A causa de la contracción económica provocada por la crisis financiera actual, el número de hambrientos ha saltado, según la FAO, de 860 millones a 1.200 millones. Tal hecho perverso impone un desafío ético y político. ¿Cómo atender las necesidades vitales de estos millones y millones de personas?
Históricamente este desafío siempre ha sido grande, pues la necesidad de satisfacer las demandas de alimento nunca ha podido ser plenamente atendida, sea por razones de clima, de fertilidad de los suelos o de desorganización social. A excepción de la primera fase del paleolítico cuando había poca población y superabundancia de medios de vida, siempre ha habido hambre en la historia. La distribución de alimentos ha sido casi siempre desigual. El flagelo del hambre no es propiamente un problema técnico. Existen técnicas de producción de extraordinaria eficacia. La producción de alimentos es superior al crecimiento de la población mundial, pero están pésimamente distribuidos. El 20% de la humanidad dispone para su disfrute del 80% de los medios de vida. El 80% de la humanidad debe contentarse con solo el 20% de ellos. Aquí reside la injusticia. Lo que ocasiona esta situación perversa es la falta de sensibilidad ética de los seres humanos hacia sus semejantes. Es como si hubiésemos olvidado totalmente nuestros orígenes ancestrales de la cooperación originaria que nos permitió ser humanos. Este déficit de humanidad resulta de un tipo de sociedad que privilegia al individuo sobre la sociedad, valora más la apropiación privada que la coparticipación solidaria, más la competición que la cooperación, que da más centralidad a los valores ligados a lo masculino (en el hombre y en la mujer) como la racionalidad, el poder, el uso de la fuerza, que a los valores ligados a lo femenino (también en el hombre y en la mujer) como la sensibilidad hacia los procesos de la vida, el cuidado y la disposición la cooperación. Como se deduce, la ética vigente es egoísta y excluyente. No se pone al servicio de la vida de todos y de su necesario cuidado, sino que está al servicio de los intereses de algunos individuos o grupos con exclusión de otros. En la raíz del flagelo del hambre hay una inhumanidad básica. Si no se fortalece una ética de la solidaridad, del cuidado de unos a otros no habrá modo de superarla. Es importante considerar que el desastre humano del hambre es también de orden político. La política tiene que ver con la organización de la sociedad, con el ejercicio del poder y con el bien común. Desde hace siglos en Occidente, y hoy de manera globalizada, el poder político es rehén del poder económico, articulado en la forma capitalista de producción. La ganancia no es democratizada en beneficio de todos, sino privatizada por aquellos que detentan el tener, el poder y el saber; sólo secundariamente beneficia a los demás. Por tanto, el poder político no sirve al bien común, crea desigualdades que representan una real injusticia social, y hoy mundial. A consecuencia de esto, para millones y millones de personas apenas sobran las migajas que no dan para cubrir sus necesidades vitales. O simplemente mueren como consecuencia de las enfermedades derivadas del hambre, en su mayoría criaturas inocentes. Si no se produce una inversión de valores, si no se instaurara una economía sometida a la política y una política orientada por la ética y una ética inspirada en una solidaridad básica no habrá posibilidad de solución para el hambre y la subnutrición mundial. Gritos desgarradores de millones de hambrientos suben continuamente a los cielos sin que vengan respuestas eficaces de parte alguna y hagan callar ese clamor. Por último, hay que reconocer que el hambre resulta también del desconocimiento de la función de las mujeres en la agricultura. Según la evaluación de la FAO ellas son las que producen gran parte de lo que se consume en el mundo: el 80% – 98% en el África subsahariana, el 50% – 80% en Asia y el 30% en Europa central y del este. No habrá seguridad alimentaria sin mujeres agricultoras, si no se les da más poder de decisión sobre los destinos de la vida en la Tierra. Ellas representan el 60% de la humanidad. Por su naturaleza de mujeres están más ligadas a la vida y a su reproducción. Es absolutamente inaceptable que por el hecho de ser mujeres se les nieguen los títulos de propiedad de tierras y el acceso a los créditos y a otros bienes culturales. Sus derechos reproductivos tampoco son reconocidos y se les impide el acceso a los conocimientos técnicos concernientes a la mejora de la producción de alimentos. Sin estas medidas sigue siendo válida la crítica de Gandhi: «el hambre es un insulto; envilece, deshumaniza y destruye el cuerpo y el espíritu… si no la propia alma; es la forma de violencia más asesina que existe».
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Pongámonos, por un momento, en la piel de los magistrados y magistradas del Supremo Tribunal Federal (STF). Tuvieron que afrontar un proceso de 60 mil páginas: la Acción Penal 470, llamado también “mensualón” (sobre el caso de un enorme plus añadido al salario “mensual”). Se enfrentaban a una tarea hercúlea. Tras la lectura y meditación de la voluminosa documentación, se imponía a la Corte Suprema la primera y desafiante tarea: formarse una convicción sobre la condena o no de los acusados y el tipo de sanción a aplicar. Pero cuando se trata de quitar a un ciudadano su libertad, el regalo más precioso después la vida, especialmente a políticos que ocupaban altos cargos en el gobierno y que en sus biografías llevan marcas de detenciones, torturas y exilios, causadas en la reconquista de la democracia secuestrada por la dictadura militar, debe prevalecer estrictamente imparcialidad y la independencia; en el proceso deben hablar más fuerte las pruebas que los meros indicios, la presión de los medios de comunicación y el juego político. Para poner orden en la argumentación es necesario crear una narrativa coherente que, fundada en el expediente, sostenga una convicción independiente y justa.
