Un día Jesús pronunció estas duras palabras contra los dirigentes religiosos de su pueblo: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios”. Hace unos años pude comprobar que la afirmación de Jesús no es una exageración.
Un grupo de prostitutas de diferentes países, acompañadas por algunas Hermanas Oblatas, reflexionaron sobre Jesús con la ayuda del libro Jesús. Aproximación histórica. Todavía me conmueve la fuerza y el atractivo que tiene Jesús para estas mujeres de alma sencilla y corazón bueno. Rescato algunos de sus testimonios. - “Me sentía sucia, vacía y poca cosa, todo el mundo me usaba. Ahora me siento con ganas de seguir viviendo porque Dios sabe mucho de mi sufrimiento... Dios está dentro de mí. Dios está dentro de mí. Dios está dentro de mí. ¡Este Jesús me entiende!...”. - “Ahora, cuando llego a casa después del trabajo, me lavo con agua muy caliente para arrancar de mi piel la suciedad y después le rezo a este Jesús porque él sí me entiende y sabe mucho de mi sufrimiento... Jesús, quiero cambiar de vida, guíame porque tú solo conoces mi futuro...” - “Yo pido a Jesús todo el día que me aparte de este modo de vida. Siempre que me ocurre algo, yo le llamo y él me ayuda. Él está cerca de mí, es maravilloso... Él me lleva en sus manos, él me carga, siento la presencia de él...” - “En la madrugada es cuando más hablo con él. Él me escucha mejor porque en este horario la gente duerme. Él está aquí, no duerme. Él siempre está aquí. A puerta cerrada, me arrodillo y le pido que merezca su ayuda, que me perdone, que yo lucharé por él...” - “Un día yo estaba apoyada en la plaza y dije: Oh, Dios mío, ¿será que yo solo sirvo para esto? ¿Solo para la prostitución?... Entonces es el momento en que más sentí a Dios cargándome, ¿entendiste?, transformándome. Fue en aquel momento. Tanto que yo no me olvido. ¿Entendiste?...” - “Yo ahora hablo con Jesús y le digo: aquí estoy, acompáñame. Tú viste lo que le sucedió a mi compañera (se refiere a una compañera asesinada en un hotel). Te ruego por ella y pido que nada malo suceda a mis compañeras, Yo no hablo, pero pido por ellas pues ellas son personas como yo...” - “Estoy furiosa, triste, dolida, rechazada, nadie me quiere, no sé a quién culpar, o sería mejor odiar a la gente y a mí, o al mundo. Fíjate, desde que era niña yo creí en Ti y has permitido que esto me pasara... Te doy otra oportunidad para protegerme ahora. Bien, yo te perdono, pero por favor no me dejes de nuevo...”
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A lo largo de su trayectoria profética, Jesús insistió una y otra vez en comunicar su experiencia de Dios como “un misterio de bondad insondable” que rompe todos nuestros cálculos. Su mensaje es tan revolucionario que, después de veinte siglos, hay todavía cristianos que no se atreven a tomarlo en serio.
