A quince años vista del inicio del siglo XXI podemos mirar el principio del milenio con una cierta perspectiva. Dirijamos los ojos a la situación del mundo actual, global, doliente y sufriente. Adentrémonos e intentemos comprender el camino que ha tomado la humanidad aplastada y manipulada por el peso de poderes que se mueven ajenos a principios éticos básicos.
Ya no se puede hablar país a país, navegamos todos en el mismo barco amenazados por la misma tempestad. Política e ingeniería financiera constituyen, en lo que nos vendieron poéticamente como aldea global, un gran fiasco que está llevando a la pérdida de derechos (repasemos paso a paso la Declaración de los Derechos Humanos, uno de los principales logros del siglo pasado) y de gran parte de la humanidad que queda arrojada a los márgenes como residuos. Decía Rousseau: “El verdadero fin de la política es hacer cómoda la existencia y felices a los pueblos”. Nada más alejado de la realidad. La percepción de Nelson Mandela sobre lo que sería un buen político nos deja perplejos: “Los verdaderos líderes deben estar dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de su pueblo”. Si la corrupción sustituye a la ética; si los estados están sometidos a los vaivenes del mundo financiero; si el planeta está expuesto a la inmediatez del beneficio económico; si masas de seres humanos son excluidas de las fronteras del estado del bienestar como daños colaterales; si el beneficio económico prevalece sobre la dignidad humana; si el rey Midas campa a sus anchas y su influencia, manipulación y violencia se hacen notar en cada rincón donde hay injusticia, engaño, guerra, represión, discriminación y mucho sufrimiento…estamos en peligro. Ya es tiempo de una revolución. Ha de ser una revolución peculiar y no violenta. Una revolución de gente buena, sencilla, inteligente, sabia, culta, que practica la empatía, la ética y el sentido común; que le gusta el silencio y la palabra, que no le importa si tú eres blanco y yo negro, si eres mujer u hombre. Tampoco si eres sacerdote, religioso, monje o laico. Gente con autoestima y sin complejos, que sabe decir “no” a la injusticia, cree en la solidaridad, detesta la manipulación, rechaza las armas, los paraísos fiscales, cuida la naturaleza y ama a su prójimo. Hablamos de la revolución del servicio. Cambiar poder por servicio es la clave. Desde el servicio la hipocresía y la corrupción del poder se estrellan contra el suelo; el servicio nos pone a todos al mismo nivel, el horizontal: ya nadie es más que nadie. Aclarando que servicio no es servilismo, que es de lo que se vale cualquier poder. En el evangelio (Mc 10, 35-45), Santiago y Juan piden a Jesús privilegios, y los otros diez se indignan contra ellos. Muy propio del ser humano el gusto por sobresalir y ser privilegiado. Ellos esperaban espacio político y Jesús le dio la vuelta a la tortilla: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen”. Hoy diríamos: sabéis que nos llaman a las urnas cada cierto tiempo pero no cumplen lo que prometen en sus campañas electorales; bancos, multinacionales y lobbies manejan los hilos para hacerse con los medios de producción, de comunicación, de energía, etc. anteponiendo los beneficios a la vida de las personas y sus derechos. Siguió Jesús diciendo que “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor”. Propone el servicio como una verdadera revolución y es él quien da el primer paso rompiendo esquemas, indicando que el camino no es el poder sino el servicio. El Papa Francisco, en la Exhortación Apostólica “La Alegría del Evangelio” (58) apoya la causa diciendo: “¡El dinero debe servir y no gobernar (…) Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética a favor del ser humano”. S. Benito en su Regla a los monjes desde el inicio “expresa claramente su intención de instituir una escuela del servicio del Señor”, indicando que“el servicio que los hermanos tienen que ofrecerse mutuamente ha de ser con caridad (…) Es aquí en el terreno del servicio de los hermanos donde se reconocerá al verdadero servidor del Señor”. A la revolución del servicio estamos llamados todos, creyentes y no creyentes, de todas las religiones y culturas. No nos perdamos en disquisiciones. Pongamos al servicio de los demás los dones particulares, las habilidades, la profesión, los estudios, la sabiduría heredada de nuestros antepasados, la capacidad de denuncia ante los abusos, la lucha contra la corrupción y la hipocresía, etc. Así estaremos ayudando a construir un mundo mejor donde la unidad y la paz sean una realidad por encima de la globalización económica excluyente. Rabindranath Tagore decía: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”. No nos dejemos quitar la vida por los que ni sirven, ni viven, ni dejan vivir. Pongámoselo difícil y animémosles a que se unan a la pacífica revolución del servicio.
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