del sentir. Callar el constante monólogo interior es silenciarlo. Silenciarlo no es siempre eliminarlo por completo, porque ese constante monólogo tiene una función importante para la supervivencia; una función de indagación del medio, visto desde la perspectiva de los fracasos y éxitos que en el pasado se tuvieron y desde la expectativa de solucionar las carencias, evitando los errores del pasado. Esa es la función de las expectativas. Silenciar el monólogo constante interior es apartar del primer plano de la atención de la mente y del sentir el deseo y toda la corte de sus acompañantes. Quien conociendo la estructura de sus deseos y temores, la deja a un lado, -que equivale a silenciarla-, abre la posibilidad de desidentificarse de ella. Desidentificándose de esa estructura azarosa de deseos y temores puede ejercitar su mente y su sentir desde la gratuidad y acercarse a «eso absoluto que todo es». Quien silencia sus deseos/temores deja de vivir desde ellos e identificado con ellos y puede, así, vivir desde la dimensión absoluta de su existir. Esa dimensión absoluta de su existir no es nada externo a él, sino que forma parte de su realidad propia. En verdad esa dimensión absoluta es su naturaleza original, porque su propia naturaleza no es la interpretación que hace de sí mismo desde los deseos/temores y las expectativas. Lo que descubre quien silencia su deseo es que su realidad no es su modelación. Quien descubre que su realidad no es la modelación que hace de sí mismo, sino eso «otro» de su modelación, ese puede residir e identificarse con la realidad absoluta que es. Quien se asienta no en la interpretación que hace de sí mismo, sino en la dimensión absoluta que todo es, comprende que no ha venido a este mundo, que es esta inmensidad, porque la modelación que hace de ella regida por la necesidad y su vocero el deseo solo está en nuestra mente y en nuestro sentir, no existe ahí fuera. La modelación que hace de esta inmensidad una garrapata o un escarabajo, está en el sistema activo y perceptivo de esos insectos, no está ahí fuera. Igual ocurre con los humanos. Lo que realmente es y lo que todo es, trasciende toda modelación, sea animal, sea humana. Quien comprendiendo su verdadera realidad, se asienta en ella y vive desde ella, -que significa pensar, sentir y actuar desde ella-, sabrá que no es ninguna individualidad. Sabe que las categorías de sujetos y objetos son solo consecuencia de la interpretación que tiene que hacer de lo real para poder sobrevivir como animal necesitado que habla. Esas categorías son fruto de su modelación necesaria; como tales no están ahí. Sabe que ni él es una individualidad, ni lo real es un mundo de sujetos y cosas. Quien vive y se identifica con su ego y sus estructuras de deseos está sometido a un destino inflexible; está sometido a la estructura de deseos que le transmitieron sus mayores y que él mismo ha afianzado y confirmado con su obrar. Quien ya no vive y no se identifica con su ego y sus estructuras, ese es libre del destino inflexible de la consecuencia de las acciones de sus mayores y de su propio actuar. No hay libertad verdadera más que cuando la dimensión absoluta entra en el horizonte de nuestras vidas. La necesidad, y las formaciones de deseos en las que se concreta, someten, aunque dejen cierto margen de variación. Quien pone el fundamento de su mente y de su sentir en la dimensión absoluta, que es nuestra verdadera realidad, ese se sale de la separación, se sale de la dualidad que la necesidad precisa modelar para poder sobrevivir, y entra en la no-dualidad. En la no-dualidad no hay ni nacer, ni morir. En la no-dualidad cesan los enfrentamientos y solo hay unidad, paz, interés y reconciliación plena con todo. La reconciliación plena no es conformismo, sino aceptación, no rechazo, no condena. Quien utiliza su mente y su sentir desde la no-dualidad, sabe que no le falta nada, que no hay nada que conseguir. Continuará viviendo como un ser necesitado y simbiótico, pero con sobriedad y con total desprendimiento; con libertad, paz, y reconciliación. La no-dualidad arrastra inevitablemente al interés y servicio a toda criatura; lleva a interesarse por la marcha de la sociedad, de la cultura, del medio y de todo ser viviente y no viviente. La no-dualidad es unidad y la unidad es amor. El verdadero amor no es el sentimiento romántico, ni tiene ninguna conexión con la necesidad. El amor verdadero solo florece en la más completa gratuidad. Quien comprende su verdadera