“Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Este dicho antiguo resume muy bien lo que le ocurre a mucha gente en su intimidad y lo que se vive, con bastante frecuencia, en las religiones. El hecho es que la correcta relación con Dios y la correcta relación con la religión no son la misma cosa. Ni esas dos cosas son vasos comunicantes que necesariamente están siempre a la misma altura.
De sobra sabemos que hay personas meticulosamente observantes de normas, prácticas y rituales relacionados con la religiosidad, pero que, al mismo tiempo, dejan mucho que desear en cuanto se refiere a su comportamiento ético en asuntos que son determinantes en la vida ciudadana, profesional o simplemente en sus relaciones con los demás. Como igualmente sabemos que hay gente, mucha gente, que son ciudadanos o profesionales ejemplares, y no quieren saber ni palabra de la religión. Pues bien, como es lógico, en todos estos casos entra en juego de lleno el problema de la fe. Lo que, en definitiva, equivale a preguntarse: ¿en qué consiste la fe y la creencia? O dicho de otra manera: ¿en qué consiste el ateísmo y de quién se puede afirmar que es ateo? Estas preguntas no son de ahora. Es conocida la colección de textos de autores antiguos que, hace más de un siglo, recopiló A. Harnack sobre el reproche de ateos que se les hizo a los cristianos durante los tres primeros siglos (Der Worwurf des Atheismus in den drei ersten Jarhhunderten: TU 13 (1905) 8-16). Y es que, como explicaré más adelante, creencia y ateísmo son dos formas de pensar y de vivir que dan pie para que, siendo realidades contrapuestas, sin embargo se puedan interferir, y hasta confundir, resultando extremadamente difícil (por no decir imposible) delimitarlas con tal precisión, que cada cosa se ponga exactamente en su sitio. Estamos, pues, ante un asunto tan complicado, que E. Bloch escribió un amplio estudio sobre El ateísmo en el cristianismo (Madrid, Tautus, 1983) en el que hizo esta atrevida afirmación: “Sólo un ateo puede ser un buen cristiano y sólo un cristiano puede ser un buen ateo” (p. 16). Y es que, para Bloch, el ateísmo es nuestra porción mejor, el coraje moral de vivir, de trascendernos sin Trascendencia, no en el sentido suave, que firmarían D. Bonhoeffer o P. Tillich, del etsi Deus non daretur,” aunque Dios no existiera”, sino en su formulación más radical: “no creo que Dios exista”. Pero, ni la hipótesis ni la afirmación, me impiden ser buena persona, sino todo lo contrario: “la realidad es tan seria para mí, que soy una persona responsable, no porque creo o espero en Dios, sino precisamente porque ni creo en él, ni espero nada de él”. ¿Representa esto el ateísmo más radical o, por el contrario, es esto la fe en Dios (sin reconocerlo como tal) más radical que puede darse en este mundo? He aquí la pregunta que sirve de punto de partida a la reflexión que me propongo exponer aquí. ¿Cómo entendemos la fe? El Catecismo de la Iglesia católica enseña que “la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios”. Pero añade enseguida: “es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (nº 150). Dicho de forma más sencilla, esto significa que, a juicio de la Iglesia, la fe consiste en la relación con Dios que se realiza mediante la obediencia (nº 144) de nuestro entendimiento a las verdades reveladas y enseñadas por la misma Iglesia (nº 156; 168). Por tanto, creer consiste en un “acto religioso”, que supone ante todo el “sometimiento de la razón” a lo que enseña la Iglesia. Como es evidente, esta forma de entender la fe supone una “sacralización” (la fe como acto “religioso”) y una “racionalización” (la fe como acto del “entendimiento”), que están afirmando que una persona tiene fe sólo cuando cumple estas dos condiciones: 1) es una persona religiosa; 2) que somete su entendimiento a las enseñanzas que le impone la Iglesia. Así, la fe es presentada como “religiosidad” y “creencias”. La larga historia que explica cómo, desde la vida del Jesús terreno se ha llegado hasta las preocupaciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha sido bien analizada (cf. J. Auer, Was heisst glauben?: MthZ 13 (1962) 235-255). En esta historia fue importante el influjo del gnosticismo, que derivó el significado de la fe hacia una “ordenación de “verdades”, cosa que ya aparece en Clemente de Alejandría (Strom., VII, c. 10, 55-57) y se acentúa luego con san Agustín, cuyas fórmulas “crede ut intelligas” y sobre todo “intellige, ut credas” (De praed. sant., 2, 5) sitúan la fe en la inteligencia. Más tarde, en el s. XI, el padre de la gran escolástica, Anselmo de Canterbury, le puso como subtítulo a su Proslogion la fórmula que resultó ser la “definición de la teología”: “fides quaerens intellectum”, la fe en busca de su inteligibilidad. O sea, “fe” igual a “inteligencia de verdades”. Por eso nada tiene de extraño que Tomás de Aquino expusiera el concepto de fe