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Que espera Dios de nosotros. Convocados a la "unidad" por: Ramón Hernández Martín

1/26/2021

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La primera lectura litúrgica de este domingo teatraliza la “vocación” de Samuel como llamada reiterativa, en espera de respuesta. De muy pequeño, cuando me llevaron a estudiar a un colegio apostólico a quinientos kilómetros de mi casa, en los primeros años cincuenta del siglo pasado, oía hablar de la “vocación” como de un valioso don que Dios hacía a personas escogidas para la misión especial de salvar a los hombres. Aunque no supiéramos exactamente en qué consistía tal misión, era obvio que se trataba de algo muy importante al andar Dios de por medio. Los años de estudio en el colegio, equivalentes a los de Bachillerato de la época, viendo cómo muchos compañeros se descolgaban de tan eximio proyecto, fueron años inquietantes de discernimiento sobre si uno había recibido o no la “llamada especial” de Dios, imprescindible para poder desempeñar dignamente tan selecto menester. Muchos compañeros se quedaron entonces por el camino, mientras parecía que algunos afortunados sí que habíamos sido agraciados con ese don, si bien las circunstancias de la vida terminaron emplazándonos a cada cual en su lugar. Sin embargo, a pesar de los bruscos cambios de timón que vinieron después, tengo la impresión de que nunca se han modificado ni aquella supuesta llamada ni la respuesta dada a la misma.
La llamada que recibe Samuel cobra profundidad en san Pablo, en la segunda lectura de hoy, al darle contenido corpóreo. También el cuerpo humano entra en el juego vocacional como templo del Espíritu que lo habita. El cuerpo de Jesús se constituye en sacramento del reino de Dios en cuanto soporte o sufridor de un “sacrificio redentor” y en cuanto destinatario, en sus miembros místicos, de la gran obra de misericordia que es la predicación de un reino que lo lleva a saciar hambres, a quitar fríos y a curar enfermedades. No deberíamos olvidar nunca el escándalo que provoca la predicación de Jesús al anteponer claramente los hombres, sobre todo los desheredados y excluidos de la sociedad, a la religión, pues no es el hombre para la religión, sino la religión para el hombre. 
Hablamos de una vocación que se convierte en misión en el arranque de la predicación de la buena noticia de que da cuenta el evangelio de hoy, cuando Jesús comienza a reclutar ayudantes para difundirla como el reino de Dios que es ya su vida y que él se ha propuesto compartir con nosotros. Preciso es dejar atrás la exclusividad de una “vocación religiosa”, pues Jesús no practicó ninguna religión, sino que se entregó de lleno a vivir el reino de Dios ya presente, para ampliar su alcance incluso a la más prosaica y humilde profesión, como la de sentirse especialmente atraído por mantener limpias las calles de una ciudad. Vocación es, en definitiva, la inclinación a prestar un servicio a la comunidad, cualesquiera sean su naturaleza y su alcance. Mírese como se mire, la llamada de la vocación no se percibe por el oído, como si de una voz se tratara, sino por la inclinación y la habilidad que nos llevan a realizar un determinado trabajo en beneficio de la comunidad humana en cualquier ámbito de la vida. Nadie debería dudar de que también él ha sido llamado para llevar a efecto un proyecto, de que su vida tiene sentido y de que se le ha confiado una misión en la vida. Servicio es el que presta el sacerdote en el altar, pero también el del médico que cura, el del camionero que transporta cualquier mercadería y el del policía que salvaguarda la vida en las calles. La categoría y la dignidad de cada uno de ellos no dependerán de la profesión ejercida en sí misma, sino del celo y del primor con que se realice el correspondiente servicio.
