Se ve claramente que estamos ante una disyuntiva respecto a la cual cabe tomar una opción o, por lo menos, sería bueno que lo hiciéramos. Si fuera yo quien tuviera que dar respuesta, no me cabe la menor duda de que me inclinaría clarísimamente por lo segundo. Porque creo que el mar, como cualquier otro elemento geográfico, no sigue una lógica racional tal y como acostumbra a suceder normalmente en la mayoría de las actuaciones de los humanos. Sigue sencillamente las leyes de la propia naturaleza, de la cual forma parte. En cambio, las personas sí que tenemos maneras de actuar que en ciertos momentos no cuadran con aquello que el sentir común admitiría como normal y como lógico, a sabiendas de que sí que poseemos la capacidad de cambiar el rumbo y el sentido de dichas actuaciones, principalmente cuando nos pueden producir daño a nosotros mismos o también a unos terceros, más aún cuando estos son indefensos.
Hace unos días fue el Aquarius, después han sido otros barcos, a pesar de que la cosa ya viene de atrás, pues anteriormente fueron otras embarcaciones parecidas llenas de gente que acabaron de manera casi igual o semejante y me temo que, si Dios no lo remedia, la cosa no pinta nada bien para que el drama pueda llegar a su fin. Quizás lo ocurrido con dicho barco supuso un punto de inflexión en el sentido que era como pasar la famosa línea roja que nunca debiera de haberse traspasado. No me voy ahora a prodigar en calificativos hacia las personas que vetaron que dicha embarcación pudiera recalar en los puertos propios del país que, por razones de cercanía principalmente, tenía la obligación moral de dar el “plácet” para que así pudiera suceder. No lo hago porque creo que el problema es complejo, pero nunca tanto como para despreciar de manera tan burda los valores de la más elemental humanidad. Por ello, creo que lo que sucedió en este caso, en otros anteriores y en los que desgraciadamente vendrán no es achacable, ni mucho menos, a elementos naturales, del mar en este caso, sino a la sinrazón, aunque para mí la palabra más acertada sería “locura”, a la cual hemos llegado muchos de los seres humanos. Locura como la que consiste en negar socorro y auxilio a personas que vienen huyendo de países pobres, por una u otra razón, en este caso a través del mar en unas embarcaciones degradadas muchas veces en grado extremo o hacinadas como si fueran animales. Ya sé que podríamos sacar ahora a colación una y mil razones para justificarnos con aquello de que, si no se para, las mafias irán cada vez a más, o que los gobiernos de los países de los cuales proceden se desentienden sin el más mínimo sentido de culpabilidad, etc. Pero mientras tanto, ¿no os parece que no tenemos el más mínimo pudor a la hora de preparar con un esmero y cuidado muy especiales algunos de nuestros puertos donde acabarán atracando yates y embarcaciones ataviados de los últimos sistemas en cuanto a estética, comodidad y apariencia, entre otros? Yates y embarcaciones que servirán de recreo a propios y extraños, es decir, a gente del país, pero también a otras personas venidas de fuera, a quien no solamente no se nos ocurre calificarlos como emigrantes, sino que además les ponemos todo tipo de “alfombras”, dígase trato de cortesía especial, de facilidades de todo tipo, de agasajos y congratulaciones y así todo un largo etc., tan largo como podáis imaginar. Y quien dice yates, puede añadir también esos inmensos cruceros preparados hasta el último detalle para que gente de aquí y de allá puedan disfrutar de todos los encantos que encierran y conocer nuevas ciudades y lugares naturales de especial atracción, etc. Para estos y aquellos no solamente no existe el más mínimo veto, sino que incluso que les ofrece todas las facilidades habidas y por haber para que puedan atracar en nuestros puertos. Son “personas”, se dice, que dejan dinero y dan un aire especial a las ciudades que visitan. En cambio, los otros son “gente” que crean problemas y que no generan más que gastos en el lugar donde llegan. Y ya no hablemos de muchas de nuestras playas: limpias e impolutas hasta el máximo posible, para que “los hombres y mujeres” que lleguen a ellas tomen cómodamente el sol, que nadie niega que sea saludable, por cierto, disfruten de sus aguas, practiquen algunos de sus deportes o juegos favoritos, etc. Mientras tanto, en otras, normalmente menos limpias, o bastante sucias en muchos casos, para ser más exactos, acaban recalando “gente” que viene huyendo o buscando una forma de vida mejor; haciéndolo normalmente en momentos contrarios al caso anterior, es decir, de noche y a oscuras, pues son estos sus mejores aliados para intentar conseguir lo que pretenden. Sí; así es en general la mayor parte de nuestro Mediterráneo. Aunque pienso que sería más justo decir que así no es el mar, sino la gente que junto a él vivimos. Por ello, me ratifico en que no es una paradoja del mar, sino una locura de los humanos.
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Querido Oibas: Espero que sepas perdonarme por venir a importunarte; te cuento:
Tengo un amigo, llamado Ubaldo, que es hombre inquieto, de no muchos estudios y con notoria inteligencia natural. Él cree que yo sé más de lo que yo sé y me acribilla a preguntas; la mayoría de las veces no atino a darle respuesta certera, como me pasa ahora. Y es que, en casi todo, soy yo tan lego como lo es él. Y ocurre además que, en los asuntos que a Dios se refieren, ambos tenemos una visión pueril, casi la de nuestra infancia. Así que vengo aquí esperanzado en que tú me eches una mano en esto de aclararle las cosas a Ubaldo y, de paso, también a mí. El otro día me vino Ubaldo con que había leído que, no hace mucho, un obispo excomulgó a un matrimonio, pues en su casa se decían misas sin cura (simulacros de misas, creo que las llamaba el obispo en su alegato excomulgatorio). Ubaldo se interesó vivamente por aquel asunto y, en respuesta, me lanzó un cúmulo de dudas, preguntas y comentarios. Te los resumo: A los comienzos, Ubaldo estaba dominado por la idea de que los curas tienen mucho poder; bueno, después de hablar un rato los dos, resultó que en lo del poder de los curas había tres componentes: el poder que ellos realmente tienen, el que creen tener y él que nosotros creemos que tienen; a los dos últimos los daba él por seguros, del primero dudaba un tanto. Y es que, se preguntaba, ¿tan importantes son los curas que el propio Jesús no puede personarse, en la misa, si no es invocado por un cura? y, aún más, ¿cómo es que Jesús se ve obligado a bajar de inmediato cada vez que un cura se lo demanda? (con la pertinente formula litúrgica, por supuesto). Alguien nos dijo que en esto las cosas funcionar de acuerdo con lo que en latín llaman “ex opere operato” (aplicado a los sacramentos, significa que son eficaces por sí mismos, que sus efectos no dependen ni de quienes los administran ni de quienes los reciben); nos quedamos aturdidos, confusos con aquel automatismo, pues nos parecía, y sabrás perdonar la forma chanflona de expresarme, como si estuviéramos hablando de una máquina tragaperras, de la que, al meter la moneda, sale automáticamente la chocolatina. Era evidente que algo importante se nos estaba escapando, que todo eran dudas y conflictos con la ortodoxia eclesiástica. En otro momento, me dijo Ubaldo que en eso del personarse Jesús estaba él un tanto confuso, pues si, como es bien sabido, Dios está en toda partes, Ubaldo opinaba que allí, en la misa, también había de estar, y ello desde el principio, sin necesidad de que se le invocase. Entonces Ubaldo dio en suponer que, quizá, para poder salir del atolladero en el que se estaba metiendo, habría que distinguir entre: que Dios estuviera presente entre nosotros, que de seguro lo estaba, y que nosotros lo percibiéramos; y me decía Ubaldo que de nada nos ha de valer lo primero sin lo segundo y que, por ello, habíamos de ir tras de esto último, es decir, del ir en pos de percibir la indudable presencia de Jesús. Reincidiendo en lo de la presencia de Jesús en la misa, decía Ubaldo que, si antes de la lectura del Evangelio el cura dice “El Señor esté con vosotros” (alguno dicen está, en vez de esté, que parece más acertado), resulta entonces que lo de que el Señor ya está por allí es cosa admitida, por lo que cabe imaginarse, decía Ubaldo, con humor irreverente, que “el Jesús que llega con la consagración quizá sea otro Jesús, uno distinto del que ya estaba”. Dijo también Ubaldo que lo que no le parecía de recibo era lo que le tenía oído a un cierto clérigo, que venía a ser algo así como que Jesús está: a los comienzos de un modo difuso, tenue, liviano y luego, tras la plegaria eucarísticas, más vigoroso, como concentrado, con perdón. Ubaldo tampoco entendía que, sabiendo lo mucho que Jesús nos amaba, como era posible que no accediera a hacerse presente entre los asistentes a la misa hasta no ser llamado ritualmente por un cura. Así que no le cabía a él en la cabeza como era que la Iglesia hubiera establecido que los curas tienen ese poder y que, además, son los únicos que lo tienen; y, entonces, vinimos los dos a pensar que la cosa había de tener su origen en aquello de “lo que ates en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos” (Mateo 16,19) y a que la Iglesia había hecho un uso inmoderado de ello. Ubaldo dijo entonces que, de seguro, Jesús se había pillado los dedos con aquella promesa, pues le estaba trayendo muy malas consecuencias, salvo, dijo, que la tal promesa hubiera sido mal entendida, que todo era posible y añadió irónicamente: bueno, todo no, que parece que la Iglesia no puede equivocarse (otra promesa, parece). Así que algo importante se nos escapaba también ahora. Aunque de distinto carácter, Ubaldo también me hizo la siguiente reflexión acerca de la misa: él estimaba que en poco se parecen nuestras misas a lo que debió ser la Última Cena, que en las misas hay rito, ceremonia preestablecida, liturgia, orden, seriedad, recogimiento, respeto y veneración hacia un personaje muy importante, Jesucristo Rey del Universo y, sin embargo, aquella cena debió ser un acontecimiento franco en el que primó la espontaneidad, los abrazos cálidos entre amigos, la camaradería y la atenta escucha al maestro-amigo Jesús de Nazaret ¿Y dicen, decía Ubaldo, que las misas reproducen la Cena del Señor? ¿Qué reproducir, copiar, imitar, calcar, repetir, duplicar es ese?, ¿Con que criterio se puede detectar? En estas estamos Ubaldo y yo, amigo Oibas, llenos de dudas, incertidumbres, titubeos. Así que, animado por tu buena disposición para conmigo, te pido que te animes a darme respuestas apropiadas a las dudas de Ubaldo y que, aunque pudiera ser mucho pedirte, intentes hacerlo a la pata la llana, que no han de alimentarnos doctas explicaciones, que son difíciles de entender para nosotros. Espero que esto último no te sea muy trabajoso; recuerda aquello de: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”, Lucas 10, 21. La reflexión que hago a continuación nació a partir de un artículo publicado hace algunos meses en las páginas web de la Federación Europea de sacerdotes católicos casados, cuyo autor es Joe Mulroney. Con el debido respeto que el autor se merece, he tomado sus puntos de vista para ampliarlos en nuestro contexto.