sobre el fondo del concepto aristotélico de ciencia (J. Trütsch: Myst. Sal., I/2, 908-910). Pues bien, a partir de estos planteamientos, en la Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, del concilio Vaticano I (en 1870), se dice: “la Iglesia católica profesa (que la fe) es una virtud por la que creemos ser verdadero lo que por Dios ha sido revelado” (cap. III, 1. DH 3008). Así, para el Magisterio de la Iglesia, quedó definitivamente claro que “lo que se cree” (fides quae) es más importante y decisivo que “cómo se cree” (fides qua) y, por tanto, más determinante que “cómo se vive” todo aquello en lo que se cree. Lo cual quiere decir que la fe se separó de la vida y quedó localizada en las verdades que se aceptan y que el Magisterio Jerárquico controla. De esta manera, y llevando las cosas hasta el límite, se puede ser un “creyente intachable” y, al mismo tiempo, ser también un “ciudadano indeseable”. Cosa que, por lo demás, sucede no raras veces. Desde el momento en que son muchos los cristianos que entienden y viven así la fe, el problema de la fe de los ateos y del ateísmo de los creyentes se planteó de forma inevitable. Y son muchas, muchísimas, las personas que no tienen este problema resuelto. Porque son muchas las personas que no aceptan las verdades de la fe, pero viven en plena coherencia con su propia humanidad. Como igualmente abundan también los que aceptan al pie de la letra las verdades que enseña el Magisterio eclesiástico, pero igualmente aceptan y hasta fomentan apetencias y formas de conducta que son profundamente inhumanas. La fe de los “ateos”, según los evangelios Una de las mayores sorpresas, que uno se lleva cuando lee con atención los evangelios sinópticos, es que, en ellos, el tema de la fe y de la falta de fe se presenta de tal forma, que todo el asunto de las creencias se nos descoloca. Y se nos descoloca hasta el extremo de que, según Jesús, resulta que tienen fe aquellos de quienes un teólogo de ahora jamás diría que son creyentes, mientras que, por el contrario, no tienen fe (o apenas la tienen) los hombres de los que los mejores consejeros teológicos del Vaticano nos dirían que son el “cimiento” sobre el que se edifica la comunidad de los creyentes (Ef 2, 20). Empezando por los que tienen fe, los evangelios aseguran que el hombre con más fe, que encontró Jesús, fue el comandante pagano de una centuria que estaba al servicio de Herodes (Mt 8, 5 par). Flavio Josefo informa que Herodes contaba con este tipo de militares (Ant., 18, 113 s). Hombres que tenían al Emperador por un verdadero Dios, ipse deus, como dicen las Églogas de Calpurnio Sícolo (1, 42-47; 63, 84-85). Pues bien, de un militar, que estaba obligado a tomar en serio estas creencias (cf. P. Grimal, La civilización romana, Barcelona, Paidós, 2007, 88), Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe” (Mt 8, 10). Jesús califica como fe, no las ideas o las prácticas religiosas, sino “el comportamiento de una persona” (Ulrich Luz). Y pondera esa fe hasta la admiración. ¿Por qué? Sencillamente, porque aquel hombre era tan buena persona que no soportaba el sufrimiento de un niño. Y se fiaba plenamente de Jesús. Eso es todo. Esta situación se repite en el caso de la mujer fenicia de Siria, que era pagana (Mc 7, 26). Esta mujer le pide a Jesús la curación de su hija. Y lo hace con extrema paciencia y humildad (Mt 15, 21-27). La respuesta de Jesús fue inmediata: “¡Qué grande es tu fe, mujer!” (Mt 15, 28). De nuevo, Jesús califica de “fe grande”, no las creencias, sino la conducta tan profundamente humana de aquella mujer. Lo mismo que, en otras circunstancias, se repite en el caso de la curación del leproso samaritano, que fue purificado de la lepra junto a nueve judíos (Lc 17, 11-19). Los judíos eran los que creían y practicaban la religión “verdadera”. Por eso acuden a los sacerdotes para cumplir con las normas religiosas y con eso se ven como los religiosos observantes cabales. El samaritano, por el contrario, como no creía ni en la sedicente religión verdadera, ni se sentía obligado a observar las normas establecidas, vio que lo único que tenía que hacer era portarse bien con quien lo había curado y expresarle el debido agradecimiento (Lc 17, 15-16). La respuesta de Jesús fue elocuente: “tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Lo que no cuadra con las teorías teológicas “oficiales” sobre la fe. Porque, como es sabido, los samaritanos del tiempo de Jesús eran tenidos como herejes impuros (Lc 9, 52; Jn 4, 9; 8, 48; cf. X. Léon-Dufour). Y es que, en los evangelios, cuando Jesús habla de la “salvación” que es fruto de la fe, utiliza la fórmula: “tu fe te ha salvado” (Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; cf. Mc 10, 52; Mt 8, 10. 