Todos los exégetas están de acuerdo en que el “Reino de Dios” es el centro de la predicación de Jesús. Lo difícil es concretar en qué consiste esa realidad tan escurridiza. La verdad es que no se puede concretar, porque no es nada concreto. Tal vez por eso encontramos en los evangelios tantos apuntes desconcertantes sobre esa misteriosa realidad. Sobre todo en parábolas, que nos van indicando distintas perspectivas para que vayamos intuyendo lo que puede esconderse en esa expresión tan simple.
Podíamos decir que es un ámbito que abarca a la vez materia y espíritu. Todo el follón que se armó el primer cristianismo a la hora de concretar la figura de Jesús, nos lo armamos nosotros a la hora de definir qué significa ser cristiano. El Reino es a la vez, una realidad divina que ya está en cada uno de nosotros y una realidad humana, terrena, que se tiene que manifestar en nuestra existencia de cada día. Ni es Dios en sí mismo ni se puede identificar con ninguna situación política, social o religiosa. No debemos caer en la simplicidad ingenua de identificarlo con la Iglesia. Como dice el evangelio: “no está aquí ni está allí”. Tampoco está solamente dentro de cada uno de nosotros. Si está dentro, siempre se manifestará fuera. Esa ambivalencia de dentro y fuera, de divino y humano es lo que nos impide poder encerrarlo en conceptos que no pueden expresar realidades aparentemente contradictorias. Para nuestra tranquilidad debemos recordar que no se trata de comprender sino de vivir y ese es otro cantar. Las parábolas no se pueden explicar. Solo una actitud vital adecuada puede ser la respuesta a cada una. Como nuestra actitud espiritual va cambiando, la parábola me va diciendo cosas distintas a medida que avanzo en mi camino. Tampoco las dos parábolas de hoy necesitan aclaración alguna. Todos sabemos lo que es una semilla y como se desarrolla. Si acaso, recordar que la semilla de mostaza es tan pequeña que es casi imperceptible a simple vista. Por eso es tan adecuada para precisar la fuerza del Reino. El crecimiento de la planta no es consecuencia de una acción externa sino consecuencia de una evolución de los elementos que ya estaban en ella. Este aspecto es muy importante, por dos razones: 1ª porque nos advierte de que lo importante no viene de fuera; 2ª porque nos obliga a pensar, no en algo estático sino en un proceso que no tiene fin, porque su meta es el mismo Dios. El Reino que es Dios está ya ahí, en cada uno y en todos a la vez. Nuestra tarea no es producir el Reino, sino hacerlo visible. Las dos parábolas tienen doble lectura. Se pueden aplicar a cada persona, en cuanto está en este mundo para evolucionar hasta la plenitud que debe alcanzar a través de su vida. Y también se puede aplicar a las comunidades y a la humanidad en su conjunto. Hoy estamos muy familiarizados con el concepto de evolución y podemos entender que los seres humanos no hemos dejado de avanzar hacia una mayor humanidad. Tampoco podemos pensar en una meta preconcebida. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe desplegar todas las posibilidades sin pretender saber de antemano a donde le llevará la experiencia de vivir. En la vida espiritual es ruinoso el prefijar metas a las que tienes que llegar. Se trata de desplegar también una Vida y como tal, es imprevisible, porque toda vida es, ante todo, respuesta a las condiciones del entorno. No pretendas ninguna meta, simplemente camina hacia delante. En cada una de las dos parábolas se quiere destacar un aspecto de esa realidad potencial dentro de la semilla. En la primera, su vitalidad, es decir, la potencia que tiene para desarrollarse por sí misma. En la segunda quiere destacar la desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella surge. Parece imposible que de una semilla apenas perceptible, surja en muy poco tiempo, una planta de gran porte. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos si, de verdad, hemos descubierto y aceptado el Reino de Dios y si le hemos rodeado de unas condiciones mínimas indispensables para que pueda desplegar su propia energía. Si no se ha desarrollado, la culpa no será de la semilla, sino nuestra. La semilla se desarrolla por sí sola, pero necesita humedad, luz, temperatura y nutrientes para poder desplegar su vitalidad latente. La semilla con su fuerza está en cada uno, solo espera una oportunidad. Con frecuencia olvidamos que no somos nosotros los que desarrollamos el Reino, sino que él se desarrolla en nosotros. Incluso los que tenemos como tarea hacer que el Reino se desarrolle en los demás olvidamos ese dato fundamental. No tenemos paciencia para dejar tranquila la semilla, o intentamos tirar de la plantita en cuanto asoma y en vez de ayudarla a crecer la desarraigamos, o damos por perdida la semilla antes de que haya tenido tiempo de germinar. El tiempo no es el mismo para todos. Puede frustrarnos el ansia de producir fruto sin haber pasado por las etapas de crecer como tallo, luego la espiga y por fin el fruto. La vida espiritual tiene su ritmo y hay que procurar seguir los pasos por su orden. La mayoría de las veces nos desanimamos porque no vemos los frutos del esfuerzo. Debemos tener paciencia. Cada paso que demos es un logro y en él ya podemos apreciar el fruto, aunque no lo parezca. El Reino no es ninguna realidad distinta de Dios manifestado. Es la semilla divina la que está sembrada en cada uno de nosotros. El Reino de Dios no es nada que podamos ver. Es una realidad espiritual. Si está o no está en nosotros lo descubriremos, mirando las obras. Si mi relación con los demás es adecuada a mi verdadero ser, demostrará que el Reino está en mí. Si es inadecuada, demostrará que el Reino no se ha desarrollado. Jesús experimentó dentro de sí mismo esa Realidad y la manifestó en su vida. Toda su predicación consistió en proclamar esa posibilidad. El Reino de Dios está dentro de nosotros pero puede que no lo hayamos descubierto. Jesús hace referencia a esa Realidad. Creo que, aún hoy, nos empeñamos en identificar el Reino de Dios con situaciones externa. La lucha por el Reino tiene que hacerse dentro de nosotros mismos. Meditación El Reino de los cielos no se parece a nada. Solo tú puedes descubrirlo y mantenerlo. Dios en ti será siempre único e irrepetible. La manera de manifestarlo será siempre origina. El Reino nunca será el fruto de una programación.
