Este texto es el prólogo al libro de Antonio Monclús, La eutanasia, opción cristiana (Editorial GEU, Granada, diciembre 2010, 385 págs). En el prólogo y en el libro se afronta un tema importante que no ha dejado de ser resaltado en la Misa de las Familias de ayer en la Plaza de Colón, como uno de los catastróficos factores que por culpa de PSOE están destrozando a la sociedad española.
La eutanasia es un tema incómodo para la ética, para todas las éticas, quizá a partir de una concepción sacral e idealizada de la vida y de una imagen frustrada de la muerte y un terror a la nada. Y no debiera ser así. Todo lo contrario. Porque la buena muerte –ése es el significado etimológico de la palabra- constituye la consecuencia lógica de la propuesta ética del “bien vivir”, de la “vida buena”, de la vida plena, de la calidad de vida, defendida por todas las filosofías morales sin excepción. También resulta incómodo para una determinada ética cristiana, que absolutiza el valor de la vida por encima de cualquier otro valor y la defiende incluso en situaciones en las que el sufrimiento mina al ser humano hasta sumirlo en un estado de humillación e indignidad. ¡La vida por encima de la felicidad! Ésa parece ser la opción recalcitrante de moralistas estrechos de miras contraria al mensaje de las Bienaventuranzas, que anuncia la felicidad para los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores de paz, los perseguidos por la justicia, la gente infeliz. La eutanasia es, sin duda, uno de los temas más incómodos, e incluso irritantes, de la agenda ética de quienes se consideran sus legítimos y únicos intérpretes, que la condenan sin matices, con expresiones gruesas, sin esfuerzo intelectual, sin hacer análisis de la realidad, con argumentos faltos de rigor, que no resisten la prueba de la hermenéutica, ni filosófica y teológica, desoyen las opiniones de los expertos y adoptan posiciones dogmáticas inmisericordes. Su única apelación pata oponerse a la eutanasia es la apelación a la idea de Dios como dueño y señor de la vida que la da y la quita cuando quiere, donde quiere y a quien quiere, sin brizna alguna de sensibilidad hacia el sufrimiento humano, pasando de largo ante el dolor humano, ante las personas dolientes. Piensan y se comportan como los amigos de Job, que culpan a éste de ser sufrimientos pensamientos para salvar la honorabilidad y la justicia divina diciéndole “se lo tenía merecido”. Mejor no creer en un Dios así, razonan a la vista de esta imagen de Dios los ateos. Y todavía van más allá, hasta falsear el significado de la palabra “eutanasia”, asociarla con el desprecio a la vida, la autodestrucción, la desesperación, la cobardía, la dejación de responsabilidades y sociales, la frustración personal, identificarla con el suicidio, amenazar con penas eternas a quienes la demandan, acusar quienes colaboran en ella de asesinos y pedir para ellos sanciones penales. Para oponerse a la eutanasia apelan al sentido redentor del sufrimiento y recurren, como argumento contundente, a los padecimientos de Jesús de Nazaret que los asumió voluntariamente, en toda su crudeza, que fue a la muerte sin levantar la voz, sin rechistar, como cordero llevado al matadero y, al decir improcedente de un obispo español, sin ciudadanos paliativos. Esta interpretación no responde a la historia de Jesús, hombre libre que realizó prácticas de liberación y ¡por eso lo mataron! La eutanasia se ha convertido en un problema político de primer orden y es, igualmente, un tema incómodo para el poder que, con frecuencia, se ve amordazado por concepciones veladamente confesionales, no proporcionando o dificultando el acceso a los medios para llevar a cabo la eutanasia y, en algunos casos, imponiendo una moral religiosa a toda la ciudadanía. Tal es el escenario, nada fácil e incluso adverso, con el que se encuentra Antonio Monclús en esta excelente obra La eutanasia, opción cristiana y al que tiene que hacer frente siendo muy consciente de que juega en campo adverso. Pero no se siente condicionado por los prejuicios al uso, ni por lasa timideces políticas ni por las estrecheces eclesiásticas, ni por las dificultades que puedan ponerle los moralistas y que supera airosamente con gran coherencia en sus planteamientos. Monclús aborda el tema de la eutanasia en directo y en toda su complejidad y sin desconocer las dificultades de todo orden. En el tratamiento del tema tiene un toque de heterodoxia al salirse de lo política, moral y teológicamente correcto y no dejarse influir por un imaginario colectivo adverso. Y lo hace con una excelente pedagogía, como corresponde a un catedrático de esa disciplina que cuenta con un amplio bagaje filosófico, teológico y científico-social. Es uno de los méritos del libro que, dentro de su profundidad, es de lectura muy asequible. El autor defiende la eutanasia desde dentro del cristianismo como opción cristiana, enfrentándose a los intérpretes oficiales, cuyos argumentos expone