1.- Joe, plantea que no queremos un cura que este desvinculado de la comunidad cristiana y del servicio que debe prestar a la misma. Mario, añade que la vocación al servicio nace en la familia cristiana, miembro de la comunidad, la familia es el componente más importante de la sociedad y por supuesto de la comunidad. 2.- Joe, no queremos que el servidor de la comunidad sea separado de ella para la formación y separado de ella durante seis años para su preparación, porque la maduración como líder de la comunidad se adquiere en ella. Mario, verdad que la maduración se adquiere en la comunidad, pero necesita el refuerzo del conocimiento específico en un centro de estudios, que complete los conocimientos generales, teológicos y de las sagradas escrituras. La realidad actual es que los seminarios y casas de formación se encuentran vacíos en algunos lugares, lo cual obliga a las autoridades eclesiástica a planificar nuevas formas de nucleación vocacional y formación. 3.- Joe, señala que la espiritualidad debe estar encarnada en la realidad, no debe ser advenediza, ni valerse del lema: alquile un cura. Mario, de igual manera la espiritualidad debe nacer en la familia cristiana, manteniendo los valores de la solidaridad, el amor, el respeto, el conocimiento del evangelio, la oración. Recordar que Jesús todos los días se retiraba a meditar. 4.- Joe, no queremos un cura que vea su responsabilidad como un cargo, que se sienta agobiado por ese cargo. Mario, la responsabilidad de estar al frente de la comunidad, nace del compromiso adquirido por el servicio, del amor al prójimo. La responsabilidad en la comunidad se debe compartir, formando los debidos ministerios, de manera que exista participación de los laicos, y las mujeres. Se debe organizar un consejo pastoral. 5.- Joe dice, no queremos un cura ministro de hacienda Mario, no sentirse dueño de la comunidad y administrar como hacienda, considerando siervos a sus miembros. No se debe ser un administrador de los sacramentos con tarifas comerciales. 6.-Joe, no queremos expertos en teología y derecho canónico, debe ser experto en el conocimiento de las sagradas escrituras, que prepare las homilías, para hacer accesible la palabra de Dios. Mario, el servicio a la comunidad nos exige una preparación y capacitación permanente, con preferencia en las sagradas escrituras, la doctrina de la iglesia. Algunos pastores señalan que en una mano debemos tener la biblia y en la otra el periódico, el diario matutino. 7.-Joe, no queremos un cura encargado de gasolinera, cuya tarea es decir misa y administrar sacramentos. Jesús encargo a los apóstoles el anuncio del reino de Dios y su justicia, la buena nueva, Mc. 16,15 “Id por todo el mundo a predicar la buena noticia a toda la creación”. La fracción del pan fue el culmen del trabajo cotidiano de la comunidad. Los sacramentos fueron instituidos por la iglesia más tarde. 8.- Joe, no queremos un cura célibe. El cura puede ser célibe o no, no debe ser visto como parte del ministerio presbiteral. Psicológicamente esto coloca fuera de una parte de la vida de la comunidad. Mario, en muchos lugares del mundo católico las comunidades ya aceptan a los sacerdotes casados, ya no es escandalo ver al sacerdote con familia. Para el bien de la comunidad y para una mejor integración el presbítero del futuro debe tener familia, sin menospreciar la opción por el celibato. 9.-Joe, no queremos un cura que no sea representativo de la comunidad Mario, la representación de la comunidad lo da la misma comunidad, de acuerdo a su compromiso y testimonio, la comunidad tiene su propia organización, y normas establecidas. 10.-Joe, no queremos un cura sumiso/a, un hombre o mujer del si, impenetrable e inflexible bajo una ley y un mandato episcopal. Mario, en la época de las primeras comunidades cristianas los obispos fueros los más comprometidos, hasta dar la vida por el evangelio, las comunidades nombraban a los obispos, a los mejores servidores. 11.- No queremos un cura sabelotodo. Queremos un cura aprendiz de la vida, capaz de disfrutar con su comunidad, como el padre de familia, en Mt,13, de forma que encuentren cosas nuevas y cosas antiguas en el almacén del reino de Dios. Mario, la sabiduría aparece del testimonio, del contacto y experiencia de los miembros de la comunidad, del conocimiento de la realidad, de la investigación, de la convivencia con los pobres. 12.- Joe, No queremos un individuo que lleve signos de superioridad y aislamiento. La vestimenta y el estilo de vida deben ser como los de la comunidad. Mario, el clericalismo ha hecho mucho daño a la comunidad, debemos despojarnos de esa coraza que nos hemos impuesto desde hace siglos y aleja del pueblo 13.- Joe, no queremos un purista de la liturgia, donde las rubricas sean más importantes que el contenido. Mario, Jesús, los apóstoles celebraban la fracción del pan en las casas de la comunidad, cumplieron su mandato: “hagan esto en memoria mia” 14.- Joe, no queremos un cura cuya visión sea limitada por lo que siempre hemos hecho. Se necesita imaginación, pensamiento fuera de lo cerrado, de forma que con sentido de la historia podamos aprovechar la vida, cambiar realmente la tradición de nuestra comunidad. Se necesita una perspectiva desde la que adentrarnos con audacia en el futuro. Mario, ante una sociedad trastornada y desviada de los preceptos divinos, el presbítero de hoy tiene que trabajar y luchar por el reino de Dios y su justicia, por la recuperación de los valores, por la renovación de la iglesia y el mundo, como señalo el Papa Juan XXIII. 15.- Joe, no queremos alguien que se ve así mismo/a como otro cristo. Esta arrogancia eleva al cura por encima del pueblo de Dios, del cuerpo de Cristo. El solo preside desde el altar como representante de la comunidad Mario, Jesús y los apóstoles practicaron la humildad y el servicio a los demás. El presbítero del futuro debe dar ejemplo de lo que predica, ser coherente con las enseñanzas del evangelio. Considero que estas reflexiones son el inicio de una búsqueda sincera de los caminos nuevos que nos plantea la historia de la iglesia y del cristianismo. Para responder al servicio que las comunidades nos exigen y dar respuesta a la situación actual de la sociedad que debe recibir el mensaje de Jesús. Espero de vuestras observaciones y aportes para enriquecer este tema de interes El domingo pasado nos recordaba el evangelio de Marcos dos ejemplos de fe: el de la mujer con flujo de sangre y el de Jairo. Hoy nos ofrece la postura opuesta de los nazarenos, que sorprenden a Jesús con su falta de fe.
