Es de bien nacidos ser agradecidos. Y ciertamente el papa Benedicto XVI lo es en grado sumo.
Por eso, con fecha de 22 de agosto del presente año, ha escrito una carta de su puño y letra al cardenal Rouco Varela para expresarle su reconocimiento y agradecimiento por las innumerables muestras de hospitalidad y las continuas atenciones dispensadas durante su visita a Madrid en agosto para clausurar la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). El agradecimiento se extiende “a las Autoridades Nacionales, Autonómicas y Municipales, a las Fuerzas de Seguridad, al personal sanitario y a los incontables voluntarios que se han empeñado en tan magno evento juvenil”. La lista de agradecimientos refleja, ciertamente, con total nitidez el trato más que privilegiado de que fue objeto el papa durante los cuatro días que duró la visita, como no lo ha tenido nunca autoridad religiosa y política o personalidad alguna en nuestra historia. No creo exagerado decir que las imágenes de esos días eran del más puro corte nacionalcatólico. Según veía las diferentes escenas papales por televisión, o escuchaba las crónicas radiofónicas y fijaba mi vista en las fotografías de los actos religiosos y de los sucesivos recorridos del papa por las calles de Madrid me venían a la memoria las multitudinarias concentraciones católicas presididas por el dictador, las autoridades civiles, militares y eclesiásticas en santa alianza en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado durante mi infancia y adolescencia. Entonces vi aquellas escenas subido a los hombros de mi padre y las viví con la emoción y el fervor propios de un niño o adolescente bien aleccionado ideológica, política y religiosamente. Eran tiempos de dictadura, de Iglesia de Estado y de Estado de la Iglesia, como proclamaba el Concordato de 1953 entre la Santa Sede y España: “La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”. Medio siglo después hemos vuelto al mismo escenario y se han reproducido las estampas de la dictadura, con todas las autoridades a los pies del papa: el jefe del Estado con su familia, el presidente del Gobierno y algunos de sus ministros, los presidente del Congreso de los Diputados y del Senado, la presidenta de la Comunidad de Madrid, el alcalde de Madrid, algunos de los más significados empresarios y autoridades militares. Hemos pasado de la triple a la cuádruple alianza: Iglesia católica-Estado-Militares-Empresarios, en comunión con el papa, pero el papa siempre un peldaño más arriba, el poder religioso por encima de los poderes políticos, económicos, militares. A esto cabe añadir que no era una Jornada Nacional, sino Mundial, con presencia de cientos de cardenales, arzobispos y obispos de todo el mundo y de cientos de miles de “peregrinos” de los cinco continentes. Al tener carácter global, y no puramente local, el mundo entero pudo contemplar las rancias imágenes de un catolicismo hispano-romano más parecido al del Medievo que a la Iglesia del concilio Vaticano II. Sólo había una diferencia, y no pequeña, entre las estampas nacional-católicas del pasado y las actuales: que ahora vivimos tiempos de democracia, de no confesionalidad del Estado, al menos constitucionalmente hablando, ya que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (artículo 16.3). Por eso las estampas de hoy resultan más inexplicables y anacrónicas. Aunque acaso no tanto, ya que la Constitución, a renglón seguido, asevera que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica (subrayado mío) y las demás confesiones”. La Jornada fue ejemplo de organización, que para sí quisieran otras instituciones públicas o privadas. Todo función impecablemente, desde la llegada del papa al aeropuerto de Barajas hasta su despedida. La única disfunción fue la tormenta. La ejemplaridad organizativa se debe, sin duda, a la masiva respuesta de la juventud y a los miles de voluntarios que colaboraron en los diferentes campos. Pero el éxito de la visita se debió también, y de manera especial, al apoyo incondicional de las Administraciones, Nacional, Autonómica y Municipal, que pusieron los diferentes servicios sanitarios, sociales, médicos, urbanísticos, culturales, policiales, de transporte, educativos (instalaciones de los colegios públicos, residencias de estudiantes, colegios mayores)., etc. en manos de la Iglesia Católica. La disponibilidad total de los colegios públicos para la JMJ y la generosidad de las autoridades educativas para con los peregrinos católicos contrasta con los severos recortes que está sufriendo la enseñanza pública (ampliación de horarios de docencia, reducción de la plantilla de profesores, limitación de los materiales educativos, reducción de las becas, beneficios a la enseñanza privada, etc.) en no pocas comunidades autónomas. Dichos recortes son un ejemplo más de que, en la crisis, la enseñanza se ha convertido en la cenicienta, mientras que la Iglesia católica sigue disfrutando de privilegios sin recorte alguno. Otro muestra más de los restos de confesionalidad todavía vigentes. Ahora bien, la Jornada no fue de la juventud, ni siquiera de la juventud católica. Los jóvenes no tuvieron protagonismo alguno, salvo su presencia en los actos religiosos y el citado servicio de los voluntarios y voluntarias. Apenas hubo referencia a los graves problemas que padecen, como el desempleo, que en España afecta al 44% de la juventud, la falta de perspectivas de futuro, las dificultades para su emancipación, etc. Son ellos quienes más sufren las consecuencias de la actual crisis económica. Yo creo que fue, realmente, la Jornada Mundial del Papa, que utilizó a los jóvenes como peana para visibilizar y reforzar su autoridad. Él fue el único protagonista. El resto, jóvenes venidos de todo el mundo, autoridades religiosas y políticas, ciudadanos y ciudadanas, se limitaron a ser oyentes, figurantes, fieles devotos del papa.
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