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En el evangelio del domingo pasado vimos cómo se formaba una pequeña comunidad en torno a Jesús: su familia, sus hermanos, sus hermanas y su madre. Inmediatamente después introduce Marcos una serie de parábolas contadas por Jesús. Algo que el lector esperaba desde hace tiempo, porque el evangelista ha insistido en que Jesús enseñaba, pero no decía qué enseñaba. De ese largo discurso (34 versículos), la liturgia ha elegido dos parábolas (una que solo se encuentra en Marcos, y la conocida del grano de mostaza) y el final del discurso.
El campesino y la tierra (1ª parábola) Lo que dice la primera parece una tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de esta parábola? En que Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de Dios. También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje, mientras duerme. Quedan preguntas difíciles de responder: ¿quién es el campesino? ¿Es Jesús? No parece lógico, porque el campesino de la parábola no sabe lo que ocurre. ¿Son los apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio, y éste da fruto, aunque ellos no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada cristiano, en el que la semilla va dando fruto mientras el que ha sembrado duerme? La explicación hay que buscarla en otra línea: la parábola habla del proceso misterioso por el que crece el reino de Dios, la comunidad cristiana, semejante al de la simiente que crece sin que el campesino intervenga ni se dé cuenta. Cuando uno piensa en la forma misteriosa en que la simiente plantada por Jesús y sus discípulos en una región remota y sin importancia del imperio romano ha terminado produciendo fruto en todos los países del mundo, el sentido de la parábola resulta más claro. Es una invitación a confiar en la acción misteriosa de Dios en la iglesia y en cada uno de nosotros, renunciando a considerarnos los protagonistas de la historia, y a pensar que todo depende de lo que hacemos. Sin embargo, parece que la parábola resultó demasiado extraña y difícil de entender, y quizá por eso Mateo y Lucas (por motivos pastorales, como ahora se dice) no la copiaron. La mostaza y el cedro (2ª parábola y lectura de Ezequiel) La segunda comparación es más clara y de enorme actualidad, sobre todo en muchos países occidentales, donde el cristianismo parece andar de capa caída. Jesús compara a la comunidad cristiana, el reino de Dios en la tierra, con la semilla de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo del tiempo, se convierte en árbol y puede acoger a los pájaros del cielo. No hay que desanimarse si la iglesia es un arbolito pequeño, poco mayor que las hortalizas. Quien conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación de Ezequiel modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no con el modesto arbolito de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más alta de Israel». Todo es grandioso en Ezequiel; en el evangelio, todo es modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles pueden anidar los pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una iglesia universal dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de Jesús, una comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder acoger a quien la necesite. Final Marcos ha querido cerrar su discurso con una nota sobre el modo de enseñar de Jesús, sin caer en la cuenta de que se contradice. Comienza diciendo que hablaba en parábolas para acomodarse al entender de su auditorio. Pero la gente no debía de entenderlas, porque sus discípulos tenían necesidad de que se las explicara en privado. Podemos decir, resumiendo mucho, que Jesús utilizaba dos tipos de parábolas: las muy fáciles de entender (hijo pródigo, buen samaritano…) y las que pretendían que la gente pensase; si ni siquiera los discípulos encontraban la respuesta, él se la explicaba (estas son la mayoría). El destierro y la patria (2 Corintios 5,6-10) El tiempo ordinario nos devuelve también a la problemática realidad de la segunda lectura, sin relación con la primera ni con el evangelio. Un inciso que dificulta más que ayuda. Eso no significa que no contenga mensajes importantes. El breve fragmento de la segunda carta a los Corintios nos permite conocer los sentimientos más íntimos de Pablo. La conversión supuso para él un cambio radical con respecto a la persona de Jesús. De perseguirlo pasó a estar tan entusiasmado con él que, por su gusto, preferiría morir para estar con el Señor. Su situación le recuerda a la de tantos contemporáneos suyos, que por motivos políticos eran desterrados, lejos de Roma o de otra ciudad importante. Él también se siente desterrado, lejos del Señor. Y le gustaría morir, porque solo con la muerte se puede volver a la verdadera patria y estar cerca del Señor. (Siglos más tarde santa Teresa diría algo parecido: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque no muero».) Pero Pablo acepta la realidad. En el destierro o en la patria, debemos esforzarnos por agradar a Dios. Obviamente, el pueblo judío sabía de Dios, de Yahveh, desde mucho antes que Jesús predicase su mensaje; Dios no era, ni mucho menos, un desconocido para ellos. Y no obstante, las gentes de Galilea percibieron al Dios que les mostraba Jesús como algo nuevo, distinto, ilusionante, algo que les llegaba muy a lo hondo; este anuncio resultó ser para aquellas gentes una muy buena noticia. No parece, pues, que la percepción que se tenía de Dios en el judaísmo de la época de Jesús fuera algo demasiado seductor.