13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42). Se trata de la salvación de situaciones humanas de sufrimiento. Lo cual quiere decir que, para Jesús, la fe no está vinculada a unas verdades que se creen o a unas prácticas religiosas que se observan. La fe, para los evangelios, se relaciona directamente con una forma de vivir, que puede no tener relación directa con la religión, sino con la ejemplaridad de la persona. Esto exactamente es lo que dicen los tres sinópticos cuando presentan el enfrentamiento final de Jesús con los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo (Mt 21, 23; Mc 11, 27; Lc 20, 1). En este enfrentamiento se afirma que los supremos dirigentes religiosos “no creyeron” (oùk episteúsate) (Mt 21, 25 b par), mientras que el “pueblo” (óchlos) es el que aceptó la forma de vida que representaba Juan Bautista (Mt 21, 26 par). Y a reglón seguido, el evangelio de Mateo lleva hasta el extremo de la provocación todo este asunto, al decir que fueron los hombres de la religión los que “no creyeron” al Bautista, en contraste escandaloso con los publicanos y las prostitutas que fueron los que le “creyeron” (Mt 21, 32). El ateísmo de los “creyentes” Cuando Mateo se atreve a poner en boca de Jesús la asombrosa afirmación según la cual los “escandalosos” publicanos y las “despreciadas” prostitutas entran antes que los “ejemplares” sacerdotes en el Reino de Dios (Mt 21, 31 b), el texto evangélico introduce admirablemente el enorme problema que representa, para las religiones (para la católica en concreto), lo que aquí estoy señalando como ateísmo de los “creyentes”. No se trata de una exageración. Lo más chocante, al explicar este espinoso asunto, es que los evangelios sinópticos, cuando hablan de los discípulos y apóstoles en su relación con la fe, siempre ponen en cuestión esta relación. A veces, Jesús califica a los que creían estar más cerca de él como “no creyentes” (apistoi) (Mc 4, 40; cf. Mt 17, 17). Porque tenían una fe tan insignificante (oligopistía), que venía a ser como un grano de mostaza, es decir, prácticamente nada, lo menos que se podía tener (Mt 17, 20). Y hay casos en los que rotundamente se dice que aquellos discípulos sencillamente “no tenían fe” (apisteo) (Lc 24, 11) o que eran “lentos para creer” (Lc 24, 25). Pero lo más frecuente es que los evangelios califican a los discípulos y apóstoles como hombres de “poca fe” o de una fe tan escasa, que es lo mínimo que podían tener (oligopistoi) (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; Lc 12, 28; cf. V. 22). Advirtiendo además que la oligopistía, aplicada a quienes se creían seguidores de Jesús, no se refiere propiamente al rechazo de la fe, sino a la escasez, falta de firmeza o incluso carencia en esa fe (G. Barth: DENT, vol. II, 519). Mención aparte merece el caso de Pedro. Este hombre, el primero siempre en las listas de los apóstoles, fue reprendido por Jesús a causa de su exigua fe (Mt 14, 31). Y el mismo Jesús le llegó a decir que había rezado por él para que no le llegara a faltar la fe (Lc 22, 32), cosa que desgraciadamente debió ocurrir, ya que el propio Jesús añadió enseguida: “Y tú, cuando te conviertas” (Lc 22, 32), es decir, cuando vuelvas de tu descarrío (cf. M. Zerwick), “afianza a tus hermanos”, lo que parece indicar claramente que los demás apóstoles también fallaron a la fe (J. M. Castillo, Los pobres y la teología, Bilbao, Desclée, 1998, 213). A la vista de estos datos, puede parecer excesivo, injusto y hasta una cosa sin sentido hablar de “ateísmo” refiriéndonos a hombres que acompañaban habitualmente a Jesús, como era el caso de sus discípulos. A lo sumo, se podría decir de aquellos hombres que no eran “buenos discípulos”. Pero, ¿”ateos”? En principio, al menos, no hay que llevarse las manos a la cabeza. De sobra sabemos que en la vida se encuentra uno cantidad de personas, que pertenecen a grupos religiosos o que están integrados en la Iglesia, pero de tal manera que, si se conoce la intimidad de esas personas, se lleva uno la enorme sorpresa de que las convicciones determinantes de su vida no son los principios constitutivos de la fe. Son gente cuya imagen pública parece que va por los caminos de la fe, pero sin embargo lo decisivo en sus vidas no tiene que ver nada con la fe. Y me temo que esto es más frecuente de lo que imaginamos. ¿Cómo se explica este hecho? De “lo original” de la fe a la fe “oficial” de la Iglesia En la literatura clásica, la fe, pistis, significaba confianza en los demás (hombres o dioses) (Hesíodo, Op. 372; Sófocles, Oed. Tyr. 1445). Era, pues, una actitud de profundo respeto y credibilidad ante el otro (Sófocles, Oed. Col. 611), es decir, concederle crédito (Demóstenes, 36, 57) y garantía (Esquilo, Frg. 394). Por el contrario, la falta de fe, apistía, era la desconfianza (Teognis, 831) o deslealtad (Sófocles, Oed. Col. 611). En la época helenística, es de destacar la idea estoica de la pistis, que expresa la fidelidad del hombre a su opción moral, que le lleva a la fidelidad hacia los demás (Epicteto, II, 4, 1-3; II, 