Como la Iglesia siempre va por sus caminos, el próximo domingo termina el año litúrgico, con más de un mes de anticipación al año civil. Los domingos de diciembre los dedicaremos a preparar la Navidad (tiempo de Adviento) y a celebrarla. Pero ahora nos toca cerrar el año, y la Iglesia lo hace con la fiesta de Cristo Rey.
Motivo y sentido de la fiesta No se trata de una fiesta muy antigua, la instituyó Pío XI en 1925. ¿Qué pretendía con ella? Para comprenderlo hay que recordar los principales acontecimientos de la época. La Primera Guerra Mundial ha terminado siete años antes. Alemania, Francia, Italia, Rusia, Inglaterra, Austria, incluso los Estados Unidos, han tenido millones de muertos. La crisis económica y social posterior fue tan dura que provocó la caída del zar y la instauración del régimen comunista en Rusia en 1917; la aparición del fascismo en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, y la del nazismo, con el Putsch de Hitler en 1923. Mientras en los Estados Unidos se vive una época de euforia económica, que llevará a la catástrofe de 1929, en Europa la situación de paro, hambre y tensiones sociales es terrible. Ante esta situación, Pío XI no hace un simple análisis sociopolítico-económico. Se remonta a un nivel más alto, y piensa que la causa de todos los males, de la guerra y de todo lo que siguió, fue el “haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad”; y que “no podría haber esperanza de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. Por eso, piensa que lo mejor que él puede hacer como Pontífice para renovar y reforzar la paz es “restaurar el Reino de Nuestro Señor”. Las palabras entre comillas las he tomado del comienzo de la encíclica Quas primas, con la que instituye la fiesta. La posible objeción es evidente: ¿se pueden resolver tantos problemas con la simple instauración de una fiesta en honor de Cristo Rey?, ¿conseguirá una fiesta cambiar los corazones de la gente? Los noventa años que han pasado desde entonces demuestran que no. Por eso, en 1970 se cambió el sentido de la fiesta. Pío XI la había colocado en el mes de octubre, el domingo anterior a Todos los Santos. En 1970 fue trasladada al último domingo del año litúrgico, como culminación de lo que se ha venido recordando a propósito de la persona y el mensaje de Jesús. Ahora, la celebración no pretende primariamente restaurar ni reforzar la paz entre las naciones sino felicitar a Cristo por su triunfo. Como si después de su vida de esfuerzo y dedicación a los demás hasta la muerte le concedieran el mayor premio. Pero las lecturas no nos hablan de una celebración de campanas al vuelo y ceremonias deslumbrantes. Hablan de lo bien que se porta Cristo Rey con nosotros y de la respuesta que espera de nuestra parte. Primer regalo: su preocupación por nosotros (lectura de Ezequiel) En el Antiguo Oriente, la imagen habitual para hablar del rey era la del pastor. Simbolizaba la preocupación y el sacrificio por su pueblo, como la de un pastor por su rebaño. En la práctica, no siempre era así. El c. 34 de Ezequiel habla de los reyes judíos como malos pastores que han abusado de su pueblo y luego se han desinteresado de él y lo han abandonado cuando se produjo la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Pero Dios no permanece impasible: eliminará a esos malos reyes y ocupará su puesto haciendo dos cosas: 1. Como Rey-pastor, buscará a sus ovejas, las cuidará, etc. 2. Como Rey-juez, juzgará a su rebaño, defendiendo a las ovejas y salvándolas de los machos cabríos (por eso llamamos en España “cabrones” a los que se portan mal con otros). El texto del evangelio (el Juicio Final) empalma con el segundo tema. Pero la liturgia se ha centrado en el primero, que subraya la preocupación de Dios por su pueblo. Es interesante advertir la cantidad de acciones que subrayan su amor e interés: «seguiré el rastro de mis ovejas, las libraré, apacentaré, las haré sestear, buscaré, recogeré, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas». En el contexto de la fiesta de hoy, estas frases habría que aplicarlas a Jesús y ofrecen una imagen muy distinta de Cristo Rey: no lo caracterizan el esplendor y la gloria sino su cercanía y entrega plena a todos nosotros. Buen momento para recordar cómo se ha comportado con cada uno, buscándonos, librándonos, curando... Segundo regalo: victoria sobre la muerte (1ª carta a los Corintios) Pablo, influido por las campañas romanas de su tiempo, presenta a Dios Padre como el gran emperador que termina triunfando y sometiendo todo. Pero quien guerrea en su nombre es Cristo, que debe enfrentarse a numerosos enemigos. El último de ellos, el más peligroso, es la muerte, a la que Jesús vence en el momento de resucitar. De esa victoria sobre la muerte participamos también todos nosotros. El fin del año litúrgico, que recuerda el fin de la vida, es un momento adecuado para superar la incertidumbre y la angustia ante la muerte y agradecer la esperanza de la resurrección. Una condición (evangelio) El evangelio no se centra en el triunfo de Cristo, que da por supuesto, sino en la conducta que debemos tener para participar de su Reino. La parábola es tan famosa y clara que no precisa comentario, sino intentar vivirla. Indico algunos datos de interés: 1. A diferencia de otras presentaciones del Juicio Final en la Apocalíptica judía, quien lo lleva a cabo no es Dios, sino el Hijo del Hombre, Jesús. Es él quien se sienta en el trono real y el que actúa como rey, premiando y castigando. 2. Los criterios para premiar o condenar se orientan exclusivamente en la línea de preocupación por los más débiles: los que tienen hambre, sed, son extranjeros, están desnudos, enfermos o en la cárcel. Estas fórmulas tienen un origen muy antiguo. En Egipto, en el capítulo 125 del Libro de los Muertos, encontramos algo parecido: «Yo di pan al hambriento y agua al que padecía sed; di vestido al hombre desnudo y una barca al náufrago». Dentro del AT, la formulación más parecida es la del c.58 de Isaías: «El ayuno que yo quiero es éste: partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne.» Lo único que Jesús tendrá en cuenta a la hora de juzgarnos será si en nuestra vida se han dado o no estas acciones capitales. Otras cosas a las que a veces damos tanta importancia (creencias, prácticas religiosas, vida de oración...) ni siquiera se mencionan. 3. La novedad absoluta del planteamiento de Jesús es que lo que se ha hecho con estas personas débiles se ha hecho con Él. Algo tan sorprendente que extraña por igual a los condenados y a los salvados. Ninguno de ellos ha actuado o dejado de actuar pensando en Jesús; pero esto es secundario.
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La iglesia celebra este domingo la festividad de Cristo Rey. Una fiesta que en el actual contexto de emergencia de la ultraderecha nos provoca un cierto chirrido y malestar por la deformación y manipulación que este tipo de grupos en un pasado no tan lejano hicieron de ella. Pero el reino de Dios anunciado por Jesús crítica y juzga toda forma de poder que pretenda imponerse por la fuerza y se construya a costa de las esperanzas y los sueños rotos de los últimos y las últimas. Que Dios reine significa que nunca más podrán reinar unos hombres sobre otros, una raza sobre otra, un género sobre otro, un grupo social sobre otro. Implica el fin de toda forma de dominación y relaciones subalternas y excluyentes y poner en ello la vida con sencillez y alegría como hizo el mismo Jesús, hasta que la justicia y la paz se besen y la creación sea de nuevo reconciliada.
