“Busca la paz y corre tras ella”, reza el salmo bíblico. ¿Qué otra cosa busca y desea la vida en nosotros, sino la paz? Pero muy a menudo corremos en dirección errada. Y no es por maldad, ni por una decisión libre y cabal. Sucede más bien que aún no somos libres, que somos radicalmente incapaces todavía de secundar nuestro mejor deseo, de seguir el impulso de nuestro ser más profundo, que la confusión envuelve la luz de nuestro espíritu, apenas todavía emergente. Pero no desistamos. Si caes, que caerás, levántate y camina. Y di cada día, con otro bello salmo: “Alma mía, recobra tu calma”. Busca la paz y corre tras ella.
Estas cosas pensaba al mirar la imagen de unas chicas muy jóvenes corriendo juntas, haciendo footing por las calles de Bergara, con sus cerrados velos blancos y sus largos hábitos grises hasta los tobillos. ¿A dónde corrían? Cuando me lo dijeron por primera vez, no lo pude creer. Pero era verdad, y la incredulidad dio paso al asombro, el asombro a la desazón, la desazón a la pena. Y a muchas preguntas que quedan en el aire. En noviembre del año pasado 2012, 19 chicas jóvenes de diversas nacionalidades, con una media de edad de 25 años, llegaron al antiguo monasterio de las Hermanas Clarisas de Bergara. Pertenecían a una Congregación, todavía en ciernes, llamada de las “Hermanas de San Juan y Santo Domingo”, y venían invitadas y patrocinadas por el obispo de la diócesis, José Ignacio Munilla. Han vivido mendigando, ante la mirada atónita del pueblo. Y hablo en pasado, pues la Congregación fue fulminantemente disuelta por el Vaticano a mediados de enero, apenas dos meses después de su llegada, por asuntos internos graves. Es una triste historia aún sin cerrar. No fue triste que pocos meses antes las Hermanas Clarisas, ya muy pocas y muy mayores, dejaran su monasterio para integrarse en otras comunidades. Vivieron pobremente de su trabajo, quisieron al pueblo y el pueblo las quiso. Clara de Asís, amiga y “plantita” de San Francisco, las fundó en el siglo XIII y quisieron vivir como peregrinas en el mundo anunciando la paz al igual que Jesús, pero el Derecho Canónico de la época las encerró entre muros. Era otro tiempo, otro mundo, otra teología. No es triste el que la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara se extinga, sino el quemuchos estén empeñados en seguir imitando las formas de hace 800 años con hábitos más largos y velos más cerrados. No es triste el que un monasterio quede vacío y se conviertan en espacio aconfesional para cuidar la vida y la paz, sino el que a toda costa se quiera llenarlo con monjas y formas religiosas del pasado. Lo triste es que estas jóvenes se hayan dejado seducir por teologías integristas que asfixian la vida. Lo triste es el desarraigo familiar y cultural al que se les orientó, el desamparo y la incertidumbre en el que quedan ahora. Lo triste es que la institución eclesiástica no esté ofreciendo hoy a Bergara, villa símbolo de la modernidad vasca, ni a la diócesis de Gipuzkoa ni a la sociedad occidental en general estímulos y formas para una nueva espiritualidad, como si solo existieran dos opciones: o religión del Medioevo o muerte de la espiritualidad. El obispo Munilla debe una explicación. E insisto: la cuestión principal no es por qué se van estas monjas ahora disueltas, sino por qué vinieron. Pero el espíritu y la vida siguen. Brota una nueva espiritualidad sin muros. Conozco una familia en que todas las noches, hacia las diez menos cuarto, la madre con sus hijos de corta edad dejan sus tareas, apagan sus aparatos, se sientan en círculo sobre la alfombra del salón y hacen cinco o diez minutos de silencio y de paz. El sencillo salón del hogar se convierte en un pequeño monasterio lleno de calma y quietud. Luego se abrazan muy juntos, hablan y juegan un poco, y se van a la cama en paz, aunque la paz no siempre sea plena. Pero mañana volverá a amanecer, y anochecerá en paz. Seguirá la vida santa y sagrada sin cánones ni votos, en el claustro abierto del mundo. José Arregi Para orar. PADRENUESTRO Que estás en la tierra, Padre nuestro, que te siento en la púa del pino, en el torso azul del obrero, en la niña que borda curvada la espalda mezclando el hilo en el dedo. Padre nuestro que estás en la tierra, en el surco, en la mina, en el huerto, en el puerto, en el cine, en el vino, en la casa del médico. Padre nuestro que estás en la tierra, donde tienes tu gloria y tu infierno y tu limbo, que está en los cafés, donde los pudientes beben su refresco. Padre nuestro que estás en la escuela de gratis y en el verdulero, y en el que pasa hambre y en el poeta, ¡nunca en el usurero! Padre nuestro que estás en la tierra, en un banco del Prado leyendo, eres ese viejo que da migas de pan a los pájaros del paseo. Padre nuestro que estás en la tierra, en el cigarro, en el beso, en la espiga, en el pecho de todos los que son buenos. Padre que penetras en cualquier hueco. Tú que quitas la angustia, que estás en la tierra. Padre nuestro que sé que te vemos, los que luego te hemos de ver, donde sea, o ahí en el cielo (Gloria Fuertes)
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Salam alaikum, “paz con vosotros”, amigos americanos muertos en Libia. Vivid ahora en la Paz, más grande que aquella que quisisteis instaurar en esa tierra de desiertos y de oasis, de dunas de arena que flotan sobre mares de petróleo.
