El evangelio de hoy tiene dos partes bastante claras. En la primera, los discípulos están encerrados en casa "por miedo a los judíos". Jesús se hace presente, les comunica la paz y sopla sobre ellos: “Recibid el Espíritu Santo”. Es el Pentecostés del cuarto evangelio, que los envía en misión a todo el mundo. De esto concluimos que los relatos de la resurrección y el de Pentecostés de Lucas no tienen intención histórica ni nos sirven para fijar tiempos y lugares.
La fe de la primera comunidad consiste en la convicción de que Jesus mismo les encomienda la misión y les promete el Viento del Padre para realizarla. Esto nos obliga a saltar a la segunda parte de esta escena, ocho días después, con Tomás. El mensaje es enteramente diferente, aunque con el mismo carácter que es más una profesión de fe que un relato de sucesos. Aquí se muestra la realidad física del cuerpo del Resucitado, con las heridas de la Pasión palpables físicamente. Reafirmación de la verdadera humanidad de Jesús. Todo se hace en un contexto muy intencionado. Es "el primer día de la semana". Y ya conocemos a Juan y sus constantes alusiones al Antiguo Testamento. El primer día. De nuevo nos hallamos ante la imagen de la Creación. Éste sí que es EL DÍA PRIMERO, el comienzo de la Nueva Creación. Están los discípulos reunidos en torno a la mesa (lo puntualizan así los Sinópticos) y "Jesús en medio". Es una clara situación de celebración de la Eucaristía, y del cambio de día, de Sábado a Domingo, en la celebración. Los cristianos en adelante celebrarán solamente la Cena del Señor, la fiesta del encuentro, con el Señor en medio, el Señor Resucitado, el Primer día de la Semana. El saludo de Jesús es igualmente importante. No es el "Shalom" cotidiano, que es un deseo de paz. No se dice "que la paz esté con vosotros", sino que se señala una acción, se constata un hecho. Cristo produce la paz. El es nuestra paz, la paz con Dios, la paz entre nosotros. Hay comunidades que han modificado el saludo; el sacerdote dice “la paz está con vosotros”, y la asamblea responde: “está con nosotros”. (Paralelamente, está muy mal traducido el "Dominus vobiscum" por "El Señor esté con vosotros". El sacerdote no desea sino que proclama y celebra ya de entrada la presencia del Señor en la comunidad. Sería preferible decir: “El Señor está con vosotros”) Y la paz se traduce en fiesta: "Los discípulos se llenaron de alegría de ver al Señor". Ya se empieza a utilizar sistemáticamente la expresión "el Señor" para designar al Resucitado. "Dios le ha constituido Señor". En todo este contexto, Juan recalca ante todo, La Misión. “Como el Padre me envió, así os envío Yo a vosotros”. Es la mejor definición de la iglesia: enviados por Jesús, con su misma misión. Esta misión se define en la línea siguiente: hacer presente el Espíritu, hacer presente la reconciliación del género humano con Dios, su Padre. La comunidad se va a caracterizar en adelante por la presencia del Espíritu de Jesús. Esta es la gran novedad: la comunidad de los creyentes tiene el Espíritu; esto se significa en un gesto de Jesús: "Sopló sobre ellos". Lo mismo que el Creador para hacer del hombre de barro un "ser viviente" (Génesis 2). El Espíritu es el que da vida, la carne no vale para nada. Ya lo expresó Juan en la entrevista de Jesús con Nicodemo: nacer de nuevo, ser del Espíritu, no de la carne. "Pues habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba". "Porque estamos muertos y enterrados al mundo, y nuestra vida está escondida, con Cristo, en Dios". Recibir el Espíritu es entrar en el mundo de la Reconciliación, el mundo en que Dios es el Padre, el que ofrece el perdón gratis. Enviados por tanto a manifestar el perdón. "El que me ve, ve a mi Padre". "Como mi Padre me envió, así Yo os envío a vosotros". Es decir, parafraseando un poco, "que el que os vea, me vea a Mí y conozca a mi Padre". No podemos reducir el perdón a la función sacramental. Esta es una, y magnífica, manifestación del perdón. Pero nosotros estamos llamados a vivir en el perdón y a anunciarlo con nuestro modo de vivir. Finalmente, en el reconocimiento de Tomás se introduce una frase en la que culmina el Evangelio de Juan: "Señor mío y Dios mío". Tomás creía en Jesús de otra manera. La fe de Tomás en Jesús/Mesías/Rey había quizá hecho quiebra, como la de otros discípulos, en la cruz. Ahora, ve y cree. También Juan, cuando entró en el sepulcro vacío, "vio y creyó". Esto supone el desafío último de nuestra fe en Jesús. Nosotros admitimos de buen grado la cristología de los hechos de los Apóstoles, que leíamos en la segunda lectura del domingo de Resurrección: la recordamos: "Me refiero a Jesús, el de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el Diablo; porque Dios estaba con él.” Sí, hasta aquí nuestra fe va tranquila. Pero, tras la resurrección, hay otra fe, la que expresa el Evangelio de Juan. El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. Es la misma fe que ahora expresa Tomás, el final de la fe de Juan. Quizá nosotros no entendemos: nos enfrentamos, una vez más, al misterio que siempre significa para los humanos el contacto con la divinidad. Éste es un tema sobre el que ya meditamos en las fiestas de Navidad, y sobre el que siempre tendremos que meditar más despacio. Enviados, mensajeros, testigos; es la definición de los que formamos la iglesia, un grupo de mujeres y hombres que se sienten enviados, que han aceptado ser mensajeros, que quieren hacer de su vida un testimonio, porque se sienten invadidos por el mismo Espíritu que arrastraba a Jesús, el que le sacó de su casa de Nazaret, el que le llevó a curar y enseñar, el que le empujó hasta le entrega total, hasta tener que morir por esa causa. Testigos del Espíritu de Jesús: espíritu de fraternidad, de curación, de veracidad, de fidelidad, de servicio… espíritu exigente y alegre a la vez, espíritu filial, responsable y confiado ante su Padre, comprometido y solidario ante sus hermanos. Espíritu lleno de esperanza en el futuro, que se siente en paz con Dios y con todos. Espíritu seguro de la presencia de Dios, comprometido en la bella misión de hacer visible su Presencia. Pero no podemos olvidar que el Espíritu es visible en el comportamiento de los que siguen a Jesús, en la iglesia. Los textos de Hechos lo muestran con sencilla y desafiante claridad: “no había indigentes entre ellos”. El primer efecto de la fe en Jesús es el sentimiento de fraternidad. Los primeros cristianos, antes de llamarse “la iglesia”, se llamaban “los hermanos”. Una vez más, el uso y abuso de las palabras ha desgastado “hermanos”. “Queridos hermanos” es el saludo normal del sacerdote al empezar la eucaristía. Pero no suele ser más que un tópico. Por eso, en las primeras comunidades no había indigentes. ¿Cómo va a tolerar un buen hermano que a su hermano le falte lo necesario, o que sea tratado injustamente? La terrible expresión de la parábola del Juicio Final, “a Mí me lo hicisteis” , se entiende muy bien en boca de un buen hermano. Quizá no hemos caído en la cuenta de que se trata de una nueva concepción del “derecho de propiedad”. Se trata de que mi propiedad privada está subordinada a las necesidades de los demás. Si lo llevamos a la práctica, revolucionamos el mundo.
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