Domingo I de Adviento, 2 de diciembre de 2018. Lc 21, 25-28.34-36
En la literatura apocalíptica, los “signos” que se nombran en el texto –movimientos en el sol, la luna y las estrellas; el estruendo del mar y el oleaje; la angustia de la gente, presa del miedo y la ansiedad– hablan del final del “mundo viejo” y de la emergencia de un “mundo nuevo”. Eso hace que se equiparen a los dolores del parto, que anuncian el nacimiento de una nueva vida. En esa situación difícil surge la tentación de recurrir a compensaciones –“vicio, bebida, agobios de la vida…”– capaces de distraernos e incluso aletargarnos durante un tiempo. Pero todos esos “trucos” tienen en común que nos adormecen y, de ese modo, abortan la novedad que pudiera producirse en nosotros. Frente a esa trampa, tan comprensible –los humanos tendemos a huir de todo aquello que nos asusta o simplemente nos descoloca–, la lectura evangélica que se nos propone en el inicio del año litúrgico –tiempo de Adviento– es una llamada a despertar. El “despertar” requiere atención, consciencia, presencia…, y es lo opuesto a rutina, despiste, aturdimiento, confusión… Se trata de actitudes contrapuestas que remiten a dos estados de consciencia: el estado mental, caracterizado por la identificación con la mente y el pensar, en el que terminamos aturdidos, y el estado de presencia, que se sustenta en la atención y trae consigo lucidez y libertad interior. En este segundo se utiliza la mente como una herramienta, pero no se vive en ella, sino en la atención descansada y lúcida que impide la identificación con aquella. El estado mental constituye una especie de “lazo” –por utilizar la imagen evangélica– que atrapa y ahoga. En él terminamos siendo marionetas de nuestra mente, a merced de los movimientos mentales y emocionales que se producen en nosotros. Por el contrario, al poner la atención, tal como se experimenta en la práctica del Silencio contemplativo, se produce un efecto extraordinario: se detiene el tobogán de la mente, se frena la noria de pensamientos y sentimientos porque dejamos de identificarnos con ellos, y nos encontramos en “casa”. No somos el barullo mental y emocional que parecía gobernarnos –“miedo y ansiedad”, dice el texto–, sino la presencia consciente que permanece ecuánime, lúcida y amorosa, en medio de todos los vaivenes. Eso es levantar la cabeza –dejar de ser esclavos– y despertar: es la liberación.
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