Salam alaikum, amigos musulmanes muertos en las últimas protestas en Yemen, Túnez y Sudán. Vivid también vosotros en la Paz, la paz que los de fuera y los de dentro han impedido en vuestras tierras a menudo desgarradas, convertidas en un laberinto de violencia sin razón ni término. Salam alaikum, hermanos y hermanas musulmanas que creéis en la Paz y la Compasión que llamamos Allah o Dios. El Profeta Muhammad –que la paz sea con él– fue un hombre de concordia y de paz en un tiempo en que las tribus árabes se desangraban en guerras. Vuestra religión es una religión de paz. El sagrado Corán ordena vivir “plenamente en paz” (2,208), y enseña que en los jardines eternos donde fluyen arroyos se oirá un único saludo: “¡Paz!” (10,10). Y su recitación cantada en árabe sosiega el cuerpo y embelesa el alma llenándola de paz. Quiero honrar el Islam como religión de paz, a pesar de todas sus contradicciones, de todas sus malditas guerras sagradas, de su triste historia de violencia tan similar a la de otras religiones aliadas del poder (y seguramente se queda corta comparada con la “historia criminal” del cristianismo…). Honor al Islam, a pesar de tanto horror cometido, de tanta sangre inmolada en nombre de Allah. Quienes lo hacen son delincuentes y blasfemos. Y sabemos que son una ínfima minoría, aunque, por poderosos intereses, ocupan pronto los primeros titulares de nuestros informativos. Quiero celebrar el Islam como religión de libertad, a pesar de todos los regímenes autoritarios de ayer y de hoy. Y reconozco lo evidente: las grandes potencias occidentales, de tradición y de población mayoritariamente cristiana, han impulsado y sostenido a tales regímenes cuando les ha interesado, en nombre de la seguridad (y del comercio), y los han combatido y derrocado cuando les ha interesado en nombre de los derechos humanos (y del petróleo). Ahora toca imponer la democracia. Quiero celebrar la “primavera árabe” que, a pesar de lo incierto de su desenlace final, ya ha desmentido nuestro prejuicio todavía tan arraigado de que el Islam es incompatible per se con los derechos humanos y la democracia. Mentira. Quiero proclamar al Islam como religión de razón, y recordar que en los primeros siglos dio cabida en su seno a la ijtihad o libre interpretación racional del Corán, y que los sabios musulmanes descollaron en las matemáticas, el álgebra, la astronomía, la física, la medicina, la música y la poesía, y que de ellos aprendió la Europa latino-germánica. Y quiero recordar que el fundamentalismo musulmán, surgido en el s. XVIII, cobró fuerza justamente tras la Primera Guerra Mundial, cuando Gran Bretaña y Francia se repartieron los restos del Imperio Otomano: buena parte del Oriente Medio. Desde entonces, las potencias llamadas cristianas lo han humillado y expoliado. Y por todo ello, hermanos y hermanas musulmanas, en nombre de Allah, el Compasivo, el Misericordioso, en nombre de su Profeta Muhammad –que la paz sea con él–, en nombre del Corán que él recitó, quiero pediros y rogaros: no respondáis con violencia a ese soez film que parodia la figura del Profeta. Es una burda, una perversa y vergonzosa provocación, máxime si su productor es, como parece ser, un cristiano copto (¡qué vergüenza para Jesús y para los hermanos coptos perseguidos por algunos salafistas musulmanes!). El autor del video se denigra a sí mismo. No le prestéis atención. No merece ofensa ni ira. Honrad con la tolerancia y la paz a los nobles países árabes y musulmanes. Honrad la vida y vivid en paz. Honrad el Islam. Demostrad que es una religión de paz, de libertad y de razón. Salam alaikum. José Arregi Para orar A través del Amor las espinas se transforman en rosas. A través del Amor el vinagre se transforma en dulce vino. A través del Amor la pira se transforma en trono. A través del Amor el revés de la fortuna buena suerte parece. A través del Amor una parrilla cubierta de cenizas semeja un jardín. A través del Amor el demonio se vuelve una hurí. A través del Amor la dura piedra se torna blanda cual manteca. A través del Amor la congoja es alegría. A través del Amor se transforman en ángeles los vampi¬ros. A través del Amor las picaduras son como miel. A través del Amor los leones son inofensivos como raton¬cillos. A través del Amor la enfermedad es salud. A través del Amor la ira se torna en misericordia… (Y. Rumi, poeta místico musulmán sufí del s. XIII) La Iglesia vuelve a ser espectáculo, no buena noticia. Y así seguiremos en los próximos meses. ¡Qué pena en un mundo tan necesitado de consuelo y esperanza! Que un papa, a los 85 años y enfermo, se despoje de la tiara y descienda del trono, renunciando al poder religioso más arbitrario y absoluto jamás imaginado, ¿qué tiene de extraño en los tiempos que corren? Tiene de extraño que se limite a eso: a una renuncia personal. Y, sin embargo, ha sido celebrada por clérigos y laicos bien intencionados como un gesto de libertad, valentía y dignidad, e incluso de humildad.
No niego que lo sea. Es digno y humano decir: “No tengo fuerzas, no puedo más”, o decir también: “Estoy harto de este mundo vaticano y me voy”. ¿Y quién sabe si no ha sido más lo segundo que lo primero? Ha sido valiente y libre al hacer frente a las presiones de muchos curiales que querrían seguir aprovechando la debilidad del pontífice para seguir ejerciendo su poder en la sombra. Pero ¿su renuncia no constituye a la vez un acto de rendición frente a esa oscura maquinaria de poder que es el Vaticano? Es humano que un papa anciano y enfermo se retire a un monasterio de clausura para dedicar sus últimos años a disfrutar en paz orando, leyendo, escuchando música y tocando el piano. Pero ¿no es también una dejación haberse retirado sin antes saldar de una vez las pesadas cuentas del papado ante la Iglesia y la historia? No reprocho nada a su persona. Es un hombre de gran calidad humana. No hay más que mirar sus ojos limpios llenos de inteligencia, su sonrisa diáfana, su estilo discreto, su falta de ambición, su trato bondadoso y afable. Pero la persona es inseparable del papel que desempeña dentro de un sistema, y en el caso del papa es inevitable que la persona, por admirable que sea, quede aplastada por un papel y un poder desorbitado, dentro de un sistema perverso: un papa elige a los cardenales que elegirán al siguiente papa, el cual impondrá a todos como voluntad divina lo que son en realidad sus propios criterios personales. Así es como Benedicto XVI, primero por mano de Juan Pablo II y luego por su propia mano, ha enterrado lo mejor del Vaticano II y ha ahondado el abismo entre la Iglesia y el mundo de hoy. Todo por voluntad divina. Ahora se va del Vaticano dejando intacto un sistema esencialmente corrupto. La tiara y el trono, la terrible infalibilidad, el terrible poder absoluto, siguen intactos, esperando al siguiente candidato. Y no faltarán aspirantes. Ya se traman oscuras estrategias, ya se urden alianzas, ya se hacen quinielas. Se maquina y se conspira. Es pura farsa mediática, pura pornografía religiosa. Y cuando salga la fumata blanca dirán: “El Espíritu Santo ha elegido”. Más obsceno todavía. ¿Qué ha sido de las palabras de Jesús, el profeta de Galilea libre, itinerante y compasivo, amigo de los últimos? “A nadie llaméis santo, a nadie llaméis padre, a nadie llaméis señor. Todos vosotros sois hermanos. Buscad cada uno el último puesto”. Yo hubiera deseado que Benedicto XVI, antes de renunciar, hubiera hecho uso de sus poderes absolutos para poner fin a este sistema, promulgando un escueto decreto que rezara más o menos así: “En virtud de los poderes divinos que se han atribuido al obispo de Roma solo a partir del siglo XI y que el Concilio Vaticano I en el s. XIX elevó a categoría de dogma, yo, Benedicto XVI, un hombre como otro cualquiera pero papa todavía, defino solemnemente que el poder universal y la infalibilidad atribuidos al papa son doctrina humana y errónea. Y por este decreto declaro abolido el modelo monárquico del papado como contrario al Espíritu que animaba a Jesús de Nazaret y que sigue inspirando a hombres y mujeres de todos los tiempos y culturas, más allá de confesiones y religiones, para respiro y salud de la vida”. Todo esto puede parecer un delirio. Pero la renuncia de un papa servirá de muy poco mientras siga en pie el modelo medieval del papado. José Arregi Para orar DEJA LA CURIA, PEDRO Deja la curia, Pedro, desmantela el sinedrio y la muralla, ordena que se cambien todas las filacterias impecables por palabras de vida, temblorosas. Vamos al Huerto de las bananeras, revestidos de noche, a todo riesgo, que allí el Maestro suda la sangre de los Pobres. La túnica inconsútil es esta humilde carne destrozada, el llanto de los niños sin respuesta, la memoria bordada de los muertos anónimos. Legión de mercenarios acosan la frontera de la aurora naciente y el César los bendice desde su prepotencia. En la pulcra jofaina Pilatos se abluciona, legalista y cobarde. El Pueblo es sólo un «resto», un resto de Esperanza. No Lo dejemos sólo entre guardias y príncipes. Es hora de sudar con Su agonía, es hora de beber el cáliz de los Pobres y erguir la Cruz, desnuda de certezas, y quebrantar la losa—ley y sello— del sepulcro romano, y amanecer de Pascua. Diles, dinos a todos, que siguen en vigencia indeclinable la gruta de Belén, las Bienaventuranzas y el Juicio del amor dado en comida. ¡No nos conturbes más! Como Lo amas, ámanos, simplemente, de igual a igual, hermano. Danos, con tus sonrisas, con tus lágrimas nuevas, el pez de la Alegría, el pan de la Palabra, las rosas del rescoldo... ...la claridad del horizonte libre, el Mar de Galilea ecuménicamente abierto al Mundo. (Pedro Casaldáliga) A sus 40 años, había llegado a tanta plenitud, a tanta libertad y paz en el alma, había llegado a tanta vida, que ya no cabía en la estrechez de nuestras dimensiones, y tal vez no le quedaba más que irse. Y se fue. ¿A dónde se fue? A la Libertad, a la Paz, a la Vida.