Éxito en Cafarnaúm Resulta interesante comparar lo ocurrido en Nazaret con lo ocurrido al comienzo del evangelio: también un sábado, en Cafarnaúm, Jesús actúa en la sinagoga y la gente se pregunta, llena de estupor: «¿Qué significa esto? Es una enseñanza nueva, con autoridad. Hasta a los espíritus inmundos les da órdenes y le obedecen.» Enseñanza y milagros despiertan admiración y confianza en Jesús, que realiza esa misma tarde numerosos milagros (Mc 1,21-34). Fracaso en Nazaret Otro sábado, en la sinagoga de Nazaret, la gente también se asombra. Pero la enseñanza de Jesús y sus milagros no suscitan fe, sino incredulidad. La apologética cristiana ha considerado muchas veces los milagros de Jesús como prueba de su divinidad. Este episodio demuestra que los milagros no sirven de nada cuando la gente se niega a creer. Al contrario, los lleva a la incredulidad. Los milagros de Jesús han representado un enigma para las autoridades teológicas de la época, los escribas, y ellos han concluido que: «Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios por arte del jefe de los demonios» (Mc 3,22). Los nazarenos no llegan a tanto. Adoptan una extraña postura que no sabríamos cómo calificar hoy día: no niegan la sabiduría y los milagros de Jesús, pero, dado que lo conocen desde pequeño y conocen a su familia, no les encuentran explicación y se escandalizan de él. Jesús, motivo de escándalo En griego, la palabra «escándalo» designa la trampa, lazo o cepo que se coloca para cazar animales. Metafóricamente, en el evangelio se refiere a veces a lo que obstaculiza el seguimiento de Jesús, algo que debe ser eliminado radicalmente («si tu mano, tu pie, tu ojo, te escandaliza… córtatelo, sácatelo»). Lo curioso del pasaje de hoy es que quien se convierte en obstáculo para seguir a Jesús es el mismo Jesús, no por lo que hace, sino por su origen. Cuando uno pretende conocer a Jesús, saber «de dónde viene», quién es su familia; cuando lo interpreta de forma puramente humana, Jesús se convierte en un obstáculo para la fe. Desde el punto de vista de Marcos, los nazarenos son más lógicos que quienes dicen creer en Jesús, aunque lo consideran un profeta como otro cualquiera. Asombro e impotencia de Jesús A Marcos le gusta presentar a Jesús como Hijo de Dios, pero dejando muy clara su humanidad. Por eso no oculta su asombro ni su incapacidad de realizar en Nazaret grandes milagros a causa de la falta de fe. Adviértase la diferencia entre la formulación de Marcos: «no pudo hacer allí ningún milagro» y la de Mateo: «Por su incredulidad, no hizo allí muchos milagros». Nazaret como símbolo Los tres evangelios sinópticos conceden mucha importancia al episodio de Nazaret, insistiendo en el fracaso de Jesús (la versión más dura es la de Lucas, en la que los nazarenos intentan despeñarlo). Se debe a que consideran lo ocurrido allí como un símbolo de lo que ocurrirá a Jesús con la mayor parte de los israelitas: «Sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa desprecian al profeta». Recorrió después las aldeas del contorno enseñando Jesús ha fracasado en Nazaret, pero esto no le lleva al desánimo ni a interrumpir su actividad. Igual que Ezequiel (1ª lectura), le escuchen o no le escuchen, dejará claro testimonio de que en medio de Israel se encuentra un profeta. ¿Nos parecemos a los de Nazaret? Nuestra educación cristiana ha insistido mucho en la caridad. Podríamos sintetizarla, y con razón, en las palabras: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado», o «Trata a los demás como tú quieres que te traten. Esta es la síntesis de la Ley y los Profetas». Pero los evangelios dan también una importancia enorme a la fe en Jesús. No a la fe en Dios, común a todas las religiones monoteístas, sino a la fe en Jesús. «Esto ha sido escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo en él, tengáis la vida eterna», termina el cuarto evangelio. El pasaje de hoy nos obliga a examinar nuestra fe en Jesús. Pensar que lo sabemos todo sobre su vida, su persona, su época, puede llevarnos a infravalorarlo, considerándolo un profeta más o un maestro religioso. Pero en un profeta o un maestro no se cree, ni él puede darnos la vida eterna. El evangelio de hoy nos anima a repetir la petición del padre del niño epiléptico: «Creo, pero ayuda a mi incredulidad». Un remedio contra la soberbia y el narcicismo (2ª lectura: 2 Cor 12,7-10). Aunque sin relación con el evangelio, el texto de Pablo enseña algo muy útil para todos. Él es consciente de haber recibido unas revelaciones especiales de Dios. La más importante, después de la conversión, que Jesús vino a salvarnos a todos, no solo a los judíos, y que el evangelio debe proclamarse por igual a todas las personas, sin tener en cuenta su raza, género o condición social. Una revelación totalmente revolucionaria. Esto pudo provocar en él una reacción de orgullo y soberbia. Para contrarrestarla, Dios «le clava una espina en el cuerpo», que le humilla profundamente. No sabemos a qué se refiere. Se ha pensado en su enfermedad de la vista, de la que habla en la carta a los Gálatas, que coartaba su actividad misionera. Por lo que dice a continuación, le humillaban las propias flaquezas y las persecuciones, insultos y críticas procedentes de todas partes. Sin olvidar sus arrebatos de ira, que le llevaron a pelearse con Bernabé, su mejor amigo, al que tanto debía; o que le hacían escribir cosas terribles contra los judíos, e incluso contra los cristianos que no compartían sus puntos de vista, a los que llama «falsos hermanos». En cualquier caso, avergonzado de su conducta, pide a Dios que le saque esa espina. Quiere ser bueno y sentirse bueno. Sin fallo alguno. Narcisismo puro. Y Dios le responde: «Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza». A ninguno de nosotros nos faltan espinas en el cuerpo y en el alma que nos gustaría arrancarnos; o, mejor, que Dios las arrancara para dejarnos vivir tranquilos, satisfechos de nosotros mismos. Pero nos dice como a Pablo: «Te basta mi gracia». Y nosotros debemos repetir como él: «Me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo». Hace mucho que me hago estas preguntas, para las que hasta ahora no he encontrado una respuesta satisfactoria… Pero ahora que en España un presidente del gobierno ha nombrado ministras a 11 mujeres y ministros a cuatro hombres (haciendo añicos, por cierto, la paridad por la que dice luchar el partido político en el que militan), vuelve a mi cabeza la misma pregunta: ¿por qué no hay ni una sola mujer universal en la historia de la humanidad que haya construido un sistema filosófico, asimismo universal, que explique la vida y el mundo? ¿por qué no hay tampoco ni una sola mujer fundadora de una religión monoteísta, politeísta o animista, de una doctrina o de una simple secta?
Tengo una edad más cercana al fin de la vida que de la andropausia, y no creo en absoluto que la respuesta esté en la inveterada marginación de la mujer en asuntos de cultura y pensamiento. Aunque bien es verdad que esa marginación ha podido influir notablemente en sus inclinaciones mentales. Pero en el mundo occidental, hace más de un siglo que la mujer se incorporó al quehacer y preocupaciones del hombre. Por lo que si hubiese sido aquella la causa de su aparente incapacidad, más bien deberíamos llamarla pereza… Aunque este es un asunto espinoso en España, porque en España sí que la causa de la mujer como género ha despertado prácticamente hace medio siglo, tras otros intentos fallidos como consecuencia de las convulsiones históricas recurrentes que sufre ese país, por eso mismo el asunto vuelve a moverme reflexión. Sobre todo teniendo en cuenta que en el sistema de la extinta Unión Soviética, la mujer tenía la exacta consideración que el hombre y en él no existían las trabas profundas habidas en occidente, especialmente en España y en los países de habla hispana. Por consiguiente los factores cultura, pensamiento y conocimiento vedados por la cultura a la mujer, no se me ocurre que sean la causa de no haber creado sistemas filosóficos ni haber fundado religiones, ni doctrinas, ni sectas. Yo creo a mis años (y al decir “yo creo” he de aclarar que mis “creencias” siempre han de ser provisionales dada la propensión de la personalidad reflexiva a peregrinar por las esferas del pensamiento), la razón verdadera de no haber fundado ni filosofías ni doctrinas ni religiones está en la naturaleza, en el alma y en el espíritu de la mujer: lo que el filósofo llamaría su “ontología”, en su propio ser. La mujer crea vida por la gestación y la maternidad. Al no ser capaz de crearla, el hombre la “imita” a través de la creatividad, que no es más que un sucedáneo y un alivio para su incapacidad de “creación” de vida. Y la creatividad, frustrada su capacidad de crear, va ligada a la imaginación, a la cábala, a la fabulación y a la ensoñación. Lo que no significa que estas aptitudes, habilidades o contingencias no estén en la psique de la mujer. Pero están mucho más atenuadas. Y en ello sí que ha de influir notablemente la ausencia más o menos obligada de los aspectos culturales y los roles de macho y hembra que encierra la aventura humana. Porque la mujer difícilmente fantasea después de la niñez, de la pubertad y de la adolescencia. Hasta ayer al menos, la mujer mantiene los pies firmemente en el suelo y solamente huye de la realidad por los vapores del amor o por la ausencia del amor buscando a Dios o algo similar… En todo caso, y por las suspicacias que mis preguntas pudieran suscitar, me veo precisado a aclarar antes de terminar, que la profundidad de ambas preguntas nada tiene que ver con la insinuación de la supuesta incapacidad de la mujer para crear sistemas filosóficos o religiones que, si bien se examina no son más que embrollos y fuente éstas últimas de hitos sangrientos en la historia. Más bien tienen que ver con la sospecha de que la mujer encierra una verdadera sabiduría de la que nunca se ha hablado. Lo que me lleva en cualquier caso a la dictaminar, aunque solo sea para mí mismo y tras sesudas reflexiones durante muchos años, que cuando a la mujer, como género, se le ha pasado por la cabeza crear un sistema filosófico o fundar una religión, ha llegado ella su vez a la conclusión de que no valía la pena… Si esta mi conclusión convertida aquí en tesina provisional fuese equivocada, me sospecho que habrán de pasar todavía muchas décadas hasta descubrirlo. Y aun así las ideas o la ciencia que la refuten también estarán sujetas a otras razones científicas que a su vez la contradigan. Y así sucesivamente. Pues nada hay bajo el sol que, salvo el sol y su luz, merezcan rotundamente el nombre de “verdad”… Es una pregunta que no puede ser rehuida, más allá de las resistencias para aceptar el término de ese extenso ciclo histórico de la cristiandad. Sí, porque antes que los escándalos de la pederastia y su encubrimiento hiciera estragos, hay abundante evidencia que las sociedades han tomado un rumbo ajeno al anhelo eclesial. Y sí, porque la indiferencia religiosa, la increencia y el abandono de la fe de los padres es un hecho irrefutable y un signo de los tiempos.
