Infligiría un gran daño a la credibilidad del Papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo que predica acometiendo la reforma a todos los niveles que necesita la Iglesia
La reforma de la Iglesia está en marcha: en su escrito apostólico Evangelii gaudium, el papa Francisco refuerza no solo su crítica al capitalismo y al dominio del dinero, sino que habla de una reforma de la Iglesia "en todos los niveles". En concreto, defiende reformas estructurales: la descentralización hasta el nivel de los obispados y parroquias, la reforma de la cátedra de San Pedro, la revalorización de los laicos frente al clericalismo desbordado y una presencia más eficaz de la mujer en la Iglesia, sobre todo en los órganos decisorios. Habla también claramente en favor del ecumenismo y del diálogo interreligioso, en especial con el judaísmo y el islam. Todo esto ha obtenido una amplia aprobación mucho más allá de la Iglesia católica. Su rechazo indiferenciado del aborto y de la ordenación de las mujeres podría suscitar la crítica y es aquí donde probablemente se pongan de manifiesto los límites dogmáticos de este papa. ¿O es que en esto quizá esté bajo la presión de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de su prefecto, el arzobispo Ludwig Müller? Este expuso su postura archiconservadora en un largo escrito publicado el 23 de octubre pasado en el L'Osservatore Romano, en el que recalcó la exclusión de los sacramentos de los divorciados que se hayan vuelto a casar. Dado el carácter sexual de su relación, supuestamente viven en pecado mortal, a no ser que convivan "como hermano y hermana" (!). Algunos observadores se preguntan con preocupación: ¿sigue el papa emérito Ratzinger actuando como una especie de papa en la sombra a través del arzobispo Müller y de Georg Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y prefecto de la Casa Pontificia, a quien el pontífice anterior también promovió? Como cardenal, en 1993, Ratzinger llamó al orden a los entonces obispos de Friburgo (Oskar Saier), Ratisbona-Stuttgart (Walter Kasper) y Maguncia (Karl Lehmann) cuando propusieron una solución pragmática a la cuestión de la comunión de divorciados que habían vuelto a contraer matrimonio. Es significativo que el actual debate, 20 años después, lo vuelva a desencadenar un arzobispo de Friburgo, Robert Zollitsch, también presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Zollitsch se atrevió a proponer otra vez la necesidad de replantearse la praxis pastoral del trato con los divorciados que se vuelven a casar. ¿Y el papa Francisco? A muchos la situación les parece contradictoria: Aquí reforma eclesiástica, allí el trato a los divorciados. El Papa querría avanzar, el prefecto de la fe frena. El Papa piensa en personas concretas, el prefecto, sobre todo, en la doctrina católica tradicional. El Papa querría ejercer la caridad, el prefecto apela a la justicia y santidad de Dios. El Papa querría que el sínodo sobre cuestiones de familia convocado para octubre de 2014 encontrara soluciones prácticas; el prefecto se apoya en argumentos dogmáticos tradicionales para poder mantener el despiadado statu quo. El Papa quiere que este sínodo acometa nuevos avances reformistas, el prefecto, que anteriormente fue un profesor neoescolástico de Dogmática, cree poder bloquearlos de antemano. ¿Sigue teniendo el Papa bajo control a este vigilante suyo de la fe? ¿Sigue el Papa emérito Ratzinger actuando en la sombra a través de Müller y Georg Gänswin? Al respecto hay que decir que el propio Jesús se manifestó de forma inequívoca contra la disolución del matrimonio. "Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" (Marcos, 10, 9). Pero lo hizo sobre todo para favorecer a la mujer, que en aquella sociedad estaba en desventaja jurídica y social frente al hombre, el único que podía repudiar a su mujer en el judaísmo. De este modo, la Iglesia católica, secundando a Jesús, incluso en una situación social completamente distinta, debería pronunciarse expresamente en favor del matrimonio indisoluble, que garantice a los contrayentes y a sus hijos relaciones estables y duraderas. Pero el arzobispo Müller ignora evidentemente que Jesús manifestó en este punto un mandamiento tendencial que, al igual que otros mandamientos, no puede excluir el fracaso y la renuncia. ¿De verdad puede alguien imaginarse que Jesús no habría condenado el trato que actualmente se dispensa a los divorciados? Él, que protegió de forma especial a la adúltera frente a los "ancianos", que se dirigió especialmente a los pecadores y fracasados y que incluso se atrevió a prometerles su perdón. Con razón dice el Papa: "Jesús debe ser liberado de los aburridos patrones en los que le hemos encasillado". En vista de la actual situación de desamparo de esos millones de personas en todo el mundo que, pese a ser miembros de la Iglesia católica, no pueden participar de la vida sacramental, de poco sirve citar un documento romano tras otro sin responder de forma convincente a la pregunta decisiva: ¿por qué no hay perdón precisamente para este fracaso? ¿No ha fracasado de forma lastimosa la doctrina en lo tocante a la prevención del embarazo, sin que haya logrado imponerse en la Iglesia? Un fracaso semejante debería evitarse a toda costa en lo que respecta a la separación. En cualquier caso, la solución no es reclamar nuevos "esfuerzos pastorales" y pretender que se concedan con mayor generosidad las anulaciones matrimoniales, como sugiere el arzobispo. El auténtico escándalo para muchos católicos no es que la gente se divorcie y se vuelva a casar, sino la desvergonzada hipocresía que esconden muchas anulaciones matrimoniales... ¡incluso cuando hay varios hijos! Fue la reaccionaria estrategia de la Doctrina de la Fe la que arrastró a la Iglesia a la crisis actual. Solo en el año 2012, en Alemania, el porcentaje de divorcios alcanzó el 46,2% respecto a los matrimonios celebrados ese mismo año. Si partimos de las tasas actuales de divorcio y se suma a ellas el creciente número de parejas católicas que solo se ha casado por lo civil o que vive sin vínculo matrimonial alguno, solo en Alemania prácticamente la mitad de las parejas católicas estarían excluidas de los sacramentos. No hay que olvidar tampoco los muchos niños afectados por la distorsionada relación de sus padres con la Iglesia. Se trata, por tanto, de problemas pastorales de mayor alcance que cuestionan de forma radical la credibilidad de la Iglesia oficial y del Papa. Fue la estrategia retrógrada de la Congregación para la Doctrina de la Fe la que arrastró a la Iglesia a la crisis actual y la que tuvo como consecuencia el abandono de la Iglesia de millones de personas, en particular el de aquellos divorciados que contrajeron segundas nupcias y a los que se excluyó de los sacramentos. Haría un daño tremendo a la Iglesia católica que 50 años después del Concilio Vaticano II se estableciera en el Vaticano un nuevo cardenal Ottaviani —jefe entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o Inquisición— que se sintiera llamado a imponer su visión conservadora de la fe al Papa y al concilio; o a la Iglesia entera. E infligiría un daño inmenso a la credibilidad del papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo antes posible lo que predica con sus palabras y sus gestos, llenos de caridad y sentido pastoral. La curia no puede dilapidar el enorme capital de confianza que el Papa ha reunido en sus primeros meses. Incontables católicos esperan: —Que el Papa perciba la cuestionable posición teológica y pastoral del guardián de la fe, Müller; —Que ponga coto a la Congregación para la Doctrina de la Fe y la someta a su línea teológica de orientación pastoral; —Que la elogiable encuesta dirigida a obispos y católicos laicos con respecto al próximo sínodo sobre las familias desemboque en decisiones claras, fundadas en la Biblia y cercanas a la realidad. El papa Francisco dispone de las necesarias cualidades de capitán para gobernar el barco de la Iglesia sabia y valerosamente entre las tempestades de la época; la confianza de la grey de la Iglesia le servirá de apoyo. Ante el viento de proa curial, muchas veces tendrá que navegar en zigzag. Pero, así lo esperamos, con la brújula del Evangelio (y no del derecho canónico) mantendrá el rumbo franco hacia la renovación, el ecumenismo y la apertura al mundo. Evangelii gaudium es a este respecto una etapa importante, pero ni de lejos la meta.