realidad entenderá y sentirá que la realidad del mundo de sus interpretaciones, de sus modelaciones no es otra que la realidad de «eso absoluto». Vivirá en profundidad que el mundo de nuestra dimensión relativa y el de nuestra dimensión absoluta no es una realidad con dos pisos, sino una única realidad que nuestra condición de vivientes necesitados que hablan precisa difractar para poder sobrevivir y cambiar cuando sea necesario o conveniente. Vivirá la dualidad y la pluralidad como la forma en la que se presenta para nosotros la única realidad que es. Vivirá su vida cotidiana con sumo interés, porque sabe que no es otra cosa que la dimensión absoluta; y la vivirá en suma paz y reconciliación y con total entrega de servicio a todo. ¿Cómo no hacerlo si no hay dos? Vivirá en un mundo en el que habrá enfrentamientos, porque continuará siendo un mundo de animales depredadores, pero esos enfrentamientos no serán profundos, porque sabrá que en verdad no hay nada que perder o que conseguir. Para fundamentar el cultivo de la cualidad humana no hemos necesitado partir de creencias o supuestos, nos hemos ceñido a los hechos y a su lógica. Con una larga experiencia de religión y de psicoterapia, Fernando nos propone superar una religiosidad supersticiosa (infantil) mediante una religiosidad cósmica (de madurez), con los pies en la tierra. Y lo concreta en cinco criterios muy sensatos; que abarcan tanto nuestra dimensión vertical hacia Dios (humildad y asombro) como nuestra dimensión horizontal (justicia y compasión humana). Una buena síntesis de nuestra posición religiosa y humana. (Gonzalo Haya)
Pensaba Albert Einstein que la religiosidad (o el “sentimiento religioso”, o la “mentalidad religiosa”) tiene dos modalidades diferenciales. Él las denomina religiosidad supersticiosa y religiosidad cósmica. La religiosidad supersticiosa se genera –a partir de las más remotas etapas de la evolución de la humanidad– desde el sentimiento de miedo: el temor de la criatura, incluso el pavor, a los designios implacables del Creador (“perdona a tu pueblo, Señor”, “no estés eternamente enojado”… cantábamos despavoridos en las procesiones y misiones populares del pasado siglo). Y los rezos, súplicas y oraciones estaban dirigidas a influir en el Ser Supremo para que cambiara sus designios… (Lo cual no deja de parecerle a Einstein una incongruencia, además de considerar su inutilidad fehaciente, por estar empíricamente demostrado que la marcha del mundo y de los procesos sociales y biológicos están regidos por leyes bastante independientes de las plegarias humanas). La religiosidad cósmica parte de otra mentalidad para la que rezar no consistiría en hablar, sino en escuchar. Quien reza desde esta mentalidad o este concepto de su Fe no pretende influir en los designios de Dios para que cambie en benevolencia su presunta crueldad, o sus actuaciones justicieras y vengativas. Lo único que se pretende con la oración, o con los rezos, es abrirsea lo inescrutable, es escuchar su Palabra (el Logos) a través de los aconteceres que envuelven el misterio del mundo. Y es confiar que es la genuina respuesta de la Fe (fides es la raíz etimológica de la confianza…). Confiar en una sabiduría y una bondad absoluta y transcendente. Tal vez no sea mala cosa reflexionar con Einstein… …Ni con Beltrand Russell, cuando afirma: “Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”. Pues, situándonos en el terreno de las personas inteligentes, me atrevo a sugerir que podría ser de provecho intelectual y moral un ejercicio saludable, siguiendo la línea de la duda metódica de Descartes: poner en duda, como método intelectal, algunas de nuestras convicciones, en este caso, la de la religiosidad que de toda la vida practicamos, si es auténtica o está falseada, o descafeinada, o trasnochada, o excesivamente rutinizada… Es por lo que propongo que nos pongamos en situación mental de duda cartesiana, y nos apliquemos, metódicamente, un test de autenticidad religiosa. Estos serían los ítems del test: Sigue el evangelio en el contexto de la subida a Jerusalén y la instrucción a los discípulos. La pregunta de los fariseos, tal como la formula Mc no es verosímil, ya que el divorcio estaba admitido por todos. Lo que se discutía eran los motivos que podían justificar un divorcio. En el texto paralelo de Mt dice: ¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo? Esto sí tiene sentido, porque lo que buscaban los fariseos era meter a Jesús en la discusión de escuela.
