Los discípulos, enviados por Jesús para anunciar su Evangelio, vuelven entusiasmados. Les falta tiempo para contar a su Maestro todo lo que han hecho y enseñado. Al parecer, Jesús quiere escucharlos con calma y los invita a retirarse «ellos solos a un sitio tranquilo a descansar un poco».
La gente les estropea todo su plan. De todas las aldeas corren a buscarlos. Ya no es posible aquella reunión tranquila que había proyectado Jesús a solas con sus discípulos más cercanos. Para cuando llegan al lugar, la muchedumbre lo ha invadido todo. ¿Cómo reaccionará Jesús? El evangelista describe con detalle su actitud. A Jesús nunca le estorba la gente. Fija su mirada en la multitud. Sabe mirar, no solo a las personas concretas y cercanas, sino también a esa masa de gente formada por hombres y mujeres sin voz, sin rostro y sin importancia especial. Enseguida se despierta en él la compasión. No lo puede evitar. «Le dio lástima de ellos». Los lleva a todos muy dentro de su corazón. Nunca los abandonará. Los «ve como ovejas sin pastor»: gentes sin guías para descubrir el camino, sin profetas para escuchar la voz de Dios. Por eso, «se puso a enseñarles con calma», dedicándoles tiempo y atención para alimentarlos con su Palabra curadora. Un día tendremos que revisar ante Jesús, nuestro único Señor, cómo miramos y tratamos a esas muchedumbres que se nos están marchando poco a poco de la Iglesia, tal vez porque no escuchan entre nosotros su Evangelio y porque ya no les dicen nada nuestros discursos, comunicados y declaraciones. Personas sencillas y buenas a las que estamos decepcionando porque no ven en nosotros la compasión de Jesús. Creyentes que no saben a quién acudir ni qué caminos seguir para encontrarse con un Dios más humano que el que perciben entre nosotros. Cristianos que se callan porque saben que su palabra no será tenida en cuenta por nadie importante en la Iglesia. Un día el rostro de esta Iglesia cambiará. Aprenderá a actuar con más compasión; se olvidará de sus propios discursos y se pondrá a escuchar el sufrimiento de la gente. Jesús tiene fuerza para transformar nuestros corazones y renovar nuestras comunidades.
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Jesús no envía a sus discípulos de cualquier manera. Para colaborar en su proyecto del reino de Dios y prolongar su misión es necesario cuidar un estilo de vida. Si no es así, podrán hacer muchas cosas, pero no introducirán en el mundo su espíritu. Marcos nos recuerda algunas recomendaciones de Jesús. Destacamos algunas.
En primer lugar, ¿quiénes son ellos para actuar en nombre de Jesús? ¿Cuál es su autoridad? Según Marcos, al enviarlos, Jesús «les da autoridad sobre los espíritus inmundos». No les da poder sobre las personas que irán encontrando en su camino. Tampoco él ha utilizado su poder para gobernar sino para curar. Como siempre, Jesús está pensando en un mundo más sano, liberado de las fuerzas malignas que esclavizan y deshumanizan al ser humano. Sus discípulos introducirán entre las gentes su fuerza sanadora. Se abrirán paso en la sociedad, no utilizando un poder sobres las personas, sino humanizando la vida, aliviando el sufrimiento de las gentes, haciendo crecer la libertad y la fraternidad. Llevarán solo «bastón» y «sandalias». Jesús los imagina como caminantes. Nunca instalados. Siempre de camino. No atados a nada ni a nadie. Solo con lo imprescindible. Con esa agilidad que tenía Jesús para hacerse presente allí donde alguien lo necesitaba. El báculo de Jesús no es para mandar, sino para caminar. No llevarán «ni pan, ni alforja, ni dinero». No han de vivir obsesionados por su propia seguridad. Llevan consigo algo más importante: el Espíritu de Jesús, su Palabra y su Autoridad para humanizar la vida de las gentes. Curiosamente, Jesús no está pensando en lo que han de llevar para ser eficaces, sino en lo que no han de llevar. No sea que un día se olviden de los pobres y vivan encerrados en su propio bienestar. Tampoco llevarán «túnica de repuesto». Vestirán con la sencillez de los pobres. No llevarán vestiduras sagradas como los sacerdotes del Templo. Tampoco vestirán como el Bautista en la soledad del desierto. Serán profetas en medio de la gente. Su vida será signo de la cercanía de Dios a todos, sobre todo, a los más necesitados. ¿Nos atreveremos algún día a hacer en el seno de la Iglesia un examen colectivo para dejarnos iluminar por Jesús y ver cómo nos hemos ido alejando sin darnos casi cuenta de su espíritu? No conocemos su nombre. Es una mujer insignificante, perdida en medio del gentío que sigue a Jesús. No se atreve a hablar con él como Jairo, el jefe de la sinagoga, que ha conseguido que Jesús se dirija hacia su casa. Ella no podrá tener nunca esa suerte.
