El evangelio recoge dos breves parábolas de Jesús con un mismo mensaje. En ambos relatos, el protagonista descubre un tesoro enormemente valioso o una perla de valor incalculable. Y los dos reaccionan del mismo modo: venden con alegría y decisión lo que tienen, y se hacen con el tesoro o la perla. Según Jesús, así reaccionan los que descubren el reino de Dios.
Al parecer, Jesús teme que la gente le siga por intereses diversos, sin descubrir lo más atractivo e importante: ese proyecto apasionante del Padre, que consiste en conducir a la humanidad hacia un mundo más justo, fraterno y dichoso, encaminándolo así hacia su salvación definitiva en Dios. ¿Qué podemos decir hoy después de veinte siglos de cristianismo? ¿Por qué tantos cristianos buenos viven encerrados en su práctica religiosa con la sensación de no haber descubierto en ella ningún "tesoro"? ¿Dónde está la raíz última de esa falta de entusiasmo y alegría en no pocos ámbitos de nuestra Iglesia, incapaz de atraer hacia el núcleo del Evangelio a tantos hombres y mujeres que se van alejando de ella, sin renunciar por eso a Dios ni a Jesús? Después del Concilio, Pablo VI hizo esta afirmación rotunda: "Solo el reino de Dios es absoluto. Todo lo demás es relativo". Años más tarde, Juan Pablo II lo reafirmó diciendo: "La Iglesia no es ella su propio fin, pues está orientada al reino de Dios del cual es germen, signo e instrumento". El Papa Francisco nos viene repitiendo: "El proyecto de Jesús es instaurar el reino de Dios". Si ésta es la fe de la Iglesia, ¿por qué hay cristianos que ni siquiera han oído hablar de ese proyecto que Jesús llamaba "reino de Dios"? ¿Por qué no saben que la pasión que animó toda la vida de Jesús, la razón de ser y el objetivo de toda su actuación, fue anunciar y promover ese proyecto humanizador del Padre: buscar el reino de Dios y su justicia? La Iglesia no puede renovarse desde su raíz si no descubre el "tesoro" del reino de Dios. No es lo mismo llamar a los cristianos a colaborar con Dios en su gran proyecto de hacer un mundo más humano, que vivir distraídos en prácticas y costumbres que nos hacen olvidar el verdadero núcleo del Evangelio. El Papa Francisco nos está diciendo que "el reino de Dios nos reclama". Este grito nos llega desde el corazón mismo del Evangelio. Lo hemos de escuchar. Seguramente, la decisión más importante que hemos de tomar hoy en la Iglesia y en nuestras comunidades cristianas es la de recuperar el proyecto del reino de Dios con alegría y entusiasmo.
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Al cristianismo le ha hecho mucho daño a lo largo de los siglos el triunfalismo, la sed de poder y el afán de imponerse a sus adversarios. Todavía hay cristianos que añoran un Iglesia poderosa que llene los templos, conquiste las calles e imponga su religión a la sociedad entera.
Hemos de volver a leer dos pequeñas parábolas en las que Jesús deja claro que la tarea de sus seguidores no es construir una religión poderosa, sino ponerse al servicio del proyecto humanizador del Padre (el reino de Dios), sembrando pequeñas "semillas" de Evangelio e introduciéndose en la sociedad como pequeño "fermento" de vida humana. La primera parábola habla de un grano de mostaza que se siembra en la huerta. ¿Qué tiene de especial esta semilla? Que es la más pequeña de todas, pero, cuando crece, se convierte en un arbusto mayor que las hortalizas. El proyecto del Padre tiene unos comienzos muy humildes, pero su fuerza transformadora no la podemos ahora ni imaginar. La actividad de Jesús en Galilea sembrando gestos de bondad y de justicia no es nada grandioso y espectacular: ni en Roma ni en el Templo de Jerusalén son conscientes de lo que está sucediendo. El trabajo que realizamos hoy sus seguidores es insignificante: los centros de poder lo ignoran. Incluso, los mismos cristianos podemos pensar que es inútil trabajar por un mundo mejor: el ser humano vuelve una y otra vez a cometer los mismos horrores de siempre. No somos capaces de captar el lento crecimiento del reino de Dios. La segunda parábola habla de una mujer que introduce un poco de levadura en una masa grande de harina. Sin que nadie sepa cómo, la levadura va trabajando silenciosamente la masa hasta fermentarla enteramente. Así sucede con el proyecto humanizador de Dios. Una vez que es introducido en el mundo, va transformando calladamente la historia humana. Dios no actúa imponiéndose desde fuera. Humaniza el mundo atrayendo las conciencias de sus hijos hacia una vida más digna, justa y fraterna. Hemos de confiar en Jesús. El reino de Dios siempre es algo humilde y pequeño en sus comienzos, pero Dios está ya trabajando entre nosotros promoviendo la solidaridad, el deseo de verdad y de justicia, el anhelo de un mundo más dichoso. Hemos de colaborar con él siguiendo a Jesús. Una Iglesia menos poderosa, más desprovista de privilegios, más pobre y más cercana a los pobres, siempre será una Iglesia más libre para sembrar semillas de Evangelio, y más humilde para vivir en medio de la gente como fermento de una vida más digna y fraterna. Al terminar el relato de la parábola del sembrador, Jesús hace esta llamada: "El que tenga oídos para oír, que oiga". Se nos pide que prestemos mucha atención a la parábola. Pero, ¿en qué hemos de reflexionar? ¿En el sembrador? ¿En la semilla? ¿En los diferentes terrenos?
