Este año, el cuarto domingo de Adviento coincidirá, al menos en España, con el sorteo de la Lotería de Navidad. Las lecturas nos hablan de la auténtica lotería, la que tocó y sigue tocando todos los días y en todas partes del mundo.
El premio No son millones de euros. Es un premio mucho mayor: una persona. Al principio puede resultar decepcionante. Con este premio no se puede comprar un gran chalé, ni un coche de último modelo. No podemos permitirnos un crucero de lujo ni costear una operación en el mejor hospital del mundo. Pero es un premio personal, que redime nuestro pasado y garantiza nuestro futuro. Las lecturas dedican pocas frases a describir a esa persona: desciende del rey David, nace de una muchacha virgen, y le ponen por nombre Jesús porque nos salva de los pecados. También se le puede llamar Emmanuel, que significa «Dios con nosotros». La cercanía de Dios puede inspirar incluso miedo. En este caso, no. Es un Dios que se presenta como un niño, con el compromiso de morir por nosotros. La publicidad (1ª lectura) Este premio no se anuncia en verano, con pocos meses de antelación, como la Lotería de Navidad, sino varios siglos antes. En el año 734 a.C. los reyes de Siria y Efraím se coaligaron para conquistar Judá y deponer al rey Acaz de Jerusalén. Cuenta el profeta Isaías que, cuando llegó la noticia, «se agitó el corazón del rey y del pueblo como se agitan las hojas de los árboles con el viento». El profeta se presenta ante el rey y le ofrece una señal, un signo portentoso realizado por Dios, para mantener la calma. Acaz, que ha pedido ayuda a Asiria, confía en este imperio (los EE. UU de la época) más que en Dios, y responde que no quiere pedir señal alguna. Pero Isaías se la da: «la muchacha está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros». El nacimiento del niño garantizará la salvación de Judá y de Jerusalén. El sorteo (evangelio) En tiempos de Isaías, algunos pensaron que la muchacha encinta era la esposa del rey, y Emmanuel el hijo que nacería dentro de poco: Ezequías. Este niño fue un buen rey, pero no cumplió las grandes esperanzas depositadas en él. Pasaron los siglos y Emmanuel no llegaba. Hasta que los cristianos ven cumplida la promesa en el nacimiento de Jesús. Este viene del Espíritu Santo y José le pondrá ese nombre «porque él salvará a su pueblo de los pecados». No salvará de los asirios, ni de los romanos, sino de nuestros pecados, muriendo por nosotros. Y Mateo añade: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta». Ya no hay que seguir esperando. Ha salido el primer premio. Los afortunados (2ª lectura) En esta lotería todos tienen premio. Incluso cabe la posibilidad de comprar el décimo después de que haya sido premiado. Es lo que dice Pablo a los romanos. El premio no es solo para los judíos, también para los paganos. No toca solo en Jerusalén o Belén, también en Roma. Allí, entre los paganos, se ha difundido el evangelio y se sienten «amados por Dios y llamados a formar parte de su pueblo santo». Igual que nosotros, al cabo de veinte siglos, debemos sentir la alegría de haber sido beneficiados por Dios. El evangelio del domingo pasado hablaba del desconcierto de Juan Bautista, y nos obligaba a pensar en el desconcierto y escándalo que podemos sentir ante la conducta y el mensaje de Jesús. El evangelio del cuarto domingo da un paso adelante. El desconcierto y el escándalo se pueden superar. El asombro se da ante el misterio y no acaba nunca, dura toda la vida. *** Lo anterior es un sencillo esquema que ayuda a entender el mensaje del cuarto domingo y a prepararnos para la Navidad. Para comprender mejor el evangelio entresaco algunos datos de mi comentario El evangelio de Mateo. Un drama con final feliz (Verbo Divino, Estella 2019, pp. 52-56. Mateo da un título a lo que va a contar: El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera. Sin embargo, no es eso lo que cuenta, se limita a ofrecer una serie de datos sobre ese misterio. El relato consta de los elementos típicos: planteamiento, nudo y desenlace. Como en cualquier novela policíaca. Pero existe una diferencia. Mientras Agatha Christie dedica la mayor parte al nudo, a las peripecias de Hércules Poirot en busca del asesino, Mateo es brevísimo en las dos primeras partes y pasa enseguida al desenlace. No se trata de un relato dramático, sino didáctico. Planteamiento Parte de unos personajes que da por conocidos para el lector, María y José, y de una costumbre que también da por conocida entre judíos: después de los desposorios (la petición de mano), los novios son considerados como esposos, con el compromiso de fidelidad mutua, pero siguen viviendo por separado. De repente, resulta que María espera un hijo del Espíritu Santo. Mt no deja al lector ni un segundo de duda. Con perdón del Espíritu Santo, y siguiendo el símil policiaco, el lector sabe desde el principio quién es el asesino. Nudo La duda es para José, hombre bueno. Según el Deuteronomio, si un hombre se casa con una mujer y resulta que no es virgen, si la denuncia, “sacarán a la joven a la puerta de la casa paterna y los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido en Israel la infamia de prostituir la casa paterna” (Dt 22,20ss). José prefiere interpretar la ley en la forma más benévola. La ley permite denunciar, pero no obliga a hacerlo. Por eso, decide repudiar a María en secreto para no infamarla. Mt escribe con enorme sobriedad, no detalla las dudas y angustias de José. Como mejor se advierte esto es comparando el relato con un fragmento del Génesis Apócrifo encontrado en Qumrán, en el que leemos algo parecido a propósito del patriarca Lamec: advierte que su mujer, Bitenós, está encinta, y duda de que ese hijo sea suyo (el estado fragmentario del texto no permite saber por qué duda). La angustia del personaje la refleja el autor de forma casi patética: “Entonces pensé que la concepción era obra de los Vigilantes, y la preñez de los Santos, y pertenecía a los Gigantes [...] y mi corazón se trastornó en mi interior por causa de este niño. Entonces yo, Lamec, me asusté y acudí a Bitenós, mi mujer, y dije [...]: júrame por el Altísimo, por el Gran Señor, por el Rey del Universo [...] que de veras me harás saber todo, me harás saber de veras y sin mentiras si esto [...]. Júrame por el Rey de todo el Universo que me estás hablando sinceramente y sin mentiras [...]Entonces Bitenós, mi esposa, me habló muy reciamente, lloró y dijo: ¡Oh, mi hermano y señor! Recuerda mi placer, el tiempo del amor, el jadear de mi aliento en mi pecho [...] Yo te juro por el Gran Santo, por el Rey de los cielos, que de ti viene esta semilla, de ti viene este embarazo, de ti viene la siembra de este fruto, y no de ningún extranjero, ni vigilante, ni hijo del cielo. ¿Por qué está la expresión de tu rostro tan alterada y deformada, y tu espíritu tan deprimido?” (1QapGn Col. II, 1-17). Ni siquiera con estas palabras de su esposa queda tranquilo Lamec; acude a su padre, Matusalén, para que le pregunte a Henoc y se informe de todo con certeza. Es una pena que la columna esté tan estropeada en algunos momentos capitales para la interpretación del argumento. El relato de Mt parece en muchos detalles como la antítesis del Génesis Apócrifo. Desenlace En cuanto José toma la decisión, se aparece el ángel que resuelve el problema. José obedece, y María da a luz un hijo al que José pone por nombre Jesús. En esta sección final, entre las palabras del ángel y la obediencia de José introduce Mt unas palabras para explicar el misterio: se trata de cumplir la profecía de Is 7,14 (que se lee hoy como 1ª lectura). Mensaje Este análisis literario demuestra que Mt no ha intentado poner en tensión al lector. Sabe desde el comienzo a qué se debe el misterio. Entonces, ¿qué pretende decirnos con este episodio? Tres cosas fundamentales a propósito del protagonista de su obra. ¿Quién es Jesús? Al comienzo del evangelio, en la genealogía, Mt acaba de indicarnos que es verdadero israelita y descendiente de David. ¿Significa que sea el Mesías? Para eso hace falta algo más según la tradición de ciertos grupos judíos. El Mesías debe nacer de una virgen, según está anunciado en Is 7,14. Este episodio demuestra que Jesús cumple ese requisito. Pero hay otro dato que no contiene el texto de Isaías: Jesús viene del Espíritu Santo, con lo cual se quiere expresar su estrecha relación con Dios. ¿Qué hará Jesús? Lo indica su nombre: salvar a su pueblo de los pecados. Salvar de los pecados no es lo mismo que perdonar los pecados. Perdonar los pecados se puede hacer de forma cómoda, sentado en el confesionario, o incluso paseando o tomando un café. Salvar de los pecados sólo se puede hacer ofreciendo la propia vida. Sabemos desde niños que Jesús, para salvarnos de nuestros pecados, dio su vida por nosotros. Pero no debe dejar de asombrarnos. Porque la actitud normal de un judío piadoso ante el pecado no es comprenderlo ni justificarlo, mucho menos morir por el pecador. Es condenarlo. ¿Qué repercusiones tiene su aparición? Mt, al escribir su evangelio, parte de la experiencia de su comunidad, perseguida y rechazada por aceptar a Jesús como Mesías. Mt le indica desde el comienzo que las dificultades son normales. Incluso las personas más ligadas al Mesías, sus propios padres, sufren problemas desde que es concebido. El cristiano debe ver en José un modelo que le ayuda y anima. No debe tener miedo a aceptar a Jesús y seguirlo, porque “viene del Espíritu Santo” y “salvará a su pueblo de los pecados”.
