Los obispos españoles han conseguido un “éxito” apostólico (¡?) que no resulta fácil de interpretar y más difícil de explicar. La asignatura de religión, en los planes de enseñanza, será una asignatura que se evaluará con nota, como se hace con cualquier otra asignatura, las matemáticas, pongamos por caso. ¡Pobre Religión! ¡Para lo que ha quedado el Evangelio! Por supuesto, así los obispos se quedan tranquilos. Y tienen la seguridad de que quien no aprenda religión, se verá reprobado. ¿Para tener que vérselas con Dios y con su conciencia? No. Con el profesor, en septiembre.
Los obispos españoles se pueden sentir orgullosos de lo que han conseguido. Lo que llama la atención es que, utilizando ese procedimiento, que consiste en “rebajar el Evangelio”a simple asignatura curricular, lo que hasta ahora se ha logrado es una juventud que, en una mayoría porcentual impresionante, no quiere saber nada ni de obispos, ni de Iglesia, ni de religión, ni posiblemente de Dios tampoco. Pues bien, así las cosas, lo notable es que, en lugar de preguntarse si lo que enseñan es lo que enseñaba Jesús, lo que enseñó la Iglesia naciente que evangelizó por todo el mundo, eso es lo que se enseña en la asignatura que nuestro ministro de educación y ciencia va a imponer como aprendizaje obligatorio. No se han enterado que su misión es, ante todo, transmitir el Evangelio. Eso es lo que hizo Jesús, según consta en los evangelios. Y, por lo que en ellos se relata, Jesús no suspendió a nadie, ni a los paganos, ni a los samaritanos, ni a los pecadores, ni a los publicanos, ni a las prostitutas. Porque Jesús vio que el Evangelio no se enseña cateando a los malos alumnos, sino mediante la bondad con todos. ¿Eso cabe en un plan de estudios? No, por supuesto. Y es que, hablando con sinceridad, la impresión que uno tiene es que lo que los obispos son incapaces de enseñar con su vida ejemplar y evangélica, lo que los cristianos todos no trasmitimos a las nuevas generaciones, se lo imponemos mediante suspensos en la escuela. Y así nos quedamos tranquilos. No, por favor. No nos engañemos. Ni engañemos a la gente. Ya sé que los obispos no lo hacen por deseo de engañar. Y es que, si la cosa se piensa despacio, uno se da cuenta de que el problema no está en los obispos. El problema está en la teología que sustenta y fundamenta un procedimiento que sirve para degradar el Evangelio (y la Revelación de Dios) a una asignatura más. Una más. Ni más ni menos. ¿Para esto Dios se hizo hombre? El Evangelio no debieron escribirlo los evangelistas. Debieron escribirlo unos científicos, unos historiadores, unos sociólogos....Entonces, a lo mejor, la decisión de los obispos tendría sentido. Sin desmerecer de científicos, ni de los historiadores, ni de los sociólogos, ni de nadie.... Es que el Evangelio de Jesús es otra cuestión, que plantea otros problemas y se enseña mediante otros procedimientos. Pero eso es más duro y mas exigente que conseguir del Gobierno un decreto que se impone por ley. Sobre todo, si es el propio Gobierno, o sea todos los ciudadanos, quien les paga a los profesores de la dichosa asignatura. No es fácil incurrir en tantos despropósitos en una sola decisión.
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La carta de Santiagodice: “Religión pura y sin defecto a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo”. Recuerdo aquí, y en el momento cruel que estamos viviendo, estas palabras de la carta de Santiago porque tengo la firme convicción de que si los obispos españoles se hubieran plantado y se hubieran echado a la calle, ante el sufrimiento de los parados, los desahuciados, los suicidados, los engañados, los desesperados, ahora mismo el reparto de los duros sacrificios, que está imponiendo la crisis, se habría planificado y se estaría gestionando de otra manera. De forma que nos parecería imposible e impensable que la distancia entre ricos y pobres, y la diferencia de ingresos entre unos y otros, en lugar de aumentar escandalosamente (que es lo que está pasando), estaría disminuyendo.