Tradicionalmente, los cristianos nos hemos fijado casi exclusivamente en los terrenos en que cae la semilla, para revisar cuál es nuestra actitud al escuchar el Evangelio. Sin embargo es importante prestar atención al sembrador y a su modo de sembrar. Es lo primero que dice el relato: "Salió el sembrador a sembrar". Lo hace con una confianza sorprendente. Siembra de manera abundante. La semilla cae y cae por todas partes, incluso donde parece difícil que la semilla pueda germinar. Así lo hacían los campesinos de Galilea, que sembraban incluso al borde de los caminos y en terrenos pedregosos. A la gente no le es difícil identificar al sembrador. Así siembra Jesús su mensaje. Lo ven salir todas las mañanas a anunciar la Buena Noticia de Dios. Siembra su Palabra entre la gente sencilla que lo acoge, y también entre los escribas y fariseos que lo rechazan. Nunca se desalienta. Su siembra no será estéril. Desbordados por una fuerte crisis religiosa, podemos pensar que el Evangelio ha perdido su fuerza original y que el mensaje de Jesús ya no tiene garra para atraer la atención del hombre o la mujer de hoy. Ciertamente, no es el momento de "cosechar" éxitos llamativos, sino de aprender a sembrar sin desalentarnos, con más humildad y verdad. No es el Evangelio el que ha perdido fuerza humanizadora, somos nosotros los que lo estamos anunciando con una fe débil y vacilante. No es Jesús el que ha perdido poder de atracción. Somos nosotros los que lo desvirtuamos con nuestras incoherencias y contradicciones. El Papa Francisco dice que, cuando un cristiano no vive una adhesión fuerte a Jesús, "pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie". Evangelizar no es propagar una doctrina, sino hacer presente en medio de la sociedad y en el corazón de las personas la fuerza humanizadora y salvadora de Jesús. Y esto no se puede hacer de cualquier manera. Lo más decisivo no es el número de predicadores, catequistas y enseñantes de religión, sino la calidad evangélica que podamos irradiar los cristianos. ¿Qué contagiamos? ¿Indiferencia o fe convencida? ¿Mediocridad o pasión por una vida más humana? El episodio tiene lugar en la región pagana de Cesarea de Filipo. Jesús se interesa por saber qué se dice entre la gente sobre su persona. Después de conocer las diversas opiniones que hay en el pueblo, se dirige directamente a sus discípulos: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Jesús no les pregunta qué es lo que piensan sobre el sermón de la montaña o sobre su actuación curadora en los pueblos de Galilea. Para seguir a Jesús, lo decisivo es la adhesión a su persona. Por eso, quiere saber qué es lo que captan en él. Simón toma la palabra en nombre de todos y responde de manera solemne: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Jesús no es un profeta más entre otros. Es el último Enviado de Dios a su pueblo elegido. Más aún, es el Hijo del Dios vivo. Entonces Jesús, después de felicitarle porque esta confesión sólo puede provenir del Padre, le dice: "Ahora yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Las palabras son muy precisas. La Iglesia no es de Pedro sino de Jesús. Quien edifica la Iglesia no es Pedro, sino Jesús. Pedro es sencillamente "la piedra" sobre la cual se asienta "la casa" que está construyendo Jesús. La imagen sugiere que la tarea de Pedro es dar estabilidad y consistencia a la Iglesia: cuidar que Jesús la pueda construir, sin que sus seguidores introduzcan desviaciones o reduccionismos. El Papa Francisco sabe muy bien que su tarea no es "hacer las veces de Cristo", sino cuidar que los cristianos de hoy se encuentren con Cristo. Esta es su mayor preocupación. Ya desde el comienzo de su su servicio de sucesor de Pedro decía así: "La Iglesia ha de llevar a Jesús. Este es el centro de la Iglesia. Si alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, sería una Iglesia muerta". Por eso, al hacer público su programa de una nueva etapa evangelizadora, Francisco propone dos grandes objetivos. En primer lugar, encontrarnos con Jesús, pues "él puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestras comunidades... Jesucristo puede también romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo". En segundo lugar, considera decisivo "volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio" pues, siempre que lo intentamos, brotan nuevos caminos, métodos creativos, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual". Sería lamentable que la invitación del Papa a impulsar la renovación de la Iglesia no llegara hasta los cristianos de nuestras comunidades. El Papa Francisco está repitiendo que los miedos, las dudas, la falta de audacia... pueden impedir de raíz impulsar la renovación que necesita hoy la Iglesia. En su Exhortación "La alegría del Evangelio" llega a decir que, si quedamos paralizados por el miedo, una vez más podemos quedarnos simplemente en "espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia".