El Evangelio de este domingo nos recuerda que la pregunta por el Dios de Jesús y su reino no remite a una abstracción, o a un “principio” o a “una doctrina “, sino a algo tan concreto, histórico y cotidiano como es siempre la pregunta por el prójimo. Por eso en las relaciones con los y las demás, especialmente con los más empobrecidos y empobrecidas nos jugamos la relación con Él. No hay relación ni culto posible al Dios de Jesús que no pase por la práctica de la misericordia, la solidaridad y la justicia con nuestros hermanos y hermanas más vulnerados. Sus situaciones de indigencia, despojo, expropiación de bienes y derechos las padece Dios mismo, porque ellos y ellas son sus vicarios, por eso lo que hagamos a uno de estos humildes conmigo lo hicisteis Dios no es un juez, sino que son nuestras obras u omisiones ante quienes han sido despojados de sus derechos más básicos y su dignidad como personas, quienes juzgan el éxito o el fracaso de nuestra vida. También en el contexto de esta crisis sanitaria y social que nos atraviesa Dios se nos revela en las vidas de los y las invisibles, aquellos y aquellas que no cuentan ni para salir en las estadísticas. Los excluidos y excluidas al banquete neoliberal que acontece en nuestro mundo ¿Como escuchamos hoy su clamor? ¿cuál es nuestro nivel de sensibilidad e implicación con sus vidas y desde que actitudes y prácticas? ¿Como hacer mesa común y participar juntos en el banquete del Reino instaurado por Jesús?... Porque el reino de Dios se parece más a una fiesta popular donde corre la vida en abundancia, la alegría, el reconocimiento y el pan para todos, empezando por los últimos, que a un desfile militar donde se consagran los ejércitos. Sé que el título es complicado, que puede generar pánico. Calma. Mucha calma. He elegido no dulcificarlo. Que me perdone quien no entienda, pero no están los tiempos para encubrir la realidad con exceso de glucosa.
“Contagiar” es un verbo que no admite bromas después de los meses que llevamos de sobresalto en sobresalto. La definición en el diccionario de la Real Academia no puede ser más escueta y contundente: “Transmitir una enfermedad a alguien”. Rotundo. Menos mal que deja un respiro, porque en “sentido figurado” se puede utilizar fuera del contexto amenazante de una enfermedad. Un alivio poder contagiar algo positivo. Me he tomado tiempo de reflexión y ya puedo contar abiertamente que elijo contagiar sentido común. Sí, lo sé, “el menos común de los sentidos”, añadimos siempre que sale en las conversaciones. El sentido común es algo ancestral. Tiene un no sé qué primario que pone en guardia al ser humano ante el peligro; previene interiormente de lo que puede causar un mal físico, psíquico o espiritual a la persona, al grupo humano, a las relaciones… a la vida. Cuando era pequeña escuchaba a las personas mayores decir: “Eso es de sentido común”. También en formato bronca cuando hacías algo que, por imprudencia, podría haber acabado en problemas, en casa decían: “¿Es que has perdido el sentido común? El asunto es que, generación tras generación, se iba transmitiendo el significado del sentido común, dentro del bagaje de la educación. Pero llegados al momento en el que vivimos, el sentido común es otro de los valores que han pasado a la estantería de piezas antropológicas. Creo firmemente que, en el tiempo que llevamos sufriendo una pandemia a nivel mundial, el sentido común es elemento imprescindible, no sólo a nivel individual sino colectivamente. Necesitamos ponerlo de actualidad para conseguir salir adelante sin desplomarnos por el camino. De verdad que me hubiera gustado empezar hablando de que mi elección es contagiar esperanza, animar a quien lo necesita, cuidar, proteger, preparar bizcochos y pasarle un trozo a mi vecina mayor que vive sola, llamar por teléfono a una amiga que se quedó viuda en pleno encierro y no puedo ir a darle un abrazo, contar cuentos por ZOOM a mis nietos, celebrar de forma creativa y con distancia de seguridad todos los cumpleaños y aniversarios de los miembros de mi familia y un sinfín de posibilidades que dulcifiquen el tiempo de pandemia. Todo esto son también elecciones radicales, ¡faltaría más!... y las llevo poniendo en práctica desde el minuto cero del estado de alarma. Sé que para algunos el sentido común no tiene buena prensa; se interpreta como cortapisa a la razón y a la libertad personal. No lo entiendo así. Para mí tiene que ver con lo natural, con nuestros antepasados de las cuevas, con la protección mutua para la supervivencia, con el instinto para detectar el peligro que puede llevar a la muerte o la enfermedad, la estupidez amenazante, la injusticia que aplasta, etc. El refranero popular y la sabiduría de hombres y mujeres de culturas y religiones nos muestran que hay un hilo conductor que nos une por dentro, salvo que lo cortemos de raíz y perdamos la parte de savia común que nos tocó y echamos a perder. Insisto de nuevo en el peligro que esto tiene tanto en lo personal como en la responsabilidad social. Elijo contagiar sentido común porque con la que está cayendo, a nivel mundial, hemos de empezar a adiestrarnos como deportistas de élite en el arte de ejercer este sentido que nos une a todos como hojas del mismo árbol. La recuperación del sentido común es una emergencia a todos los niveles y en todos los estamentos que configuran el orden mundial. Es lo básico, lo primigenio. ¿Cómo enfrentar la incertidumbre que está creando la pandemia? ¿Cómo espantar el miedo que puede llegar a provocar que vivamos como islas en medio de un océano peligroso? ¿Cómo ser creativos transformando las formas de relación para que no se pierda la transmisión del afecto, del cariño, del cuidado? ¿Cómo invertir el tiempo? ¿Nos ayudará a salir adelante el mirarnos unos a otros –más allá de las mascarillas y la distancia de seguridad- no como individuos aislados sino como miembros de la misma comunidad? ¿Podremos dejar enterradas las diferencias poniendo encima de la mesa las necesidades, la colaboración, el servicio y el interés por el otro? ¿Enfrentaremos el sinsentido del poder y el dinero que mide, pesa, exprime y pone precio a cada instante de la vida humana? Cito ahora pensamientos de personas que me han dado pistas: Willian Osler (1849-1919, médico canadiense): “El jabón, el agua y el sentido común son los mejores desinfectantes”. Sensata y muy práctica recomendación para tiempo de pandemia. Abad Pastor (siglo IV): “En toda conversación, huye de quien no para de discutir”. Este apotegma de un sabio monje de los que vivían en el desierto, viene al pelo para desenmascarar la actuación de políticos, medios de comunicación y conversaciones de pasillo. Charles Darwin (Inglaterra 1809-1882, científico): “No es el más fuerte ni el más inteligente el que sobrevive sino aquel que más se adapte a los cambios”. Aquí nos ganan por goleada los niños y niñas que en los casi tres meses de encierro han sabido adaptarse a la situación de forma creativa. Son un ejemplo viviendo el momento presente, ese que tanto nos cuesta a los adultos. Dalai Lama (1935, budista, líder