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Valores, contravalores, ignorancia y miedo por: Ramón Hernández

4/28/2021

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Suenan duras, pero esperanzadoras, las palabras de Pedro hoy en la primera lectura: “Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia…”. También por ignorancia fuma el fumador y bebe el alcohólico. Aunque ambos saben que hacen algo que, a la larga, va contra su salud, prefieren “ignorarlo” para disfrutar del incuestionable placer que ambas cosas les procuran en el momento.
Sin duda alguna, es la ignorancia la que nos lleva cien e incluso mil veces al día a emprender cosas que cargan las alforjas con un pesado fardo que endurece la existencia y doblega la espalda. Me refiero a todo lo que nos embadurna de “contravalores”, a cuanto nos achica y deteriora. ¿Por qué lo hacemos entonces? Por ignorancia. Todos los pecados sin excepción son efecto de la ignorancia. Hablamos de una ignorancia acomodaticia, que se pliega muy fácilmente a rutinas confortables frente a exigencias que requieren esfuerzo. Drogarse o emborracharse, contravalores de libro, es placentero, mientras que abstenerse de ello para dedicar su importe a socorrer a un pordiosero, pongo por caso, es un valor también de libro que requiere esfuerzo y sacrificio.
El eje valor-contravalor es tan rico que en torno suyo podemos tejer absolutamente la variadísima gama de conductas que en el mundo han sido y enhebrar la rica tipología de hombres habidos y por haber, desde los más ilusos y arcangélicos hasta los más perversos y diabólicos. Saber qué es y qué no es el hombre se sustenta en la fuerza que transmite ese eje y se ilumina con sus destellos. Los enigmáticos enigmas (redundancia buscada) de la lucha titánica entre los polos irreductibles del bien y del mal encajan perfectamente en ese esquema o giran en torno a ese eje. Que el hombre sea un dechado de virtudes rayanas en lo angélico o que se convierta en un lodazal repleto de mierda, propio de lo diabólico, también se acopla perfectamente a esa estructura. No hay ni la más mínima duda, ateniéndonos a los hechos, de que los seres humanos tenemos capacidad para lo más y también para lo menos, sabiendo que “lo más” son valores, siempre abiertos a más y más hasta encumbrarnos en lo sublime, y “lo menos”, contravalores igualmente abiertos a menos y menos hasta hundirnos por completo en el asco, la náusea, el vómito y la nada. Deberíamos ser conscientes de que solo la obnubilación o la equivocación, es decir, la ignorancia, nos llevan a minusvalorar lo bueno para sumergirnos de lleno en lo malo. Por ello, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que quien fuma, se emborracha, blasfema o da esquinazo al resto del mundo cada mañana al levantarse es un vulgar ignorante.
Nos lo dicen claramente hoy Pedro en la primera lectura litúrgica y, a su modo, nos lo recuerda también Juan en la segunda, asegurándonos que, aunque nos equivoquemos pecando por ignorancia, tenemos un Abogado que nos defenderá eficazmente ante el trono del Padre, pues no en vano él ha dado su vida por nosotros, derramando su sangre en una atroz muerte de cruz. Saber que contamos con un “Abogado defensor” que jamás perderá un solo caso, es decir, que jamás permitirá que un solo ser humano quede relegado de su acción salvadora, lejos de invitarnos a la desidia y a la molicie de lo que vulgarmente entendemos por “una buena vida pecaminosa”, debe estimularnos a la emulación, es decir, a colaborar en tan magna empresa para llevar “una buena vida virtuosa”. Puede que sin pasiones exacerbadas la vida resulte un aburrimiento, si bien es muy seguro que con ellas desbocadas es un infierno real.