Aquí aparece la subjetividad que es el momento ideológico natural e inevitable, ligado a la visión del mundo de los magistrados, a sus biografías, a las relaciones sociales que cultivan y a su lectura de la política nacional. Esto no se critica. El sentido de crisis En este contexto me vino a la mente una categoría fundamental de la filosofía moderna, al menos desde Kierkegaard, Husserl y Ortega y Gasset: la crisis. Para ellos y para nosotros, la crisis no es un mal que nos sucede, pertenece esencialmente a la vida. Donde hay vida hay crisis: de nacimiento, de crecimiento, de madurez, de vejez, y la gran crisis de la muerte. La investigación ha demostrado que el concepto de crisis en su génesis filológica es inherente al poder judicial y a la medicina. Por eso la abordamos en el contexto del "mensualón”. Su significado proviene del sánscrito, nuestra lengua originaria, el griego y el chino. En sánscrito, crisis viene de kri o kir que significa desenredar (scatter, scattering), purificar (pouring out) y limpiar. De la palabra crisis vienen crisol y acrisolar. La crisis sirve como un crisol (vaso donde se purifica el oro de la ganga), refina (purifica, limpia) un proceso vital o histórico de los elementos que se le incrustaron hasta llegar a cubrir su verdadero núcleo. Crisis significa, por lo tanto, el proceso de liberar el núcleo de la cuestión, desembarazada de elementos accidentales. Después de una crisis, ya sea física, mental, moral o religiosa, el ser humano sale purificado, liberando fuerzas para una vida más vigorosa y con un nuevo sentido. Todo proceso de purificación implica una de-cisión que instaura una cisión entre lo verdadero y lo falso, entre lo sustancial y lo accidental. De ahí, su carácter doloroso, y a veces, dramático. De crisis viene también la palabra criterio que es la medida por la cual se puede discernir lo auténtico de lo inauténtico y lo correcto de lo corrupto. En griego crisis (krisis, krínein) significa también la de-cisión en un proceso judicial. El juez estudia las acusaciones, verifica las pruebas de los autos, procesalmente pesa y sopesa los pros y los contras y emite su de-cisión. Introduce una cisión entre la duda y la certeza, entre la prueba y los meros indicios. Lo mismo ocurre en una consulta médica. El médico estudia los síntomas, conjuga los distintos datos y decide: el diagnóstico es este. A todo este proceso de maduración de una decisión los griegos lo llamaban crisis. Cuando se toma la decisión la crisis se acaba. Reina la certeza y la tranquilidad de conciencia. Cuando un enfermo supera el “punto crítico” es señal de que comienza la curación y el médico en poco tiempo podrá darle de alta del hospital. Efectivamente, en la crisis no se trata de opinar sobre algo, sino de decidir sobre algo después de un proceso de creación de convicciones a partir de pruebas seguras. En chino, la palabra crisis resulta de la combinación de dos caracteres: uno para peligro y otro para oportunidad. Vivir es peligroso (Guimarães Rosa) pero está preñado de oportunidades. Siempre es peligroso lanzar un juicio, sea por el juez sea por el médico, pero todo juicio da la oportunidad de poner en limpio las incriminaciones, responder a las dudas y, mediante una decisión conforme a la ley, consolidar la convicción. ¿Politización del STF? Lo que hemos expuesto arriba designa el concepto ideal de crisis (Max Weber) que tiene una función heurística (orientadora). En la práctica, el tratamiento de la crisis es aproximativo y no exento de ambigüedades. En el caso de la Acción Penal 470 cabe preguntar: ¿hacer coincidir el juicio con las elecciones no es entrar en el juego político, ofreciendo una poderosa arma a uno de los dos contendientes? ¿No hay grave riesgo de comprometer los principios de independencia e imparcialidad? ¿Utilizar la polémica teoría “del dominio del hecho total” para encuadrar a la mayoría dentro de un raciocinio lógico-deductivo, no empalidece el principio básico de “presunción de inocencia”? ¿En el furor condemnandi visible en el lenguaje adjetivo de algunos magistrados, no se da un exceso de imputación? La verdad es que los reos deben ser condenados por los crímenes y delitos que cometieron, irrefutablemente comprobados, sea del PT sean de la base aliada, sin importar lo elevado que sea su cargo y respetable su biografía. La ley vale indistintamente para todos. Pero los delitos han sido de distinta naturaleza y cometidos en circunstancias diferentes. ¿Se puede meter a todos en el mismo saco, el famoso “dominio del hecho” sin apenas matizaciones? Cabe a la razón jurídica estudiar con cuidado esta cuestión crucial. Seguramente el juicio fue legal (según las leyes) y moral (realizado por magistrados conscientes y doctos). ¿Pero fue suficientemente ético en el sentido de observación intachable de los principios de imparcialidad, independencia y presunción de inocencia, libre de la fuerte tendencia a condenar? Si se confirmase la sospecha de que la condena de José Genoino y José Dirceu se hizo solo a partir de indicios y por deducciones, sin pruebas suficientes en el expediente y por eso fueran enviados a prisión, aquellos podrían considerarse “prisioneros políticos”, algo imposible en un régimen democrático de derecho. Difícilmente puede escapar de la crítica de comportarse como un tribunal de excepción y de posible corrupción ética en el procedimiento judicial. Hay dudas que dirimir. La historia dirá la última palabra. Llamamiento a la conversión y a la esperanza Por último, es importante reconocer que el PT luchó por una ética en la política (políticos responsables y honestos) y por una ética de la política (instituciones y procedimientos según valores y principios). Con el “mensualón” de algunos de sus miembros se abrió una herida en el partido como un todo, que va a sangrar durante mucho tiempo. Muchas personas, incluso no inscritas en el partido como yo, habíamos depositado nuestra confianza en la seria dimensión ética de las prácticas políticas del PT. Los intelectuales podemos quedar frustrados ante los delitos eventualmente cometidos, pero el pueblo confiante no merece sentirse traicionado y engañado como tantas veces en la historia. Quien cayó siempre puede volver a levantarse y recomenzar. Es lo que pedimos al PT, sin lo cual pierde credibilidad y difícilmente puede seguir presentándose como alternativa a un tipo de política que incorpora en sus hábitos la corrupción y el uso indebido del poder público para garantizar victorias. Se ha creado un vacío que clama ser llenado o por el PT reconvertido o por otros actores que levanten la bandera de la ética y orienten sus prácticas políticas por principios y valores. En esto nuestra esperanza no desfallece. Escribíamos anteriormente que Dios es misterio en sí mismo y para sí mismo. Para los cristianos se trata de un misterio de comunión, no de soledad. Es la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La ortodoxia afirma: hay tres Personas y un solo Dios. ¿Es eso posible? ¿No sería un absurdo 3=1? Aquí tocamos en lo que los cristianos sobrentienden cuando dicen “Dios”. Es diferente al monoteísmo absoluto judío y musulmán. Sin abandonar el monoteísmo, es necesaria una aclaración de esta Trinidad.