22). Como se ve, en el origen histórico de la pistis (la fe), lo específico no son ni las ideas, ni las verdades, sino que siempre dice relación al comportamiento humano ante los otros: confianza, fidelidad, credibilidad, lealtad, respeto. En el judaísmo tardío (el que tenía más presencia social y religiosa en tiempo de Jesús), el concepto de “hombre de fe” (‘anssê ‘amanah) es, en la literatura rabínica, el que se caracteriza por un determinado comportamiento, que va unido a la fidelidad y es, por eso, el signo distintivo más importante de la justicia (O. Michel: DTNT, vol. II, 178). Pues bien, si esto es lo que se pensaba de la fe cuando Jesús andaba por el mundo, resulta comprensible que los evangelios sinópticos se refieran a la fe como antes he indicado: se puede afirmar que el hombre, que tenía más fe que nadie, era un militar romano. Y por la misma razón se puede asegurar que los discípulos no tenían fe. Por lo visto, el centurión se fiaba a ciegas de Jesús, mientras que los discípulos y apóstoles dudaban de él o no estaban seguros de que la forma de vivir de Jesús fuera la adecuada para el Mesías. El ejemplo más claro, a este respecto, es el enfrentamiento que tuvo Pedro con Jesús a renglón seguido de su confesión sobre el mesianismo de Cristo (Mc 8, 27-30 par). El enfrentamiento fue tan fuerte que Jesús le dijo a Pedro que era un “Satanás” (Mc 8, 31-33 par). Pedro no acababa de creer porque no estaba de acuerdo con la forma de vivir que llevaba Jesús. Y, sin embargo, eso es tener fe: vivir de acuerdo con los valores que asumió y vivió Jesús. Así las cosas, ¿qué ocurrió? Más de treinta años antes de redactarse los evangelios, Pablo de Tarso empezó a publicar sus cartas y a difundir sus ideas sobre la fe. Para Pablo, la fe es la fuerza que nos salva. Pero no se trata, como en los evangelios, de la salvación del sufrimiento humano en esta vida (“tu fe te ha salvado”), sino de la salvación del pecado y de la condenación en la otra vida. Es la tesis que Pablo resume en Rom 3, 21-31, cuya idea central es ésta: Dios “justifica” (perdona y salva) al hombre pecador “por la fe, independientemente de la observancia de la ley” (Rom 3, 28). Con diversas fórmulas, Pablo repite esta idea con una frecuencia que llama la atención (Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1, etc; Gal 2, 16. 20; 3, 7. 9-12, etc; Ef 2, 8; 3, 12, etc). Sin duda, era una idea clavada en la teología de Pablo, como idea-eje de su pensamiento religioso. Así, la fe quedó orientada hacia el “más allá”, a la “otra vida”, a realidades intangibles que nadie puede saber (y menos demostrar) si son o no son verdad, como sí sabemos y demostramos que es verdad el sufrimiento que padece un enfermo o el desprecio que soporta un mendigo. El fondo del problema está en que Pablo no conoció al Jesús terreno. Pablo sólo conoció al Resucitado, cosa que él repite varias veces (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6). Es más, Pablo afirma que el Cristo “según la carne” no le interesa (2 Cor 5, 16). Pablo no menciona, ni se preocupa, por los conflictos que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su pueblo. Pablo, por tanto, no da indicios de que le interesara saber las razones por las que Jesús fue ejecutado en una cruz. Pablo estaba convencido de que quien tomó la decisión de la muerte en cruz de Jesús no fue la autoridad humana de los sacerdotes del templo, sino que fue la autoridad divina del Padre del cielo: Cristo “murió por nosotros según las Escrituras” (1 Cor 15, 1-3). Porque fue Dios quien “no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). O sea, Jesús fue un hombre programado por Dios para sufrir y cuya tarea central no fue la liberación profética ante los poderes de este mundo, sino la obediencia victimaria ante la implacable decisión de un Dios justiciero. Ahora bien, un Dios así es duro de tragar. Y el proyecto de ese Dios, más duro aún. Pero el hecho es que la teología cristiana nos presenta así a Dios y lo que Dios quiere. Es una cuestión central en la fe de los cristianos. Eso es lo que los cristianos tenemos que aceptar. De donde resulta que, desde el punto de vista de lo que puede aceptar la mente del común de los mortales, la fe puede ser vista, no como una virtud, sino como un vicio, un fallo del aparato cognitivo (J. Mosterín, Los cristianos, Madrid, Alianza, 2010, 68-69). Porque, si la fe consiste en aceptar lo que acabo de explicar, entonces la fe es creer, aceptar como verdadero, lo que no podemos ver ni comprobar, ni demostrar en modo alguno, creer lo absurdo, creer lo increíble, creer que el mejor Padre quiere y espera de nosotros, sus fieles, el dolor, el sufrimiento, el fracaso y la muerte. Con el agravante de que todo eso tiene que ser visto, aceptado y vivido como un bien, como un regalo de la “bondad de Dios”. Y- lo que es más complicado - todo eso se nos presenta de forma que el que