Una de las cosas, que ha puesto en evidencia el conflicto de los controladores en España, es que un grupo reducido de personas puede paralizar la vida normal de un país, desencadenando pérdidas asombrosas, conflictos increíbles, etc, etc. Y si, en lugar de los controladores, hubieran sido los banqueros o, lo que es más grave, los grandes señores que manejan los mercados financieros, en ese caso, un grupo mucho más reducido de individuos, de la noche a la mañana, nos habrían hundido a todos en la más espantosa miseria. Así funciona nuestro mundo. Y así de insegura es nuestra situación. Por supuesto, el Estado de derecho cuenta con medios para evitar que se produzca una catástrofe de semejantes dimensiones. Pero el problema está en que no es absurdo pensar que se puede producir. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el poder económico está cada día en manos de menos personas.
No es de mi competencia señalar aquí los instrumentos políticos, jurídicos y económicos que sería necesario movilizar para suprimir, de una vez por todas, que estemos flotando (sin saberlo) sobre el cráter de este inmenso volcán que nos puede tragar a todos. Desde mis limitadas posibilidades de conocimientos teológicos, me parece decisivo que todos caigamos en la cuenta de que, en el fondo, lo que aquí está en juego es un problema religioso. El problema religioso por excelencia, que es, por más que mucha gente ni se lo imagine, el problema de Dios. No estoy hablando de una ocurrencia mía. Ni de una elucubración traída por los pelos. Estoy hablando del Evangelio. En el mundo entero hay mucha gente que dice - al menos dice eso - que le tiene gran respeto al Evangelio. Pues bien, Jesús dictó esta sentencia: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24; Lc 16, 13). El texto griego original utiliza el verbo “doulein”, que significa literalmente “hacerse esclavo”. Jesús, por tanto, afirma que, puestos a elegir quién debe mandar en nuestras vidas, hay que decidirse entre Dios y el dinero. Porque armonizar el servicio a Dios y el servicio al dinero no es posible. ¿Por qué? Lo explico. Para hablar del “dinero”, el Evangelio utiliza en este caso una palabra muy rara: “Mamón, un término formado con la transliteración griega del arameo para indicar “dinero, riqueza, posesiones”. ¿Por qué esta palabra aquí precisamente? Porque indica, no ya la moneda como instrumento de cambio, sino el afán por los bienes que mandan en la vida del poseedor y se hacen dueños de sus decisiones y de su conducta. Ya Juvenal (s. II) decía que este afán por el dinero, sin tener altares, era el más venerado de los dioses romanos. El dinero satisface deseos, da seguridad, otorga prestigio, seguramente fama y, en todo caso, abre puertas, soluciona problemas y concede poder. Pues bien, todo eso, para mucha (muchísima) gente, es más importante que Dios. De forma que incluso la religión se organiza y se gestiona como argumento y justificante de la acumulación de bienes. En definitiva, el sujeto que entra en esa corriente, y se deja llevar por ella, termina creyendo más en el dinero que en Dios. Y, si es preciso, no duda en poner a Dios al servicio de Mamón. Como es lógico, yo no sé si los más de dos mil controladores, que hay en España, creen o no creen en Dios. Lo que sí sabe todo el mundo es que el salario medio de estos controladores es de 350.000 euros anuales, que hay bastantes que ganan entre 360.000 y 540.000 euros al año, y que algunos, a base de horas extraordinarias, llegan hasta los 900.000 euros. No me interesa saber las creencias religiosas que tienen unas personas que, ganando tales cantidades en un país en el que el 40 % de los parados reside en hogares donde ninguno de sus miembros trabaja, causan un destrozo económico y humano monstruoso por ganar ellos más dinero. Lo que sí se puede afirmar es que, para quienes hacen eso, las creencias determinantes de su vida están puestas en el “Mamón” del que habla el Evangelio, no en el Dios del que habla Jesús. En última instancia, lo que quiero decir, al recordar estos hechos, es que, tal como funciona el mundo en que vivimos y la sociedad en que hemos crecido, me parece que los fieles con que cuenta “Mamón” son muchísimos más que los fieles con que cuenta Dios. Y lo peor del caso es que los fieles servidores de “Mamón” no son conscientes de que sus “creencias religiosas” no están en la “iglesia”, sino en el “banco”. O quizá están depositadas en un paraíso fiscal cualquiera sabe dónde. La cuestión, en definitiva, está en saber que no es lo mismo hablar de “creencias” religiosas que de “prácticas” religiosas. La satánica y canallesca habilidad de algunos radica en que han sabido armonizar admirablemente sus auténticas creencias con sus hipócritas prácticas de correctos “beatos” o de fervorosos “capillitas”.
