En situaciones como la que estamos viviendo en España, lo más apremiante es tener muy claro que, por más urgente que haya sido la reforma constitucional que limita el endeudamiento del Estado, mucho más urgente es la reforma ética de todos los que somos responsables de que el Estado se haya endeudado hasta las cejas. Y se ha endeudado, ante todo, porque la codicia de quienes realmente manejan el gran capital es insaciable. Por eso no están dispuestos a ceder en que la riqueza, que produce este país, se reparta más equitativamente. Por eso no quieren ni oír hablar de que les suban los impuestos a los ricos. Como tampoco consienten que las condiciones laborales de los trabajadores sean más seguras y estén mejor retribuidas.
Todos los días oímos hablar de la codicia de los mercados y de la amenaza de los mercados. Pero, ¿quiénes son “los mercados”? Yo no he visto jamás “un mercado” de ésos de los que tanto se habla. Lo que sí vemos es a los mercaderes. Y por lo que se sabe de ellos, no parece que lo estén pasando mal. Ni que están en el paro. Ni parece que vivan con el agua al cuello. Es verdad que, en este país, está más extendida de lo que seguramente imaginamos la mentalidad según la cual lo que importa es vivir lo mejor posible trabajando lo menos posible. Y además hay mucha gente que pone el grito en el cielo si no se puede seguir permitiendo el nivel de consumo al que nos hemos acostumbrado en España. Es decir, nos hemos acostumbrado a consumir más de lo que producimos. Lo que lleva consigo inevitablemente que, si en este país se gasta más de lo que se produce, el Estado no tiene más remedio que endeudarse, para seguir manteniendo las prestaciones sociales (sanidad, educación, pensiones...). Y, entonces, lo que suele suceder es que, si los ricos y los empresarios se plantan, de forma que no toleran ni subida de impuestos, ni condiciones laborales que hagan más soportable la vida de los trabajadores, lo que ocurre es que el Estado no tiene más remedio que pagar las deudas a base de recortar los gastos aunque sea en servicios sociales tan básicos como la sanidad o la educación. Con lo que no queda más salida que aumentar las clínicas privadas y los colegios de pago, recortar las pensiones.... Pues bien, estando así las cosas, por supuesto, que los gobernantes, los economistas y los políticos de oficio tienen que buscar la solución que sea más eficaz para los ciudadanos. Insisto, para los ciudadanos, no para mi partido político o para el de la oposición. Y, menos aún, para que quienes ya ganan más de lo que imaginamos, sigan aumentando sus cuentas en paraísos fiscales o negocios turbios de dinero negro. Todo eso no es sino corrupción pura y dura. Todo esto es lo que me lleva a pensar que, por muy importante que sea la “reforma constitucional”, más importante y más urgente es la “reforma ética”. Porque una de las cosas que ha puesto en evidencia la crisis económica es el vacío legal que tenemos en un asunto de tanta importancia como es la economía financiera y concretamente la voracidad insaciable de los mercados. Ante ellos, no tenemos suficiente protección legal. Por eso se explica que, después de cuatro años de hundimiento de la economía mundial, los causantes de semejante desastre viven en sus lujosas mansiones, disfrutando de las ganancias que han obtenido a costa de todos nosotros. Y ya, puestos a hablar de corrupción, también son corruptos los funcionarios y los trabajadores que rinden la mitad de lo que tendrían que rendir porque “legalmente” consiguen bajas laborales que no son justificables o trabajan mal y de mala gana. ¿”Reforma ética”? No le faltaba razón a Max Weber cuando nos hizo caer en la cuenta de que los países del centro y del norte de Europa han tenido un crecimiento económico muy superior al de los países del sur. Y la historia se repite: ahora, la crisis se ceba en Grecia, Italia, España, Portugal y en la católica Irlanda. Hoy sigue siendo decisivo el principio que formuló el mismo Weber: “El más noble contenido de la propia conducta moral consiste precisamente en sentir como un deber el cumplimiento de la tarea profesional en el mundo”. Los países del centro y del norte de Europa asimilaron mejor este criterio determinante de la conducta moral. En tanto que los países del sur han orientado más su religiosidad hacia la piedad individual, las devociones (a veces folclóricas) y un cierto sentimentalismo religioso. En todo caso, se puede asegurar que, mientras en los países más prósperos predomina la ética del buen profesional, en los países más castigados por la crisis está más presente la moral privada y los sentimientos asociados a ciertas prácticas de piedad. Por eso, no es exagerado decir que en los países más sólidos económicamente la ética religiosa está más asociada al despacho del buen profesional o al puesto de trabajo, mientras que en los países cuya economía es más frágil la ética religiosa está más vinculada al templo, a la piedad o a ciertas devociones. Pero nunca deberíamos olvidar que la obligación es más importante que la devoción. Es decir, donde no tenemos un buen ciudadano y un buen profesional, no es posible tener una persona religiosa de verdad. En esto consiste la reforma ética que necesitamos con más urgencia.
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En una situación de crisis económica, como la que estamos viviendo, mucha gente se siente amenazada, se ve en peligro y tiene la sensación de haber perdido la seguridad que antes tenía. Esta situación de miedo y de inseguridad tiene consecuencias, como es lógico, en casi todos los ámbitos de la vida. A muchas personas se les han alterado sus relaciones familiares, profesionales, laborales. Se les ha roto su estabilidad interior. Y todo esto lleva consigo mucho sufrimiento y, en bastantes casos, poca esperanza de salir adelante.