¿Y nosotros hoy?, ¿vemos a Dios como algo ilusionante o estamos situados como los judíos de la época de Jesús? ¿Hoy, cuántas personas experimentan a Dios como buena noticia? Estimo que el mensaje de Jesús se ha ido pervirtiendo, devaluando hasta convertirse en algo aburrido, en algo que se percibe como un credo fastidioso y rutinario ¿Cómo puede suceder eso, sí acontece que nosotros y los que escucharon a Jesús, en directo, bebemos de la misma fuente, la que recogen los evangelios? A nadie se le escapa que, con el correr de los años y apoyándose en el mensaje evangélico, se han ido construyendo infinidad de doctrinas, normas, dogmas, teorías, cánones, devociones piadosas, liturgias. Con todo ello, hemos llegado a disponer hoy de una colección enorme de pesados volúmenes; volúmenes que se han ido depositando, todos ellos, encima de los textos evangélicos, llegándolos casi a ocultar. Así pues, hoy es muy difícil acceder al genuino mensaje de Jesús, pues, para poder llegar a lo que se dice en los Evangelios, hay que hacerlo atravesando una infinidad de vericuetos laberínticos, por entre los muchos volúmenes que hemos ido amontonando sobre ellos, lo que, inevitablemente, esconde, vela, encubre, enmascara el legado de Jesús. Así pues, cuando nos interesamos por el perdón, valga como ejemplo, ocurre que el mensaje de Jesús nos pilla muy al final de un vereda en la que, mucho antes, está la doctrina; por lo que es casi inevitable el quedarse atascados con lo que dice el catecismo sobre la confesión, su ritual y la correspondiente normativa y, así, termina pareciendo como si no existiese el mensaje de magnanimidad que rezuma la Pasabola del Hijo Prodigo. Y, poniendo otro ejemplo, cuando nos preguntamos si acoger o no acoger a los recasados en las celebraciones eucarísticas, suele resultar que no llegamos a poner los ojos en la misericordia divina, como señala la Buena Noticia de Jesús, pues mucho antes nos damos de bruces con lo que dice, al respecto, la rígida doctrina eclesiástica, la cual no casa muy bien que digamos con la caridad. Se impone pues desescombrar los textos evangélicos, quitándoles de encima tanto cascote como, a lo largo de los siglos, se ha ido acumulando sobre ellos. Sin esta tarea inicial no se podrá recuperar aquella experiencia ilusionante de las primeras épocas. Pero este desescombro es tarea difícil, quizá quimérica, pues, para muchos, entre los que hay en abundancia jerarcas con notable poder, la doctrina ha llegado a ser la quintaesencia del Evangelio, lo que les lleva a estimar que salvaguardar lo que dice la doctrina es lo realmente importante, ya que, al hacer esto, todo quedará como debe quedar. Recientemente he participado en una reunión del grupo “Paradigmas emergentes”. Su objetivo este día no era teórico sino muy concreto; se trataba de exponer cuál es el paradigma que cada uno reconoce actualmente en su modo de proceder.
Hemos compartido testimonios muy sinceros y valiosos. Los mayores hemos expresado el arduo proceso de evolución que hemos experimentado en este “cambio de época”, desde unas creencias y obediencia acríticas a una responsable autonomía. Y todos hemos expresado un gran aprecio por la figura de Jesús. Paradigma es un concepto muy impreciso; inicialmente se refería a las teorías científicas, y designaba “los supuestos básicos” admitidos por la comunidad académica. Posteriormente se ha aplicado con distintos matices a la economía o a disciplinas humanísticas como la sociología, la educación, o las religiones. Sin ninguna pretensión científica, yo lo entiendo como tendencias sociales que adquieren suficiente importancia para explicar el comportamiento de un grupo más o menos amplio. Se trata por tanto de un principio descriptivo o explicativo más que normativo. Son tendencias que emergen de los comportamientos más que de los principios teóricos, aunque luego puedan justificarse con esos principios (o modificarlos). Los sociólogos describen diversos paradigmas sociales que están emergiendo con los profundos cambios científicos, económicos, políticos, culturales, y religiosos: Paradigma feminista, ecológico, humanista, plurirreligioso, postreligioso, postematrialista. Todos participamos más o menos de varios paradigmas, pero podemos señalar alguno de ellos como explicación predominante de nuestro comportamiento social. Yo aporté un resumen del proceso de lo que considero Mi paradigma principal Esta imagen de una persona que cruza ese abismo por el puente de cuerdas, y el título “Lo que creo que creo” del libro en el que recogí mis reflexiones, expresa cómo me sentí en los primeros años de mi jubilación. Liberado de mi “trabajo alimentario”, como lo llamaba Buñuel, mi “querencia” me devolvió a la Teología. Mi comportamiento, y mis criterios, habían cambiado durante esos treinta años de vida laboral, pero comprobé que también la teología había cambiado; los teólogos se atrevían a reinterpretar los dogmas, que antes consideraban definitivamente formulados. Tenemos que cruzar la vida sobre un abismo de preguntas fundamentales: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cómo debo comportarme? ¿Qué principios deben orientar mi conciencia? ¿En qué me afirmo pasar cruzar ese abismo? Antes confiaba en nuestros conceptos y creencias -¡la fe!-. Ahora esas creencias resultan provisionales e inconsistentes; no puedo confiar en ellas para cruzar sobre el abismo; me parecen endebles como los pasamanos de ese puente. La mayor seguridad la encuentro en mi conciencia, en mi experiencia interna; no puedo dudar de la injusticia del abuso o de la explotación de menores, ni de los valores del amor y la compasión. Mi conciencia es el suelo firme del puente sobre el abismo. Las creencias son como las barandillas del puente. No me atrevería a pasar un puente sin barandillas, necesito las explicaciones; pero hay gente sencilla que no necesita tantas explicaciones para recorrer el puente de la vida. Sé que la conciencia es subjetiva. Todos conocemos dictadores que se proclamaban cristianos (incluso alguno recibió la comunión de manos del Papa) pero se afianzaron sobre montones de cadáveres (si no es que arrojaban a los prisioneros vivos al mar). Para afianzar la seguridad que me ofrece mi conciencia he recurrido, como guía de ruta o GPS, a cordinar tres datos fundamentales: el ejemplo del Jesús de los evangelios, los Signos de los Tiempos, y el testimonio de mi Conciencia. En la medida en que estas tres imágenes coincidan, mi visión se irá perfilando, y me darán la mayor garantía posible en nuestra situación. El resultado de este proceso, mi paradigma principal, se corresponde mejor con lo que se ha denominado el Paradigma plurirreligioso (que incluye la espiritualidad laica). Creo que las religiones han sido promovidas por personas con una conciencia más sensible, que han expresado su experiencia de Dios en los términos de su propia cultura, desde los neandertales hasta nuestros días. En un profundo cambio cultural pueden perder sentido algunas creencias, preceptos, o ritos, pero la espiritualidad es una manifestación humana que posiblemente generará nuevas formas de expresarse. Para mí, el gran referente es el Jesús de los evangelios,“rostro humano de Dios”, en nuestra dimensión espaciotemporal. La imagen de Jesús me permite desescombrar la imagen de Dios esculpida en mi conciencia. Conclusión Esta madre, que amamanta a un cachorro junto con su hijo, no parece tener muchos estudios, sin embargo ha comprendido lo más valioso de esta vida, el amor incondicional y desinteresado. Ha llegado instintivamente a la mima conclusión que a mí me ha costado años de lecturas y reflexión. La principal vía de conocimiento es la experiencia interna. La sinceridad de la conciencia comprende la realidad de la vida mejor y más rapidamente que los argumentos de la razón. Jesús, con el lenguaje de su cultura, daba gracias al Padre “porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has manisfestado a los sencillos”. Tampoco quiero ser simplista. Como dijo un joven, “hay que coordinar cabeza, corazón y manos”. Las barandillas del puente -las explicaciones racionales- no son imprescindibles, pero son necesarias, al menos para la mayoría. Sería una arriesgada locura construir puentes sin barandillas. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” Jesús ejerce un gran poder de atracción sobre la gente. El evangelio nos muestra que son muchos quienes le buscan: la multitud, los miembros de su familia, los escribas… Muchos y muy diferentes, como distintas son las razones por las que se acercan a él.