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El 10 de diciembre de 1948 se firmó, en París, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es importante recordar y hacer mención de esta fecha. Porque esta Declaración representa uno de los acontecimientos más decisivos en la historia de la cultura, del derecho, de la política, de la humanidad entera. Y, por tanto, es también un acontecimiento de máxima importancia para la historia de las religiones, para los criterios que han de regir los comportamientos éticos. Y, por supuesto, para las espiritualidades.
El problema está en que esta manera de ver las cosas es tan difícil de integrar en la vida de los individuos, de las instituciones, de la cultura entera, que tendrán que pasar bastantes generaciones para que los artículos de la Declaración se conviertan en convicciones tan determinantes, que lleguen a impregnar el tejido social de los pueblos, sus costumbres, sus leyes, sus estilos de convivencia y, sobre todo, los dos pilares que sostienen a cada país: el derecho y la economía. Baste pensar en esto: para querer a alguien, lo primero que hay que hacer es respetarle. Donde no hay respeto, no puede haber amor. Ahora bien, respetar a alguien es, ante todo, respetar sus derechos. Cuando los derechos fundamentales de una persona no se respetan, es imposible amar a esa persona. Pero, como dice la Declaración que hoy conmemoramos, respetar los derechos fundamentales de alguien es respetar su manera de pensar, su forma de vivir, sus costumbres, sus preferencias, lo que hace y lo que dice. Aunque todo eso no nos guste o incluso entre en contradicción con lo que nosotros pensamos, hacemos o decimos. Si la forma de pensar o de vivir de una persona no quebranta los derechos humanos de los demás, esa persona merece todo nuestro respeto. De ahí que los derechos humanos son y exigen tolerancia y estima de lo diferente. La tarea más urgente, que a todos nos incumbe, es vivir y fomentar la comprensión y la asimilación de los derechos humanos en nuestras vidas y en nuestra convivencia. Para ello, es decisivo que la religión y la educación se orienten en esta dirección. Concretando más, en este blog de teología, me parece que tiene hoy especial relevancia el que todos caigamos en la cuenta de que a las religiones les queda un largo camino por recorrer para cumplir con el sagrado deber que les incumbe en este orden de cosas. El pensamiento religioso suele ser un “pensamiento dogmático”. Pero es evidente que el pensamiento dogmático es, por su misma naturaleza, un pensamiento impositivo, intolerante, autoritario e incluso amenazante. Mientras semejante forma de pensamiento siga teniendo vigencia, no será posible vivir los derechos humanos con todas sus consecuencias. Yo sé muy bien que la Iglesia, desde el papado de Juan XXIII, viene elogiando y recomendando insistentemente los derechos humanos. Pero también hay que decir que toda esa insistencia, siendo muy necesaria, se queda a medio camino, y hasta puede parecer mera palabrería, cuando los hechos en la vida de la Iglesia no se rigen por los derechos humanos. Navegando por la red, uno se queda de piedra cuando entra en algunos portales de internet, en los que quienes viven el pensamiento dogmático sin fisuras, por eso mismo se sienten con el derecho y hasta con el deber de ofender, insultar y condenar a quienes no piensan como ellos. Mientras esta mentalidad no cambie, dejemos de hablar de los derechos humanos. Y aceptemos que posiblemente somos muy religiosos, pero somos muy inhumanos. Aparte de que, a veces, damos pruebas abundantes de tener muy poca educación. Desde que, hace poco más de un año, empecé a publicar este blog, yo me pregunto si es posible hacer teología utilizando el insulto, la agresión, la ofensa y la descalificación como argumento. De ahí, la pregunta que me planteo tantas veces: ¿es posible hacer teología mediante ofensas, insultos y agresiones todo el que no piensa como yo? Por desgracia, en el mundo mediático de la religión, es frecuente que quien lee algo que contraríe sus propias ideas o intereses responde enseguida, no ya dando argumentos, para defender sus propias convicciones, sino propinando expresiones humillantes al que se atreve a decir lo que a mí no me gusta o afirma lo que yo pienso que es falso. De ahí, mi pregunta, que repito de nuevo: ¿se puede hacer teología utilizando como argumento la agresión al contrario?
