Un viaje en helicóptero que cambió la historia
El 28 de febrero de 2013, Benedicto XVI abandonaba el Vaticano en helicóptero para dirigirse a Castelgandolfo. Comenzaba así en la Iglesia católica el tiempo llamado Sede vacante que concluyó el 13 de marzo de 2013 con la elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa Francisco. Pero este viaje de Benedicto XVI a Castelgandolfo no solo cerraba su pontificado, ni significaba solo un relevo en el Vaticano, sino que iba a suponer un profundo cambio eclesial. Para comprender esta afirmación nos hemos de remontar al tiempo de Juan XXIII y a la convocatoria del concilio Vaticano II en 1959. El Vaticano II (1962-1965) significó el “réquiem del Constantinismo”, es decir la superación del estilo de Iglesia de Cristiandad vigente desde el siglo IV y que se reforzó y consolidó en tiempo de Gregorio VII: una Iglesia convertida en una gran institución clerical, centralizada desde Roma, cerrada al mundo, única áncora de salvación, una especie de gran pirámide monárquica y vertical, triunfalista y dominadora. El Vaticano II ofrece otra imagen de Iglesia, Pueblo de Dios, que camina con toda la humanidad hacia el Reino de Dios, que respeta la libertad religiosa y reconoce que el Espíritu del Señor guía no solo a la Iglesia católica sino a todas las Iglesias cristianas y a todas las religiones y a todos pueblos hacia la salvación. De ahí nació el talante misericordioso, esperanzador y dialogante del Vaticano II, frente al dogmatismo intransigente e inquisitorial de la Iglesia Cristiandad. Fue un verdadero Pentecostés, como Juan XXIII había deseado y pedido. Pero este concilio inaugurado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI pronto suscitó sospechas, reacciones contrarias y miedos. Se criticaron los abusos y exageraciones cometidos en nombre del concilio, se temía una pérdida de la identidad eclesial, preocupaba que se pudiese llegar a una ruptura y división eclesial, se añoraba la vieja y tradicional Iglesia de Cristiandad, la Iglesia de las catedrales y de las Sumas teológicas… Esto explica que los últimos años del pontificado de Pablo VI (algunos creen que ya desde la publicación de la encíclica Humanae vitae sobre “la píldora” en 1968) y sobre todo en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, se realizara una lectura y una hermenéutica del Vaticano II más en continuidad con la tradición anterior que con la novedad y aggiornamento que había impulsado el buen Papa Juan. Desde entonces el impulso conciliar se diluyó y se frenó en todas sus direcciones (liturgia, ecumenismo, colegialidad episcopal, autonomía de las Iglesias locales, responsabilidad laical, profetismo de la vida religiosa, nuevos signos de los tiempos, nuevas teologías, inculturación…) y se pasó de la primavera conciliar al invierno eclesial. Sin duda Juan Pablo II tuvo un gran dinamismo geopolítico y quería reformar la Iglesia e implantar el concilio, pero manteniendo inalterada la doctrina y la estructura eclesial existente. No es casual que el Papa polaco formase parte del grupo minoritario del Vaticano II que disentía de muchas de las propuestas conciliares y defendía la llamada “línea cracoviense”. Ratzinger por su parte, respaldó teológicamente el pontificado de Juan Pablo II y una vez elegido pontífice como Benedicto XVI buscó sin duda una renovación eclesial pero desde una filosofía y una teología tan ortodoxas y racionales que cerraban el camino a una real innovación en la Iglesia. Sería falso deducir de lo anterior que el Vaticano II no produjo frutos positivos, aun en medio del invierno eclesial. Como sería falso creer que en época de Cristiandad no hubo grandes elementos de vida y santidad. El Espíritu no deja de vivificar siempre la Iglesia y suscita continuamente movimientos de reforma y de vuelta al evangelio: nunca en la Iglesia han faltado santos y santas, profetas y místicos, reformadores y renovadores. Pero no se puede ocultar que las consecuencias eclesiales de la postura neoconservadora del posconcilio han sido funestas. Benedicto XVI, comentando el episodio evangélico de la tempestad calmada, confesaba: “También hoy la barca de la Iglesia con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente” . En realidad no era solo el