Es verdad que los obispos se plantaron un día, el 20 de junio de 2005, contra el matrimonio homosexual. Y los vio todo el mundo manifestándose en la calle contra la ley que pretendía igualar, hasta en el nombre de “matrimonio”, la unión estable de dos personas del mismo sexo. No discuto si los obispos tuvieron o no tuvieron acierto y éxito en lo que pretendían.Lo que digo es que, en cualquier caso, se puede discutir si los obispos tienen o no tienen razón en sus planteamientos sobre la homosexualidad. Pero lo que no admite discusión es que la aparente neutralidad de nuestra Jerarquía eclesiástica ante las leyes que, por Decreto-Ley, el Gobierno actual aprueba cada semana, aprovechándose de su mayoría absoluta, leyes de las que se sigue la creciente irritación y hasta la desesperación de los sectores más pobres y desamparados de nuestro país, esas leyes son leyes encanalladas y que están envenenando la vida de los ciudadanos y la convivencia de las familias, sobre todo las familias de los pobres. Por no hablar de las consecuencias patéticas de las que nos enteramos sobre lo que ocurre en hospitales, escueles, ayuntamientos, etc, etc. ¿Por qué repito aquí estas cosas que todos sabemos y lamentamos a todas horas? Porque, además del sufrimiento y la desesperación que evidentemente genera esta forma de gobernar, todo esto nos enfrenta a una pregunta que a obispos, a gobernantes, a todos los que nos interesamos por el tema religioso, nos tendría que poner la carne de gallina. La pregunta es clara: ¿Creemos realmente en Dios? Si religión pura y auténtica es preocuparse por quienes peor lo pasan en la vida (huérfanos y viudas, en las culturas antiguas), ¿qué fe tienen quienes dan las leyes que aumentan el sufrimiento de los más desgraciados? ¿qué religión practican los que van a misa y a sus cofradías pero al mismo tiempo dictan leyes que llevan a la gente más pobre a la desesperación del suicidio? ¿en qué Dios creen los que piensan y dicen que su preocupación es el matrimonio homosexual, al tiempo que no dicen ni palabra sobre los miles de criaturas que cada semana se tienen que ir a vivir a la calle? Quienes hacen eso, ¿creen realmente en Dios? Entonces, ¿es que estamos gobernados por ateos, por más que sean ateos convencidos de que tienen una fe de la que carecen? Termino: o el Nuevo Testamento no tiene pies ni cabeza; o quienes no tenemos ni pies ni cabeza somos los que estamos, por lo menos, permitiendo que suceda este descalabro. Los medios de comunicación han difundido y comentado, durante la semana pasada, una información que ha sorprendido a unos y a otros ha indignado. Dicho en pocas palabras, se trata de que en una parroquia de Madrid han cambiado el párroco. Y resulta que el nuevo responsable de la parroquia ha tomado la decisión de que un local importante de la parroquia se dedique, no para atender a los pobres (que eran las personas que allí se atendía), sino que ahora ese mismo local servirá para enseñar catequesis.
Creo que no es ninguna exageración decir que, para el nuevo párroco, es más importante la religión que el evangelio. Y confieso que, ante este hecho y aceptando, por supuesto, que el nuevo párroco ha tomado esta decisión con la mejor intención del mundo, no me puedo callar. Porque veo y palpo que, tal como vienen funcionando las cosas en determinados sectores de la Iglesia, efectivamente la religión ha suplantado al evangelio o, al menos, ocurre que son muchas las personas para quienes las prácticas religiosas son más determinantes que las bienaventuranzas, la atención a los pobres y enfermos..., lo que sabemos que hacía Jesús. Ahora bien, lo digo sin complejos ni censuras: mientras en la Iglesia las cosas sigan así, la Iglesia será un obstáculo muy serio para que la gente crea en Dios, acepte la misión de la Iglesia y, sobre todo, busque identificarse con el Evangelio. Y lo repito: digo estas cosas porque nuestra esperanza tiene que estar puesta, no en la observancia de la religión, sino en la fidelidad al Evangelio. Y si es que estoy equivocado, por favor, que me corrija quien tenga que corregirme. Tal como está legislado, en el vigente Código de Derecho Canónico, elejercicio del papado lleva consigo una serie tan desmesurada, tan desproporcionada, de títulos, poderes, derechos, obligaciones, exigencias (religiosas, políticas, económicas, diplomáticas, doctrinales, pastorales, sociales...), que, si quien ejerce ese cargo se pusiera de verdad a llevar todo eso adelante, pronto, muy pronto, se daría cuenta de que no puede con el cargo. Y si se empeñara en llevar las cosas hasta el límite de lo que tal cargo le exige, el titular del papado no tardaría en enfermarse y hasta es probable que su psiquismo se resentiría pronto e incluso es posible que llegase a trastornarse muy seriamente.