Yo creo que no. Porque hacer teología es hablar de Dios, si es que es realmente teología lo que se pretende hacer. Pero, ¿cómo es posible hablar de Dios mediante descalificaciones personales, expresiones humillantes, insultos y otras lindezas por el estilo? Desde la Edad Medía, allá por los tiempos gloriosos de la Escolástica más genuina, se viene hablando de la “rabies theologica”, que no es ni más ni menos que la destemplanza en el discurrir y el hablar en que con frecuencia incurrimos quienes nos ponemos hablar de cosas santas y sagradas, en las que nos imaginamos que metemos a Dios, cuando en realidad lo que metemos es la pata hasta el fondo. Tengo la impresión de que esto es tan serio y tan fuerte, que a mí me parece que los textos de los evangelios que ponen en boca de Jesús expresiones ofensivas a sus oponentes (por ejemplo, escribas y fariseos), eso jamás lo dijo Jesús, sino que se trata de interpolaciones que, después del año 70 (cuando cayó Jerusalén en manos del poder imperial de Roma), los cristianos se atrevieron a poner en boca de Jesús lo que salía de su propia boca, lo que no sirvió sino para fomentar, ya desde entonces, el vergonzoso antisemitismo que tanto daño nos ha hecho a todos, no sólo a los judíos. Y termino asegurando que, al decir estas cosas, aquí el primer culpable soy yo. Porque, a veces, hablo de manera que se me ve el plumero. Quiero decir, se me nota el apasionamiento, el partidismo o cosas parecidas que, en todo caso, son cualquier cosa menos teología. Este blog quiere ser “Teología sin censura”. Pero con tal que sea eso, “teología”. Y teología hecha desde la libertad de pensar y de decir lo que se piensa. Pero siempre pensando y diciendo lo que, por el fondo y por la forma, podría ponerse en boca de Dios, salvando las distancias y admitiendo todos los posibles respetos que, en justicia, se merece el santo nombre de Dios. La fiesta de la Inmaculada no se refiere ni a la sexualidad, ni a la virginidad, ni a la pureza sin mancha alguna. Esta prerrogativa de María, la madre de Jesús, se discutió, se elaboró y se definió en un tiempo en el que no se sabía lo que hoy sabemos con sobrada certeza sobre los orígenes de la humanidad y sobre todo lo que gira en torno a la idea del “pecado original”. Ocurre en esto algo que se puede comparar con lo que pasaba cuando la Iglesia condenó a Galileo. Hoy, la Iglesia no lo condenaría porque los conocimientos científicos no lo permiten. Pues algo parecido se puede (y se debe) decir de los orígenes de la humanidad y de la explicación que se le ha dado al llamado “pecado original”. Por eso, para ilustrar nuestra fe y nuestra devoción a María, resulta necesario hacer una re-lectura de lo que queremos decir cuando afirmamos que la Madre de Jesús fue “inmaculada”, es decir, “sin-mácula” o sea “sin-macha”.