Estas líneas pueden parecer retóricas. O alguien puede pensar que hablo de algún religioso con hábito y con votos recluido en un monasterio. Nada más lejos. Pero sí,Antxon encarnaba de manera singular, en su manera tan natural y laica, lo más verdadero de toda iglesia y religión: la libertad, la sencillez, la bondad alegre y el amor de la vida, el amor del cuerpo, de la tierra y del cielo estrellado. Fue un peregrino enamorado del camino de Santiago. Enamorado del camino, no de la meta. Fue un gran caminante, y caminando aprendió a ser feliz con poco y a ser compañero samaritano. Y aprendió que el camino es la meta y que es más importante saber caminar que llegar. Y caminando se volvió camino. Un camino de tierra y de aire, de piedra y de fuentes, de árboles y nubes, de encrucijadas inciertas y horizontes luminosos. Una vez, en un albergue, se encontró con un rótulo que decía: “Tú eres el camino”. Sí, tú también eres el camino, la verdad y la vida. Tú también eres Cristo, como Jesús. Como el de Jesús, su camino fue de cruz y de pascua. Un día, hace dos años, se vio incapaz de responder a una pregunta de un compañero de trabajo. Conversador tan ingenioso y animado como era, perdió la fluidez en el habla, le costaba articular las palabras. Pasó por consultas, pruebas, psicólogos y toda clase de terapias alternativas, y al final le dieron el terrible diagnóstico: “Tienes ELA”. Pronto sus piernas dejaron de correr, luego de andar, luego de moverse. Pero él no se derrumbó. Luego tampoco pudo mover las manos, ni los dedos, ni los labios, sino solamente los ojos, tan llenos de luz. Pero su ánimo siguió en pie, en paz. El 28 de agosto, una amiga que le visitaba con frecuencia fue a verle y le preguntó: ¿Cómo estás, Antxon?”. Sus ojos enfocaron una tecla y en la pantalla apareció: “COJONUDAMENTE”; luego, su mirada fue señalando letra a letra en el teclado hasta escribir: “Muy animado”. Al día siguiente, también sus ojos se cerraron. El 1 de septiembre, a las tres de la madrugada, mientras la luna llena jugaba con las nubes y las olas de Zumaia, Antxon sonrió y emprendió la última, la mejor etapa de su camino, a donde el corazón siempre le llevó. Al Infinito que es Alma, Cuerpo, Vida. Antxon quiso plasmar por escrito sus recuerdos y experiencias del camino de Santiago en un libro que siguió escribiendo, lleno de paz, hasta la misma víspera. Un día escribió: “Sí,este Camino tiene alma. Me siento tan a gusto que cierro los ojos y evito moverme. Es como si la gravedad dejará de ejercer su fuerza. Soy una hoja que se mece en el aire. La frescura del aire es una caricia en la cara y el alma del Camino está tocando mi alma. Sí, soy una hoja que se mece en el aire… que flota en la niebla”. Otro día escribió: “En cualquier caso, mis entrañas permanecen iluminadas por una antorcha inagotable: la llama siempre prendida”. A Paula, su hija mayor de seis años, le han dicho que su padre está ahora en una estrellita del cielo. Pero ella se pone triste cuando mira las estrellas de noche, pues no sabe en cuál de ellas está su aita. Querida Paula, no estés triste mirando al cielo de noche; tu aita está en todas las estrellitas, es cada una de ellas y la luz de todas. Querido Antxon, sigue caminando con nosotros. Sigue iluminando nuestra noche. José Arregi Para orar. CAMINA Camina, has nacido para el camino. Camina, Tienes una cita, ¿dónde? ¿con quién? No lo sabes todavía, ¿contigo mismo, tal vez? Camina, tus pasos se tornarán palabras, el camino, tu saber la fatiga, tu plegaria, finalmente, tu silencio te hablará. Camina, solo, acompañado, sal de ti mismo. Te estabas creando rivales, vas a encontrar compañeros; imaginabas enemigos, te harás hermanos. Camina, aunque no sepa tu mente hacia dónde los pies conducen tu corazón. Camina, has nacido para el camino, aquel que el peregrino toma. Otro marcha hacia ti, te busca para que tú puedas encontrarlo. En el santuario, meta de tu camino, con el santuario, hondura de tu corazón. Él es tu paz, Él es tu gozo. ¡Ve! Dios ya camina contigo. (Ermita de Sant Honorat- Mallorca) Belloc, derivado del vasco "Beloke" (= lugar de hierba), es un monasterio benedictino del País Vasco en el Estado francés. Entre lomas cubiertas de bosques y prados verdes, en la ladera de una colina, el edificio –de encantadora sencillez y armonía– se funde en el paisaje y se recoge sigilosamente detrás de un bosquecillo de castaños y olmos y majestuosos robles de variadas especies. Todo es simple y bello. Todo está en calma. Todo vive y respira en silencio. Quien necesita respiro –¡lo necesitamos tanto! – allí lo encuentra.
Cuando llegué allí recientemente para pasar siete días, nadie me preguntó: "¿Y tú quién eres? ¿Eres creyente o ateo? ¿Eres ortodoxo o hereje? ¿Cumples las normas morales de la Iglesia? ¿Te confiesas cuando no las cumples?". No. Simplemente me dijeron: "Sé bienvenido. Estás en tu casa". Me sentí confortado, y entendí mejor aquello de San Benito en su Regla: "Todos los huéspedes que llegan a un monasterio deben ser recibidos como Cristo" y han de ser tratados "con toda la humanidad posible". Y me dije: "Es bueno que haya monasterios así, que ofrezcan acogida y respiro a todos los cansados y heridos de la vida". La palabra "monasterio", al igual que "monje/monja", viene del griego monos, que significa "solo", y se dice que los monjes viven "solos con el Solo". Pero no se ha de malentender esa soledad. Hay soledad en un monasterio, como hay soledad en la vida. Pero un monasterio no es un lugar de aislamiento, sino de acompañamiento. Y el "habitar consigo mismo" del que habla San Benito es justamente necesario para acompañar, al igual que los "doce grados de humildad" de su Regla, o el desapego radical de sí, son la mejor condición para convivir. Un monasterio es un lugar para poder dejar al descubierto la soledad y dejarla acompañar, para abrir las heridas y dejarlas curar. Un lugar para sentir que el Fondo último de la Realidad, el Misterio que llamamos "Dios", es dulce y eterna acogida, y también "Dulce huésped del alma". ¿Y por qué entonces los monjes hablan tan poco entre sí, comen en silencio, y se cruzan en silencio en el claustro? No es porque el silencio sea mejor y más necesario que la palabra. No. Pero también el silencio puede ser bueno y sanador, e incluso toda una vida en silencio puede ser sana y sanadora, cuando en el silencio se escucha y acoge el Misterio de la Vida, que es pura acogida. ¡Tantas veces sucede que las palabras ahogan el Misterio que nos salva, y se convierten en fronteras que nos dividen y alejan! El silencio ayuda entonces a "abrir los ojos a la luz que nos hace dioses" (Regla de San Benito), e invita a la palabra a hacerse celebración y canto de la Vida. Sí, el canto de la Vida. Me impresionó profundamente el canto de Beloke, tan natural y armonioso, tan suave y firme, y tan variado! La salmodia monocorde se convierte de repente y de la nada en sublime polifonía, el canto gregoriano da paso a una melodía ortodoxa rusa de armónicos sobrecogedores. Y así tres horas de liturgia común cada día, y dos horas más de oración o meditación personal silenciosa... La objeción salta a la vista: "¿Tiene sentido una vida así en un mundo como el nuestro tan necesitado de profetas en la calle y de buenos samaritanos sobre el terreno?". No tengo respuesta concluyente. Pero pienso en un jacinto silvestre, o en una campanula de roca, o en un nomeolvides de agua: ¿tienen sentido? No florecen para nada, para nadie. ¿Para nada, para nadie? Florecen para el universo y su armonía. En ellos florece el Universo y su Misterio. También en Belloc, con todas sus deficiencias. No sé muy bien de dónde ni por qué, pero en algún momento de la comida de Año Nuevo salió el tema del Vaticano y de los obispos, de eso que indebidamente se llama “la iglesia”. Yo estaba sentado frente a tres de nuestros 20 sobrinos, tan distintos de nosotros y entre sí, todos ellos encantadores: Josu, Mikel y Xabier. Tienen, los tres, entre 18 y 28 años.