espiritual del Tibet, Premio Nobel de la Paz 1989): “El amor y la compasión son necesidades no lujos. Sin ellos la humanidad no puede sobrevivir”. El amor y la compasión no se compran, se han de dar gratis. Pero lo gratis no se comprende mucho en un mundo en el que casi todo tiene precio. Despertar es indispensable para sobrevivir. María Montessori (Italia, 1870-1952, médica y pedagoga): “La responsabilidad de evitar conflictos incumbe a los políticos; la de establecer una paz duradera, a los educadores”. A los políticos les atañe no sólo la responsabilidad de evitar conflictos, también la de resolverlos. A los educadores, además de la formación académica, son responsables de la transmisión de valores; esos tesoros que provienen del sentido común y serán la herramienta para vivir en paz. Jiddu Krishnamurti (India, 1895-1986, escritor): “No es saludable estar bien adaptados a una sociedad profundamente enferma”. ¿Nos dábamos cuenta antes la pandemia? Unos pocos, considerados profetas agoreros, lo venían avisando. Pero el consumo primaba sobre todo: personas, países y el planeta donde vivimos. Ya sabemos los resultados. Habrá que reconvertir la situación. Confucio (China, 5552 a. C - 479 a. C): “No pretendas apagar con fuego un incendio, ni remediar con agua una inundación”. Ser creativos y estar abiertos al cambio es imprescindible en momento de crisis, cuando se necesitan iniciativas nuevas y grandes dosis de sentido común que hagan cambiar el rumbo de la historia. Nelson Mandela (1918-2013, Sudáfrica, abogado y político, Premio Nobel de la Paz 1993): “Cuando dejamos que nuestra luz brille, inconscientemente damos permiso a los otros para que hagan lo mismo”. La luz llama a la luz. Hemos de creer en la luz del otro y sumar luces sino viviremos todos a oscuras. Yoritomo Tashi (filósofo japonés, siglo XII): “El sentido común es el arte de resolver los problemas, no de plantearlos”. Lamentablemente este arte no está muy de moda actual y los problemas se cronifican. Eduardo Galeano (Uruguay 1940-2015, escritor): “Ojalá podamos ser desobedientes, cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común”. Para eso hay que reconocer que la manipulación existe y la mentira acecha por todos lados. Ser conscientes de que ambos venenos nos afectan y debemos tomar medidas para combatir tanta presión. Agradezco lo que he recibido leyendo y pensando lo que me han comunicado estas personas y me reafirmo en la elección de contagiar sentido común. Sé que no es mucho y que entra dentro de un programa de mínimos, pero “algo es algo” y “por algo se empieza”, como dice el refranero. El sentido común ayuda a reconducir actitudes que hacen mucho daño, que son injustas y que crean mucho sufrimiento. Pero hay más. Es un sentido que tiene dentro la semilla pequeñísima de algo mucho más grande. Un mensaje del que nos hablan cuatro compañeros del principio del Camino, a los que les debemos agradecimiento por dejarlo escrito: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”… Mateo 22, 39, Marcos 12,31, Lucas 10,27 y Juan 13,34 elevando el listón: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”, como Jesús les mostró. Elijo volver una y otra vez al mensaje porque sólo el contagio del Amor, salva. Desde aquella primera bacteria que hace tres mil quinientos millones de años recibió el soplo de la vida, la Tierra ha estado proporcionando todos los recursos necesarios para que aquella vida insignificante pudiese extenderse y desarrollarse hasta llegar a nosotros. Pero lo fascinante es que el ser humano no solo encontró a su llegada un hábitat que le permitía sobrevivir, sino un universo henchido de belleza capaz de solazar sus sentidos y conmover su espíritu; un paraíso que parecía diseñado para su disfrute.
Las fotos de la Tierra desde el espacio son reveladoras. Entre una infinidad de planetas opacos y amorfos aparece el nuestro, azul y luminoso, totalmente distinto a todo cuanto le rodea. Y si bajamos a la superficie nos encontramos con mucha más belleza, y además con vida. La inmensidad del firmamento estrellado, el intenso azul del mar, las montañas nevadas en el horizonte, el colorido de los bosques en otoño, el sonido rumoroso de una regata que se desliza entre hojas caídas o el sosiego que trasmite un atardecer de verano, son cosas innecesarias miradas desde Darwin, pero imprescindibles si las miramos desde la perspectiva de un padre que está preparando la morada de sus hijos. El cronista del Génesis habla de “Paraíso Terrenal” para referirse a la primera morada del hombre, y nos podemos imaginar la inmensa belleza de aquella Naturaleza virgen. La teoría de la evolución de las especies explica por qué los individuos son cada vez más fuertes, más rápidos, con mejores reflejos, e incluso más inteligentes, pero no explica el papel de lo bello en el mundo. Podríamos sobrevivir en un mundo feo y tenebroso como el que imaginó J.R.R. Tolkien en “El señor de los anillos” para albergar a los Orcos, pero vivimos en un mundo que parece concebido para recrear nuestros sentidos. Y esto es asombroso, porque el único objeto de la belleza es provocar fascinación y no tiene sentido sin un sujeto capaz de apreciarla. En realidad, resulta vana y superflua; casi diríamos que fuera de lugar; sencillamente sobra. Pero en este universo primoroso, nada —absolutamente nada— sobra y nada es vano ni superfluo, sino que todo es necesario para mantener su armonía. Por eso, cuando la Tierra se va formando y van naciendo los colores, los sonidos, las fragancias, las texturas… parece que la Naturaleza estuviese sobre aviso; que supiese que al final del proceso iba a haber sobre ella unos seres capaces de complacerse en ellos; de disfrutar de ellos. Esta anticipación del futuro —junto a la infinidad de ellas que se han dado a lo largo de la evolución— resulta muy difícil de explicar sin admitir el carácter teleológico de todo el proceso; es decir, sin aceptar que todo el proceso evolutivo está diseñado conociendo el destino final. Un pintor tiene en su mente el modelo que quiere plasmar, y sus primeras pinceladas no nos dan ninguna pista sobre el objeto del cuadro. Parecen carentes de sentido. Pero terminado éste, comprendemos cada uno de los pasos previos que hasta entonces eran ininteligibles. En el universo pasa lo mismo. Hay un plan, la Naturaleza tiene impreso el objetivo final de dicho plan, y se cumple sin necesidad de violentar sus leyes, sino todo lo contrario; a través de ellas. Galileo sostiene que «las matemáticas son el lenguaje en el que Dios escribió el universo» (y así se entiende que las leyes físicas se pueden plasmar en ecuaciones matemáticas). Muchos científicos clásicos, y no pocos contemporáneos, nos invitan a pensar que las Leyes Naturales son el nexo de unión entre Dios y el mundo; las que propician la acción de Dios en el mundo; en definitiva, el lenguaje de Dios para dirigir el mundo. Esperanza significa mirar confiadamente al porvenir. Pero ante los desastres que estamos sufriendo, el desánimo parece lo más razonable ¿Dónde apoyar nuestra esperanza y cómo abrir camino de futuro?