Sus palabras hacen pensar. ¿Qué podemos percibir entre nosotros? ¿Nos estamos movilizando para reavivar la fe de nuestras comunidades cristianas, o seguimos instalados en ese "estancamiento infecundo" del que habla Francisco? ¿Dónde podemos encontrar fuerzas para reaccionar? Una de las grandes aportaciones del Concilio fue impulsar el paso desde la "misa", entendida como una obligación individual para cumplir un precepto sagrado, hacia la "eucaristía" vivida como celebración gozosa de toda la comunidad para alimentar su fe, crecer en fraternidad y reavivar su esperanza en Cristo. Sin duda, a lo largo de estos años, hemos dado pasos muy importantes. Quedan muy lejos aquellas misas celebradas en latín en las que el sacerdote "decía" la misa y el pueblo cristiano venía a "oír" la misa o "asistir" a la celebración. Pero, ¿no estamos celebrando la eucaristía de manera rutinaria y aburrida? Hay un hecho innegable. La gente se está alejando de manera imparable de la práctica dominical porque no encuentra en nuestras celebraciones el clima, la palabra clara, el rito expresivo, la acogida estimulante que necesita para alimentar su fe débil y vacilante. Sin duda, todos, pastores y creyentes, nos hemos de preguntar qué estamos haciendo para que la eucaristía sea, como quiere el Concilio, "centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana". Pero, ¿basta la buena voluntad de las parroquias o la creatividad aislada de algunos, sin más criterios de renovación? La Cena del Señor es demasiado importante para que dejemos que se siga "perdiendo", como "espectadores de un estancamiento infecundo" ¿No es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo permanece tan callada e inmóvil la jerarquía? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación y nuestro dolor con más fuerza? El problema es grave. ¿Hemos de seguir "estancados" en un modo de celebración eucarística, tan poco atractivo para los hombres y mujeres de hoy? ¿Es esta liturgia que venimos repitiendo desde hace siglos la que mejor puede ayudarnos a actualizar aquella cena memorable de Jesús donde se concentra de modo admirable el núcleo de nuestra fe? El esfuerzo realizado por los teólogos a lo largo de los siglos para exponer con conceptos humanos el misterio de la Trinidad apenas ayuda hoy a los cristianos a reavivar su confianza en Dios Padre, a reafirmar su adhesión a Jesús, el Hijo encarnado de Dios, y a acoger con fe viva la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.