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Infligiría un gran daño a la credibilidad del Papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo que predica acometiendo la reforma a todos los niveles que necesita la Iglesia
La reforma de la Iglesia está en marcha: en su escrito apostólico Evangelii gaudium, el papa Francisco refuerza no solo su crítica al capitalismo y al dominio del dinero, sino que habla de una reforma de la Iglesia “en todos los niveles”. En concreto, defiende reformas estructurales: la descentralización hasta el nivel de los obispados y parroquias, la reforma de la cátedra de San Pedro, la revalorización de los laicos frente al clericalismo desbordado y una presencia más eficaz de la mujer en la Iglesia, sobre todo en los órganos decisorios. Habla también claramente en favor del ecumenismo y del diálogo interreligioso, en especial con el judaísmo y el islam. Todo esto ha obtenido una amplia aprobación mucho más allá de la Iglesia católica. Su rechazo indiferenciado del aborto y de la ordenación de las mujeres podría suscitar la crítica y es aquí donde probablemente se pongan de manifiesto los límites dogmáticos de este papa. ¿O es que en esto quizá esté bajo la presión de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de su prefecto, el arzobispo Ludwig Müller? Este expuso su postura archiconservadora en un largo escrito publicado el 23 de octubre pasado en el L’Osservatore Romano, en el que recalcó la exclusión de los sacramentos de los divorciados que se hayan vuelto a casar. Dado el carácter sexual de su relación, supuestamente viven en pecado mortal, a no ser que convivan “como hermano y hermana” (!). Algunos observadores se preguntan con preocupación: ¿sigue el papa emérito Ratzinger actuando como una especie de papa en la sombra a través del arzobispo Müller y de Georg Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y prefecto de la Casa Pontificia, a quien el pontífice anterior también promovió? Como cardenal, en 1993, Ratzinger llamó al orden a los entonces obispos de Friburgo (Oskar Saier), Ratisbona-Stuttgart (Walter Kasper) y Maguncia (Karl Lehmann) cuando propusieron una solución pragmática a la cuestión de la comunión de divorciados que habían vuelto a contraer matrimonio. Es típico que el actual debate, 20 años después, lo vuelva a desencadenar un arzobispo de Friburgo, Robert Zollitsch, también presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Zollitsch se atrevió a proponer otra vez la necesidad de replantearse la praxis pastoral del trato con los divorciados que se vuelven a casar. ¿Y el papa Francisco? A muchos la situación les parece contradictoria: aquí reforma eclesiástica, allí el trato a los divorciados; el Papa querría avanzar, el prefecto de la fe frena. El Papa piensa en personas concretas, el prefecto, sobre todo, en la doctrina católica tradicional. El Papa querría ejercer la caridad, el prefecto apela a la justicia y santidad de Dios. El Papa querría que el sínodo sobre cuestiones de familia convocado para octubre de 2014 encontrara soluciones prácticas; el prefecto se apoya en argumentos dogmáticos tradicionales para poder mantener el despiadado statu quo. El Papa quiere que este sínodo acometa nuevos avances reformistas, el prefecto, que anteriormente fue un profesor neoescolástico de Dogmática, cree poder bloquearlos de antemano. ¿Sigue teniendo el Papa bajo control a este vigilante suyo de la fe? ¿Sigue el Papa emérito Ratzinger actuando en la sombra a través de Müller y Georg Gänswin? Al respecto hay que decir que el propio Jesús se manifestó de forma inequívoca contra la disolución del matrimonio. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Marcos, 10, 9). Pero lo hizo sobre todo para favorecer a la mujer, que en aquella sociedad estaba en desventaja jurídica y social frente al hombre, el único que podía repudiar a su mujer en el judaísmo. De este modo, la Iglesia católica, secundando a Jesús, incluso en una situación social completamente distinta, debería pronunciarse expresamente en favor del matrimonio indisoluble, que garantice a los contrayentes y a sus hijos relaciones estables y duraderas. Pero el arzobispo Müller ignora evidentemente que Jesús manifestó en este punto un mandamiento tendencial que, al igual que otros mandamientos, no puede excluir el fracaso y la renuncia. ¿De verdad puede alguien imaginarse que Jesús no habría condenado el trato que actualmente se dispensa a los divorciados? Él, que protegió de forma especial a la adúltera frente a los “ancianos”, que se dirigió especialmente a los pecadores y fracasados y que incluso se atrevió a prometerles su perdón. Con razón dice el Papa: “Jesús debe ser liberado de los aburridos patrones en los que le hemos encasillado”. En vista de la actual situación de desamparo de esos millones de personas en todo el mundo que, pese a ser miembros de la Iglesia católica, no pueden participar de la vida sacramental, de poco sirve citar un documento romano tras otro sin responder de forma convincente a la pregunta decisiva: ¿por qué no hay perdón precisamente para este fracaso? ¿No ha fracasado de forma lastimosa la doctrina en lo tocante a la prevención del embarazo, sin que haya logrado imponerse en la Iglesia? Un fracaso semejante debería evitarse a toda costa en lo que respecta a la separación. En cualquier caso, la solución no es reclamar nuevos “esfuerzos pastorales” y pretender que se concedan con mayor generosidad las anulaciones matrimoniales, como sugiere el arzobispo. El auténtico escándalo para muchos católicos no es que la gente se divorcie y se vuelva a casar, sino la desvergonzada hipocresía que esconden muchas anulaciones matrimoniales… ¡incluso cuando hay varios hijos! Fue la reaccionaria estrategia de la Doctrina de la FE la que arrastró a la Iglesia a la crisis actual Solo en el año 2012, en Alemania, el porcentaje de divorcios alcanzó el 46,2% respecto a los matrimonios celebrados ese mismo año. Si partimos de las tasas actuales de divorcio y se suma a ellas el creciente número de parejas católicas que solo se ha casado por lo civil o que vive sin vínculo matrimonial alguno, solo en Alemania prácticamente la mitad de las parejas católicas estarían excluidas de los sacramentos. No hay que olvidar tampoco los muchos niños afectados por la distorsionada relación de sus padres con la Iglesia. Se trata, por tanto, de problemas pastorales de mayor alcance que cuestionan de forma radical la credibilidad de la Iglesia oficial y del Papa. Fue la estrategia retrógrada de la Congregación para la Doctrina de la Fe la que arrastró a la Iglesia a la crisis actual y la que tuvo como consecuencia el abandono de la Iglesia de millones de personas, en particular el de aquellos divorciados que contrajeron segundas nupcias y a los que se excluyó de los sacramentos. Haría un daño tremendo a la Iglesia católica que 50 años después del Concilio Vaticano II se estableciera en el Vaticano un nuevo cardenal Ottaviani —jefe entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o Inquisición— que se sintiera llamado a imponer su visión conservadora de la fe al Papa y al concilio; o a la Iglesia entera. E infligiría un daño inmenso a la credibilidad del papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano le impidieran poner en práctica lo antes posible lo que predica con sus palabras y sus gestos, llenos de caridad y sentido pastoral. La curia no puede dilapidar el enorme capital de confianza que el Papa ha reunido en sus primeros meses. Incontables católicos esperan: —Que el Papa perciba la cuestionable posición teológica y pastoral del guardián de la fe, Müller; —Que ponga coto a la Congregación para la Doctrina de la Fe y la someta a su línea teológica de orientación pastoral; —Que la elogiable encuesta dirigida a obispos y católicos laicos con respecto al próximo sínodo sobre las familias desemboque en decisiones claras, fundadas en la Biblia y cercanas a la realidad. El papa Francisco dispone de las necesarias cualidades de capitán para gobernar el barco de la Iglesia sabia y valerosamente entre las tempestades de la época; la confianza de la grey de la Iglesia le servirá de apoyo. Ante el viento de proa curial, muchas veces tendrá que navegar en zigzag. Pero, así lo esperamos, con la brújula del Evangelio (y no del derecho canónico) mantendrá el rumbo franco hacia la renovación, el ecumenismo y la apertura al mundo. Evangelii gaudium es a este respecto una etapa importante, pero ni de lejos la meta. Hans Küng es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Traducción de Jesús Alborés Rey. La prueba decisiva de Francisco