Pues bien, así las cosas, yo me pregunto qué papel está desempeñando la religiosidad de muchas personas en una situación como ésta. Me pregunto concretamente, ¿las creencias y las prácticas religiosas nos están ayudando a superar esta crisis? O por el contrario, ¿la religiosidad está complicando y hasta agravando la penosa situación que estamos soportando? Sin duda, habrá quien se sorprenda de que yo haga estas preguntas. Es verdad que estamos sufriendo una crisis económica y una crisis religiosa. Como estamos soportando una crisis política, una crisis social, una crisis cultural y tantas otras crisis. Pero, en este enorme maremoto que, nos está zarandeando a casi todos, ¿qué tiene que ver la religión? ¿no estamos cansados de repetir que las creencias religiosas están en crisis y cada día pintan menos? Entonces, ¿a qué viene hablar del papel de la religiosidad en tiempos de crisis? Hablo de este asunto y propongo estas preguntas, ante todo, porque es un hecho que, en momentos de crisis y dificultad, el recurso a Dios y a las creencias religiosas es una de las soluciones y salidas que más suele buscar la gente. Se ha dicho miles de veces que en las trincheras no hay ateos. Este solo hecho, ya explicaría el planteamiento que acabo de hacer y las preguntas que acabo de formular. Pero aquí estoy apuntando a algo más concreto y más actual. No estoy seguro de que la crisis económica nos esté acercando a Dios o, por el contrario, nos esté alejando de él. En todo caso, de lo que sí estoy seguro es de que la crisis económica, y la consiguiente crisis política, que se ha desencadenado, lo que sin duda está causando es que nos estamos alejando cada vez más unos de otros, nos estamos enfrentando unos con otros, nos estamos dividiendo y cada día nos resulta más difícil entendernos. Lo que lleva consigo que la convivencia resulta cada vez más difícil y con frecuencia desembocamos en momentos de tensión y crispación que nos rompen por dentro y rompen los grupos humanos hasta hacer muy complicadas y hasta imposibles las relaciones humanas de unos con otros. Ahora bien, en la medida en que todo esto es así, ¿no es cierto que necesitamos una religiosidad que, en lugar de dividirnos y enfrentarnos, nos tendría que servir para acercarnos, para comprendernos mejor, para unirnos y ayudarnos? Es un dolor lo que está ocurriendo. En los años de la transición política, los españoles supimos aparcar nuestras diferencias, tuvimos el acierto de unirnos y quedó patente que un país progresa en la medida en que los ciudadanos se funden en el mismo proyecto que los beneficia a todos. En aquel momento, la Conferencia Episcopal Española jugó un papel decisivo para unirnos a todos. Y el resultado fue el bien de todos. Ahora, sin embargo, yo no estoy seguro de que la religiosidad nos esté uniendo a los ciudadanos de este país. Pero, entonces, ¿qué demonio o qué ángel de religiosidad llevamos a cuestas que, en lugar de edificarnos, nos está dividiendo y nos está haciendo tan difícil la convivencia y la posible salida de la crisis? En definitiva, la pregunta que yo me planteo es ésta: ¿creemos en Jesucristo para unirnos o utilizamos a Jesucristo para enfrentarnos? No vendría mal, tal como están las cosas en este momento, que todos - yo el primero - afrontemos en serio esta pregunta. Una de las cosas que más me han impresionado, en la reciente JMJ celebrada en Madrid, ha sido lo mucho que tanta gente quiere al papa. No me refiero simplemente al entusiasmo masivo, al respeto, la admiración, al fervor de los fieles. De todo eso, por supuesto, ha habido mucho. Pero es que, además, lo que se ha palpado en las miradas y en los rostros, en los gritos y en los cantos de muchos de los asistentes ha sido algo más hondo, seguramente el sentimiento más íntimo y más profundo que un ser humano puede sentir hacia otro: el cariño, el amor sincero.