Si bien se trata de un fenómeno universal, en una Iglesia en crisis como la de Chile, las decisiones y acciones que se emprendan desde Roma, así como su evolución, pueden dar luces para encontrar caminos de salida. En tal sentido, todo indica que la Iglesia chilena, con su particular debacle institucional y por su pequeño tamaño en el contexto universal, resulta propicia para probar decisiones ad experimentum. Las búsquedas son confusas, mientras la feligresía experimenta esa suerte de enajenación bipolar, que trata de encontrar arraigos para una fe quebrantada. Sí, porque, en pleno caos eclesial, los fieles aun buscan referentes humanos inexistentes. En efecto, en un momento esa esperanza se depositó en los emisarios del Papa, pero con el pasar de los días aquello se ha esfumado. Y ahora, porfiadamente, vuelve a ponerse la esperanza del futuro de la Iglesia en los obispos. La cristiandad acondicionó a la feligresía a esa dependencia humana, en circunstancias que el verdadero Salvador resulta esquivo para quienes necesitan experimentar la fe desde lo concreto, donde lo único sensible son la perplejidad y el hastío. En ese mundo de lo concreto, las antípodas de la realidad jerárquica aparecen graficadas por Iglesia chilena y la Iglesia de Roma. Mientras una ha sido convertida en el chivo expiatorio de la maldad eclesial universal, la otra aparece ocupada de los grandes problemas de la humanidad. Mientras una encarna el anti testimonio cristiano, la otra la coherencia evangélica. Así, pareciera haber dos Iglesia, una desvirtuada y otra servidora. Sin embargo, ambas son parte de una misma realidad, la cristiandad. Atisbando respuestas Las respuestas espontáneas intentan hacer un control de daños para emprender la reconstrucción ficticia de un anhelo superado e imposible de revertir. Otros, aprovechando los espacios que deja una jerarquía cuestionada, tratan de llenarlos con propuestas que permitan ganar posiciones. Al final, pareciera que no se dimensiona la gravedad de los efectos estructurales de la debacle pastoral, porque aún persiste esa reminiscencia de la cristiandad, donde algunos intentan reafirmar el poder jerárquico, y otros compensarlo con alguna cuota de poder laical. Entonces sigue sin respuesta esa pregunta fundamental: ¿cómo ser Iglesia en la post-cristiandad? Para intentar una respuesta seria habría que comenzar por abandonar esa introspección eclesial que conduce a diagnósticos y miradas autorreferentes de la realidad. En las actuales circunstancias habría que ser audaces y dejarse auscultar por los pulsos de la sociedad, particularmente por la mirada de quienes no comparten la propia fe, más específicamente por el juicio crítico de quienes no son cristianos, que en última instancia son los destinatarios de la misión esencial de la Iglesia. Esto tiene particular importancia en la crisis de la Iglesia chilena, donde los escándalos conocidos han derribado todo tipo de expectativas sociales respecto de la jerarquía, ello porque ésta se ha vuelto irrelevante en el amplio espectro de los problemas de interés social. En esto, hay que reconocer que el interés local de los escándalos eclesiales tiene más importancia mediática que una auténtica preocupación por el bien común comprometido en tal crisis. En el presente, el juicio social aparece graficado abundantemente en los medios de comunicación social, que se expresan en todas las formas existentes y en todos los idiomas, con realismo y también con aversión. Ahí están la prensa, la televisión, la radio, las redes sociales y los más variados foros de análisis de la realidad. Ahí, la conclusión es lapidaria e incuestionable: la cristiandad ha defraudado todas las expectativas de servir al bien común de los pueblos. Sin embargo, en la historia, la mejor crónica de la influencia de los cristianos en la sociedad la ofrece la carta de un pagano escrita a un amigo suyo, llamado Diogneto. Con una data histórica, muy probablemente del segundo siglo de la era cristiana, reproduce la admiración del mundo pagano por la coherencia que los cristianos expresan en su modo de vida. Como crónica, la Carta a Diogneto tiene un valor histórico, en cuanto resume cómo la fe de los cristianos es percibida en la cultura, y cómo ello afecta la conciencia pagana. Dicha carta hace un extenso y pormenorizado relato de las conductas privadas y públicas de los cristianos, destacando su coherencia y contrastándolas con la cultura imperante. Destaca que los cristianos no imponen sus costumbres, sino que al practicar sus convicciones provocan el cuestionamiento de la conciencia ajena y de las tradiciones paganas. Y con solemne admiración describe cómo los seguidores de Jesucristo respetan la ley vigente para todos, pese a tener una ley interior no escrita, que los mueve hasta el límite del martirio cuando son puestos ante el dilema de claudicar a sus principios. Como dice esa maravillosa carta: “Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo.” (Carta a Diogneto, de autor anónimo). Aquella misiva es una verdadera apología del auténtico cristianismo, y por contraste se convierte en una prueba contundente del fracaso de la cristiandad. Surge así la evidencia de la fecundidad apostólica que produce la radicalidad evangélica, sentando el precedente histórico que los tres primeros siglos del cristianismo dieron frutos más visibles y abundantes en la historia de la humanidad, que los últimos diecisiete siglos de cristiandad. Junto a la coherencia y sencillez de los primeros cristianos, revelada en la Carta a Diogneto, aparece implícito un elemento clave que hoy, más que nunca, es necesario explicitar. Sólo así podrá será posible reencontrar el camino que ponga a la Iglesia en la senda del Evangelio, para servir a la cultura y a la sociedad. Dualismo entre lo imperial y lo servicial La cristiandad, fiel heredera de su alcurnia imperial, desplegó sus mejores esfuerzos y fatigas tras el objetivo de imperializar la fe cristiana en el extenso concierto universal. Se expresa así la catolicidad, en cuanto ha perseguido el objetivo de cristianizar a todos los pueblos, universalizando el cristianismo. Así, la Iglesia de la cristiandad se orientó tras la lógica de los grandes números, con lo que el éxito pastoral se mide con el criterio proselitista de la cantidad. Con esa lógica, la cristiandad actualmente parece exitosa, al cobijar la pretenciosa cantidad de mil trescientos millones de católicos en el mundo, que representan el 18% de la población mundial. Sin embargo, la realidad cualitativa demuestra que la incoherencia es la característica de esa cristiandad, que por defecto perdió un rasgo esencial de la virtud cristiana original, su fecundidad. De esta manera, los éxitos cuantitativos quedan frustrados por los resultados empíricos, que dejan al descubierto una flagrante esterilidad apostólica. El germen de corrupción de la Iglesia de la cristiandad está precisamente en esa lógica de los grandes números, porque para conseguir tales resultados, la Iglesia institución ha debido fortalecer su estructura de poder, quedando expuesta a graves contradicciones evangélicas, donde la credibilidad resulta seriamente comprometida. Cuando la Iglesia se imperializó, la cristiandad asumió una opción fundamental que terminó siendo nefasta. Optó porque ser cristiano fuera una opción de mayorías; en circunstancias que desde sus orígenes, ser cristiano ha sido siempre una opción de minorías. En esto, no deja de ser interesante el aporte de la Iglesia latinoamericana, que en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla le dio a esa opción preferencial un contenido específico, como fue el de ese foco estratégico de los pobres y sufrientes. Ahí está el núcleo de la contradicción fundamental de la cristiandad, porque la lógica de las numerosas feligresías no es ni puede ser un objetivo del ámbito religioso, ésa es tarea esencial, propia y necesaria del quehacer político, completamente ajeno a la religión. Ese es el gran pecado de la cristiandad. No hay que olvidar que en los orígenes del cristianismo, Dios puso su mirada en ese “resto de Israel”, representado por los “anawim”, los pobres de Yahveh, cuya única riqueza era que tenían a Dios en su corazón. Hay ahí una clave escatológica en la decisión divina de elegir a María como la madre virginal del Hijo de Dios. Una mujer vaciada de sí, pero llena de Dios, proveniente de esa condición de los pobres de Yahveh, fue el instrumento escogido para realizar su plan de salvación universal. Es en esa realidad, presente en muchos ámbitos silenciosos de la Iglesia actual, donde la fecundidad apostólica es elocuente, donde existe esa esperanza que no defrauda y donde las Bienaventuranzas son una realidad cotidiana entre quienes todo lo esperan de Dios. Es ahí donde esos sencillos signos evangélicos de la sal, de la levadura y de la luz, adquieren consistencia apostólica, porque actuando en lo poco consiguen dar sabor, esponjar la cultura e iluminar las más oscuras realidades ensombrecidas por el pecado. Es ahí donde los cristianos actúan, no por saturación, sino osmóticamente por su poquedad, consiguiendo alentar la esperanza de otros que no necesariamente comparte la misma fe. Sólo así, los caprichos cederán a los fundamentos, la vanidad a la esencia, lo superficial a lo intrínseco, lo exterior al fuero interno, los privilegios a los peligros, la comodidad a la audacia, la pasividad a la acción, la imposición al servicio, el dogma a la convicción, la rutina a la celebración, los cálculos a la parresía, la certeza a los riesgos, los fieles a los necesitados, la jerarquía al pueblo, la desconfianza al amor, la obligación a la misericordia, el secretismo a la justicia, la oscuridad a la verdad, la conquista a la paz y el dinero a Dios. Asumiendo esta dinámica como un imperativo moral propio del ser cristiano, recién ahí tendrá sentido lucubrar en “dilemas pastorales en tiempo de crisis eclesial”. En los pueblos suele ser muy corriente que cuando hay un fuego de noche, se toquen las campanas a vuelta. Y todos los vecinos acudimos rápidamente.