Baste pensar que no hay otro cargo en el mundo que entrañe los poderes, exigencias y obligaciones que entraña el papado. Un poder que es “supremo, pleno, inmediato y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (can. 331), es un poder absoluto, que abarca a más de mil doscientos millones de súbditos. A esos más de mil millones de personas, el papa puede premiarlos, reprenderlos, castigarlos, hacerlos obispos, concederles títulos, quitarles todo eso... La lista de posibilidades es interminable. Además, no olvidemos que el papado es un cargo doble: es uno de los grandes líderes religiosos del mundo; y es también un jefe de Estado. Se dirá que no hay papa que se dedique a hacer todo eso. Y es cierto. Porque no hay papa que pueda ejercer el papado con todas sus consecuencias y exigencias. O sea, no hay papa que cumpla exactamente con el cargo del papado. Ya sé que el papado cuenta siempre con la Curia Vaticana. Pero, a la vista de las cosas que estamos sabiendo que ocurren en la Curia (las que podemos saber....), se tiene la impresión de que, con frecuencia, la Curia es más una carga que una ayuda. Lo cual es comprensible. Porque el poder, que ejerce el papado, es un poder que se basa en la sumisión libre de las conciencias (no en el control de jueces y policías). Ahora bien, siendo como somos los mortales, tan fuertemente condicionados por el “deseo” (Ex 20, 17) de tener, de subir, de alcanzar cargos y títulos, sin reparar (con frecuencia) en miedos a ocultar lo que sea necesario, para conseguir el logro de lo que codiciamos, díganme Ustedes si un hombre puede controlar, pensar y decidir todo lo que eso supone y demanda. Nos lamentamos de los escándalos y abusos de clérigos de todo rango. Durante décadas, los papas ocultaron todo eso. Como se han ocultado tantas otras cosas de orden político, económico, religioso... ¿Por qué sucede todo eso? Sencillamente porque el hombre que ejerce el papado no es “supermán”. Es un ser humano. Con las posibilidades y limitaciones propias de todo ser humano. El papado entraña un cargo que ha abarcado tanto poder, que se encuentra en la penosa situación de no poder ejercerlo como eso se merece y necesita. Para decirlo en pocas palabras, si tomamos el ejercicio del papado verdaderamente en serio, nos vemos abocados a la inevitable conclusión de que es el despropósito más exagerado que jamás se pudo imaginar. ¿No valdría la pena que alguien, con conocimiento y competencia en temas de derecho eclesiástico, se atreviera a demostrar, Código en mano, que el papado es un cargo imposible de ejercer? Sobre todo, si al posible canonista competente, le aportan los conocimientos indispensables la medicina, la psicología, la sociología, las ciencias políticas, etc, etc. Quedaría patente - insisto - que un Conclave es una solemne reunión para tomar una decisión que, si somos consecuentes, nos vemos obligados a “sospechar” (por lo menos eso), que siempre será una decisión condenada a la frustración o quizá al fracaso. Y si no llegamos a tanto, no nos damos cuenta del fracaso porque el papado es el cargo mundial en el que las apariencias se superponen a la realidad hasta tal punto, que esa realidad, “ser Vicario de Jesucristo en la tierra”, o sea, “hacer las veces de Cristo en este mundo”, es una realidad que únicamente grupos reducidos (entre los 1.200 millones de católicos) se la toman en serio. Y seguramente son menos los que se la creen. Porque no es creíble. Y si es que hay quien se lo toma en serio y se lo cree, que reflexione, al menos por un instante, en qué se parece aquel humilde y pobre Jesús, que nació en un pesebre y murió colgado de una cruz, a esa figura revestida del lujo, el boato y la pompa que exige el papado. Un boato, unos poderes y una solemnidad sin los cuales el papado dejaría de ser lo que es. Según el canon 331, del vigente Código de Derecho Canónico, el papa tiene una potestad que es: “suprema, plena, inmediata y universal”. Además, el papa puede ejercer esta potestad “siempre libremente”. Más aún, “no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice” (can. 333, 3). Es evidente que, sea quien sea la persona que ejerce de papa, la institución del papado, tal como está organizado y tal como se gestiona, entraña un poder que se presenta, ante el mundo, no sólo con pretensiones, sino sobre todo con la intención, de estar sobre cualquier otro poder en la tierra.
En la Edad Media, concretamente a partir del pontificado de Inocencio III, este poder fue interpretado por los teólogos desde la teoría de la “plenitudo potestatis”, según la cual el papa tenía poder para destituir a reyes y emperadores. Lo que tuvo consecuencias fatales para pueblos enteros. En 1454, el papa Nicolás V, basado en esta teoría del poder pleno, le concedió al rey de Portugal “la plena y libre facultad de apropiarse, para él y sus sucesores, ... y de someter a perpetua esclavitud a esas gentes” (los habitantes de Africa). Esta generosa y extravagante donación fue reiterada por León X (1516) y por Pablo III (1534). Es la misma teoría del poder del papado que justificó las bulas de Alejandro VI cuando hizo donación de las tierras de América a los reyes de España y Portugal (4.V.1493). Como es lógico, estas teorías y estas prácticas se vieron seriamente cuestionadas en el s. XVIII, con motivo de la Ilustración. Pero la reacción conservadora no se hizo esperar. De ahí que durante el s. XIX no cesaron los empeños insistentes, por recuperar y hasta por llevar hasta el límite la exaltación del poder del papado. Baste recordar el