¿Por qué tanta gente vive secretamente insatisfecha? ¿Por qué tantos hombres y mujeres encuentran la vida monótona, trivial, insípida? ¿Por qué se aburren en medio de su bienestar? ¿Qué les falta para encontrar de nuevo la alegría de vivir?
Quizás, la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro color y otra vida, sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo quiera o no, el ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una ingenuidad escuchar las palabras de Jesús: «Haced el bien... sin esperar nada». Puede ser el secreto de la vida. Lo que puede devolvernos la alegría de vivir. Es fácil terminar sin amar a nadie de manera verdaderamente gratuita. No hago daño a nadie. No me meto en los problemas de los demás. Respeto los derechos de los otros. Vivo mi vida. Ya tengo bastante con preocuparme de mí y de mis cosas. Pero eso, ¿es vida? ¿Vivir despreocupado de todos, reducido a mi trabajo, mi profesión o mi oficio, impermeable a los problemas de los demás, ajeno a los sufrimientos de la gente, me encierro en mi «campana de cristal»? Vivimos en una sociedad donde es difícil aprender a amar gratuitamente. Casi siempre preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano con esto? Todo lo calculamos y medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo se obtiene «comprando»: alimentos, vestido, vivienda, transporte, diversión... Y así corremos el riesgo de convertir todas nuestras relaciones en puro intercambio de servicios. Pero, el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la confianza, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior... no se obtienen con dinero. Son algo gratuito que se ofrece sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro. Los primeros cristianos, al hablar del amor utilizaban la palabra «ágape», precisamente para subrayar más esta dimensión de gratuidad, en contraposición al amor entendido solo como «eros» y que tenía para muchos una resonancia de interés y egoísmo. Entre nosotros hay personas que solo pueden recibir un amor gratuito, pues no tienen apenas nada para poder devolver a quien se les quiera acercar. Personas solas, maltratadas por la vida, incomprendidas por casi todos, empobrecidas por la sociedad, sin apenas salida alguna en la vida. Aquel gran profeta que fue Helder Cámara nos recuerda la invitación de Jesús con estas palabras: «Para liberarte de ti mismo, lanza un puente más allá del abismo que tu egoísmo ha creado. Intenta ver más allá de ti mismo. Intenta escuchar a algún otro, y, sobre todo, prueba a esforzarte por amar en vez de amarte a ti solo».
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Uno puede leer y escuchar cada vez con más frecuencia noticias optimistas sobre la superación de la crisis y la recuperación progresiva de la economía.
Se nos dice que estamos asistiendo ya a un crecimiento económico, pero ¿crecimiento de qué? ¿crecimiento para quién? Apenas se nos informa de toda la verdad de lo que está sucediendo. La recuperación económica que está en marcha va consolidando e, incluso, perpetuando la llamada «sociedad dual». Un abismo cada vez mayor se está abriendo entre los que van a poder mejorar su nivel de vida cada vez con más seguridad y los que van a quedar descolgados, sin trabajo ni futuro en esta vasta operación económica. De hecho, está creciendo al mismo tiempo el consumo ostentoso y provocativo de los cada vez más ricos y la miseria e inseguridad de los cada vez más pobres. La parábola del hombre rico «que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día» y del pobre Lázaro que buscaba, sin conseguirlo, saciar su estómago de lo que tiraban de la mesa del rico, es una cruda realidad en la sociedad dual. Entre nosotros existen esos «mecanismos económicos, financieros y sociales» denunciados por Juan Pablo II, «los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionaban de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros». Una vez más estamos consolidando una sociedad profundamente desigual e injusta. En esa encíclica tan lúcida y evangélica que es la Sollicitudo rei socialis, tan poco escuchada, incluso por los que lo vitorean constantemente, Juan Pablo II descubre en la raíz de esta situación algo que solo tiene un nombre: pecado. Podemos dar toda clase de explicaciones técnicas, pero cuando el resultado que se constata es el enriquecimiento siempre mayor de los ya ricos y el hundimiento de los más pobres, ahí se está consolidando la insolidaridad y la injusticia. En sus bienaventuranzas, Jesús advierte que un día se invertirá la suerte de los ricos y de los pobres. Es fácil que también hoy sean bastantes los que, siguiendo a Nietzsche, piensen que esta actitud de Jesús es fruto del resentimiento y la impotencia de quien, no pudiendo lograr más justicia, pide la venganza de Dios. Sin embargo, el mensaje de Jesús no nace de la impotencia de un hombre derrotado y resentido, sino de su visión intensa de la justicia de Dios que no puede permitir el triunfo final de la injusticia. Han pasado veinte siglos, pero la palabra de Jesús sigue siendo decisiva para los ricos y para los pobres. Palabra de denuncia para unos y de promesa para otros, sigue viva y nos interpela a todos. |
José Antonio Pagola
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Julio 2021
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