Y naturalmente me he preguntado, y me pregunto, ¿es esto el mero contagio de una especie de histeria colectiva tan característica en las concentraciones masivas de gente entusiasmada? Sin duda, algo de eso se ha producido. Pero creo que con echar mano del contagio de masas, que se puede producir en cualquier espectáculo o concentración masiva de gente, con eso nada más no explicamos lo que realmente ha ocurrido en Madrid con motivo de la venida del papa. ¿Por qué? Porque los cientos de miles de personas, que ha concentrado el papa, no se han reunido para asistir a un espectáculo artístico, deportivo o de cualquier otro tipo que se parezca a eso. La gente que ha ido a ver al papa no ha ido a divertirse. Ha ido a oír mensajes, consignas, mandatos y prohibiciones que no siempre y en todo son precisamente agradables. El papa les ha dicho a sus oyentes, ya fueran jóvenes o mayores, clérigos o laicos, hombres o mujeres, monjas o profesores de universidad, que lo que tienen que hacer en la vida es aceptar y cumplir lo que les enseña y les manda la Iglesia. Y bien sabemos que lo que enseña la Iglesia es, a veces, difícil de entender. Y lo que manda la Iglesia no siempre es fácil de observar o de cumplirlo a rajatabla. Lo que ha dicho el papa, si se toma en serio, si se acepta de buen gusto, si se acoge con cariño y se aplaude con entusiasmo, supone un fenómeno de amor masivo y entusiasta que no resulta fácil de explicar, al menos a primera vista. A no ser que estemos hablando de un imponente espectáculo de hipocresía colectiva o de una impresionante representación teatral en la que nadie ha tomado en serio el papel que parecía estar representando. Pero no. No se trata de nada de eso. El papa ha dicho lo que creía que tenía que decir, ¡qué duda cabe! Y el millón y medio de personas, que le han escuchado y aplaudido con asombroso entusiasmo, han hecho igualmente lo que creían que tenían que hacer. De la misma manera que, en cualquier portal de la red, como digas cualquier cosa que pueda rozar el intocable proceder del papa, ten por seguro que te llueven insultos y amenazas como no te puedes ni imaginar. Realmente, ¿qué pasa con esto del cariño al papa? Se puede cuestionar lo que dijo Jesucristo en tal o cual pasaje de un evangelio. Te dirán que eso es asunto de teólogos o de exegetas. Pero como te atrevas a cuestionar lo que el papa ha dicho en un discurso cualquiera, prepárate para lo que se te viene encima. ¿Hasta tal extremo se han trastornado las cosas, las mentes y la misma religión? Todo esto - dicen los entendidos - tiene una explicación tan simple como profunda al misma tiempo. El fondo del asunto está en el miedo que todos le tenemos a la libertad. Sí, es así, por más sorprendente que pueda parecer. No nos cansamos de repetir que queremos ser libres, cuando en realidad lo que más tememos es ser libres de verdad. Como es bien sabido, la genialidad de F. Dostoyevsky lo supo formular en su famoso discurso del “Gran Inquisidor”, en “Los Hermanos Karamazov”: “no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Por eso la gente ama apasionadamente al que les quita de encima el peso insoportable de tener que enfrentarse cada día y en cada situación al sobrecogedor problema de pensar por sí mismos, decidir desde ellos mismos, asumir ante cada ser humano la propia responsabilidad. Mucho se ha dicho sobre el “miedo a la libertad”. Pero nunca llegaremos a tocar el fondo del problema. Porque, en definitiva, es el problema insondable del ser humano que sólo en el encuentro con su propia humanidad es donde puede encontrar la trascendencia que todos (quizá sin saberlo) tanto anhelamos. Benedicto XVI ha censurado a los que quieren “ser como dioses” decidiendo ellos lo que está bien y lo que está mal. Según el mito bíblico del Paraíso, esa aspiración a “ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5) es la tentación básica de todo ser humano. La tentación que se vence, no aspirando a una presunta “divinidad”, sino encontrando nuestra propia “humanidad”. Lo que conlleva, como es lógico, nuestra propia libertad. El catolicismo es la religión que ha cargado sobre los hombros de un solo hombre, el papa, la asombrosa responsabilidad de ir por el mundo liberando a la gente del peso insoportable de la libertad de pensar, de decidir y de actuar. Por eso hay tanta gente que cuando ve a ese hombre lo quiere apasionadamente con un amor sin fin. Se puede asegurar que el motivo de esta visita del papa a Madrid no es coyuntural. Por la sencilla razón de que la JMJ estaba programada desde hace tiempo, años quizá. Estas Jornadas, que congregan a jóvenes de medio mundo, fueron inauguradas en 1984 por Juan Pablo II, y se preparan con bastante antelación. Sin duda, la visita del papa agradará más al PP que al PSOE. Pero es seguro que, por los tres días que el papa estará en Madrid, ni va a descender el paro, ni va a mejorar la prima de riesgo de nuestra maltrecha economía, ni habrá más trabajo para tantos miles de jóvenes parados, ni creo que la convivencia entre los españoles resultará, desde ahora, menos crispada y más soportable. Por eso me parece pertinente la pregunta: ¿a qué viene el papa?
La JMJ se nos ha presentado como la solución que necesitan los jóvenes para sus problemas más preocupantes. ¿Será realmente eso? Lo que nadie pone en duda es que la religión interesa cada día menos. El abandono de las prácticas y de las ideas religiosas, el desprestigio de la Iglesia y sus dirigentes en amplios sectores de la opinión pública, son hechos bien conocidos y procesos sociales que van en aumento. De día en día se afianza el convencimiento de que estamos ante un fenómeno nuevo y creciente que no tiene vuelta atrás. ¿Por qué? Los “hombres de la religión” suelen decir que la causa de estos hechos está en la secularización de la sociedad y en el relativismo de las ideas que han arrasado las certezas religiosas de antaño. Sin embargo, los estudiosos que han analizado estos problemas desde una perspectiva más amplia, explican que todo sistema político y social, que perdura, se apoya casi con seguridad en un orden moral adecuado que configura los sistemas político y económico, como éstos configuran al sistema establecido. En los sistemas pre-industriales, este orden moral suele adoptar la forma de la religión. Pero está visto que, en las sociedades industrializadas, la religión ya no sirve para cumplir esa función para la mayoría de la gente. Porque, en estas sociedades avanzadas, la tecnología y la economía funcionan de forma que en ellas se potencia más la apetencia del bienestar que la necesidad de la convivencia. Y entonces, lo que le ocurre a la mayoría de la gente, sobre todo a los jóvenes, es que la aspiración inmediata al bienestar material se muestra mucho más poderosa que las promesas de las religiones, que ofrecen recompensas de las que nadie sabe con certeza ni cuándo ni cómo llegan. Así las cosas, la Iglesia se ha equivocado. Porque ha pensado que la solución a este estado de cosas está en recuperar lo que le sirvió en las sociedades pre-industriales y pre-ilustradas. El ejemplo más claro, en este sentido, son estas concentraciones masivas que tanto han fomentado los dos últimos papas. Porque estas concentraciones, que afianzan en sus convicciones a los ya convencidos, a mucha gente le resultan extrañas o escandalosas. Y no suelen responder a las preocupaciones espirituales más hondas que la mayoría llevamos en nuestra intimidad secreta. Entonces, ¿a qué viene? A prolongar la equivocación. Y confieso que mi deseo es que yo fuera el equivocado. Una de las cosas que más me han impresionado, en la reciente JMJ celebrada en Madrid, ha sido lo mucho que tanta gente quiere al papa. No me refiero simplemente al entusiasmo masivo, al respeto, la admiración, al fervor de los fieles. De todo eso, por supuesto, ha habido mucho. Pero es que, además, lo que se ha palpado en las miradas y en los rostros, en los gritos y en los cantos de muchos de los asistentes ha sido algo más hondo, seguramente el sentimiento más íntimo y más profundo que un ser humano puede sentir hacia otro: el cariño, el amor sincero.