tratado sobre el papa (Du Pape) de Joseph de Maistre, que fue traducido y reeditado por toda Europa. Su punto de vista es tajante: “No hay moral pública ni carácter nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo, no hay cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa sin la supremacía que le corresponde”. Se dirá que hoy ya nadie piensa así. No es cierto. Desde el momento en que el poder del papado se sitúa en un plano superior a cualquier otro poder meramente humano y terreno, desde ese momento se acaba diciendo que “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas derivadas de una visión integral del hombre y de su eterno destino”. Esto dijo Benedicto XVI, el 24 de Junio de 2005, ante el presidente de la República Italiana en el palacio de El Quirinal. Lo que, en el fondo, equivale a decir que el poder temporal del Estado se tiene que supeditar al poder eterno del papado. Ya he dicho - y repito - que yo no pienso enjuiciar aquí ni lo que ha dicho, ni lo que ha hecho, Benedicto XVI. Insisto en que, a mi manera de ver, el problema no está en la persona del papa, sino en la organización del papado. Por eso la cuestión capital está en esto: si es que, efectivamente, existe ese poder supremo en la Iglesia, ¿quién es el sujeto que posee ese supremo poder? Esta cuestión ha quedado resuelta jurídicamente en el Código de Derecho Canónico, como ya he dicho antes. Pero teológicamente está sin resolver. Y no olvidemos que la estructura de la Iglesia no es “jurídica”, sino “sacramental”, es decir, estrictamente “teológica”, como consta ampliamente en la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium) del Vaticano II. Pues bien, para ir derechamente al centro del problema, sin duda alguna, cuando este asunto se planteó con más fuerza fue con motivo del llamado “Cisma de Occidente”. Desde 1409, la Iglesia se encontró con tres papas. Y los tres defendían su potestad de manera que ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Solución: se convocó el concilio de Constanza (1414-1418), que afirmó el poder superior del concilio sobre el papa. En 1431, el concilio de Basilea repitió, con más fuerza si cabe, este mismo criterio. Lo que, en definitiva, equivalía a decir que el episcopado, en cuanto representante de toda la Iglesia, es el sujeto de supremo poder en la Iglesia, por encima incluso del papado, en situaciones que no se pueden resolver de otra manera. ¿Quedó con esto el problema resuelto de forma definitiva? No. Porque, unos años después, en 1439, el Concilio de Florencia definió: “La Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre la Iglesia universal”. Así, se retornó a la situación anterior al cisma de los tres papas. Porque en la Iglesia se mantuvo una potente corriente de pensamiento teológico, la idea “conciliarista”, que defendía la obligación de juzgar al papa si se aparta de la fe. Esta idea agitó a la Iglesia con fuerza durante los siglos XV y XVI. Por eso, sin duda, el concilio de Trento, que se debió enfrentar a la propuesta más peligrosa de la Reforma, la cuestión del papado, en ningún momento se atrevió a poner en el orden del día el problema capital de quién es el sujeto de suprema potestad en la Iglesia. El asunto, por tanto, siguió sin ser resuelto. Y sin resolver se quedó en el concilio Vaticano I (1870). En este concilio se afirmaron con fuerza los poderes del papa. Pero la interrupción del concilio, por causa de la guerra, dejó sin tratar el tema de los poderes del episcopado. De forma que el Relator oficial del Concilio, el obispo Zinelli, comunicó a la asamblea: “Concedemos gustosamente que en el concilio ecuménico, es decir, en los obispos en unión con su jefe, reside el poder eclesial supremo y pleno sobre todos los fieles”. Y así quedaron las cosas hasta el día de hoy. En una próxima reflexión (entrada en el blog), explicaré lo que quedó resuelto - y sin resolver - en el Vaticano II. De momento, y dado lo apremiante de los días que estamos viviendo en la Iglesia, me limito a decir que el Colegio Cardenalicio, que es el que va a tomar las decisiones que comprometerán el futuro de la Iglesia, ni fue instituido por Jesucristo, ni tiene mucho que ver con el Evangelio. Sin embargo, el episcopado, en el que se realiza la “apostolicidad” de la Iglesia, tiene su primer origen en los Doce Apóstoles que designó Jesús. Por eso creo que la Iglesia tiene que preguntarse en estos días: ¿Por qué los cardenales, meros dignatarios sin fundamento evangélico, son los que deciden nuestro futuro eclesial, mientras que los obispos, sucesores de la Apóstoles, cimentados en una sólida raíz evangélica, no tienen poder de decisión, precisamente en un momento tan fuerte y tan cargado de graves consecuencias para el futuro? Somos muchos los creyentes en Jesús, que, por diversos motivos, estamos cansados, y hasta escandalizados, del inexplicable silencio de los obispos en una situación tan grave como la que estamos viviendo. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar este estado de cosas? Entre los numerosos comentarios, que lógicamente está suscitando la noticia de ladimisión del papa Benedicto XVI, echo de menos una reflexión que, a mi manera de ver, me parece la más importante, la más urgente, la que más puede (y debería) influir en el futuro de la Iglesia y su posible influencia en bien de este mundo tan atormentado en que vivimos. Me refiero a la reflexión que distingue entre los que es y representa la persona del “papa”, por una parte, y lo que es y representa la institución del “papado”, por otra.