no lo acepta es “ateo”, “hereje”, “infiel”, “culpable”, “pecador”, que merece la condena eterna…. Porque esto es lo más complicado de la fe de los creyentes: que tienen que someter su mente y las convicciones más decisivas de su vida a una autoridad, la autoridad jerárquica del papa y de los obispos, que están convencidos de tener el derecho y el deber de obligar, de someter, las mentes de sus fieles a aceptar todo lo dicho, sin dudarlo de verdad, sin discutirlo en serio. Porque el papa y los obispos se nos presentan como la autoridad que representa y expresa, en este mundo, la autoridad absoluta de Dios. La situación actual de la fe No parece exagerado afirmar que la fe cristiana no se vio jamás en una situación tan confusa y tan problemática como la que estamos viviendo en nuestro tiempo. El papa y los obispos explican el abandono creciente de la fe y de las prácticas religiosas, que va aumentando en los países más ricos, por el laicismo, el relativismo, el hedonismo y, por supuesto, el anticlericalismo y la persecución religiosa que soporta la Iglesia y el hecho religioso en general. Al echar mano de esta explicación, el papa y los obispos culpan a los ateos y a los hombres sin religión de los males y las crisis que aquejan a la religión. Pero, fuera de muy contadas excepciones, no reconocen su propia responsabilidad en la creciente y preocupante crisis religiosa que estamos viviendo en los países de cultura occidental. Y conste que, cuando hablo de la responsabilidad de los jerarcas eclesiásticos, no me refiero primordialmente a cuestiones de moralidad (escándalos en asuntos de economía, de abusos sexuales…), sino a problemas doctrinales. Y esto, en un sentido muy concreto, a saber: el Magisterio Eclesiástico sigue presentando la fe cristiana como un asunto puramente doctrinal. El comportamiento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe es ejemplar en este asunto. Tener fe es cuestión de obediencia y sumisión. Es, ante todo, sometimiento de la razón a muchas cosas indemostrables e incluso contradictorias, no sólo con los postulados de la ciencia, sino incluso con el sentido común. Es, además, obediencia a no pocas cosas que impone la Jerarquía eclesiástica, y cosas además que entran en conflicto con derechos fundamentales de todo ser humano, como es el caso de la aplicación, dentro de la Iglesia, de los derechos humanos. Y tener fe es también practicar sumisamente un conjunto de rituales y normas religiosas que provienen de tiempos inmemoriales y que, a duras penas, entienden y explican los estudiosos y eruditos en esas cuestiones que cada día interesan a menos gente. Pues bien, desde el momento en que la autoridad eclesiástica entiende, enseña y defiende con rigor la fe tal y como acabo de indicar, sucede lo que estamos viendo a todas horas: la fe cristiana se ha separado de la vida, se ha alejado de la vida y, con demasiada frecuencia, no tiene nada que ver con la vida que lleva la mayoría de la gente, empezando (tantas veces) por la gente “religiosa”, y acabando (con frecuencia) en el caso de tantas y tantas personas, que no quieren saber nada de la fe de la Iglesia, pero resulta que son ciudadanos ejemplares y buenas personas a carta cabal. Así las cosas, nada tiene de extraño que haya “creyentes”, que viven de espaldas al Evangelio de Jesucristo. De la misma manera que hay “ateos”, “agnósticos”, “anticlericales”…, que son gente cabal. Por tanto, el conflicto está servido. Al plantear este conflicto, no he pretendido, ni atacar a la Iglesia, ni poner en duda el Evangelio, ni desautorizar a san Pablo. Sólo he pretendido una cosa: poner en evidencia que la fe cristiana, tal como se nos presenta y se nos enseña, es una “fe hipotecada” por problemas de fondo muy serios. Problemas que la cultura de nuestro tiempo no acepta ni soporta. Lo cual quiere decir que, mientras no levantemos esa hipoteca, seguirá habiendo personas que se ven como ateos, pero que tienen tanta fe como el centurión romano de Cafarnaúm. De la misma manera que seguirá habiendo creyentes, y hasta defensores de la fe, que creen de verdad en su poder, en su imagen pública y en su seguridad económica. Porque ésos, y no otros, son los principios determinantes de su vida. A fin de cuentas, nuestras creencias son nuestras convicciones. Y nuestras convicciones se verifican en los hacemos o dejamos de hacer. Artículo publicado en la Revista “Éxodo”
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El reciente libro “Luz del mundo”, en el que el periodista Peter Seewald publica una larga entrevista con Benedicto XVI, está dando que hablar: la píldora, el celibato de los curas, la ordenación de las mujeres, la España de la II República y la España de Franco, los homosexuales, los pederastas, Marcial Maciel..., todo eso es lo que a mucha le interesa y le preocupa. Por supuesto, respeto esas preocupaciones. Porque son temas muy serios. Pero a mí me parece que hay algo mucho más serio y más urgente sobre lo que tenemos que hablar. Me refiero al tema de Dios.