Y naturalmente me he preguntado, y me pregunto, ¿es esto el mero contagio de una especie de histeria colectiva tan característica en las concentraciones masivas de gente entusiasmada? Sin duda, algo de eso se ha producido. Pero creo que con echar mano del contagio de masas, que se puede producir en cualquier espectáculo o concentración masiva de gente, con eso nada más no explicamos lo que realmente ha ocurrido en Madrid con motivo de la venida del papa. ¿Por qué? Porque los cientos de miles de personas, que ha concentrado el papa, no se han reunido para asistir a un espectáculo artístico, deportivo o de cualquier otro tipo que se parezca a eso. La gente que ha ido a ver al papa no ha ido a divertirse. Ha ido a oír mensajes, consignas, mandatos y prohibiciones que no siempre y en todo son precisamente agradables. El papa les ha dicho a sus oyentes, ya fueran jóvenes o mayores, clérigos o laicos, hombres o mujeres, monjas o profesores de universidad, que lo que tienen que hacer en la vida es aceptar y cumplir lo que les enseña y les manda la Iglesia. Y bien sabemos que lo que enseña la Iglesia es, a veces, difícil de entender. Y lo que manda la Iglesia no siempre es fácil de observar o de cumplirlo a rajatabla. Lo que ha dicho el papa, si se toma en serio, si se acepta de buen gusto, si se acoge con cariño y se aplaude con entusiasmo, supone un fenómeno de amor masivo y entusiasta que no resulta fácil de explicar, al menos a primera vista. A no ser que estemos hablando de un imponente espectáculo de hipocresía colectiva o de una impresionante representación teatral en la que nadie ha tomado en serio el papel que parecía estar representando. Pero no. No se trata de nada de eso. El papa ha dicho lo que creía que tenía que decir, ¡qué duda cabe! Y el millón y medio de personas, que le han escuchado y aplaudido con asombroso entusiasmo, han hecho igualmente lo que creían que tenían que hacer. De la misma manera que, en cualquier portal de la red, como digas cualquier cosa que pueda rozar el intocable proceder del papa, ten por seguro que te llueven insultos y amenazas como no te puedes ni imaginar. Realmente, ¿qué pasa con esto del cariño al papa? Se puede cuestionar lo que dijo Jesucristo en tal o cual pasaje de un evangelio. Te dirán que eso es asunto de teólogos o de exegetas. Pero como te atrevas a cuestionar lo que el papa ha dicho en un discurso cualquiera, prepárate para lo que se te viene encima. ¿Hasta tal extremo se han trastornado las cosas, las mentes y la misma religión? Todo esto - dicen los entendidos - tiene una explicación tan simple como profunda al misma tiempo. El fondo del asunto está en el miedo que todos le tenemos a la libertad. Sí, es así, por más sorprendente que pueda parecer. No nos cansamos de repetir que queremos ser libres, cuando en realidad lo que más tememos es ser libres de verdad. Como es bien sabido, la genialidad de F. Dostoyevsky lo supo formular en su famoso discurso del “Gran Inquisidor”, en “Los Hermanos Karamazov”: “no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Por eso la gente ama apasionadamente al que les quita de encima el peso insoportable de tener que enfrentarse cada día y en cada situación al sobrecogedor problema de pensar por sí mismos, decidir desde ellos mismos, asumir ante cada ser humano la propia responsabilidad. Mucho se ha dicho sobre el “miedo a la libertad”. Pero nunca llegaremos a tocar el fondo del problema. Porque, en definitiva, es el problema insondable del ser humano que sólo en el encuentro con su propia humanidad es donde puede encontrar la trascendencia que todos (quizá sin saberlo) tanto anhelamos. Benedicto XVI ha censurado a los que quieren “ser como dioses” decidiendo ellos lo que está bien y lo que está mal. Según el mito bíblico del Paraíso, esa aspiración a “ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal” (Gen 3, 5) es la tentación básica de todo ser humano. La tentación que se vence, no aspirando a una presunta “divinidad”, sino encontrando nuestra propia “humanidad”. Lo que conlleva, como es lógico, nuestra propia libertad. El catolicismo es la religión que ha cargado sobre los hombros de un solo hombre, el papa, la asombrosa responsabilidad de ir por el mundo liberando a la gente del peso insoportable de la libertad de pensar, de decidir y de actuar. Por eso hay tanta gente que cuando ve a ese hombre lo quiere apasionadamente con un amor sin fin. Sin duda, mucha gente pensará que es un despropósito relacionar los viajes del Papa con los viajes de Jesús. Veinte siglos separan unos viajes de otros. Y casi todas las circunstancias, que rodearon y rodean una cosa y otra son tan distintas, que relacionar aquello con esto no puede tener otra finalidad que terminar diciendo que aquellos viajes no tienen nada que ver con éstos. Con lo que, a fin de cuentas y si todo esto es así, lo que aquí se pretendería sería sencillamente desprestigiar al Papa.