Nadie sabe que es una mujer marcada por una enfermedad secreta. Los maestros de la Ley le han enseñado a mirarse como una mujer «impura», mientras tenga pérdidas de sangre. Se ha pasado muchos años buscando un curador, pero nadie ha logrado sanarla. ¿Dónde podrá encontrar la salud que necesita para vivir con dignidad? Muchas personas viven entre nosotros experiencias parecidas. Humilladas por heridas secretas que nadie conoce, sin fuerzas para confiar a alguien su «enfermedad», buscan ayuda, paz y consuelo sin saber dónde encontrarlos. Se sienten culpables cuando muchas veces solo son víctimas. Personas buenas que se sienten indignas de acercarse a recibir a Cristo en la comunión; cristianos piadosos que han vivido sufriendo de manera insana porque se les enseñó a ver como sucio, humillante y pecaminoso todo lo relacionado con el sexo; creyentes que, al final de su vida, no saben cómo romper la cadena de confesiones y comuniones supuestamente sacrílegas... ¿No podrán conocer nunca la paz? Según el relato, la mujer enferma «oye hablar de Jesús» e intuye que está ante alguien que puede arrancar la «impureza» de su cuerpo y de su vida entera. Jesús no habla de dignidad o indignidad. Su mensaje habla de amor. Su persona irradia fuerza curadora. La mujer busca su propio camino para encontrarse con Jesús. No se siente con fuerzas para mirarle a los ojos: se acercará por detrás. Le da vergüenza hablarle de su enfermedad: actuará calladamente. No puede tocarlo físicamente: le tocará solo el manto. No importa. No importa nada. Para sentirse limpia basta esa confianza grande en Jesús. Lo dice él mismo. Esta mujer no se ha de avergonzar ante nadie. Lo que ha hecho no es malo. Es un gesto de fe. Jesús tiene sus caminos para curar heridas secretas, y decir a quienes lo buscan: «Hija, hijo, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.» «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?». Estas dos preguntas que Jesús dirige a sus discípulos no son, para el evangelista Marcos, una anécdota del pasado. Son las preguntas que han de escuchar los seguidores de Jesús en medio de sus crisis. Las preguntas que nos hemos de hacer también hoy: ¿Dónde está la raíz de nuestra cobardía? ¿Por qué tenemos miedo ante el futuro? ¿Es porque nos falta fe en Jesucristo?