1. Dónde fundamentar nuestra esperanza En la pandemia hemos constatado la limitación de nuestro deslumbrante progreso técnico y estamos viendo cómo nuestro desarrollo económico está muy dañado pues otra vez los pobres quedan en la cuneta. Por otro lado en nuestra sociedad moderna y laica, los cristianos estamos viendo que faltan oídos para el Evangelio, hay muchos malentendidos sobre la Iglesia, y las llamadas insistentes a la nueva evangelización no dan el fruto deseado. Esas y otras dificultades sociales y eclesiales que hoy encontramos para mantener viva la esperanza quedan chicas ante un hecho tan duro e inevitable como es la muerte. En la pandemia la muerte sorda y muda se ha llevado a muchos y nos ha metido el miedo en el cuerpo. El desinfle y el desánimo tienen su justificación incluso, y tal vez de modo especial, para los mismos cristianos. En este panorama de oscuridad, cuando vamos iniciar el tiempo litúrgico de Adviento, dejemos caer el interrogante: ¿Qué razones tenemos los cristianos para mirar confiadamente al porvenir y comprometernos en la construcción de un mundo mejor para todos? Jesús de Nazaret constató el fracaso de su misión. Incomprendido y amenazado de muerte por los representantes oficiales de la religión, vivió la intimidad con el “Abba”, presencia inagotable de amor que se da: “no estoy solo porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32). En esa confianza ya mirando a su muerte próxima, da gracias al Padre “porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25) Pero ¿cómo da gracias viendo que esos “sabios y prudentes” en breve le condenarán a muerte? Sencillamente porque experimenta esa presencia de Dios amor y su porvenir, ocurra lo que ocurra, ya está habitado por esa presencia. Cuando parece que no hay razones para esperar, debemos avivar la esperanza teologal. La presencia de Dios amor en quien existimos y nos movemos inspira en nosotros confianza y coraje de futuro sin ceder a las dificultades. Esa Presencia de amor es constitutivo de toda persona humana y responde al germen o anhelo de plenitud que puja en nuestra intimidad. San Agustín vislumbró que la huella de Dios está impresa en el corazón humano .Tomás de Aquino se refiere al deseo natural de ver a Dios. Y Juan de la Cruz habla de “los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados”. A esa presencia responden hoy la insatisfacción y búsqueda de otro porvenir mejor, los gestos de gratuidad no solo en la pandemia sino también en el voluntariado, en economías solidarias, y en otros muchos y justos reclamos de liberación. Los cristianos podemos discernir en estos signos reflejos de la presencia encarnada de Dios amor y fundamento de nuestra esperanza. 2. Avivar la fraternidad Gracias en buena parte a nuestro desarrollo técnico, estamos viendo que todos estamos interrelacionados. El mundo es una aldea global donde hay entre todos unos lazos que nos hace inseparables. La misma pandemia es sugiriendo que todos integramos un sola familia. Pero la globalización está procediendo con la exclusión creciente de los pobres e indefensos. Una lógica inspirada en la fiebre posesiva que busca la máxima ganancia individualista utilizando irreverentemente a las personas y al entorno creacional Una lógica de descarte que se ha impuesto en todos los ámbitos. Esa lógica que sin remedio a todos deshumaniza y hace imposible la esperanza en un porvenir mejor para todos. Consciente de la situación, con gran lucidez Benedicto XVI en su encíclica “La caridad en la verdad” propuso la lógica del don que no anula sino que abre horizonte nuevo a la racionalidad del mercado. Los seres humanos hemos nacido para el don y esta vocación original exige una lógica del amor gratuito para la cohesión social. Dando un paso más el papa Francisco, en su reciente encíclica “Todos Hermanos” destaca el valor y la urgencia de la fraternidad. Sin la fraternidad, no tienen salida los otros dos reclamos de la Ilustración: libertad e igualdad. Para salvaguardar la convivencia los ilustrados inventaron el eslogan; “mi libertad termina donde comienza la libertad del otro”. Pero según este principio, el otro sigue siendo un obstáculo para mi libertad y, lógicamente, si puedo lo elimino; es el criterio que se ha impuesto en el mercado; la competencia saludable ha degenerado en rivalidad a muerte. Solo cuando mire al otro como hermano, con su propia dignidad, entenderé que el ejercicio de mi libertad debe hacer posible la libertad del otro. Y lo mismo para el reclamo de igualdad. Solo mirando a los demás como hermanos, entenderemos que nuestras propiedades deben estar reguladas por el bien común, y que no compartir con los pobres los propios bienes es quitarles la vida. Desde la fraternidad tejida por el amor se abre una lógica de gratuidad y compasión solidaria. La fe o experiencia cristiana en Dios como presencia de amor garantiza la dignidad de cada uno, a todos nos hace hermanos invitados a la misma mesa, y abre camino para eliminar las diferencias abismales entre los pocos privilegiados y la multitud de excluidos 3. Qué debemos hacer Considerándonos hermanos de todos, tenemos que ser responsables haciendo lo posible para que el virus no se propague y pueda ser sofocado. Pero la fraternidad debe ser vacuna contra el terrible virus de la injusticia social, de la desigualdad de oportunidades y de la exclusión, que tantas muertes causa en el mundo y dentro de nuestra sociedad hoy a los más débiles amenaza. En la encíclica “Todos hermanos” el papa Francisco advierte: “No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil”. En lo que esté a nuestro alcance debemos compartir nuestros recursos con los pobres y hacer lo posible para que las políticas económicas tengan como objetivo el bien común o una vida digna para todos. Y hay algo decisivo que podemos y debemos practicar cada uno: la compasión solidaria que respira la parábola del buen samaritano y el papa en la encíclica describe con detalle. “Esta parábola recoge un trasfondo de siglos. La misericordia del Señor alcanza a todos los vivientes. El amor que sabe de compasión y de dignidad. Al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá pues el amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan. Jesús cuenta que había un hombre herido, tirado en el camino, que había sido asaltado. Pasaron varios a su lado pero huyeron, no se detuvieron. Eran personas con funciones importantes en la sociedad, que no tenían en el corazón el amor por el bien común. No fueron capaces de perder unos minutos para atender al herido o al menos para buscar ayuda. Uno se detuvo, le regaló cercanía, lo curó con sus propias manos, puso también dinero de su bolsillo y se ocupó de él. Sobre todo, le dio algo que en este mundo ansioso regateamos tanto: le dio su tiempo. ¿Con quién te identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de ellos te pareces? Esta parábola es un ícono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano” La práctica de fraternidad es el camino hacia un porvenir de más humanidad. Es increíble la capacidad del ser humano y de los grupos sociales para perseverar en las ficciones colectivas y en sus consiguientes hábitos recurrentes. No por mala intención sino por la resistencia natural de las ideas, la rutina cerebral, y quizás también por la seguridad y el poder que proporcionan. Así pasó por ejemplo con las teorías del geocentrismo y del fixismo hasta que fueron superados por el heliocentrismo y la teoría de la evolución. Y no hay que escandalizarse porque ocurra otro tanto con las interpretaciones religiosas y en concreto con el cristianismo.