Los primeros -la multitud- le buscan deseosos. La gente está admirada de su enseñanza (Mc 1,22) y de su capacidad para expulsar espíritus inmundos (1,27). Su fama se había extendido (1,28) y había curado a tantos enfermos (1,34; 3,10) que se agolpaban a la puerta de cada casa en la que Jesús se encontrara (1,33; 2,1) acudiendo a él de todas partes (1,45; 2,13; 3,7-9). Todos están maravillados y son capaces de reconocer que Dios actúa en él (2,12). Éstos, los sencillos y débiles, quienes se saben enfermos o incapaces, limitados o sin fuerzas, no dudan que Jesús les atenderá, los escuchará y les ofrecerá su consuelo y su tiempo, hasta el punto de ser capaz de dejar de comer por estar con ellos. Sin embargo, en el relato aparecen también otros grupos cuyas razones para buscar a Jesús son bien distintas. Quizás porque, a diferencia de los primeros, éstos ya tienen algo que perder en su relación con Jesús. En el caso de los familiares, parecen enfadados (el verbo que Marcos usa para referirse a que se lo querían “llevar” es el mismo que utiliza cuando Jesús es arrestado en 12,12; 14,1.44-45) y preocupados por los comentarios que se vierten sobre él y que indican que está fuera de sí. En una sociedad como la de Jesús, se puede entender fácilmente que sus más allegados tengan miedo a perder el honor que su familia ha adquirido durante muchos años. El honor era un valor esencial en aquella cultura, un valor fundamental que estructuraba la vida diaria de la gente hasta tal punto que una familia no podía entenderse a sí misma si no era desde esta clave. Pero el honor sólo se posee si otras personas lo reconocen, y los comentarios sobre Jesús muestran, más bien, el preocupante riesgo de caer en vergüenza. Podemos, por tanto, entender fácilmente la actitud de esos familiares que sólo desean preservar la buena reputación de su linaje. Y por último aparecen los escribas, que se ponen en camino (el texto dice que habían bajado de Jerusalén) para hablar mal de Jesús, para acusarle de realizar sus exorcismos con la fuerza del jefe de los demonios, para poner en entredicho su fama. Esta crítica, siendo muy grave, muestra que los signos realizados por Jesús son reconocidos por todos, incluso por quienes lo consideran un enemigo. La capacidad sanadora y liberadora de Jesús asusta a quienes, ante él, pueden perder no sólo poder y fama, sino la estabilidad dentro de una sociedad fuertemente estructurada en la que ellos sustentan puestos reconocidos. Hasta ahora nos hemos detenido en quienes buscan a Jesús. Pongamos ahora nuestra mirada en él. Impresiona su actitud, la de un hombre con una confianza y una seguridad absolutas, la de un hombre esencialmente libre. Esta confianza y libertad de Jesús contrasta fuertemente con la de los dos protagonistas de la primera lectura de hoy domingo: Adán y Eva que, movidos por el miedo, se esconden ante Dios que les busca. Jesús no se esconde. Al contrario. Invita a familiares y escribas a acercarse (3,22), a no quedarse fuera (3,31), a formar parte de su círculo íntimo (3,32-35). No se defiende, no discute con ellos. Les confronta con inteligencia y serenidad, buscando que comprendan que las acusaciones no tienen fundamento y que reconozcan que quien le mueve a liberar a las personas de sus posesiones es el mismo Espíritu Santo, el Aliento de Dios. Ojalá, a nosotros, también sea el deseo lo que nos lleve a buscar a Jesús, la certeza de que él puede sanar nuestras heridas y liberarnos de nuestras opresiones, el deseo de escucharle y dejarnos curar por él. Preguntémonos también si nos asusta, en nuestra relación con él, perder algo… quizás la comodidad y tranquilidad de nuestras vidas, quizás las seguridades a las que nos agarramos, quizás los poderes que creemos tener en algún ámbito… Si somos capaces de no quedarnos fuera, de adentrarnos en su círculo, puede ser que perdamos todo eso, pero a cambio, ganaremos el ser parte de la nueva familia de Jesús (3,35). Lo ganaremos todo. Después de tantas fiestas (Pentecostés, Trinidad, Corpus Christi), volvemos al Tiempo Ordinario y a los comienzos de la actividad de Jesús. Ateniéndonos al relato de Marcos, después del Bautismo y las Tentaciones, Jesús ha predicado en la sinagoga de Nazaret y ha realizado diversos milagros. Sin embargo, su forma de actuar, sus ideas y sus pretensiones, provocan la oposición de los fariseos que, ya desde el principio, «se pusieron a planear con los herodianos la forma de acabar con él» (Mc 3,6). Pero todavía queda mucho para la pasión y muerte. Jesús sigue ganando popularidad en todas partes (3,7-12) y elige a los doce (3,13-19).