El relato es breve. Todo comienza con una orden de Jesús: «Vamos a la otra orilla». Los discípulos saben que en la otra orilla del lago Tiberíades está el territorio pagano de la Decápolis. Un país diferente y extraño. Una cultura hostil a su religión y creencias. De pronto se levanta una fuerte tempestad, metáfora gráfica de lo que sucede en el grupo de discípulos. El viento huracanado, las olas que rompen contra la barca, el agua que comienza a invadirlo todo, expresan bien la situación: ¿Qué podrán los seguidores de Jesús ante la hostilidad del mundo pagano? No solo está en peligro su misión, sino incluso la supervivencia misma del grupo. Despertado por sus discípulos, Jesús interviene, el viento cesa y sobre el lago viene una gran calma. Lo sorprendente es que los discípulos «se quedan espantados». Antes tenían miedo a la tempestad. Ahora parecen temer a Jesús. Sin embargo, algo decisivo se ha producido en ellos: han recurrido a Jesús; han podido experimentar en él una fuerza salvadora que no conocían; comienzan a preguntarse por su identidad. Comienzan a intuir que con él todo es posible. El cristianismo se encuentra hoy en medio de una «fuerte tempestad» y el miedo comienza a apoderarse de nosotros. No nos atrevemos a pasar a la «otra orilla». La cultura moderna nos resulta un país extraño y hostil. El futuro nos da miedo. La creatividad parece prohibida. Algunos creen más seguro mirar hacia atrás para mejor ir adelante. Jesús nos puede sorprender a todos. El Resucitado tiene fuerza para inaugurar una fase nueva en la historia del cristianismo. Solo se nos pide fe. Una fe que nos libere de tanto miedo y cobardía, y nos comprometa a caminar tras las huellas de Jesús. Vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y televisión, noticiarios y reportajes descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odios, guerras, hambres y violencias, escándalos grandes y pequeños. Los «vendedores de sensacionalismo» no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta.
La increíble velocidad con que se difunden las noticias nos deja aturdidos y desconcertados. ¿Qué puede hacer uno ante tanto sufrimiento? Cada vez estamos mejor informados del mal que asola a la humanidad entera, y cada vez nos sentimos más impotentes para afrontarlo. La ciencia nos ha querido convencer de que los problemas se pueden resolver con más poder tecnológico, y nos ha lanzado a todos a una gigantesca organización y racionalización de la vida. Pero este poder organizado no está ya en manos de las personas sino en las estructuras. Se ha convertido en «un poder invisible» que se sitúa más allá del alcance de cada individuo. Entonces, la tentación de inhibirnos es grande. ¿Qué puedo hacer yo para mejorar esta sociedad? ¿No son los dirigentes políticos y religiosos quienes han de promover los cambios que se necesitan para avanzar hacia una convivencia más digna, más humana y dichosa? No es así. Hay en el evangelio una llamada dirigida a todos, y que consiste en sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad. Jesús no habla de cosas grandes. El reino de Dios es algo muy humilde y modesto en sus orígenes. Algo que puede pasar tan desapercibido como la semilla más pequeña, pero que está llamado a crecer y fructificar de manera insospechada. Quizás necesitamos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los pequeños gestos. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo. Un gesto amistoso al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado... no son cosas grandes. Son pequeñas semillas del reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad complicada y triste, que ha olvidado el encanto de las cosas sencillas y buenas. Los estudios sociológicos lo destacan con datos contundentes: los cristianos de nuestras iglesias occidentales están abandonando la misa dominical. La celebración, tal como ha quedado configurada a lo largo de los siglos, ya no es capaz de nutrir su fe ni de vincularlos a la comunidad de Jesús.
Lo sorprendente es que estamos dejando que la misa «se pierda» sin que este hecho apenas provoque reacción alguna entre nosotros. ¿No es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo podemos permanecer pasivos, sin capacidad de tomar iniciativa alguna? ¿Por qué la jerarquía permanece tan callada e inmóvil? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación con más fuerza y dolor? La desafección por la misa está creciendo incluso entre quienes participan en ella de manera responsable e incondicional. Es la fidelidad ejemplar de estas minorías la que está sosteniendo a las comunidades, pero ¿podrá la misa seguir viva solo a base de medidas protectoras que aseguren el cumplimiento del rito actual? Las preguntas son inevitables: ¿No necesita la Iglesia en su centro una experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor que la que ofrece la liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús quiso que hiciéramos en memoria suya? ¿Es la liturgia que nosotros venimos repitiendo desde siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió? ¿Es la que más nos puede atraer a vivir como discípulos suyos al servicio de su proyecto del reino del Padre? Hoy todo parece oponerse a la reforma de la misa. Sin embargo, cada vez será más necesaria si la Iglesia quiere vivir del contacto vital con Jesucristo. El camino será largo. La transformación será posible cuando la Iglesia sienta con más fuerza la necesidad de recordar a Jesús y vivir de su Espíritu. Por eso también ahora lo más responsable no es ausentarse de la misa, sino contribuir a la conversión a Jesucristo. Ven, Espíritu Santo. Despierta nuestra fe débil, pequeña y vacilante. Enséñanos a vivir confiando en el amor insondable de Dios, nuestro Padre, a todos sus hijos e hijas, estén dentro o fuera de tu Iglesia. Si se apaga esta fe en nuestros corazones, pronto morirá también en nuestras comunidades e iglesias.