Las iglesias cristianas ponen el centro de su doctrina en el Misterio de la Redención. Jesús es el Hijo de Dios encarnado que nos rescata del pecado y la muerte mediante el sacrificio de su vida. Pero hay otras interpretaciones del cristianismo. Tal es la concepción de un movimiento universal de esperanza fundado no tanto en la muerte y resurrección de Jesús sino en su “andar haciendo el bien”. Jesús no representa tanto al cordero de Dios expiatorio cuanto el ser enteramente para los demás. La muerte es una consecuencia de ese amor no una condición. Y la resurrección es un símbolo de la evolución creadora que siempre se renueva, no un milagro construido por la mentalidad greco-judía de los primeros cristianos. En lugar de esa Historia Sagrada de un pueblo sagrado receptor exclusivo de una revelación también sagrada fijémonos mejor en la Gran Historia cósmica y humana que no se inicia con el pecado, ni se divide en una creación y una redención. Es más bien una evolución en la que el amor de gratuidad emerge de forma más ostensible en el tiempo y persona de Jesús. Un nuevo paradigma de recreación continua que sustituye al paradigma de la redención. No podemos mirar el pasado con nuestros ojos de hoy pero tampoco seguir en el presente con los ojos de ayer. No podemos erigirnos en censores ni en legitimadores del pasado. Pero sí debemos volver al significado original para traducirlo a nuestro momento. Por eso propongo aquí el cambio de un paradigma redentor, dualista, literalista y divorciado de la ciencia a un paradigma monista, liberador, eco-centrado, de innovación, simbólico y ensamblado con la ciencia. Y para justificar ese cambio me remito al origen del cristianismo. Éste nace con un mensaje de plenitud y justicia centrado en la persona de Jesús de Nazaret. Pero los relatos evangélicos que lo transmiten no son crónicas objetivas sino interpretaciones de la fe. Y esa libertad de interpretación nos legitima para hacer ahora nosotros lo mismo que ellos: decir quien fue Jesús y por qué él es nuestra referencia y no otro. Y consecuentemente cómo puede darse hoy el cristianismo. Sugiero una visión de Jesús no tanto divino, mesías o redentor sino, comprendido desde la cultura actual, como un ser enteramente para la felicidad de los demás empezando por los más vulnerables. Pero, si ya no es Dios y su historia apenas la conocemos, ¿Qué interés tiene? ¿Solo porque hemos nacido en esa referencia? Si quitamos esa mitología Jesús se queda en un ser como los demás. ¿Por qué entonces él y no otro? Y respondo como hipótesis, en el curso de la evolución cultural él fue la manifestación más explícita y elevada de una cualidad universal, el amor. El amor es el dinamismo de la realidad y se manifiesta analógicamente de diferentes modos. En la fase de humanización fue pasando de la lucha por la vida, la competencia egoísta, la violencia desproporcionada y el ojo por ojo, a la cooperación tribal, la reciprocidad y el cuidado mutuo. Al final eclosiona en el mensaje y la vida de Jesús como donación desinteresada, el ágape. Allí fundo la incondicionalidad de Jesús. Una “divinidad” o preeminencia no caída del cielo sino otorgada desde el interior de bondad inagotable que habita en todas la personas. De la misma manera que en el conocer concurren un fenómeno empírico y unas aportaciones de nuestras estructuras mentales también en la adhesión a Jesús hay como una adecuación entre nuestro inagotable deseo de amar y los dichos y hechos de Jesús. Hay como un “a priori” de posible generosidad ilimitada en nuestros afectos que encuentra en Jesús el referente empírico para reconocerse. Y eso da confianza para un seguimiento hasta donde se quiera. Consecuentemente de ahí se deriva un cristianismo alternativo al magisterio oficial, el credo, el catecismo, al que algunos llaman una herejía institucional, una ortodoxia equivocada, la del dominio de la teología de la redención sobre otros hilos de la tradición. El Misterio de la Salvación, dicen, es una desviación del mensaje liberador de Jesús de Nazaret. La cultura teocrática y mesiánica de los evangelistas y la impronta neoconversa de Pablo se impusieron sobre el significado de fondo de Jesús y se inició así una teología filosófica escorada hacia el mundo sobrenatural y el rescate por la sangre y el sufrimiento. He buscado un motivo de incondicionalidad en el relato de Jesús. Un diferenciante para la singularidad de Jesús. Y aquí sostengo que su trascendencia no es tanto algo específico, exclusivo, una redención sobrenatural y condición divina, sino una cualidad común en las personas elevada a su máxima expresión, el amor enteramente desinteresado. El que se trasluce en su vida de pueblo en pueblo, escuchando, consolando, curando y dando esperanza. Y ese amor concreto sincero e inagotable, contrario al legalismo, al autoritarismo, a la hipocresía y a la dominación le llevó a la cruz. Esa para mí es la esencia de Jesús, la unicidad que se dice, no la que literalmente le dio la tradición con la expresión literalista de Hijo de Dios. ¿Qué nos queda del cristianismo después de estas reducciones de su valor histórico, de su mitología, de su sobrenaturalismo y divinidad y de su interpretación redentora? ¿Acaso una institución mundial parapolítica, acaso un movimiento social y crítico, una “Internacional de la Justicia”? ¿O una supra-ética, un talante universal diseminado sin especial estructura? Pues un poco de todo esto. Hay que deshacer el entuerto. En las celebraciones dominicales, en la prensa, en las declaraciones públicas, cartas y encíclicas podemos hablar de otra cosa mejor que de convicciones ciertas basadas en milagros, resurrecciones y caminos de redención. Mostrar más bien la maravilla de nuestra Gran Historia. Asombrarse de las incontables estrellas, partículas y neuronas, de la buena voluntad, del valor del perdón, del consuelo, de la civilidad y la acción por la justicia, la sintonía con la naturaleza y la compasión con los necesitados y recuperar de otro modo los grandes valores y hallazgos de la tradición religiosa, el cuidado emocional e intelectual de la infancia, los relatos mágicos que propedéuticamente inician al valor de los símbolos y a la acción comunicativa... la conversación profunda… y todos estas actitudes siempre dentro de la temporalidad bajo la sospecha y el postulado de plenitud. Mateo sigue con sus amonestaciones. Estamos en el tiempo de la comunidad, antes de que llegue el tiempo escatológico, que creían inminente. Cada miembro de la comunidad debe tomar la parte de responsabilidad que le corresponde y no defraudar ni a Dios ni a los demás. En tiempo de Mt, ya muchos se hacían cristianos no por convicción sino para vivir del cuento, sin dar golpe. Es curioso que las tres parábolas de este c. 25 hagan referencia a omisiones, a la hora de ponderar las consecuencias de nuestras acciones.