En este momento comienza el evangelio de hoy. Se compone de tres episodios que reflejan tres actitudes ante Jesús: 1) Desconfianza: la familia de Jesús desconfía de él y piensa que está loco. 2) Condena: los escribas lo acusan de endemoniado. 3) Aceptación: hay personas que se convierten en la verdadera familia de Jesús. Desconfianza de la familia Los escribas y fariseos se escandalizan de lo que hace y dice Jesús. La reacción de su familia es distinta. Cuando se entera de que no tiene tiempo ni para comer, piensan que está loco, «fuera de sí» (evxe,sth), y quieren llevárselo a la fuerza a Nazaret. Al principio no queda claro quiénes son «los suyos» (oi` parV auvtou/). Al final, cuando lleguen a Cafarnaúm, sabremos que son «tu madre y tus hermanos y tus hermanas». Toda la familia. Para Mateo y Lucas, la simple sospecha de que la familia de Jesús lo considerase «fuera de sí» resultaba inaceptable, y suprimieron estos versículos de su evangelio: la madre y los hermanos bajan a visitarlo, no porque desconfíen de él. Sin embargo, el evangelio de Juan confirma esta desconfianza de sus hermanos (no de María): «sus hermanos no creían en él» (Juan 7,5). Si queremos conocer bien a Jesús, este dato es fundamental. Las críticas de escribas y fariseos, el rechazo de los sacerdotes, el desinterés de muchos de sus oyentes, le resultarían dolorosos; pero la desconfianza de la propia familia sería algo más duro de lo que podemos imaginar. Sin embargo, el saberlo serviría de consuelo a tantos cristianos del siglo I para los que hacerse cristianos supondría un enfrentamiento a la familia. Condena de los escribas Los grandes conocedores de la Ley de Moisés, los escribas, emiten un juicio más radical: «Tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios». Lo peor que puede decirse de uno que pretende hablar y actuar en nombre de Dios. A nosotros puede extrañarnos que el evangelista dedique tanta atención a este tema, pero Jesús debía defenderse, y las comunidades cristianas saber responder a esta acusación gravísima. Curiosamente, Jesús no reacciona de forma airada. Se porta como un maestro que hace reflexionar a sus alumnos y los instruye. Su breve discurso contiene un argumento, una enseñanza y una amenaza. El argumento es de sensatez: si Satanás se introduce en Jesús para expulsar a los endemoniados, está luchando contra sí mismo, destruyéndose. Solo un estúpido puede decir que Jesús «expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios». La enseñanza se centra en la victoria de Jesús sobre Satanás. Los discípulos, al ver los milagros de Jesús y las curaciones de endemoniados, pueden considerarlos hechos aislados, sin relación entre ellos. Para Jesús, demuestran que él ha vencido a Satanás, el aparentemente forzudo, y por eso puede arrebatarle todas sus víctimas. La primera lectura de hoy, tomada del Génesis, pienso que se ha elegido porque anuncia esta victoria de Jesús sobre el demonio. La amenaza se dirige a los escribas y a quienes piensan como ellos: quien considere a Jesús un endemoniado, blasfema contra el Espíritu Santo y no tendrá perdón jamás. Es el famoso «pecado contra el Espíritu Santo», que desconcertaba a un amigo mío y no sabía cómo interpretar. Sin embargo, me parece fácil: cada vez que Jesús perdona los pecados lo hace con el poder del Espíritu; quien dice que ese espíritu es el demonio, se cierra el perdón, porque Satanás no puede perdonar. Aceptación Jesús ha terminado su breve discurso y le avisan de su familia está fuera y lo busca. Una vez más comienza formulando una pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos»? Como Sócrates, quiere que la gente piense, aunque lo más probable es que nadie respondiera nada. Pero así adquiere más fuerza la solución: «El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». Esas palabras las dirige a quienes los rodean y escuchan. Porque la condición indispensable para hacer la voluntad de Dios es escuchar a Jesús. Y ellos lo hacen. Ellos son la familia de Jesús. En nuestra sociedad, muchos presumen de «conocer» a una familia importante, de haberla visto un día en directo, incluso de haber dado la mano a alguno de ellos. Tenemos un motivo de orgullo mucho mayor: ser la familia de Jesús… si lo escuchamos y cumplimos lo que nos dice. Nota pastoral para la homilía En el evangelio hay dos cuestiones que pueden resultar complicadas (por no mencionar la primera lectura, en la que todo es complicado): 1) La familia de Jesús. El mismo Marcos ofrecerá más tarde los hombres de los hermanos: Santiago, José, Judas y Simón. No creo que merezca la pena, en una homilía, perderse en las discusiones sobre este tema: si eran hijos de un primer matrimonio de José (cosa que ya rechazaba san Jerónimo), si se trata de primos hermanos (el concepto de «hermano» es muchísimo más amplio entre los pueblos semitas que entre nosotros), etc. 2) Quienes disfrutan hablando del demonio, como Marcos, tienen este domingo materia abundante. Pero otros pueden sentirse molestos de tener que abordar este tema. El ejemplo de Mateo y Lucas es muy instructivo. Cuando encontraban en Marcos algo que podía escandalizar o extrañar a sus lectores, lo omitían. Algo me parece esencial en el evangelio de hoy: las actitudes tan distintas que provoca la persona de Jesús, que siguen dándose hoy día. No creo que nadie lo acuse de endemoniado (cada vez son menos los que creen en el demonio); pero el rechazo de su persona, o el rebajarlo a un simple iluso «fuera de sí», son reacciones muy frecuentes. Aunque su familia sea pequeña (cada vez más), aconsejaría centrar en ella la atención. El tema del pecado y de la salvación es un tema muy serio. El pecado es aparentemente un contrasentido, no tiene fácil explicación; por eso el hombre ha buscado respuesta en los mitos. Hoy tendemos a creer que los mitos eran cuentos inventados para engañar a la gente; sin embargo en ellos se encuentran enseñanzas muy profundas. Lo que sucede es que no se pueden entender literalmente. Hay que decodificar el lenguaje.