No podemos hablar de matrimonio sin hablar de sexualidad; y no podemos hablar de sexualidad sin hablar del amor y de la familia. Son los cuatro pilares del templo donde puede desarrollarse una verdadera humanidad. En las materias que más pueden afectar al progreso de lo específicamente humano, debemos aprovechar al máximo los últimos conocimientos de las ciencias humanas y no quedarnos anclados en visiones arcaicas, por muy espirituales que parezcan. Tampoco en esta materia hay verdades absolutas. El matrimonio es el estado natural de un ser humano adulto. En el matrimonio se despliega el instinto más potente del hombre. Todo ser humano es por su misma naturaleza sexuado. Bien entendido que la sexualidad es algo mucho más profundo que unos atributos biológicos externos, pene o pecho. ¡Cuánto sufrimiento se hubiera evitado y se puede evitar aún si se tuviera esto en cuenta! La sexualidad es una actitud vital instintiva que lleva al individuo a sentirse varón o mujer y le permite desplegar la naturaleza característica de cada sexo. La base fundamental de un matrimonio está en una adecuada sexualidad. Un verdadero matrimonio debe sacar todo el jugo posible de esa tendencia, humanizándola al máximo. La capacidad humana consiste en la posibilidad de darse al otro y ayudarle a ser él, sintiendo que en ese darse, encuentra su propia plenitud. En esta posibilidad de humanización no hay límites. Es verdad que tampoco los hay al utilizar la sexualidad para deshumanizarse. La línea divisoria es tan sutil que la mayoría de los seres humanos no llegan a percibirla. La diferencia está, no en los actos en sí, sino en la actitud de cada persona. Siempre que se busca por encima de todo el bien del otro y es expresión de verdadero amor, la sexualidad humaniza a ambos. Siempre que se busca en primer lugar el placer personal, utilizando al otro como instrumento, es deshumanizadora. El matrimonio no es una patente de corso, en el cual todo está permitido. Estoy convencido de que hay más abusos sexuales dentro del matrimonio que fuera de él, pero he tenido que dejar de decirlo porque escandalizaba. Hoy no tiene sentido hablar de matrimonio y sexualidad sin dejar claro lo que es el amor. Si una relación de pareja no está fundamentada en el verdadero amor, no tiene nada de humana. Pero lo realmente complicado es aquilatar lo que queremos decir cuando hablamos de amor. Se trata de una palabra tan manoseada que es imposible adivinar lo que queremos decir con ella en cada caso. Al más refinado de los egoísmos, que es aprovecharse de lo más íntimo del otro, también le llamamos amor. No es fácil descubrir lo que significa el amor. El único enemigo del amor es el egoísmo. El afán de buscar en todo el beneficio propio y personal, arruina toda posibilidad de unas relaciones verdaderamente humanas. Esta búsqueda de otro para satisfacer las necesidades de mi ego, anula todas las posibilidades de una relación de pareja. Desde la perspectiva hedonista, la pareja estará fundamentada en lo que el otro me aporta, nunca en lo que yo puedo darle. La consecuencia es nefasta: las parejas solo se mantienen mientras se consiga un equilibrio de intereses mutuos. Esta es la razón por la que más de la mitad de los matrimonios se rompen, sin contar los que hoy ni siquiera se plantean la unión estable sino que se conforman con sacar en cada instante el mayor provecho de cualquier relación personal. Desde estas perspectivas, por mucho que sea lo que una persona me está dando, en cualquier momento puedo descubrir a otra que me puede dar más. Ya no tendré motivos para seguir con la primera. También puede darse el caso de encontrar otra persona que dándome lo mismo, me exige menos. El amor consiste en desplegar la capacidad de darse sin esperar nada a cambio. No tiene más límites que los que ponga el que ama. Aquel a quien se ama no puede poner los límites. Pero la superación del falso yo y el descubrimiento de mi auténtico ser es limitado y debo reconocerlo sin ambages. Debemos tomar conciencia clara de cuál es la diferencia entre el servicio y el servilismo. Jesús dijo que tan letal es el someter al otro como dejarse someter. Si la pareja ha superado mi capacidad de aguante, debo evitar que me someta y aniquile. Desde nuestro punto de vista cristiano, tenemos un despiste monumental sobre lo que es el sacramento. Para que haya sacramento, no basta con ser creyente e ir a la iglesia. Es imprescindible el mutuo y auténtico amor. Con esas tres palabras, que he subrayado, estamos acotando hasta extremos increíbles la posibilidad real del sacramento. Un verdadero amor es algo que no debemos dar por supuesto. El amor no es puro instinto, no es pasión, no es interés, no es simple amistad, no es el deseo de que otro me quiera. Todas esas realidades son positivas, pero no son suficientes para el logro de mayor humanidad. Cuando decimos que el matrimonio es indisoluble, nos estamos refiriendo a una unión fundamentada en un amor auténtico, que puede darse entre creyentes o no creyentes. Puede haber verdadero amor humano-divino aunque no se crea explícitamente en Dios, o no se pertenezca a una religión. Es impensable un auténtico amor si está condicionado a un limitado espacio de tiempo. Un verdadero amor es indestructible. Si he elegido una persona para volcarme con todo lo que soy y así desplegar mi humanidad, nada me podrá detener. El divorcio, entendido como ruptura del sacramento, es una palabra vacía de contenido para el creyente. La Iglesia hace muy bien en no darle cabida en su vocabulario. No es tan difícil de comprender. Solo si hay verdadero amor hay sacramento. La mejor prueba de que no existió auténtico amor, es que en un momento determinado se termina. Es frecuente oír hablar de un amor que se acabó. Ese amor, que ha terminado, ha sido siempre un falso amor, es decir, egoísmo que solo pretendía el provecho personal interesado y egoísta. Los seres humanos nos podemos equivocar, incluso en materia tan importante como esta. ¿Qué pasa cuando dos personas creyeron que había verdadero amor y en el fondo no había más que interés recíproco? Hay que reconocer sin ambages que no hubo sacramento. Por eso la Iglesia solo reconoce la nulidad, es decir, una declaración de que no hubo verdadero sacramento. Y no hacer falta un proceso judicial para demostrarlo. Es muy sencillo si en un momento determinado no hay amor, nunca hubo verdadero amor y no hubo sacramento. Es muy corriente confundir el sacramento con el rito externo. Un sacramento es el resultado de la unión de un signo con una realidad significada. En este sacramento, el signo son las palabras que se dicen mutuamente los contrayentes. Lo significado es el verdadero amor. Si no hay amor, el signo que no significa nada, no es más que un garabato sin sentido. Puede haber verdadero amor sin sacramento. No puede haber sacramento sin auténtico amor. ¿Qué es lo que nos interesa? ¿que se quieran de verdad o la apariencia del rito externo? El domingo pasado decíamos que en Dios todos estamos identificados. Lo que intenta el sacramento es que descubramos esta realidad y la vivamos de manera especial con la persona que elegimos para compartir nuestra vida. Esta es la razón por la que el matrimonio se le ha considerado sacramento, es decir, signo del Amor que es Dios, desplegado entre dos seres humanos. Podíamos identificarnos con cualquiera, pero elegimos una persona y en esa relación especial con ella, pretendemos desplegar toda nuestra capacidad de amar. La formación de los discípulos, a la que Marcos dedica la segunda parte de su evangelio, abarca aspectos muy diversos y no se atiene a un orden lógico. Si el domingo pasado se habló de amigos y enemigos, y del problema del escándalo, el evangelio de hoy se centra en el divorcio. El relato contiene dos escenas: en la primera, los fariseos preguntan a Jesús si se puede repudiar a la mujer y reciben su respuesta (2-9); en la segunda, una vez en la casa, los discípulos insisten sobre el tema y reciben nueva respuesta (10-12).
