Exactamente a la hora de la misa, en medio de la homilía, sube de la calle una bulla infernal. Una horda se ha instalado en la plaza. Es la quinta vez que esto sucede en menos de tres meses. Esta vez es el colmo. El mismo cura, a pesar de ser un hombre de mucha paciencia, ya no aguanta más. Plantando a su auditorio, sale como una tromba, decidido a poner fin al bochinche.
Lo que ve es a una enorme multitud que ocupa hasta las propias escalinatas de la iglesia. Una multitud abigarrada como solo se ve por televisión. Un verdadero carnaval. Gritan a voz en cuello, cantan, ríen, insultan, protestan contra todo. Sobre las cabezas se yergue una selva de pancartas clamando por cualquier cosa, desde la urgencia de proteger a las focas hasta la de acabar con la Dictadura del Mercado. El cura tiene ganas de llorar. No está en contra de las manifestaciones. Entiende que en este mundo muchas cosas deben ser cambiadas. Pero le gustaría que se gritara menos y que se respetara un poco más al buen Dios, a la Iglesia y el domingo. Está ciertamente de acuerdo con el cambio de estructuras, pero, para él, lo más importante es comenzar por cambiar las conciencias. “No sólo de pan vive el hombre”, se dice a sí mismo. “Además, es del corazón de donde salen las injusticias y todas las miserias que plagan a la humanidad…” Estaba tratando desesperadamente de lograr que todos se callaran para hacerse escuchar, cuando un atrevido muchacho de piel oscura, megáfono en mano y sonrisa brillante, sube las escalinatas, logra el silencio y, sin dejar de sonreír, exclama: “Tenemos una suerte brutal con estar aquí presentes. Ya que estamos cerca de esta iglesia, podríamos afinar el oído porque tal vez Dios nos vaya a hablar.” Se echa a reír y todos con él. “Y ¿qué es lo que Dios nos va decir, sino que está de acuerdo con nosotros en todo? Por enésima vez, nos estamos manifestando por un mundo más justo y más humano; la presente manifestación será hoy nuestro saludo a Dios y será nuestra misa. Se nos ha dicho que Dios ama a este mundo; si esto es cierto, ¿cómo no va a querer que acabemos con toda la miseria que agobia a más de la mitad de la humanidad? ¿Cómo no va a querer que convirtamos esta tierra de dolor en un gran espacio de libertad y de paz para todos los humanos? Tenemos un proyecto que es nuestra razón de vivir y… de morir. Ese proyecto, lo tenemos grabado adentro como un fuego que nos impulsa a abrazar todas las causas que sirvan para inventar un porvenir en el que las tres cuartas partes de la humanidad dejen de estar de más sobre este planeta. Y eso no obstante nuestras fallas y contradicciones, no obstante nuestros desatinos, nuestra bulla y nuestros muchos pecados….” Y dándole una palmadita en el hombro al párroco que se había quedado boquiabierto, agrega: “Agradecemos de corazón al cura compañero de esta parroquia por haber interrumpido su sermón para acercarse hasta estas escalinatas y sumarse a nuestra manifestación. Propongo ahora que nosotros le devolvamos la cortesía acompañándolo dentro de la iglesia para terminar la misa junto a él. ¡Una misa cada cien años no nos puede hacer daño!” Con estas palabras, toda esa gente linda se mete en el templo llenándolo a la vez de diablos y de luz. Y, ese día, el mismo Dios que participaba de incógnito de la manifestación, también fue a misa.
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