Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a "proclamar la liberación de los cautivos...y dar libertad a los oprimidos. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a "una mujer sorprendida en adulterio". No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: "La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices? La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya? Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios. Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón. Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra". ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propio pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios? Los acusadores "se van retirando uno tras otro". Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: "Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo". El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice "Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más". Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva".
0 Comentarios
Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado "reprimida" en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía "la parábola del hijo pródigo", pero nunca la han escuchado en su corazón. El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: "Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado". Este grito revela lo que hay en su corazón de padre. A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida. El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre "lo vio" venir hambriento y humillado, y"se conmovió" hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así. Enseguida "echa a correr". No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. "Se le echó al cuello y se puso a besarlo". Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él. El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores. El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él. Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría. Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como Profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.
Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: "Convertíos y creed en esta Buena Noticia". Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto. Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al "Reino de Dios". Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde. En cierta ocasión cuenta una pequeña parábola. Un propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año, viene a buscar fruto en ella y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando inútilmente un terreno, lo más razonable es cortarla. Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no la quiere ver morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, a ver si da fruto. El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, "el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido". o que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el "aggiornamento" o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un "corazón nuevo", una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios. Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu. Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia. |
José Antonio Pagola
Archivos
Julio 2021
Categorias |