Si lo que dice el papa sobre la píldora, el celibato o la homosexualidad son temas que interesan, es porque el papa habla con la autoridad de Dios. Es decir, lo que dice el papa es tan importante porque los creyentes estamos persuadidos de que lo que afirma el papa es lo que quiere Dios. ¿Qué le importa a un ateo lo que piensa el papa sobre la sexualidad o sobre el cura Maciel? Por eso, en este momento, el problema más serio que se nos plantea no es el problema del papa, sino el problema de Dios. Lo más grave, que está ocurriendo en la Iglesia, es la sensación de que un Dios, que parecía formar parte de las evidencias naturales con las que se contaba, ha pasado a tal grado de no-evidencia que, no sólo el mundo se puede explicar sin echar mano de Dios, sino que ese Dios se considera imposible. ¿Que ha ocurrido? ¿Cómo se nos ha enseñado a pensar y hablar de Dios? De una forma o de otra, siempre se nos ha dicho que Dios es “otro ser”, es “otra persona”, en “un tú”. Sobre ese “otro ser”, sobre “ese tú”, hemos proyectado todo lo que nosotros apetecemos y deseamos: poder, sabiduría, majestad, gloria, grandeza, dignidad, bondad, duración... Y así, nos ha salido un Dios infinito, todopoderoso, eterno, glorioso, bondadoso son límites... Lo que ha terminado por ser un “Dios-imposible”, en el que no es posible creer. Porque resulta contradictorio: si lo puede todo y es tan bueno, ¿cómo se explica que haya creado este mundo en el que se sufre tanto y sucede tanto mal y tanta desgracia? Si pensamos a Dios como acabo de explicar, lo que en realidad hacemos es “representarnos una realidad imaginaria”, que brota de nosotros mismos, que construimos a partir de nuestras carencias y de nuestros anhelos. O sea, ese Dios es una “realidad inmanente”. Lo cual quiere decir que así nos hemos hecho un Dios a la medida. Y no sólo nos ha salido mal, sino que, sobre todo, al hacer eso, hemos liquidado la “trascendencia” de Dios. Es decir, los teólogos hemos liquidado lo que diferencia y especifica a Dios, que es el Trascendente. A Dios sólo podemos encontrarlo “en nuestra propia inmanencia”. Es decir, a Dios solamente podemos encontrarlo en nosotros mismos. En lo más noble que hay en nosotros mismos. Y lo más noble que hay en nosotros es nuestra propia humanidad. Precisando más: a Dios sólo lo podemos encontrar “en la humanidad que supera nuestra inhumanidad”. A Dios lo encontramos humanizándonos, o sea haciéndonos cada día más humanos: potenciando nuestra bondad y la de los demás, nuestra dignidad y la de los demás, nuestra felicidad y la de los demás. Así, en el silencio de Dios y en el vacío de Dios, es donde encontramos a Dios. Como escribió Simone Weil, “Dios brilla, en el sentido más positivo del término, por su ausencia”. O como ha dicho el profesor Juan Martín Velasco, “la revelación definitiva de Dios en Jesucristo culmina en la muerte de su Hijo en la cruz; es decir, en la aparentemente más total de sus ausencias”. En 1988, por motivos que (a estas alturas) desconozco, me comunicaron desde Roma que quedaba destituido de mi cátedra en la Facultad de Teología de Granada. En 1989, asesinaron a seis jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. Em 1990, respondiendo a la propuesta que me habían hecho los jesuitas centroamericanos, empecé a enseñar, como profesor invitado, en la UCA de San Salvador. En 1992, terminó la guerra civil de aquel país. Poco después, con ayuda de unas monjas, las Apostólicas del Corazón de Jesús, y con la valiosa colaboración de una mujer excepcional, Margarita Orozco Fernández, empecé a trabajar con un grupo de campesinos y familias desplazadas por la guerra. Algunas mujeres de este grupo habían sido catequistas, en la parroquia de El Paisnal, donde el jesuita Rutilio Grande ejerció de párroco hasta que, en 1977, fue acribillado a tiros por los sicarios de los terratenientes de la zona. Por aquel entonces, El Salvador (todo el país) era propiedad de 12 familias, que actuaban como dueños de vidas y haciendas. Rutilio no era comunista. Era un hombre tímido, que rezaba mucho y leía mucho el Evangelio. Además, era muy amigo del arzobispo de San Salvador. Mons. Romero. La muerte de Rutilio fue lo que le dio un giro nuevo a la vida de Romero, que, en 1980, fue también asesinado por agentes del partido ARENA, de extrema derecha.
