Me parece claro que la única cuestión decisiva, de la que pende todo lo demás, no es otra que comprender la respuesta adecuada a la pregunta “¿quién soy yo?”.
De cara a facilitarla, quiero proponer una metáfora. Cuando vemos una sala, nuestra mente tiende a identificarla por los objetos que percibe en ella: las paredes, el techo, las columnas, las puertas y ventanas…, en definitiva piensa que la sala es un conjunto cerrado y delimitado que contiene determinados objetos. La realidad, sin embargo, es bien diferente: lo que define a la sala no es nada de aquello, sino sencillamente el espacio, que es lo único que permanecerá cuando todo lo demás se venga abajo. Al aparecer los objetos citados, surge con ellos una forma concreta que el espacio adopta, pero la entidad real que hace posible la sala es justamente ese mismo espacio. Y este no es en absoluto diferente del que se halla “fuera” de la sala: en realidad, se trata siempre del único y mismo espacio, que las paredes levantadas no separan en absoluto, por más que sea esa la impresión que percibe nuestra mente. Como ocurre con la sala, también a nosotros mismos tendemos a definirnos por los objetos que nuestra mente percibe: el cuerpo, los pensamientos, los sentimientos, las emociones, las reacciones, nuestra biografía… Y sin embargo, todo ello está cambiando constantemente, mientras que hay “algo” en nosotros –aquello que somos– que permanece. Eso que permanece inalterable es justamente el espacio en el que aparece todo lo demás, la espaciosidad consciente que constituye el fondo o realidad última de todo lo que es y de donde brotan, sostenidas por ella, todas las formas. El hecho, accesible a cualquiera, de poder observar todo aquello que reconocemos en nosotros –cuerpo, mente, psiquismo, historia…– es signo evidente de que no somos nada de ello. Como en el caso de la sala, aquello que no se ve es lo que hace posible que aparezca lo que nos resulta perceptible. Si en aquel caso nos preguntábamos qué es lo que queda cuando desaparecen todos los objetos (paredes, tejado, columnas, puertas, ventanas…), al referirnos a nosotros mismos, podemos hacernos unas preguntas similares: ¿qué es lo que permanece cuando vemos lo que cambia en nosotros?; ¿qué es eso que observa y no puede ser observado? La respuesta es evidente: en el caso de la sala, el espacio; en nosotros, la consciencia o presencia consciente. Una vez comprendida nuestra identidad, cualquier otra cuestión queda automáticamente “recolocada” en el marco adecuado. La indagación siempre conduce al mismo resultado: la clave radica en comprender lo que somos y vivir en conexión consciente con ello. Todo lo demás –diría Jesús de Nazaret– “se nos dará por añadidura”.
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