1. El relato de Adán y Eva, que se cuenta en el capítulo 3 del Génesis, no es un relato histórico, sino que es un mito. Todos los pueblos y culturas antiguas crearon mitos para explicar hechos y fenómenos que no sabían explicar. De ahí, la mitología, que es determinante para entender la vida de los pueblos, de las culturas y de las religiones. El relato de Adán y Eva no pueder ser histórico porque, entre otras razones, es evidente que las serpientes nunca han hablado. Ese relato pretende dar razón de por qué existe el mal en el mundo. Y el mito nos viene a decir que la culpa del mal en el mundo no la tiene Dios (que quiso un paraíso para los humanos), sino que la tiene el hombre (Adán), que desobedeció el mandato divino. Es decir, el mito pretende exculpar a Dios culpando al hombre. 2. San Pablo interpretó el relato de Adán en clave de pecado, que afectó no sólo al primer hombre, sino a todos sus descendientes (Rom 5, 17-21). Esta doctrina fue profundizada mediante extrañas explicaciones, que, por ejemplo, en el caso de san Agustín, nos han dicho que el “pecado” de Adán se transmite de padres a hijos mediante la generación carnal. Por eso los teólogos enseñaron, durante siglos, que los niños, cuando vienen a este mundo, son engendrados de forma que empiezan a vivir ya manchados con el “pecado original”. Y ése es el pecado del que hay que “purificarlos” mediante el bautismo. Por eso los teólogos han enseñado también, durante siglos, que nos niños que se mueren sin ser bautizados, al morir con el pecado original, no pueden ir al cielo. Pero, como no son culpables de nada, tampoco pueden ir al infierno. Eso es lo que dio origen a que algunos se inventaran la existencia del limbo. Porque no había otro sitio a donde mandar a esas criaturas. Ahora, el papa ha dicho que lo del limbo no es verdad. ¡Menos mal! 3. En la Edad Media (hacia el s. XII), se empezó a decir que la madre de Jesús había sido liberada del pecado original, o sea que fue “in-maculada” desde el primer instante de su vida. Santo Tomás de Aquino, y con él toda la escuela tomista, se negó a aceptar la doctrina de la Inmaculada. Porque, si María no tuvo pecado alguno (ni el original), no habría necesitado redención alguna. Pero sabemos que la redención de Cristo es universal. En sana lógica teológica, Tomás de Aquino tenía razón. La discusiones y confrontaciones entre dominicos, por una parte, y franciscanos y jesuitas, por otra, fueron enormes. Hasta que el papa Pío IX, en 1854, zanjó la cuestión definiendo que “la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción” (Denz-Hün. 2803). 4. Pero esa definición necesita hoy una correcta interpretación. Porque lo que no podemos hacer es enseñar una teología que está en contradicción con descubrimientos y logros que hoy son admitidos por la comunidad científica mundial. Me explico: si se admite que toda la humanidad proviene de Adán y Eva, no hay más remedio que admitir la doctrina del monogenismo, cosa que hoy la ciencia mejor documentada y más segura no tolera. Entonces, ¿a quién le hacemos caso: a la ciencia o a los catecismos? Digamos, más bien, que, como en el caso de Galileo, la teología dio una explicación de los orígenes de la humanidad que no encaja con lo que los científicos han descubierto sobre esos orígenes de esa humanidad. Por tanto, en lugar de decir que los científicos mienten, aceptemos que los teólogos hablaron de un asunto sobre el que se pronunciaron sin tener todos los elementos de juicio que necesitaban para hablar de ello con competencia y fiabilidad. Si la teología fuera más humilde y hubiera aprendido a decir que se ha equivocado no pocas veces, con esa humildad habría hecho un bien enorme a la causa de Dios, de la religión y de la Iglesia. 