Confieso que de tantas ganas de acertar con la esencia del evangelio, me pierdo a veces en buscar aquí o allá, dentro de los textos bíblicos o en las reflexiones de personas que saben y han experimentado más y mejor a Dios que yo. Muchas escriben en este mismo foro y de ellas aprendo a reflexionar con más sustancia.
Pero esta semana, escuchando la homilía de Félix Larrondo en un funeral, me ha vuelto a recordar que lo esencial para un cristiano es el amor que Dios nos tiene. Mucho más importante que los deberes cristianos para nuestro prójimo, los mandamientos y las bienaventuranzas, las leyes canónicas y litúrgicas, las reflexiones papales el rezo del rosario o incluso que la santa misa. Porque lo mejor de todo lo anterior son solo medios o consecuencias -algunas maravillosas- para responder alimentados de ese amor y vivir como Él nos ama. No le vemos a Dios pero nos envuelve como el agua al pez en el océano. Dios increado, inmenso, inabarcable, nos crea de su amor y con él nos envuelve acompañando nuestra fragilidad como uno de nosotros para compartir radicalmente la vida entera. Dios en su infinito amor preparó un mundo idóneo para la existencia y el disfrute del ser humano; no es casualidad que el hombre y la mujer fuesen lo último en ser creados para recibir la herencia del ecosistema y el universo, siendo dotados de la capacidad para completar su obra creadora. Nos preparó el planeta, creó el cielo y las estrellas, y todo lo que nos rodea y resulta necesario para la vida en pleno disfrute de ella. Dios en su inmenso amor nos hizo de tal modo que pudiéramos disfrutar de muchísimas cosas: el sabor del alimento, el goce intelectual, el calor de la luz solar, el sonido de la música, la frescura de un día de primavera, la ternura del amor. Miles de necesidades humanas que vienen envueltas en el placer al satisfacerlas. Nadie, en el peor ejercicio de arrancarnos la libertad, puede entrar en el yo más profundo y acceder a nuestros más preciados sentimientos. Dicen que no se puede definir a Dios. Pero también se dice que no nos equivocamos en absoluto definiendo a Dios como Amor: cuanto más amamos, más parecidos somos a Dios. Pero lo mejor de todo es que no hay nada que pueda hacer para que Dios deje de amarte. Puedes intentarlo, pero simplemente no sucederá porque su amor por mi se basa en su esencia y no en lo que haga, diga o sienta ¡Es imposible lograr el desamor de Dios! Nuestra libertad no llega a coartar la libertad esencial de Dios volcado en cada una de sus criaturas. Desde el Antiguo Testamento a las cartas de Juan, el recorrido sobre las categorías que los profetas y apóstoles le van dando a Dios, pasan precisamente por la comparación más entregada que tenemos los seres humanos: el amor de una madre, la ternura hacia sus pequeños, y las comparaciones de Pablo sobre el comportamiento amoroso en 1Corintios 13, 4, verdadero himno para el cristiano: cuando dice que el amor es sufrido, es benigno, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas; no se goza de la injusticia, se goza de la verdad; todo lo espera, todo lo soporta... nos indica el camino desde su experiencia misionera de ser rechazado por los “elegidos” judíos en Corinto, pero también nos recuerda cómo es Dios. Al final, escribe Pablo, solo el amor permanecerá para siempre. Relativicemos todo hasta que no estemos centrados en este meollo-mensaje. Es la manera de que todo lo demás tenga el sentido y la vivencia adecuada. Creo que de tanto pontificar a propios y extraños, en lo esencial se nos ha ido el oremus. Lo bueno es que sabemos la manera de encontrarlo: amando y rezando para no caer en la tentación.
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