Estoy pensado en tocarlas. Celebramos el domingo la fiesta de San Juan Bautista. Yo diría que es un buen campanero. Él denunciaba una sociedad a un rey que quería apoderarse del reino de los Asmoneos a través de la esposa robada a su hermano. Denunciaba la hipocresía y anunciaba la alternativa uno a quien él “no era digno de desatar las correas de las sandalias” porque ese Jesús estaba bien casado y comprometido con la humanidad. Siento -no sé si por ser verano- que la sociedad está muy tranquila, pacífica, consumista, adormecida, de verano. Y necesitamos que alguien interrumpa nuestro sueño -nuestra siesta- y nos despierte. Porque hay muchísimas personas sufriendo: inmigrantes, refugiados, sin techo, hambrientos, sin sanidad en el mundo, sin vida. Necesitamos profetas, personas que denuncien estas situaciones, que clamen por la justicia y desde los débiles por un mundo digno. Lo pasamos tan bien de veraneo, que pensamos que todos los viven así. Juan es un hombre recio con un mensaje fuerte de cambio social. Pero hay un detalle importante. Juan vivía en la austeridad, sin ropa, sin apenas comida. Y hasta dio la vida por lo que creía y denunciaba. Hoy podemos denunciarlo en los medios de comunicación, en los parlamentos, en las manifestaciones... Pero ojo, necesitamos profetas cuya vida sea coherente con lo que intentan conseguir. Que no vayan buscando el dominar, el enriquecerse, porque para eso ya tenemos a los Herodes del momento. El gran profeta Jesús anunció el amor a todas las personas y eso fue más revolucionario. También acabó en la cruz. Seguimos oyendo las denuncias y los anuncios de uno y otro. No sé si necesitamos que griten más o quizás va a ser mejor que veamos la realidad de la vida de las personas empobrecidas. Porque una vista así, serena, profunda, nos va a interrogar y a mover. Buena oportunidad para el verano. Pero que no dejen de sonar las campanas para levantarnos porque hay fuego. “Fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (He 11,26). Así, de una forma tan concisa, relata el libro de los Hechos dónde comenzó el apodo de los seguidores de Jesucristo.
Pero antes de que este término se enseñoreara, perdurando a través de los siglos hasta nuestros días, a los seguidores de Jesús se les denominaba de otra forma. Cuenta también el libro de los Hechos de los Apóstoles, que Saulo de Tarso iba hacia Damasco para capturar y llevar detenidos a Jerusalén a «los seguidores del nuevo camino, hombres y mujeres» (He 9,2). Este término, los seguidores del nuevo camino, aparece reiteradamente en otras citas (He 16,17; 18,25-26; 19,9.23; 22,4; 24,14.22). Yo creo que podríamos volver a reapropiarnos de esta expresión, que se dio en los primeros años del cristianismo, ya que no ofrece definiciones inflexibles que no hacen más que dividir, sino más bien una invitación a seguir recorriendo el camino cotidiano de la existencia de una manera muy sencilla y, esto, es algo fundamental para el encuentro profundo con el otro, con las alegrías y los sufrimientos de los demás, con la novedad y la sorpresa del sendero de la vida, con la incertidumbre y el reto de seguir confiando en la buena noticia de Jesús, que se mantuvo siempre, constantemente en camino por los senderos de Palestina, para alzar de las cunetas a los heridos, oprimidos y excluidos del sistema. Como cuando el mismo Jesús salió al encuentro de los discípulos en el camino hacia Emaús, para volver a infundirles ánimo y esperanza, para que reemprendieran la vuelta a la senda de la reilusión y la libertad personal y comunitaria. Por los diversos caminos de la historia pierden su valor las verdades inamovibles, dogmáticas, eternas, porque lo importante en la vida es discernir en cada cruce del recorrido, qué nos dice hoy la Divinidad, su Presencia y su Voz manifestada en los rostros y las existencias de los hombres y mujeres de nuestro mundo y esta hora, en especial de los más despreciados y olvidados. Porque la fe (que es algo consustancial a toda la humanidad ‒junto a la espiritualidad‒, aún expresada mediante distintas religiosidades, creencias y convicciones diferentes), en el Misterio y en el ser humano, tiene que cambiar, adaptarse, renovarse constantemente, porque si no se quedará como algo perdido en el pasado, en el olvido, sepultado. La fe y la esperanza empapada de vida tiene que vivirse como un permanente éxodo, como pascua –el paso hacia otra realidad‒, seguimiento de alguien que nos convoca al amor, a la donación gratuita, al agradecimiento permanente, a la libertad. A la pasión por la vida. Para ello hay que salir también de los templos que pretenden encerrar y aprisionar al Espíritu, para dirigirse a los caminos del mundo, para adorar al Corazón y el Manantial de la Vida, “en espíritu y verdad”, en la carne concreta de la Humanidad y de la Madre Tierra, del Universo en el que vivimos, respiramos, luchamos y trabajamos cada día. Jesús le dijo a su amada María de Magdala, cuando ella le abrazaba fuerte, deseando que no desapareciera de nuevo: “Déjame María, no me retengas, porque tengo que seguir caminando, sanando, ofreciendo justicia, paz e ilusión. Nada nos separará ya más. Dile a mis amigas y amigos que no dejen nunca de caminar, ofreciendo la buena noticia de la liberación para la construcción de un mundo más justo, libre, reconciliado y fraterno. Nos veremos y sentiremos siempre, en cada recodo de los caminos de la vida, en el encuentro con los más empobrecidos y marginados y al compartir el pan, el gozo y las lágrimas, la fiesta y el abrazo”. 1. Aunque el siglo XXI esté recién estrenado, hay sensación de agotamiento, como si se prolongara la crisis de fin de siglo, cifrada en el término de posmodernidad, y no acabara de aparecer lo nuevo. Esperamos un nuevo tiempo que sea capaz de dar respuesta a lo que la humanidad arrastra. Esa espera puede traducirse en pasividad, esperando que algo ocurra, o, por el contrario, en compromiso, en actitud vigilante.