Quise provocarles un poco, a ver hasta dónde llegábamos. Y no se me ocurrió otra cosa que lanzarles una pregunta tan extravagante como el último desatino de algún obispo que seguramente estaba en el origen de aquella conversación: “¿Se os ha ocurrido alguna vez ser curas, o frailes, ir al seminario?”. El más tímido de los tres sonrió amablemente, el más desenvuelto hizo algún aspaviento, el más divertido soltó una carcajada. “¿Tan disparatado os parece? –insistí–. Pues poned las condiciones que pudieran hacer el oficio de cura algo interesante para vosotros. Tú, por ejemplo, Xabier, si te dejaran seguir y vivir con tu novia, podrías ser un buen cura para los jóvenes de Azpeitia. ¿No?” (Xabier es un chico juicioso, responsable, y muy agradable). Arrugando la frente y levantando las cejas, como suele, respondió con su habitual franqueza: “Puff…, la verdad, no me parece una vida muy divertida”. No era la vocación clerical de mis sobrinos lo que me interesaba, y avancé un poco: “Bueno, pero la religión… ¿no creéis nada de la religión?”. Josu, el más joven de los tres, con su carita de bueno, alegre y espabilado como es, se apresuró a responder: “Yo no, nada”. Pero, a su lado, Mikel intervino con su característica ponderación y calma: “Depende”. “¿Cómo que depende?”, le repuse. Mikel parece muy tímido, pero no lo es tanto, y el primer día de este año descubrí lo inteligente y agudo que es, además de muy modesto, y lo muchísimo que sabe de todas las ciencias. “Depende –se explicó– de lo que entiendas por religión”. “¡Oh, qué interesante! –dije yo–. De modo que ‘religión’ puede significar más de una cosa… Explícate un poco”. Mikel siguió: “Pues, por ejemplo, yo no creo que haya un dios ahí arriba, y que creó el mundo, y todas esas cosas que dicen…”. Ya nos habíamos lanzado y podíamos seguir, como sobre una barquichuela en alta mar, o sin barquichuela. Dije a Mikel: “Seguramente tienes razón, seguramente no existe por ahí un dios como dices, que haya creado el mundo así, de repente y desde fuera. Pero todo lo que existe, existe por algo, ¿no? ¿Y por qué existe este mundo tan maravilloso? ¿Cómo, por qué, por quién?”. “Dicen –respondió Mikel– que el universo nació del vacío cuántico.Es una ecuación matemática que se puede explicar”. Me dejó aturdido. “Sí, algo me suena… –repuse–. Pero bueno, de la nada no puede salir nada, ¿verdad?”. Mikel asintió. Y proseguí: “Y ese vacío cuántico no pudo ser una pura nada, ¿verdad?”. “No, por supuesto, el vacío no significa que no haya nada –concedió Mikel sin perder su tímida y decidida parsimonia–. En ese vacío habría algo, pero ese algo también sería algún tipo de materia. Todo lo que hay es materia. También en nosotros es así. Todos los átomos de nuestro cuerpo (hidrógeno, carbono, oxígeno, silicio…) se formaron en las reacciones que se dieron dentro de las estrellas. Venimos de ahí. Somos eso. También nuestras neuronas, son eso: materia. Y algún día, observando el cerebro de alguien, seremos capaces de saber lo que está pensando o sintiendo”. “Me parece muy posible –dije yo–. Nada es sin eso que llamamos ‘materia’, aunque no sabemos muy bien qué es la materia. No sabemos ni si está compuesta de partículas o de ondas. Por supuesto, el pensamiento y el sentimiento son gracias a la materia, emergen de ella, pero ¿te parece que la emoción que sientes tú al escuchar una música maravillosa o al ver la sonrisa de tu novia no es más que tus neuronas? De la materia surge la vida, pero ¿la vida no es algo ‘más’ que los átomos? ¿La belleza no es algo más que su soporte físico? Tus ‘ideas’ y tus emociones brotan de la materia, de las neuronas, de sus complejas conexiones, pero ¿no son algo ‘más’ que neuronas físicas?”. “Pues sí…”, asintió Mikel con aire reflexivo. Yo seguí: “¿Pero qué es, entonces, esa materia de la que puede surgir la forma, la vida, la belleza, el pensamiento, la ternura?”. Mikel, primero, calló. Luego encogió los hombros y dijo muy serenamente: “Pues no sé”. Yo tampoco, Mikel. Nadie lo sabe. Pero es maravilloso, ¡a que sí! Tal vez eso tenga que ver con lo que llamamos “Dios”. “Dios”, tal vez, tenga que ver con ese misterio del ser, con esa matriz o materia, con el Origen eterno o el Todo insondable, y tal vez sea como un océano inmenso que nos alberga o un inmenso corazón que late dentro de cada corazón y de cada átomo. Para mí, la religión es fundamentalmente reconocer el misterio de la realidad con gratitud y respeto, vivir en confianza y respeto, llenarlo todo de bondad y de respeto. Llegados a ese punto de silencio, me atreví a plantear otra pregunta, una pregunta que a todos nos duele: “Y la muerte… ¿qué será? ¿Qué creéis que pasará después de esta vida?”. Josu, que seguía atento, hizo en silencio un movimiento horizontal con sus manos, como diciendo: “Se acabó, todo se acabó”. Su rostro no había perdido vivacidad, pero sus ojos reflejaban una pena profunda. Era el primer Año Nuevo que celebrábamos sin ella, la añorada madre, la querida abuela. Yo, compartiendo su zozobra, pregunté todavía: “¿Nada? ¿Pero existe la nada? ¿Conoces algo que se convierta en nada? La flor que se muere ¿se convierte en nada? La música bella que tú tocas en la banda, cuando dejas de tocarla, ¿se convierte en nada? Tu querida abuela, ahora, ¿es nada?”. De nuevo intervino Mikel con toda su calma: “Los que se mueren no se convierten en nada, se transforman en otras cosas, pero dejan de ser lo que eran. Al disolverse el soporte material, se disuelve y desaparece la forma, la persona”. A mí tampoco me quedaban ya argumentos, sino solo preguntas, y alguna imagen, frágil como la memoria: “¿Será tan seguro, Mikel, que desaparece del todo la forma, o la persona, o la abuela, cuando se disuelve el soporte material o el ‘cuerpo’? Tú eres ingeniero en informática: ¿En qué se convierte una bella canción que acabas de escuchar o la fresca risa de tu novia que acabas de mirar en el ordenador cuando lo apagas? Ahí está en la memoria, en esos circuitos eléctricos que parecen tan fríos. ¿Y si hubiera una inmensa memoria cósmica y cálida como un gran corazón que guarda vivas todas las formas, todas las canciones, todas las risas, a todas las abuelas? Y ¿si Dios fuera esa inmensa memoria, ese inmenso corazón, donde el pasado y el futuro son el mismo presente?”. ¿Y si la religión no fuera dar respuestas, sino mantener siempre abiertas todas las preguntas con reverencia, compasión y confianza? José Arregi Para orar AGUSTINIANO «Ámame más, Señor, para quererte». Búscame más, para mejor hallarte. Desasosiégame, por no buscarte. Desasosiégame, por retenerte. Pódame más, para más florecerte. Desnúdame, para no disfrazarte. Enséñame a acoger, para esperarte. Mírame en todos, para en todos verte. ¡Por los que no han sabido sospecharte, por los que tienen miedo de encontrarte, por los que piensan que ya te han perdido, por todos los que esperas en la muerte, quiero cantarte, Amor, agradecido, porque siempre acabamos por vencerte! (Pedro Casaláliga) En la fría mañana del 25 de diciembre de 1886, un joven de 18 años, que luego llegaría a ser gran poeta y dramaturgo, se dirigió a la catedral de Notre Dame de París. Había hecho la primera comunión, pero había sido también la última. El mundo no era para él más que un inmenso engranaje material sin corazón y sin rumbo. Fría materia y ciego azar: no hay más.