5. Para demostrar que María, la Madre de Jesús, nunca tuvo pecado alguno (ni el original) se ha echado mano de lo que le dijo el ángel Gabriel al llamarla “llena de gracia” (Lc 1, 28). Pero esa afirmación no prueba nada. Porque, con más claridad que a María, se le califica a Esteban, en los Hechos de los Apóstoles, “lleno de gracia” (Hech 6, 8). Pero nadie ha dicho que el mártir Esteban fuera “inmaculado”. No se puede utilizar la Biblia como nos conviene y cuando nos conviene, para luego ocultar o ignorar lo que no nos interesa. La honradez teológico es básica para hacer una teología que merezca crédito y resulte fiable. 6. Entonces, ¿qué significado tiene para los creyentes el dogma de la Inmaculada? Significa, sin duda alguna, que María, la Madre de Jesús, fue una mujer extraordinariamente agraciada por Dios, privilegiada y de una calidad excepcional. Ella fue el cauce humano por el que Dios “se humanizó” y vino a este mundo “como uno de tantos” (Fil 2, 7). Cuando en esta vida vemos a una persona de enorme calidad solemos pensar y decir que debió tener una madre de mucha categoría. Para elogiar o insultar a una persona, elogiamos o insultamos a su madre. Es lo que hizo aquella mujer, de la que nos habla el evangelio de Lucas, cuando le dijo a Jesús gritando: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). En la grandeza de Jesús, aquella mujer intuyó la enorme categoría de su madre. Eso es lo que tenemos que admirar, venerar e imitar con motivo de esta fiesta de la Inmaculada. 7. Por otra parte, esto es lo que mejor puede cuadrar con el significado que hoy podemos dar a la doctrina teológica del “pecado original”. El llamado pecado original no es “pecado” alguno, en el sentido en que hoy se entiende un pecado del que Dios nos tiene que perdonar. El “pecado original” no es sino el nombre teológico que se la ha puesto a la “limitación” que es inherente a la condición humana. Y, además de eso (y juntamente con eso), el “pecado original” indica también la “inclinación” al mal que todos llevamos a la sangre misma de nuestra vida. De ahí que, en toda mujer y en todo hombre, lo “humano” y lo “inhumano” estén fundidos en todo ser humano. Y de ahí también que, en última instancia, lo que viene a decirnos la fiesta de la Inmaculada es que el proyecto cristiano entraña, ante todo, la tarea incesante de hacernos cada día más humanos, superando y venciendo la inhumanidad que tanto deshumaniza esta vida y este mundo. No hablo de males y catástrofes, que ya tenemos bastantes. Y bastante hablamos de nuestras desgracias. Mejor nos iría si tuviéramos una visión positiva y esperanzadora de la vida y de las cosas. Por eso hoy, en vísperas de Navidad, propongo que pensemos en el daño que a todos nos hace el miedo que le tenemos a nuestra propia humanidad. Porque estoy persuadido de que, en ese miedo, está la explicación y la raíz de tantas torpezas y maldades que se podrían y se tendrían que evitar.