Para contagiar a todos su experiencia de ese Dios Bueno, Jesús compara su actuación a la conducta sorprendente del señor de una viña. Hasta cinco veces sale él mismo en persona a contratar jornaleros para su viña. No parece preocuparle mucho su rendimiento en el trabajo. Lo que quiere es que ningún jornalero se quede un día más sin trabajo. Por eso mismo, al final de la jornada, no les paga ajustándose al trabajo realizado por cada grupo. Aunque su trabajo ha sido muy desigual, a todos les da “un denario”: sencillamente, lo que necesitaba cada día una familia campesina de Galilea para poder vivir. Cuando el portavoz del primer grupo protesta porque ha tratado a los últimos igual que a ellos, que han trabajado más que nadie, el señor de la viña le responde con estas palabras admirables: “¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?” ¿Me vas a impedir con tus cálculos mezquinos ser bueno con quienes necesitan su pan para cenar? ¿Qué está sugiriendo Jesús? ¿Es que Dios no actúa con los criterios de justicia e igualdad que nosotros manejamos? ¿Será verdad que Dios, más que estar midiendo los méritos de las personas como lo haríamos nosotros, busca siempre responder desde su Bondad insondable a nuestra necesidad radical de salvación? Confieso que siento una pena inmensa cuando me encuentro con personas buenas que se imaginan a Dios dedicado a anotar cuidadosamente los pecados y los méritos de los humanos, para retribuir un día exactamente a cada uno según su merecido. ¿Es posible imaginar un ser más inhumano que alguien entregado a esto desde toda la eternidad? Creer en un Dios, Amigo incondicional, puede ser la experiencia más liberadora que se pueda imaginar, la fuerza más vigorosa para vivir y para morir. Por el contrario, vivir ante un Dios justiciero y amenazador puede convertirse en la neurosis más peligrosa y destructora de la persona. Hemos de aprender a no confundir a Dios con nuestros esquemas estrechos y mezquinos. No hemos de desvirtuar su Bondad insondable mezclando los rasgos auténticos que provienen de Jesús con trazos de un Dios justiciero tomados del Antiguo Testamento. Ante el Dios Bueno revelado en Jesús, lo único que cabe es la confianza. La fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado? Son sin duda preguntas muy razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo. No es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se nos revela su amor. Descubrir la grandeza de la Cruz no es atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo. En esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos. En ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a la Humanidad. Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección. Aunque las palabras de Jesús, recogidas por Mateo, son de gran importancia para la vida de las comunidades cristianas, pocas veces atraen la atención de comentaristas y predicadores. Esta es la promesa de Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Jesús no está pensando en celebraciones masivas como las de la Plaza de San Pedro en Roma. Aunque solo sean dos o tres, allí está él en medio de ellos. No es necesario que esté presente la jerarquía; no hace falta que sean muchos los reunidos. Lo importante es que “estén reunidos”, no dispersos, ni enfrentados: que no vivan descalificándose unos a otros. Lo decisivo es que se reúnan “en su nombre”: que escuchen su llamada, que vivan identificados con su proyecto del reino de Dios. Que Jesús sea el centro de su pequeño grupo. Esta presencia viva y real de Jesús es la que ha de animar, guiar y sostener a las pequeñas comunidades de sus seguidores. Es Jesús quien ha de alentar su oración, sus celebraciones, proyectos y actividades. Esta presencia es el “secreto” de toda comunidad cristiana viva. Los cristianos no podemos reunirnos hoy en nuestros grupos y comunidades de cualquier manera: por costumbre, por inercia o para cumplir unas obligaciones religiosas. Seremos muchos o, tal vez, pocos. Pero lo importante es que nos reunamos en su nombre, atraídos por su persona y por su proyecto de hacer un mundo más humano. Hemos de reavivar la conciencia de que somos comunidades de Jesús. Nos reunimos para escuchar su Evangelio, para mantener vivo su recuerdo, para contagiarnos de su Espíritu, para acoger en nosotros su alegría y su paz, para anunciar su Buena Noticia. El futuro de la fe cristiana dependerá en buena parte de lo que hagamos los cristianos en nuestras comunidades concretas las próximas décadas. No basta lo que pueda hacer el Papa Francisco en el Vaticano. No podemos tampoco poner nuestra esperanza en el puñado de sacerdotes que puedan ordenarse los próximos años. Nuestra única esperanza es Jesucristo. Somos nosotros los que hemos de centrar nuestras comunidades cristianas en la persona de Jesús como la única fuerza capaz de regenerar nuestra fe gastada y rutinaria. El único capaz de atraer a los hombres y mujeres de hoy. El único capaz de engendrar una fe nueva en estos tiempos de incredulidad. La renovación de las instancias centrales de la Iglesia es urgente. Los decretos de reformas, necesarios. Pero nada tan decisivo como el volver con radicalidad a Jesucristo. |
José Antonio Pagola
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Julio 2021
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