El talento no era una moneda real. En griego “tálanton” significa el contenido de un platillo de la balanza (una pesada). Era una cantidad desorbitada, que equivalía a 26-41 kilos de plata = 6.000 denarios; 16 años de salario de un jornalero. Para entender lo de enterrar el talento, hay que tener en cuenta que había una norma jurídica, según la cual, el que enterraba el dinero que tenía en custodia, envuelto en un pañuelo, no tenía responsabilidad civil si se perdía. Enterrar el dinero se consideraba una buena práctica. Durante mucho tiempo se ha interpretado la parábola materialmente, creyendo que nos invitaba a producir y acaparar bienes materiales. De esta mala interpretación nace el capitalismo salvaje en Occidente, que nos ha llevado a desigualdades sangrantes que no hacen más que crecer, incluso en plena crisis. Una vez más, hemos utilizado el evangelio en contra del mensaje de Jesús. Me gusta más la versión de Lc, en la que todos los empleados reciben lo mismo; la diferencia está solo en la manera de responder. También sería insuficiente interpretar “talentos” como cualidades de la persona. Esta interpretación es la más común y ha quedado sancionada por nuestro lenguaje. ¿Qué significa tener talento? Tampoco es éste el verdadero planteamiento de la parábola. En el orden de las cualidades, estamos obligados a desplegar todas las posibilidades, pero siempre pensando en el bien de todos y no para acaparar más y desplumar a los menos capacitados. Para mayor “inri”, dando gracias a Dios por ser más listos que los demás. Si nos quedamos en el orden de las cualidades, podíamos concluir que Dios es injusto. La parábola no juzga las cualidades, sino el uso que hago de ellas. Tenga más o menos, lo que se me pide es que las ponga al servicio de mi auténtico ser, al servicio de todos. En el orden del ser, todos somos idénticos. Si percibimos diferencias es que estamos valorando lo accidental. En lo esencial, todos tenemos el mismo talento. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro: por más carencias que sientas, puedes alcanzar la plenitud humana. En todos los órdenes tenemos que poner los talentos a fructificar, pero no todos los órdenes tienen la misma importancia. Como seres humanos tenemos algo esencial, y otro mucho que es accidental. Lo importante es la esencia que constituye al hombre como tal. Ese es el verdadero talento. Todo lo que puede tener o no tener (lo accidental) no debe ser la principal preocupación. Los talentos de que habla el evangelio, no pueden hacer referencia realidades secundarias sino a las realidades que hacen al hombre más humano. Y ya sabemos que ser más humano significa ser capaz de amar más. Los talentos son lo bienes esenciales que debemos descubrir. La parábola del tesoro escondido es la mejor pista. Somos un tesoro de valor incalculable. La primera obligación de un ser humano es descubrir esa realidad. La “buena noticia” sería que todos pusiéramos ese tesoro al servicio de todos. En eso consistiría el Reino predicado por Jesús. El relato del domingo pasado, el de hoy y el del próximo, terminan prácticamente igual: “Entraron al banquete de boda...” “Pasa al banquete de tu señor”. “Heredad el Reino...”. Banquete, boda y Reino son símbolos de plenitud. Algunos puntos necesitan aclaración. En primer lugar, el que no arriesga el dinero, no lo hace por holgazanería o comodidad, sino por miedo. El siervo inútil no derrocha la fortuna; simplemente la guarda. Debía hacernos pensar que se condene uno por no hacer nada. Creo que en nuestras comunidades, lo que hoy predomina es el miedo. No nos deja poner en marcha iniciativas que supongan riesgo de perder seguridades, pero con esa actitud, se está cercenando la posibilidad de llevar esperanza a muchos desesperados. En segundo lugar, la actitud del Señor tampoco puede ser ejemplo de lo que hace Dios. Pensemos en la parábola del hijo pródigo, que es tratado por el Padre de una manera muy diferente. Quitarle al que tiene menos lo poco que tiene para dárselo al que tiene más, tomando al pie de la letra, sería impropio del Dios de Jesús. Dios no tiene ninguna necesidad de castigar. El que escondió el talento ya se ha privado de él haciéndolo inútil para él mismo y para los demás. Es algo que teníamos que aprender también nosotros. Finalmente es también muy interesante constatar que, tanto el que negocia con cinco, como el que negocia con dos, reciben exactamente el mismo premio. Esto indica que en ningún caso se trata de valorar los resultados del trabajo, sino la actitud de los empleados. En una cultura en la que todo se valora por los resultados, es muy difícil comprender esto. En un ambiente social donde nadie se mueve si no es por una paga; donde todo lo que hace tiene que reportar algún beneficio, es casi imposible comprender la gratuidad que nos pide el evangelio. Si necesito una paga es que no entendí nada. La parábola nos habla de progreso, de evolución constante hacia lo no descubierto. El único pecado es negarse a caminar. El ser humano tiene que estar volcado hacia su interior para poder desplegar todas sus posibilidades. Todo el pasado del hombre (y de la vida) no es más que el punto de partida, la rampa de lanzamiento hacia mayor plenitud. La tentación está en querer asegurar lo que ya tengo, enterrar el talento. Tal actitud no demuestra más que falta de confianza en uno mismo y en la vida, y por lo tanto, en Dios. Lo que tenemos que hacer es tomar conciencia de la riqueza que ya tenemos. Unos no llegamos a descubrirla y otros la escondemos. El resultado es el mismo. No es nada fácil, porque nos han repetido hasta la saciedad, que estamos en pecado desde antes de nacer, que no valemos para nada, que la única salvación posible tiene que venirnos de fuera. Lo malo es que nos lo seguimos creyendo. El relato del camello que se negaba a moverse porque se creía atado a la estaca, aunque no lo estaba, O el león que vivía con las ovejas como un borrego más sin enterarse de lo que era es el mejor ejemplo de nuestra postura. Todo afán de seguridades, nos aleja del mensaje de Jesús. Toda intento de alcanzar verdades absolutas y normas de conducta inmutables, que nos dejen tranquilos, carecen de sentido cristiano. Ninguna conceptualización de Dios puede ser definitiva; hace siempre referencia a algo mayor. Estamos aquí para evolucionar, para que la vida nos atraviese y salga de nosotros enriquecida. El miedo no tiene sentido, porque la fuerza y la energía no la tenemos que poner nosotros. Nuestro objetivo debía ser que al abandonar este mundo, lo dejáramos un poquito mejor que cuando llegamos a él, haciéndolo más humano. Meditación No hay un “yo” que posea un tesoro. Soy, realmente, un tesoro de valor incalculable. Solo hay un camino para poder disfrutar de lo que soy. Poner toda esa riqueza a disposición de los demás. Es la gran paradoja del ser humano. Solo alcanza su plenitud cuando se da plenamente. La parábola del domingo pasado (las diez muchachas) animaba a ser inteligentes y previsores. La de hoy anima a la acción, a sacar partido de los dones recibidos de Dios. Jesús ha usado poco antes, en otra parábola, la imagen del señor y sus empleados. Ahora vuelve a hacerlo, pero usando el contexto de la cultura urbana y pre-capitalista. La riqueza del señor no consiste en tierras, cultivos y rebaños de vacas y ovejas. Consiste en millones contantes y sonantes, porque los famosos “talentos” no tienen nada que ver con la inteligencia. El talento era una cantidad de plata que variaba según los países, oscilando entre los 26 kg en Grecia, 27 en Egipto, 32 en Roma y 59 en Israel. Por consiguiente, los tres administradores reciben, aproximadamente, 300, 120 y 60 kg de plata.
