El escándalo de pederastia en la Iglesia católica no ha sido más que la punta del iceberg de un problema de fondo que hay en ella desde hace décadas. A lo largo del siglo XX, se han ido configurando en la Iglesia dos grandes modelos de cristianismo, por supuesto con matices que aquí no podemos desarrollar.
En el modelo conservador se afirma que la verdad habita en la Iglesia de modo indiscutible: frente a cristianos no católicos, frente a otras religiones y frente al laicismo moderno. No se admite el diálogo libre interno, sino sólo ponerse firmes ante lo que diga el Papa. Juan Pablo II y Benedicto XVI quedaron embelesados por este modelo, cuyos defensores llenaban los estadios con jóvenes que gritaban con el entusiasmo del Domingo de Ramos. Sus defensores han apoyado que teólogos del otro modelo fueran acallados y hasta condenados, que los presbíteros del otro modelo se encontraran con un techo muy bajo de responsabilidades eclesiales, y que los movimientos eclesiales que lo promovían tuvieran que escuchar la acusación de ser católicos infieles a la Iglesia. El modelo abierto, que se inspira en la Ilustración, tanto en su rama liberal como en su rama social, ha promovido una Iglesia cercana a las primeras comunidades cristianas, dialogante con otras iglesias, con otras religiones y con los no creyentes. En él se considera que la fe cristiana une, y no desune, y que el ser cristiano no consiste en llevar una camiseta que nos diferencie de los demás, sino en afirmar que Cristo habita en el corazón de cada ser humano: juntos, no separados, construiremos un mundo mejor. Se fomenta el diálogo, la libertad y la confianza, y también la denuncia de estructuras socioeconómicas injustas. Este segundo modelo ha transparentado mucho mejor el mensaje del Resucitado en medio del mundo, mientras que el conservador, enemigo del diálogo crítico interno y partidario de los silencios, ha acabado haciendo un mal enorme a la Iglesia. Juan Pablo II, libremente, se hizo mil fotos con Marcial Maciel, superior de los Legionarios de Cristo, y casi ninguna con el P. Arrupe, superior de los jesuitas. Ahora recogemos lo sembrado. Es urgente iniciar ya una seria reforma en la Iglesia, inspirándose en el papa Juan XXIII y en el concilio Vaticano II. Habría que haberlo hecho hace cuarenta años, más aún, hace cinco siglos. Más vale tarde que nunca. (La Vanguardia)
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