Por supuesto, a quien piense como acabo de indicar no le faltan razones para hacerlo. Pero también digo que, si el solo título de este artículo pone nerviosas a algunas personas, quizá se pueda pensar razonablemente que, al menos de entrada, nadie tendría por qué tener prevenciones de que, a propósito del viaje del Papa, se diga algo de cómo, por qué, para qué y con quién viajaba Jesús. ¿No decimos que el Papa es el Vicario de Cristo en la tierra? El Diccionario de la RAE dice que Vicario es el "que tiene las veces, poder y facultades de otro o le representa". Pues - digo yo -, si el Papa representa a Jesús, salvando todas las diferencias, algo tendrán que ver estos viajes con aquellos. Y así es. Jesús viajaba para hablar de Dios. Y para eso viene el Papa a Madrid. Jesús viajaba para buscar a los alejados de Dios. Y para eso se ha organizado la Jornada Mundial de la Juventud, ya que hay razones para pensar que los jóvenes son uno de los sectores de la población más alejados de la fe en Dios. Jesús viajaba para consolar a los que sufren. Y no cabe duda que la visita del Papa servirá de consuelo a no pocas personas atribuladas. Todo esto es cierto. Pero también es verdad que Jesús viajaba de forma que las "multitudes", que acudían a él para escucharle, eran gentes que los evangelios designan normalmente mediante la palabra griega "óchlos", que aparece 170 veces en los evangelios. Y que designa, no sólo una cantidad grande de gente, sino además gente ignorante, de condición social humilde y que era considerada por los piadosos como "gente que desconocía la ley religiosa y estaba maldita", según decían los más observantes religiosos (Jn 7, 49). Si los autores de los evangelios disponían de otras palabras griegas ("démos", "láos", "éthnos"...) para designar al pueblo que acudía a Jesús, ¿por qué normalmente utilizan la palabra más despectiva que tenían a mano? ¿Qué atractivo extraño tenía aquél itinerante incansable que fue Jesús? Al hacerme estas preguntas, no pretendo cuestionar ni el costo económico que va a tener el viaje del Papa, ni lo que pretenden quienes han organizado este viaje, ni lo que buscan los que van a viajar hasta Madrid para escucharlo. Yo me pregunto algo que es mucho más grave, más apremiante, más fuerte: estando como están las cosas en los países del cuerno de África, donde cientos de miles de criaturas se mueren de hambre y de escasez, y en vista de que los países más poderosos del mundo no le ponen remedio a esa situación tan angustiosa, ¿por que el Papa no se va, de momento al menos, a Somalia y Kenia, y se queda allí, en los campos de refugiados, hasta que no se le ponga un remedio eficaz a esta situación de tantos seres inocentes que se debaten entre la vida y la muerte? Si hay fundadas esperanzas de que un gesto así del Papa fuera un zarandeo a la conciencias de tantos multimillonarios que podrían aliviar el presente estado de cosas, ¿por qué no lo hace el Papa? ¿No es más necesario, más importante, más humano, más evangélico, en este dramático momento, irse con los pobres moribundos que entrar triunfante en el apoteósico recibimiento que se le va a hacer en Madrid? Y conste que me voy a poner el parche antes de que me salga el grano. Porque son mucos los que van a decir que todo esto es demagogia barata, utopía inútil, etc, etc. Pero aun a riesgo de que se me eche en cara todo eso, y mucho más, no voy a dejar de decir lo que siento, ante una necesidad tan patente y que tanto clama al cielo. Es más, si lo digo, no es para atacar a la Iglesia o al Papa. Todo lo contrario. Lo digo porque tengo la convicción firme de la fuerza que tienen la Iglesia y el Papa para mover corazones y conciencias cuando está en juego la vida o la muerte de tantos seres débiles, los más indefensos y desamparados. Por supuesto, que el Papa se reúna con los jóvenes y les remueva las conciencias, les indique el camino del Evangelio y les descubra horizontes de humanidad. Pero, por favor, lo primero es lo primero. Y, sin duda alguna, lo más urgente, en este momento, es salvar la vida de tantas personas que son los "nadies" de este mundo. Y termino afirmando que esto no es sólo para el Papa y los obispos. Es para todos. Para mí el primero. Para que todos tengamos el coraje de afrontar una situación que no admite espera. Lo que ayer publiqué sobre los “Indignados de la Iglesia” ha provocado reacciones apasionadas, que solamente resultan explicables desde la ignorancia. Una ignorancia sorprendente y preocupante, puesto que se refiere a cosas muy fundamentales. Por supuesto, que, al decir esto, me estoy defendiendo. Pero, además de eso (a lo que creo que tengo derecho), estoy advirtiendo que, si tenemos en cuenta los datos que nos proporciona la historia de la Iglesia, quienes atacan con pasión (y algunos con desenfreno) lo que he dicho, lo que hacen es poner en evidencia un desconocimiento tan serio de lo que es la Iglesia, que esto sí que es preocupante.