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Navidad nos trae el aviso insólito de que Dios se ha domiciliado en nuestro entorno y ha entrado a formar parte de nuestra vecindad.Esta decisión unilateral de instalación, residencia y asentamiento, añade a sus titulaciones “de alcurnia” (Altísimo, Rey, Señor, Omnipotente, Eterno…) la de Vecino, lo que supone un descenso notable de sublimidad de consecuencias impredecibles.
Y es que un vecino no puede imponerse, hacer cambios, o tomar decisiones sin contar con el resto del vecindario, y más le vale caerles bien. Los pasos de mutuo conocimiento tendrán que ir dándose de un modo gradual y sin prisas, tejiendo hilos relacionales de pequeños favores y atenciones recíprocas que terminen por vencer los recelos y hacer caer prejuicios. Otra consecuencia es que la categoría distancia se carga de contenido negativo, hasta el punto de convertirse en la marca diferencial de los personajes de la parábola del samaritano: acierta el que se hizo vecino del herido, mientras que la distancia que toman el sacerdote y el levita, los califica desfavorablemente. Un famoso periodista, simulando interesarse por lanzar una start-up de Distanciamiento anti estrés, ha conseguido entrevistar a ambos personajes para un “Especial Navidad 2019”: - “Hay que ir por pasos,- ha recomendado el levita, sacando de su zurrón un dispositivo electrónico: lo primero me compré este inhibidor de proximidad que evita que cualquier dato desagradable (aquel hombre apaleado, por ejemplo…) suelte su carga de alarma y me haga pensar que tiene algo que ver conmigo, causándome inquietud. Presionando por control remoto este botón, se activa una aspersión de humo de efecto difuminador, la escena se vuelve borrosa, pierde su aspecto traumático y se ve mucho más distante de lo que en realidad está. Como además añadí este simple ecuanimizador emocional, me olvidé en seguida de lo que había visto y recuperé el estado de relax”. Interviene el sacerdote con aire de superioridad: -“¡Todo eso está ya obsoleto!: gracias al 5G, yo he conseguido ya una interconectividad absoluta aumentando radicalmente mi velocidad de transferencia. Aquel día me hubiera gustado atender al herido de la cuneta, pero me esperaba el técnico para enseñarme a descargar y subir contenidos en Ultra HD y vídeo en 3D. Por cierto, creo que hay en Netflix una serie fantástica sobre una banda que asalta a los que se paran en las áreas de descanso de las autopistas y despellejan a los que se detienen allí. Muy cruda pero superrealista. Y yo soy de los que piensan que hay que estar informado de las cosas que están pasando”. Al samaritano parece ser que no hubo forma de entrevistarle: dijo que hacerse vecino del herido no tenía importancia y que tenía prisa por llegar a la posada y pagar los gastos: - “Encima de que le he soltado el marrón al posadero y se ha portado como un verdadero amigo sin conocerme de nada, solo falta que encima le cueste a él un pastizal”. Y ha salido zumbando sin posar ni siquiera para una foto. Alguien que lo ha seguido con GPS, afirma haberlo detectado intentando avecinarse en la zona de Belén. En Navidad, a veces, ocurren cosas sorprendentes. El cristianismo que acepta el estudio critico de sus orígenes asume un gran reto por: Rafael Aguirre12/19/2019 No es ninguna casualidad que en la actualidad se multipliquen los estudios sobre los orígenes del cristianismo. La avalancha de libros sobre Jesús inevitablemente plantea la pregunta de por qué vino después el movimiento que reivindicaba su causa y su persona. Además en tiempos de crisis se vuelven los ojos a los orígenes para encontrar en ellos puntos de referencias. De la misma forma que las investigaciones históricas sobre Jesús han contribuido a renovar profundamente la cristología, los estudios serios y críticos sobre los orígenes del cristianismo deben ser un acicate y un revulsivo teórico y práctico para la eclesiología. Ciertamente la situación de la Iglesia –de las Iglesias cristianas- es muy diferente en los diversos lugares del mundo y lo que voy a sugerir brevemente tiene una relevancia especial en los países de vieja cristiandad, concretamente en Europa. Me limito a un apunte, que pienso está ya desarrollando sus posibilidades teóricas y prácticas.
El cristianismo surge en el seno del judaísmo como un movimiento creativo, en rápida expansión, tras la novedad histórica que supuso Jesús de Nazaret y las experiencias de su Espíritu. Es una verdad ya adquirida que este movimiento, por su propia vitalidad y porque Jesús no pretendió realizar una labor organizativa, se expresó desde el inicio en tradiciones teológicas plurales (petrina, paulina, postpaulinas, joánica, judeocristianas, gnósticas) y en comunidades cristianas muy diversas. La Iglesia de Jerusalén tuvo grandes problemas con la de Antioquía, pero no rompieron la comunión entre ellas. Pablo jamás dejó de considerarse plenamente judío, pero tuvo enormes conflictos con otros misioneros judeocristianos. Los movimientos sociales idealizan sus orígenes y esto es lo que realizan los Hechos de las Apóstoles, que ocultan la gravedad de la ruptura que se dio entre Pedro y Pablo. Un grupo social que acepta el estudio crítico de sus orígenes asume un gran reto que en el caso del cristianismo implica una maduración de la fe, la aceptación de la historicidad de las estructuras eclesiales y el descubrimiento de posibilidades dormidas o reprimidas. En el ADN del cristianismo hay material genético que puede despertar y revitalizar extraordinariamente el cuerpo de la Iglesia. "Los seguidores de Jesús se encontraban en una situación marginal en el seno del judaísmo, del que no renegaban en absoluto, pero en el que su situación era sumamente incómoda porque su predicación de un Mesías crucificado resultaba del todo inaceptable" Fácilmente surge el desconcierto ante “la pluralidad de cristianismos”, que solo a finales del siglo II fueron convergiendo en la “Gran Iglesia”, lo que suponía aceptar elementos comunes sin eliminar notables diferencias. Es este período clave de los dos primeros siglos, históricamente oscuros, el que suscita un interés especial. Reitero que es innegable la pluralidad existente en los grupos cristianos de los orígenes, pero hay dos características que se encuentran en todos ellos: su carácter minoritario y marginal, tanto más acentuadas cuanto más clara era su vinculación con Jesús. El carácter minoritario es obvio tanto entre los grupos en los que predominaban los miembros procedentes del judaísmo como en los formados mayoritariamente por gentiles, como sucedía en las comunidades paulinas. Pero este carácter minoritario tenía una característica muy peculiar: eran grupos marginales. Esto hay que entenderlo bien. Marginal no es lo mismo que marginado o excluido. Los grupos cristianos no se separaban de su sociedad como los qumranitas judíos que se iban al desierto o los cínicos griegos que rompían ostentosamente con su sociedad. Marginal quiere decir que no aceptaban los valores hegemónicos de su sociedad, pero no huían de ella. Vivían en el margen en el sentido de que vivían como ciudadanos normales, pero el punto de referencia de su identidad estaba fuera de las convenciones sociales establecidas, estaba en Jesús crucificado y en el Reino de Dios que anunció. Estaban en el mundo, pero no eran de este mundo. Los seguidores de Jesús se encontraban en una situación marginal en el seno del judaísmo, del que no renegaban en absoluto, pero en el que su situación era sumamente incómoda porque su predicación de un Mesías crucificado resultaba del todo inaceptable. Todos los seguidores de Jesús, tanto los expulsados de la sinagoga como los de procedencia gentil, se encontraban en el Imperio en una situación marginal, muy difícil de sostener, porque no aceptaban el culto imperial ni introducían a Cristo como una deidad más en el acogedor panteón del politeísmo romano. Más aún: proclamar a Jesús crucificado como Señor e Hijo de Dios era un desafío abierto a la ideología religiosa que divinizaba al emperador y legitimaba el orden imperial. El carácter minoritario y marginal era común a los diversos grupos cristianos de los dos primeros siglos. Ahora bien, la diferencia está en cómo gestionaban esta situación, sin integrarse y sin abandonar su sociedad. Las diferencias fueron muy notables. Pensemos, por ejemplo, en la postura más acomodaticia de las Cartas Pastorales, que no hablan de la cruz, y en los Evangelios Sinópticos que reivindican la radicalidad de Jesús con un relato centrado en su muerte en cruz. ¿Todo esto dice algo hoy a la Iglesia? Estudiamos los orígenes del cristianismo porque nos interesa su presente y su futuro. Pienso que la Iglesia de los países de vieja cristiandad, y ya he señalado que tengo presente especialmente a la europea, se encuentra en una situación cada vez más parecida a la de los orígenes: minoritaria y marginal. Es una situación que hay que asumir sin cerrar los ojos a la descristianización galopante, sin nostalgias, con lucidez y como una oportunidad para revitalizar el cristianismo. La presencia de Dios y de su Espíritu no se identifica en absoluto con la centralidad de la Iglesia. El ocaso social de la Iglesia no significa la ausencia de Dios. Lo que está en juego no es una sedicente cultura cristiana, aunque tampoco se trata de abandonar a la ligera las tradiciones recibidas: el punto clave es la vivencia de una fe en Dios que transforme la vida personal y social, que sea un revulsivo cultural. La presencia institucional de la Iglesia en Europa no corresponde a la fe realmente vivida en comunidades cristianas. Debemos comprender, como decía Pedro Crisólogo en el siglo IV, que somos una minoría “no porque hayamos disminuido de una grande, sino porque crecemos de una pequeña”. Una minoría con vocación de levadura que se mete en la masa para fermentarla. Porque creemos que aceptar a Jesús y su evangelio abre un horizonte insospechado a