El papa Francisco muestra valentía civil. No solo al presentarse sin temor en las favelas de Río de Janeiro. También al abordar un diálogo abierto con críticos no creyentes. Así, recientemente ha escrito una carta abierta en la que responde a uno de los principales intelectuales italianos, Eugenio Scalfari, fundador y durante muchos años director de La Repubblica, el gran periódico romano de izquierda liberal. Y su respuesta no es un sermón doctrinario papal, sino un amistoso intercambio de argumentos entre interlocutores que se tratan al mismo nivel. Recientemente, en su periódico, Scalfari planteó al Papa 12 preguntas, la cuarta de las cuales me parece muy relevante para saber a dónde se dirige una Iglesia que se abre a las reformas. Jesús dijo: “Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”. Sin embargo, la Iglesia católica ha sucumbido demasiadas veces a la tentación del poder temporal y, frente a la secularidad, ha reprimido su propia dimensión espiritual. La pregunta de Scalfari era esta: “¿Representa por fin el papa Francisco la primacía de una Iglesia pobre y pastoral sobre una Iglesia institucional y secularizada?”. Atengámonos a los hechos: —Desde el principio, Francisco ha renunciado a la pompa papal y ha buscado el contacto espontáneo con el pueblo. —En sus palabras y gestos no se ha presentado como señor espiritual de señores, sino como el “servidor de los servidores de Dios” (Gregorio Magno). —Frente a los escándalos financieros y la codicia de los eclesiásticos, ha iniciado reformas decididas del banco vaticano y el Estado papal y ha impulsado una política financiera transparente. —Ha subrayado la necesidad de reformar la curia y el colegio eclesiástico mediante la convocatoria de una comisión de ocho cardenales procedentes de diversos continentes. Sin embargo, aún tiene por delante la prueba decisiva de la reforma papal. Es comprensible, y alentador, que para un obispo latinoamericano los pobres de los suburbios de las grandes metrópolis estén en un primer plano. Pero un papa no puede perder de vista la totalidad de la Iglesia, el hecho de que en otros países grupos distintos de personas, que padecen otras formas de pobreza, también anhelen una mejora. Y estamos hablando aquí sobre todo de seres humanos a los que el Papa puede ayudar de forma incluso más directa que a los habitantes de las favelas, sobre quienes tienen responsabilidad en primer término los órganos del Estado y la sociedad en su conjunto. Ya en los evangelios sinópticos puede reconocerse una extensión del concepto de pobre. En el evangelio de Lucas, por ejemplo, la bienaventuranza de los pobres se refiere evidentemente a las personas realmente pobres, a quienes lo son en sentido material. Sin embargo, en el evangelio de Mateo la bienaventuranza se extiende a los “pobres de espíritu”, a los pobres en un sentido espiritual, a los que, como mendicantes ante Dios, son conscientes de su pobreza espiritual. Por tanto, se refiere, de acuerdo con el sentido del resto de las bienaventuranzas, no solo a los pobres y a los hambrientos, sino también a los que lloran, a los perdedores, a los marginados, a quienes se quedan atrás, a los expulsados, explotados y desesperados. Es decir, tanto a quienes padecen miseria y están perdidos, a quienes se encuentran en extrema necesidad (Lucas) como a los que sufren angustia interior. Es decir, Jesús llama a sí a todos los afligidos y abrumados, también a quienes han sido abrumados con la culpa. De este modo se multiplica por mucho el número de los pobres a quienes hay que ayudar. Una ayuda que puede venir precisamente del Papa, que por razón de su ministerio está en mejores condiciones de ayudar que otros. Esa ayuda suya, en tanto que representante de la institución de la Iglesia y de la tradición eclesiástica, supone más que meras palabras de consuelo y aliento: quiere decir hechos de piedad y amor. De forma espontánea se me ocurren tres grandes grupos de personas que, dentro de la Iglesia católica, son pobres. En primer lugar, los divorciados: en muchos países se cuentan por millones, y entre ellos son numerosos los que, al volver a casarse, quedan excluidos para el resto de su vida de los sacramentos de la Iglesia. La mayor movilidad, flexibilidad y liberalidad de las sociedades actuales, así como la esperanza de vida plantean a los miembros de la pareja exigencias más altas en una unión de por vida. Sin duda, el Papa defenderá con énfasis, incluso en estas circunstancias más difíciles, la indisolubilidad del matrimonio. Pero este mandamiento no se puede entender como una condena apodíctica de aquellos que fracasan y a los que no les cabe esperar perdón. También aquí se trata de un mandamiento teleológico, que demanda fidelidad vitalicia, y como tal la viven muchas parejas, pero no puede ser garantizada sin más. Esa piedad que pide el papa Francisco permitiría que quienes se han vuelto a casar tras un divorcio puedan ser readmitidos a los sacramentos cuando los desean de corazón. En segundo lugar, las mujeres, que debido a la posición eclesiástica respecto a los anticonceptivos, la fecundación artificial y también el aborto son despreciadas por la Iglesia y en no raras ocasiones padecen miseria de espíritu. También hay millones de ellas en esta situación en todo el mundo. Solo una ínfima minoría de católicas secunda la prohibición papal de los métodos anticonceptivos artificiales, y muchas de ellas recurren en buena conciencia a la fecundación artificial. Obviamente, el aborto no puede banalizarse ni implantarse como método de control de natalidad. Pero las mujeres que se deciden a practicarlo por razones serias, muchas veces con grandes conflictos de conciencia, merecen comprensión y piedad. En tercer lugar, los sacerdotes apartados de su ministerio por razón de su matrimonio: su número, en los distintos continentes, asciende a decenas de miles. Y muchos jóvenes aptos renuncian al sacerdocio a causa de la ley del celibato. No cabe duda de que un celibato libremente elegido por los sacerdotes seguirá teniendo su lugar en la Iglesia católica. Pero una soltería prescrita por el derecho canónico contradice la libertad que otorga el Nuevo Testamento, la tradición eclesiástica ecuménica del primer milenio y los derechos humanos modernos. La derogación del celibato obligatorio sería la medida más eficaz contra la catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en todas partes y el colapso de la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene el celibato obligatorio, tampoco puede pensarse en la deseable ordenación sacerdotal de las mujeres. Todas estas reformas son urgentes y deben ser tratadas en primer término en la comisión cardenalicia. El papa Francisco se enfrenta aquí a decisiones difíciles. Hasta ahora ha demostrado ya una gran sensibilidad y empatía por las necesidades de los seres humanos y manifestado de diversas formas un notable coraje civil. Esas cualidades le facultan para adoptar decisiones necesarias y que marcarán el futuro respecto a estos problemas, en parte pendientes desde hace siglos. En la extensa entrevista publicada el 20 de septiembre en la revista jesuita La Civiltà Cattolica, el papa Francisco reconoce la importancia de cuestiones como la anticoncepción, la homosexualidad y el aborto. Pero se opone a que tales temas ocupen un lugar demasiado central. Con razón exige un “nuevo equilibrio” entre estas cuestiones morales y los impulsos esenciales del propio evangelio. Pero este equilibrio solo podrá alcanzarse en la medida en que se realicen las reformas una y otra vez aplazadas, para evitar que cuestiones morales que en el fondo son de segundo nivel priven de “frescura y atractivo” al anuncio del evangelio. Esa podría ser la gran prueba decisiva del papa Francisco. Cura radical o suicidio asistido:
La primavera árabe ha sacudido a toda una serie de regímenes autocráticos. Con la renuncia del papa Benedicto XVI y la elección del papa Francisco ¿podría suceder algo parecido también en la Iglesia católica, una «primavera vaticana»? Evidentemente, el sistema de la Iglesia católico-romana es muy diferente de los imperantes en Túnez y Egipto, para no hablar de monarquías absolutas como Arabia Saudí. En todos estos países, las reformas habidas hasta ahora a menudo no son más que concesiones menores, e incluso estas se hallan con frecuencia amenazadas por aquellos que, en nombre de la tradición, se oponen a cualquier tipo de reformas progresivas. En Arabia Saudí, en realidad, muchas de las tradiciones solo tienen un par de siglos de antigüedad. La Iglesia católica, en cambio, pretende basarse en tradiciones que se remontan veinte siglos atrás, al propio Jesucristo. ¿Es verdadera esta pretensión? De hecho, a lo largo de su primer milenio, la Iglesia se las arregló excelentemente bien sin el papado monárquico-absolutista que hoy damos por sentado. No fue hasta el siglo XI cuando una «revolución desde arriba», comenzada por el papa Gregorio VII (la «reforma gregoriana»), introdujo las tres características destacadas que hasta hoy definen el sistema romano, a saber: el papado centralista-absolutista, el juridicismo clerical y el celibato obligatorio del clero. Los esfuerzos por reformar este sistema realizados por los concilios reformadores del siglo XV, por los reformadores protestantes y católicos del siglo XVI, por los promotores de la Ilustración y la Revolución francesa en los siglos XVII y XVIII y, más recientemente, por los campeones de una teología liberal-progresista en los siglos XIX y XX, solo obtuvieron un éxito parcial. Incluso el concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, si bien abordó muchas de las preocupaciones expresadas por reformadores y críticos modernos, resultó disminuido en la práctica por el poder de la curia pontificia y no logró imponer más que unos pocos de los cambios que se reclamaban. Hasta el día de hoy, la curia —que en su figura actual es una criatura del siglo undécimo— es el principal obstáculo a cualquier reforma a fondo de la Iglesia católica, a toda reconciliación sincera con las demás Iglesias cristianas y las religiones mundiales, y a cualquier entendimiento crítico y constructivo con el mundo moderno. Para empeorar las cosas, con el apoyo de la curia, bajo los dos papas anteriores, tuvo lugar un retorno fatal a las viejas actitudes y prácticas absolutistas. ¿Se ha preguntado Jorge Mario Bergoglio por qué, hasta ahora, ningún papa se había atrevido a tomar el nombre de Francisco? Este jesuita argentino de raíces italianas era muy consciente, en cualquier caso, de que al elegir este nombre estaba reavivando la memoria de Francisco de Asís, famoso por salirse de la sociedad del siglo XIII. De joven, Francisco, hijo de un rico comerciante de telas de Asís, llevó la vida agitada y mundana típica de los jóvenes acomodados de la ciudad. Luego, de repente, a los veinticuatro años, unas cuantas experiencias le llevaron a renunciar a familia, riqueza y carrera. En un gesto dramático ante el tribunal del obispo de Asís, se despojó de sus suntuosos vestidos y los arrojó a los pies de su padre. Sorprende ver cómo el papa Francisco, desde el momento de su elección, ha optado claramente por un nuevo estilo totalmente diferente del de su antecesor: no luce ya la dorada mitra con joyas, ni viste la capa roja ribeteada con armiño, ni calza los rojos zapatos hechos a medida, ni lleva el gorro rojo con bordes de armiño, ni tampoco se sienta en el trono papal decorado con la triple corona, emblema del poder político de los papas. Igual de sorprendente es la manera en que el nuevo papa se abstiene conscientemente de hacer gestos melodramáticos y de emplear una retórica hinchada; habla el lenguaje de la gente de la calle, como haría un laico, si a los laicos Roma no les tuviese prohibido predicar. Y sorprende, en fin, cómo el nuevo papa recalca su lado humano: pidió a la gente que rezara por él antes de darle la bendición; como cualquier otro cardenal, pagó de su bolsillo la factura del hotel tras su elección; mostró su solidaridad con los cardenales montándose con ellos en el mismo autobús para regresar a la residencia que compartían y despidiéndose luego cordialmente de ellos. El Jueves Santo fue a una cárcel local para lavar los pies a jóvenes convictos, incluida una mujer… musulmana. A todas luces, está mostrando que es un hombre con los pies en el suelo. Todo esto hubiera agradado a Francisco de Asís, y es exactamente lo contrario de todo lo que defendía el papa coetáneo, Inocencio III (1198-1216), el pontífice más poderoso de la Edad Media. En realidad, Francisco de Asís representa la alternativa al sistema romano que ha dominado la Iglesia católica desde las postrimerías del primer milenio. ¿Qué hubiera sucedido si Inocencio III y su entorno hubieran escuchado a Francisco y descubierto de nuevo las exigencias del Evangelio? No hay por qué tomar estas exigencias tan al pie de la letra como hizo Francisco; lo que cuenta es el espíritu que hay detrás de ellas. Las enseñanzas del Evangelio representan un poderoso desafío al sistema romano: esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que ha dominado la Iglesia de Cristo en Occidente desde el siglo XI. Así pues, ¿qué debería hacer el nuevo papa? La gran cuestión que tiene por delante es qué postura adoptar en lo relativo a una reforma seria de la Iglesia. ¿Llevará finalmente a cabo las reformas desde hace mucho pendientes y bloqueadas en las últimas décadas? ¿O dejará que las cosas sigan el curso que tomaron bajo sus predecesores? En ambos casos, el desenlace es claro: — Si se embarca en un cauce de reformas, encontrará un amplio apoyo incluso más allá de las fronteras de la Iglesia católica. — Si continúa con el actual cercenamiento, el clamor del «levantaos y rebelaos» (el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel) en la Iglesia católica irá en aumento e incitará a las personas a actuar por su cuenta, a iniciar reformas «desde abajo», sin la aprobación de la jerarquía y a menudo contra cualquier intento de frustrarlas. En el peor de los casos, la Iglesia católica vivirá una nueva edad de hielo en vez de una primavera, y correrá el riesgo de quedar reducida a una mera secta, con un elevado número de miembros, sí, pero sin ninguna relevancia social y religiosa. No obstante, tengo fundadas esperanzas de que las preocupaciones que expreso en ¿Tiene salvación la Iglesia? serán tomadas en serio por el nuevo papa. Usando la analogía médica que sirve de motivo central al libro, diré que la única alternativa que le queda a la Iglesia ante el «suicido asistido» es una «cura radical». Esto significa más que un nuevo estilo, un nuevo lenguaje o un nuevo tono colegial. Significa sacar adelante reformas radicales, durante mucho tiempo postergadas, de la estructura de la Iglesia y revisar urgentemente las obsoletas e infundadas posiciones dogmáticas y éticas que impusieron sus predecesores. La primavera árabe ha sacudido a toda una serie de regímenes autocráticos. Con la renuncia del papa Benedicto XVI y la elección del papa Francisco ¿podría suceder algo parecido también en la Iglesia católica, una «primavera vaticana»?