Ante todo, me permito advertir que las propias creencias y las propias convicciones no se defienden con insultos y agresiones. Eso, ni es cristiano, ni es de personas educadas. Y, como es lógico, quienes hablan así, lo único que consiguen es perder el poco prestigio y la poca credibilidad que les queda. Por respeto a sí mismos, deberían prohibirse utilizar esos lenguajes. Y sustituir su manera de hablar por razonamientos documentados. Esto es lo que se hace entre personas que pretenden presentarse como gente educada y culta. Pero, si vamos al contenido de lo que yo decía ayer, realmente resulta penoso quitarle la razón al papa San Gregorio Magno utilizando para ello un dicho de Santa Catalina de Siena. ¿Qué teología hay detrás de semejante argumentación? Pero lo más serio, en este incidente, es que, según creo, muchos se han puesto nerviosos cuando se han enterado de que los papas de todo el primer milenio, hasta ya entrado el s. XI, o sea durante más de diez siglos, se resistieron a utilizar el título de papa “universal”. De forma que fue en el año 1049, cuando un sínodo romano, bajo el pontificado de León IX, prohibió “bajo anatema de la autoridad apostólica” que de nadie se afirme ser primado de la iglesia universal, más que del obispo de la sede romana, y se declara “que sólo el pontífice de Roma es el primado y el apostólico de la Iglesia universal” (Mansi, XIX, 738). Se ha dicho, con razón, que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. Mientras no nos tengamos respeto y mientras no hablemos desde el conocimiento, y no desde la pasión fanática, mal servicio le vamos a prestar a la Iglesia, al Romano Pontífice y, sobre todo, a la fe que en Jesucristo que decimos defender. En el próximo agosto el papa viene de nuevo a Madrid, para presidir la solemne y costosa Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). De entrada, digo que comprendo a quienes organizan este evento. Y entiendo a quienes en ello ven un medio eficaz para revitalizar la fe de muchas personas que, en este tipo de actos, se afianzan en sus creencias o las difunden a otros que dudan. Lo que no veo es que la JMJ se pueda utilizar para hacer turismo o - lo que no me atrevo a pensar - que haya quien utilice al Vicario de Cristo para trepar, tener más fama, ganar dinero o cosas de ésas. ¿Habrá quien pueda llegar a semejantes desvergüenzas? ¡Por respeto a Dios, que nadie haga eso, ni dé pie a que se puedan pensar cosas tan deshonestas!
Estas deshonestidades - unas veces, sospechadas y, en ocasiones, claramente comprobadas -son las que explican el descontento y las protestas de los indignados. Los de las plazas públicas, que claman contra un sistema (económico y político) canalla. Y los de las puertas de la catedrales, que pronto van a empezar a concentrar personas que buscan a Jesucristo en los templos y en los templos no lo encuentran. ¿Lo van a encontrar en la JMJ? Prescindiendo de lo que cada cual sienta o pueda sentir, mi pregunta intenta llegar más al fondo de las cosas. A los “hombres de Iglesia” les han gustado siempre los grandes espacios, las grandes concentraciones, los grandes edificios, los palacios, las vestimentas solemnes, las manifestaciones más pomposamente mediáticas.... Por supuesto, en todo eso, algunos clérigos han visto el triunfo de Cristo. Y, emocionados con el triunfo “divino”, no han prestado la debida atención al éxito “humano”, que es lo que muchos, de facto, han conseguido. Pero el fondo del asunto, que es lo que nos tendría que preocupar, está en otra cosa. Lo diré directamente y sin remilgos. Yo no sé en virtud de qué argumento el obispo de Roma se ve con el derecho de convocar concentraciones “mundiales”. ¿Es que él es el obispo del mundo entero? Ya sé que esta pregunta sorprende, escandaliza, irrita. Pero hay que hacérsela. Porque cuando todo este asunto se analiza de cerca, enseguida se da uno cuenta de que aquí hay cosas muy gordas que no cuadran, por más que sean cosas que se ven como lo más natural del mundo. El canon 331 del Código de Derecho Canónico dice que la potestad del papa es “suprema, plena, inmediata y universal”, como Pastor que es de “la Iglesia universal en la tierra”. Además, es una potestad contra la que “no cabe apelación ni recurso” alguno (can. 333, 3). O sea, el papa no tiene que dar cuenta a nadie de lo que dice o de lo que hace. Pero ¿tiene el papa realmente ese poder? Hago esta pregunta porque está más que demostrado que en los evangelios no existe argumento alguno para probar que el obispo de Roma haya tenido o tenga esa potestad. Además, está igualmente demostrado que el poder supremo universal del papado no tiene origen apostólico, sino imperial, de forma que la bibliografía documentadísima, que existe sobre este punto concreto, es enorme. Según los minuciosos y detallados estudios, que se han hecho sobre esta cuestión, la “potestad universal” fue un invento de los emperadores de Roma. En el s. IV, de Roma, pasó a Constantinopla, al Imperio Bizantino. Y de allí, no sin fuerte resistencia de los papas, finalmente, el año 1049, León IX se lo apropió para la sede romana. Pero antes, el papa Gregorio Magno (ss. VI-VII) llegó a decir que utilizar el título de patriarca “universal” era una “blasfemia” (Mon.Germ.Hist., Epist. V, 37). Ahora resulta que el mismo título que, para un papa fue blasfemia, para