Por supuesto, nadie duda que es importante analizar, enjuiciar y saber valorar los aciertos y desaciertos que ha tenido el papa Ratzinger en sus años de pontificado. Por supuesto, también, que es seguramente más importante aún proponer y saber elegir al hombre más competente que, en este momento, tendría que ocupar el cargo de Sumo Pontífice. Todo eso, nadie lo duda, es de enorme interés en estos días. Pero, por muy importante que sea enjuiciar a las personas, tanto del pasado como del posible futuro inmediato, nadie va a poner en duda - me parece a mí - que es mucho más determinante detenerse a pensar lo que representa, y lo que tendría que representar, no ya este papa o el otro, sino lo que realmente es y hace la institución que, de hecho, es el papado, tal como está organizada, tal como funciona, y tal como es gestionada, sea quien sea el papa que la ha presidido o que la puede presidir. Porque, vamos a ver: ¿es lo mejor para la Iglesia que todo el poder para gobernar una institución, a la que pertenecen más de mil doscientos millones de seres humanos, esté concentrado en un solo hombre, sin más limitación que la que le imponen sus propias creencias a ese hombre, el que ocupa el papado? Tal como está dispuesto en el vigente Código de Derecho Canónico, así es como está pensado, legislado, y así funciona el papado (can. 331; 333; 1404; 1372). Porque, entre otras cosas, el papa quita y pone a los más altos y más bajos cargos de la Curía. Quita y pone a cardenales, obispos y cargos eclesiásticos de toda índole. Y hace todo esto sin tener que dar explicaciones a nadiey sin que nadie le pueda pedir responsabilidades. Además, esto se mantiene así, sea quien sea el papa reinante, la edad que tenga ese papa, la salud que goce o padezca, su mentalidad, sus preferencias y hasta sus posibles manías. Más aún, no echemos mano ingenuamente de la presencia del Espíritu Santo y su presunta inspiración constante en la toma de decisiones del papa reinante. No. Esa presunta intervención del Espíritu Santo no está demostrada en ninguna parte. Como tampoco está demostrado, ni hay argumentos para probarlo, que el obispo de Roma, por muy sucesor de Pedro que sea, tenga que acumular todo el poder que el papa y sus teólogos incondicionales aseguran que acumula por voluntad de Dios. ¿Dónde está eso dicho? ¿En qué argumentos se basa? El mejor conocedor de toda esta historia, que la Iglesia ha tenido en el último siglo, el cardenal Y Congar, dejó escrito en su diario personal que todo eso era una manipulación organizada por los intereses de Roma, cuyas raíces llegan hasta el siglo segundo de la historia del cristianismo. En todo caso, lo que es seguro es que, en todo el Nuevo Testamento, en ninguna parte consta que la Iglesia tenga que estar organizada así y así tenga que ser gestionada. Y, ¡por favor!, que nadie me venga ahora con el famoso texto de Mt 16, 18-19. Entre los mejores estudiosos del evangelio de Mateo, cada día aumenta el número de los que aseguran que esas palabras no salieron de boca de Jesús. Es un texto “redaccional”, muy posterior al texto original, añadido al evangelio por el redactor último del evangelio que ha llegado a nosotros. En fin, por hoy, basta con lo dicho. Seguiremos hablando de estas cosas en los próximos días. Pero me parece importante terminar diciendo que la Iglesia está, precisamente en estos días, en un momento privilegiado para afrontar sin miedo estas cuestiones, que apuntan a los problemas de fondo que la Iglesia tiene sin resolver. Y que, si no se afrontan y se toman en serio, esta Iglesia seguirá perdida (y callada), por muy lúcido y muy valioso que sea el papa futuro. Porque, insisto, el problema de la Iglesia no es el papa, es el papado, tal como está organizado y tal como funciona, sea quien sea el hombre que ocupa el trono papal. Con frecuencia me pregunto por qué los contenidos de estas tres palabras se asocian en la ideología y la mentalidad de no pocas personas. Por lo general, se trata de personas vinculadas a grupos religiosos y políticos relacionados con la extrema derecha. Lo que acrecienta mi curiosidad en este asunto. Porque, durante tiempo, me he preguntado qué tienen que ver, entre sí, tres ámbitos de la realidad que, a primera vista al menos, no tienen nada que ver entre ellos: el sexo, la defensa de la vida y las relaciones económicas y laborales. ¿Por qué estas tres cosas interesan tan vivamente y por igual a personalidades tan diferentes como pueden ser un cardenal de la Iglesia católica y un senador republicano que aspira a ser candidato en las próximas presidenciales de Estados Unidos? Porque exactamente esto es lo que ha ocurrido, con sus lógicas variantes, lo mismo en la misa que se celebró en la Plaza de Colón de Madrid, hace unos días, que en el arranque de la carrera presidencial republicana en Iowa (EE.UU.). Es verdad que el cardenal Rouco Varela, en la reciente eucaristía de la familia, no habló del liberalismo económico. Pero es bien sabido que, pocos días antes de la mencionada eucaristía, a la vista del triunfo electoral del PP, el cardenal exhortó a los católicos a ser fieles cumplidores de las decisiones del nuevo Gobierno. En definitiva, un mensaje que viene a coincidir en los tres términos indicados: serias reservas ante la homosexualidad y ante la vigente ley del aborto, al tiempo que se asumen gustosamente opciones políticas que favorecen el liberalismo económico. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué extraño parentesco puede existir entre las restricciones a la homosexualidad y al aborto y la exhortaciones para aceptar decisiones que son claramente liberales o neo-liberales?