¿Y los pobres seres humanos? ¡Oh, los pobres seres humanos! Nacen sin haberlo pedido, disfrutan quienes pueden, y todos sufren; y luego mueren todos, jóvenes o viejos, de miseria o de enfermedad o de soledad. O de desesperación. Todos mueren, y no hay más. Así pensaba el joven Paul Claudel, principiante de escritor, mientras caminaba triste hacia Notre Dame de París, en la húmeda mañana de la Navidad. Buscaba un tema para escribir, un motivo inspirador. Pero ¿quién sabe lo que buscaba? ¿Quién sabe lo que buscamos? Hacía poco que había leído las Iluminaciones del poeta Rimbaud, y le había producido un profundo sentimiento, casi físico, de Presencia “sobrenatural”. Hacía poco también que había muerto su abuelo, tras largos meses de un doloroso cáncer de estómago; desde entonces, la angustia y la obsesión de la muerte no lo abandonaban. Siguió la misa sin mucho interés. Pero por la tarde, “no teniendo nada mejor que hacer”, según nos cuenta él mismo, volvió a Notre Dame para asistir al oficio de Vísperas. Estaba de pie, entre la multitud, junto a la segunda columna del lado de la sacristía. Tarde gris de Navidad en París. Tarde oscura del corazón en la catedral iluminada. De pronto, el coro de niños, vestidos de roquetes blancos, entonó el Magníficat, que él no conocía: el canto de María, la madre de Jesús, el canto de los pobres, el salmo de los humildes, el himno de la Vida y de la Misericordia. “Entonces se produjo el acontecimiento que domina toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y creí. Tuve de repente el sentimiento penetrante de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Una revelación inefable”. Y rompió a llorar. Y mientras el blanco coro de niños cantaba el Adeste, fideles, lloraba más y más. Y cuanto más lloraba, más se consolaba. Eso es la Navidad: que todas las penas del mundo se transfiguren en lágrimas de consuelo, en lágrimas de compasión, hasta que las lágrimas transfiguren el mundo. Eso es lo esencial, y todo lo demás es anécdota, son imágenes y palabras. A veces, sin embargo, si las imágenes son bellas y las palabras son inspiradas, se convierten en llamitas de luz y de calor, en poemas que iluminan la noche, tanta noche como queda todavía. Que te suceda eso mismo, amiga, amigo, como sea y donde fuere. Y lo llames como lo llames. Que contemples el Misterio como Inocencia y Ternura, que tus ojos se abran, que tu corazón se conmueva, que tus nudos se desaten, que tus lágrimas fluyan, que tus penas se consuelen. No importa que te suceda en el templo o en el monte. Delante del belén o delante de un árbol. Al son de villancicos o del canto del petirrojo en una tarde de invierno. Delante de un niño cualquiera, o tal vez delante de tu madre, tu querida madre tan mayorcita y enferma. Y no importa cómo lo digas, ni si eres creyente o agnóstico. Pero ¡ojalá te suceda! Me sorprendo al pensar que el joven Claudel apenas sabía lo que es la Navidad cristiana. Sí, sabía –por la catequesis infantil y por la cultura ambiental– que se celebra el nacimiento de Jesús allá en Belén, y que en esa frágil figura de un recién nacido los cristianos adoran al mismísimo Dios, o a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre por nosotros y por nuestros pecados. Eso lo sabía, pero así no lo podía creer, y por eso lo olvidó. Pero aquel día de Navidad, por alguna razón, por la tristeza de su corazón o por la belleza del Magníficat o por la emoción de aquella multitud, perdida como él, de pronto todas sus penas y deseos más profundos se agolparon y los recuerdos más recónditos acudieron juntos a su memoria. Y se produjo la Revelación de lo indecible. Era aquello mismo que el joven poeta había presentido meses atrás en los versos deRimbaud. Pero ahora se le revelaba en su forma cristiana más bella: los ritos, los cánticos, los relatos de Navidad. Jesús, María y José. Los ángeles, los pastores, los magos. Belén, Belén, Belén. Dios es carne de niño, es carne de tierra. Dios es carne. Infancia eterna de Dios. El que no cabe en el universo cabe en el seno de una joven madre. El creador se cría al pecho de una mujer. El Amor eterno necesita ser mimado y abrazado como un niño. El Todo es nada, para que sepas que eres Todo. Es necesitado para que aprendas a dejarte socorrer, y aprendas así a socorrer. Está desamparado, para que tengas hogar, patria, calor. Yace en un pesebre, para que todas las criaturas podamos sentarnos en la gran mesa de toda la Tierra. Eso es la Navidad en lenguaje cristiano, ¡qué bello lenguaje! Necesitamos palabras para hacer villancicos, como necesitamos instrumentos para crear sonidos. Pero el Misterio es más grande que todas las palabras. Algunos le llamamos Dios, y los cristianos lo reconocemos en la vida humana, sanadora y feliz, de Jesús de Nazaret. Su vida es para nosotros la gran Encarnación, desde el pesebre hasta la cruz. Es una pena que Claudel, a la vez que cristiano, se volviera tan conservador. Recuperemos la Navidad esencial, la Navidad de la Vida. En la vida de Jesús, hecha de carne sufriente y feliz, reconocemos los cristianos la Encarnación universal, más allá de todas las fronteras de espacio, de tiempo y de religión. La Encarnación de Dios en todos los mundos desde el primer Big Bang. Todo esto que se ofrece ante mis ojos aquí en Arroa: la luz, la nube, la sombra; el aire, el agua, la tierra; la montaña, el valle, el río; el bosque, el prado, la viña (sí, aquella viña desnuda de txakolí, al fondo en la ladera); el árbol, el agua, la tierra; el aliso, el abedul, el laurel y la encina; el gorrión y el petirrojo, el reyezuelo y el zarcero, el urogallo solitario y la pareja de patos; orquídeas, ficus, ciclámenes y pensamientos; cristales, piedras, conchas y caracolas muertas (¿muertas?); y esa entrañable familia que pasea por el puente: Itziar y Víctor con Naira con sus ojitos negros y con sus labios que ya repiten todo lo que dice su madre, y con Aila el bobtail zalamero y juguetón que no deja de correr y de rozarse con los suyos al pasar (es su manera de decir cuánto se siento querido y cuánto les quiere)… ¿Qué es todo eso sino encarnación de Dios? Adoro a Dios en todo cuanto es, como al Niño Jesús. Eso es la Navidad más allá de las formas: acoger y vivir la eterna Infancia o la Bondad eterna de Dios en todas las cosas, a pesar de todo. José Arregi VERDE NAVIDAD “Verdes periquitos rompen a cantar sobre el campo verde bajo el sol feraz. Piel de niño verde, brota el arrozal. Las colinas verdes de vigía están. Y el aire de Adviento Lo presiente ya. Solamente faltan unas lluvias más. Háblame, Esperanza; temores, callad; que, a pesar de todo, ¡El nos nacerá! Verde, verde, verde, verde está mi paz. Madura la Niña, de tan verde edad. ¿Navidades blancas? ¡Verde Navidad!” (Pedro Casaldáliga) El miércoles, 21 de diciembre, celebramos, aunque no se nombre, el quinto centenario de la primera proclamación de los derechos humanos. Hace 500 años no existía la ONU, que se fundó con muy buena intención, para no permitir que cometieran atrocidades unos pueblos contra otros, y proclamó la Carta Universal de los Derechos Humanos, pero luego apenas se ha notado. Hace 500 años también había atrocidades, y algunas de las más horribles tenían lugar en los pueblos de América, de la mano de cristianos y en nombre de Dios.