la vida humana y le confiere una enorme dignidad. El peligro de una minoría es encerrarse, convertirse en gueto, considerarse selecta y por encima de los demás. Lo peor de todo es cuando un Iglesia, que se pretende mayoritaria socialmente, adquiere mentalidad de gueto. Nuestra sociedad va a ser cada vez menos homogénea ideológicamente y esto es un acicate más para saber ser minoría fraterna, constructiva, abierta y crítica. Jesús enseña a sus discípulos a ser minoría cuando les habla de la sal, de la luz, de la levadura, de la mostaza. El que la minoría sea marginal es de especial calado y actualidad. Si prescindimos de algunas formas anacrónicas que no tienen nada de evangélicas, la Iglesia ya no es una institución central y en la medida en que adopta posturas evangélicas encuentra desdén autosuficiente, desprecio y oposición abierta. Lo estamos viendo en las reacciones que encuentra el Papa Francisco. Aceptar la marginalidad es la oportunidad para recuperar la capacidad de novedad que sorprende y de crítica del evangelio del crucificado. La Iglesia se tiene que dirigir a esta sociedad con realismo sin desconocer la complejidad de los problemas, pero convencida de que en “la locura de la cruz” hay una sabiduría humana muy profunda. Es hablar desde los pobres, tomar claramente distancia de los valores hegemónicos, afrontar las dificultades que conlleva reivindicar el mensaje evangélico. La marginalidad puede y deber ser asumida de forma consciente por la Iglesia, con los costes institucionales que conlleva, y considerarla como el lugar social adecuado para ver mejor toda la realidad y también como el lugar donde se pueden generar valores de superior calidad moral. Vivir en la marginalidad es difícil e incómodo, tiene costes importantes, exige, con frecuencia, no acomodarse a lo más comúnmente aceptado, pero también requiere no escaparse con un discurso etéreo y no apto para este mundo. Para mucha gente la marginalidad es una situación que les viene impuesta, les resulta dolorosa y deshumanizante. Pero la marginalidad ofrece sociológicamente posibilidades positivas y puede ser voluntariamente asumida. Es lo que he intentado explicar en las líneas precedentes. El estudio del cristianismo de los orígenes pone de manifiesto que las primeras comunidades eran marginales tanto respecto al judaísmo como respecto al Imperio. Esta situación les venía dada por su vinculación con Jesús, que ha sido acertadamente calificado como “un judío marginal”. Mucho antes de contar con el favor imperial estas comunidades se extendieron con rapidez porque, desde la marginalidad, mostraban un estilo de vida alternativo que resultaba atrayente para amplios grupos sociales. Es el gran reto de la hora presente para nuestra Iglesia europea, y de una forma quizá especial para la española, asumir de forma creativa la condición de marginalidad, vinculada necesariamente con la situación de minoría (lúcida y creativa), como una oportunidad para una renovación radical del cristianismo en nuestra sociedad. Es lo que nos pide la mirada a los orígenes consustancial con un movimiento que se sabe heredero de una tradición histórica. De otra forma la amenaza es la nostalgia agresiva o ser la albacea de un patrimonio cultural vitalmente irrelevante para las nuevas generaciones. Me choca que cada vez que nos anuncian y nos ofrecen un año jubilar, se reduce fundamentalmente a acciones de tipo espiritual: oraciones, indulgencias, confesiones, eucaristías... Pero de ahí no saltamos a unos hechos sociales fuertes que supongan alivio al dolor humano y de la realidad injusta.
Estoy viviendo una serie de realidades; personas que están sufriendo pérdidas muy fuertes: Una familia deja al hijo en el Proyecto Hombre, para que se recupere y le esperan en casa mujer y tres hijos. Una familia es desahuciada y despedida de su casa. Enfermos con fuerte dolores. Discapacidades. Hambre, miseria Millones de parados perdieron su trabajo y esperan poderlo recuperar. Un hombre en la prisión espera que le concedan el tercer grado. Muertos a millares en el mediterráneo y en otras tierras, al intentar huir de la guerra y la muerte hacia la vida. Ancianos solos. Podemos seguir. Yo siento que estas personas están como los pobres de Israel en tiempo de Moisés, según nos narra la Biblia. Pensando en estas calamidades, Moisés creó un intento de remedio, con el año jubilar. Moisés, los legisladores, crearon el año jubilar. La ley de Moisés, estableció que después de 49 años en que se podían perder las tierras, la casa, la mujer, los hijos y hasta la propia libertad, después de esos 49 años de servidumbre y de abandono en manos de la voracidad de explotadores y acreedores, tenía que venir un año jubilar (de alegría), El quincuagésimo en este año tenían que reintegrarse al propietario o si éste no estaba, a su familia, las propiedades inmuebles que hubiesen sido enajenadas. De este modo ni la más extrema pobreza podía alterar definitivamente la equitativa distribución inicial de la tierra entre todas las familias. Así mismo recobraban la libertad. Y esto les produjo una enorme alegría: un júbilo, jubileo. Siento que ahora los años jubilares insisten sobre todo en ganar las indulgencias, celebrar muchos actos religiosos, pasar por la puerta del perdón y recoger unas limosnas, pero no llevan a ninguna trasformación de la sociedad ni de las personas. Sueño que ahora creemos un año jubilar: que trabajemos todos para que esas personas recuperen la alegría, puedan solucionar su realidad. Y eso sí, sin esperar 49 años. ¿Lo podríamos intentar entre todos lo antes posible? Cómo cada uno sufre o conoce algún caso, ¿Nos animamos a que todas las personas trabajemos para resolver esas realidades y poder así celebrar un año jubilar? Una manera concreta de vivir el adviento en la realidad puede ser crearnos y realizar un jubileo en nuestras vidas, en nuestra sociedad y en nuestra iglesia. No me canso de insistir. Adviento no es precisamente una especie de gran novena que nos prepara a la fiesta de Navidad. El adviento es una invitación a la esperanza. Pero esa esperanza no es una experiencia convencional, ficticia, impostada artificialmente; ni siquiera un ejercicio de esperanza reducido a cuatro semanas y que termina el día de Navidad. La esperanza a que nos invita el adviento trasciende el marco de lo litúrgico, va más allá.
La clave de interpretación nos la ofrece la liturgia del primer domingo de adviento, con sus lecturas y oraciones. Nos invita a fijar nuestra mirada en la última venida del Señor, al final de los tiempos, en la parusía final, cuando serán consumadas las promesas mesiánicas, cuando se harán realidad definitiva el hombre nuevo y la nueva tierra. Será la gran reconciliación, la gran reunión de los dispersos, de los diferentes. La paz reconciliadora del Cristo cósmico se hará realidad para siempre. Esa es la meta que provoca y alimenta la esperanza, la que tensiona nuestra vida y la impregna de fuerza y dinamismo. Por eso decimos que la esperanza del adviento sobrepasa el marco de la liturgia, estimula la totalidad de nuestra vida cristiana convirtiéndola en un adviento permanente. Pero hay que acelerar la venida del Señor, la instauración de su Reino. No nos podemos cruzar de brazos. No hay que dejar todo para el más allá. Hay que empezar ya a construir el Reino; tenemos que allanar los caminos. Es cierto, el Reino ya está presente, ya es una realidad, pero incompleta; nuestros logros son positivos, cierto, pero provisionales. Como sugieren algunos teólogos estamos anclados en la realidad penúltima, no en la última. Nuestra espera debe ser activa, revolucionaria y constructiva. Tenemos que denunciar y condenar todo lo que se opone al gran proyecto de Jesús: la injusticia, el egoísmo, la violencia, el atropello de las libertades y los derechos. Por el contrario, debemos alimentar y potenciar la instauración de los grandes valores del evangelio: la paz, el amor fraterno, la solidaridad, el respeto de las riquezas de la naturaleza. Así podemos ir adelantando el Día del Señor. La experiencia del adviento es, de este modo, un ensayo para la esperanza activa, revolucionaria y constructiva. Este adviento va más allá de las cuatro semanas. Invade la totalidad de nuestra vida. Hay que recuperar la centralidad de la esperanza. Quiero expresar aquí el recuerdo y el reconocimiento al teólogo alemán Jürgen Moltmann. Él ha defendido con sus escritos la centralidad neurálgica de la esperanza en la vida del cristiano. Él rescató el carácter cristiano de las ideas marxistas del filósofo judío Ernst Bloch. Del El principio esperanza de Bloch hemos pasado a la Teología de la esperanza de Moltmann. De una esperanza cerrada a lo trascendente, estamos avivando una esperanza que nos proyecta al futuro de la promesa. De por medio está la firmeza de la palabra del Señor. En ella nos apoyamos. La modernidad nos ha aportado potentes instrumentos, pero nos ha sumido en la ignorancia del sentido. Para investigar sobre el sentido propongo recuperar dos máximas antiguas: “llega a ser quién eres” y “conócete a ti mismo”. En realidad, el autoconocimiento y la autorrealización son simultáneos. Necesitaremos, pues, un conocimiento de nuestra naturaleza humana y de nuestra constitución personal. Expondremos, en este artículo, una teoría de la naturaleza humana próxima al sentido común y a la tradición aristotélica, según la cual somos animales sociales racionales. Esta idea de nuestra naturaleza nos da ya orientaciones de vida. Pero mi vida tiene que realizarse en función de la persona que soy, contando con todas sus diferencias. ¿Podemos obtener conocimiento sobre esto? La respuesta nos viene dada a través de la noción de diferencia, que expondremos en un próximo artículo. La diferencia constitutiva es única en cada persona, y es formal, luego, en principio, cognoscible. Para conocerla hace falta un arsenal muy variado de recursos, que incluye las ciencias y mucho más.
