Con frecuencia me pregunto por qué los contenidos de estas tres palabras se asocian en la ideología y la mentalidad de no pocas personas. Por lo general, se trata de personas vinculadas a grupos religiosos y políticos relacionados con la extrema derecha. Lo que acrecienta mi curiosidad en este asunto. Porque, durante tiempo, me he preguntado qué tienen que ver, entre sí, tres ámbitos de la realidad que, a primera vista al menos, no tienen nada que ver entre ellos: el sexo, la defensa de la vida y las relaciones económicas y laborales. ¿Por qué estas tres cosas interesan tan vivamente y por igual a personalidades tan diferentes como pueden ser un cardenal de la Iglesia católica y un senador republicano que aspira a ser candidato en las próximas presidenciales de Estados Unidos? Porque exactamente esto es lo que ha ocurrido, con sus lógicas variantes, lo mismo en la misa que se celebró en la Plaza de Colón de Madrid, hace unos días, que en el arranque de la carrera presidencial republicana en Iowa (EE.UU.). Es verdad que el cardenal Rouco Varela, en la reciente eucaristía de la familia, no habló del liberalismo económico. Pero es bien sabido que, pocos días antes de la mencionada eucaristía, a la vista del triunfo electoral del PP, el cardenal exhortó a los católicos a ser fieles cumplidores de las decisiones del nuevo Gobierno. En definitiva, un mensaje que viene a coincidir en los tres términos indicados: serias reservas ante la homosexualidad y ante la vigente ley del aborto, al tiempo que se asumen gustosamente opciones políticas que favorecen el liberalismo económico. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué extraño parentesco puede existir entre las restricciones a la homosexualidad y al aborto y la exhortaciones para aceptar decisiones que son claramente liberales o neo-liberales?
La respuesta es DIOS. Sí, es el Dios de la “pureza”, que sólo permite el placer sexual para procrear; el Dios de la “vida”, que no tolera la muerte de los embriones y los fetos; y el Dios de los “mercados”, que protege y potencia los negocios de las bolsas y las finanzas. En ese Dios, al que sólo pueden ser fieles quienes rechazan el placer sexual que no puede engendrar hijos, quienes condenan las agresiones a la vida antes del nacimiento, y quienes defienden la mayor libertad posible en las relaciones laborales y en los negocios financieros, ése es el Dios que une, en un mismo proyecto a los republicanos de Iowa, a los miembros del Tea Party, a los severos moralistas que aconsejan al cardenal de Madrid y a los políticos de la derecha pura y dura. Yo no creo, ni puedo creer, en semejante Dios. Y conste que yo estoy en contra del aborto. Pero estoy también en contra de la pena de muerte. Y en contra de los negocios turbios que son responsables de que cada día mueran más de 30.000 niños a causa del hambre. Y en contra de las guerras “justas”. Y en contra de los dictadores que matan al que les estorba. Y en contra de la carrera de armamentos. Y en contra de todo lo que es agente de sufrimiento y muerte. Por eso me pregunto: los que tanto creen en el Dios de la “vida”, ¿por qué demonios limitan sus discursos y diatribas al aborto y la eutanasia? ¿No les parece a Vds que eso da que pensar? Yo no creo tampoco en el Dios de la “pureza”, que limita el placer sexual a aquellas formas y condiciones en que ese placer puede producir hijos, es decir, puede perpetuar la especie. Porque eso equivale a reducir la sexualidad a mera genitalidad y, en definitiva, a mera animalidad. Eso es lo que hacen los animales: aparearse para tener hijos. ¿Estamos realmente seguros de que eso es lo propio y específico del amor humano? Lo característico del amor, en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, es unir a las personas. Así lo entendieron los judíos, los griegos y los romanos. Y es importante saber que los cristianos, por lo menos hasta el siglo VII, no tuvieron ninguna forma propia de “matrimonio cristiano”. Hasta el s. VIII, con seguridad, el común de los cristianos se casó como se casaba todo el mundo en el Imperio y según el derecho romano. Yo no creo, ni me cabe en la cabeza, el Dios de los “mercados”. Sencillamente porque ése no es el Dios del Evangelio. Jesús dijo que no se puede creer en el dinero y en Dios. Jesús dijo incluso que “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). ¿Y qué son los mercados sino un servicio incondicional al dinero, hasta trastornar a los servidores de ese negocio canalla (recomiendo ver el film “Inside Job”), destrozando la vida de millones de seres humanos, como lo estamos palpando ahora mismo en la macabra situación en que nos vemos metidos? Yo me pregunto por qué no hablan de estas cosas los que a todas horas no paran de sacar a colación la maldad del aborto y la homosexualidad, al tiempo que ensalzan sin pudor las excelencias de los mercados.