Pero el 21 de diciembre de 1511, levantó su voz un fraile dominico, Antonio de Montesinos, recién llegado del convento de San Esteban de Salamanca. Quiero recordarlo, porque es para no olvidar, por lo que entonces pasó y por lo que sigue pasando. Sucedió en una iglesia de la isla La Española –hoy República Dominicana y Haití–, adonde Cristóbal Colón había llegado apenas 20 años antes, pensando que llegaba a la India por el Oeste, para que la ruta del comercio fuera más breve y las ganancias más abundantes. La iglesia se hallaba repleta de soldados, capitanes y regidores, de encomenderos laicos o clérigos, de repartidores y pacificadores (es decir, conquistadores), y de toda suerte de señores que explotaban con idéntica avidez, siempre insaciable, las minas de oro y plata de La Española. Se celebraba el cuarto domingo de Adviento, vísperas de Navidad. Allí se encontraba el mismísimo virrey Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón. Se acababa de leer en latín, para que nadie lo entendiera, el texto del evangelio que cuenta cómo el Sanedrín judío envió una comisión de sacerdotes adonde Juan el Bautista, que alteraba el orden con su predicación subversiva, a preguntarle: “¿Tú quién eres?”. Y él les respondió: “Yo soy la voz que clama en el desierto: ‘Preparad el camino al Señor’” (Juan 1,23). Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Se santiguó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es decir, en el nombre de la Vida: la Madre de la Vida, el Fruto de la Vida, el Futuro de la Vida. Se sacudió de encima la prudencia del momento, la consideración del auditorio, el criterio de los intereses, el miedo de los poderosos. Invocó al Espíritu de la rebelión y del consuelo, y comenzó a traducir en román paladino el sermón del Bautista (cito sus palabras textuales): “Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tantas infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen o no quieren la fe de Cristo”. Diego Colón y todos los notables salieron indignados. También salió indignado Bartolomé de Las Casas, pero cuatro años después se convirtió, es decir, cambió de manera de pensar y de sentir, se hizo dominico, fue nombrado obispo de Chiapas y llegó a ser “el defensor de los indios”, y a él debemos la crónica del sermón de Montesinos. Salieron, pues, y reprendieron duramente a la comunidad de dominicos. El sermón de fray Antonio era intolerable. Debía retractarse públicamente de todas y cada una de aquellas acusaciones. Los frailes se reunieron en capítulo. Al domingo siguiente, ya en plena Navidad, fray Antonio de Montesinos volvió a subir al púlpito y, según lo acordado en el capítulo conventual, volvió a predicar de la misma manera, defendiendo la dignidad, la humanidad, la libertad, la vida de los indios. Montesinos molestaba y al final lo mataron, como suele suceder. Y a este mártir nadie lo ha proclamado santo, como también suele suceder. Pero en el malecón del paseo marítimo de la ciudad de Santo Domingo se levanta su estatua de bronce de 15 metros de altura, frente al mar Caribe, en ademán de gritar a todo el Viejo Mundo de ayer y de hoy, con los ojos encendidos, los músculos de la cara tensos, la mano derecha apoyada en el púlpito y la izquierda ahuecada junto a la boca haciendo de altavoz. Frente a las límpidas aguas verdes y turquesas del Caribe, con sus arrecifes de 60 tipos de corales, con sus 500 especies de peces, allí sigue el fraile Montesinos, denunciando la cruel historia sufrida por los pueblos de Cem Anahuac (“Tierra rodeada de aguas” en la lengua de los aztecas) o de Abya Yala (“Tierra de la vida” en la lengua de los Kuna de Panamá y Colombia), que los conquistadores llamaron “Nuevo Mundo” como si ellos lo acabaran de crear, cuando era que lo estaban destruyendo. Allí sigue fray Antonio Montesinos denunciando las atrocidades cometidas por los reinos cristianos de Dakota a Patagonia. Allí sigue delatando todas las conquistas realizadas bajo pretexto de evangelización y todas las evangelizaciones llevadas a cabo al amparo de la conquista y de la colonización. Allí sigue siendo la voz del 95% de la población indígena que, en poco más de 100 años, fue exterminado por las armas y por las epidemias de viruela, tifus, gripe, difteria o sarampión llevadas por los europeos; la voz de las culturas destruidas, la mexicanas, la maya, la incaica y tantas otras: las lenguas, el arte, los mitos, los ritos, los templos; el clamor de muchos millones de africanas y africanos capturados y trasladados a la tierra de las aguas y de la vida para ser esclavos y morir. Fray Antonio Montesinos no hablaría hoy de pecado mortal, de moros, de turcos y de infierno, pero seguiría diciendo: “¡Escuchad, hermanas, hermanos todos! Escuchad la voz de los innumerables muertos, de los incontables esclavos de la tierra. Escuchad la voz de la historia, la voz del futuro. Escuchad la voz de las selvas, la voz de los mares, la voz de los aires. Escuchad la voz del Nuevo Mundo posible y necesario. Escuchad la voz de la justicia, la voz de la misericordia. Escucha la voz de la Vida, la voz de Dios. ¡Escuchad y convertíos! Si no os convertís, nadie sobrevivirá, tampoco vosotros sobreviviréis. Pero, hermanas, hermanos, ¡por amor de Dios!, permitid que la Vida viva y sea feliz. Permitid que los ángeles puedan seguir cantando en la Nochebuena. Permitid que los niños sigan cantando villancicos verdaderos por todas las calles. Permitid que soñemos junto con el niño Jesús de Belén, y que, junto a él, podamos derramar dulces lágrimas de ternura y esperanza de un mundo nuevo”. José Arregi Para orar Unidos en la memoria de la Pascua del Señor, volvemos a la Historia con una deuda mayor. Unidos en la memoria de la Antigua Sujeción, juramos la Victoria sobre esta nueva sumisión. América Amerindia todavía en la Pasión, un día esta tu Muerte tendrá Resurrección. La Pascua que comemos nos nutre de provenir, seremos en tus Pueblos el Pueblo que ha de venir. Los Pobres de esta Tierra queremos inventar esa Tierra-sin-males que viene en cada mañana. ¡“Uirás” siempre en la búsqueda de la Tierra que vendrá… Maíra en los orígenes, en el fin, Marana-tha! (Pedro Casaldáliga, “Canto final”, Misa de la Tierra sin males) Hace unos días, la Diputación de Gipuzkoa concedió el Premio al Voluntario 2011 al Teléfono de la Esperanza. Os lo merecéis, amigas y amigos anónimos. No lo hacéis para ganar ningún premio ni en este mundo ni en el otro. Nunca aparecéis en los telediarios, y nunca se habla de vosotros en los periódicos. Pero ¿qué sería de nuestro mundo sin gente como vosotras/os? ¡Gracias!