Nos ha tocado vivir a caballo entre el fin de la modernidad y el comienzo de no sabemos todavía qué. Los tiempos modernos nos han aportado potentes instrumentos, pero nos han sumido en una cierta ignorancia del sentido. Nos cumple ahora investigar el sentido de la vida humana sin renunciar a los medios que hemos ganado durante la modernidad. En esta clave hemos recuperado dos máximas antiguas en torno a las cuales parece haber un amplísimo consenso. Conforme a la primera, el sentido de cada vida está en la autorrealización. La segunda nos recuerda la necesidad de autoconocimiento, sin el cual la autorrealización sería imposible. Necesitamos, pues, un conocimiento, tanto de nuestra naturaleza humana, como de nuestra peculiar constitución personal. A partir de aquí hemos recorrido muy someramente las actuales posiciones respecto de la naturaleza humana, y hemos apostado por una en concreto. Se trata de una teoría de la naturaleza humana muy próxima al sentido común y a la tradición aristotélica, según la cual somos animales sociales racionales. También, en un segundo artículo que se publicará próximamente en Fronteras CTR, hemos explorado muy superficialmente, las tres características o diferencias propias de lo humano. En virtud de las mismas hemos descubierto que somos vulnerables, dependientes y autónomos. También sabemos que nuestro lugar propio está tanto en el entorno natural, tanto como entre la familia humana y en la esfera de lo espiritual. Todo ello nos da ya muchas orientaciones de vida. Pero, al fin y al cabo, mi vida es una vida personal, que tiene que realizarse también en función del individuo concreto que soy. Introducción El viajero está sentado en un banco de la estación. Escribe en su libreta con aire melancólico. Acaba de dejar un autobús y está a punto de abordar otro, aunque todavía no ha decidido cuál. Hace balance y anota cómo ha cambiado él mismo, lo que ha visto, lo que ha aprendido en el viaje, a quién ha conocido, de quién se ha distanciado, lo que ha adquirido y lo que ha perdido, sorpresas, expectativas frustradas… Esta es nuestra posición histórica. Hemos viajado a través de los tiempos modernos. Fin de trayecto. Ahora estamos a punto de enrolarnos en una nueva expedición hacia no sabemos dónde. Tenemos la impresión incierta de que hacer arqueo nos ayudará a elegir mejor la nueva ruta. Balance de los tiempos modernos: adquisiciones, una navaja suiza; pérdidas, una brújula. Nuestros filósofos gustan de otro lenguaje. Han llamado “racionalidad instrumental” (Habermas) a la navaja suiza y han bautizado como “sombra del nihilismo” (Gadamer) a la pérdida de la brújula. Pero con un lenguaje u otro, la cuenta es la misma: tenemos ya, por fin, los medios en pos de los cuales partimos, pero durante el viaje hemos olvidado para qué los queríamos. ¿Casualmente? Es decir, ¿el hallazgo de lo uno estará relacionado de algún modo con la pérdida de lo otro? Tal vez hemos fabricado la navaja con piezas y materiales extraídos de la brújula, en cuyo caso quedaría excluida la mera casualidad. Algo así ha sucedido, según Gadamer: el mismo método científico que nos exige la abstracción de los valores, nos otorga a cambio ingentes cantidades de información y de poder. Hemos desmontado todo un entramado de sentido para centrarnos en el conocimiento y manejo de los hechos. Dicho todavía de otra forma, la modernidad ha tenido éxito en el plano instrumental, ha multiplicado nuestras capacidades y autonomía como no se había visto jamás antes, pero ha resultado un fracaso en cuanto al sentido, nos ha sumido en la sombra del nihilismo. Como consecuencia, en nuestros días, algunos se mueven sin pretensión ni esperanza de sentido. Asumen la acción por la acción del rebelde sin causa. Otros, en una gama que va del fanático al friki, abrazan con arbitrario ardor causas insensatas o fútiles. Y los que orientan su vida hacia objetivos tradicionalmente tenidos por sensatos, como el conocimiento, la salud, la atención a los demás, la excelencia, la felicidad o la santidad, se encuentran con serios problemas para dar razón del sentido de sus vidas, ante sí mismos y ante los otros. Todo es igual, nada es mejor. ¿Por qué habríamos de preferir el conocimiento a la ignorancia, la excelencia a la mediocridad? Si aceptamos este balance de la modernidad, es obvio que ahora deberíamos partir hacia la cuestión del sentido de la vida, pero sin perder en este nuevo viaje las poderosas herramientas obtenidas durante los tiempos modernos, ni las de carácter tecnocientífico, ni las de tipo sociopolítico. Se trata de reparar la brújula sin estropear ahora la navaja suiza. La cuestión del sentido de la vida se podría precisar en los siguientes términos. En primer lugar tendríamos que identificar un sentido que resulte común a todos los seres humanos. En segundo lugar, dicho sentido debería ser personal, es decir susceptible de una distinta concreción para cada uno de nosotros. Y, en tercer lugar, deberíamos ser capaces de dar razón de dicho sentido. Buscamos, pues, un sentido común, personal y razonable. Si la cuestión del sentido no encontró buen acomodo dentro de la atmósfera moderna, tendremos que plantearla ahora en un ambiente filosófico postmoderno, en el cual no rigen ya los dogmas de la modernidad. Estos dogmas, ahora obsoletos, se formulaban, según Hans Jonas, en estos términos: “No hay verdades metafísicas” y “no hay camino del es al debe” [1]. Nuestras opciones de éxito ante la cuestión del sentido dependen, en efecto, del abandono de estos dogmas. Trataremos de buscar verdades metafísicas, a través de una ontología de la diferencia, y de obtener a partir de ellas indicaciones prácticas para organizar nuestras vidas con sentido. En busca de las fuentes del sentido Desde la antigüedad clásica llegan hasta nosotros cápsulas de sabiduría que pueden ayudarnos a plantear la cuestión del sentido. Consideremos dos de ellas. En primer lugar, la conocida máxima de Píndaro: “Llega a ser el que eres” (genoi hoios essi [mathon]) [2]. Esta fórmula la hubiese suscrito cualquier autor antiguo o medieval, no es ajena a la idea kantiana de autonomía, e incluso fue citada con aprobación en varias ocasiones por el patrono del nihilismo contemporáneo, Friedrich Nietzsche. Puestos a darle sentido a la propia vida, esta parece una recomendación universalmente aceptable: cúmplete, realízate, llega a tu plenitud. Con todo, la frase admite varias lecturas, y esta ambigüedad también nos conviene filosóficamente. La máxima indica, por una parte, que la misión de un ser humano es llegar a ser plenamente tal, o sea, un ser humano, y, por otra, que el sentido de la vida de cada cual consiste en cumplir cabalmente su ser individual concreto, en llegar a ser la persona concreta que es. Añadamos que la ubicación de la palabra mathonvaría según ediciones, algunas la colocan en este verso y otras en el siguiente. Si optamos por unir la palabra en cuestión al presente verso, tendríamos esta posible traducción: “¡Que llegues a ser tal cual eres, sabiéndolo!” [3]. En cualquier caso, esta observación filológica nos lleva a la cuestión del conocimiento. Es decir, mal puedo llegar a ser el que soy, individual o genéricamente, si no sé quién o qué soy. Lo cual está en perfecta continuidad con la segunda cápsula de sabiduría antigua que quería traer a colación: “Conócete a ti mismo” (gnothi seauton) [4]. Fue inscrita en la entrada al templo de Apolo en Delfos y posiblemente empleada por Sócrates. También esconde una ventajosa ambigüedad, pues nos impele al conocimiento del ser humano en general, tanto como al conocimiento de la persona que cada cual es. En conjunto, el mensaje es claro, si quieres dar un sentido a tu vida, un sentido común, personal y razonable, has de investigar qué es un ser humano en general y quién es la concreta persona que eres. El debate sobre la naturaleza humana La primera de las cuestiones, es decir la que versa sobre el ser humano en general, nos lleva al secular debate sobre la naturaleza. No voy a entrar a fondo en el mismo [5], tan solo mencionaré las posiciones más comunes (negación, naturalización, artificialización) y haré una propuesta propia a partir de la cual podamos avanzar hacia una ontología de la diferencia. Entre las teorías de la naturaleza humana, destaca la idea de que el ser humano simplemente carece de naturaleza propia, es pura libertad, se determina a sí mismo y se autoconstruye poco menos que a voluntad y desde la voluntad. Se suele citar como precedente en esta línea un texto del pensador renacentista Pico della Mirandola. En el mismo, Dios le habla a Adán con estas palabras: “No te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas” [6]. Se trata, sin duda, de una ingenua exageración, propia de un humanismo recién estrenado. El ser humano posee libertad y arbitrio, pero no está exento de condicionamientos de diverso tipo, entre los que cuentan aquellos que derivan de su propia naturaleza. Sin embargo, otros autores posteriores, desde las más diversas corrientes