El tres es con seguridad un número. Pero no como resultado de 1+1+1=3. Si pensamos así, matemáticamente, entonces Dios no es tres sino uno y único. El número tres funciona como un símbolo para indicar que bajo el nombre Dios hay comunión y no soledad, distinciones que no se excluyen sino que se incluyen, que no se oponen sino que se componen. El número tres sería como la aureola que colocamos simbólicamente alrededor de la cabeza de las personas santas. No es que ellas anden por ahí con esa aureola, sino que para nosotros es el símbolo que indica que estamos delante de figuras santas. Lo mismo ocurre con el número tres. Con el tres decimos que en Dios hay distinciones. Si no hubiese distinciones reinaría la soledad del uno. La palabra Trinidad (número tres) está en lugar de amor, comunión e inter-retro-relaciones. Trinidad significa exactamente esto: distinciones en Dios que permiten el intercambio y la mutua entrega de Padre, Hijo y Espíritu. En rigor, como ya lo vio el genio de san Agustín, no se debería hablar de tres personas. Cada Persona divina es única y los únicos no se suman porque el único no es un número. Si digo uno en términos de número, entonces no hay como parar: siguen el dos, el tres, el cuatro y así indefinidamente. Kant erróneamente lo entendió así y por eso rechazaba la idea de Trinidad. Por lo tanto, el número tres tiene valor simbólico y no matemático. ¿Qué es lo que simboliza? C. G. Jung viene en nuestra ayuda. Él escribió un amplio ensayo sobre el sentido arquetípico-simbólico de la Trinidad cristiana. El tres expresa la relación tan íntima e infinita entre las distintas Personas que se unifican, es decir, se hacen uno, un solo Dios. Pero si son tres Únicos ¿no resultaría el triteísmo, es decir, tres Dioses en vez de uno, el monoteísmo? Así sería si funcionase la lógica matemática de los números. Si sumo una manga + una manga + una manga, resultan tres mangas. Pero con la Trinidad no es así, pues estamos delante de otra lógica, la de las relaciones interpersonales. Según esta lógica, las relaciones no se suman; ellas se entrelazan y se incluyen, formando una unidad. Así, padre, madre e hijos constituyen un único juego de relaciones, formando una única familia. La familia resulta de las relaciones inclusivas entre los miembros que la componen. No hay padre y madre sin hijo, ni hay hijo sin padre y madre. Los tres se unifican, se hacen uno, una única familia. Tres distintos pero una sola familia, la trinidad humana. Cuando hablamos de Dios-Trinidad entra en acción esta lógica de las relaciones interpersonales y no la de los números. En otras palabras: la naturaleza íntima de Dios no es soledad sino comunión. Si hubiese un solo Dios, reinaría verdaderamente la soledad absoluta. Si hubiese dos, uno frente a otro, habría distinción y al mismo tiempo separación y exclusión (uno no es el otro) y una mutua contemplación. ¿No sería egoísmo a dos? Con el tres, el uno y el dos se vuelven hacia el tres, superan la separación y se encuentran en el tres. Irrumpe la comunión circular y la inclusión de los unos en los otros, por los otros y con los otros, en una palabra: la Trinidad. Lo que primero existe es la simultaneidad de tres Únicos. Nadie es antes o después. Surgen juntos comunicándose siempre de manera recíproca y sin fin. Por eso decíamos: en el principio está la comunión. Como consecuencia de esta comunión infinita resulta la unión y la unidad en Dios. Entonces: tres Personas y un solo Dios-comunión. ¿No nos dicen exactamente eso los modernos cosmólogos? El universo está hecho de relaciones y no existe nada fuera de ellas. El universo es la gran metáfora de la Trinidad, todo es relación de todo con todo: un uni-verso. Y nosotros dentro de él. La especificidad del ser humano surgió de una forma misteriosa y es de difícil reconstrucción histórica. Pero hay indicios de que hace siete millones de años a partir de un antepasado común habría comenzado la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos.
Etnobiólogos y arqueólogos nos señalan un hecho singular. Cuando nuestros antepasados antropoides salían a cosechar frutos, semillas, cazas y pesca, no comían individualmente. Recogían los alimentos y los llevaban al grupo. Y ahí practicaban la comensalidad, esto es: distribuían los alimentos entre ellos y los comían comunitariamente. Esta comensalidad permitió el salto de la animalidad hacia la humanidad. Esa pequeña diferencia hace toda una diferencia. Lo que ayer nos hizo humanos, todavía hoy sigue haciéndonos de nuevo humanos. Y si no está presente, nos deshumanizamos, crueles y sin piedad. ¿No es esta, lamentablemente, la situación de la humanidad actual? Un elemento productor de humanidad, estrechamente ligado a la comensalidad, es la culinaria, la cocina, es decir, la preparación de los alimentos. Bien escribió Claude Lévi-Strauss, eminente antropólogo que trabajó muchos años en Brasil: «el dominio de la cocina constituye una forma de actividad humana verdaderamente universal. Así como no existe sociedad sin lenguaje, así tampoco hay ninguna sociedad que no cocine algunos de sus alimentos». Hace 500 mil años el ser humano aprendió a hacer fuego y a domesticarlo. Con el fuego empezó a cocinar los alimentos. El «fuego culinario» es lo que diferencia al ser humano de otros mamíferos complejos. El paso de lo crudo a lo cocido se considera uno de los pasos del animal al ser humano civilizado. Con el fuego surgió la cocina propia de cada pueblo, de cada cultura y de cada región. No se trata nunca de cocinar solamente los alimentos sino de darles sabor. Las distintas cocinas crean hábitos culturales, entre nosotros frecuentemente vinculados a ciertas fiestas como Navidad (pavo asado), Pascua (huevos de chocolate), año nuevo (carne de cerdo) san Juan (maíz asado) y otras. Nutrirse nunca es un acto biológico individual mecánico. Consumir comensalmente es comulgar con los que comen con nosotros, comulgar con las energías cósmicas que subyacen a los alimentos, especialmente la fertilidad de la tierra, el sol, los bosques, las aguas y los vientos. Debido a este carácter numinoso del comer/consumir/comulgar, toda comensalidad es en cierta forma sacramental. Adornamos los alimentos, porque no comemos sólo con la boca sino también con los ojos. El momento de comer es uno de los más esperados del día y de la noche. Tenemos la conciencia instintiva y refleja de que sin el comer no hay vida ni supervivencia, ni alegría de existir y de coexistir. Durante millones de años los seres humanos fueron tributarios de la naturaleza, sacaban de ella lo que necesitaban para sobrevivir. De la apropiación de los frutos de la naturaleza evolucionaron hacia su producción mediante la creación de la agricultura que supone la domesticación y el cultivo de semillas y plantas. Hace unos 10 a 12 mil años ocurrió tal vez la mayor revolución