El secreto está en la mirada. Podemos tener una mirada complaciente con los tiempos que corren porque van a mejor. No podemos negar que hoy se vive más y mejor en todo el mundo. Por supuesto que hay problemas por resolver; que hay sectores sociales a los que el bienestar no ha alcanzado; incluso que el bienestar generalizado tiene como efecto secundario no querido, el malestar de los más vulnerables. Pero todo es cuestión de tiempo. El modelo de sociedad que ha conseguido tantos logros acabará reciclando los desperfectos secundarios e integrando a esos sectores sociales, hoy marginados, en la marcha triunfal de la historia que nosotros protagonizamos. También cabe otra mirada. Podemos preguntarnos cómo ven la vida aquellos desgraciados que pagan la factura del progreso: las víctimas de la historia. Dice Adorno que esa mirada debe parecerse a la de aquellos condenados en la Edad Media que eran crucificados cabeza abajo, "tal como la superficie de la tierra tiene que haberse presentado a esas víctimas en las infinitas horas de su agonía" [1] Veían al mundo de otra manera. En su perspectiva, la marcha triunfal de los otros se les representaba como un infierno. Veían que el mundo de sus torturadores estaba construido sobre los sufrimientos de los condenados. Walter Benjamín abunda en esta doble mirada sobre la realidad que tienen los que disfrutan del progreso y los que lo soportan, con la imagen del Ángel de la Historia en la Tesis Novena de su escrito "Sobre el concepto de historia" [2] Ahí el progreso está representado por el Ángel de la historia del que dice que vuela vertiginosamente, impulsado por un fuerte viento que viene del pasado. Así es el progreso, una marcha triunfal e imparable que "viene del Paraíso", es decir, que está alimentado por los deseos de felicidad representados por ese lugar en el que el hombre fue feliz. Lo que llama poderosamente la atención, en la imagen que describe Walter Benjamín, es que el Ángel de la historia es todo menos feliz: está despavorido. La razón de ese terror le viene de que vuela hacia adelante pero con el rostro vuelto atrás. Lo que le aterroriza es lo que ve: un montón de cadáveres y escombros sobre los que se cimenta la marcha que le empuja imparable hacia adelante. Eso no lo puede aceptar, por eso quisiera detener la marcha, echar una mano a los caídos e impedir tanto desastre. Es inútil, el progreso lo arrastra hacia adelante. Dos miradas, pues, la dolorida del Ángel y la complaciente de quienes cabalgan el progreso, que es la nuestra. Todos miramos en la misma dirección, pero vemos cosas distintas: nosotros vemos la historia con los ojos del progreso mientas que el ángel, al echar la vista atrás, descubre todo el sufrimiento sobre el que cabalga el progreso. Dos miradas pues posibles. De una, la del progreso, tenemos cumplida información. Hoy ya sabemos que no salva. No siempre fue así. Hegel, por ejemplo, al hacer balance de cómo los humanos han construido la historia, advierte, un tanto sorprendido, que está amasada con violencia, ejercida normalmente contra los más débiles. Le asusta tanta inhumanidad, pero enseguida se repone porque encuentra una explicación: es el precio del progreso. La mirada del vencedor es la del progreso. Hegel, como todos nosotros, sabe que ha habido siempre víctimas, pero nos hemos afanado en privarlas de significación, en hacerlas invisibles. Lo que con eso se quiere decir no es que "pasemos" de ellas, sino que las despreciamos. No podemos "pasar" de ellas porque sustentan nuestro bienestar. Lo que entonces hacemos es despreciar su sufrimiento. Un pensador negro, Aimé Cesaíre, el escritor "francés" nacido en la isla Reunión, descendiente de esclavos, y autor del "Discours sur le colonialisme." y del "Discours sur le négritude"[3], se ha empeñado en explicarnos qué significa privar de significación a las víctimas, en este caso, a los esclavos. Nos recuerda, por ejemplo, que para el ilustrado Renan "no aspiramos a la igualdad, sino a la dominación. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y someterlas al imperio de la ley". Del muy cristiano Joseph-Marie, Conde de Maistre, reproduce un texto que justifica la conquista violenta de tierras lejanas y la reducción de sus gentes a esclavos porque " la esclavitud de estas gentes tiene de anormalidad lo que tiene la doma de un caballo o de un buey". Son seres inferiores y de la raza negra, que se sepa, "no ha salido un Einstein, un Stravinski o un Gershwin". El Conde de Gobineau, fundador del racismo moderno, lo tiene más claro al decir que "solo hay historia entre los blancos". Sí solo los blancos tienen historia, eso significa que los negros o tostados yacen en la prehistoria. Louís Veíllot, un periodista católico ultramontano, que sin ser santo es citado como si lo fuera por Pío IX y Pío X, despeja cualquier escrúpulo cristiano que pudiera tener quien leyera aquello de Pablo de Tarso aboliendo la distinción entre libres y esclavos. Nada de eso, "la sociedad necesita esclavos. Solo puede sobrevivir al precio de que haya gente que trabaja hasta la extenuación y lo pasen mal". No se trataba solo de ganarse el pan con el sudor del de enfrente, sino también de considerar el mundo como su propia finca. Son nombres honorables que nos representan. Representan también la ideología sobre la que se ha construido la historia. Son los constructores de los escombros y cadáveres que horrorizan al ángel de la historia. Esa es la tónica de la historia y el tono de cómo se nos ha transmitido y la hemos realizado. Esa imagen de nosotros mismos que nos devuelve el espejo de la historia, sostenida por un descendiente de esclavos, nos horroriza. Y decimos en nuestro favor que eso ha cambiado. Ha cambiado ciertamente, pero los problemas siguen de otra manera porque seguimos construyendo el mundo con la mirada de los herederos del progreso. El lector de Éxodo entiende lo que quiero decir. El cambio sólo es posible si miramos el mundo con los ojos de los vencidos. Pero las víctimas han comenzado a hacerse visibles. Dos factores han jugado a su favor. En primer lugar, el concepto de memoria ha ido ganando músculo. En nuestro tiempo ya no es un mero sentimiento la vivencia subjetiva del pasado. Ahora es una categoría capaz de hacer presente el pasado de los vencidos. Las víctimas ya tienen, en la memoria, un abogado decidido que desafía el tiempo. Y, también, el hecho de que en todo este tiempo de invisibilización de las víctimas ha habido algunos testigos que no han aceptado las explicaciones a lo Hegel del sufrimiento en el mundo, sino que lo han denunciado desde lugares expuestos. Son los testigos que en tiempos oscuros han mantenido vivo el rescoldo de la memoria de tantos infortunios. Un nuevo tiempo está ligado al éxito de esta otra mirada. ¿Es eso posible? El análisis de este número de Éxodo resulta instructivo. Se lo dedicamos a un testigo excepcional, Pedro Casaldáliga, y hacemos mención de otro visionario, Martín Luther King. Sus miradas compasivas responden perfectamente a la otra mirada de la que aquí se trata. Sus causas no eran las del progreso, sino la de una historia emancipadora cuyo centro de gravedad era precisamente lo excluido por el progreso. El problema de estas figuras señeras es su excepcionalidad. Son pioneros, y eso habla de su soledad; eran "avisadores del fuego", y eso dice mucho de la ceguera de sus contemporáneos. El pionero va un paso por delante; el "avisador del fuego", una figura muy benjaminiana, está por delante de su tiempo. Su mundo está en llamas, pero nadie lo advierte, salvo esas pocas figuras que saben leer la parte oculta de la realidad. Digo que estas figuras son problemáticas no en el sentido de que a ellos les falte algo, sino porque revelan la debilidad de su mirada al estar solos, sea porque los demás no les siguen sea porque los otros no ven lo que ellos divisan. De ahí la pregunta por la universalización de su mirada: ¿hay manera de generalizarla?, ¿puede conformar su testimonio et talante de una nueva generación? Hay un deber moral de seguirles, desde luego. Es difícil responder hoy a la pregunta de cómo ser bueno sin referirse a ese tipo de miradas. Pero, también hay que reconocerlo, la moral no rompe muros o lo hace muy lentamente. Otra cosa es que de esa generalización dependa la supervivencia de la especie. Que el cambio de mirada sea no sólo una exigencia moral sino una condición existencial para seguir vivos porque hemos llegado a un punto de complejidad histórica que sólo así sobreviviremos. Mientras escribo estas líneas llega la noticia del fallecimiento de Stephen Hawking, el hombre de ciencia que proponía a la humanidad alquilar una plaza en Marte porque el hombre había dejado inservible el planeta Tierra. Antes de hacerle caso, cabe preguntarse si todas las cartas estén repartidas y si ya no hay nada que hacer. Pienso que nos queda una por jugar. Se llama deber de memoria. Hablemos pues de la memoria. La memoria es una vieja acompañante de la cultura occidental, aunque ha ido de menos a más. Ubicada en el seno de los llamados "sentidos internos" (lejos pues de la zona noble del ser humano, ocupada por el entendimiento y la voluntad), lo suyo era provocar sentimientos. Memoria y vivencia subjetiva del pasado iban de la mano. La cosa cambia en la Edad Media cuando el pasado se convierte en norma del presente. La memoria adquiera valor normativo. Quien ha captado bien ese aspecto es Umberto Eco en El nombre de la Rosa. Como se recordará, los monjes mueren envenenados porque quieren conocer un libro nuevo de Aristóteles que ha llegado al convento. Alguien, el viejo bibliotecario, no lo puede permitir. Está convencido de que la humanidad ya sabe lo necesario para salvarse. El papel de la