viento adverso de la historia el que zarandeaba la barca eclesial, sino la misma estructura de la barca, muy pesada y con muchas hendiduras. Si a esto se añaden los abusos sexuales del clero y los escándalos económicos de la Banca Vaticana, se comprenderá el descrédito a que había llegado la Iglesia y el éxodo creciente de fieles que abandonaron la Iglesia. No es extraño que Benedicto XVI con gran humildad, realismo y valentía renunciase y afirmase: “Ya no tengo más fuerzas”. Los gestos simbólicos del Papa Francisco El nuevo Papa Francisco, antes de pronunciar discursos y de escribir encíclicas ha ido realizado una serie de gestos simbólicos de gran carga significativa que han sido fácilmente captados por todo el mundo y han sido ampliamente difundidos por los MCS. Estos gestos han ido cambiando el ambiente eclesial dominante, han acercado la Iglesia al mundo de hoy y han suscitado la esperanza de una nueva primavera eclesial: se proclama simplemente Obispo de Roma, asume el nombre de Francisco el poverello de Asís que quería reparar la Iglesia, pide oraciones por él al pueblo, besa a un niño discapacitado y abraza a un hombre con la cara totalmente deformada, el jueves santo lava los pies a una joven musulmana de una prisión, come en Asís con niños con síndrome de Down, va a la isla de Lampedusa en su primer viaje fuera de Roma, y lanza una corona de flores amarillas y blancas en memoria de los emigrantes fallecidos, convoca una jornada mundial de oración de ayuno para la paz en Siria interpelado fuertemente por los rostros de los niños muertos por armas químicas, usa sus zapatos viejos en vez de los zapatos rojos de su antecesor, no vive en los Palacios Apostólicos Vaticanos sino en la residencia de Santa Marta, viaja por Roma en un sencillo y pequeño coche utilitario para no escandalizar a la gente de los barrios periféricos populares, contesta a las preguntas de un periodista no creyente, invita a Santa Marta a rabinos de Argentina, regala unos zapatitos al nieto de Cristina Fernández de Kirschner, recibe a Gustavo Gutiérrez el padre de la teología de la liberación, lleva un ramo de flores a la tumba del P. Pedro Arrupe, invita para su cumpleaños a cuatro mendigos, visita favelas en Río y hogares de migrantes africanos en Roma……Estas “florecillas del Papa Francisco”, como las “florecillas de Juan XXIII”, han sido fácilmente entendidas por el pueblo. Los expertos en semiótica resaltan el valor significativo de los gestos simbólicos, que van más allá de las palabras pues los símbolos siempre dan qué pensar. Esto es cierto, pero al margen de esta explicación semiótica, hay otra razón más profunda que explica este cambio de receptividad eclesial y mundial: estos gestos simbólicos de Francisco tienen un profundo sabor evangélico, huelen a evangelio, a Jesús de Nazaret. Por esto, no solo sus gestos sino sus mismas palabras son acogidas ahora de una forma nueva. Lo que Francisco dice y hace no es otra cosa que traducir el evangelio al mundo de hoy: está más preocupado del hambre del mundo que de los problemas intraeclesiales, afirma que más que centrarse obsesivamente en problemas morales hay que anunciar la gran alegría de la salvación que viene de Jesús, sueña que la Iglesia sea una Iglesia pobre y de los pobres. Poco a poco ha ido añadiendo a los gestos simbólicos mensajes de gran contenido pastoral desde sus homilías cotidianas en la capilla de Santa Marta hasta la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, Sobre el anuncio del evangelio en el mundo actual. Si Juan Pablo II y Benedicto XVI eran profesores de universidad, Francisco es ante todo pastor, como Juan XXIII. Ha cambiado totalmente el clima pastoral, hay un aire nuevo venido esta vez del Sur, “del fin del mundo”, del mundo de los pobres. Los gestos y palabras de Francisco no son fruto de una improvisación sino consecuencia de su trabajo pastoral en Buenos Aires, de su contacto con el pueblo, con las villas miserias, con los curas “villeros”. Ha cambiado también el clima eclesial, hay alegría y entusiasmo entre los fieles, hay expectativa y sorpresa en los ambientes sociales y políticos que le han nombrado el hombre del año, 2013 ha sido el año del Papa Francisco.
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