filosóficas, ilustración, idealismo, marxismo, conductismo, historicismo y, muy especialmente, desde el existencialismo y el nihilismo, han insistido sobre esta idea del ser humano como ajeno a cualquier naturaleza dada. Hoy día, esta perspectiva está presente en el post-humanismo de raíz nietzscheana defendido por autores como el alemán Peter Sloterdijk. Sin naturaleza humana no habría nada en común entre el ser humano y la propia naturaleza, ni entre los humanos mismos, apresado cada cual en su incondicionada libertad y en su voluntad de poder. Este hombre sin atributos, “sin lugar, aspecto ni prerrogativa”, tendría que dedicar toda su vida a decidir qué ha de hacer con la misma, desde cero, en un vacío de valores y de sentido. Apliquemos aquí la simple sensatez basada en nuestra experiencia cotidiana: somos libres, sí, pero no de modo total e incondicionado. Y si careciésemos por completo de condicionamientos, ni siquiera podríamos ejercer nuestra libertad. Kant lo dijo en atinada metáfora: la paloma que nota la resistencia del aíre piensa que volaría mejor sin él, pero el caso es que sin esa resistencia, que condiciona y limita el vuelo, ni siquiera podría volar [7]. Existe una naturaleza humana que nos limita y habilita a un tiempo, que condiciona y posibilita nuestra acción. En el otro extremo -más bien en el otro exceso- encontramos las posiciones naturalistas radicales. Según estas, el ser humano es eso, naturaleza y solo naturaleza. La pregunta por el hombre tendría, así, una sencilla respuesta: cada uno de nosotros es un organismo de la especie Homo sapiens, un primate [8]. Curiosamente, las posiciones que en principio parecen contrarias producen el mismo fruto, la artificialización del ser humano, y poseen similares raíces intelectuales. La convergencia de la naturalización y de la negación se aprecia ya en Nietzsche, uno de los autores que más influyen tanto en los negadores de la naturaleza humana, como en los partidarios de su radical naturalización. Esta conexión produce también una agenda similar: trans-humanista, al estilo oxoniense, o post-humanista, al estilo continental. Desde ambas partes –negadores y naturalizadores- se propone una profunda modificación y artificialización del ser humano, “mejora” (enhancement), lo llaman. En última instancia, si la naturaleza humana es totalmente natural, entonces es técnicamente disponible, y si la naturaleza humana simplemente no existe, entonces tenemos la tarea de inventarla técnicamente. Las antropotecnias sin criterio están indicadas en ambos casos [9]. El problema es que sin una idea normativa de naturaleza humana, es imposible hablar de mejora. Ni la negación, ni la naturalización radical de la naturaleza humana nos habilitan, por tanto, para identificar mejoras. En estas condiciones solo podríamos hablar de cambios en lo humano producidos por las antropotecnias, nunca de mejoras. Esto lo sabía muy bien Nietzsche: “La última cosa que yo pretendería –nos advierte- sería ‘mejorar’ a la humanidad” [10]. Mi propuesta, ya en términos positivos, consiste en desarrollar una concepción de la naturaleza humana de inspiración aristotélica y próxima, por lo demás, al sentido común y a la experiencia cotidiana. En la tradición aristotélica hay una afirmación de la naturaleza humana, pero sin reducción de la misma al plano puramente natural. Se podría hablar al respecto de un naturalismo moderado. La idea de naturaleza humana propia de esta tradición tiene claras implicaciones normativas, a través de nociones como las de virtud (areté), felicidad (eudaimonía) y función (ergón) del ser humano. Puede, por tanto, ser útil para abordar nuestros actuales problemas de sentido. Hablo de desarrollar, y no meramente de recuperar, una cierta concepción de la naturaleza humana. Es decir, hay que poner dicha concepción a la altura de nuestros actuales conocimientos. Hoy estamos en mejor posición que cualquiera de nuestros predecesores para averiguar qué es un ser humano, y ello gracias a los recientes avances en ciencias naturales, sociales y humanas. Por eso se requiere desarrollar o traer a nuestros días una cierta concepción muy valiosa de lo humano, y no meramente recuperarla [11]. Para decirlo en breve, el ser humano es, según la tradición aristotélica, un animal social racional (zoon politikon logon). El método para desarrollar esta idea ha de consistir en la apertura y exploración de cada una de estas tres cajas. Es decir, tenemos que averiguar qué incluye o qué está implícito respectivamente en nuestra condición animal, social y racional. Hay que interpretar estos tres términos a la luz de nuestros actuales conocimientos. De nuevo, estamos ante una tarea que desborda con mucho el alcance de un texto breve. Nos conformaremos, pues, con asomarnos fugazmente a cada una de estas cajas para vislumbrar algunos de los elementos presentes en su interior. Quizá resulte, a la postre, que sí tenemos lugar y prerrogativas propias. El hecho de que seamos animales tiene hondas implicaciones. A veces se tiende a pasar por alto este término y damos en considerar como prácticamente sinónimas las expresiones “animal racional” y “ser racional”. No lo son en absoluto. Los humanos no somos cualquier tipo de ser racional, sino muy precisamente animales. Esto nos obliga a pensar y a pensarnos desde el cuerpo, desde la experiencia del animal que somos. El viejo racionalismo desencarnado tendía a identificar al ser humano solo con la racionalidad. Hoy sabemos que esto fue un error. Muchos autores recientes, desde el propio Nietzsche a Merleau-Ponty, nos lo han hecho ver. Si, por naturaleza, somos animales, ello significa, entre otras muchas cosas, que estamos situados en un entorno natural, en un mundo (Welt) que es para nosotros entorno (Umwelt). Nos corresponde un lugar: la naturaleza como casa común. Significa también que somos vulnerables, susceptibles de daño y sufrimiento. Observemos que el hecho de ser vulnerables no nos hace menos humanos, sino que es parte de aquello en lo que consiste precisamente ser humano. Asimismo, nuestra condición animal debe hacernos recordar lo mucho que compartimos con los otros animales. En este sentido, serán de gran ayuda para iluminar la condición humana las ciencias de la vida, como la genética, la biología molecular y celular, la ecología, la etología y otras. Nuestra condición social nos hace mutuamente dependientesy nos ubica en una determinada comunidad, la familia humana. Lo mismo que sucedía con la vulnerabilidad sucede con la dependencia, es decir, que no nos hace menos humanos, sino que es precisamente una parte de aquello en lo que consiste ser humano. Por supuesto, los hallazgos de las ciencias sociales resultan en este punto de inmensa ayuda para aquilatar la naturaleza humana. Desde el terreno de la filosofía, quizá ha sido MacIntyre quien mejor ha entendido y explicado en los últimos tiempos este aspecto de lo humano. Él ha sabido desarrollar la antigua idea aristotélica del ser humano como animal político hasta su formulación contemporánea como animal dependiente. Hasta para ser autónomos dependemos de los demás, y al servicio de los demás hemos de poner nuestra autonomía [12]. Con esta observación ya estamos abriendo la tapa de la tercera caja, la que llamamos racionalidad. Somos racionales, sí. Esto nos ubica en una nueva esfera espiritual. Incluye nuestra capacidad de pensar y de pensarnos, de reflexionar, de contemplar y de ponderar las razones para hacer y creer. Porque somos racionales pedimos y damos razón, buscamos explicaciones y causas, incluidas las más radicales y últimas, deliberamos, decidimos voluntariamente en un sentido u otro, valoramos la verdad, el bien y la belleza. Entiendo aquí lo racional en un sentido amplio y contemporáneo, que incluye e integra la inteligencia emocional, las aportaciones de la intuición, y en general la sensatez. No cabe duda de que las ciencias humanas, y otras perspectivas, como las que podemos obtener de las artes o de la religión, aportan luz en la tarea de perfilar estas características de lo humano. Gracias al aspecto racional de la condición humana nos constituimos como sujetos autónomos, podemos darnos a nosotros mismos las normas y criterios, y aceptar o no de manera lúcida y libre aquellas orientaciones que recibimos de fuera. Nuestra capacidad de autonomía, tal y como lo vio Kant, arraiga en esta zona de lo humano. En resumen, esta es, pues, nuestra naturaleza: somos animales sociales racionales; en virtud de lo cual estas son nuestras prerrogativas o rasgos, nuestras diferencias: somos vulnerables, dependientes y autónomos; nos corresponden como lugares propios en los que desarrollar nuestra vida el entorno natural, la familia humana y la esfera del espíritu. Lo interesante del caso es que estas tres dimensiones de lo humano, a las cuales nos hemos asomado tan apresuradamente, no son reductibles entre sí ni están meramente yuxtapuestas. Su relación mutua viene mejor descrita por el término diferenciación: cada una de ellas impregna completamente a las otras dos, las diferencia. Nuestra