cultura es transmitir ese saber. No hay lugar para lo Nuevo; por eso envenena a los que no respetan el conocimiento acumulado buscándole complementos. Con la modernidad la memoria pierde todo protagonismo y pasa al ostracismo. Si tenemos la razón, decía Descartes, ¿para qué la memoria? El hombre ilustrado tiene que guiarse por la razón libre, por eso no hay lugar para autoridades externas, sea el pasado, la tradición, la naturaleza o el mismísimo Dios. La modernidad es, como dice Habermas, postradicional. Todo cambia, sin embargo, en el siglo xx cuando entra en escena el pueblo de la memoria. Judíos había habido en Europa desde tiempo inmemorial, pero vivían aparte. En la Modernidad, por ejemplo, solo había sitio para el judío asimilado, es decir, para el judío que renegara de sus propias raíces. Había que elegir entre ser judío o ser moderno. Así hasta la Primera Guerra Mundial que fue vivida como el fracaso del proyecto ilustrado de Europa. Muchos se plantearon entonces repensar la Modernidad sobre otras bases. Es en ese momento cuando aparece la Carta al Padre de Joseph Kafka que es como el manifiesto de una generación de judíos cultos que reprochaban a sus padres haberles ocultado, por vergüenza o desprecio, una cultura milenaria que les resultaba clave en este momento de crisis. Ellos se pusieron manos a la obra. El primer fruto de ese esfuerzo lo tenemos en Francia, en torno a la Primera Guerra Mundial, con los llamados "sociólogos de la memoria", encabezados por Maurice Halbwachs. Estos hablan de "memoria colectiva", para dar a entender que la memoria no es solo individual y subjetiva; y, también, de "memoria histórica" para diferenciar la memoria humana de la natural. Reivindican a la memoria como principio de construcción de la realidad: el futuro es imposible si no tenemos, como decía Kafka, las patas traseras bien asentadas en el pasado. Gracias a ellos, entendimos que el pasado o la tradición no casaban necesariamente con tradicionalismo. Al contrario, había una memoria que era cómplice del futuro. El segundo gran cambio tiene lugar en torno a la Segunda Guerra Mundial. Una generación de filósofos, encabezados por Walter Benjamin, descubren que la memoria es, además de sentimiento, también conocimiento. Y lo es porque la realidad no está compuesta solo de hechos, sino también de no-hechos. No hay que confundir realidad con facticidad porque de la realidad forma parte una parte oscura que es, ni más ni menos, que una historia de sufrimiento. Es el universo de las víctimas. De ellas se ocupa la memoria. A partir de ese momento, las víctimas, siempre ignoradas, tuvieron abogado. Ya no eran el precio del progreso, sino el tribunal de la historia. Gracias a la memoria, procesos políticos sobre víctimas quedaban en entredicho. El baremo de valoración de la historia ya no era el éxito, el progreso técnico, el IPC, sino el sufrimiento que causaba o evitaba. Estamos ante un cambio epocal porque hasta ese momento el logos occidental era atemporal. Una teoría era tanto más válida cuanto mejor aguantaba el tiempo y el espacio. Ahora aparece un lagos-con-tiempo, una razón anamnética para la que el sufrimiento es un valor epistémico. Adorno resumía esta idea al decir que a partir de ahora "dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad". Sospechosa, desde el punto de vista racional o científico, debería ser cualquier afirmación que no tuviera en cuenta el peso epistémico del sufrimiento. Con ser importante este descubrimiento, quedaba por venir lo más decisivo, el deber de memoria que es lo que aquí importa. Tuvo lugar en Auschwitz donde ocurrió lo impensable. Aquello no fue un genocidio más, sino un proyecto de olvido. Nada debía quedar del pueblo judío: ni restos físicos, ni huellas metafísicas. Todo debía ser exterminado. El ser humano hizo lo que no fue capaz de pensar ni de imaginar. Y ¿qué pasa cuando ocurre lo impensable?, ¿cómo dominar la situación si no somos capaces de saber por qué ocurrió aquella catástrofe que sí fuimos capaces de hacer aunque no de pensar? Pues lo que entonces ocurre es que lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. El ser humano tiene que deponer la orgullosa actitud ilustrada que le había hecho creer que con la razón, con su capaddad cognitiva, podía dominar el mundo. Estamos lejos del grito de guerra lanzado por Galileo, mente concipio, dando a entender que la naturaleza manifiesta su verdad en la medida en que se ajusta a un proyecto cognitivo que emana de la mente. Para los modernos, como Galileo, el conocer es un asunto de certezas subjetivas y no de conquistas de esencias objetivas. Era el momento del cogito cartesiano, orgulloso de proclamar que las cosas son en la medida en que se convierten en combustible de la mente, del conocimiento subjetivo. Auschwitz acaba con el orgullo cognitivo moderno. A partir de ahora habrá que ser más modestos y entender que debemos repensar todo a la luz de la barbarie que cometimos, aunque no fuéramos capaces de pensarla. Ahí nace el deber de memoria, que no consiste solo ni en primer lugar en acordarse de las víctimas, sino en la obligación de repensar todo lo que conforma nuestra vida a partir de la barbarie, de Auschwitz. Es importante tener presente que el deber de memoria es algo más que el gesto moral de acordarnos de los judíos gaseados .en los campos o de los maestros socialistas asesinados por los franquistas o de las monjas de clausura asesinadas a su vez por matones desatados. El deber de memoria consiste más bien en repensar la ética, la política, el derecho, el arte, la religión o la historia a la luz de la barbarie para poder construir el mundo con una lógica distinta de la que llevó a la catástrofe (que eso es lo que quiere decir la coletilla "para que no se repita" que asociamos al deber de memoria). Consiste en repensar el mundo para hacer lo de otra manera. 4. Esto significa que nuestra generación, la de los que vivimos después de ese acontecimiento, tenemos que vivir con":1a responsabilidad de pensar todo y pensarnos de nuevo partiendo de la barbarie cometida. ¿Por qué tenemos que llevar esa carga o deber? Pues por pura lógica o por pura supervivencia. Todos estamos de acuerdo en que aquello fue una monstruosidad que atacó los cimientos de la humanidad. Decimos que fue un crimen contra la Humanidad y eso significa dos cosas: en primer lugar, un crimen contra la integridad de la especie (un genocidio) al privarla de una de sus ramas, la que representa el pueblo judío); pero también un crimen contra el proceso civilizatorio que recogemos en el término "humanidad", como cuando ·decimos de alguien que "tiene una gran humanidad". Contra esos también se atentó en Auschwitz de suerte que la humanidad salió de ahí más pobre en humanidad. Y eso nos afecta a todos y cada uno de nosotros. Deber de memoria significa pues conciencia del daño causado y voluntad de que eso no se repita o, lo que es lo mismo, voluntad de construir la historia de otra manera, de ahí la necesidad de re-pensar de arriba abajo la políti.ca y también la ética. La lógica que llevó a la catástrofe no puede seguir marcando el ritmo. El deber de memoria carga a toda nuestra generación con la carga de mirar el mundo desde abajo o, lo que es lo mismo, de hacer un mundo que hace frente al sufrimiento. Pues bien, esa tarea generacional nos aproxima a testigos excepcionales, como Casaldáliga o Luther King, que se pusieron en marcha solos y contra todos. Para una generación consciente del deber de memoria el encuentro con estos adelantados tiene una nueva significación. Ya no son pioneros sino representantes de un nuevo tiempo. Están llamados a encabezar una marcha que tiene que ser no la de unos pocos seres moralmente exigentes, sino la marcha de la historia, si la humanidad no quiere perecer. No hay que hacerse ilusiones ya que la historia no cambia por obra y gracia de un buen racionamiento, suponiendo que este lo sea. Lo que importa es que ese razonamiento sea como un crisol en el que cristalizan movimientos sociales en marcha y profundas aspiraciones sociales. Desde muchos frentes se oye decir que otro mundo es posible y nadie puede ignorar todo lo que hay de frustración por el mundo existente y de deseo por un nuevo tiempo. Es verdad que el deber de memoria aparece como categoría en un momento determinado de la historia, pero responde a un grito que viene de lo profundo de los tiempos. Lo que le ha hecho audible es, por un lado, la experiencia singular que hizo de Europa de la barbarie, y, por otro, la presencia de la memoria mesiánica que es el tipo de memoria que subyace a la categoría de deber de memoria. Tan cierto como que no hay razón para el optimismo de que esto cambie, es que ahora estamos conceptualmente pertrechados con una forma de pensar que da al optimismo si no alas al menos profundidad. 