(Honremos, de paso, al inventor del teléfono, Antonio Meucci que, hace algo más de 150 años, construyó un artefacto para conectar su oficina con su dormitorio, dos pisos más arriba, donde yacía su esposa sufriente. Por nada hubiese podido imaginar que, en muchos lugares del mundo, pronto habría más teléfonos que personas, y menos aun podría entender que a pesar de todo estamos más solos que nunca). El Teléfono de la Esperanza sigue fiel al propósito de quien lo inventó. Es el teléfono puesto al servicio de la escucha del que desespera, de la atención al que sufre, de la compañía al que se siente solo, terriblemente solo, aunque tal vez esté rodeado de gente y conectado con todo el mundo. "Aquí el Teléfono de la Esperanza, ¿en qué puedo ayudarle?". Así empieza todo, aunque la historia empieza antes, al otro lado, todavía mudo. “Aquí el Teléfono de la Esperanza”. ¡Benditas palabras! ¡Benditas las manos que, con temerosa determinación, descuelgan el teléfono y lo acercan al oído! ¡Benditos los labios que, inseguros, tal vez temblorosos, se resuelven a pronunciar esas palabras: “¿En qué puedo ayudarle?”. Es como un ancla salvadora lanzada al otro lado, sin ni siquiera saber todavía a dónde. ¿Quién está al otro lado oscuro? Alguien al borde del abismo. Pero es como si, de repente, un ángel le rozara, como si un ángel le tendiera la mano, como si un ángel le dijera con infinita dulzura: “¡Oh! ¿Qué te pasa, amiga, amigo mío? ¿Qué te duele?”. Y con esas palabras puede empezar otra historia. La esperanza se abre camino a través de todo un equipo de psicólogos, abogados, psiquiatras, educadores y familiares. Todos voluntarios. Es como una gran posada en el mundo, donde tantos desalentados recuperan el aliento. Es como aquella pequeña posada del buen samaritano cerca de Jericó. Alguien, malherido al borde del camino, siente que no está solo, que nunca lo estará, aun cuando ya no pueda más y se precipite sin remedio al fondo del abismo. También allí, Alguien se inclina y le dice al oído y al corazón: “No tengas miedo, estoy contigo”. El milagro sucede cada día, 24 horas al día, 365 días al año, aunque nadie lo sepa, aunque no lo certifique ninguna comisión vaticana ni conste en ningún proceso de beatificación, que no sé qué tienen que ver con los auténticos milagros, los de la vida a cada hora. Es un milagro que un náufrago de la vida, en medio de su angustia, con el pequeño resto de fe que aún le queda, marque un número llamado “de la Esperanza” porque sabe que en alguna parte queda todavía compasión y escucha. Ha sucedido más de 4 millones de veces, durante 40 años, desde que Serafín Madrid, un hermano de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, fundara el Teléfono de la Esperanza en Sevilla en 1971. Era un hombre libre, era un buen samaritano, que nunca dio un rodeo para evitar al herido. Era un discípulo de Jesús que decía: “Yo solo me arrodillo ante Dios y ante el sufrimiento de los más débiles”. Cada vez que se arrodillaba ante Dios, era para atender a un herido. Cada vez que se arrodillaba ante un herido, se arrodillaba ante Dios. Eso es el Evangelio. Y no hay otro milagro. En realidad, todo es milagro cuando es para bien, y el bien está en todo, a pesar de todo. El oído, por ejemplo, es un milagro tan maravilloso como la más extraordinaria curación de Lourdes (la única diferencia es que se repite más veces): que las ondas sonoras sean recogidas en nuestras orejas y transmitidas al tímpano y que el tímpano vibre y que las vibraciones se comuniquen, mediante una cadena de huesecillos llamados martillo, yunque y estribo, hasta la trompa de Eustaquio, y que, al pasar por los líquidos del caracol o cóclea que es un sistema de tubos enrollados, activen las células pilosas y que éstas transformen las ondas sonoras en impulsos eléctricos y los transmitan al nervio auditivo, y que éste lleve la información al cerebro y que el cerebro lo interprete como rumor de la lluvia o silbido del viento, como cello de Bach o tu nombre propio… ¿no es eso maravilloso? Pues todo eso no es todavía más que el oído. La escucha es todavía más maravillosa. “Escuchar” viene del latín “auscultare”, que significa inclinar la oreja. Y ése es el arte del teléfono de la esperanza. El que escucha no pregunta, no inquiere, no juzga. No ofrece soluciones, ni siquiera da consejos, o no tiene por qué. Simplemente, se inclina y acoge al que habla, como un ángel de la guarda. Y ahí se produce el mayor milagro. Las ondas sonoras que eran gemidos de soledad y angustia vuelven convertidas en Espíritu de consuelo y esperanza. Así es el misterio de Dios. “Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy humilde y pobre” (Sal 85,1). Es una forma de hablar, pues Dios no se hace rogar como un señor. Dios es la más pura condescendencia que se inclina y escucha. Necesitamos ser escuchados. E. Schillebeeckx, uno de los mayores teólogos del siglo XX, escribió que toda nuestra vida, la historia entera desde un comienzo desconocido hasta el fin que ignoramos, es como un largo relato que Dios escucha estremecido sin atreverse a interrumpir. Dios es esa escucha estremecida que sostiene. Y decir “silencio de Dios” es una forma de decir el infinito respeto, la infinita acogida. Como esta tarde silenciosa. Y sí, creemos que esa escucha infinita hecha de respeto y acogida es capaz de transformar nuestras historias y toda la historia. Mira el icono de la Trinidad de Rublev, de 1425. Representa la escena de aquella misteriosa visita que recibió Abrahán en el encinar de Mambré y que nos cuenta el capítulo 18 del Génesis. ¿Es Ella o es El? ¿Es uno o son tres? No se sabe. Abrahán corre a saludarlo(s), o a saludarla(s). Aparentemente, Rublev ha eliminado de su icono a Abrahán y a Sara, y solo representa a tres ángeles, a Dios en forma de tres: el uno es soledad, el dos es separación, el tres es comunión en la diferencia y el respeto. Mira con qué infinita tristeza se dirige y habla el ángel del centro (“Dios Padre-Madre”) al ángel de la izquierda, con qué reverente atención escucha el ángel de la izquierda (“el Hijo”) y con qué dulzura maternal consuela a ambos el ángel de la derecha (“el Espíritu Santo”). Dios es escucha infinita, pero también infinita necesidad de escucha. Pero ¿dónde están Abrahán y Sara en ese icono? Hablan, se escuchan, se aman dentro de la tienda. Y luego nació Isaac, el “hijo de la risa”, y siguió la historia. José Arregi Parar orar ¿EN QUÉ CONSISTE EL AMOR? Abrir los ojos para ver la verdad desnuda del hermano, y entonces no juzgar, sino abrazar. Abrir los labrios para hablar sin estridencias ni doblez, sin trampa ni vacío anudando vidas con verso sincero. Desear, con deseo apasionado, no exigente, caricias, fiestas, alivio, pan sin hambres baile sin soledad justicia sin víctimas memoria sin rencor. Ser locos en los anhelos y cuerdos en los caminos. Hacernos vulnerables. Creer que Dios se derrama, infinito, en Espíritu y verdad, en tantos recodos de la historia y de las vidas. Y aprender de Él a ser alfareros de otra belleza, viñadores de humanidad nueva, pacientes en la espera del hijo pródigo, samaritanos con corazón de carne, y buena noticia viva. En eso consiste el amor. (José María Olaizola, SJ) Sería raro que este nombre evocara algo a los lectores fuera de nuestro pequeño País Vasco. Pero ahí está el nombre, y él decía, en una de sus muchas sentencias lapidarias, que “todo lo que tiene nombre existe”. ¿Será verdad? ¿Existen, pues, Mari, la diosa suprema de los primitivos vascos, y su consorte Sugaar? ¿Existe Urtzi, el Júpiter vasco? ¿Existen las sirenas, ninfas o hadas llamadas aquí lamiak? ¿Existen los fornidos gigantes llamados jentilak o mairuak, constructores de numerosos dólmenes y cromlechs en nuestras pequeños montes? ¿Y todos los seres que pueblan los mitos de todos los pueblos?