de la historia humana: de nómadas, los seres humanos se hicieron sedentarios. Fundaron los primeros pueblos (12.000 a.C.), inventaron la agricultura (9.000 a.C.) y empezaron a domesticar y a criar animales (8.500 a.C.). Se creó un proceso civilizatorio extremadamente complejo con revoluciones sucesivas: la industrial, la nuclear, la cibernética, la de la nanotecnología, la de la información hasta llegar a nuestro tiempo. Primero, fueron cultivados vegetales y cereales salvajes, probablemente por obra las mujeres, más observadoras de los ritmos de la naturaleza. Todo parece haberse iniciado en Oriente Medio entre los ríos Tigris y Éufrates y en el valle del Indo de la India. Ahí se cultivó el trigo, la cebada, la lenteja, las habas y el guisante. En América Latina fue el maíz, el aguacate, el tomate, la yuca y los fríjoles. En Oriente fue el arroz y el mijo. En África, el maíz y el sorgo. Después, hacia 8.500 a.C. se domesticaron especies animales, comenzando por cabras, carneros, y luego el buey y el cerdo. Entre las galináceas la primera fue la gallina. Todo fue por la invención de la rueda, la azada, el arado y otros utensilios de metal hacia el año 4.000 a.C. Estos pocos datos son hoy día avalados científicamente por arqueólogos y etnobiólogos usando las más modernas tecnologías del carbono radioactivo, el microscopio electrónico y el análisis químico de sedimentos, de cenizas, de pólenes, de huesos y carbones de maderas. Los resultados permiten reconstruir cómo era la ecología local y cómo se efectuaba su utilización económica por parte de las poblaciones humanas. Al plantar y recoger el trigo o el arroz se podían crear reservas, organizar la alimentación de los grupos, hacer crecer la familia y así la población. El ser humano tuvo que ganar la vida con el sudor de su frente. Y lo hizo con furor. El avance de la agricultura y de cría de animales hizo desaparecer lentamente la décima parte de toda la vegetación salvaje y de todos los animales. Todavía no había preocupación por la gestión responsable del medio ambiente. También sería difícil imaginarla, dada la riqueza de los recursos naturales y la capacidad de regeneración de los ecosistemas. De todas formas, el neolítico puso en marcha un proceso que nos ha llegado hasta el día de hoy. La seguridad alimentaria y el gran banquete que la revolución agrícola podría haber preparado para toda la humanidad, en el cual todos serían igualmente comensales, todavía no puede ser celebrado todavía. Más de mil millones de seres humanos están a los pies de la mesa, esperando alguna migaja para poder matar el hambre. La Cúpula Mundial de la Alimentación celebrada en Roma en 1996, que se propuso erradicar el hambre para el 2015, dijo que «la seguridad alimentaria existe cuando todos los seres humanos tienen, en todo momento, acceso físico y económico a una alimentación suficiente, sana y nutritiva, que les permite satisfacer sus necesidades energéticas y sus preferencias alimentarias a fin de llevar una vida san y activa». Ese propósito fue asumido por las Metas del Milenio de la ONU. Lamentablemente la propia FAO en 1998 y ahora la ONU comunicaron que estos propósitos no serán alcanzados a menos que se supere el foso demasiado grande de las desigualdades sociales. Mientras no demos este salto no completaremos todavía nuestra humanidad. Este es el gran desafío del siglo XXI, el de ser plenamente humanos. El 5 y 6 de octubre tuvo lugar en Asís una edición más del «Atrio de los Gentiles», iniciativa del Consejo Pontificio de la Cultura del Vaticano, enfocada a la cuestión de Dios. El presidente de Italia, Giorgio Napolitano y el cardenal Gianfranco Ravasi, al frente del Consejo y famoso exégeta bíblico, realizaron un incitante diálogo sobre «Dios, ese desconocido».
Con el «Atrio de los Gentiles» se está haciendo un esfuerzo para poner a dialogar a creyentes y no creyentes. El Atrio era el espacio alrededor del templo de Jerusalén accesible a los gentiles (paganos) que, de otra manera, jamás podrían entrar en el templo. Ahora se busca quitar las prohibiciones para que todos puedan acceder al templo. A este propósito me permito una reflexión que me acompaña a largo de toda mi vida de teólogo: pensar a Dios más allá de las objetivaciones religiosas (metafísicas) y procurar interpretarlo como Misterio siempre desconocido y, al mismo tiempo, siempre conocido. ¿Por qué este camino? Einstein nos da una pista: «el hombre que no tiene los ojos abiertos al Misterio pasará por la vida sin ver nunca nada». Efectivamente, a dondequiera que dirijamos la mirada, hacia lo grande y hacia lo pequeño, hacia fuera y hacia dentro, hacia lo alto y hacia lo bajo, hacia todos los lados, encontramos el Misterio. Misterio no es lo desconocido; es lo conocido que nos fascina y nos atrae para conocerlo más y más, y, al mismo tiempo, nos causa extrañeza y reverencia. Porque siempre está ahí, se ofrece permanentemente a nuestro conocimiento y al intentar conocerlo, percibimos que nuestra sed y hambre de conocerlo nunca se sacia. Pero, en el mismo momento en que lo captamos, se nos escapa en dirección a lo desconocido. Lo perseguimos sin cesar y aún así sigue siendo Misterio en todo conocimiento, creándonos una atracción invencible, un temor y una reverencia irresistibles. El Misterio es. Mi tesis de base es esta: En el principio estaba el Misterio. El Misterio era Dios. Dios era el Misterio. Dios es Misterio para nosotros y para Sí mismo. Es Misterio para nosotros en la medida en que nunca acabamos de aprehenderlo ni por la razón ni por la inteligencia. Cada encuentro deja una ausencia que lleva a otro encuentro. Cada conocimiento abre otra ventana a un nuevo conocimiento. El Misterio de Dios no es el límite del conocimiento sino lo ilimitado del conocimiento. Es el amor que no conoce reposo. El Misterio no cabe en ningún esquema ni es aprisionado en ninguna doctrina. Está siempre por conocer. El Misterio es una Presencia ausente. Y también una Ausencia presente. Se manifiesta en nuestra absoluta insatisfacción que incansablemente y en vano busca satisfacción. En este transitar entre Presencia y Ausencia se realiza el ser humano, trágico y feliz, entero pero inacabado. Dios es misterio en sí mismo y para sí mismo. Dios es misterio en sí mismo porque su naturaleza es Misterio. Por eso, Dios en cuanto Misterio se autoconoce y, sin embargo, su autoconocimiento nunca termina. Se revela a sí mismo y se retrae sobre sí mismo. El conocimiento de su naturaleza de Misterio es cada vez entero y pleno y, al mismo tiempo, abierto siempre a una nueva plenitud, permaneciendo siempre Misterio, eterno e infinito para Dios mismo. Si no fuese así no sería lo que es: Misterio. Por lo tanto, es un absoluto Dinamismo sin límites. Dios es Misterio para sí mismo, es decir, por más que Él se autoconozca nunca agota su autoconocimiento. Está