5. Una reflexión final. Tanto Casaldáliga como Luther King son figuras de nuestro tiempo con un componente religioso indudable. No es un hecho menor. Es difícil imaginar un nuevo tiempo sin referirse a la religión, aunque no a cualquier tipo de religión. Al menos es lo que plantea un filósofo con autoridad en lá ·materia como es Walter Benjamín. Su reflexión sobre un tiempo nuevo que lleva a cabo en las llamadas Tesis sobre el concepto de historia comienza con una tesis programática: que ese tiempo es impensable si "el materialismo histórico", es decir, la racionalidad crítica, y la "teología", es decir la tradición mesiánica judía, no piensan de nuevo su relación o, más precisamente aún, si no establecen una alianza. Lo que esto quiere decir, en relación a nuestro tema, es que el nuevo tiempo que inaugura el deber de memoria -esa construcción de la historia teniendo en cuenta el sufrimiento- tiene que tener en cuenta la sabiduría acumulada en la "teología". Veamos cómo. La memoria, clave del nuevo rumbo, no arregla nada, sino que crea problema, abre heridas. Quien la invoque no puede enrocarse en ella, sino entenderla como el inicio de un proceso que debe acabar en algo distinto que el recuerdo, es decir, en la paz o reconciliación. La relación entre memoria y paz es todo menos automático. Sobran ejemplos, en efecto, en los que la memoria solo sirve para atizar el odio o la venganza. Para que eso no ocurra, la memoria de la víctima tiene que orientarse hacia el "nunca más", una propuesta que se patentó en Auschwitz. Esa relación entre memoria y paz no es nada forzada porque lo que la memoria quiere resaltar no es solo la experiencia vivida por la víctima, sino también la injusticia de su sufrimiento. Lo que pide la víctima es que respondamos, como nos pide Primo Levi. a "si esto es un hombre". La justicia que demanda consiste en responder a esa pregunta, es decir, en hacernos cargo del sufrimiento padecido. Y es ahí donde aparece el "nunca más" porque hacerse cargo de los daños infligidos conlleva cuestionar la lógica que los produjo. Frente a esa lógica -que en algún momento dirá que es la del progreso- solo cabe la interrupción y, por tanto, la no repetición, es decir, el "nunca más". Hay pues una relación íntima entre justicia y no repetición, es decir, novedad. La respuesta a los gritos de la víctima inaugura un tiempo nuevo porque nos desliga de la vieja lógica que ha llevado a la catástrofe y abre un nuevo tiempo. Hanna Arendt llama a eso perdón que no borra el pasado; al contrario, lo tiene presente pero para desligarse de su forma de hacer la historia. La memoria y el perdón forman pues una elipse donde se concentra la tradición judeocristiana. La memoria sólo puede llegar a buen puerto si pasa pues por el perdón, una categoría moral de fuerte significación moral o religiosa, pero que aquí es convocada por su valor antropogénico. Hanna Arendt, que ha dedicado al perdón unas páginas memorables, reconoce que se inspira en Jesús de Nazareth, advirtiendo que la sabiduría que ahí se recoge supera cualquier marco confesional. Jesús habla de cómo se conforma la humanidad del hombre, algo que capta bien Calderón de la Barca en La Vida es Sueño. El encadenado Segismundo vuelve al mundo de los hombres dos veces: la primera como justiciero, y sólo consigue sentirse "como un hombre entre las fieras"; la segunda, perdonando, y experimenta haberse encontrado con la humanidad de los hombres. Pero ¿por qué sería el perdón el gesto más humano y más humanizante? Quizá porque la libertad humana está íntimamente ligada a la culpa. Esto es al menos lo que se desprende del relato bíblico de la "caída", que es un mito ciertamente, pero que filósofos tan ilustrados como Rousseau o Kant ("la historia de la libertad comienza con el mal") se toman muy en serio. Reconozcamos al menos que es un relato provocador: Dios crea al hombre más perfecto (dotado, dice la teología, con el donum integritatis) y resulta que su primer acto libre es una transgresión, que es la causante del sufrimiento de la humanidad y hasta de la muerte. ¿Qué se nos quiere decir? No sólo algo que nos sabemos muy bien, a saber, que para ser culpable hay que ser libre. Quizá esto: que la libertad ha sido la causante del mal en el mundo o, en palabras de Rousseau, que las desigualdades sociales existentes no son cosas de la naturaleza (en el estado natural, dice, había igualdad total), sino injusticias causadas por el hombre. El mal con todo su séquito de sufrimiento, injusticias y muerte, es cosa del ser humano. Lo que pasa es que esto lo podemos entender de dos maneras bien distintas: somos responsables, sí, pero tan solo del mal que causamos cada uno; o bien, somos responsables por ser humanos de todo el mal existente. Y así lo interpreta Kant. Adam nos representa bien. La deriva trasgresora de la libertad nos caracteriza. Todos, dice, hubiéramos actuado como el Primer Hombre. Y aquí interviene el perdón como posibilidad de liberarnos del encadenamiento a y de la trasgresión para volver a ser libres y empezar de nuevo. Quien perdona comete una grave irregularidad lógica porque en lugar de devolver mal por mal, de acuerdo a la lógica de la trasgresión, actúa contra todo pronóstico. "Al no reaccionar condicionado por el acto que le ha provocado, dice Arendt, libera de las consecuencias lógicas que pudieran derivarse tanto al que perdona como al perdonado", y así posibilita un ejercicio de la libertad liberada del desgaste que ha supuesto su mal uso. Lo que distinguiría este nuevo ejercicio de la libertad del originario es que aquel tiene tras de sí una experiencia de culpabilidad, mientras que el originario actuaba desde una ingenua inocencia como si el acto libre por el mero hecho de serlo fuera bueno. Siendo pues el perdón el gesto humano que habilita de hecho el ejercicio de una libertad ordenada a responder del mal que puso en marcha su primer gesto transgresor, ¿por qué carece de peso específico en política? Comparemos su peso con el de la justicia que ese sí es innegable. La justicia y el perdón tienen en común reparar el daño causado por el ser human La justicia lo hace guiada por al principio de la equidad, es decir, de que se puede restaurar el equilibrio que rompe la injusticia. El perdón matiza que ese reequilibrio es imposible porque algo irreparable se ha roto. Lo que cabe es un nuevo comienzo que sólo e posible si se desplaza el acento de la reparación imposible al perdón, es decir, si se desplaza el acento del ofensor al ofendido. Extraña sabiduría esta que es, no lo olvidemos, la que se desprende del deber de memoria, porque ante lo irreparable del daño, la justicia se trasforma en memoria de la injusticia o, más exactamente, en memoria de la víctima que no pide reparación de su males irreparables sino que esto no se repita, que todo se haga de otra manera. Pide un nuevo comienzo y para ello el ser humano tiene que sufrir un cambio interior, tiene que liberarse de la lógica transgresora que ha causado la catástrofe. Para esa metanoia tiene que ser liberado, mediante el perdón, de la cadena perpetua que le ata a las consecuencias de la transgresión. El perdón, como la justicia, merece se elevado a virtud pública. Ese nuevo tiempo al que nos hemos referido convoca necesariamente la sabiduría de tradiciones religiosas como las de Casaldáliga o Luther King porque ayudan a comprender la hondura de la desesperanza que vivimos y también a alumbrar la esperanza que necesitamos. Jesús, nos dice el evangelio de Lucas, creció en “edad, sabiduría y gracia” (Lc 2,52). Sus paisanos le vieron dar sus primeros pasos, correr, jugar y trabajar, conocieron a José y a María y fueron testigos de cómo su vida transcurría como la de cualquier otra familia de Nazaret. Quienes conocieron a Jesús como niño hoy le ven convertido en un hombre que lidera un pequeño grupo, que enseña en la sinagoga y obra milagros.
El don de la vida lleva consigo la capacidad de crecer. Como seres humanos podemos ampliar nuestros conocimientos y habilidades, aprender con la experiencia y cambiar con el transcurrir de los años. No somos los mismos que éramos hace un tiempo y, con la gracia de Dios y nuestro propio trabajo personal, este continuo proceso posibilita la transformación para llegar a ser lo que estamos llamados a ser. Aquello que nos hace más felices. Aquello que, intuimos como creyentes, es la voluntad de Dios para nosotros. Sin embargo, aunque podemos constatar esta experiencia humana en nosotros mismos, ¡qué difícil se nos hace muchas veces reconocer los cambios y el crecimiento de los demás! Resulta sencillo “poner etiquetas” a los otros, pero ¡cuánto nos cuesta quitarlas! Cuesta confiar en la posibilidad de transformación de las personas y surge con facilidad la desconfianza. “Y desconfiaban de él”, nos dice el texto. La realidad indiscutible de lo que ven en Jesús: su sabiduría y sus milagros, no consigue vencer la sospecha y la incredulidad de quienes le conocieron como un sencillo carpintero, procedente de una humilde familia. El evangelio de hoy cuestiona esta actitud. Podemos preguntarnos si concedemos la oportunidad de crecimiento y de cambio a quienes son compañeros de camino en la vida cotidiana, cuando nos sobreviene la sospecha antes sus logros y avances. A lo largo de la historia, personas audaces y adelantadas a su tiempo han sido cuestionadas, quizás porque sus vidas han cuestionado a los demás. Oscar Romero, Mahatma Gandhi… o Teresa de Jesús, Joaquina de Vedruna y tantas otras fundadoras y fundadores de instituciones o movimientos religiosos padecieron también la incomprensión y el rechazo de sus contemporáneos. El evangelio de hoy nos pone en alerta y nos invita a revisar nuestras actitudes hacia aquellas personas con las que compartimos trabajo o vida. Pero también nos cuestiona nuestra propia relación con Jesús. Puede pasarnos como a sus paisanos. Lo hemos conocido tanto desde pequeños que ahora, ¿qué nos puede decir que no sepamos ya? Podemos caer en el peligro de amaestrar su Palabra y no permitir que su poder renovador atraviese nuestras vidas y las transforme. Nos dice el evangelio que Jesús “no pudo hacer allí ningún milagro”. Porque Jesús no hace nada sin contar con nosotros, con nuestra disposición y fe, con nuestra confianza. Aprovechemos para revisar las “etiquetas” que colocamos, incluso a él, y que impide, de algún modo, que haga milagros en cada uno de nosotros, en nuestra tierra personal, familiar, comunitaria, social, mundial… Cada día, una nueva oportunidad para creer. Cada día, una nueva oportunidad para crecer. |
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