Ven, Espíritu Santo. Haz que Jesús ocupe el centro de tu Iglesia. Que nada ni nadie lo suplante ni oscurezca. No vivas entre nosotros sin atraernos hacia su Evangelio y sin convertirnos a su seguimiento. Que no huyamos de su Palabra, ni nos desviemos de su mandato del amor. Que no se pierda en el mundo su memoria. Ven, Espíritu Santo. Abre nuestros oídos para escuchar tus llamadas, las que nos llegan hoy, desde los interrogantes, sufrimientos, conflictos y contradicciones de los hombres y mujeres de nuestros días. Haznos vivir abiertos a tu poder para engendrar la fe nueva que necesita esta sociedad nueva. Que, en tu Iglesia, vivamos más atentos a lo que nace que a lo que muere, con el corazón sostenido por la esperanza y no minado por la nostalgia. Ven, Espíritu Santo. Purifica el corazón de tu Iglesia. Pon verdad entre nosotros. Enséñanos a reconocer nuestros pecados y limitaciones. Recuérdanos que somos como todos: frágiles, mediocres y pecadores. Libéranos de nuestra arrogancia y falsa seguridad. Haz que aprendamos a caminar entre los hombres con más verdad y humildad. Ven, Espíritu Santo. Enséñanos a mirar de manera nueva la vida, el mundo y, sobre todo, las personas. Que aprendamos a mirar como Jesús miraba a los que sufren, los que lloran, los que caen, los que viven solos y olvidados. Si cambia nuestra mirada, cambiará también el corazón y el rostro de tu Iglesia. Los discípulos de Jesús irradiaremos mejor su cercanía, su comprensión y solidaridad hacia los más necesitados. Nos pareceremos más a nuestro Maestro y Señor. Ven, Espíritu Santo. Haz de nosotros una Iglesia de puertas abiertas, corazón compasivo y esperanza contagiosa. Que nada ni nadie nos distraiga o desvíe del proyecto de Jesús: hacer un mundo más justo y digno, más amable y dichoso, abriendo caminos al reino de Dios. El evangelista Juan pone en boca de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen, con una intensidad especial, algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo de los tiempos para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en nuestros días.
«Permaneced en mi amor». Es lo primero. No se trata solo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de todo orden. Lo importante será siempre no desviarse del amor. Permanecer en el amor de Jesús no es algo teórico ni vacío de contenido. Consiste en «guardar sus mandamientos», que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Este es mi mandamiento; que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se multiplican. Solo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En cualquier época y situación, lo decisivo para el cristianismo es no salirse del amor fraterno. Jesús no presenta este mandato del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros falta verdadero amor, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría. Sin amor no es posible dar pasos hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No sabremos cómo generar alegría. Aún sin quererlo, seguiremos cultivando un cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón. A nuestro cristianismo le falta, con frecuencia, la alegría de lo que se hace y se vive con amor. A nuestro seguimiento a Jesucristo le falta el entusiasmo de la innovación, y le sobra la tristeza de lo que se repite sin la convicción de estar reproduciendo lo que Jesús quería de nosotros. Cuando entre los primeros cristianos comenzaron los conflictos y disensiones entre grupos y líderes diferentes, alguien sintió la necesidad de recordar que, en la comunidad de Jesús, solo él es el Pastor bueno. No un pastor más, sino el auténtico, el verdadero, el modelo a seguir por todos.