La respuesta es DIOS. Sí, es el Dios de la “pureza”, que sólo permite el placer sexual para procrear; el Dios de la “vida”, que no tolera la muerte de los embriones y los fetos; y el Dios de los “mercados”, que protege y potencia los negocios de las bolsas y las finanzas. En ese Dios, al que sólo pueden ser fieles quienes rechazan el placer sexual que no puede engendrar hijos, quienes condenan las agresiones a la vida antes del nacimiento, y quienes defienden la mayor libertad posible en las relaciones laborales y en los negocios financieros, ése es el Dios que une, en un mismo proyecto a los republicanos de Iowa, a los miembros del Tea Party, a los severos moralistas que aconsejan al cardenal de Madrid y a los políticos de la derecha pura y dura. Yo no creo, ni puedo creer, en semejante Dios. Y conste que yo estoy en contra del aborto. Pero estoy también en contra de la pena de muerte. Y en contra de los negocios turbios que son responsables de que cada día mueran más de 30.000 niños a causa del hambre. Y en contra de las guerras “justas”. Y en contra de los dictadores que matan al que les estorba. Y en contra de la carrera de armamentos. Y en contra de todo lo que es agente de sufrimiento y muerte. Por eso me pregunto: los que tanto creen en el Dios de la “vida”, ¿por qué demonios limitan sus discursos y diatribas al aborto y la eutanasia? ¿No les parece a Vds que eso da que pensar? Yo no creo tampoco en el Dios de la “pureza”, que limita el placer sexual a aquellas formas y condiciones en que ese placer puede producir hijos, es decir, puede perpetuar la especie. Porque eso equivale a reducir la sexualidad a mera genitalidad y, en definitiva, a mera animalidad. Eso es lo que hacen los animales: aparearse para tener hijos. ¿Estamos realmente seguros de que eso es lo propio y específico del amor humano? Lo característico del amor, en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, es unir a las personas. Así lo entendieron los judíos, los griegos y los romanos. Y es importante saber que los cristianos, por lo menos hasta el siglo VII, no tuvieron ninguna forma propia de “matrimonio cristiano”. Hasta el s. VIII, con seguridad, el común de los cristianos se casó como se casaba todo el mundo en el Imperio y según el derecho romano. Yo no creo, ni me cabe en la cabeza, el Dios de los “mercados”. Sencillamente porque ése no es el Dios del Evangelio. Jesús dijo que no se puede creer en el dinero y en Dios. Jesús dijo incluso que “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). ¿Y qué son los mercados sino un servicio incondicional al dinero, hasta trastornar a los servidores de ese negocio canalla (recomiendo ver el film “Inside Job”), destrozando la vida de millones de seres humanos, como lo estamos palpando ahora mismo en la macabra situación en que nos vemos metidos? Yo me pregunto por qué no hablan de estas cosas los que a todas horas no paran de sacar a colación la maldad del aborto y la homosexualidad, al tiempo que ensalzan sin pudor las excelencias de los mercados. A mucha gente, ni le preocupa ni le interesa esta pregunta. Los que no creen en Dios, los que piensan que Dios es un invento que nos hemos hecho los mortales, porque nos conviene y nos interesa, y también los que aseguran que de Dios no se puede saber nada porque no está a nuestro alcance, todos ésos, por supuesto, están en su derecho de pensar sobre este asunto lo que ellos consideren que es más razonable o más conveniente. Pero, lógicamente, a tales personas les dará igual saber o no saber quién conoce a Dios.