Advertencia previa El evangelio de Mt, al contar este episodio, introduce un cambio fundamental: los fariseos no preguntan si «le está permitido al hombre separarse de su mujer», sino si «le está permitido separarse de su mujer por cualquier motivo. Con esto quieren que Jesús se decante entre dos escuelas rabínicas: la radical de Hillel, que solo acepta el divorcio en caso de adulterio, y la amplia de Shammay, que lo acepta por cualquier motivo. En Mc, el pasaje no tiene el sentido de debate entre escuelas. Primera escena: los fariseos y Jesús. La pregunta que le hacen resulta desconcertante, porque el divorcio estaba permitido en Israel y ningún grupo religioso lo ponía en discusión. Que el matrimonio es una institución divina lo sabe cualquier judío por el Génesis, donde Dios crea al hombre y a la mujer para que se compenetren y complementen. Pero el judío sabe también que los problemas matrimoniales comienzan con Adán y Eva. El matrimonio, incluso en una época en la que la unión íntima y la convivencia amistosa no eran los valores primordiales, se presta a graves conflictos. Por eso, desde antiguo se admite, como en otros pueblos orientales, la posibilidad del divorcio. Más aún, la tradición rabínica piensa que el divorcio es un privilegio exclusivo de Israel. El Targum Palestinense pone en boca de Dios las siguientes palabras: «En Israel he dado yo separación, pero no he dado separación en las naciones»; tan sólo en Israel «ha unido Dios su nombre al divorcio». La ley del divorcio se encuentra en el Deuteronomio, capítulo 24,1ss donde se estipula lo siguiente: «Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa...» Llama la atención en esta ley su tremendo machismo: sólo el varón puede repudiar y expulsar de la casa. En la perspectiva de la época tiene su lógica, ya que la mujer se parece bastante a un objeto que se compra y que se puede devolver si no termina convenciendo. Sin embargo, aunque la sensibilidad de hace veinte siglos fuera distinta de la nuestra (tanto entre los hombres como entre las mujeres), es indudable que unas personas podían ser más sensibles que otras al destino de la mujer. Este detalle es muy interesante para comprender la postura de Jesús. En cualquier caso, la ley es conocida y admitida por todos los grupos religiosos judíos. Por consiguiente, la pregunta de los fariseos resulta desconcertante. Cualquier judío piadoso habría respondido: sí, el hombre puede repudiar a su mujer. Pero Jesús, además de ser un judío piadoso, se muestra muy cercano a las mujeres, las acepta en su grupo, permite que le acompañen. ¿Estará de acuerdo con que el hombre repudie a su mujer? Así se comprende el comentario de Mc: le preguntaban «para ponerlo a prueba». Los fariseos quieren poner a Jesús entre la espada y la pared: entre la dignidad de la mujer y la fidelidad a la ley de Moisés. En cualquier opción que haga, quedará mal: ante sus seguidoras, o ante el pueblo y las autoridades religiosas. La reacción de Jesús es tan atrevida como inteligente. Él también pone a los fariseos entre la espada y la pared: entre Dios y Moisés. Empieza con una pregunta muy sencilla que se puede volver en contra suya: “¿Qué os mandó Moisés?” Y luego contraataca, distinguiendo entre lo que escribió Moisés en determinado momento y lo que Dios proyectó al comienzo de la historia humana. En el Génesis, Dios no crea a la mujer para torturar al varón (como en el mito griego de Pandora), sino como un complemento íntimo, hasta el punto de formar una sola carne. En el plan inicial de Dios, no cabe que el hombre abandone a su mujer; a quienes debe abandonar es a su padre y a su madre, para formar una nueva familia (1ª lectura). Las palabras de Génesis 1,27 sugieren claramente la indisolubilidad: el varón y la mujer se convierten en un solo ser. Pero Jesús refuerza esa idea añadiendo que esa unión la ha creado Dios; por consiguiente, «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Jesús rechaza de entrada cualquier motivo de divorcio. La aceptación posterior del repudio por parte de Moisés no constituye algo ideal, sino que se debió a «vuestro carácter obstinado». Esta interpretación de Jesús supone una gran novedad, porque sitúa la ley de Moisés en su contexto histórico. La tendencia espontánea del judío era considerar toda la Torá (el Pentateuco) como un bloque inmutable y sin fisuras. Algunos rabinos condenaban como herejes a los que decían: «Toda la Ley de Moisés es de Dios, menos tal frase». Jesús, en cambio, distingue entre el proyecto inicial de Dios y las interpretaciones posteriores, que no tienen el mismo valor e incluso pueden ir en contra de ese proyecto. Segunda escena: los discípulos y Jesús. Saca las conclusiones prácticas de la anterior, tanto para el varón como para la mujer que se divorcian. Las palabras: Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio, cuentan con la posibilidad de que la mujer se divorcie, cosa que la ley judía solo contemplaba en el caso de que la profesión del marido hiciese insoportable la convivencia, como era el caso de los curtidores, que debían usar unos líquidos pestilentes. En cambio, la legislación romana sí admitía que la mujer pudiera divorciarse. Por eso, algunos autores ven aquí un indicio de que el evangelio de Marcos fue escrito para la comunidad de Roma. Aunque en los cinco primeros siglos de la historia de Roma (VIII-III a.C.) no se conoció el divorcio, más tarde se introdujo. En mi comentario, desarrollaré el siguiente esquema:
Ayer: El divorcio en el siglo I en la cultura mediterránea y la alternativa de Jesús de Nazaret. Hoy: El divorcio en el siglo XXI en la cultura occidental y la propuesta de la “Amoris Laetitia”. Conclusión: El amor gratuito y servicial; meta y camino antidivorcio. ¿Desde dónde escribo? Soy creyente laica. Vivo en matrimonio desde hace 43 años. He dedicado muchas horas de mi vida profesional a terapia de pareja. Colaboro en los “Cursos para Novios” desde hace diez años. Seguí con mucho interés los preparativos y desarrollo de los dos Sínodos de los obispos sobre la familia en la comunidad eclesial y en el mundo y doy gracias a Dios por la Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” del papa Francisco sobre el amor en la familia. En el Evangelio de hoy, Marcos nos presenta a los fariseos haciendo a Jesús una pregunta difícil para ponerle a prueba. Es una pregunta sobre el divorcio. Si los fariseos hacen a Jesús esta pregunta-trampa es porque el divorcio era ya problemático en ese momento. El divorcio es muy problemático porque es muy importante para la persona. Preocupaba a la sociedad judía de entonces y nos sigue ocupando a nosotros ahora. El divorcio, como ruptura de una pareja humana, que se han unido por un amor que creían duradero y exclusivo, que se comprometieron con un proyecto vital común y descubren un día que la vida en pareja no es lo que soñaron, que la convivencia ha perdido sentido y se ha vuelto imposible, es un fracaso que acarrea muchos problemas. El divorcio ha sido y es un fracaso, un fallo, una herida en la evolución personal y de la pareja. La pregunta de los fariseos a Jesús es sobre el derecho del varón al divorcio (Deut, 24). Solo el varón tendría ese derecho. En tiempos de Jesús el supuesto del que se parte es la desigualdad, a favor del varón, entre hombre y mujer. La mujer es propiedad del varón y tiene que estar sometida y dependiente del marido como de soltera lo estaba del padre. Contra esa desigualdad responde Jesús: “Al principio de la creación Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó” (Gén 1, 27), y serán una sola carne (Gé, 2, 24). De modo que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido”. Y luego “en casa” a los discípulos les matiza la respuesta dada a los fariseos “si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro comete adulterio”. Así Jesús defiende la igualdad de derechos y deberes en el hombre y en la mujer. La desigualdad es antievangélica. Hoy, la igualdad entre el hombre y la mujer es un derecho y la libertad y la autonomía son valores irrenunciables de la persona con independencia del género. Hoy, ni la sumisión ni la resignación son coherentes con estos valores ni con nuestra cultura. De ahí la crisis del modelo tradicional de matrimonio. Este cambio antropológico-cultural exige la renovación de dicho modelo. Veamos cómo y en qué dirección. Plan originario: El Señor Dios se dijo: “No está bien que el hombre esté solo, voy a hacerle alguien como él que le ayude” (Gén 2, 18). Dios crea al hombre y la mujer y ve que es bueno (Gén 1, 31). Ser hombre y mujer iguales pero diferentes es bueno. La unión en una sola persona (proyecto común) es bueno. La ayuda mutua y el amor contra la soledad es bueno. Desde estos orígenes el matrimonio cristiano se concibe como comunidad de vida y amor. Unión por amor entre dos personas iguales en dignidad, derechos y deberes. La finalidad es la ayuda muta, una comunidad de vida y de amor para que los hombres sean felices y colaboradores libres y responsables en la transmisión de la vida humana. Además para el cristiano el amor matrimonial es encarnación y manifestación del Dios a los hombres. El matrimonio es sacramento del amor de Dios. Dios ha creado al hombre y a la mujer para que para la felicidad. Todo lo demás es “dureza de corazón”. Y lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre ni la mujer (Deut 24). Igualdad de derechos y deberes en la pareja. En el matrimonio el amor es origen, meta y camino. El ideal deseado y deseable es que este amor sea estable, duradero y exclusivo, solo a ti y para siempre. Es el ideal, el anhelo, al que la pareja humana tiende. A ese ideal se llega, o al menos te acercas, a través de un proceso coextensivo con la vida. La meta está clara pero el camino no es fácil, tiene dificultades y desafíos. Y para esa carrera hay que prepararse y usar todos los recursos disponibles que faciliten la tarea. El amor y la convivencia hay que “trabajarlos”. No se regalan. El matrimonio es un banco de prueba de la madurez personal y del amor gratuito y servicial, propio y específico de la naturaleza humana. Por eso, a más madurez en esta variable, más felicidad. Y si este ideal no se alcanza o fracasa el amor, hay que buscar alternativas para que la persona sobreviva al fracaso y siga siendo humanamente plena y feliz. Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad. En la Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” del Papa Francisco se aborda el amor en familia en la sociedad actual y se proponen medidas de prevención y tratamiento para los desafíos que hoy tiene que afrontar el matrimonio cristiano. Entre ellas destaco: Preparación al matrimonio: Curso prematrimonial. Más vale prevenir que curar. La mayoría de matrimonios son nulos de origen porque no saben lo que hacen. Falta de conocimiento y madurez. Catecumenado permanente. Acompañamiento pastoral en las primeras etapas y en momentos de dificultad: La madurez y la felicidad son un proceso de realización personal y de pareja coextensivos con la vida en matrimonio. Revisión de la Pastoral de divorciados vueltos a casar: Discernimiento acompañado. No bastan los principios universales. Necesidad de personalizar el hecho del fracaso en el amor matrimonial y búsqueda guiada de una alternativa exitosa. Atención a la fragilidad (vulnerabilidad) humana. Llevamos un tesoro en vasijas de barro: el ideal está claro, el conseguirlo es problemático. Ante la posibilidad de fracaso, aplicación del Principio Misericordia. Para cerrar: Es frecuente elegir como lectura en la celebración del sacramento del matrimonio el texto de 1 Cor, 13. Es una intuición genial porque es un texto “sapiencial”. Es el mejor resumen de cómo debería ser el amor en el matrimonio a base de: Generosidad, comprensión y fidelidad. Presenta el amor gratuito y servicial como meta y camino de la felicidad humana en el matrimonio. En el cónclave de marzo de 2013 que precedió a la elección de Francisco, el Cardenal Bergoglio tuvo interesantes intervenciones, alguna de ellas un tanto curiosa y poco conocida.
Al comentar el texto de Apocalipsis 3,20 donde se dice que el Señor está a la puerta y llama, Bergoglio afirmó que evidentemente el texto se refiere a que Jesús golpea la puerta desde fuera para entrar. Pero añadió que él pensaba en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. Sin duda esta interpretación puede escandalizar a muchos biblistas pero es una idea interpelante, porque, como añade Berglogio, la Iglesia autorreferencial pretende retener a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir. Dicho de otro modo, hemos encerrado a Jesús dentro de doctrinas, leyes, ritos, templos, palacios episcopales y estructuras del pasado. Tenemos a Jesús prisionero durante siglos en la Iglesia de cristiandad, occidental, medieval, feudal, inquisitorial, colonial, diplomática, poderosa, antimoderna, absolutista, burguesa, patriarcal, centralista y elitista. Jesús ha quedado encerrado en estructuras eclesiales que lo alejan de la gente pobre y sencilla del pueblo, de los niños y las mujeres, de campesinos y pecadores, de los migrantes y refugiados, de todos los que en todas las culturas y religiones buscan la verdad. Jesús desea salir a la calle, no quedar prisionero del pasado, recorrer caminos nuevos, pisar tierra, ir a las fronteras, oler a oveja, a polvo, sudor y lágrimas, escuchar el clamor del pueblo, dialogar, abrazar, besar, dar la mano, curar, bendecir, decir palabras de aliento, perdonar, consolar, anunciar el Reino, generar esperanza y alegría, dar vida, pues solo él posee el Espíritu sin medida. Hemos de liberar a Jesús de tantas prisiones en las que lo hemos encerrado a lo largo de los siglos, recuperar la frescura de su evangelio, volver a Galilea, escuchar su voz profética contra los actuales hipócritas y explotadores del pueblo, contra los nuevos mercaderes del templo, volver a recuperar al Jesús artesano nazareno, peligroso y desconcertante, capaz de confiar en su Padre, de morir y resucitar. Pero liberar a Jesús no equivale a afirmar “Jesús sí, Iglesia no”, sino que implica formar una Iglesia no autorreferencial, sino en salida, evangélica, transparente, con sandalias o descalza, pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal, comprometida en la liberación de las personas y de la creación, interpelada por el dolor de las víctimas, alegre con la alegría del Espíritu. La Iglesia no puede sustituir a Jesús, ha de fomentar el encuentro personal con él. Sólo cuando hayamos liberado a Jesús de estas prisiones y le hayamos dejado salir al mundo de hoy para escuchar al pueblo, podremos abrirle la puerta, dejarle entrar en nuestra casa, cenar con él y él con nosotros. Bergoglio en el cónclave de 2013 ya anunciaba su futura hoja de ruta pastoral y el estilo de una Iglesia en salida. Quizás por esto fue elegido Papa y quizás por esto mismo, otros le rechazan hoy. Pero lo que sí es cierto es que el Señor sigue llamando a la puerta: ¿quiere entrar o quiere salir? Los primeros críticos de la moral fueron Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso, mucho antes que Nietzsche. Para aquellos dos judíos, la moral no hace bueno al hombre sino que le vuelve fariseo. Como su conducta no es la de los que obran mal, se siente con derecho a juzgar a éstos y a sentirse superior a ellos. Pero, como solo Dios es superior a los hombres y solo Él puede juzgarlos, el hombre moral acaba siendo un ególatra que se pone nada menos que en el lugar de Dios. La carta a los romanos, y las parábolas del fariseo-publicano y del “hijo pródigo” dan buena cuenta de eso.