El mito de la inocencia primigenia perdida por un pecado del primer hombre, nos quiere trasmitir una verdad profunda, pero no podemos entenderlo al pie de la letra. La situación anterior a la caída, hay que entenderla como una armonía total con la naturaleza por parte del ser humano que aún no había tomado conciencia de su singularidad, de su diferenciación de la realidad que le rodea. Era una situación que se adivina como idílica; parecida a la del niño en el vientre de su madre, protegido y seguro. Seguridad que hay que abandonar si quiere llegar a ser un hombre completo. Lo que llamamos pecado, es el resultado inevitable de esa individualización. En cuanto el ser humano tomó conciencia de que era algo separado, se erigió en persona con capacidad de conocer y por lo tanto con capacidad de elegir, de tomar decisiones basadas en ese conocimiento. Como el conocimiento no es perfecto, la decisión puede ser equivocada y llega el fallo. En vez de elegir lo que le edifica, elige lo que le deteriora; a eso le llamamos pecado. En las culturas orientales, la serpiente no es el símbolo del mal como nos han hecho creer, sino de la inteligencia y de la astucia. Hay que hacer una sería revisión de lo que entendemos por pecado. En nuestra cultura, ha estado siempre ligado a la voluntad. Se ha creído que la persona podía elegir entre lo bueno y lo malo. Si elegía el bien, se consideraba a la persona buena, si elegía el mal, se consideraba depravada. Esto no es así. La voluntad no tiene capacidad para elegir el mal. Es una potencia ciega que sólo puede ser movida por el bien. Por lo tanto el pecado es siempre una ignorancia o falta de conocimiento. Si tuviéramos claro que algo nos hace daño, nunca la voluntad se pegaría a ello. El único antídoto es mayor conocimiento. Con frecuencia me dicen que la persona obra el mal sabiendo que hace mal. Siempre buscamos nuestro bien, aunque ello reporte algún mal para otro. No basta haber aprendido, por programación, que una cosa es mala. Hay que estar verdaderamente convencido de ello. Si acepto una cosa como mala, solo por programación, podré acomodarme artificialmente a esa enseñanza, pero la actitud fundamental y vital no está de acuerdo con la programación y antes o después, la actitud vital prevalecerá. Esta es la razón de nuestros pecados, confesados una y otra vez, pero nunca rectificados. Nuestra moral es artificial. Nuestro arrepentimiento ficticio, y nuestras confesiones fingidas. La existencia del ser humano es imposible si le negamos la posibilidad de equivocarse. Muchas veces no podemos saber que está el anzuelo escondido hasta que no lo mordemos. El ser humano que progresa, no es el que no se equivoca nunca, sino el que reconoce sus fallos. El único pecado irreparable es negarse a rectificar, es decir instalarse en una postura estática y no querer avanzar. Esta postura es mucho más frecuente de lo que nos podemos imaginar. Se debe a dos razones fundamentalmente: Una, el miedo a equivocarse, el miedo al pecado y al castigo ha paralizado a muchísimas personas que sin ese obstáculo hubieran podido aportar logros increíbles a la evolución. Cuando queremos actuar desde la seguridad, vivimos volcados en el pasado y el progreso es imposible. Otra, creer que ya hemos llegado. Creer que ya lo sabemos todo, que tenemos respuestas para todo, que no hay que esperar nada nuevo. Es la postura que más daño ha hecho al ser humano. Jesús dijo: "Tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; el E. S. os irá llevando hacia la verdad plena”. Este sería el pecado contra el Espíritu Santo. Estar cerrados a toda posible novedad, por miedo a la equivocación, o por creernos en la posesión de la verdad absoluta. Podríamos recordar el dicho castellano: el que no se arriesga no pasa la mar. O aquel otro oriental que me habéis oído tantas veces: El que se empeña en cerrar la puerta a todos los errores, dejará inevitablemente fuera la verdad. La verdadera salvación sólo puede venir por el camino del conocimiento. En la medida que tengamos conocimiento de lo que es bueno para nosotros, seremos capaces de actuar en consecuencia. No olvidemos la frase capital del evangelio: la verdad os hará libres. Solo la verdad tiene capacidad de liberar y de salvar del error y por lo tanto del pecado. Estar abiertos a la verdad es estar abiertos al Espíritu. Casi nunca se trata el tema de la relación de Jesús con su familia, porque plantea serios problemas. No encaja con el concepto que nos hemos hecho de la sagrada familia. Si somos capaces de superar los prejuicios, veremos como normal que incluso su madre se preocupara de las andanzas de Jesús que no podían acarrearle nada bueno. En los evangelios se ve con toda claridad el conflicto que Jesús tuvo con sus parientes; y eso a pesar de las matizaciones que hacen y la delicadeza con que tratan el tema. A los doce años nos cuentan el primer problema; se queda en Jerusalén sin que lo supieran sus padres. En su pueblo, les echa en cara su falta de confianza: "solo desprecian a un profeta en su pueblo y entre sus parientes”. Su familia quiere apartarlo de la vida pública porque considera que esa manera de actuar es una locura. El tiempo les dio la razón. Ellos no tenían capacidad para comprender desde qué perspectiva actuaba Jesús. Desde un punto de vista humano, era lógico que su familia se preocupara por las andanzas de Jesús que ponían en peligro su vida. A pesar de todo Jesús sigue adelante con una postura poco obediente... Esta postura de Jesús puede ilustrar el tema de hoy. Jesús no se conforma con lo que le enseñan de Dios, quiere ir más allá en el descubrimiento de lo que Dios es para el hombre y el hombre para Dios. Se abre al Espíritu. No tiene inconveniente en cuestionarse hasta las verdades más sagradas. ¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos? Decía monseñor Tarancón: “los obispos españoles padecemos de torticolis, mirando siempre hacia Roma”.