con profundo respeto y objetividad para, a continuación, ponerlos en cuestión en clave interdisciplinar. Y todo ello en coherencia con la teología de la vida. Monclús demuestra gran conocimiento de las fuentes bíblicas, patrísticas, teológicas, magisteriales y una extraordinaria soltura en el recurso a la hermenéutica crítica de los textos frente a las lecturas fundamentalistas y dogmáticas de no pocos teólogos morales. El conocimiento de los textos sagrados y la fundamentación bíblica de sus planteamientos es una de las más gratas sorpresas que encuentra el lector en este libro. El recurso a los métodos histórico-críticos y la lectura hermenéutica que hace Monclús de la Biblia cristiana choca frontalmente con la exégesis del magisterio de la Iglesia, que sospecha de los métodos histórico-críticos y tiene ciertos tics fundamentalistas. Monclús no es exegeta, pero se asesora con las obras de algunos de los mejores biblistas actuales. El libro demuestra un excelente conocimiento de las fuentes patrísticas y de los más cualificados teólogos de los primeros siglos del cristianismo. Tertuliano, Orígenes, Agustín de Hipona, que influyeron decisivamente, y no siempre de manera positiva, en la conformación del pensamiento moral del cristianismo posterior. Una de sus guías más fiables es la de los estudios del cristianismo primitivo y de su relación con el helenismo de Jaeger. Me parece muy sugerente la lectura que hace del martirio como opción libre de entrega de la propia vida por una causa superior, bien cercana a la eutanasia. La obra demuestra, igualmente, un conocimiento profundo de los argumentos del magisterio eclesiástico, sobre todo de los más recientes de los papas y del episcopado español, que cita amplia y directamente. Y responde a los mismos con solidez argumental y desde la ética de la vida buena y la muerte digna, inspirándose en importantes filósofos y teólogos de ayer y de hoy como Dietrich Bonhoeffer, Edward Schillebeeck, Hans Küng, Juan Masiá, Gianni Vattimo. Este prólogo no quiere sustituir la lectura del libro. Sólo quiere servir de introito y de guía para una más fácil comprensión. Por eso me gustaría destacar algunas de las principales ideas desarrolladas en él. Tres, en concreto. La primera que en la profundidad de la persona se halla el lugar de decisión sobre la conducta de un mismo. Lo que implica honestidad radical y sinceridad íntima de la persona consigo misma. Destaca el papel fundamental que le corresponde a la conciencia en la toma de decisiones, y muy especialmente en el caso de la eutanasia. La conciencia es el espacio más insobornable y menos venal del ser humano, al tiempo que constituye la base de una ética personalista. Decidir y actuar en conciencia es lo que conforma a la persona como ser moral. Monclús habla, muy certeramente, de la “sinceridad espiritual de la conciencia”. Hay en la obra una segunda idea-eje: que eutanasia es una opción cristiana, y lo es desde la defensa de la vida, de la vida en plenitud en el más genuino sentido evangélico o, si se prefiere, jesuánico, que hoy podríamos traducir vida de calidad. Es la tesis fuerte del libro, que demuestra con numerosos ejemplos y argumentos consistentes. Dos de ellos son la eutanasia activa, es decir, la elección voluntaria de la muerte, por parte de los mártires, siguiendo los relatos y testimonios de tres escritores de la época: Eusebio de Cesarea, Lactancio y Cipriano de Cartago (202) y la eutanasia de la ascética, que, con Tomás de Kempis, llega a la apología del desprecio de la vida humana. La tercera clave del libro la encontramos en la afirmación de que el cristianismo no es una religión dolorista, justificadora del sufrimiento, al que reconozca un sentido redentor y expiatorio. Todo lo contrario Es una religión que lucha contra el sufrimiento y sus causas. En este punto se da la mano con el buddhismo, con quien comparte la experiencia de la compasión, conforme a la máxima del propio Jesús de Nazaret: “Misericordia quiero, no sacrificios”, muy afín a la ética epicúrea, tan denostada por determinadas corrientes del cristianismo: “Vana es la palabra del filósofo que no sea capaz de aliviar el sufrimiento humano”. La compasión, entiéndase bien, no significa sentir pena, lamentarse pasivamente de las desgracias del otro, sino ponerse en el lugar, del lado de los sufrientes de la historia, identificarse con ellos, hacer suyo su sufrimientos, condividirlos y luchas contras las causas que lo provocan. Nadie piense que el libro cierra el debate sobre la eutanasia ni que llega a conclusiones cerradas. Muchas son las cuestiones que deja intencionadamente irresueltas. Y ése es otro de sus méritos. Seguro que quien lea el libro, lo hará asintiendo y disintiendo. Me parece un buen método y un excelente ejercicio de libertad de pensamiento y de conciencia, que engrandece al lector y al libro. (Prólogo de La eutanasia, opción cristiana)
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