Estábamos leyendo en la comunidad una copia del manuscrito en que Mateo había consignado muchos hechos y dichos de Jesús y, al llegar a la parábola de los dos hijos, a todos nos dejó pensativos la posibilidad de creernos que vivíamos según la voluntad del Padre y llamándole “Señor”, cuando en realidad los verdaderos señores de nuestra vida eran otros (el dinero, la fama, el honor…)
En cambio el hijo que en principio se negó a obedecer a su padre pero terminó por ir a trabajar a la viña, nos pareció que era el que de verdad había acertado. Sólo Livia, la mujer de Antipas, levantó la voz para decir que no estaba de acuerdo y que, en su opinión, lo que le faltaba en la parábola era una “tercera hija” y que le parecía estaba también ausente en otra parábola, una del evangelio de Lucas que leían los cristianos de Roma pero que también había llegado a nosotros. Era aquella en la que aparecían también dos hijos, no se sabía cuál de los se había comportado peor con su padre. – “Porque el pequeño – dijo Livia- le pidió la herencia como si tuviera prisa por acelerar su muerte y la despilfarró de mala manera y, si volvió a su casa fue porque tenía hambre, y pensó que junto a su padre no le faltaría nunca un plato caliente, aunque fuera trabajando como un asalariado. En cuanto al mayor, peor aún, porque ni se había enterado de cuánto le quería su padre y se sentía como un criado en su propia casa, a pesar de que el padre le había dicho lo más grande que alguien puede decir a otro: “Tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo…” Así que creo que esos dos padres de las historias que cuenta Jesús se merecían tener una hija que le quisiera de verdad, que no dudara ni un momento de su cariño y que, cuando su padre le pidiera algo, lo hiciera a la primera y además con alegría. Porque era así cómo muchos personajes de la primera Alianza habían respondido a Dios: cuando Él llamó a Abraham a salir de su tierra, a Samuel en medio de la noche y a Isaías enviándole a ir a su pueblo en su nombre, ello le respondieron: “¡Aquí estoy!”, usando esa preciosa expresión hebrea hinnení de disponibilidad y prontitud. Soy tímida y no suelo atreverme a hablar en público pero doy muchas vueltas en mi interior a las cosas cuando tocan mi corazón. Y cuando oí lo de “Hinnení” recordé la respuesta de Maria, la madre de Jesús, cuando recibió el anuncio del ángel: “Aquí está la esclava del Señor”, dijo. Ella era la verdadera hija de Abraham que ella había sido siempre un “sí” a Dios y cuando escuchó lo que le pedía, expuso ante Él su existencia como una tierra vacía y pobre y esperó silenciosamente que fuera Él quien sembrara en ella a su Hijo. Acogió mansamente aquello que no comprendía, lo guardó en su corazón y esperó en las horas de oscuridad a que llegara la luz. Supo estar atenta a la música que Dios tocó en cada momento de su vida y danzó a su ritmo, con la despreocupada confianza de quien no pretende conducir, sino ser conducida. Se abandonó como la arcilla en manos del Dios Alfarero, para que fueran sus manos las que modelaran su vida, aceptó los sorprendentes caminos de su hijo, le acompañó de lejos y cuando le oía, sus palabras eran para ella como el amanecer para el centinela. Y le escuchaba como lo haría el último de los discípulos, como si de todos ella fuera la más pequeña, la más sedienta por aprender, la más necesitada de sabiduría. No había en ella ni un rastro de mirada hacia sí misma, nada que no fuera pura receptividad y el secreto júbilo de estar siendo enseñada por aquél a quien había llevado en su seno y de poder decir: Aquí estoy, hágase en mí según tu palabra… Me llené de alegría al darme cuenta de que en María, Dios ha encontrado por fin, esa “tercera hija” que todos nosotros estamos llamados a ser. Y entendí también por qué, de entre todos los que Jesús había proclamado bienaventurados, a ella, la más dichosa, íbamos a llamárselo todas las generaciones.
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