abierto a un futuro que es realmente futuro. Por lo tanto, a algo que todavía no se ha dado, pero que puede darse como nuevo para sí mismo. Con la encarnación Dios empezó a ser aquello que antes no era. Por lo tanto, en Dios hay un devenir, un hacerse. Pero el Misterio, por un dinamismo intrínseco, se revela y se auto comunica permanentemente. Sale de sí y conoce y ama lo nuevo que se manifiesta de él. Lo que va a revelarse no es reproducción de lo mismo, sino siempre distinto y nuevo, también para Él. A diferencia del enigma, que una vez conocido desaparece, el Misterio cuanto más conocido más aparece como desconocido, es decir, como Misterio que invita a más conocimiento y a mayor amor. Decir Dios-Misterio es expresar un dinamismo sin residuo, una vida sin entropía, una irrupción sin pérdida, un devenir sin interrupción, un eterno venir a ser siendo siempre, y una belleza siempre nueva y diferente que jamás se marchita. Misterio es Misterio, ahora y siempre, desde toda la eternidad y por toda la eternidad. Delante del Misterio se ahogan las palabras, desfallecen las imágenes y mueren las referencias. Lo que nos cabe es el silencio, la reverencia, la adoración y la contemplación. Éstas son las actitudes adecuadas al Misterio. Asumiendo tal comprensión se derriban todos los muros. Ya no habrá Atrio de los Gentiles y tampoco existirá más templo porque Dios no tiene religión. Él es simplemente el Misterio que liga y religa todo, cada persona y el universo entero. El Misterio nos penetra y estamos sumergidos en Él. En el Instituto Humanitas de la Unisinos de los Jesuitas en São Leopoldo (Brasil) se está celebrando del 7 al 11 de octubre el 40º aniversario del nacimiento de la Teología de la Liberación. Están presentes los principales representantes de América Latina, especialmente, su primer formulador, el peruano Gustavo Gutiérrez. Curiosamente en ese mismo año de 1971, sin que ninguno supiese de los otros, Gutiérrez en Perú, Hugo Assman en Bolivia, Juan Luis Segundo en Uruguay y yo mismo en Brasil publicábamos nuestros escritos, que son considerados los fundadores de este tipo de teología. ¿No sería la irrupción Espíritu que soplaba en nuestro Continente marcado por tantas opresiones?
Para burlar los órganos de control y represión de los militares, yo publicaba todos los meses de 1971 un artículo en una revista para religiosas Sponsa Christi (Esposa de Cristo) con el título: Jesucristo el Liberador. En marzo de 1972 reuní los artículos y me arriesgué a publicarlos en forma de libro. Tuve que esconderme durante dos semanas porque la policía política me buscaba. Las palabras «liberación» y «liberador» habían sido prohibidas y no podían ser usadas públicamente. Al abogado de la Editora Vozes le costó mucho convencer a los agentes de vigilancia de que se trataba de un libro de teología, con muchas notas de pie de página de literatura alemana y que no era una amenaza para el Estado de Seguridad Nacional. ¿Cuál es la singularidad del libro (hoy en su 21 edición)? Presentaba, fundada en una exégesis rigurosa de los evangelios, una figura de Jesús como liberador de las distintas opresiones humanas. Contra dos de ellas tuvo que enfrentarse directamente: la religiosa en forma de fariseísmo en la estricta observancia de las leyes religiosas. La otra, política, la ocupación romana que implicaba reconocer al imperador como «dios» y asistir a la penetración de la cultura helenística pagana en Israel. A la opresión religiosa, Jesús contrapone una «ley» mayor, la del amor incondicional a Dios y al prójimo. Éste es para él toda persona de la cual me aproximo, especialmente los pobres e invisibles, aquellos que no cuentan socialmente. A la política se opone, en vez de someterse al imperio de los Césares, anunciando el Reino de Dios, un delito de lesa majestad. Este Reino comportaba una revolución absoluta del cosmos, de la sociedad, de cada persona y una redefinición del sentido de la vida a la luz de Dios, llamado Abba, es decir, padre amoroso y lleno de misericordia, que hacía que todos se sintiesen sus hijos e hijas y hermanos y hermanas unos de otros. Jesús actuaba con la autoridad y la convicción de alguien enviado por el Padre para liberar a la creación herida por las injusticias. Mostraba un poder que aplacaba tempestades, curaba enfermos, resucitaba muertos y llenaba de esperanza a todo el pueblo. Algo realmente revolucionario iba a suceder: la irrupción del Reino que es de Dios y también de los humanos por su compromiso. En estos dos frentes creó un conflicto que lo llevó a la cruz. No murió en la cama rodeado de discípulos, sino ejecutado en la cruz como consecuencia de su mensaje y de su práctica. Todo indicaba que su utopía había sido frustrada. Pero he aquí que sucedió algo inaudito: la hierba no creció sobre su sepultura. Unas mujeres anunciaron a los apóstoles que había resucitado. La resurrección no hay que identificada con la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro, sino como la irrupción del ser nuevo, no sujeto ya al espacio-tiempo y a la entropía natural de la vida. Por eso atravesaba paredes, aparecía y desaparecía. Su utopía del Reino como transfiguración de todas las cosas, al no poder realizarse globalmente, se concretó en su persona mediante la resurrección. Es el Reino de Dios concretado en Él. La resurrección es el hecho mayor del cristianismo sin el cual no se sostiene. Sin ese acontecimiento bienaventurado, Jesús sería como tantos profetas sacrificados por los sistemas de opresión. La resurrección significa la gran liberación y también una insurrección contra este tipo de mundo. Quien resucita no es un Cesar o un Sumo Sacerdote, sino un crucificado. La resurrección da razón a los crucificados de la historia de la justicia y del amor. Ella nos asegura que el verdugo no triunfa sobre la víctima. Significa la realización de las potencialidades escondidas en cada uno de nosotros: la irrupción del hombre nuevo. ¿Cómo entender a esa persona? Los discípulos le atribuyeron todos los títulos, Hijo del Hombre, Profeta, Mesías y otros. Al final concluyeron: humano así como Jesús sólo puede ser Dios mismo. Y empezaron a llamarle Hijo de Dios. Anunciar un Jesucristo liberador en el contexto de opresión que existía y aún persiste en Brasil y en América Latina era y es peligroso. No sólo para la sociedad dominante sino también para ese tipo de Iglesia que discrimina a mujeres y laicos. Por eso su sueño siempre será retomado por aquellas personas que se niegan a aceptar el mundo así como existe. Tal vez sea este el sentido de un libro escrito hace 40 años. La crisis ecológico-social que se extiende por todos los países nos está obligando a repensar el crecimiento y el desarrollo, como sucedió en la Río+20. Sentimos empíricamente los límites de la Tierra. Los modelos hasta ahora vigentes se muestran insostenibles.