Vamos a ver. Desde la nochebuena hasta el día de reyes, los cristianos recordamos una serie de episodios en los que no resulta fácil precisar lo que hay de leyenda y lo que hay de verdad en esos relatos. Los estudiosos se rompen la cabeza intentado descifrar cada detalle y no acaban de ponerse de acuerdo. Pero, en todo caso, lo que hay de cierto (para un cristiano) en los evangelios de la infancia (Mt 1-2; Lc 1-2), es que “lo divino” (Dios, en definitiva) se dio a conocer, se hizo presente y se manifestó en “lo humano”. Y precisamente en lo más humano: un niño, de condición humilde y en circunstancias de despojo, desamparo y persecución a muerte. Por supuesto, como es bien sabido, la historicidad de esos hechos está cuestionada desde no pocos puntos de vista y en muchos de sus detalles. Pero eso es lo que menos importa en este momento. No olvidemos que los evangelios no son primordialmente “libros de historia”, sino que en ellos se nos ofrece un “mensaje religioso”. Y eso es lo que al creyente le interesa. O eso es lo que le debe interesar. Ahora bien, el “mensaje religioso” de los evangelios de la infancia es tozudamente claro y provocador. Es el mensaje que nos dice esto: “lo divino” se encuentra en “lo humano”. En lo más humano, es decir, en lo débil, en lo marginal, en los excluido y hasta en lo perseguido. “Lo divino” no se hizo presente en lo portentoso, en lo milagroso, en lo sobrecogedor, como le pasó a Moisés en la zarza ardiendo o en el monte Sinaí. “Lo divino” se hizo presente en un niño, en un establo, entre basura y animales. Y fue anunciado a pastores, uno de los oficios marginales de aquel tiempo. Y hasta el rey, informado por los sacerdotes, decidió matarlo. Así fue cómo “lo divino” tuvo que hacerse emigrante. Porque “lo divino”, que se hace presente en “lo humano”, no tiene “papeles”. Es verdad que al niño lo circuncidaron (Lc 2, 21), como se hacía con todos los humanos de aquella cultura. Y lo llevaron al templo (Lc 2, 22-23), como también se hacía entonces con todos los humanos. Pero queda en pie que, según los evangelios de la Navidad, “lo divino” se hace presente, se comunica, se da, en algo tan humano, tan débil, tan entrañable, que se encuentra “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). El Evangelio tiene algo muy fuerte, muy duro, que no nos cabe en la cabeza. A partir de la primera Navidad, que hubo en la historia, a Dios no se le encuentra ya en lo fuerte, sino en lo débil. No se le encuentra en lo grande, sino en lo insignificante. No se le encuentra en lo grandioso y lo notable, sino en lo que no pinta nada para nadie. No se trata de que el Evangelio representa un proyecto nihilista, inhumano. Se trata exactamente de todo lo contrario. El Evangelio es la afirmación más sublime de lo humano. Porque es evidente que quienes conocieron a Jesús, lo que vieron y palparon en él fue a un ser humano. Entonces, ¿por qué, desde antes de nacer y en su nacimiento, intervinieron los ángeles y la fuerza del Espíritu. Y todo eso, además, envuelto en sueños, apariciones, enigmas y manifestaciones de lo extraordinario y lo celestial? Porque había que vencer nuestra pertinaz resistencia para aceptar que, desde el momento en que Jesús vino a este mundo, a Dios lo encontramos en nuestra propia humanidad. Pero resulta que esto es lo que no nos cabe en la cabeza a los humanos. Nos gusta lo grande, lo importante, lo notable, lo solemne, lo que impresiona y llama la atención, lo que se impone y admira... Todo eso y lo que se parece a eso. Pero, ¿y lo que no es ni más ni menos que humano? ¿lo que es común con todos los humanos? Pues eso, precisamente eso, que es lo que tantas veces menos valoramos, eso es lo que más necesitamos. Porque es lo que más nos humaniza. Y lo que más humaniza la vida, la convivencia, la sociedad. A todos nos “educan” para ser importantes, pero no para ser sencillamente humanos. De ahí, la consecuencia más peligrosa y más patética que todos arrastramos. Nos seduce el poder. Nos seduce la gloria. Queremos, a toda costa, ser importantes, destacar, ser notables. Confieso públicamente que a mí, por lo menos, todo eso me atrae, me agrada y es