Evidentemente, el sistema de la Iglesia católico-romana es muy diferente de los imperantes en Túnez y Egipto, para no hablar de monarquías absolutas como Arabia Saudí. En todos estos países, las reformas habidas hasta ahora a menudo no son más que concesiones menores, e incluso estas se hallan con frecuencia amenazadas por aquellos que, en nombre de la tradición, se oponen a cualquier tipo de reformas progresivas. En Arabia Saudí, en realidad, muchas de las tradiciones solo tienen un par de siglos de antigüedad. La Iglesia católica, en cambio, pretende basarse en tradiciones que se remontan veinte siglos atrás, al propio Jesucristo. ¿Es verdadera esta pretensión? De hecho, a lo largo de su primer milenio, la Iglesia se las arregló excelentemente bien sin el papado monárquico-absolutista que hoy damos por sentado. No fue hasta el siglo XI cuando una «revolución desde arriba», comenzada por el papa Gregorio VII (la «reforma gregoriana»), introdujo las tres características destacadas que hasta hoy definen el sistema romano, a saber: el papado centralista-absolutista, el juridicismo clerical y el celibato obligatorio del clero. Los esfuerzos por reformar este sistema realizados por los concilios reformadores del siglo XV, por los reformadores protestantes y católicos del siglo XVI, por los promotores de la Ilustración y la Revolución francesa en los siglos XVII y XVIII y, más recientemente, por los campeones de una teología liberal-progresista en los siglos XIX y XX, solo obtuvieron un éxito parcial. Incluso el concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, si bien abordó muchas de las preocupaciones expresadas por reformadores y críticos modernos, resultó disminuido en la práctica por el poder de la curia pontificia y no logró imponer más que unos pocos de los cambios que se reclamaban. Hasta el día de hoy, la curia —que en su figura actual es una criatura del siglo undécimo— es el principal obstáculo a cualquier reforma a fondo de la Iglesia católica, a toda reconciliación sincera con las demás Iglesias cristianas y las religiones mundiales, y a cualquier entendimiento crítico y constructivo con el mundo moderno. Para empeorar las cosas, con el apoyo de la curia, bajo los dos papas anteriores, tuvo lugar un retorno fatal a las viejas actitudes y prácticas absolutistas. ¿Se ha preguntado Jorge Mario Bergoglio por qué, hasta ahora, ningún papa se había atrevido a tomar el nombre de Francisco? Este jesuita argentino de raíces italianas era muy consciente, en cualquier caso, de que al elegir este nombre estaba reavivando la memoria deFrancisco de Asís, famoso por salirse de la sociedad del siglo XIII. De joven, Francisco, hijo de un rico comerciante de telas de Asís, llevó la vida agitada y mundana típica de los jóvenes acomodados de la ciudad. Luego, de repente, a los veinticuatro años, unas cuantas experiencias le llevaron a renunciar a familia, riqueza y carrera. En un gesto dramático ante el tribunal del obispo de Asís, se despojó de sus suntuosos vestidos y los arrojó a los pies de su padre. Sorprende ver cómo el papa Francisco, desde el momento de su elección, ha optado claramente por un nuevo estilo totalmente diferente del de su antecesor: no luce ya la dorada mitra con joyas, ni viste la capa roja ribeteada con armiño, ni calza los rojos zapatos hechos a medida, ni lleva el gorro rojo con bordes de armiño, ni tampoco se sienta en el trono papal decorado con la triple corona, emblema del poder político de los papas. Igual de sorprendente es la manera en que el nuevo papa se abstiene conscientemente de hacer gestos melodramáticos y de emplear una retórica hinchada; habla el lenguaje de la gente de la calle, como haría un laico, si a los laicos Roma no les tuviese prohibido predicar. Y sorprende, en fin, cómo el nuevo papa recalca su lado humano: pidió a la gente que rezara por él antes de darle la bendición; como cualquier otro cardenal, pagó de su bolsillo la factura del hotel tras su elección; mostró su solidaridad con los cardenales montándose con ellos en el mismo autobús para regresar a la residencia que compartían y despidiéndose luego cordialmente de ellos. El Jueves Santo fue a una cárcel local para lavar los pies a jóvenes convictos, incluida una mujer... musulmana. A todas luces, está mostrando que es un hombre con los pies en el suelo. Todo esto hubiera agradado a Francisco de Asís, y es exactamente lo contrario de todo lo que defendía el papa coetáneo, Inocencio III (1198-1216), el pontífice más poderoso de la Edad Media. En realidad, Francisco de Asís representa la alternativa al sistema romano que ha dominado la Iglesia católica desde las postrimerías del primer milenio. ¿Qué hubiera sucedido si Inocencio III y su entorno hubieran escuchado a Francisco y descubierto de nuevo las exigencias del Evangelio? No hay por qué tomar estas exigencias tan al pie de la letra como hizo Francisco; lo que cuenta es el espíritu que hay detrás de ellas. Las enseñanzas del Evangelio representan un poderoso desafío al sistema romano: esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que ha dominado la Iglesia de Cristo en Occidente desde el siglo XI. Así pues, ¿qué debería hacer el nuevo papa? La gran cuestión que tiene por delante es qué postura adoptar en lo relativo a una reforma seria de la Iglesia. ¿Llevará finalmente a cabo las reformas desde hace mucho pendientes y bloqueadas en las últimas décadas? ¿O dejará que las cosas sigan el curso que tomaron bajo sus predecesores? En ambos casos, el desenlace es claro: — Si se embarca en un cauce de reformas, encontrará un amplio apoyo incluso más allá de las fronteras de la Iglesia católica. — Si continúa con el actual cercenamiento, el clamor del «levantaos y rebelaos» (el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel) en la Iglesia católica irá en aumento e incitará a las personas a actuar por su cuenta, a iniciar reformas «desde abajo», sin la aprobación de la jerarquía y a menudo contra cualquier intento de frustrarlas. En el peor de los casos, la Iglesia católica vivirá una nueva edad de hielo en vez de una primavera, y correrá el riesgo de quedar reducida a una mera secta, con un elevado número de miembros, sí, pero sin ninguna relevancia social y religiosa. No obstante, tengo fundadas esperanzas de que las preocupaciones que expreso en ¿Tiene salvación la Iglesia? serán tomadas en serio por el nuevo papa. Usando la analogía médica que sirve de motivo central al libro, diré que la única alternativa que le queda a la Iglesia ante el «suicido asistido» es una «cura radical». Esto significa más que un nuevo estilo, un nuevo lenguaje o un nuevo tono colegial. Significa sacar adelante reformas radicales, durante mucho tiempo postergadas, de la estructura de la Iglesia y revisar urgentemente las obsoletas e infundadas posiciones dogmáticas y éticas que impusieron sus predecesores. Cuando Jorge Bergoglio tomó el nombre de Francisco como Papa, él hizo algo que ningún pontífice ha hecho antes: se colocó en la tradición del Poverello. Es, dice este destacado teólogo, un reto para el sistema romano, en cuanto a la reforma, tanto espiritual e institucional