Del grupo que Margarita y yo conocimos en los primeros años 90, ahora siguen unidas 42 familias, algo más de 150 personas. Viven en una zona solitaria y apartada, bosque adentro, a unos cinco kms de El Paisnal y a más de 50 kms de la capital. Cuando les conocimos vivían en condiciones de extrema precariedad. Cultivaban huertos de maíz y frijoles, base de la alimentación. Muchos de ellos no tenían casas y ningún otro tipo de equipamiento doméstico. Pero enseguida nos dimos cuenta de que muchos de ellos eran personas de notable calidad humana. Y todos unidos formaban un grupo compacto, caracterizado por una especie de “mística comunitaria”. Esta suerte de mística se traduce en dos convicciones capitales: la austeridad de vida y la preocupación por la educación de sus hijos. En etas convicciones se mantienen y son la fuente de su progreso. El hecho es que, desde que colaboramos con esta “Comunidad de Desarrollo Vecinal” (según la nomenclatura legal de aquel país), con el esfuerzo de ellos y nuestra ayuda, ahora todos tienen casa, con agua corriente y electricidad. Han construido una guardería, una escuela, un comedor y su cocina. Los niños que dejan la educación básica van a continuar sus estudios en el instituto de El Paisnal. Y después, los que son capaces, van a la Universidad Nacional de San Salvador. El próximo año, esperamos que pasarán a la Universidad más de diez jóvenes. Además, con la indispensable ayuda de la Universidad de Granada, se les ha construido un Centro de Capacitación Informática, donde todas las tardes tienen varias horas de clase, en la sala de ordenadores. Clases a las que acuden personas, no sólo de la comunidad, sino de los cantones vecinales. Así, son muchos los que ya han encontrado un trabajo más promocionado en distintas ciudades del país. Es de destacar la organización comunitaria que mantienen: cada año eligen a una junta de gobierno, que controla los gatos y da cuenta a la comunidad de cuanto se compra o se gasta y que interesa a todos. Impresiona la corriente de humanidad que une a estas personas: atención a enfermos y ancianos, la enseñanza religiosa que les dan a los niños y por medio de la que transmiten su mística de austeridad de vida y de empeño por la educación. Para 2011, tenemos que matricular a 49 niños. Y no podemos dejar de seguir cerca de ellos. Por el futuro de los pequeños y jóvenes, por la unidad de aquellas familias, por lo mucho que se merece aquel sufrido país. Y también por nuestro propio bien, ya que ellos nos humanizan con su enorme humanidad. Me he permitido contar estos hechos porque, más que las ideas, los hechos son la mejor teología. La “teología narrativa”. Eso es lo que hicieron los evangelios. Y hoy, la austeridad de vida y la educación de las jóvenes generaciones son el gran reto que nos espera. Es correcto decir - me parece a mí - que cada cual cree en aquello que de verdad le interesa y le preocupa. Este criterio, tan sencillo, tan elemental, resulta esclarecedor cuando se trata de ver dónde pone cada uno sus creencias. Y quiero dejar claro que, cuando hablo de “creencias”, me refiero a las “convicciones” que guían la vida de una persona y que por eso son las convicciones que movilizan sus reacciones, sus hábitos de vida, sus costumbres y, en general, su conducta.
Pues bien, digo esto porque me ha impresionado la avalancha de comentarios (ya llegan casi a 80) que ha suscitado el último post que puse el 13 de este mes, sobre “la sacralización del otro”. Nunca me imaginé que la cosa pudiera llegar a tanto. Aunque, siendo enteramente sincero y sin reservas, he de decir que, desde que puse en marcha este blog (hace más de un año), me viene llamando la atención un hecho que no me esperaba. Se trata de que, cuando escribo algo sobre el Evangelio, sobre Jesús o sobre la fe y la espiritualidad, el tema pasa sin pena ni gloria. Por el contrario, si lo que escribo es un tema que, por lo que sea, se presta a la polémica, sobre todo cuando salen a relucir personalidades o instituciones concretas, entonces el interés por el asunto se multiplica, se enardecen los ánimos y se organiza la gran controversia. Este es el hecho que ya está más que comprobado a lo largo de un año. Por supuesto, yo entiendo que, cuando se trata de hechos concretas o de personas determinadas, a todos nos resulta más fácil opinar, que cuando lo que se plantea son cuestiones más especulativas y de las que, por eso mismo, no es tan sencillo emitir un punto de vista o un criterio. De todas formas y en cualquier caso, no hay quien me quite de la cabeza la sorpresa que me he llevado al comprobar que, efectivamente, todos (yo el primero) estamos más familiarizados con el ataque a alguien o con la defensa de alguien que con la reflexión a fondo, serena y pausadamente, ante la ejemplaridad de Jesús, sus palabras, su bondad sin límites, su profunda espiritualidad. Esto es lo que explica mi pregunta de entrada: ¿en qué creemos de verdad? En otras palabras: ¿dónde tenemos puesta nuestra fe? ¿en nuestro sedicente progresismo? ¿en nuestro posible conservadurismo? Confieso que siento mucha pena cuando me doy cuenta de que hay momentos en que estos blogs de temas religiosos se parecen más a un violento avispero que, a un cordial y fraterno encuentro de personas que, con la mejor voluntad del mundo, buscan a Dios y quieren el bien de los demás. Reitero, una