otro es motivo justificante a partir del cual se organiza una jornada “mundial” (¿universal?). No traigo aquí estas cosas para escupir erudición. Digo todo esto - y lo digo así - para que todos pensemos en lo que estamos haciendo. Y en lo que dejamos de hacer, callados, resignados, ante cosas muy graves que estamos viendo y viviendo. ¿Cómo es posible que en un país, en el que miles de personas se echan a la calle pidiendo una democracia más participativa, se reciba oficialmente, se ovacione y se aplauda al Jefe del Estado de la última monarquía absoluta que queda en Europa? ¿Qué explicación tiene que cuando clamamos por la defensa de nuestros derechos fundamentales, nos pongamos a organizar el acto más solemne de exaltación a quien detenta el poder supremo de una institución religiosa, la Iglesia, que no reconoce la igualdad de derechos de todos sus miembros y se permite exaltar a unos al tiempo que humilla a otros? ¿Por qué toleramos éstas y tantas otras contradicciones patentes, que dañan a la misma Iglesia, que escandalizan a tantas gentes de buena voluntad y que empujan a otros a negar a Dios y a olvidarse de la religión? ¿Por qué permitimos que se beneficie tanto a una Iglesia que, en vez de unirnos, nos divide, nos enfrenta y nos daña en nuestra convivencia cívica? Mucha gente habla en estos días del dineral que va a costar la vista del papa a Madrid. No entro en ese asunto porque me parece que no es lo más grave que va a ocurrir con motivo de esta visita. El asunto es mucho más serio. Porque lo que la JMJ va a poner en evidencia es el cúmulo de contradicciones en que vive la Iglesia. Y en las que vivimos todos los que en ella vemos la institución que nos ha transmitido el recuerdo vivo del Evangelio y, al mismo tiempo, la dificultad más seria para que ese recuerdo se haga vida en nosotros. Por eso no queremos seguir siendo cómplices de este estado de cosas. Ya hemos entrado de lleno en la dispersión del verano y, por tanto, no sé si éste es el momento de ponerse a organizar un proyecto y un programa que, desde la fe en Jesús y su Evangelio, nos lleve a planificar en serio cómo podemos y debemos expresar las exigencias de esa fe en el Señor Jesús. Sin duda alguna, una de las cosas más serias, que podemos hacer en estas semanas de descanso, es programar un nuevo curso en el que podemos seguir siendo los mismos y en el que no nos está permitido seguir viviendo en una simplicidad que es auténtica complicidad con lo que ya resulta sencillamente intolerable. Porque nos está perjudicando gravemente a todos. Una de las cosas más extrañas, que están sucediendo en España ahora mismo, es el silencio que mantienen las religiones ante la crisis (económica y política) tan delicada y difícil que estamos viviendo en nuestro país y en toda Europa. En privado, todo el mundo opina sobre estas cosas.
Pero, como instituciones, ni la Iglesia, ni el Islam, ni ninguna de las otras confesiones dicen algo que nos pueda orientar, a quienes tenemos creencias religiosas, en una situación tan oscura y tan preocupante. Sabemos perfectamente que los “hombres de la religión” levantan la voz cuando están en juego sus propios intereses económicos o sus privilegios legales o políticos. Entonces, ¿por qué se callan cuando lo que se plantea es el paro de más de cuatro millones de ciudadanos o el debido respeto a los derechos fundamentales de extranjeros, de presos, de enfermos en listas de espera, de jóvenes sin trabajo y sin futuro o cuando hablamos de situaciones de auténtica esclavitud? Por supuesto, yo entiendo perfectamente que las religiones no sepan qué decir en una situación como ésta. Porque el problema de fondo que se debate - el problema que han planteado las concentraciones de los “indignados” en las plazas de nuestras ciudades - es el problema de la democracia. O, para decirlo con más precisión, el problema que consiste en saber cómo podemos recuperar y poner en práctica los ideales y las aspiraciones de la más auténtica democracia participativa, la democracia en la que los ciudadanos podamos participar de verdad y efectivamente en la toma de las decisiones políticas y económicas que nos afectan a todos. Pero, entonces, si ése es el problema más serio que se plantea en este momento, ¿qué nos van a decir sobre ese asunto unas instituciones - tal es el caso de las grandes confesiones religiosas - que no son en absoluto democráticas? Es más, ni lo son, ni pueden serlo. Porque las religiones, por su misma razón de ser, se explican y funcionan a partir de un Absoluto, representado en la tierra por hombres “sagrados” y “consagrados”, que, si quieren ser fieles a su sagrada misión en el mundo, no tienen más remedio que transmitir a sus fieles verdades absolutas y decisiones divinas, ante las que nadie puede rechistar. Por eso entiendo perfectamente que lo mejor que pueden hacer los “hombres de la religión”, en una situación como ésta, es quedarse callados y no opinar. Porque, ¿qué pueden opinar sobre la “participación popular” quienes tienen su razón de ser en la “intervención divina”? Y que nadie eche mano de la fácil escapatoria de la neutralidad. Que nadie diga, por tanto, que los “hombres de la religión” no se meten en estos asuntos porque ellos se ocupan de las cosas del cielo y no se entrometen en las de la tierra. No creo que, a estas alturas, haya gente