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Iglesia nuestra ¿Quo vadis? por: Luis Carlos Saiz Fernández

11/29/2012

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Siempre que he rememorado mi historia de fe he terminado dando gracias a Dios por el privilegio de sentirme "hijo del Concilio" (del Vaticano II, se entiende). Al nacer en 1972, quiero pensar que en mi infancia y juventud fue algo natural el encontrar laicos, sacerdotes y religiosos empapados hasta el tuétano de su espíritu.

La fe que se me transmitía iba indisolublemente unida a la alegría, el buen humor y ¿por qué no? incluso la travesura sana, a la sencillez y cercanía de los testigos, al aprecio sincero de tantas posibilidades bellas que tiene nuestro mundo, a la solidaridad vivida como consecuencia directa del ser hermanos, a la experiencia litúrgica honda y creativa... y tantos etcéteras como queráis.

Sabéis a lo que me estoy refiriendo. Aquella evangelización prendió en mí porque acompañó con respeto mi maduración personal, me ofreció un horizonte de sentido donde otras instancias se quedaban cortas y, en definitiva, se recogía y vivía lo mejor del ser humano tomando como referencia la vida y obra de Jesús de Nazaret. No hizo falta mucho más, así de ¿sencillo?

Han pasado cerca de 40 primaveras desde aquella experiencia primigenia que hasta hoy ha seguido alimentando, con caras diversas pero estilo siempre reconocible, mi apuesta por el Dios de Jesús. A mi lado se encuentran mis dos pequeños, de dos y cuatro años. Y cuando pienso en el entorno eclesial que paulatinamente va imponiéndose en nuestra sociedad, el tinte de fondo que previsiblemente mis chiquillos perciban en el futuro, no puedo sino constatar que nuestra Iglesia, nuestra querida Iglesia, ha virado el timón, ha modificado el plan estratégico, está dejando de confiar en la forma de presentarse al mundo que a mí me cautivó.

Cierto será admitir que a mí me ganó, pero no a muchos de mis coetáneos. Somos pocos, sí, y cada día seremos menos durante algún tiempo. Sospecho que justamente esta patente "falta de eficacia" puede estar en la raíz del cambio de planteamiento. Son tiempos duros que parecen exigir repliegue, alta cohesión de grupo, coraje para vivir la fe en un mundo de lobos. La consigna sería: Si el mundo nos desprecia, dobleguemos al mundo con la fuerza de Cristo. Ese será nuestro martirio.

Y así va transcurriendo el tiempo, con batallas parciales ganadas pero la sensación de que la guerra, si es que podemos denominarla así, se juega en otro lado. Mientras ante lo externo nuestra reacción habitual peca de defensiva, reticente por defecto, la descalificación mutua no resulta desgraciadamente una excepción entre las distintas sensibilidades de Iglesia. Aspiramos a mediar en la sociedad, a ser testimonio vivo de lo más santo que reside en el ser humano y, sin embargo, ¿no estamos en ocasiones demasiado lejos de encarnar para el increyente ese "mirad cómo se aman" tan fructífero en el pasado? Haciéndonos eco de la inquietud de Lohfink con la vista puesta en una actitud autocrítica constructiva, podemos preguntarnos ¿en qué medida nos acercamos a la Iglesia que Jesús soñó dejar como herencia al mundo? Cada cual puede (y debe) emitir su diagnóstico particular, para bien de la Iglesia y, por encima de todo, de las personas que nos miran. Puedo equivocarme, pero existe la posibilidad de que hoy Jesús pasara a nuestro lado y, al modo de aquel relato bien conocido con Pedro como protagonista nos expresara con una cierta tristeza: Iglesia mía, ¿adónde te diriges? ¿cuáles son tus verdaderas prioridades? ¿recuerdas mi invitación a ser "sal" y "luz"? Iglesia mía, ¿quo vadis?