Por esta razón, muchos analistas afirman: los países desarrollados deben superar el fetiche del desarrollo/crecimiento sostenible a toda costa. Ellos no lo necesitan porque han conseguido prácticamente todo lo necesario para una vida decente y libre de necesidades. Por eso, en lugar de crecimiento/desarrollo se impone una visión ecológico-social: la prosperidad sin crecimiento (mejorar la calidad de vida, la educación, los bienes intangibles). Por el contrario, los países pobres y emergentes necesitan prosperidad con crecimiento. Ellos tienen urgencia de satisfacer las necesidades de sus poblaciones empobrecidas (80% de la humanidad). Ya no es sensato perseguir el propósito central del pensamiento económico industrialista/consumista/capitalista que planteaba la pregunta: ¿cómo ganar más?, y que suponía la dominación de la naturaleza en vista del beneficio económico. Ahora ante la realidad que ha cambiado, la pregunta es otra: ¿cómo producir, viviendo en armonía con la naturaleza, con todos los seres vivos, con los seres humanos y con el Trascendente? En la respuesta a esta pregunta se decide si hay prosperidad sin crecimiento para los países desarrollados y con crecimiento para los pobres y emergentes. Para comprender mejor esta ecuación es ilustrativo distinguir cuatro tipos de capital: el natural, el material, el humano y el espiritual. En la articulación de los cuatro se genera la prosperidad con o sin crecimiento. El capital natural está formado por los bienes y servicios que la naturaleza ofrece gratuitamente. El capital material es el producido por el trabajo humano. Y aquí hay que considerar bajo qué condiciones de explotación humana y de degradación de la naturaleza ha sido construido. El capital humano está formado por la cultura, las artes, las visiones de mundo, la cooperación, realidades pertenecientes a la esencia de la vida humana. Aquí es importante reconocer que el capitalmaterial ha sometido al capital humano a distorsiones pues también ha hecho mercancía de los bienes culturales. Como denunció recientemente David Yanomami, chamán y cacique, en un libro lanzado en Francia y titulado La caída del cielo: «vosotros, blancos, sois el pueblo de la mercancía, el pueblo que no escucha la naturaleza porque solo se interesa por beneficios económicos»(desinformemonos.org). Lo mismo se debe decir del capital espiritual. Pertenece también a la naturaleza del ser humano que se pregunta por el sentido de la vida y del universo, lo que podemos esperar más allá de la muerte, los valores de excelencia como el amor, la amistad, la compasión y la apertura al Transcendente. Pero debido al predominio de lo material, loespiritual se encuentra anémico y todavía no puede mostrar toda su capacidad de transformación y de creación de equilibrio y de sustentabilidad a la vida humana, a la sociedad y a la naturaleza. El desafío que se presenta hoy es: cómo pasar del capital material al capital humano y espiritual. Lógicamente, lo humano y lo espiritual no eximen del capital material. Necesitamos un cierto crecimiento material para garantizar, con suficiencia y decencia, el sostenimiento material de la vida. Sin embargo, no podemos restringirnos a un crecimiento con prosperidad porque éste no es un fin en sí mismo. Se ordena al desarrollo integral del ser humano. Modernamente, fue Amartya Sen, el indio y premio Nobel de economía de 1998, quien mejor nos ayudó a comprender lo que es el desarrollo humano, capaz de ser sostenible y traer prosperidad. El título de su libro define ya la tesis central: Desarrollo como libertad (Companhia das Letras 2001). El autor se sitúa en el corazón del capitalhumano al definir el desarrollo como «el proceso de expansión de las libertades sustantivas de las personas» (p. 336). El brasilero Marcos Arruda, economista y educador, presentó también un proyecto de educación transformadora a partir de la praxis y como ejercicio democrático de todas las libertades (Educación para una economía del amor: educación de la praxis y economía solidaria, Idéias e Letras 2009). No se trata solamente de atender a la nutrición y la salud, condiciones de base para cualquier prosperidad, lo decisivo reside en transformar al ser humano. Para Amarthya Sen y para Arruda son fundamentales para eso la educación y la democracia participativa. La educación no para ser secuestrada como un artículo de mercado (profesionalización), sino como la forma de hacer surgir y desarrollar las potencialidades y capacidades del ser humano, cuya «vocación ontológica e histórica es ser más... lo que implica un superarse, un ir más allá de sí mismo, un activar los potenciales latentes en su ser» (Arruda, Educación para una economía del amor,103). El crecimiento/desarrollo que busca la prosperidad supone entonces la ampliación de las oportunidades de modelar la vida y definirle un destino. El ser humano se descubre un ser utópico, es decir, un ser siempre en construcción, habitado por un sinnúmero de potencialidades. Crear las condiciones para que ellas puedan salir a la luz y sean implementadas es el propósito del desarrollo humano como prosperidad. Se trata de humanizar lo humano. Al servicio de este propósito están los valores ético-espirituales, las ciencias, las tecnologías y nuestros modos de producción. La forma política más adecuada para propiciar el desarrollo humano sostenible y próspero es, según Sen y Arruda, al lado de la educación, la democracia participativa. Todos deben sentirse incluidos para, unidos, construir el bien común. Este capital humano y espiritual cuanto más se usa más crece, al contrario del capital material que cuanto más se usa más disminuye. Tal vez sea este el gran legado de la crisis actual. El centro de la predicación de Jesús no fue la Iglesia sino el Reino de Dios: una utopía de revolución/reconciliación total de toda la creación. Es tan cierto esto que los evangelios, a excepción del de san Mateo, nunca hablan de Iglesia sino siempre de Reino. Con el rechazo a la persona y al mensaje de Jesús, el Reino no vino y en su lugar surgió la Iglesia como comunidad de los que dan testimonio de la resurrección de Jesús y guardan su legado intentando vivirlo en la historia.