¿Quién podría haber imaginado lo que ha sucedido en las últimas semanas? Cuando decidí, hace unos meses, a renunciar a todas mis funciones oficiales con ocasión de mis ochenta y cinco años, supuse que en mi vida nunca volvería a ver cumplido el sueño mis décadas de que – después de todos los contratiempos posteriores a la Segunda Concilio Vaticano II – la Iglesia Católica una vez más la experiencia de la clase de rejuvenecimiento que se hizo bajo el Papa Juan XXIII. Y ahora mi compañero teológica de muchas décadas, Joseph Ratzinger – ambos ahora son 85 – repentinamente anunció su dimisión de su cargo papal efectiva a partir de finales de febrero. Y, el 19 de marzo (su nombre día y mi cumpleaños), un nuevo Papa con el nombre sorprendente y programática Francis asumió este cargo. Ha considerado Jorge Mario Bergoglio por qué el Papa no se ha atrevido a elegir el nombre de Francisco hasta ahora? En cualquier caso, el argentino era consciente de que con el nombre de Francisco estaba conectando a sí mismo con Francisco de Asís – el downshifter del siglo XIII que había sido el amante de la diversión, el hijo terrenal de un rico comerciante textil en Asís hasta la edad de 24, cuando dejó a su familia, la riqueza y la carrera, incluso dando sus ropas espléndidas a su padre Es sorprendente cómo, desde el primer minuto de su toma de posesión, el Papa Francisco escogió un nuevo estilo: a diferencia de su predecesor, que no lleva mitra con oro y joyas, sin capa de armiño recortadas, no hecho a la medida de los zapatos rojos o tocados, utiliza ningún trono magnífico. Es sorprendente, también, que el nuevo Papa se abstiene deliberadamente de gestos solemnes y la retórica altisonante y habla en el idioma de la gente, como predicadores laicos pueden. Y es asombroso cómo el nuevo Papa enfatiza su humanidad: él pidió las oraciones de la gente antes de que él les dio su bendición, se estableció su propia factura del hotel como todo el mundo, mostró su simpatía a los cardenales en el coche que viaja a su compartida residencia y en la despedida oficial, y el Jueves Santo se lavaron los pies de los presos jóvenes, incluidos los de un joven musulmana. Este es un Papa que demuestra que es un hombre con los pies en la tierra. Todo esto le hubiera gustado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que el Papa Inocencio III (1198-1216) representó en su tiempo. En 1209, Francis y 11 frailes menores viajó a Roma para exponer ante el Papa Inocencio su corta Regla compuesto enteramente de citas de la Biblia, y para pedir la aprobación papal para su forma de vida, predicación como predicadores laicos “, de acuerdo a la forma . del Santo Evangelio “, y que vive en la pobreza Inocencio III, el duque de Segni, quien sólo tenía 37 años cuando fue elegido Papa, fue un gobernante nato – fue un teólogo educado en París, un abogado astuto, un orador inteligente, un administrador capaz y un diplomático sofisticado. Ningún Papa antes de él o después tenía tanto poder. La revolución desde arriba iniciado por Gregorio VII en el siglo XI, conocido como la Reforma gregoriana, se terminó por Inocencio. En lugar del título de “Sucesor de San Pedro”, que prefería el título de “Vicario de Cristo”, como el usado por cada obispo o el sacerdote hasta el siglo XII. El Papa, al contrario que en el primer milenio y nunca reconocido en las Iglesias apostólicas de Oriente, desde entonces ha actuado como gobernante absoluto, legislador y juez de la cristiandad – hasta hoy. Pero el triunfo pontificado de Inocencio III demostrado ser no sólo el punto más alto del papado, sino también el punto de inflexión. Ya en su momento, había signos de decadencia que, en parte, hasta en nuestro propio tiempo, se han mantenido las características del sistema Curia romana: el nepotismo y el favoritismo otorgado a los familiares, la codicia, la corrupción y las transacciones financieras dudosas. A finales del siglo XII, sin embargo, poderosos penitentes y mendicante movimientos no conformistas, como los cátaros y valdenses, fueron surgiendo. Pero los papas y obispos actuando contra estas corrientes peligrosas al prohibir la predicación laica, condenando “herejes” por la Inquisición e incluso por las cruzadas albigenses. Sin embargo, fue el propio Inocencio III que intentó integrarse en la Iglesia Evangélica, las órdenes mendicantes apostólicas durante toda la erradicación campañas contra los “herejes” obstinados como los cátaros. Incluso Innocent sabían que se necesitaba una reforma urgente de la Iglesia, y fue de esta reforma que él llama el Cuarto Concilio de Letrán. Así que después de una larga exhortación, dio Francisco de Asís permiso para predicar. En cuanto al ideal de pobreza absoluta como es requerido por la Regla, el Papa primero trató de conocer la voluntad de Dios en la oración. Sobre la base de un sueño en el que un miembro pequeño, insignificante, de un orden salvó a la Basílica de Letrán papal se colapse – por lo que se le dijo – el papa finalmente permitió la Regla de San Francisco de Asís. Dejó que esto sea conocido en el consistorio de cardenales, pero nunca se había comprometido con el papel. De hecho, Francisco de Asís representó la alternativa al sistema romano. ¿Qué hubiera pasado si Inocencio y sus secuaces habían vuelto a tomar en serio el Evangelio? Incluso si la hubieran conocido espiritualmente en vez de literalmente, demandas evangélicas de Francisco significaba – y todavía significa – un inmenso desafío para el sistema de poder que se hizo cargo de la causa de Cristo en Roma desde el siglo XI centralizado, legalizado, politizado y clericalised. Inocencio III era probablemente el único Papa que, debido a sus inusuales características, podrían haber dirigido la Iglesia a lo largo de un camino completamente diferente, y esto habría salvado a los pontificados de los siglos XIV y XV cisma y el exilio, y la Iglesia en el siglo XVI la Reforma Protestante. Obviamente, esto habría significado un cambio de paradigma para la Iglesia católica en el siglo XIII, un cambio que, en lugar de dividir la Iglesia se ha renovado, y al mismo tiempo se reconcilian las Iglesias de Oriente y Occidente. Así, la primera cristiana de base preocupaciones de Francisco de Asís se mantienen aún hoy las preguntas de la Iglesia Católica y ahora por un Papa que, con indicación de sus intenciones, se ha llamado a sí mismo Francis. Se trata sobre todo de las tres preocupaciones básicas del ideal franciscano, que tiene que ser tomado en serio hoy en día: se trata de paupertas o la pobreza, sobre umilitas o la humildad, y sobre simplicitas o simplicidad. Esto probablemente explica por qué ningún Papa anterior se ha atrevido a dar el nombre de Francisco: Las expectativas parecen ser demasiado alto Esto plantea una segunda pregunta: ¿Qué significa para un Papa hoy si va a poder toma el nombre de Francis? Por supuesto, el personaje de Francisco de Asís no debe ser idealizada – que podría ser una sola mente y excéntrico, y él tenía sus debilidades, también. No es la norma absoluta. Pero sus preocupaciones cristianas deben ser tomadas en serio, aunque no tienen por qué aplicarse literalmente, sino traducirse en tiempos modernos por el Papa y la Iglesia, paupertas, o la pobreza: La Iglesia en el espíritu de Inocencio III significó una Iglesia de la riqueza, pompa y circunstancia, la codicia y el escándalo financiero. Por el contrario, una Iglesia en el espíritu de Francisco significa una Iglesia de políticas financieras transparentes y modesta frugalidad. Una Iglesia que se ocupa sobre todo de los pobres, los débiles, los marginados. Una Iglesia que no se acumule riqueza y el capital, sino que combate activamente la pobreza y que ofrece a sus empleados condiciones de trabajo ejemplares. Humilitas o humildad: La Iglesia en el espíritu del Papa Inocencio significa una Iglesia de poder y dominación, la burocracia y la discriminación, la represión y la Inquisición. Por el contrario, una Iglesia en el espíritu de Francisco significa una Iglesia de la humanidad, el diálogo, la hermandad, y la hospitalidad de los no conformistas demasiado, sino que significa el servicio sin pretensiones de sus dirigentes y la solidaridad social, una comunidad que no excluye nuevos religiosos las fuerzas y las ideas de la Iglesia, sino que les permite florecer. Simplicitas o simplicidad: La Iglesia en el espíritu del Papa Inocencio significa una Iglesia de inmovilidad dogmática, la censura moralista y cobertura legal, una Iglesia de la ley canónica que regula todo, una Iglesia de omnisciente escolar y de miedo. Por el contrario, una Iglesia en el espíritu de Francisco de Asís significa una Iglesia de la Buena Noticia y de la alegría, una teología basada puramente en el Evangelio, una Iglesia que escucha a la gente en lugar de adoctrinar desde lo