No pretendo, pues, convencer a nadie de que es importante creer en Dios o conocer a Dios. Lo único que pretendo, al escribir esta reflexión, es invitar, a quienes piensan que conocen a Dios (y yo me incluyo aquí el primero), a que nos preguntemos si realmente lo conocemos. O si nuestro presunto conocimiento de Dios, no pasa de ser una “representación”, que nosotros nos hemos hecho, de esa realidad última a la que llamamos Dios, pero que, en verdad, poco o nada tiene que ver con el Dios vivo y verdadero. Todo esto viene a cuento de lo que se dice en la Primera Carta de Juan: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8). Yo no sé - lo digo con toda sinceridad - si, al decir “Dios es amor”, con eso se pretende o no se pretende dar una definición de Dios. Sea lo que sea de ese asunto, lo que no admite duda es que quien no ama, no conoce a Dios. Por muy seguro que esté de todo lo que dice la Biblia, el Catecismo, los teólogos o los Concilios, el que no ama, no conoce a Dios. Ni, por tanto, sabe lo que dice cuando habla de Dios. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Y es posible que me ocurra a mí. El problema está en saber lo que la Primera Carta de Juan quiere decir cuando utiliza la palabra “amor”. El texto griego original pone el término “agápe”. Este término es raro en la literatura griega clásica. En los escritos del Nuevo Testamento, la palabra agápe es muy frecuente. En total, como sustantivo o como verbo, aparece 320 veces. Y se traduce: “amor” o, a veces, “caridad”. Pero la palabra “amor”, tal como se utiliza en el texto de 1 Jn 4, 8 (que estoy comentando), no se entiende si previamente no se tienen en cuenta tres cosas: 1. ¿De qué amor se está hablando ahí? ¿De amor de Dios al hombre? ¿Del amor del hombre a Dios? ¿O del amor de los seres humanos unos a otros? La Primera Carta de Juan habla del amor de Dios, del amor a Dios y del amor mutuo entre los mortales. Pero, cuando se refiere al amor como signo o señal de que conocemos a Dios, se refiere, sin duda alguna, al amor mutuo de unos a otros. En estos consiste la tesis central que defiende el autor de esta Carta, como se advierte enseguida leyendo detenidamente el capítulo cuarto de este escrito. Y así lo explican todos los buenos estudios y comentarios de la Carta. 2. Cuando hablamos del amor de unos a otros, nunca deberíamos olvidar que el amor es una palabra muy ambigua, que, a veces, puede ocultar sentimientos o deseos que nada tienen que ver con lo que es amar a otro ser humano. El verdadero amor existe donde previamente hay respeto, tolerancia, estima, ayuda, bondad, solidaridad, aguante, delicadeza. ¿Cómo es posible amar a alguien, si se le falta al respeto, si se es intolerante con esa persona, si se le trata con desprecio....? No nos engañemos. En este orden de experiencias, nos equivocamos o nos auto-engañamos constantemente. 3. Cuando decimos que “Dios es amor”, estamos pronunciando una oración gramatical predicativa, en la que el predicado es el “amor”, ya que eso es lo que se predica de Dios. Pero, por la gramática, sabemos que el papel del predicado es explicar al sujeto (“Dios”). Por tanto, lo que la Biblia afirma, en este caso, es que el amor a los demás es el signo o el argumento que demuestra que se quiere a Dios. La Carta lo dice con claridad meridiana: “Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20). La cosa está clara: SOLAMENTE CONOCE A DIOS LA PERSONA QUE RESPETA Y QUIERE A LOS DEMÁS. Todo lo que no sea eso es vivir engañado. Y pretendiendo (quizá sin darse cuenta) ir por la vida engañando a los demás. Además, esto vale para todo el mundo, desde el ser humano más importante, que haya en este mundo, hasta el más insignificante. De este principio universal no se escapa nadie. Ni hay motivo (social, político, económico, religioso) para quebrantarlo. No sé si, cuando el lector de IDEAL tenga este breve escrito ante su vista, el hecho al que aquí me refiero estará resuelto. En todo caso, y sea cual sea el momento que este asunto se resuelva, creo que da pie a que todos pensemos en el problema que plantea. Porque es un problema que nos concierne a todos. La noticia es conocida. En la cárcel de Granada, ha estado ingresado un preso, Miguel Montes Neiro, el preso más antiguo de España, que se ha pasado 35 años en prisión, sin haber cometido ningún delito de sangre. Hace más de quince días, tras el clamor popular de 50.000 personas, que firmaron una petición de indulto, en el último consejo de ministros del Gobierno anterior, fue indultado. Miguel lloraba de alegría, al igual que su familia. Por fin, después de una pena tan prolongada y severa, este hombre iba a pasar una Navidad con su familia. Pero no ha sido así. Miguel se ha pasado la Navidad en la cárcel. Y lo peor es que, hasta hace pocos días, no sabía cuándo podría salir de la prisión. ¿Por qué? En definitiva, porque la burocracia y el “papeleo”, que exige la aplicación de una decisión de este tipo, requieren su tiempo. Además, se ha dicho en Granada que el funcionario que lleva estos asuntos “estaba de vacaciones”. El hecho es que este hombre, que legalmente debía estar en su casa desde hacía más de dos semanas, siguió metido entre rejas. Y esto, precisamente, en unos días en los que todo el mundo suspira por estar con los suyos y gozar del cariño de la familia.