En el evangelio, Lucas relata un episodio en el que ese mismo Abogado, Jesús resucitado, “abre las mentes” de sus discípulos para que entiendan que sus seguidores no han de tener ningún miedo y que su “status” de vida ha de ser la alegría: “no temáis, alegraos”. El cristianismo bien entendido, lejos de ser una fantasía de crédulos e ignorantes apocados que esperan resarcirse en el más allá de las penalidades que conlleva el hecho de ser tales, es una forma de vida que despeja por completo el miedo y se alimenta de alegría. Teniendo lo dicho en cuenta, no se entiende bien el enconamiento de unos líderes eclesiales y de cuantos, convencidos de ser sabios teólogos que invocan continuamente a Dios y a Jesús de Nazaret, apalancan sus elucubraciones y consignas en el mismísimo diablo, cuyas huellas ven por todas partes, y se atreven a hablar del infierno como si ya hubieran estado en él. ¿Por qué insisten machaconamente en tan gran perversión de las ideas y en tan amargo destino para los humanos díscolos? Sin duda alguna, lo utilizan como un recurso fácil para adueñarse de las mentes de sus seguidores, pues nadie quiere verse expuesto a atroces castigos eternos. ¡Qué enorme contrasentido hablar de la fuerza de la cruz y del esplendor de la resurrección de Jesús sirviéndose del terror a un sumarísimo juicio final condenatorio y a un espantoso infierno eterno! La sorpresiva presencia de Jesús resucitado en medio de sus discípulos aquieta sus ánimos, los libera del miedo y los llena de alegría. Es justo lo mismo que los cristianos deberíamos sentir hoy, más de dos mil años después, si logramos verlo en tantos lugres y personas que requieren nuestra ayuda conforme a lo más genuino de la fe que profesamos. Solo debería hacernos temblar la constatación de que en el mundo ya no queda nadie que necesite nuestra ayuda, pues en ese momento habrían desaparecido todas las razones para vivir.
Confesémoslo o no, hoy vivimos realmente aterrorizados. Razones objetivas no nos faltan, pues no en vano, además de padecer las continuas secuelas que nos dejan tantas conductas humanas desajustadas, frente a nosotros se ha alzado un enemigo común que mina nuestra salud y llena de desolación nuestros cementerios. Además, ya hemos comenzado a sentir los terribles zarpazos de una crisis económica que hace inviable la vida de millones de seres humanos. Frente a las conductas humanas perversas, los cristianos debemos gritar el esperanzador cambio radical de la conversión que fomenta nuestra fe. Frente a una pandemia que pone a prueba nuestra capacidad de resistencia y puede incluso agotar nuestra paciencia, los cristianos debemos gritar la solidaria fraternidad que nutre esa misma fe. Y, finalmente, frente a la aguda crisis económica que ya genera tanta hambre y miseria, los cristianos debemos convertirnos en altavoces para que resuene en todas partes que los bienes de la tierra pertenecen colectivamente a todos los seres humanos de tal manera que, contando con que trabajen todos los que puedan hacerlo, a nadie debería faltarle nunca vivienda, comida y vestido. Capitalismo, comunismo y liberalismo, por muy poderosos que hayan sido y sigan siéndolo todavía, son intentos fallidos en la búsqueda de tales objetivos por la simple razón de haberse olvidado de girar en torno a la fraternidad universal que es la vida y que propugna nuestra fe.
Diremos una y mil veces que el Jesús que nos libera de miedos y nos llena de esperanza y alegría, el que realmente ha cargado con todos los pecados del mundo, camina hoy por las calles de nuestras ciudades y se aloja, por lo general, en insalubres suburbios urbanos, suplicándonos con su mirada que compartamos con él no solo sonrisas compasivas, sino también el pan nuestro de cada día. A fin de cuentas, nadie puede abrogarse la posesión absoluta de nada, pues la vida, que siempre será corta a pesar de que hoy logremos alargarla tanto, no nos permite más que el usufructo de cuanto pone en nuestras manos. Cualquiera que sea la forma en que la organicemos, siempre nos alimentará más el pan que damos que el que comemos.
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