inteligencia es sentiente, nuestra forma de percibir ya viene modulada por nuestro pensamiento, nuestra racionalidad es social y dialógica, no se construye sino en comunicación con los otros, nuestras funciones animales las llevamos a cabo de modo cultural, nuestra autonomía, como decíamos más arriba, está al servicio de los dependientes y dependemos de los demás para llegar a construirla… Tomemos como somera ilustración de este hecho el caso del amor. Los griegos fueron tan sutiles como para distinguir tres tipos: eros, philíay agapé. El primero tiende a la posesión o dominación de algún otro, el segundo es un tipo de amor simétrico, el tercero impulsa a la donación de uno mismo. Podríamos identificarlos respectivamente con el deseo sexual, la amistad y el altruismo o caridad. El primero parece radicarse en nuestra condición animal, el segundo en la social y el tercero en la intelectual (en cuanto fruto de la razón práctica). La pulsión sexual se da en casi todo el mundo animal, y en parte del mismo se pueden encontrar también ejemplos de apoyo mutuo. Quizá pensemos, pues, que lo propio y distintivamente humano es el altruismo genuino, el único no reductible al egoísmo genético. Pero no es así de simple, pues obviamente la vida humana incluye también amistad y deseo sexual, solo que ambos con frecuencia quedan integrados, impregnados o modulados –diferenciados, digamos- por el genuino altruismo. Y cuando no resulta así, cuando la amistad es pura mutualidad y el sexo puro afán de posesión y dominio, los tenemos por poco humanos, del mismo modo que tendríamos por escasamente humano un amor de absoluta y total donación, sin ni siquiera la remota esperanza de una mínima correspondencia, o un amor totalmente desencarnado –platónico, se suele decir- sin el más mínimo matiz de corporalidad. Dicho de otro modo, el amor humano concreto es una realidad compleja, en la que solo por un ejercicio de análisis descubrimos sus diversos aspectos o dimensiones. Pero aun después del análisis, hemos de recordar que, en realidad, se trata de algo único. Si vamos más al fondo de la cuestión, nos damos cuenta de que hemos obtenido cierta información sobre lo humano, cierta lucidez, mediante análisis y abstracción. Dividimos conceptualmente lo que físicamente es uno, y consideramos por separado en nuestra mente, de modo abstracto, cada uno de los aspectos que hemos distinguido. Se trata de una aproximación a la realidad mediante operaciones del logos, que al mismo tiempo nos han alejado del plano real, físico. Esta distinción entre lo lógico y lo físico tiene antiguas raíces en la filosofía aristotélica y ha sido precisada más recientemente por Zubiri. Según este: “Físico es el vocablo originario y antiguo para designar algo que no es meramente conceptivo sino real” [13]. Lo físico, en este sentido, es lo real, lo que es independiente del concepto, del logos. Incluso Dios sería un ser físico en este sentido zubiriano, es decir, con existencia plena e independiente de nuestros conceptos, análisis y abstracciones. Cada persona, vistas así las cosas, es también un ser físico, real, sustantivo. Para volver a lo real desde lo conceptual, a la sustantividad que es cada persona, hemos de tener siempre presente que lo humano se da de manera integral, unitaria, indivisible en cada uno de nosotros. ¿Qué tipo de ontología podría hacer justicia, tanto al análisis conceptual que hemos hecho de lo humano, como a la realidad integral única que es cada persona? Dicho de otro modo, ¿cómo podríamos conectar el concepto de naturaleza humana con la realidad sustantiva que es cada persona? La cuestión es clave, pues en esta conexión nos jugamos el autoconocimiento y, con ello, el sentido de la vida. Esta cuestión relaciona nuestra idea de la naturaleza humana con las diferencias que son propias de toda persona. La conexión de la naturaleza humana con sus diferencias será tratada en un próximo artículo, que se publicará en Fronteras CTR y que completará el análisis que aquí hemos presentado. Después de haber hablado de la vida pública de Jesús durante ocho capítulos, el evangelio de Mt vuelve a hablar de Juan de una manera sorprendente. Mt ya nos ha dicho quién es Jesús, pero Juan desde la cárcel no las tiene todas consigo. La pregunta de los enviados es muy concreta, pero él responde a dos cuestiones muy distintas. De sí mismo responde de manera indirecta con lo que dice Isaías del Mesías. De Juan responde por su cuenta y riesgo, de una manera también sorprendente. El relato que nos propone el evangelio de hoy es desconcertante. El Precursor dudando que el anunciado sea auténtico.
¡Cómo que Juan no sabía quién era Jesús! ¿No había dicho que no era digno de llevarle las sandalias? ¿No había dicho que su bautismo era solo de agua, que él bautizaría con Espíritu Santo? ¿No había dicho que él era el que tenía que ser bautizado por Jesús? ¿No había visto al Espíritu bajar sobre él? ¿No había oído la voz del cielo: Este es mi Hijo amado? ¿A qué viene ahora la pregunta ingenua de, si es o no es, el que ha de venir? Podría reflejar la duda por no responder a las expectativas que había sobre el mesías. Una vez más recordamos que los evangelios no son crónicas de sucesos. Aunque algunas veces puedan hacer referencia a hechos que sucedieron, la intención al relatarlos es aclarar problemas teológicos. El tema que se propone hoy fue muy difícil de resolver para los primeros cristianos, que eran judíos. Su mensaje y su manera de comportarse, nada tenía que ver con lo que los judíos de su tiempo esperaban del Mesías. No se trata de hablar de Juan, cuanto de intentar que todos se den cuenta del significado de Jesús. Los evangelios nacen en una cultura oriental, completamente distinta de la cultura grecorromana donde se desplegó más tarde el cristianismo. En aquella cultura, la manera de comunicar verdades era el relato. Contando una historia, se le dice al interlocutor lo que se le quiere comunicar. Nada que ver con la cultura grecorromana, que había desarrollado un lenguaje lógico, discursivo, racional, que por medio de silogismos accedía y comunicaba la verdad. Sigue siendo una catástrofe para la interpretación del evangelio que nos empeñemos en mirarlo como lenguaje lógico. Da verdadera pena oír hablar de los relatos de la infancia de Lc y Mt como si fueran historia, cuyo objetivo es comunicarnos lo que pasó. Y todo, sin hacer puñetero caso a los exégetas que llevan más de dos siglos diciendo que esa no es la manera adecuada de entenderlos. No sólo distorsionamos los textos, haciéndoles decir lo que no dicen; sino que nos quedamos sin el verdadero y profundo mensaje, y esto es mucho más grave. Podéis imaginar lo que yo siento cuando veo a una persona salirse de la iglesia por oírme decir que esos relatos no son historia. No hay manera de superar los prejuicios. Contadle a Juan lo que estáis viendo. No les está diciendo que su misión es curar a los inválidos. Lo que hace Jesús es recordar la manera de hablar de Isaías, para que Juan asociara lo visto con los tiempos mesiánicos anunciados. Ni todos los leprosos van a quedar limpios, ni todos los sordos van a oír, (en realidad no llegan a una docena los milagros que nos cuentan los evangelios). También nos dice Isaías que el lobo habitará con el cordero y la pantera se tumbará con el cabrito, que el desierto y el yermo se regocijarán, que se alegrarán el páramo y la estepa. Estas imágenes no tenemos más remedio que entenderlas como símbolos. ¿Por qué esperamos que las otras no lo sean? ¿Por qué habla de ciegos, sordos, cojos, inválidos, leprosos, y muchos otros colectivos que siguen siendo objeto de marginación? El texto quiere decir que la llegada del Reino tendrá consecuencias para todos, pero sobre todo para los más desfavorecidos. Quiere decir que el que acoja el Reino, saldrá de la dinámica de la opresión y entrará en la del servicio. Por cierto, entre los signos de la presencia del Mesías no hay ni un solo signo religioso. Esto tenía que hacernos pensar. Los cristianos nos olvidamos con frecuencia que, para Jesús, lo primero es el hombre; incluso antes que el culto (Dios). La buena noticia, que se anuncia a los pobres, es que Dios es Abba para todos. La noticia de que la salvación viene de Dios y ya se la ha concedido a todos. La noticia de que Dios no va a pedirnos cuenta de nuestros pecados, sino que nos ha liberado ya de todos ellos. La noticia de que no son los sabios y entendidos los que descubrirán ese Dios sino los sencillos. La noticia de que no son los que detentan el poder, sea civil o religioso, los que están más cerca de Dios, sino los que lo sufren y padecen. La noticia de que no son lo “buenos” los que encontrarán a Dios de cara, sino las prostitutas y los pecadores. Ni Juan ni los apóstoles estaban capacitados para entender a Jesús. Su figura no se ajusta al Mesías que ellos esperaban. Jesús rompe todos los moldes, desbarata todas las expectativas. Lo que aporta va en la dirección contraria de lo que esperaban. No viene a imponer nada, sino a proponer una dinámica de servicio. Su