Desde su inicio se estableció una bifurcación: el grueso de los fieles asumió el cristianismo como camino espiritual, en diálogo con la cultura ambiente. Y otro grupo, mucho menor, aceptó asumir, bajo control del Emperador, la conducción moral del Imperio romano en franca decadencia. Copió las estructuras jurídico-políticas imperiales para la organización de la comunidad de fe. Ese grupo, la jerarquía, se estructuró alrededor de la categoría «poder sagrado» (sacra potestas). Fue un camino de altísimo riesgo, porque si hay una cosa que Cristo siempre rechazó fue el poder. Para él, el poder en sus tres expresiones, como aparece en las tentaciones en el desierto –el profético, el religioso y el político–, cuando no es servicio sino dominación pertenece a la esfera de lo diabólico. Sin embargo este fue el camino recorrido por la Iglesia-institución jerárquica bajo la forma de una monarquía absolutista que rechaza hacer partícipes de ese poder a los laicos, la gran mayoría de los fieles. Ella nos llega hasta nuestros días en un contexto de gravísima crisis de confiabilidad. Ocurre que cuando predomina el poder, se ahuyenta el amor. Efectivamente, el estilo de organización de la Iglesia jerárquica es burocrático, formal y a veces inflexible. En ella todo se cobra, nada se olvida y nunca se perdona. Prácticamente no hay espacio para la misericordia y para una verdadera comprensión de los divorciados y de los homoafectivos. La imposición del celibato a los sacerdotes, el enraizado antifeminismo, la desconfianza de todo lo que tiene que ver con sexualidad y placer, el culto a la personalidad del papa y su pretensión de ser la única Iglesia verdadera y la «única guardiana establecida por Dios de la eterna, universal e inmutable ley natural», que así, en palabras de Benedicto XVI, «asume una función directiva sobre toda la humanidad». El entonces cardenal Ratzinger todavía en el año 2000 repitió en el documento Dominus Jesus la doctrina medieval de que «fuera de la Iglesia no hay salvación» y que los de afuera «corren grave riesgo de perderse». Este tipo de Iglesia seguramente no tiene salvación. Lentamente pierde sostenibilidad en todo el mundo. ¿Cuál sería la Iglesia digna de salvación? Aquella que humildemente vuelve a la figura del Jesús histórico, obrero simple y profético, Hijo encarnado, imbuido de una misión divina de anunciar que Dios está ahí con su gracia y misericordia para todos; una Iglesia que reconoce a las demás Iglesias como expresiones diferentes de la herencia sagrada de Jesús; que se abre al diálogo con todas las demás religiones y caminos espirituales viendo ahí la acción del Espíritu que llega siempre antes que el misionero; que está dispuesta a aprender de toda la sabiduría acumulada de la humanidad; que renuncia a todo poder y espectacularización de la fe para que no sea mera fachada de una vitalidad inexistente; que se presenta como «abogada y defensora» de los oprimidos de cualquier clase, dispuesta a sufrir persecuciones y martirios a semejanza de su fundador; que en ella el papa tuviese el valor de renunciar a la pretensión de poder jurídico sobre todos y fuese señal de referencia y de unidad de la Propuesta Cristiana con la misión pastoral de fortalecer a todos en la fe, en la esperanza y en el amor. Esta Iglesia está en el ámbito de nuestras posibilidades. Basta imbuirnos del espíritu del Nazareno. Entonces sería verdaderamente la Iglesia de los humanos, de Jesús, de Dios, la comprobación de que la utopía de Jesús del Reino es verdadera. Sería un espacio de realización del Reino de los liberados al cual estamos convocados todos. Esta pregunta ha sido formulada por uno de los más renombrados y fecundos teólogos del área del catolicismo: el suizo-alemán Hans Küng en un libro reciente que lleva este mismo título ¿Tiene la Iglesia salvación? (2012). De forma entusiasta fomentó la renovación de la Iglesia junto con su colega de la Universidad de Tubinga, Joseph Ratzinger. Ha escrito una vasta obra sobre la Iglesia, el ecumenismo, las religiones y otros temas relevantes. Debido a un libro suyo que cuestionaba la infalibilidad papal fue duramente castigado por la ex-Inquisición. No abandonó la Iglesia, sino que se empeñó como pocos en su reforma con libros, cartas abiertas y llamamientos a obispos y a la comunidad cristiana para que se abriesen al diálogo con el mundo moderno y con la nueva situación planetaria de la humanidad. No se evangelizan personas, hijos e hijas de nuestro tiempo, presentándoles un modelo de Iglesia, hecha bastión de conservadurismo y de autoritarismo y sintiéndose una fortaleza asediada por la modernidad, que es considerada responsable de todo tipo de relativismo. Digamos de paso que la crítica feroz que el papa actual dirige contra el relativismo, la realiza a partir de su polo opuesto, un invencible absolutismo. Esta es la tónica que está siendo impuesta por los dos últimos papas, Juan Pablo I y Benedicto XVI: un no a las reformas y una vuelta a la tradición y a la gran disciplina, orquestadas por la jerarquía eclesiástica.
El presente libro: ¿Tiene salvación la Iglesia? (2012) expresa un grito casi desesperado en pro de transformaciones y, al mismo tiempo, una manifestación generosa de esperanza de que éstas son posibles y necesarias, si no se quiere entrar en un lamentable colapso institucional. Quede claro, para empezar, que cuando Küng y yo mismo hablamos de Iglesia, entendemos la comunidad de aquellos que se sienten comprometidos con la figura y la causa de Jesús, cuyo foco reside en el amor incondicional, en la centralidad de los pobres e invisibles, en la hermandad de todos los seres humanos y en la revelación de que somos hijos e hijas de Dios, siendo el mismo Jesús quien dejó entrever que él era el propio Hijo de Dios que asumió nuestra contradictoria humanidad. Éste es el sentido originario y verdadero de Iglesia. Pero históricamente la palabra Iglesia ha sido apropiada por la jerarquía (desde el papa a los curas); ella se identifica como Iglesia tout court y se presenta como la Iglesia. Pues bien, lo que está en profunda crisis es esta segunda concepción de Iglesia, que Küng llama “sistema romano”, o sea, “la Iglesia institución-jerárquica” o “la estructura monárquico-absolutista de mando”, cuya sede se encuentra en el Vaticano y se centra en la figura del papa con el aparato que le rodea: la curia romana. Esta crisis se prolonga desde hace siglos y el clamor por cambios atraviesa la historia de la Iglesia, culminando en la Reforma del siglo XVI y en el Concilio Vaticano II (1962-1965) de nuestros días. En términos estructurales, las reformas estructurales siempre fueron superficiales o aplazadas o simplemente abortadas. En los últimos tiempos, sin embargo, la crisis ha adquirido una gravedad especial. La Iglesia institución (papa, cardenales, obispos y curas), repito, no la gran comunidad de los fieles, ha sido alcanzada en su corazón, en aquello que era su gran pretensión: la de ser “guía y maestra de moral” para toda la humanidad. Algunos datos ya conocidos han puesto en jaque tal pretensión y han llevado el descrédito a la Iglesia institución, lo cual ha ocasionado gran emigración de fieles: Los escándalos financieros involucrando al Banco Vaticano (IOR), que se transformó en una especie de off-shore de lavado de dinero; los documentos secretos sustraídos, quien sabe si hasta de la mesa del papa, por su propio secretario y vendidos a los periódicos, revelando las intrigas por el poder entre cardenales; y especialmente la cuestión de los sacerdotes pedófilos, miles de casos en varios países, que involucran a padres, obispos y hasta al cardenal de Viena Hans Hermann Groer. Gravísima fue la instrucción dada por el entonces cardenal Ratzinger a todos los obispos del mundo de encubrir, bajo sigilo pontificio, los abusos sexuales a menores para evitar que los curas pedófilos fuesen denunciados a las autoridades civiles. Finalmente el papa tuvo que reconocer el carácter criminal de la pedofilia y aceptar su enjuiciamiento por los tribunales civiles. Küng muestra, con erudición histórica irrefutable, los pasos dados por los papas al pasar de sucesores de Pedro a vicarios de Cristo y a representantes de Dios en la Tierra. Los títulos que el canon 331 confiere al papa son de tal magnitud que, en realidad, caben solamente a Dios. Una monarquía papal absoluta con báculo dorado no concuerda con el cayado de madera del Buen Pastor que cuida con amor de sus ovejas y las confirma en la fe, como pidió el Maestro (Lc 22,32). Escribíamos anteriormente en estas páginas que la crisis de la Iglesia-institución-jerarquía radica en la absoluta concentración de poder en la persona del papa, poder ejercido de forma absolutista, distanciado de cualquier participación de los cristianos y creando obstáculos prácticamente insuperables para el diálogo ecuménico con las otras Iglesias.