El empleado miedoso, negligente y holgazán Los dos primeros duplican esa cantidad negociando con el dinero que les han confiado. Pero la parábola se detiene en el tercero, que se molesta en buscar un sitio escondido, cava un hoyo, y entierra el talento. El lector actual, conocedor de tantos casos parecidos, se pregunta quién ha sido el más inteligente. ¿Es preferible colocar el capital en acciones arriesgadas o guardarlo en una caja fuerte? En cambio, el propietario de la parábola lo tiene claro: había que invertir el dinero y sacarle provecho, como hicieron los dos primeros empleados. ¿Por qué no ha hecho igual el tercero? Él mismo lo dice: porque conoce a su señor, le tiene miedo, y prefirió no correr riesgo. Y termina con un lacónico: “Aquí tienes lo tuyo”. Sin embargo, el señor no comparte esa excusa ni esa actitud. Lo que ha movido al empleado no ha sido el miedo, sino la negligencia y la holgazanería. Le traen sin cuidado su señor y sus intereses. Y toma una decisión que, actualmente, habría provocado manifestaciones y revueltas de todos los sindicatos: lo mete en la cárcel (“echadlo fuera, a las tinieblas”). Aplicándonos el cuento Los sindicatos llevarían razón, y conseguirían que readmitieran al empleado, incluso con un resarcimiento por daños y perjuicios. Pero el Señor de la parábola no depende de sindicatos ni tribunales del trabajo. Tiene pleno derecho a pedirnos cuentas a cada uno del tesoro que nos ha encomendado. Como ocurría con el aceite en la parábola de las muchachas, los talentos se han prestado a múltiples interpretaciones: cualidades humanas, don de la fe, misión dentro de la iglesia, etc. Ninguna de ellas excluye a las otras. La parábola ofrece una ocasión espléndida para realizar un autoexamen: ¿qué he recibido de Dios, a todos los niveles, humano, religioso, familiar, profesional, eclesial? ¿Qué he hecho con ello? ¿Ha quedado escondido en un cajón? ¿Ha sido útil para los demás? Como se dice en el mismo evangelio de Mateo: ¿Ha resplandecido mi luz ante los hombres para que glorifiquen al Dios del cielo? ¿Pienso que será suficiente decirle: “Aquí tienes lo tuyo”? Una moraleja desconcertante La parábola, termina con unas palabras muy extrañas: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. ¿En qué quedamos? ¿Tiene o no tiene? Pero la frase no se debe al error de un copista, se encuentra así en los tres evangelios sinópticos (Mt 13,12; Mc 4,25; Lc 19,26). Es posible que el mismo Jesús intentara aclararla más tarde mediante la historia de un señor que encomienda su capital a tres empleados. El sentido de la frase resulta ahora más claro: “Al que produzca se le dará, y al que no produzca se le quitará lo que tiene”. Esa parábola terminó en dos versiones bastante distintas, la de Mateo, que se lee hoy, y la de Lucas 19,11-27. Lucas, para no provocar las iras de los sindicatos, no mete al empleado holgazán en la cárcel, se limita a quitarle el denario. La empresaria modelo (1ª lectura) En el contexto económico de la parábola encaja perfectamente la imagen de la mujer empresaria de la que habla el libro de los Proverbios. La liturgia traduce “mujer hacendosa”. Pero el texto sugiere mucho más. Habla de una mujer que es, al mismo tiempo, excelente empresaria (cosa que quedaría más clara si la liturgia no hubiera mutilado el texto), generosa con los necesitados y con las personas a su servicio, preocupada por sus hijos y su marido, gozando del respeto y estima de sus conciudadanos, porque ella misma respeta al Señor. Es interesante esta imagen propuesta por un libro bíblico hace veintitrés o veinticuatro siglos, tan distinta de nuestro proverbio: “La mujer casada, la pata quebrada… y en casa”. Quien lee el poema entero (se encuentra en Proverbios 31,10-31) advierte la enorme actividad que esta mujer desarrolla desde la mañana temprano hasta avanzada la noche. El capital recibido de Dios (sean cinco talentos, dos o uno) ha sabido invertirlo perfectamente. Cuando se escribe este evangelio, las primeras comunidades cristianas, están viviendo el tiempo de la espera del Señor. Jesús resucitado, “ha sido llevado al cielo” en lenguaje de Lucas (Hch. 1,11) y “volverá como lo habéis visto subir”. Hay quienes piensan que su retorno es inminente e incluso los que, tomándolo como pretexto, no trabajan, ni hacen nada… “se quedan parados mirando al cielo”.