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A mucha gente, ni le preocupa ni le interesa esta pregunta. Los que no creen en Dios, los que piensan que Dios es un invento que nos hemos hecho los mortales, porque nos conviene y nos interesa, y también los que aseguran que de Dios no se puede saber nada porque no está a nuestro alcance, todos ésos, por supuesto, están en su derecho de pensar sobre este asunto lo que ellos consideren que es más razonable o más conveniente. Pero, lógicamente, a tales personas les dará igual saber o no saber quién conoce a Dios.
No pretendo, pues, convencer a nadie de que es importante creer en Dios o conocer a Dios. Lo único que pretendo, al escribir esta reflexión, es invitar, a quienes piensan que conocen a Dios (y yo me incluyo aquí el primero), a que nos preguntemos si realmente lo conocemos. O si nuestro presunto conocimiento de Dios, no pasa de ser una “representación”, que nosotros nos hemos hecho, de esa realidad última a la que llamamos Dios, pero que, en verdad, poco o nada tiene que ver con el Dios vivo y verdadero. Todo esto viene a cuento de lo que se dice en la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Yo no sé - lo digo con toda sinceridad - si, al decir “Dios es amor”, con eso se pretende o no se pretende dar una definición de Dios. Sea lo que sea de ese asunto, lo que no admite duda es que quien no ama, no conoce a Dios. Por muy seguro que esté de todo lo que dice la Biblia, el Catecismo, los teólogos o los Concilios, el que no ama, no conoce a Dios. Ni, por tanto, sabe lo que dice cuando habla de Dios. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Y es posible que me ocurra a mí. El problema está en saber lo que la Primera Carta de Juan quiere decir cuando utiliza la palabra “amor”. El texto griego original pone el término “agápe”. Este término es raro en la literatura griega clásica. En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra agápe es muy frecuente. En total, como sustantivo o como verbo, aparece 320 veces. Y se traduce: “amor” o, a veces, “caridad”. Pero la palabra “amor”, tal como se utiliza en el texto de 1 Jn 4, 8 (que estoy comentando), no se entiende si previamente no se tienen en cuenta tres cosas: 1. ¿De qué amor se está hablando ahí? ¿De amor de Dios al hombre? ¿Del amor del hombre a Dios? ¿O del amor de los seres humanos unos a otros? La Primera Carta de Juan habla del amor de Dios, del amor a Dios y del amor mutuo entre los mortales. Pero, cuando se refiere al amor como signo o señal de que conocemos a Dios, se refiere, sin duda alguna, al amor mutuo de unos a otros. En estos consiste la tesis central que defiende el autor de esta Carta, como se advierte enseguida leyendo detenidamente el capítulo cuarto de este escrito. Y así lo explican todos los buenos estudios y comentarios de la Carta. 2. Cuando hablamos del amor de unos a otros, nunca deberíamos olvidar que el amor es una palabra muy ambigua, que, a veces, puede ocultar sentimientos o deseos que nada tienen que ver con lo que es amar a otro ser humano. El verdadero amor existe donde previamente hay respeto, tolerancia, estima, ayuda, bondad, solidaridad, aguante, delicadeza. ¿Cómo es posible amar a alguien, si se le falta al respeto, si se es intolerante con esa persona, si se le trata con desprecio....? No nos engañemos. En este orden de experiencias, nos equivocamos o nos auto-engañamos constantemente. 3. Cuando decimos que “Dios es amor”, estamos pronunciando una oración gramatical predicativa, en la que el predicado es el “amor”, ya que eso es lo que se predica de Dios. Pero, por la gramática, sabemos que el papel del predicado es explicar al sujeto (“Dios”). Por tanto, lo que la Biblia afirma, en este caso, es que el amor a los demás es el signo o el argumento que demuestra que se quiere a Dios. La Carta lo dice con claridad meridiana: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20). La cosa está clara: SOLAMENTE CONOCE A DIOS LA PERSONA QUE RESPETA Y QUIERE A LOS DEMÁS. Todo lo que no sea eso es vivir engañado. Y pretendiendo (quizá sin darse cuenta) ir por la vida engañando a los demás. Además, esto vale para todo el mundo, desde el ser humano más importante, que haya en este mundo, hasta el más insignificante. De este principio universal no se escapa nadie. Ni hay motivo (social, político, económico, religioso) para quebrantarlo. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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