No fue así al principio. La Iglesia era una comunidad fraternal. No existía todavía la figura del papa. Quien dirigía la Iglesia era el emperador pues él era el Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) y no el obispo de Roma ni el de Constantinopla, las dos capitales del Imperio. Así el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico de Nicea (325) para decidir la cuestión de la divinidad de Cristo. Todavía en el siglo VI el emperador Justiniano, que rehízo la unión de las dos partes del Imperio, la de Occidente y la de Oriente, reclamó para sí el primado de derecho y no el de obispo de Roma. Sin embargo, por el hecho de estar en Roma las sepulturas de Pedro y de Pablo, la Iglesia romana gozaba de especial prestigio, así como su obispo, que ante los otros tenía la “presidencia en el amor” y “ejercía el servicio de Pedro”, el de “confirmar en la fe”, no la supremacía de Pedro en el mando. Todo cambió con el papa León I (440-461), gran jurista y hombre de Estado. Él copió la forma romana de poder que es el absolutismo y el autoritarismo del emperador. Comenzó a interpretar en términos estrictamente jurídicos los tres textos del Nuevo Testamento referentes a Pedro: Pedro como piedra sobre la cual se construiría la Iglesia (Mt 16,18), Pedro, el confirmador en la fe (Lc 22,32) y Pedro como Pastor que debe cuidar de sus ovejas (Jn 21,15). El sentido bíblico y jesuánico va en una línea totalmente contraria: la del amor, el servicio y la renuncia a cualquier honor. Pero predominó la lectura del derecho romano absolutista. Consecuentemente León I asumió el título de Sumo Pontífice y de Papa en sentido propio. Después, los demás papas empezaron a usar las insignias y la indumentaria imperial, la púrpura, la mitra, el trono dorado, el báculo, las estolas, el palio, la muceta, se establecieron los palacios con su corte y se introdujeron hábitos palaciegos que perduran hasta los días actuales en los cardenales y en los obispos, cosa que escandaliza a no pocos cristianos que leen en los evangelios que Jesús era un obrero pobre y sin galas. Entonces empezó a quedar claro que los jerarcas están más próximos al palacio de Herodes que a la gruta de Belén. Pero hay un fenómeno de difícil comprensión para nosotros: en el afán por legitimar esta transformación y garantizar el poder absoluto del papa, se forjaron una serie de documentos falsos. Primero, una pretendida carta del papa Clemente (+96), sucesor de Pedro en Roma, dirigida a Santiago, hermano del Señor, el gran pastor de Jerusalén, en la cual decía que Pedro antes de morir había determinado que él, Clemente, sería el único y legítimo sucesor. Y evidentemente los demás que vendrían después. Falsificación todavía mayor fue la famosa Donación de Constantino, un documento forjado en la época de León I según el cual Constantino habría hecho al papa de Roma la donación de todo el Imperio Romano. Más tarde, en las disputas con los reyes francos, se creó otra gran falsificación, las Pseudodecretales de Isidoro que reunían falsos documentos y cartas como si proviniesen de los primeros siglos, que reforzaban el primado jurídico del papa de Roma. Y todo culminó con el Código de Graciano en el siglo XIII, tenido como base del derecho canónico, pero que se basaba en falsificaciones y normas que reforzaban el poder central de Roma además de en otros cánones verdaderos que circulaban por las iglesias. Lógicamente, todo esto fue desenmascarado más tarde pero sin producir modificación alguna en el absolutismo de los papas. Pero es lamentable y un cristiano adulto debe conocer los ardides usados y concebidos para gestar un poder que está a contracorriente de los ideales de Jesús y que oscurece el fascinante mensaje cristiano, portador de un nuevo tipo de ejercicio del poder, servicial y participativo. Posteriormente se produjo un crescendo del poder de los papas: Gregorio VII (+1085) en su Dictatus Papae (la dictadura del papa) se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo; Inocencio III (+1216) se anunció como vicario-representante de Cristo y por fin, Inocencio IV (+1254) se alzó como representante de Dios. Como tal, bajo Pío IX en 1870, el papa fue proclamado infalible en el campo de doctrina y moral. Curiosamente, todos estos excesos nunca han sido denunciados ni corregidos por la Iglesia jerárquica porque la benefician. Siguen sirviendo de escándalo para los que todavía creen en el Nazareno pobre, humilde artesano y campesino mediterráneo, perseguido, ejecutado en la cruz y resucitado para levantarse contra toda búsqueda de poder y más poder aun dentro de la Iglesia. Ese modo de entender comete un olvido imperdonable: los verdaderos vicarios-representantes de Cristo, según el evangelio de Jesús (Mt 25,45) son los pobres, los sedientos y los hambrientos. Y la jerarquía existe para servirlos, no para sustituirlos. |
Leonardo BoffNació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil), el 14 de diciembre de 1938. Es nieto de inmigrantes italianos venidos delVéneto a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores, franciscanos, en 1959. Archivos
Agosto 2020
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