actitud de no-violencia, de no defenderse de los enemigos, de no destruir al adversario, escandaliza a todos, incluido a Pedro. No sólo no viene a imponer “justicia” sino que acepta la injusticia en su propia carne. De ahí la frase final de Jesús: “y dichoso el que no se escandalice de mí”. El Reino no lo hacen presentes los ciegos o sordos o cojos curados, sino el que se preocupa de ellos. Por no tener esto en cuenta, creemos que lo importante es librar al pobre de sus carencias. El objetivo primero debe ser librarme yo de mi inhumanidad. Incluso para un ciego, más importante que ver, es recuperar su humanidad machacada por el que le desprecia. Que esa disponibilidad sea para con un rico o para con un pobre, no tiene ninguna importancia; lo que importa es la actitud. Tampoco importa que al necesitado se le dé un millón o sólo una sonrisa; en ambos casos allí está Dios. Esa advertencia sirve también para nosotros. Seguimos escandalizándonos porque la salvación que Jesús nos trajo no responde a la que nosotros seguimos esperando. Seguimos sin enterarnos de que el amor que predica Jesús es absolutamente eficaz solo si se hace vida, pero es inútil si se queda en teoría. El amor nunca se pondrá al servicio de nuestro ego para alcanzar provecho personal. El amor va siempre en dirección a los demás y se olvida de sí. Nos empujará siempre a desprendernos de nuestro ego. El amor compasivo es nuestra verdadera naturaleza. El egoísmo es nuestra destrucción. La inmensa mayoría de las miserias humanas no están a la vista. Todos estamos rodeados de carencias, más importantes que las estrictamente vitales como pueden ser alimento y vestido. La falta de alimento me puede matar biológicamente, pero la falta de amor me mata como ser humano. Todos necesitamos ayuda de los demás en mil aspectos, que ni siquiera queremos reconocer. Pero también yo puedo ayudar a todos los seres humanos que encuentro en mi camino. Cada uno necesitará algo distinto, pero puedo estar seguro de que todos esperan algo de mí. Entraré en la dinámica del Adviento cuando haga presente el Reino, no defraudando al que espera algo de mí. Meditación Todos nos sentimos de una u otra manera defraudados. La realidad no se presenta como nosotros la queremos. Seguimos esperando que Dios arregle el mundo. La preocupación inmediata por nuestro ser biológico puede impedir el descubrimiento de nuestro ser más profundo y arruinar nuestras posibilidades como seres humanos. Las lecturas no tienen relación entre ellas, pero siguen en la misma onda de los domingos anteriores. La primera (de Isaías) vuelve a tratar uno de los grandes problemas antiguos y actuales: el de los deportados y desplazados. El evangelio se relaciona de forma muy estrecha con el del domingo precedente (que este año no hemos leído debido la solemnidad de la Inmaculada): la actividad de Jesús provoca el desconcierto de Juan Bautista. La carta de Santiago ofrece un nuevo consejo para vivir el Adviento.
La primera deportación importante la sufrieron los israelitas del norte a finales del siglo VIII a.C. (año 720). Pero las más famosas fueron las que tuvieron como protagonistas a los judíos a comienzos del siglo VI a.C. (años 598 y 586). Fue grande la tragedia, angustia y odio que provocaron estas deportaciones. Pero más fuerte aún fue en muchos casos, no siempre, el deseo de volver a la patria. Numerosos textos proféticos en los libros de Jeremías, Ezequiel, Isaías, anuncian esta repatriación. En esta línea se orienta la primera lectura del tercer domingo de Adviento. Para comprenderla debemos recordar que el camino de miles de kilómetros entre Babilonia y Jerusalén no era entonces (tampoco ahora) una maravillosa autopista transitada por cómodos autobuses con aire acondicionado. Cualquier caravana que hacía ese largo recorrido tenía la impresión de atravesar un terrible y árido desierto. Un grupo del que formaran parte ancianos, mujeres embarazadas, niños, podía desanimarse fácilmente ante la difícil empresa. El profeta los anima con palabras enormemente poéticas. Esta lectura del tercer domingo nos obliga a pensar en tantos millones de personas que se encuentran en la misma situación que los antiguos israelitas y necesitan como ellos una palabra y una acción que les lleve esperanza y consuelo.
El comienzo es muy significativo: «Juan se enteró... de las obras que hacía el Mesías». No dice Jesús, sino el Mesías. Y «las obras» se refiere a todo lo que se ha contado anteriormente: palabras, curaciones, misión. Pero lo que debía animar a Juan provoca en él la duda. Había esperado un Mesías que solucionase definitivamente los problemas; dispuesto a cortar el árbol que no diese buen fruto (3,10), a distinguir entre el trigo y la paja, para quemar lo inútil en una hoguera inextinguible (3,12). Jesús le falla; al menos, lo desconcierta. Actúa de forma muy distinta a como actúa él: no va vestido con una piel de camello, no se alimenta de langostas y miel silvestre, no enseña a rezar a sus discípulos, no les obliga a ayunar, en vez de a dar hachazos se dedica a curar enfermos y contar historias bonitas. Juan, después de estar convencido de que Jesús era el Mesías esperado, se pregunta ahora ‒y le pregunta‒ si hay que seguir esperando a otro. La respuesta de Jesús es desconcertante a primera vista: repite lo que Juan ya sabe. Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Sin embargo, es distinto saber y comprender. Y las obras del Mesías se comprenden cuando son contempladas a la luz de la Escritura. No se trata de saber que Jesús ha curado a dos ciegos, a un mudo, o a un leproso. Lo importante es que en todo eso se está cumpliendo lo anunciado por los antiguos profetas. A partir de esas promesas elabora Jesús su respuesta, que pasa de la enfermedad física (ciegos, cojos, leprosos, sordos) a la muerte y a la evangelización de los pobres. A partir del libro de Isaías se podría haber construido una imagen muy distinta, más en la línea de Juan Bautista. Jesús elige la que solo subraya lo positivo. Y esto puede provocar una reacción en contra. Por eso termina con un serio aviso: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» Esto es lo que los discípulos de Juan deben comunicarle en la cárcel. Este episodio es muy importante para examinarnos de nuestra imagen de Jesús. Generalmente partimos de que Jesús es el Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad. Por consiguiente, cualquier cosa que diga o haga debe ser perfecta. Esta actitud es muy peligrosa porque impide profundizar en la fe. Las palabras y las obras de Jesús desconcertaron a Juan Bautista, escandalizaron a los escribas y fariseos, no fueron entendidas por los discípulos. Es absurdo pensar que nosotros no tendríamos ninguna dificultad en aceptarlas. El episodio anterior puede dejar mal sabor de boca con respecto a la figura de Juan Bautista. Por eso, los evangelios de Mt y Lc añaden en este contexto unas palabras de Jesús sobre él. Para comprender este pasaje hay que recordar un dato fundamental. Nosotros siempre hemos visto a Juan Bautista en relación con Jesús. Su única misión era anunciar la venida del Mesías. Esto significa una simplificación muy grande. En los ambientes judíos de comienzos del siglo I, Juan Bautista era más conocido que Jesús; y sus discípulos llegaron a Grecia antes incluso que los cristianos. Por otra parte, los episodios anteriores demuestran que los discípulos de Juan Bautista no perdieron su identidad al aparecer Jesús, sino que siguieron vinculados a Juan, viviendo según sus enseñanzas (por ejemplo, con respecto al ayuno). Se creó, entonces, entre los discípulos de Jesús y los de Juan cierta tensión sobre quién de los dos era más importante. Aquí se aborda el tema, exaltando a Juan y, al mismo tiempo, poniéndolo en su justo sitio. Las afirmaciones son bastante distintas, y a veces enigmáticas. Ante todo, Jesús elogia las cualidades humanas de Juan: firmeza, austeridad. Pero es más que un asceta: es un profeta, e incluso más que eso: el mensajero que prepara el camino del Señor, «el Elías que tenía que venir» (Ex 23,20; Mal 3,1). Por eso, «no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista». Sin embargo, la dignidad de Juan radica precisamente en ser el precursor de Jesús, y se queda en el ámbito del Antiguo Testamento. Por eso, «el más pequeño en el Reino de Dios [en la comunidad cristiana] es más grande que él». Esta frase resulta muy dura, pero encaja en la idea bíblica de que los hombres no son lo importante sino Dios y lo que él hace. Encandilarse con la grandeza de las personas, incluso de los mayores santos, no es un buen método para valorar la acción de Dios.
¿Eres tu el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? por: Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp12/13/2019 ¿Reconocemos a Jesús como el Mesías que esperábamos? ¿Descubrimos su presencia en esos signos de transformación de la sociedad, que parten del dolor de los marginados? ¿O seguimos esperando a otros mesías más acordes con nuestra mentalidad raquítica, o con los valores del momento?