Me acuerdo mucho de esta reflexión. Veo que ahora está de actualidad todo lo que sea “Franciscano”, del papa Francisco. Y los que piensan como él alaban todo lo que hace y se callan todo comentario por los interrogantes que nos pueda producir. Pero veo que las iglesias de base, la iglesia española, no vamos cambiando los criterios profundos, los razonamientos... Me da mucho miedo a que el pequeño cambio que se ve, sea fruto de un mimetismo. Pero ¿qué pasará si viene otro papa de distinta orientación? Hay un hecho muy claro y que atañe a la liturgia. He oído a multitud de curas e incluso a algún obispo decir que los nuevos libros litúrgicos no agradan ni los sentimos prácticos y de un contenido unidireccional para las celebraciones. Sin embargo no ha habido, que yo sepa, ninguna reclamación pública ante el Vaticano. Echo en falta un cambio profundo de ideas y de planteamientos. Me parece que no nos estamos convirtiendo, desde dentro, en una línea más abierta y más de periferia. Ante realidades fuertes: refugiados, presos, corrupción, violencia machista, me gustaría escuchar más voces críticas y mayores enfoques evangélicos. Siento que cada obispo es responsable en su diócesis y que eso requiere una gran creatividad propia. Casi siempre que se habla de Roma, se habla del papa. ¿Es que Roma es eso solo? Y sobre todo, no veo transformación en la participación de los seglares en la comunidad eclesial. Algún pequeño cambio, pero ante una realidad muy fuerte de falta de presbíteros no se plantea la participación y responsabilidad de los seglares. Les dejamos hacer alguna pequeña cosa. He echado siempre en falta que nuestras comunidades cristianas vivamos desde nuestra fe y la contrastemos con la diócesis de Roma. Todos los días lo siento al partir el trocito de forma en la eucaristía y mojarlo en el cáliz. He echado siempre en falta que nuestras comunidades cristianas vivamos la fe desde nuestra creencia. Que, por supuesto miremos a Roma, pero para ver cómo allí funciona la catequesis, la predicación, la atención a los pobres, el anuncio a los no creyentes, la construcción del reino. Y eso nos pueda iluminar y ayudar. Creo que se ha insistido demasiado en Roma como fuente de doctrina y de ritos litúrgicos. Qué bien si nuestra comunidad hermana es ejemplo de cómo vivir el Evangelio hoy y aquí. El esfuerzo sea algo más que la tortícolis de ver por dónde soplan los vientos en el Vaticano o qué es lo que allí agrada; que sea mirar a nuestro interior, a las comunidades y a las personas con quienes convivimos y ahí profundizar en la escucha y el seguimiento de Jesús. Roma nos va a dar el sentido de catolicidad. Yo veo que muchas veces se escribe y se dice “tal persona es de la era de Francisco”, pero en la realidad percibo que siguen como antes, con distintas citas y distinta insistencia pero sin vivir la realidad del Espíritu desde las periferias. Las personas convertidas de verdad viven cualquier circunstancia desde el Evangelio. Aunque no esté de moda. ETA ha echado el cierre a su actividad por quiebra. En realidad, lo hizo en 2011, pero estas cosas tienen su liturgia y ahora ha sido el momento oficial de una etapa demasiado larga y dolorosa. Como cristiano, quisiera hacer una reflexión final mirando más al presente y al futuro que al pasado. Pero es inevitable partir de la realidad y el sufrimiento acumulado durante tantos años.
Miro, pues, hacia atrás y, ¿qué es lo que ha quedado? Mucho dolor estéril y el fracaso de una ideología totalitaria. Quedan luces tras la tiniebla que es preciso destacar y que, incomprensiblemente, los católicos no estamos señalando como el agua pura que ha regado nuestro presente y un futuro esperanzador. Es cierto que queda mucho odio por desactivar, demasiado dolor todavía irrecuperable, pero tenemos experiencias que son claras muestras de la acción del Espíritu entre nosotros. Movimientos y personas concretas que han generado espacios de perdón y reconciliación al más puro ejemplo evangélico pero que no han sido destacadas por “los nuestros” como ejemplares, heroicos y, por qué no, proféticos. Movimientos como Gesto por la Paz de Euskal Herria que en los peores años de plomo aglutinó a personas de diferente signo, en silencio, tras una pancarta en decenas de municipios a la vez, después de cada muerte violenta, muchas veces recibiendo amenazas gravísimas a pocos metros, casi en un vis a vis insoportable. Un testimonio de honestidad y limpieza ética chocante porque fue capaz de contraprogramar a la barbarie. La Vía Nanclares fue un nivel aún más elevado de impulso extraordinario del perdón y la reconciliación. Víctimas y victimarios que deciden a título individual dar el paso de pedir perdón y de perdonar, ambos dificilísimos. Renuncia pública a ETA y al uso de la violencia, petición de perdón a las víctimas y el compromiso de repararlas mediante el pago de su responsabilidad civil y, en último término, colaboración con la Justicia. Testigos imparciales definieron a los llamados Encuentros restaurativos entre víctimas y victimarios como una “experiencia increíble de cara a la convivencia en el País Vasco", así como "gestos humanos que destrozan cualquier estrategia política". El libro Los ojos del otro, encuentros restaurativos entre víctimas y ex miembros de ETA se presentó en Bilbao y Madrid y el juez de Vigilancia Penitenciaria no permitió su presencia al preso Luis Carrasco, a pesar de contar con el beneplácito de sus víctimas. Catorce presos de ETA quisieron transformar el dolor en menos sufrimiento. Ninguno se conformaba con pasar página y olvidar. Uno de ellos, Álvarez de Santacristina, ideólogo en su día de la kale borroka, acabó estudiando Teología. Víctimas como Emiliano Revilla o Marixabel Lasa, son verdaderos iconos de la reconciliación. Y por último, la llamada Iniciativa Glencree y sus firmantes, algo que no ha tenido el eco que se merecía. En ella participaron veinticinco familiares de asesinados por ETA, los GAL y demás grupos parapoliciales, que se han venido reuniendo durante más de cuatro años como grupo de encuentro entre víctimas que les ha permitido “compartir experiencias, conocerlas, entenderlas, tomar conciencia de lo injusto de la violencia que hemos padecido, de su enorme impacto personal y familiar. Hemos pasado del conocimiento mutuo a la empatía, superando las barreras y estereotipos”. Recuerdan a la iniciativa del judío Simon Frankental que reunió a familiares israelíes y palestinos de asesinados por “el otro bando” reivindicando la reconciliación entre judíos y palestinos. Han demostrado que otro mundo es posible, “acercarnos unos a otros con respeto, superando el temor y los estereotipos, la frustración y la experiencia propia