Desde esta clave escatológica, que nos sitúa en actitud de vigilancia, de espera de alguien que viene, o mejor que regresa, leemos la parábola de hoy. Es tan conocida y la hemos oído tantas veces que corremos el peligro de reducirla a las ideas de siempre. Vamos a hacer un esfuerzo por leerla como mensaje de Dios para mí, hoy; un mensaje que tiene algo nuevo que decirme. Como a los empleados de la parábola, nos resulta fácil sentir que el Señor se ha ido, y nos ha dejado aquí solos… ¡con la pandemia! Pero, también como ellos, tenemos dos realidades a las que agarrarnos. Por una parte los tesoros recibidos. Habitualmente designamos con la palabra “talento” una cualidad personal, una capacidad; sin embargo en la parábola de hoy, el talento era la medida de mayor capacidad que existía y se utilizaba para medir oro, plata y otros metales. Un talento llegó a tener la equivalencia de 6.000 denarios, es decir, el sueldo que podía recibir un trabajador a lo largo de unos 16 años. Era una cantidad increíble, desmesurada. San Mateo quiso resaltar que los dones que Jesús les entregó antes de irse eran de un valor incalculable, y cuando volviera pediría cuentas del uso que habían hecho de ellos. Además tenemos la seguridad de su vuelta. Nos ha dicho que volvería: tenemos el encargo de esperarle. Conscientes de ambas cosas nos planteamos, ¿qué dones hemos recibido y qué queremos hacer con ellos? ¿Cómo vamos a esperarle? Son las decisiones vitales que debemos tomar y de ellas nos habla la parábola. Nos muestra dos perspectivas: a los que toman sus decisiones a partir de lo que el señor les ha dejado y al que decide desde el miedo. Es esencial que tengamos claro desde donde tomamos nuestras decisiones, qué nos impulsa a ellas. De los que toman sus decisiones desde los dones o tesoros recibidos, nos dice el evangelio que “fueron enseguida a negociar con ellos”. No se paran a pensar lo que les falta, no se obsesionan con no perder lo recibido, salen raudos a sembrar, a negociar, a hacer crecer los bienes. Sin duda, luego vino la búsqueda de los caminos para hacerlo, el arriesgar lo que habían recibido, el tiempo y el esfuerzo invertido… Pero lo decisivo es que se pusieron diligentemente a trabajar con los talentos, mientras esperaban el regreso del señor. A trabajar con lo recibido, no en propiedad permanente, sino con lo que se les había encomendado temporalmente, conscientes de que cuando llegase les pediría cuentas. ¿Somos de esos? ¿Qué estamos haciendo con los dones y posibilidades recibidas? Y a estos, nos dice el texto, el señor a su regreso los felicita: "¡Muy bien!”. Quizá nos sorprenda que no les felicite por lo que han hecho, por cómo lo han hecho o por lo que han ganado… sino que diga a cada uno: “eres un empleado fiel y cumplidor”. Una persona de fiar en lo poco a la que le puede encomendar algo más grande y definitivo y a la que invita a pasar a su banquete. Entonces resulta que no estamos hablando de trabajo solo, sino de forma de vivir. Que no hablamos de su relación con los bienes encomendados, sino de su relación con el mismo señor. El otro personaje es el que toma sus decisiones desde el miedo. ¿A qué tiene miedo? Según el texto, al mismo señor, al que le ha encomendado sus tesoros. Miedo a que las cosas no le salgan como el señor espera, a arriesgar lo recibido y perderlo, o quizá al esfuerzo y compromiso que suponga… Solo tiene un talento, pero es una cantidad inmensa. No tiene motivos para la envidia de los que recibieron cinco. Muchas veces ponemos el acento en lo que nos falta, cuando lo que tendríamos que plantearnos es: ¿quién necesita lo que hemos recibido en abundancia? Olvidamos que, en muchos textos, el evangelio nos invita a sembrar abundantemente, aun en “terrenos pedregosos o llenos de zarzas” Quizá hoy nos resulta fácil ponernos en su lugar y sentir que tenemos miedo, muchos miedos… es casi lo habitual. El miedo muchas veces nos paraliza, y nos lleva a tomar decisiones “raquíticas o egoístas”. Y lo grave es que a veces lo intentamos disfrazar de “prudencia”, como si nos mantuviéramos en la norma o en la fidelidad… ¿A qué tenemos miedo? ¿Qué decisiones estamos tomando en la vida desde el miedo? ¿Qué estamos enterrando, preocupados solo de no perderlo? El evangelio muchas veces nos habla de derroche, de generosidad desbordante, de siembra abundante… Nos advierte que las decisiones que surgen del miedo nacen en sí mismas fracasadas. Desde el miedo renunciamos a crecer, a expandirnos, creemos que solo podemos preservar lo recibido, lo que ya tenemos. Pero no es así, lo que se entierra muchas veces se pudre, lo que encerramos bajo llaves para que no cambie, porque en algún momento fue valioso deja de serlo… Por eso desata la ira del señor, que le dice: No, tú no has cuidado y guardado lo que te encomendé, has dejado que se devalúe, que pierda su significatividad, que crezca, que sea útil para alguien… ¿Qué nos diría a nosotros? Hemos recibido los tesoros del reino, los bienes que se nos han dado, no para guardarlos, no para enterrarlos, sino para sembrar agradecidos, para arriesgarnos a buscar modos creativos de hacerlos fructificar y comprometernos en ellos. Este tiempo, mientras el Señor vuelve, es el tiempo del que disponemos para hacerlo. El evangelio de hoy nos invita a actuar, a mantener un modo de espera marcada por lo recibido, no por el temor. A superar el miedo con la esperanza de su retorno y la confianza en su juicio misericordioso. A esperar atentos el regreso del Señor, porque su presencia, entrar con él en su banquete es, con mucho, lo que más deseamos… la decisión última que nos mueve a tomar cualquier otra decisión. Nos quedamos tan contentos al echar una limosna en el cestaño o darle un bocadillo a los pobres, pero primero tenemos que preguntarnos si somos honrados al pagar lo justo.
Hay un tema sangrante. Muchas personas llegan a las casas a realizar trabajos manuales, también llamados “chapuzas” y a la hora de cobrar, no quieren entregar la factura y anotar el IVA. Sería muy interesante hacer una campaña para que cada uno paguemos lo que debemos en impuestos como el IVA. Es la mejor forma de colaborar con la justicia. Luego habrá que exigir que los pobres puedan cobrar las ayudas para vivienda, comida, sueldo justo para un trabajo justo. Podría ser cierto lo que cuentan de un “D Juan de Tal y Tal, de caridad sin igual, que por amor a los pobres edificó un hospital, pero… primero fabricó a los pobres.” Una de las cosas fundamentales para salir a la normalidad, tras la pandemia, es exigirnos ser justos en todos los capítulos. Creo que cambiaría mucho la economía de nuestro pueblo, país, mundo. En febrero de 2017 en un encuentro con los Focolares, el Papa puso el dedo en la llaga al señalar los vicios del capitalismo: «El principal problema ético del capitalismo es la creación de descartados a los que después quiere esconder». Para explicarlo mejor ha usado un gráfico ejemplo: «Las casas de juego financian programas para ayudar a los ludópatas que ellos mismos crean». ¿Podríamos revisar todos los donativos que se dan? Seguramente supone mucho más lo que tenemos que aportar por justicia que lo que damos como limosna y encima nos quedamos tranquilos de conciencia. Yo me contentaría con que solamente diésemos el dinero justo que merece el trabajador, el ayuntamiento, Hacienda… Luego habrá que luchar por la justicia para que ese dinero justo se invierta bien. Nos encona cuando vemos a grandes fortunas denunciadas por Hacienda por no pagar sus contribuciones justamente. Y creo que eso debe ser castigado con todo el peso de la ley y sobre todo, recuperarlo. Vivir en una sociedad es caro, pero nos damos cuenta de que luego tenemos multitud de servicios y derechos. A la vez que requerimos esos servicios, mirarnos al ombligo y ver si pagamos lo que nos corresponde con generosidad. Recuerdo una frase popular, un poco grosera, pero me la permitís para expresar mi opinión: “si cada hijo se fuera con sus padres y cada euro con su dueño, cambiaba el mundo”. Y otra copla popular: “si en el sexto no hay perdón y en el séptimo, rebaja, ya puede llenar Dios el cielo de paja”. Cuando se nos plantea una sociedad de mucha pobreza real, es hora de contribuir con nuestros bienes. Y yo empezaría por los que son exigencia de una justicia. Que luego ya daremos paso a la ayuda humanitaria, que también es exigencia del destino social de todas las riquezas. |
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