Tengo 26 años y soy de Mendoza, Argentina. Me encantan, o, más bien, me fascinan, los teólogos y filósofos españoles; los leo y releo con frecuencia, y muchos de ellos han sido, para mí, una maravillosa guía tanto intelectual como espiritualmente. Pero, quizá, me esté yendo del tema…
Soy un apasionado de la figura de Jesús de Nazaret, al cual considero, al decir de Spinoza, “el más grande de los filósofos”; pero reducir su extraordinaria existencia al más grande de los filósofos es una aporía deleznable: es, quizá, el más importante de los hombres, el más sabio, y no necesitó de un lenguaje abstruso ni de revoluciones empuñando las armas para suscitar la más grandes de las insurrecciones: la del amor y la del perdón al prójimo. Jesús, como dice José Antonio Pagola, es patrimonio de la humanidad, y tanto mejor para los creyentes que así sea. ¿Por qué el galileo debería ser propiedad de los cristianos cuando su mensaje sigue removiendo, con el paso de los siglos, tanta admiración y devoción para los que aman sin Dios? ¿Por qué su vida no puede inspirar a los que vivimos sin iglesias y sin dogmas si él nos enseñó, mejor que nadie, que Dios no se encuentra en los templos sino en las personas que sufren? ¿No nos dio a entender, acaso, que aquellos que transitan su existencia de espalda a los que padecen el azote del hambre y la enfermedad son los más desgraciados de los hombres? Sí: amo su proyecto del Reino de Dios, aunque no sea, estrictamente hablando, creyente. ¿Pero qué importancia tiene? ¿Por qué mi falta de fe, con la que he luchado insistentemente desde mi adolescencia con sus respectivos vaivenes, debería impedirme querer formar parte de ese grandioso proyecto? Con Dios tengo las cuentas claras: si existe, sé que me entendería, que me perdonaría o, quizá, todavía esté esperando el momento propicio para irrumpir inesperadamente en mi vida… ¿Por qué redacto estas líneas? Porque mientras más leo a Jesús y más me embarco en la aventura de su vida, más contradictorio me resulta el binomio inquebrantable entre Jesús y la Iglesia. Por un lado, la sencillez, la humildad, la vida ejemplar itinerante de quien pretendió ver un mundo más justo y feliz; por el otro, esa pomposidad, esa grandilocuencia casi risible, esa perversa indiferencia (hay gente, dentro de la Iglesia, claro que está, que realmente se preocupa por la felicidad de las personas) de quienes dicen ser cristianos pero que no se diferencian, o apenas lo hacen, de quienes no lo son… Me permito una digresión o, si se quiere, una confesión: la última vez que pisé una iglesia, hace poco más de un año, regresé tan desilusionado que no tuve intención de volver: más ritos que amor, más aburrimiento que alegría, más protocolo que entusiasmo, discursos vacíos e inverosímiles…; pero la gota que rebalsó el vaso fue observar cómo la gente que salía de la iglesia hizo vista gorda con un niño que pedía comida en la puerta ésta, impasible ante sus piecitos descalzos y sucios, en detrimento con el mensaje de Jesús de Nazaret. ¿De qué sirve ir a la Iglesia si la indiferencia sigue estando? La gente no se divide, en materia religiosa, entre creyentes y no creyentes, sino entre buenas y malas personas. Lo importante son los actos, no las profesiones de fe; todo lo demás es irrisorio. Si hay algo que la vida me ha enseñado es que no podemos confinarla en doctrinas o en ideologías, pues hay algo más importante que los dogmas: la justicia; y algo más importante, a mi entender, que la fe: el amor.
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