alto, una Iglesia que no sólo enseñan pero siempre se entera de nuevo. A la luz de las preocupaciones y planteamientos de Francisco de Asís, las opciones y las políticas básicas se pueden formular hoy para una Iglesia Católica cuya fachada todavía brilla en las grandes ocasiones romanos, pero cuya estructura interna demuestra ser podrido y frágil la vida cotidiana de las parroquias en muchos países, por lo que muchas personas han dejado, en espíritu y con frecuencia también en los hechos. Aunque ninguna persona razonable esperar que todas las reformas se pueden efectuar por un hombre durante la noche, un cambio sería posible en cinco año: esto fue demostrado por el Lorraine Papa León IX (1049-1054), quien preparó las reformas de Gregorio VII, y en el siglo XX por el italiano Juan XXIII (1958-1963), quien llamó el Concilio Vaticano II. Pero hoy, la dirección debería quedar claro una vez más: no es una restauración a los tiempos pre-consejo, ya que había bajo el pontificado de Juan Pablo II y Benedicto XVI, sino que considera, planeado y bien comunicada medidas para reformar en la línea del Concilio Vaticano II . Pero no la reforma de la Iglesia encontrarse con una oposición seria? Sin duda, el Papa Francis despertará poderosa hostilidad, sobre todo en el centro neurálgico de la Curia Romana, la oposición, que es difícil de soportar. Los que están en el poder en el Vaticano no son propensos a abandonar el poder que ha acumulado desde la Edad Media. Francisco de Asís también experimentaron la fuerza de tales presiones curia. Él, que quería liberarse de todo lo que por vivir en la pobreza, se aferraba cada vez más a “la Santa Madre Iglesia”. En lugar de estar en confrontación con la jerarquía, que quería ser obediente al Papa ya la Curia, que viven en la imitación de Jesús en una vida de pobreza, en la predicación laica. Él y sus seguidores, incluso había tonsurado mismos con el fin de entrar en el estado clerical. De hecho, esto hizo que la predicación más fácil, pero por el otro, alentó a la clericalización de la joven comunidad que incluía cada vez más sacerdotes. Así que no es sorprendente que la comunidad franciscana se hizo cada vez más integrada en el sistema romano. Francis últimos años se vieron ensombrecidos por las tensiones entre los ideales originales de los seguidores de Jesús y la adaptación de su comunidad con el tipo existente de la vida monástica. El 3 de octubre 1226, sólo 44 años de edad, Francisco murió tan pobre como había vivido. A tan solo 10 años antes, el Papa Inocencio III murió completamente inesperadamente a la edad de 56 años, un año después del Cuarto Concilio de Letrán. El 16 de junio 1216, se encontró el cuerpo de Inocencio en la catedral de Perugia: este Papa que había conocido a la forma de aumentar el poder, la propiedad y la riqueza de la Santa Sede como ningún otro antes de él fue encontrado abandonado por todos, completamente desnudo, despojado de su servidores propios. Era como trompeta señalización de llamada la transición de la dominación del mundo papal a la impotencia papal: en el comienzo del siglo XIII hubo Inocencio III reinando en gloria, al final del siglo, no fue el megalómano Bonifacio VIII (1294-1303) detenidos por los franceses; y luego el de 70 años de largo exilio en Aviñón y el Cisma de Occidente, con dos y finalmente tres papas apenas dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento franciscano se extiende rápidamente en Italia parecían estar casi completamente domesticado por los romanos Iglesia de modo que se convirtió rápidamente en un orden normal al servicio de la política papal, e incluso se convirtió en una herramienta de la Inquisición. Si, entonces, era posible que Francisco de Asís y sus seguidores fueron finalmente domesticados por el sistema romano, entonces, evidentemente, no se puede excluir que un Papa Francisco también podría quedar atrapado en el sistema romano, que se supone que debe ser reformado. Papa Francisco: ¿una paradoja? ¿Es posible que un Papa y Francisco, obviamente contrarios, nunca puedan reconciliarse? Sólo por un evangélicamente mente reformar Papa. Para concluir, tengo una última pregunta: ¿qué se debe hacer si se desvanecieron las expectativas de la reforma? El tiempo ha pasado, cuando el Papa y los obispos podían confiar en la obediencia de los fieles. Un cierto misticismo de la obediencia también fue introducido por la reforma gregoriana del siglo XI: obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia y que significa obedecer al Papa, y viceversa. Desde entonces, se ha inculcado a los católicos que la obediencia de todos los cristianos a que el Papa es una virtud cardinal, mandar y hacer cumplir la obediencia – por cualquier medio – se ha convertido en el estilo romano. Pero la ecuación medieval de la “obediencia a Dios = a = la Iglesia al Papa” contradice claramente la palabra de Pedro y los otros apóstoles ante el Consejo Superior de Jerusalén: “el hombre debe obedecer a Dios antes que a los hombres”. Debemos entonces de ninguna manera caer en la aceptación resignada. En cambio, ante la falta de impulso a la reforma de la jerarquía, hay que pasar a la ofensiva, al presionar por la reforma de abajo hacia arriba. Si el Papa con fuerza a Francisco reformas, se encontrará con que tiene la amplia aprobación de la gente más allá de la Iglesia Católica. Sin embargo, si se permite que las cosas sigan como están, sin borrar el atolladero de las reformas actualmente en curso, como el de la Conferencia de Liderazgo de Mujeres Religiosas, la llamada de “¡La hora de ultraje! ¡Indignez-vous! “, Sonará cada vez más en la Iglesia Católica, lo que provocó reformas desde abajo hacia arriba. Estos se aplicarían sin la aprobación de la jerarquía y con frecuencia, incluso a pesar de los intentos de la jerarquía de elusión. En el peor de los casos – como he escrito antes de la elección papal reciente -. la Iglesia Católica va a experimentar una nueva edad de hielo en lugar de un resorte y se correría el riesgo de disminución en una secta grande apenas relevante Siempre estaré agradecido por la amigable conversación de cuatro horas con el papa Benedicto XVI en Castelgandolfo en septiembre de 2005. Por aquel entonces abrigaba yo la esperanza de que Joseph Ratzinger retomase como papa el rumbo inequívoco del concilio Vaticano II e hiciese avanzar a la Iglesia. Pero tras cuatro años de un pontificado autocrático, apenas se puede constatar algún resultado práctico positivo de esta dirección de la Iglesia. En vez de ello encontramos:
· una relación distorsionada con las Iglesias evangélicas, a las que el papa Benedicto discute su condición de iglesias; · un diálogo con los musulmanes que continúa lastrado tras el discurso de Ratisbona, en el que vieron una ofensa; · una relación con el judaísmo que ha ido claramente a peor; · un trastorno de la relación de confianza con la propia comunidad eclesial. En esta situación crítica de la Iglesia católica naturalmente se preguntan también en España muchos católicos: ¿Por qué actúa el papa Benedicto como lo hace? ¿Qué hay detrás de esta restauración en curso, una restauración que se ha hecho evidente tanto en lo tocante a la liturgia y a la orientación teológica, como en lo referente a la política personal del papa y a la política interior y exterior del Vaticano? A todas estas preguntas, queridos amigos, podrán ustedes encontrar respuesta en mi libro. … Casi todos mis grandes compañeros de fatigas en la renovación de la teología y la Iglesia desde el tiempo del concilio están muertos o se han jubilado, salvo uno. Y ése ha sido elegido papa. Por razones tanto personales como materiales, una comparación de nuestras respectivas trayectorias vitales en las circunstancias de la segunda mitad del siglo XX podría ofrecer análisis sumamente reveladores de la evolución de la teología y la Iglesia católica e incluso de la sociedad en general. … Cada cual vive su propia vida. Pero no se debe pasar por alto que, durante