motivo de anhelos inconfesables. Anhelos y deseos que, cuando soy sincero conmigo mismo, los maldigo mil veces. Porque estos sentimientos me rompen por dentro y destrozan mi propia humanidad. Esta “civilización” (?), esta “cultura” (?), en que vivimos, ha hecho con nosotros lo peor que se podía hacer. Nos ha inoculado el miedo a nuestra propia humanidad. Tiene razón el viejo mito del paraíso perdido: la tentación satánica, que a todos nos acosa, es el deseo de “ser como Dios” (Gen 3, 5). Estoy harto de ver “ateos” (y no digamos “creyentes”) que se pasan la vida aspirando a ser “como Dios”. No sé si lo consiguen. Lo que sí sé es que somos muchos los que, a fuerza de tanto querer alcanzar a ser “divinos”, hemos dejado de ser verdaderamente “humanos”. Tanta falsa apetencia de “divinidad” ha hecho trizas nuestra propia “humanidad”. Y además, si pensamos en lo que ha ocurrido en el ámbito de las creencias y en el terreno propio de la teología, lo que ha pasado es que “lo divino” se ha distanciado tanto de “lo humano”, que ha llegado a entrar en conflicto con las mejores manifestaciones de nuestra propia humanidad. Baste pensar en los constantes enfrentamientos entre los presuntos derechos de lo divino y los derechos humanos. Por no hablar del destrozo que estas ideas han causando en el estudio propio de la cristología. Da pena pensar en que no pocos jerarcas de la Iglesia ponen el grito en el cielo si oyen decir que Jesús fue, no solamente humano, sino que es el modelo perfecto de la plenitud humana. Ser representantes del poder divino, que les da rango y poder, les encanta. Ser ejemplos de humanidad, eso es otro cantar. Después de varios días de silencio en este blog, silencio impuesto por obligaciones a las que no he podido renunciar, quiero decir, ante todo, una palabra de gratitud y reconocimiento a todos los que, llevados por su buena voluntad y su anhelo de búsqueda, visitan el blog. A todos quiero agradecer sinceramente lo que nos ayudan a los demás que aquí colaboramos. Y quede claro que nos ayudan, hagan o no hagan comentarios, y, por supuesto, sean cuales sean sus puntos de vista, sus aportaciones, sus consensos o sus disensos. La diversidad y el pluralismo son constitutivos de la vida humana. Y si aquí se manifiesta la diversidad y el pluralismo, eso nos quiere decir que aquí hay humanidad. La humanidad en la que, según recordamos estos días los creyentes, Dios se ha hecho presente. La divinidad nos rebasa y no está a nuestro alcance. Por eso Dios se humanizó. Y así nos enseñó que, siendo cada día más sinceramente y honradamente humanos, es como podemos establecer nuestra verdadera relación con Dios.
Estamos al final de un año que ha sido demasiado duro para demasiada gente. Estos días de Navidad, que se viven como fiesta de alegría y razonable diversión, suelen ser crueles para muchas personas. Me refiero a quienes, precisamente porque en el ambiente hay alegría y fiesta, por eso ellos sienten con más dolor el zarpazo de la soledad, el desamparo, la carencia de tantas cosas, y la desesperanza. Todos deseamos un año nuevo feliz. Y así lo decimos de palabra. Pero no nos vendría mal caer en la cuenta de lo que, para un cristiano, significa y exige “decir una palabra”. La liturgia de estos días repite varias veces el prólogo del evangelio de Juan (1, 1-18). El evangelio de la “Palabra” (Lógos). Dicen los entendidos que el lógos de los griegos expresaba el proceso de pensar, es decir, la pura idea en el ámbito de la especulación. Sin embargo, en el antiguo Oriente, la palabra no consistía en un mero pensamiento o la designación de un objeto. No. La “palabra” era, en aquellas antiguas culturas orientales, “un poder” que desencadenaba unas consecuencias. Es decir, la “palabra” estaba vinculada a la “acción”. Así lo entendía la cultura hebrea cuando se refería a la palabra (dabar). Pues bien, así se entiende en el Evangelio la palabra. Por eso el centurión romano le dijo a Jesús: “Dí una sola palabra y mi criado sanará” (Mt 8, 8; Lc 7, 7). De ahí, la conexión que se establece entra la “palabra” y la “acción”: decir una palabra es actuar en consecuencia y, por tanto, aportar soluciones, salud, vida, salvación (cf. Lc 24, 19; Hech 4, 29. 