Los próximos 11 y 12 de noviembre, la Asociación de Teólogas Españolas (ATE) va a celebrar sus XVI Jornadas. En esta ocasión, el tema elegido es la interrelación entre ecología y justicia, y para abordarlo vamos a contar con Mercedes Navarro, Judith Ress, Amparo Navarro, Isabel Matilla, Alicia Puleo, Antonina Wozna y Montse Escribano.
Con ello, queremos participar en la reflexión y acción en un ámbito en el cual la teología feminista ha dicho -y sigue diciendo- mucho. Desde los años setenta del siglo pasado, teólogas como Rosemary Radford Ruether, Ivone Gebara, Sally McFague o Isabel Carter Heyward han denunciado la íntima relación entre la explotación del planeta y la de las mujeres, visibilizando así la praxis destructiva que como especie realizamos del planeta y de nuestros congéneres. A pesar de este trabajo de trincheras, han sido otros elementos de esta mala praxis, como el “cambio climático” o la “crisis ecológica”, los que han provocado cierto despertar de la “conciencia ecológica global”. La lógica mecanicista y retributiva que ha regido las relaciones del ser humano con la creación en Occidente, sobre todo a partir de la Ilustración, es fruto de una cosmovisión que pone en el centro a un ser humano -históricamente, varón, blanco, occidental- que se yergue como señor y ordenador de los recursos del planeta y de quienes participan en su generación, subordinándolo todo a sus propios deseos, intereses y necesidades. Esta cosmovisión, exportada a otras latitudes en forma de neoliberalismo, posibilita una hermenéutica vital que pasa por las coordenadas de la dominación, la explotación, el control y la exclusividad. Su ámbito de ejercicio no se limita a los recursos naturales: se asume que tal lógica es la más inteligente, la más natural, la que el sentido común manda y, a fin de cuentas, la más conveniente en todos los ámbitos de la vida humana (social, político y económico). Es así como la existencia de jerarquías, desigualdades, abusos y discriminaciones se normalizan y justifican: tener implica que otros no tengan; ser implica que otros no sean, etc. Lamentablemente, la Iglesia, en todas sus expresiones denominacionales, ha actuado como otras instituciones humanas embarcadas en la cultura capitalista, esto es, como legitimadora del uso y abuso de la creación. Basten dos ejemplos: el calvinismo puritano posibilitó en su momento establecer una peligrosa relación entre el “ser salvo” y el bienestar material, de lo cual el llamado “evangelio de la prosperidad” que hoy en día recorre cierto evangelicalismo es heredero; en el ámbito católico la relación entre la colonización de otros continentes y la evangelización favoreció un uso incontrolado de los recursos naturales y el abuso de los grupos humanos, que en cierta manera se mantiene en las relaciones políticas de los países enriquecidos y empobrecidos hoy. A su vez, no es menos cierto que también la Iglesia, en toda su pluralidad y consciente de esta realidad, ha generado y dado impulso a numerosas iniciativas para contrarrestar la compresión utilitarista de la creación. Ejemplo de ello son dos recientes documentos: la Confesión de Accra (realizada por la XXIV Asamblea General de la Alianza Reformada Mundial, actual Comunión Mundial de Iglesias Reformadas, en 2004) y la Carta Encíclica Laudato Sì. Sobre el cuidado de la casa común (2015). Ambas toman nota de la relación entre la injusticia económica mundial y la destrucción del medio ambiente y abogan por una mentalidad que piense en términos integrales, un cambio de relaciones desde la verticalidad a la horizontalidad y una regeneración de los cuidados como mecanismos de crecimiento y sostenibilidad. La teología ecofeminista sin duda ha gestado el surgimiento de una percepción como la que patrocinan Laudato Sì y Accra, pero tal percepción no puede ser punto de llegada. Deber ser más bien nuestro punto de partida. Generar nuevos paradigmas de relación implica a su vez desarticular antiguos órdenes simbólicos y articular otros órdenes más justos. La teología ecofeminista sigue siendo relevante al proponer los conceptos de “cuidado” y “autolimitación” para generar esta praxis global. Pero su riqueza y aportaciones no se limitan sólo a esto. Por lo que se refiere a la visibilización de las mujeres y las cargas simbólicas y materiales de las que han sido objeto, la teología ecofeminista ha tenido un papel medular. Así, el dualismo entre alma y cuerpo, por un lado, y la identificación tradicional de la mente con el varón y del cuerpo con la mujer, por otro, se han nombrado como los binomios esenciales que sustentan una antropología de corte jerárquico (“patriarcal”), cuya lógica se ha aplicado igualmente a la relación de la especie humana con el resto de la creación. Las desigualdades, injusticias y sentidos comunes que se apuntaban anteriormente son fruto de la asunción de estos dualismos. El ecofeminismo resulta no ser simplemente una “herramienta teológica” más, sino que propone una compresión más profunda y desenmascarada de los modelos teológicos que sustentan nuestra cotidianeidad, fiel a su intuición y comprensión de la vida de forma integral.
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