El evangelio de hoy empieza, como tantos otros domingos, con el consabido “en aquel tiempo…” Según vamos leyendo seguro que nos damos cuenta de que sería igualmente exacto decir: “En estos tiempos… en nuestro tiempo…” Porque hay personas, muchas, que se hacen o nos hacemos hoy, preguntas parecidas. Preguntas con menos calado quizá, en las que con frecuencia hemos perdido la referencia a Dios, fruto del secularismo que nos envuelve. Y cambiamos la pregunta sobre Jesús en preguntas sobre nuestras pobres aspiraciones o deseos. Algo así como: ¿qué o a quien tenemos que esperar? Porque dan o damos por supuesto que “tenemos que esperar” que tal como estamos no nos gustaría seguir. Y en estos días, cercanos a la Navidad, escuchamos múltiples respuestas a nuestro alrededor, casi todas en el mismo sentido: “Tenemos que esperar al “Black Friday” para hacer nuestras compras, para adquirir todo lo que pensamos que vamos a necesitar en Navidad. Tenemos que esperar que nos toque la lotería y para ello “mantenernos unidos por un décimo”. Tenemos que esperar que se inaugure la iluminación de nuestras calles y luego salir a verlas, para convencernos de lo luminosa que va ser nuestra realidad social… Pero el evangelio nos plantea la pregunta de otra forma. Nos plantea la pregunta definitiva, la que marca la diferencia esencial de nuestra vida: “¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Esta pregunta estaba en el ambiente de la época, y resume en su brevedad toda la historia de Israel, una historia orientada por la esperanza de la llegada del Mesías. Ante la presencia inquietante de Jesús que empieza a obrar y a hablar de manera muy distinta a la de Juan Bautista, muchos judíos discípulos de Juan se preguntan, ¿es este el Mesías que Juan anunciaba? Podemos imaginarnos el desconcierto de estos discípulos, y sus dificultades ante un posible mesías que no responde a sus expectativas, que no se hace valer expulsando a los romanos… ¿cómo es posible? Mateo, recoge esta preocupación en su evangelio poniendo la pregunta en boca del mismo Juan, ya en la cárcel. Así la pregunta tiene más autoridad. Hoy, en un ambiente mucho menos religioso, también a nosotros nos invita el evangelio a preguntarnos y a preguntar a Jesús, ¿Eres tú? ¿Eres tú el que colma todas nuestras esperanzas o tenemos que seguir esperando a otros? Y Jesús, como tantas otras veces, nos sorprende con una respuesta novedosa e inesperada. Nos ayuda a ver y oír la realidad que Él está inaugurando en aquel tiempo y hoy: “…los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Él, como Mesías está transformando la sociedad, pero el punto de partida es el dolor de los marginados. Se ha acercado a quienes no tenían nada, a quienes no podían acudir al médico, a quienes habían sido expulsados de los pueblos y ciudades y forzados a vivir en los cementerios para no contagiar. Su revolución empieza por un cambio social que devuelve la dignidad a cada hombre y mujer, empezando por los últimos. Ver, percibir ese cambio, conlleva un cambio de mentalidad, dirigirse a Dios de otro modo, reivindicar la justicia… No ha empezado en un programa electoral, sino en unos signos patentes y concretos. Pero como esos signos iban contracorriente de la mentalidad de entonces el riesgo era no entenderlos y escandalizarse. Esta dificultad es la que también hoy podemos tener nosotros. El evangelio nos está invitando a ver estas señales e interpretarlas. Es el camino de la fe, que arranca de hechos visibles y conduce al reconocimiento de Jesús, como mesías, salvador. Es importante recordar que esta enumeración de las obras de Jesús, “los ciegos ven…” enlaza estrechamente con la promesa del mesías del profeta Isaías (Is 35, 5s; 61,1) y nos lleva a reconocerle, a no escandalizarnos de Él, aunque su lenguaje nos siga resultando sorprendente. ¿Reconocemos estos signos de su presencia transformadora? ¿Creemos en Él como nuestro Señor y Salvador o nos sentimos escandalizados, escandalizadas de su manera de obrar, de su forma de hablar de Dios y de relacionarse con Él? De nuestra respuesta sincera depende el que seamos “dichosos” o sigamos en el grupo de los eternos buscadores de pequeñas promesas que no llegan a colmar nuestra esperanza profunda de una vida plena. Nuestra respuesta vital es también la clave que nos sitúa en referencia a Juan Bautista, a la dinámica del Antiguo Testamento, del cumplimiento de la Ley. El evangelio pone en boca de Jesús el gran piropo referido a Juan Bautista: “es más que profeta”. En el “escalafón” de los nacidos de mujer Juan ocupa el puesto principal, pero para Jesús hay otra manera de situarse: quien está en el Reino (no en los cielos, sino en la dinámica del reino) es o puede ser más grande que Juan. A eso se nos invita a todos, esa es la gran posibilidad que se nos regala. Ojalá el evangelio de este domingo, tan próximo a la Navidad, nos ayude a responder a la pregunta con una fe firme, aun en nuestra fragilidad: ¡Tú eres el mesías, el que esperábamos! La situación es en Chile es grave.
La explosión social en Chile ha obligado a hacer distinciones entre los actores. Esto ha llevado preguntarse: “dónde está la Iglesia”. Atiendo a este reclamo. Si por Iglesia se entiende la institución eclesiástica, habrá que acudir al portal iglesia.cl.. No han faltado declaraciones. Convendría, además, remontarse al año 2012 para encontrar el vaticinio episcopal de la tragedia en la que estamos. Pero la Iglesia no son los obispos. Lo son solo en cuanto bautizados. Los cristianos y las cristianas constituyen la Iglesia, y lo hacen cuando practican el amor con que ha sido amados. Así las cosas, la pregunta mejor es “dónde están los cristianos”. Respuesta: siempre es difícil saberlo. Primero, porque Jesús les mandó a sus discípulos no cacarear sus buenas obras. Segundo, porque muchas de las iniciativas de los cristianos y comunidades de lucha por la justicia, solidaridad y amor al prójimo no salen en la televisión y otros medios. Sea lo que sea, para los cristianos es la hora de la acción. De esta, a la vez, puede hablarse en dos sentidos. Una, la acción de arriba hacia abajo; y, otra, la de abajo hacia arriba. Los religiosos chilenos invitan a "pedir por nuestra patria, pedir por la paz, pedir por la justicia". Los religiosos chilenos invitan a "pedir por nuestra patria, pedir por la paz, pedir por la justicia". La acción de arriba hacia abajo es la de los cristianos que gobiernan el país y la de los que tienen responsabilidad en las decisiones empresariales, por ejemplo. Muchos de ellos son culpables de la destrucción del país en curso. Han profitado de una legalidad injusta. Tienen, por esto, más culpa que los “descartados” (Papa Francisco) que rompen semáforos y saquean sus supermercados. Pero ellos, no obstante su “pecado”, deben hoy imperiosamente usar su poder político y económico para contribuir a levantar el país. Los políticos debieran reemplazar el régimen económico y político liberal por uno democrático que garantice a los ciudadanos derechos sociales y posibilidades reales de invocarlos. Los empresarios, y los potentados en general, en vez de sabotear esta posibilidad, como lo han hecho los últimos 40 años, debieran secundarla. No basta con que paguen sueldos justos, es decir, no regulados solo por el mercado. Hacerlo puede constituir, en estos momentos, una buena estrategia para salvar el tipo de sociedad que los privilegia. La acción cristiana también debiera practicarse de abajo hacia arriba. No se está en cero. Se lo hace. Pero urge actuar con más prontitud y mayor generosidad. La acción cristiana desde abajo puede ser personal o comunitaria. Es personal, cuando consiste en tratar con justicia a los empleados y cuando se acude a socorrer a quienes lo están pasando mal, como son los que se han quedado sin trabajo (son muchos, serán más). La acción cristiana comunitaria, por otra parte, es la que realizan las parroquias, las comunidades de base, los movimientos cristianos y muchas otras asociaciones de Iglesia. En estos momentos urge detectar las necesidades. Es importante ofrecer una ayuda a los que más lo necesitan. Se dice que la demanda de ayuda en las comunidades de base se ha triplicado. A efecto de satisfacer estas necesidades, será necesario un trabajo de recolección de recursos: canastas de las ofrendas, bingos, cenas solidarias, rifas y otras iniciativas. Esperamos que no llegue a ser indispensable parar ollas comunes, pero no debiera descartárselo. Sea desde abajo, sea desde arriba, los cristianos por igual debieran pasar a la acción en otros planos. Han de ser agentes de paz. No será esta la primera vez que puedan recurrir a la no-violencia activa. Lo hicieron, no sin tremendos riesgos, los integrantes del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo. En cualquier caso, pueden ser pacíficos en su modo de expresarse, evitando descalificar a las personas o insultarlas como lo hacen los trolls en las redes sociales. Esta, además, es una ocasión para educar a los hijos en el valor de la democracia. ¿Podrán vacunarlos contra el virus del individualismo y la bacteria de la codicia, padre y madre del capitalismo que empuja al género humana barranco abajo? Es esta una oportunidad única para que las nuevas generaciones aprendan a hacerse cargo de su país. |
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