Lo más lógico, que a cualquiera se le ocurre, es que este hecho demuestra que la administración no está al servicio de los ciudadanos, sino que los ciudadanos estamos todos sometidos a una administración que, con frecuencia, resulta insoportable. De forma que, en lugar de facilitarnos la vida, lo que hace esta dichosa administración es que nos complica la vida hasta hacérnosla más dura de lo que ya es. ¿No sería éste uno de los grandes asuntos que - entre otros - el Gobierno tendría que resolver y resolverlo con urgencia? Pero, si hablo aquí de esta cuestión, es porque el caso de Miguel Montes Neiro pone en evidencia los despropósitos y atropellos que produce el Derecho Procesal vigente en España, tal como, de hecho, funciona. Yo no soy experto en esta materia. Pero es que los hechos son tan clamorosos, que hasta los ciegos y los ignorantes nos damos cuenta de lo que sucede, constantemente, en la administración de justicia de nuestro país. Me limito a recordar dos casos, que ocurren con frecuencia y son bien conocidos. Dos individuos cometen el mismo delito. Pues bien, de acuerdo con las leyes vigentes, el juez manda a los dos delincuentes a la cárcel. Pero resulta que uno de los delincuentes es rico y el otro es pobre. De donde resulta que, si el juez así lo ha dispuesto, el rico paga una fianza y se va a su casa, mientras que el pobre, como no puede pagar, va derecho a la cárcel. Conclusión: los ricos tienen unos derechos de los que carecen los pobres. ¿Y luego decimos que, constitucionalmente, somos todos iguales en dignidad y derechos? Otro hecho. Los delincuentes que tienen dinero, acuden a un buen despacho de abogados que les sacan las castañas del fuego, mientras que los delincuentes, que no tienen donde caerse muertos, se tienen que apañar con un “abogado de oficio”, que seguramente será una buena persona y un profesional bien preparado, pero que también puede ser un inexperto, y que no tendrá los “medios” que se manejan en un buen despacho de abogados. Total, que el delincuente con dinero estará pronto en la calle (si es que va a la cárcel), mientras que el delincuente pobre se puede pasar la vida entera en la cárcel, como le ocurrió, hace unos años, a un preso en la cárcel de Teruel, que se murió en la prisión, después de no sé cuántos años esperando que la vista de su caso se llevara a los tribunales. El Derecho ha sido elaborado y perfilado por quienes han tenido poder para hacerlo. Aunque cueste trabajo decirlo, es el “Derecho de los poderosos”. Y, como es lógico, los poderosos han redactado sus “derechos” de acuerdo con sus “conveniencias”. De ahí, “la profunda y creciente crisis del Derecho en que vivimos”, como ha dicho el profesor Luigi Ferrajoli. Y lo grave del asunto es que todo esto nos viene a decir que no todos estamos igualmente protegidos por las leyes. La solución sólo puede estar en la defensa efectiva de los derechos fundamentales, que serían, a juicio del mismo Ferrajoli, “la ley del más débil”. ¿No es ya hora de que todo esto se tome en serio? ¿Es que no ha llegado todavía el momento de que los pobres se sientan más seguros y más protegidos? Y, para acabar, me pongo al parche antes de que me salga el grano. Si alguien me dice que no me meta a hablar de asuntos de Derecho, puesto que de eso no entiendo, yo le diré, al que piense eso, que con frecuencia me quedo de piedra cuando veo que de Teología hablan, opinan, dogmatizan y pontifican los que saben de eso y los que no tienen ni idea de lo que dicen. ¿Por qué de Medicina o de Derecho sólo pueden hablar los que han estudiado esas cuestiones tan complicadas? ¿Es que lo de Dios es menos complicado? Si hubiera menos teólogos y más creyentes, nos iría tan estupendamente como el día que no hicieran falta los abogados y los jueces porque todos habríamos llegado a la cima de la honestidad y la honradez. El día que eso sucediera, yo no tendría nada que decir, entre otras razones, porque las cárceles estarían vacías. La nueva ministra, Ana Mato, al referirse a un reciente crimen de violencia machista, no ha hablado de violencia “de género”, sino de violencia “doméstica”. A juicio de la señora Mato, las palabras son “lo menos importante”; lo que importa son los hechos. ¿De verdad es eso así, señora ministra? Entonces, ¿por que su partido, el PP, no tolera que a los homosexuales que se casan legalmente se les llame “matrimonio”? Y, si de la política, nos vamos a la religión, ¿por qué al obispo de Roma no dejamos de llamarle “papa”? Seguramente, mucha gente no sabe que, en el Evangelio, Jesús prohíbe tajantemente que a nadie se le llame “padre” (eso significa en su origen la palabra “papa”) en la tierra, “pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo” (Mt 23, 9). ¿O por qué no abandonamos el título de “Sumo Pontífice” para designar al obispo de Roma? Ese título y esas palabras no son ni cristianas. Eran el título que utilizaba el emperador de Roma. Un título contra el que se pronunció con dureza san Ambrosio, en el s. IV. Hasta que consiguió que el emperador Graciano renunciase a él. Y ya no hubo más emperadores que pudieran admitir el pomposo título de “Sumo Pontífice”. Hasta que el papado se lo apropió, siguiendo el criterio del mismo san Ambrosio, en su carta al obispo arriano Ausencio: “El emperador está dentro de la Iglesia, no sobre la Iglesia” (PL 16, 1018). Y, entonces, lo que ocurrió es que se puso sobre el emperador fue el papa, olvidando (de nuevo) lo que dijo Jesús a sus apóstoles: “los jefes de las naciones las dominan... No ha de ser así entre vosotros....; al contrario, el que quiera ser el primero, ha de ser siervo de todos” (Mc 10, 42-44).
Lo repito una vez más: no digo estas cosas por atacar a la Iglesia o denigrar la política. Digo estas cosas porque me importa mucho la Iglesia y quiero su bien. Que no se ría nadie de ella, sino que se haga respetar y amar por su conducta ejemplar. Ni más ni menos que eso. |
Jose M. Castillo
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Diciembre 2018
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