31; 8, 25; 11, 19; 13, 46; 14, 25; 16, 6. 32). Por tanto, para una persona que tiene verdadera fe, decir una palabra de “felicidad”, de “paz” o de “esperanza”, por poner sólo algunos ejemplos, es algo que no se puede hacer alegremente y así, por las buenas y sin más. Decir una palabra, para “cumplir”, no; no se debería hacer. Decir una palabra de paz es comprometerse a trabajar por la paz. Como decir una palabra de felicidad es adquirir un compromiso de hacer lo que esté al alcance de uno, para que entre las personas haya más felicidad. Y conste, para terminar, que, al decir estas cosas, siento que pesa sobre mí el compromiso y la responsabilidad de no decir, así, por las buenas, palabras que no me comprometen a nada. Muchas veces pienso que tendría que aprender a decir solamente aquello que explica mi propia vida. O sea, primero “hacer”. Y luego, “explicar” lo que he hecho. Así, y sólo así, habría armonía en la vida. Y nuestras palabras tendrían una credibilidad de la que, con frecuencia, carecemos. Todos estamos viviendo, en nuestras propias carnes, el malestar, la tensión, las preocupaciones y angustias, la inseguridad y, sobre todo, las carencias y estrecheces que se nos han venido encima por causa de la crisis económica y de la incapacidad de los políticos para sacarnos de esta angustia en que nos vemos metidos. Además, todo esto se agrava en una sociedad como la nuestra, marcada por una larga tradición cainita. La tradición de las “dos españas”, la conservadora y la progresista, la de derechas y la de izquierdas, la religiosa y la laicista, etc. El hecho es que este conjunto de factores objetivos y de sentimientos personales nos han abocado a una estado de crispación interna y social, que, algunos días se nos hace sencillamente insoportable.
No soy tan estúpido como para pensar que esto se arregla con recetas de moralina, recomendando a unos que se aguanten, a otros que sean menos egoístas, a los más desgraciados que lleven las cosas con resignación y paciencia... Y así sucesivamente. Tener una conciencia ética y una integridad moral intachables es determinante. Pero el problema está en saber cómo se alcanza eso. ¿Qué hacer, entonces? Volviendo a los recuerdos y relatos de la vida, me acuerdo muchas veces de lo que, estado en El Salvador, me contó un sacerdote que fue muy amigo de Monseñor Romero. A Romero lo asesinaron el lunes 24 de marzo de 1980. El día anterior, en la homilía del domingo en la catedral, Romero les dijo a los militares que “Dios prohíbe matar”. Y por tanto, con tanta libertad como audacia, el arzobispo sentenció: “En nombre de Dios, les digo, les ordeno: ¡cese la represión!”. Al decir estas palabras, Mons. Romero firmó su propia sentencia de muerte. Y él lo sabía muy bien. Esto ocurría por la mañana en la catedral de San Salvador. Aquella tarde, el sacerdote que me contó lo que sigue, me dijo que fue a visitar al arzobispo. Romero vivía en una habitación pequeña del hospitalito que había para enfermos cancerosos. Y aquella tarde, Romero estaba literalmente hundido. “Tengo miedo, mucho miedo”, le dijo al sacerdote. “Me van a matar. Y yo no quiero morir. Le tengo apego a la vida. Y lo peor de todo es que intento rezar, pero no siento a Dios”. Con estos sentimientos, Mons. Romero pasó la última noche de su vida. Al día siguiente, cuando estaba diciendo misa en la capilla del hospital, un tirador profesional, desde la puerta de la capilla, le apuntó al corazón y allí lo dejó sin vida, sobre el altar. Romero había sido un sacerdote y un obispo de mentalidad conservadora. Pero le pasaba lo que le pasó a Jesús: no soportaba ver a la gente sufrir. Y por eso, ante el sufrimiento de los demás, no se cruzaba de brazos, ni se callaba. Eso le costó la vida. ¿Arregló el mundo? No. Pero dejó muy claro que la intolerancia ante el dolor ajeno, ante el desamparo de los que sufren, cuando eso va acompañado de libertad y audacia, eso cambia el giro de la historia. Yo no veo, en este momento, otro camino de solución. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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