Si son nombrados, es que existen de alguna manera, aunque fuera solamente en la imaginación de quien habla. Ningún nombre está vacío en la intención del que lo pronuncia. Primero es la realidad, luego el nombre. Primero es algo, y luego la conciencia, o la palabra que pretende decir algo sobre algo, aunque nunca llega a decirlo del todo. ¿Por qué dice, pues, el evangelio de Juan que “en el principio existía la palabra”? Juan no habla del principio del tiempo, sino del principio y fundamento del ser, que es a la vez realidad y palabra, existencia y relación, invocación y gracia: “DIOS”. La palabra primera es la palabra hecha carne desde siempre, palabra y a la vez: materia, matriz y carne del mundo. Pero nosotros nos sentimos escindidos entre la palabra y la carne, lo que decimos y lo que somos. Somos humildes nombres en busca del ser, humilde carne en busca de la palabra. Perdóneme el lector este enredado arranque, si ha tenido el ánimo de seguirlo hasta aquí. Venía a propósito de una sentencia llamativa de un hombre discreto que nunca quiso llamar la atención y que sigue siendo desconocido de la gran mayoría: José Miguel de Barandiarán. Un hombre poco común, nacido en un humilde caserío de Ataun, que vivió ciento dos años (de 1889 a 1991) y aún sigue vivo entre nosotros al igual que su nombre. Con ocasión del vigésimo aniversario de su muerte, acaba de celebrarse un ciclo de conferencias en torno a su figura, y quiero sumarme a su memoria y homenaje. Fue un hombre sabio y, como todos los sabios, humilde, muy humilde. Nunca olvidó lo que una tarde de otoño, ante un manzano con las ramas inclinadas por el peso, le dijo su madre (de ella le vendría el arte de las sentencias): “Cuanto más fruto, más bajo”. Ella murió dos meses después. Él era muy austero, pero feliz, porque, como le he oído estos días a Jesús Altuna –sabio y humilde también él, y el discípulo más aventajado de José Miguel Barandiarán–, “es feliz no el que tiene mucho, sino el que se conforma con lo que tiene, y él se conformaba del todo”. Fue un investigador eminente de la cultura vasca antigua, paleolítica y neolítica. Recorrió a pie toda la geografía vasca, al norte y al sur de los Pirineos, excavando dólmenes y túmulos, explorando cuevas con maravillosos bisontes y caballos pintados, recogiendo mitos y dichos, indagando costumbres, examinando con rigor científico y veneración espiritual cráneos y huesos de gentes que vivieron en esta tierra hace miles de años. Debió su primer hallazgo a la labor previa de un topo, incomparable excavador, aunque anónimo. Un día, caminando por la sierra de Aralar al paraje donde, según le había asegurado un casero de Ataun, se hallaban enterrados “los últimos paganos” vascos, se sentó a descansar sobre unas piedras y, mientras comía el bocadillo, con su bastón removió un montículo de tierra de una topera, y de pronto vio un molar humano, y fue como una revelación: adivinó que se encontraba sentado sobre un dolmen neolítico que guardaba vivos a sus muertos. Así era, y así empezó. Dice Jesús Altuna que su maestro y amigo Barandiarán “robó muchas cosas a la muerte”: no en vano, más del 90% de lo que sabemos acerca de los antiguos vascos –muertos, pero vivos– se lo debemos a él. ¿No consiste en eso la vida: en robar vida a la muerte del olvido, de la indiferencia, de la inmisericordia? Esa fue su vocación. Amó la tierra, su tierra, la Madre Tierra de todos. Pasó su larga vida palpando con sus manos desnudas la tierra desnuda, rastreando en la tierra las huellas de la vida, caminando a pie en montes y bosques, pues –como dijo también– “hay que discurrir primero con los pies y después con la cabeza”. ¡Cuánto razón tenía el gran sabio que nunca dejó de ser un casero de Ataun! ¡Cómo lo hemos olvidado en nuestras ciudades, en nuestras universidades y también en nuestros templos! Cada fósil, cada piedra, cada puñado de tierra contiene entera la memoria de todos los seres vivos en este u otros planetas, y la ciencia primera debiera consistir en saber tocar y mirar con inmensa admiración, y que el pensamiento se inspire en los pies, las manos, los ojos, la tierra. José Miguel de Barandiarán fue sacerdote católico, un sacerdote que hizo de la investigación científica vocación sagrada, como el agustino Gregor Mendel (precursor de la genética), el jesuita Angelo Secchi (fundador de la astrofísica), el sacerdote Georges Lamaître (inspirador de la teoría del Big Bang) o el jesuita Teilhard de Chardin (paleoantropólogo visionario de una nueva teología en clave evolutiva, hoy todavía pendiente), a quien llegó a saludar en París en 1936. Sacerdote católico: eso es lo que él se sentía ante todo y por encima de todo. Y, sin embargo, de sacerdotes católicos (y de su propio obispo Zacarías Martínez) le llegaron sus mayores sinsabores. Por amar a su tierra y su cultura, o por investigarla, fue acusado de ser nacionalista, e incluso judeo-masón, él que nunca quiso saber nada de política, hasta el punto de no haber votado nunca a ningún partido, según dicen. El rector del Seminario de Vitoria tachó de “mamarrachadas” los anuarios etnográficos que iba componiendo y que llegaron a constituir una grandiosa obra reconocida por los grandes especialistas del mundo. Nunca se le permitió ubicar su museo etnográfico dentro del Seminario. Y en 1936, de noche y por mar, tuvo que huir al exilio, hasta el año 1953. Digamos también que fue un sacerdote de teología preconciliar, incluso después del concilio. Conservó casi intactas las ideas teológicas que le enseñaron en el Seminario entre 1910 y 1915, época de cerrado antimodernismo católico. Nos hubiera gustado que también su teología hubiera evolucionado como evolucionan la vida y la ciencia. Pero es que a él no le importaba la teología, sino la vida misma, y la ciencia de la vida, la memoria viva de la tierra y de su pueblo. Muy al final de su vida, una vez declaró: “Yo desearía que me recordaran como una persona que ha amado. El amor entre las personas es lo más importante”. El amor que es Dios y en el que es el prójimo. El amor primero en el que somos. Pues primero, antes de hablar, hemos sido creados y amados. De boca de un casero oyó una vez Don José Miguel una frase que tantas veces repetía luego y que no tiene fácil traducción: “Ez gara geure baitan”. Algo así como “no somos creadores y dueños de nosotros mismos”. Eso es. José Arregi Para orar Enséñame cómo ir a este país que está más allá de las palabras y más allá de los nombres. Enséñame a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques. Necesito que me guíes. Necesito que conmuevas mi corazón. Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración. Necesito que fortalezcas mi voluntad. Necesito que salves y cambies el mundo. Te necesito para todos los que sufren, para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor. Te necesito para toda la gente enloquecida. Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida. Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador. Necesito que des nombre a los muertos. Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río. Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen. (Thomas Merton) Enséñame cómo ir a este país que está más allá de las palabras y más allá de los nombres. Enséñane a orar a este lado de la frontera, aquí, donde están estos bosques. Necesito que me guíes. Necesito que conmuevas mi corazón. Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración. Necesito que fortalezcas mi voluntad. Necesito que salves y cambies el mundo. Te necesito para todos los que sufren, para los encarcelados, para los que están en peligro y en el dolor. Te necesito para toda la gente enloquecida. Necesito que tus manos sanadoras actúen constantemente en mi vida. Necesito que hagas de mí, como hiciste de tu Hijo, un sanador, un consolador, un salvador. Necesito que des nombre a los muertos. Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar cada cual su río. Te necesito, tanto vivo como muerto. Amen. (Thomas Merton) |
Jose Arregui
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Abril 2021
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