aproximadamente cuatro décadas, nuestras trayectorias vitales han transcurrido en gran medida en paralelo y luego se han tocado de manera intensa, separándose sin embargo a continuación, para volver a cruzarse más tarde. En nuestra condición de teólogos católicos, hemos estado y estamos al servicio de la comunidad eclesial católica. Pero en la década de los sesenta, yo, a diferencia de Joseph Ratzinger, tomé la decisión de no comprometerme con el sistema jerárquico romano. … Sin renunciar nunca a mi arraigo en la fe cristiana, la mía es una vida que ha transcurrido en círculos concéntricos: unidad de la Iglesia, paz entre las religiones, comunidad de las naciones. Sin embargo, mi trayectoria vital no ha seguido un «desarrollo orgánico»; más bien ha sido un camino de continuos retos y peligros, crisis y soluciones, esperanzas y decepciones, éxitos y derrotas. Por consiguiente, relato la historia de una lucha: aquello por lo que he apostado con la palabra y con los hechos. Y, al mismo tiempo, escribo una historia triste: las reformas que habrían sido posibles tras el concilio Vaticano II, pero fueron reprimidas, lo que se desarrollaba en el escenario y lo que sucedía entre bambalinas. … En ocasiones también tendré que expresarme críticamente sobre otros participantes en el drama. Lo cual no ha de ser entendido como una «vendetta» personal. No me falta capacidad de comprensión para otras opciones y posiciones. Pero en lo decisivo, no se trata —y en esto no hay vuelta de hoja— de cualesquiera susceptibilidades personales, sino de una gran disputa sobre la verdad que ha de ser dirimida en libertad. Y ello requiere a menudo una pluma afilada. Libertad y verdad han sido y siguen siendo dos valores centrales de mi existencia intelectual. Siempre me he resistido a que, en las grandes confrontaciones con Roma, a mí se me atribuya unilateralmente la parte de la libertad y a mis adversarios la de la verdad. Es cierto que, en contraste con mis primeros cuarenta años, en la segunda mitad de mi vida el acento se ha ido desplazando más y más de la «libertad conquistada» (primer volumen de mis memorias) a la, precisamente en la Iglesia, «verdad controvertida» (segundo volumen), que estoy convencido que debe y puede ser anunciada, defendida y vivida con veracidad. … Nunca he entendido la «crítica» de manera meramente negativa, sino siempre como presupuesto para algo nuevo. Pero tampoco he entendido la «eclesialidad» como conformismo y dogmatismo teológico, sino siempre como servicio a la Iglesia, a la comunidad de los creyentes, cuyas Sagradas Escrituras, credos, definiciones de fe y grandes teólogos merecen respeto. … Los obispos y los párrocos asumen la tarea del liderazgo (leadership), los teólogos la de la enseñanza (scholarship). Por supuesto, no cabe separar por completo ambas dimensiones y, ya sólo por eso, abogo con decisión por una «colaboración llena de confianza», puesto que las dos partes «tendrían todos los motivos para escucharse, informarse, criticarse e inspirarse mutuamente». Tal colaboración produjo muchos frutos en el concilio. Pero una vez terminado éste, fue siendo sustituida poco a poco por un renovado monopolio de los obispos, quienes se creen obligados a decidir incluso en complejas cuestiones doctrinales y a controlar a sus propios profesores de teología. No sólo en Roma, sino también en muchos países vuelven a estar más solicitados los sumisos teólogos cortesanos que los especialistas en teología de actitud crítico-constructiva. … En último término, lo que a mí me interesa es la verdad de la fe, y no la cuestión del poder, de quién lleva la voz cantante en la Iglesia. La verdad, sí, pero no entendida en primer lugar como un sistema de proposiciones de fe eclesiásticas que (según una antigua fórmula de catecismo) «la Iglesia manda creer». Lo que a mí me interesa es la verdad cristiana en toda su concreción: el Evangelio, el mensaje cristiano, en último término el propio Jesucristo, quien con todo lo que significa para Dios y para el ser humano ha de ser reinterpretado y realizado cada vez en su seguimiento. Para la discusión sobre la verdad cristiana, ¿no es recomendable, en lugar de la instrucción autoritaria, la comunicación libre de coacción, sin la siempre amenazante espada de Damocles de las sanciones disciplinarias? Precisamente en la lucha por la verdad, ¿no deberían decidir los mejores argumentos? Esta lucha todavía no está decidida. … En la época actual, el teólogo cristiano debe encontrar el camino entre elrelativismo de la verdad, para el que no existe ninguna verdad permanente, y el absolutismo de la verdad, que se identifica a sí mismo —e identifica su posición— con la verdad. Pues no sólo existe la «dictadura del relativismo», como dijo el cardenal Ratzinger en el discurso previo a su elección como papa. También existe la «dictadura del absolutismo»: muchos la ven corporeizada en el culto personal del papado. Ninguna de estas dictaduras se corresponde con la verdad cristiana. … Permítanme, para acabar, unas breves palabras con las que resumir el futuro de la Iglesia católica. ¿Qué es lo que necesitamos para los próximos tiempos? Necesitamos: · en primer lugar, un episcopado que no disimule los notorios problemas de la Iglesia, sino que los llame abiertamente por su nombre y los aborde enérgicamente en el ámbito diocesano; · en segundo lugar, teólogos que contribuyan activamente a elaborar una visión de futuro de nuestra Iglesia y que no teman decir y escribir la verdad; · en tercer lugar, pastores que combatan las cargas a veces excesivas de su ministerio pastoral y que asuman con coraje su propia responsabilidad como pastores; · en cuarto lugar, especialmente mujeres sin cuya participación la actividad pastoral se vendría abajo en muchos sitios, mujeres que tomen conciencia de su valía y de sus posibilidades de ejercer influencia. También este libro, amigos míos —así lo espero—, animará a preservar las conquistas del concilio Vaticano II, o incluso a prolongarlas. Para formularlo sucintamente en unos pocos puntos: En el espíritu de Juan XXIII y del concilio Vaticano II: · «aggiornamento» y no «tradicionalismo de la fe y de la doctrina moral»; · «colegialidad» del papa con los obispos y no un centralismo romano autoritario; · «apertura» al mundo moderno y no de nuevo una campaña antimodernista; · «diálogo» también en el seno de la Iglesia católica y no de nuevo la inquisición y la negación de la libertad de conciencia y la libertad de enseñanza; · «ecumenismo» y no de nuevo la proclamación arrogante de una única Iglesia verdadera. En suma, con las palabras del Evangelio de Juan (8, 32): «la verdad os hará libres». ¡Muchas gracias! |
Hans KungTeólogo suizo nacido el 19 de marzo de 1928 en Sursee. Es uno de los grandes teólogos del siglo XX, habiendo sido catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tübingen. Es doctor en Filosofía y en Teología, habiendo estudiado en la Sorbona y en la Universidad Gregoriana de Roma. Participó como perito invitado en el Concilio Vaticano II. En 1979 se le prohibió dar clases de teología católica tras sus críticas a Juan Pablo II y a la infabilidad papal. Aunque fue citado en varias ocasiones por la Congregación para la Doctrina de la Fe, institución presidida por Joseph Ratzinger (el futuro Benedicto XVI), nunca acudió, y continuó siendo crítico con Juan Pablo II, especialmente tras la publicación de la encíclica Evangelium Vitae. Küng ha acusado a la Iglesia de ser autoritaria; su obra gira en torno a una idea principal: la convivencia de las religiones como paso imprescindible para la formación de una nueva ética mundial. Otro rasgo de su obra es la no equiparación de Jesucristo con Dios, en franca contraposición con la doctrina oficial de la Iglesia y de otros teólogos notables contemporáneos suyos, como el propio Ratzinger o Hans Urs Von Balthasar, para los que Jesucristo es Dios encarnado. Archivos
Diciembre 2013
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