tan simple como para decir semejante estupidez, cuando sabemos de sobra que la historia dice exactamente lo contrario. Pero, sin entrar en análisis más profundos de este asunto, ante todo hay que recordar que, en política, no es posible neutralidad alguna. Porque quien dice que no se mete en política, por eso mismo, ya se ha metido en política hasta las cejas. La presunta apatía política es complicidad con el poder establecido y con todos los atropellos que el pode político comete, sea de la tendencia que sea. La situación que estamos viviendo es seguramente el mejor test para medir la autenticidad de las religiones. No digo de los dirigentes religiosos, sino de las religiones en sí mismas. Y por encima de las religiones, la autenticidad del Dios que nos presenta cada religión. No pretendo, ni decir ni insinuar, que hay religiones verdaderas y religiones falsas, dioses verdaderos o dioses falsos. El que se mete por ese camino debería saber que se mete en un callejón sin salida. Por ahí, al menos hasta ahora, no hemos ido a ninguna parte. O mejor dicho, eso es lo que nos ha llevado a violencias tan brutales, que da vergüenza recordarlas. No, por ahí no. Cuando hablamos de religión y de Dios, la pregunta que hay que afrontar no es la pregunta por la verdad, sino la pregunta por la utilidad. La religión, mi religión y mi Dios, ¿de qué nos sirven y para qué nos sirven? Nos hacen más respetuosos y tolerantes, más buenas personas y, sobre todo, ciudadanos más responsables y sensibles ante lo que nos rodea? Allá las cabezas pensantes con sus elucubraciones especulativas sobre Dios y su razón de ser. Cada día me interesan menos esas cuestiones. Porque cada día veo más claro que, en cuanto se refiere a Dios y a la religión, lo determinante no es la fe, sino la ética. Hasta ahora, por lo menos, las creencias han servido, con demasiada frecuencia, para dividirnos, enfrentarnos, violentarnos y hasta matarnos. En la medida en que eso ha sido así, no me interesan esas creencias. Lo digo con toda la sinceridad de que soy capaz: sólo puedo creer en el Dios que propone y demanda una ética al servicio de la misericordia. Porque sólo puedo creer en un Dios que se funde con lo humano y así nos humaniza. Todo lo que no sea eso, me da miedo. Y, a veces, pena. Por eso pienso que el silencio de los hombres religiosos, en este momento y sobre los asuntos más candentes del momento, es un silencio interesado. O quizás cómplice. En ningún caso, eso puede ser el “silencio de Dios”, del que nos hablaron los mejores místicos de la historia. 1. Lo primero que llama la atención es que lo más significativo, que nos dejó Jesús (el final de su vida), no se nos presenta en forma de una “reflexión teológica”, sino como un “relato histórico”. Lo decisivo en la vida (la de Jesús y la nuestra) no son las “ideas”, sino los “hechos”. Hay muchos escritores, predicadores, artistas, músicos, que se han empleado a fondo para explicar la muerte de Jesús. Pero hay muchos menos imitadores del ejemplo que nos dejó Jesús. Lo que salva al mundo es explicar la vida de Jesús mediante la propia vida…
Este relato de la pasión destaca la soledad de Jesús: lo abandonan los apóstoles (Jn 18,8); lo traiciona Judas Jn 18, 3); Pedro reniega de su fe y relación con Jesús ((Jn 18, 15-27); la multitud entusiasta no se menciona. Queda Jesús solo ante los Sumos Sacerdotes que, en todo el relato, actúan como los que fuerzan al procurador romano para la condena a muerte. Y muerte de cruz, la más horrenda forma de ejecución que había entonces. 3. Jesús se entrega libremente a una tropa de policías a los que tira por tierra con su sola palabra (Jm 18, 6). La dudosa historicidad de este incidente no le quita su significación religiosa. 4. Se destaca la libertad de Jesús ante el tribunal religioso. La “audacia” o atrevimiento (parresia) de Jesús, que no tenía nada que ocultar (Jn 18, 19-21). Es el modelo para lo que la Iglesia dice y cómo lo dice. Y también para lo que calla y oculta. 5. El relato se esfuerza por dejar de lado la responsabilidad de la autoridad política. Si bien el motivo formal de la condena fue el delito de lasae maiestatis, como consta por el letrero que pusieron sobre la cruz. A Jesús se le condenó por una ambición política que jamás tuvo ni mostró. 6. Los responsables de la muerte en cruz fueron los sacerdotes (Jn 19,6. 7. 15). Fue la religión la que mató a Jesús (in 19, 7). El “sacerdote” y el “profeta” son incompatibles. 7. La muerte de Jesús no fue un acto religioso, ni un ceremonial sagrado, ni ejemplo de devoción, estética o belleza. Fue un crimen “legal”. Y fue, por tanto, la ejecución de un condenado. La salvación que aporta Jesús es laica: no está vinculada ni al templo, ni al sacerdocio, ni al culto. Está vinculada a la libertad profética y a la transparencia ética de un hombre que existió para los demás. 8. Jesús murió cuando, “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 30). El pneuma (‘espíritu”), que entrega Jesús al morir, es el “Espíritu de Dios”, O sea, el evangelio de Juan une, en un mismo momento, el Viernes Santo y Pentecostés. El que dedica su vida a los demás, va por la vida dando espíritu, en definitiva, haciendo presente y operante el Espíritu de Dios. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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