A esta crítica personal, Nietzsche añadirá otra de dimensiones más sociales: la moral efectivamente vuelve fariseos a los que la practican pero, además, convierte en “aprovechados” a todos aquellos que la dictan y en resentidos a aquellos a los que se les impone. Quizá sea bueno recordar eso en momentos en que los niveles morales de nuestra sociedad parecen estar bajo mínimos. Hemos convertido la libertad en hacer lo que me da la “real” gana y el respeto a los derechos humanos en vindicación de los deseos propios. Dos perversiones muy difíciles de arrancar porque son provechosas a nuestro sistema económico que, en buena parte, se alimenta de ellas. Así se instala la “triple C” que nos envuelve (crecimiento, corrupción, consumismo,) y que nos convierte en simples esclavos anestesiados. Reconocida sin paliativos nuestra degradación social, quisiera advertir, no obstante, sobre el peligro de que la Iglesia reaccione ante ella en la forma “moral” criticada al principio. A veces, en conversaciones con gente que presume de “católica” he oído juicios sobre el aborto o la homosexualidad que me escandalizan más de lo que puedan disgustarme las realidades criticadas por ellos. Apelan entonces a TV13 y a Radio María: no las he oído nunca, pero quisiera expresar mi temor de que queriendo (quizás con buena voluntad) hacer cristianos a sus oyentes, los hagan simplemente fariseos. Jesús escandalizó mucho más a los “bien-pensantes” de su época que a los llamados “pecadores” (y eso a pesar de que Jesús despedía a estos últimos con las palabras: “no peques más”). Fueron aquellos, y no éstos, los que lo llevaron a la muerte y no pararon hasta conseguir, no solo quitarlo de en medio sino además con un castigo ejemplar. Tan ejemplar que quizás incluso nosotros los que creemos en Él, ya no nos atrevemos a seguirle en este punto. Y me pregunto si la historia de su Iglesia no está más llena de fariseísmo que de verdadero seguimiento del Maestro. Estos datos nos acercan a uno de los grandes dramas e incógnitas de la vida humana: por supuesto que existen entre nosotros el bien y el mal. Pero solo merece el nombre de bien aquello que brota desde la más profunda libertad y sin otra motivación que la atracción de ese mismo Bien. He citado muchas veces un agudo comentario de Agustín de Hipona: “si alguien obra bien por miedo al infierno, ése no es bondadoso sino miedoso”. La pregunta ulterior para nosotros es cómo llegar a hacer el bien no por motivos de temor o busca de superioridad (que repito: nos harán fariseos reprimidos más que personas buenas), sino por amor al mismo Bien. Platón, que percibió también este problema, predicó la hermosura del Bien y el atractivo de esa “Idea del Bien”. Algo es algo, pero Jesús se atrevió a ir más lejos: hay una realidad en nuestras vidas capaz de sacar lo mejor de todos nosotros, y es sencillamente el amor. Por otro lado, no hay realidad que necesitemos más y que nos realice más (una madre me contaba hace poco, la pregunta inesperada de su hija de 13 años: “mamá tú ¿me quieres?”). “Palabra grande, realidad más grande”, decía Agustín del amor. Pero ocurre que esa realidad la encuentran muy pocos, y muchos la encuentran falseada. Aquí interviene la “buena noticia” que vino a traer Jesús: a aquello que es la Realidad más Seria, más Última y más Definitiva, puedes dirigirte con la palabra que exprese más ternura, más cercanía y más confianza. Jesús, en su época, eligió la palabra “Abbá”. Pero más que la literalidad oral importa en ella el espíritu interior. Si de veras llegamos a creernos amados y sin retorno por Dios, ese mensaje sacará lo mejor de nosotros que tan poca cosa somos. Uno va descubriendo en la vida que hay personas que sacan lo mejor de aquellos con quienes tratan y otras que tienen la desgracia de sacar lo peor de los demás (lo cual, además, les confirma sus juicios negativos sobre ellos). Y acaba descubriendo que, en el fondo de esa doble reacción, está el que las personas nos sintamos queridas o nos sintamos agredidas en nuestro encuentro con los demás. En cualquier caso, solo la bondad y no la moral, construirá una sociedad más convivible de la que hoy soportamos. Por ahí va la importancia social del mensaje de Jesús. Aunque, como no todo es perfecto en esta vida, el amor tiene muy buena delantera pero una defensa débil. Le meten bastantes goles. Pero acaba ganando el partido. Desde joven me ha movido el anhelo y la determinación por llegar a comprender qué somos y, posteriormente, la invitación y el gusto por compartirlo. Podría decir que todo lo que escribo y todo lo que hablo no busca otro objetivo, sino el de ayudar a comprender y a vivir lo que somos. Por escrito y de palabra me apasiona ofrecer claves teóricas y herramientas psicológicas y meditativas que faciliten tal comprensión.