Esta bella imagen de Jesús, Pastor bueno, es una llamada a la conversión, dirigida a quienes reivindican el título de «pastores» en la comunidad cristiana. El pastor que se parece a Jesús, solo piensa en sus ovejas, no «huye» ante los problemas, no las «abandona». Al contrario, está junto a ellas, las defiende, se desvive por ellas, «expone su vida» buscando su bien. Al mismo tiempo, esta imagen es una llamada a la comunión fraterna entre todos. El Buen Pastor «conoce» a sus ovejas y las ovejas le «conocen» a él. Solo desde esta cercanía estrecha, desde este conocimiento mutuo y esta comunión de corazón, el Buen Pastor comparte su vida con las ovejas. Hacia esta comunión y mutuo conocimiento hemos de caminar también hoy en la Iglesia. En estos momentos no fáciles para la fe, necesitamos como nunca aunar fuerzas, buscar juntos criterios evangélicos y líneas maestras de actuación para saber en qué dirección hemos de caminar de manera creativa hacia el futuro. Sin embargo, no es esto lo que está sucediendo. Se hacen algunas llamadas convencionales a vivir en comunión, pero no estamos dando pasos para crear un clima de escucha mutua y diálogo. Al contrario, crecen las descalificaciones y disensiones entre obispos y teólogos; entre teólogos de diferentes tendencias; entre movimientos y comunidades de diverso signo; entre grupos y «blogs» de todo género... Pero, tal vez, lo más triste es ver cómo sigue creciendo el distanciamiento entre la jerarquía y el pueblo cristiano. Se diría que viven dos mundos diferentes. En muchos lugares los «pastores» y las «ovejas» apenas se conocen. A muchos obispos no les resulta fácil sintonizar con las necesidades reales de los creyentes, para ofrecerles la orientación y el aliento que necesitan. A muchos fieles les resulta difícil sentir afecto e interés hacia unos pastores a los que ven alejados de sus problemas. Solo creyentes, llenos del Espíritu del Buen Pastor, pueden ayudarnos a crear el clima de acercamiento, mutua escucha, respeto recíproco y diálogo humilde que tanto necesitamos. No es fácil creer en Jesús resucitado. En última instancia es algo que solo puede ser captado y comprendido desde la fe que el mismo Jesús despierta en nosotros. Si no experimentamos nunca «por dentro» la paz y la alegría que Jesús infunde, es difícil que encontremos «por fuera» pruebas de su resurrección.
Algo de esto nos viene a decir Lucas al describirnos el encuentro de Jesús resucitado con el grupo de discípulos. Entre ellos hay de todo. Dos discípulos están contando cómo lo han reconocido al cenar con él en Emaús. Pedro dice que se le ha aparecido. La mayoría no ha tenido todavía ninguna experiencia. No saben qué pensar. Entonces «Jesús se presenta en medio de ellos y les dice: "Paz a vosotros"». Lo primero para despertar nuestra fe en Jesús resucitado es poder intuir, también hoy, su presencia en medio de nosotros, y hacer circular en nuestros grupos, comunidades y parroquias la paz, la alegría y la seguridad que da el saberlo vivo, acompañándonos de cerca en estos tiempos nada fáciles para la fe. El relato de Lucas es muy realista. La presencia de Jesús no transforma de manera mágica a los discípulos. Algunos se asustan y «creen que están viendo un fantasma». En el interior de otros «surgen dudas» de todo tipo. Hay quienes «no lo acaban de creer por la alegría». Otros siguen «atónitos». Así sucede también hoy. La fe en Cristo resucitado no nace de manera automática y segura en nosotros. Se va despertando en nuestro corazón de forma frágil y humilde. Al comienzo, es casi solo un deseo. De ordinario, crece rodeada de dudas e interrogantes: ¿será posible que sea verdad algo tan grande? Según el relato, Jesús se queda, come entre ellos, y se dedica a «abrirles el entendimiento»para que puedan comprender lo que ha sucedido. Quiere que se conviertan en «testigos», que puedan hablar desde su experiencia, y predicar no de cualquier manera, sino «en su nombre». Creer en el Resucitado no es cuestión de un día. Es un proceso que, a veces, puede durar años. Lo importante es nuestra actitud interior. Confiar siempre en Jesús. Hacerle mucho más sitio en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades cristianas. |
José Antonio Pagola
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