de dolor, explorando bases para la convivencia”. Proclaman que es posible una convivencia pacífica, respetuosa y constructiva en el seno de una sociedad plural, libre y justa. Para el logro de esta aspiración social son deseables y necesarios los gestos de reconocimiento; “Queremos invitar a la sociedad a realizar su propia revisión autocrítica del pasado mediante un compromiso ineludible con la verdad y con la justicia. Sanar las heridas obliga a un proceso que no está exento de tensiones o conflictos”. Familiares de etarras, guardias civiles... juntos y revueltos como hermanos. Algo grande ha pasado entre nosotros y algunos todavía siguen sin enterarse. Cuando el panorama es tenebroso y nos sentimos acorralados por fuerzas superiores a las nuestras, surge la fortaleza del amor como recurso final para encontrar un nuevo rumbo, levantar la frente y continuar hacia adelante renovando esfuerzos para crear nuevas expectativas de nueva vida. Muchos de nosotros considerados -por nosotros mismos- buenos católicos, no la recibimos, rechazamos con el silencio este tipo de iniciativas maravillosamente evangélicas y tan necesarias de seguir en este momento del final de ETA. Las personas protagonistas víctimas y victimarios que optaron valientemente por amar en lugar de odiar, son la semilla de Dios en este conflicto junto a mucha otra gente que hizo una labor callada detrás de los focos para lograr lo que parecía imposible: personas del gobierno español, del gobierno vasco, de la iglesia vasca (obispo Uriarte, Joseba Segura, recién nombrado vicario general de la diócesis de Bilbao...), miembros de la sociedad civil, algunos periodistas... ETA se ha ido pero nos queda la senda de la convivencia trazada por todas estas personas admirables que apostaron por el amor y la reconciliación. Ellas fueron, son, la mejor semilla del evangelio en este presente y futuro por reconstruir ¡Gracias! … Marzo 26, 27, 28, 29, 30, treinta y uno, 1, 2, 3, 4, 5, 6, siete, 8, 9, 10, 11, 12, 13, catorce, 15, 16, 17, 18, 19,20, veintiuno, 22, 23, 24, 25, 25, 27, veintiocho, 29, 30, 1, 2, 3, 4, cinco, 6, 7, 8, 9, 10, 11, doce, 13, 14, 15, 16, 17, 18, diecinueve, 20, Mayo 21+
… 6ª y 7ª Semana de Cuaresma, Semana Santa, Octava de Pascua, 2ª, 3ª, 4ª, 5ª, 6ª, martes+ de la 7ª Semana de Pascua. …56 días de la primavera de 1996 La noche del 26 al 27 de marzo de 1996 fueron secuestrados siete monjes cistercienses del monasterio de Tibhirine (Argelia). Retenidos cincuenta y seis días y asesinados el 21 de mayo del mismo año. “La lámpara del Sagrario de nuestra capilla de Tibhirine se apagó en esa triste noche del 26 al 27 de marzo. La capilla habitada por los cantos y las oraciones en las horas del Oficio Divino desde 1937 se quedó de repente silenciosa y vacía: “¿Hasta cuándo, Señor?”. “No es más que un hasta luego”, cantan nuestros corazones”, así cuenta la noche del secuestro el hno. Jean Pierre, uno de los dos monjes supervivientes (1). Cincuenta y seis días en latente espera. ¿Volverán?... y la primavera, estación en que todo nace de nuevo, acogiendo la oscuridad de la violencia, el silencio de la ausencia y la esperanza del retorno de los hermanos, que la muerte transformó en Pascua eterna, Vida para siempre. Escuchemos en silencio las palabras de los que se llevaron: “Yo no creo que la violencia pueda extirpar la violencia. No podemos existir como hombre sino aceptando hacernos imagen del Amor, tal y como se ha manifestado en Cristo; quien, siendo justo, quiso sufrir la suerte del injusto”. Esto dejó escrito el hno. Luc (2). Y también: “No hay verdadero amor a Dios sin consentir sin reservas la muerte” (3). El hno. Michel dejó escrito: “Si nos ocurriera algo –no lo deseo-, queremos vivirlo aquí en solidaridad con todos estos argelinos y argelinas a quienes les ha costado ya la vida, nada más que solidarios con todos estos desconocidos, inocentes… Me parece que Aquel que nos ayuda hoy a resistir es el que nos ha llamado. Esto me deja profundamente maravillado” (4). “Ante la muerte –dice el hno. Christophe– dime que mi fe, Amor, permanecerá. A menudo me siento asustado de creer” (5) El hno. Célestin se expresa en una antífona pascual: “Oh Jesús, yo acepto con todo mi corazón que tu muerte se renueve, se cumpla en mí; yo sé que contigo se vuelve a subir desde el vertiginoso descenso a los abismos a proclamar al demonio su derrota”. (6) Del hno. Paul: “El Espíritu opera, trabaja en profundidad en el corazón de los hombres. Estemos disponibles para que Él pueda actuar en nosotros mediante la oración y la presencia amante a todos nuestros hermanos”. (7) El hno. Bruno: “Heme aquí ante ti, Dios mío. Heme aquí, rico en miseria y pobreza, y de una cobardía sin nombre. Heme aquí ante ti que eres Amor y Misericordia. Ante ti, pero sólo por tu gracia, heme aquí todo entero, con todo mi espíritu, todo mi corazón, toda mi voluntad”. (8) Y, el hno. Christian, superior de la comunidad de Tibhirine, en su reflexión cuaresmal, dieciocho días antes del secuestro: “Tenemos que ser testigos del Emmanuel, es decir, del “Dios-con”. Hay una presencia de “Dios con los hombres” que debemos asumir nosotros. Es desde esta perspectiva como comprendemos nuestra vocación de ser una presencia fraternal de hombres y de mujeres que comparten la vida de musulmanes, de argelinos, en la oración, el silencio y la amistad. Las relaciones Iglesia-Islam son aún balbucientes porque aún no hemos vivido bastante junto a ellos. (9) Antes de empezar a escribir, me di un tiempo de silencio y quietud, intentado adentrarme –lo poco que puede hacer alguien que nunca ha sido retenida y privada de la libertar de moverse– en lo que debieron ser esos cincuenta y seis días en lo oculto, en lo oscuro, como semilla bajo la tierra. Digo semilla, en singular, considerando que los siete monjes secuestrados, más los dos que no fueron descubiertos (hnos. Amédée y Jean Pierre) son una sola semilla: la comunidad. ¿Perderían la noción del tiempo? Nunca lo sabremos, pero conociendo la vida monástica, el ritmo, la cadencia, los tiempos y la dinámica de la oración –el Oficio Divino– que estructura como una sólida columna vertebral la vida del monje y de la comunidad, imagino a los hermanos de Tibhirine juntos (si es que les dejaban) contando las noches y los días; cantando o susurrando antífonas y salmos de los tiempos litúrgicos que vivieron encerrados. Ganaron el tiempo de la eternidad, dejándonos su testimonio y su testamento espiritual. Serán beatificados antes de que acabe el 2018. Esta es mi comprensión y como tal la recibí a las pocas semanas de su muerte sin conocerles de nada. Lo recibido gratis es para ser compartido. |
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