Es una pena que hayamos perdido el sentido de “vocación” como llamada a prestar un servicio determinado, del orden que sea, a la comunidad humana de la que formamos parte. Ello se ha debido a que, tras haber diseccionado el mundo en dos mitades, una natural y otra sobrenatural, concebimos la vocación como llamada especial a instalarse en la “vida sobrenatural”. Divide y vencerás. Igual pasa con la vida: separa lo natural de lo sobrenatural y tendrás la posibilidad de campear a tus anchas en cada uno de esos supuestos mundos. Digo “supuestos” porque, realmente, no hay más que un solo mundo, el creado por Dios, que es imagen suya y expresa su condición. Cuanto vivimos y hacemos, desde el nacimiento a la muerte, ocurre en ese único mundo, cuyo ser y devenir son palabra del Dios que lo tiene en sus manos.  Dios no nos habla al oído ni siquiera como un susurro, sino a través de cada cosa y de cada acontecimiento. Llamada suya son las habilidades con que la naturaleza nos dota y el impulso instintivo que nos empuja a obrar de una determinada manera. Sin duda, llamada suya es la inclinación a prestar un servicio en el ámbito concreto de la religión, sea como ministro del culto o como consagrado que vive conforme a reglas muy exigentes, pero también lo son las inclinaciones a hacerlo en cualquier otro ámbito de la vida humana.
Por ello, es un error valorar la vocación como una “elección especial”, como un privilegio que Dios hace solo a algunos de los seres humanos para que lo sirvan de forma especial. Todos los seres humanos hemos sido llamados a ejercer una misión de servicio, a prestar un servicio a nuestros semejantes, sea en el hogar, en la iglesia, en el huerto, en la fábrica o en la calle. Los cristianos deberíamos tener muy presente que somos seguidores de quien hizo presente en su vida el reino de bondad inagotable y de misericordia incondicional de Dios, reino al que sirvió con su palabra y su vida y del que fue su primer adalid. Su vocación, la de hacer el bien sirviendo, rebasó ampliamente el ámbito religioso para emplearse a fondo en el servicio directo a los más necesitados. Al reino predicado por él, cifrado en un gran banquete celestial, no solo han sido convocados los hacendados y los fervorosos cumplidores de la ley, sino también todos los demás seres humanos, especialmente los pecadores, los pobres y los excluidos de la sociedad, los que tienen hambre y están enfermos.
***********
Dada la fecha en que estamos, me siento obligado a recordar que mañana se inicia la “semana de oración por la unidad de los cristianos”, tema al que nos hemos referido ya repetidas veces en este blog. En el contexto de “vocación” en que hoy nos movemos, bien podríamos decir que todos los cristianos hemos sido “llamados a la unidad”, tenemos una “vocación de unidad”. Seguramente entenderíamos mucho mejor la vocación si, en vez de emplazarla en el escenario de una “Iglesia” de la que no habló Jesús, con sus muchos componentes intelectuales de dogmas y jurídicos de complicados reglamentos, lo hacemos en el del “reino de Dios”, del que no paró de hablar, con la bondad y la misericordia divinas incondicionales sobre que se asienta, pues, consagrados o no, todos formamos parte de ese reino.
La verdad es que, si nos liberáramos de las cargas dogmáticas y de los pesados aparejos cultuales y legales que soportamos, los cristianos podríamos considerarnos mucho más fácilmente como la comunidad fraternal que es de suyo el “reino de Dios”, reino que ya está presente en nuestras vidas. A la unidad hemos de acercarnos por la oración, no por la especulación, y, mucho menos, por el afán de dominio o del sometimiento de nadie. El lema de este año, “permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia” (Jn 15, 1-17) es un buen indicativo del camino a seguir. De hecho, los cristianos somos ya “uno” en el “cuerpo místico” del que formamos parte, aunque nuestro desenvolvimiento social sea un gran escándalo al no reflejar ante la sociedad la esencial unidad de la fe que profesamos y nuestra pertenencia al reino de Dios.
La semana que comienza mañana tiene la virtud de demostrar la unidad anhelada en el nivel más profundo de la fe, el nivel de la oración, pues no se puede “orar juntos” de no estar unidos en un mismo propósito y servicio, en una misma forma de vida. Orar juntos requiere caminar juntos y testimoniar una única riqueza de vida. Seguro que la oración por la unidad de los cristianos terminará derruyendo los muros dogmáticos y disciplinares que todavía nos separan. ¡Qué difícil es desarmar las estructuras mentales tras las que nos atrincheramos, armazón sin el que creemos que nuestra vida se vendría a tierra, para abrir paso a la irrupción del Espíritu que nos regala el reino de Dios! No procede rezar juntos "hágase tu voluntad", para seguir haciendo después cada uno la suya.
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