A debatir estas cosas y disfrutar de la convivencia comunitaria dedicamos un grupito de creyentes todo un fin de semana del ya lejano mes de Junio en Mangirón, un pueblecito de la sierra madrileña. Tuvimos la suerte de contar con dos personas cualificadas para aportar su punto de vista con distintas perspectivas, que era de lo que se trataba. Los planteamientos de Raquel Mallavibarrena, laica y portavoz de Somos Iglesia y Redes Cristianas, se confrontaron con los de Ángel Cordovilla, sacerdote diocesano experto en teología dogmática y profesor en Comillas. Raquel reivindicó una Iglesia de iguales y de adultos, donde se abolieran los estamentos clerical/laical dando relevancia a los ministerios y carismas, donde se considerara al cristiano como último responsable de sí en aquellas esferas que le competen, donde se habilitaran más cauces a la expresión democrática y se abandonara el anacronismo del Estado Vaticano. Abogó también por una Iglesia que sea consecuente con lo que predica y que encarne los Derechos Humanos, que conceda un margen amplio a la investigación teológica y que anteponga la misericordia a la reprobación. Una Iglesia comprometida desde su raíz con la pobreza, sin apego a los poderes de este mundo. Por último subrayó la idea de Juan Martín Velasco de que el futuro de la Iglesia está en la comunidad, comunidades minoritarias pero significativas y creativas. Una llamada a "no apagar el Espíritu". Por su parte, Ángel abordó su exposición desde otro ángulo, comenzando por reconocer que su discurso nace de su propia historia personal, parcial y limitada, pero lógicamente ligada a su ser sacerdote. Para él la Iglesia es una mezcla de Misterio y realidad histórica que no debe perder mucho tiempo en mirarse a sí misma. Es preciso ser fieles al origen y a la misión, la palabra clave sería "fidelidad". Vivimos en un cambio de época donde todo está en cuestión, la crisis no es tanto de Iglesia como de Dios y de fe. Reconoce que el catolicismo vive aún en una estructura medieval que en un tiempo forjó una cultura, un espacio, un tiempo, pero que actualmente puede no ser idónea (por ejemplo, la parroquia se acomoda mejor a una sociedad agraria, ya minoritaria). La Iglesia está volcada a una Nueva Evangelización que trata no sólo de evangelizar a las personas o las estructuras, sino a los ambientes o escenarios: la cultura, la educación, la inmigración... Ángel considera que la reforma de la Iglesia ya se está produciendo, es permanente, aunque siempre se nos quede corta. Hay que reformar todo lo que impida la fidelidad a su naturaleza y dificulte su misión. Se debería trabajar paralelamente la reforma estructural y la conversión personal de sus miembros. Y nunca olvidar que "somos iglesia" por gracia.

Como veis, dos enfoques con acentos dispares que luego, en el tiempo de diálogo, se fueron aquilatando y contrastando. Obviamente no hubo consenso en todo lo que se discutió, que por limitaciones horarias tampoco fue en exceso extenso. Lo que para unos era materia reformable para otros era nuclear. Donde para unos el Pueblo de Dios representaba el último fundamento de la Iglesia, para otros la Sucesión Apostólica determinaba la garantía de una Iglesia verdaderamente conectada con su inspirador. Se apuntó como gran reto el hacer bueno el calificativo de católico = universal y el convencimiento general de que primero deberemos entender hacia dónde se dirige la sociedad para luego discernir el hacia dónde de la Iglesia.

En cualquier caso lo verdaderamente importante comenzó al término del diálogo. Doble banquete, para ser más exactos. Primero, el de la Eucaristía. Cada cual con su carisma y ministerio, nos dirigimos a alabar, compartir, dar gracias y, en definitiva, rememorar lo que nos vincula por encima de todo. Y segundo, no por ello menos importante, el de las ensaladas, el hornazo salmantino, la cervecita bien fría y la charla de todo un poco. Allí nos dimos cuenta de que, aunque podíamos seguir sin estar de acuerdo en algunos puntos de eclesiología, prevalecía sin rastro de duda la calidad humana de la gente y el saberse tocados por un mismo Dios. Dios que, en esencia, nos quiere y punto. Quisiera creer que en aquellas dos mesas con abundancia de viandas materiales y espirituales, aún permanece el rescoldo de lo que en mi juventud me ganó para Cristo y mañana ofreceré "con temor y temblor" a mis propios hijos. Y luego, que sea lo que Dios quiera...

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