¿Cómo favorecer la comprensión de lo que somos y, en último término, la comprensión de lo real? Desde la antigüedad, los sabios han mostrado que la clave se hallaba contenida en la respuesta a la primera y decisiva cuestión: ¿quién soy yo? Y han propuesto una aproximación no-dual a lo real. Ambas cuestiones constituyen dos pilares fundamentales de la llamada sabiduría o filosofía perenne: la centralidad de la pregunta “¿quién soy yo?” y la afirmación de la naturaleza no-dual de lo real. Ambas claves sostienen también la estructura de este nuevo libro, cuya novedad radica en el recurso a la metáfora como vehículo pedagógico. A través de ella intento expresar, del modo más sencillo posible, la naturaleza no-dual de lo real y responder a la cuestión decisiva: ¿Quiénes somos?, ¿qué es lo realmente real? Tal como indica su propia etimología, la metáfora (meta = más allá, pherein = llevar), gracias a su capacidad evocadora, posee la virtualidad de trasladarnos más allá de lo que aparece a primera vista, más allá de lo que puede ser captado por la mente. A partir de una imagen sencilla, nos abre la puerta para acceder a la dimensión más profunda de nuestro ser. Al mismo tiempo, la metáfora facilita la comprensión de conceptos que, por su novedad, podrían resultar no fáciles de entender. Por ese motivo, me parece que el libro puede resultar asequible incluso para quienes nunca se hayan aproximado a estas cuestiones. Presento setenta metáforas que abordan temas vitales: nuestros miedos y nuestras certezas, el camino de la liberación del sufrimiento, la comprensión de lo que somos, la raíz de nuestra ignorancia y la fuente de toda confianza, las creencias y la verdad, nuestras ideas acerca del “bien” y del “mal”, el funcionamiento de la mente, la confusión entre lo real y lo aparente, el falso dilema entre libre albedrío y determinismo, el elogio de la libertad, la comprensión y vivencia del amor, la fuente de la transformación… Todas ellas, sin embargo, orbitan en torno al eje siempre central: ¿quién soy yo? Este es el verdadero trasfondo de todas las metáforas, porque es el único camino de la auténtica indagación. El camino de la verdad empieza por la indagación rigurosa y lúcida acerca de nuestra verdadera identidad. Porque de la respuesta a esta primera cuestión dependerán absolutamente todas las demás. Según el modo como me vea a mí mismo, así veré a los otros y al conjunto de lo real. Las metáforas quieren ser un medio que despierte la búsqueda y aliente la sabiduría: operan, así, como puertas que abren a la comprensión, recordatorios de lo que hemos olvidado, en definitiva vehículos que nos trasportan más allá de lo que aparece a primera vista para mostrarnos lo que somos. Así nos muestran, por ejemplo, que somos el cielo y que todo lo demás es el clima; que somos un remolino que ha olvidado que es agua, que somos a la vez la ola y el mar, el baile y el bailarín… Y que la realidad es, al mismo tiempo, vida y seres vivos, lo que es y lo que pasa, dulzor y miel, estación y trenes que circulan… Al tratarse de metáforas, el libro ofrece diferentes niveles de lectura: puede leerse como una primera aproximación a la no-dualidad, o como medio para profundizar en lo comprendido. Incluso como material susceptible de ser utilizado para trabajar en grupo o con jóvenes que se inician en la comprensión. Quiero señalar también que el libro ha sido enriquecido con unas cuidadas y preciosas ilustraciones, obra del diseñador gráfico Javier Abril del Diego, a quien también aquí quiero expresar mi más cálida gratitud. Si la metáfora nos “traslada más allá”, la imagen le ofrece un plus de evocación y gusto. Deseo de corazón que la comprensión, de la mano de las metáforas, nos traslade a “casa” de la que, paradójicamente y a pesar de las apariencias, nunca nos habíamos alejado. Porque, tal como escribe Fidel Delgado en el Prólogo, “dichoso quien se sabe en camino y en casa a la vez”. |
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