Por eso puede ser bueno hacer un esfuerzo por acercarnos al misterio de Dios con palabras sencillas y corazón humilde siguiendo de cerca el mensaje, los gestos y la vida entera de Jesús: misterio del Hijo de Dios encarnado. El misterio del Padre es amor entrañable y perdón contínuo. Nadie está excluido de su amor, a nadie le niega su perdón. El Padre nos ama y nos busca a cada uno de sus hijos e hijas por caminos que sólo él conoce. Mira a todo ser humano con ternura infinita y profunda compasión. Por eso, Jesús lo invoca siempre con una palabra: "Padre". Nuestra primera actitud ante ese Padre ha de ser la confianza. El misterio último de la realidad, que los creyentes llamamos "Dios", no nos ha de causar nunca miedo o angustia: Dios solo puede amarnos. Él entiende nuestra fe pequeña y vacilante. No hemos de sentirnos tristes por nuestra vida, casi siempre tan mediocre, ni desalentarnos al descubrir que hemos vivido durante años alejados de ese Padre. Podemos abandonarnos a él con sencillez. Nuestra poca fe basta. También Jesús nos invita a la confianza. Estas son sus palabras: "No viváis con el corazón turbado. Creéis en Dios. Creed también en mí". Jesús es el vivo retrato del Padre. En sus palabras estamos escuchando lo que nos dice el Padre. En sus gestos y su modo de actuar, entregado totalmente a hacer la vida más humana, se nos descubre cómo nos quiere Dios. Por eso, en Jesús podemos encontrarnos en cualquier situación con un Dios concreto, amigo y cercano. Él pone paz en nuestra vida. Nos hace pasar del miedo a la confianza, del recelo a la fe sencilla en el misterio último de la vida que es solo Amor. Acoger el Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús, es acoger dentro de nosotros la presencia invisible, callada, pero real del misterio de Dios. Cuando nos hacemos conscientes de esta presencia contínua, comienza a despertarse en nosotros una confianza nueva en Dios. Nuestra vida es frágil, llena de contradicciones e incertidumbre: creyentes y no creyentes, vivimos rodeados de misterio. Pero la presencia, también misteriosa del Espíritu en nosotros, aunque débil, es suficiente para sostener nuestra confianza en el Misterio último de la vida que es solo Amor. Hace algunos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestros tiempos es su "mediocridad espiritual". Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la Iglesia es "seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual".
El problema no ha hecho sino agravarse estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios. La sociedad moderna ha apostado por "lo exterior". Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz ya no encuentra resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Es triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oídos y pronunciando oraciones con los labios, mientras nuestro corazón está ausente. En la Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en lo más hondo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos el Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde dentro? Acoger al Espíritu de Dios quiere decir dejar de hablar solo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro ser. Esta experiencia interior de Dios, real y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin descubrirla antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece muy difícil mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios. Ocupados solo en el logro inmediato de un mayor bienestar y atraídos por pequeñas aspiraciones y esperanzas, corremos el riesgo de empobrecer el horizonte de nuestra existencia perdiendo el anhelo de eternidad. ¿Es un progreso? ¿Es un error?
Hay dos hechos que no es difícil comprobar en este nuevo milenio en el que vivimos desde hace unos años. Por una parte, está creciendo en la sociedad humana la expectativa y el deseo de un mundo mejor. No nos contentamos con cualquier cosa: necesitamos progresar hacia un mundo más digno, más humano y dichoso. Por otra parte, está creciendo el desencanto, el escepticismo y la incertidumbre ante el futuro. Hay tanto sufrimiento absurdo en la vida de las personas y de los pueblos, tantos conflictos envenenados, tales abusos contra el Planeta, que no es fácil mantener la fe en el ser humano. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia y la tecnología está logrando resolver muchos males y sufrimientos. En el futuro se lograrán, sin duda, éxitos todavía más espectaculares. Aún no somos capaces de intuir la capacidad que se encierra en el ser humano para desarrollar un bienestar físico, psíquico y social. Pero no sería honesto olvidar que este desarrollo prodigioso nos va "salvando" solo de algunos males y de manera limitada. Ahora precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano, empezamos a percibir mejor que el ser humano no puede darse a sí mismo todo lo que anhela y busca. ¿Quién nos salvará del envejecimiento, de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni ciencia ni doctrina ideológica. El ser humano se resiste a vivir encerrado para siempre en esta condición caduca y mortal. Sin embargo, no pocos cristianos viven hoy mirando exclusivamente a la tierra, Al parecer, no nos atrevemos a levantar la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la Ascensión del Señor quiero recordar unas palabras del aquél gran científico y místico que fue Theilhard de Chardin: "Cristianos, a solo veinte siglos de la Ascensión, ¿qué habéis hecho de la esperanza cristiana?". En medio de interrogantes e incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida, trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un misterio de Bondad y de Amor. Dios es una Puerta abierta a la vida que nadie puede cerrar. Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ve tristes y abatidos. Pronto no lo tendrán con él. ¿Quién podrá llenar su vacío? Hasta ahora ha sido él quien ha cuidado de ellos, los ha defendido de los escribas y fariseos, ha sostenido su fe débil y vacilante, les ha ido descubriendo la verdad de Dios y los ha iniciado en su proyecto humanizador.