vez más, que siempre quiero y busco que, en este blog, haya siempre entera libertad para que cualquiera hable “sin censura”. Me indigna que algunos comentarios se borren, no sé por qué. Agradezco a los que me corrigen, a los que disienten, a los que me ayudan a mejorar en lo que pienso y en lo que digo. Todos tenemos mucho que aprender de los demás. Se pueden expresar puntos de vista contrarios sin necesidad de agredir o dejar en mal lugar al otro. Es evidente que si este lugar de encuentro nos sirve para eso, haremos que la vida nos resulte más soportable. Y todos respetaremos nuestra propia dignidad, dando así algún sentido a nuestras vidas. En cualquier caso, si este blog no sirve para unirnos y humanizarnos, se suprime y en paz. Gracias a todos los que entráis aquí. Todos nos ayudamos a todos. Porque todos nos necesitamos. El libro que acaba de publicar Benedicto XVI da que pensar. El papa tiene el poder y la autoridad que tiene porque, en última instancia, el papa habla en nombre de Dios, invocando el poder y la autoridad que Dios le ha concedido. Si no hay Dios, ¿qué sentido tiene el papa y el papado? Para los que no creen en Dios, ¿qué sentido tiene creer en lo que dice el papa y obedecer al papa? Por lo tanto, el problema no es el papa. El problema es Dios.
Por eso he dicho que el libro de Benedicto XVI da que pensar. Porque, vamos a ver, según lo que acabo de indicar, hace sólo unos meses, cuando este papa viajó a Africa, Dios no quería en ningún caso el preservativo. Ahora, lo quiere, por lo menos, “como un primer acto de responsabilidad”. Pues bien, si ahora Dios no quiere que la mujer sea ordenada sacerdote, ¿ quién me puede asegurar a mí que, dentro de unos meses (o años), Dios no pueda cambiar de opinión, como parece ser que empieza a cambiar en lo del preservativo? Detrás del libro del papa lo que está es el problema de Dios. No hay que ser un lince para sospechar (al menos, sospechar) que, en todo este embrollado asunto, hay algo que no cuadra. Porque o bien lo que sucede es que el papa no tiene la autoridad que representa; o lo que sucede es que representa mal una cosa que es tan seria como la autoridad misma de Dios. En cualquier caso, si Dios es Dios, no parece que pueda andar cambiado de ideas y tomando decisiones variables y volubles, como nos pasa a nosotros los mortales. Hubo tiempos en que los papas organizaban guerras, condenaban a los heterodoxos y quemaban vivos a los herejes porque Dios lo quería así. Ahora, los papas dicen que Dios no quiere nada de eso. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Es que el Dios, que representa el papa, es un Dios “cultural”? ¿O lo que sucede es que se trata de un Dios “contra-cultural”? El Dios que, por boca de un papa, condenó a Galileo es el mismo Dios que, por boca de otro papa, pidió perdón por lo que se hizo con Galileo. Al decir estas cosas y plantearme estas preguntas, lo que estoy haciendo, ni más ni menos, es ponerme en el pellejo de muchas personas que, si piensan detenidamente en todo este asunto, se van a hacer las mismas preguntas que yo me estoy haciendo. Así las cosas, lo que (a mi juicio) parece más acertado es esto: lo propio y específico de Dios es la “trascendencia”. Lo cual quiere decir que Dios no está a nuestro alcance, “nadie ha visto a Dios” (Jn 1, 18). Porque lo propio y específico de los humanos es la “inmanencia”. Pero, desde “lo inmanente”, lo que decimos que sabemos del “Trascendente”, no es Dios en sí, ni es lo que Dios piensa o lo que Dios quiere, sino la “representación” o “imagen” de Dios, que nosotros nos hacemos de Dios. No nos engañemos. Ni nos dejemos engañar. Lo inmanente se queda siempre en la inmanencia. Es, pues, desde el interior mismo del mundo, de la historia y de las libertades humanas como Dios nos habla y nos dice lo que quiere. Ahora bien, si Dios no es un invento humano, lo único cierto que de él podemos saber es que Dios quiere la plena humanización de lo humano. Es decir, lo que nos hace más humanos, dignifica nuestra humanidad y hace más humana, más digna y más feliz la existencia de los humanos. Un Dios que no quiere eso, no es Dios, sino la representación de Dios que nos hacen quienes nos dicen que hablan en nombre de Dios. No le faltaba razón al gran místico que fue el Maestro Eckhart (s. XIV) cuando decía: “Le pido a Dios que me libre de Dios”. Por eso Simone Weil escribió:”Dios brilla, en el sentido más positivo del término, por su ausencia”. Esto no es negar o anular a Dios. Esto es respetar a Dios. O mejor, “dejar a Dios ser Dios”. Y si todo esto resulta extraño, baste pensar que la revelación definitiva en Jesucristo culmina en la muerte de su Hijo en la cruz; es decir, “en la aparentemente más total de sus ausencias” (J. Martín Velasco). (Artículo publicado en El Ideal) |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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