Jesús les habla apasionadamente del Espíritu. No los quiere dejar huérfanos. Él mismo pedirá al Padre que no los abandone, que les dé "otro defensor" para que "esté siempre con ellos". Jesús lo llama "el Espíritu de la verdad". ¿Qué se esconde en estas palabras de Jesús? Este "Espíritu de la verdad" no hay que confundirlo con una doctrina. Esta verdad no hay que buscarla en los libros de los teólogos ni en los documentos de la jerarquía. Es algo mucho más profundo. Jesús dice que "vive con nosotros y está en nosotros". Es aliento, fuerza, luz, amor... que nos llega del misterio último de Dios. Lo hemos de acoger con corazón sencillo y confiado. Este "Espíritu de la verdad" no nos convierte en "propietarios" de la verdad. No viene para que impongamos a otros nuestra fe ni para que controlemos su ortodoxia. Viene para no dejarnos huérfanos de Jesús, y nos invita a abrirnos a su verdad, escuchando, acogiendo y viviendo su Evangelio. Este "Espíritu de la verdad" no nos hace tampoco "guardianes" de la verdad, sino testigos. Nuestro quehacer no es disputar, combatir ni derrotar adversarios, sino vivir la verdad del Evangelio y "amar a Jesús guardando sus mandatos". Este "Espíritu de la verdad" está en el interior de cada uno de nosotros defendiéndonos de todo lo que nos puede apartar de Jesús. Nos invita abrirnos con sencillez al misterio de un Dios, Amigo de la vida. Quien busca a este Dios con honradez y verdad no está lejos de él. Jesús dijo en cierta ocasión: "Todo el que es de la verdad, escucha mi voz". Es cierto. Este "Espíritu de la verdad" nos invita a vivir en la verdad de Jesús en medio de una sociedad donde con frecuencia a la mentira se le llama estrategia; a la explotación, negocio; a la irresponsabilidad, tolerancia; a la injusticia, orden establecido; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad... ¿Qué sentido puede tener la Iglesia de Jesús si dejamos que se pierda en nuestras comunidades el "Espíritu de la verdad"? ¿Quién podrá salvarla del autoengaño, las desviaciones y la mediocridad generalizada? ¿Quién anunciará la Buena Noticia de Jesús en una sociedad tan necesitada de aliento y esperanza? Al final de la última cena, los discípulos comienzan a intuir que Jesús ya no estará mucho tiempo con ellos. La salida precipitada de Judas, el anuncio de que Pedro lo negará muy pronto, las palabras de Jesús hablando de su próxima partida, han dejado a todos desconcertado y abatidos. ¿Qué va ser de ellos?
Jesús capta su tristeza y su turbación. Su corazón se conmueve. Olvidándose de sí mismo y de lo que le espera, Jesús trata de animarlos: "Que no se turbe vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí". Más tarde, en el curso de la conversación, Jesús les hace esta confesión: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí". No lo han de olvidar nunca. "Yo soy el camino". El problema de no pocos no es que viven extraviados o descaminados. Sencillamente, viven sin camino, perdidos en una especie de laberinto: andando y desandando los mil caminos que, desde fuera, les van indicando las consignas y modas del momento. Y, ¿qué puede hacer un hombre o una mujer cuando se encuentra sin camino? ¿A quién se puede dirigir? ¿Adónde puede acudir? Si se acerca a Jesús, lo que encontrará no es una religión, sino un camino. A veces, avanzará con fe; otras veces, encontrará dificultades; incluso podrá retroceder, pero está en el camino acertado que conduce al Padre. Esta es la promesa de Jesús. "Yo soy la verdad". Estas palabras encierran una invitación escandalosa a los oídos modernos. No todo se reduce a la razón. La teoría científica no contiene toda la verdad. El misterio último de la realidad no se deja atrapar por los análisis más sofisticados. El ser humano ha de vivir ante el misterio último de la realidad Jesús se presenta como camino que conduce y acerca a ese Misterio último. Dios no se impone. No fuerza a nadie con pruebas ni evidencias. El Misterio último es silencio y atracción respetuosa. Jesús es el camino que nos puede abrir a su Bondad. "Yo soy la vida". Jesús puede ir transformando nuestra vida. No como el maestro lejano que ha dejado un legado de sabiduría admirable a la humanidad, sino como alguien vivo que, desde el mismo fondo de nuestro ser, nos infunde un germen de vida nueva. Esta acción de Jesús en nosotros se produce casi siempre de forma discreta y callada. El mismo creyente solo intuye una presencia imperceptible. A veces, sin embargo, nos invade la certeza, la alegría incontenible, la confianza total: Dios existe, nos ama, todo es posible, incluso la vida eterna. Nunca entenderemos la fe cristiana si no acogemos a Jesús como el camino, la verdad y la vida. |
José Antonio Pagola
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Julio 2021
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