Esta pequeña reflexión con motivo de la polémica, celebración, fiesta o evento de Halloween (en inglés) vísperas de todos los santos, para algunos, y noche de brujas para otros, con un título sugestivo, que de seguro traerá lectores curiosos.
Para muchos católicos y no católicos, la creencia en Satanás es realmente importante, de alguna manera que él exista asegura que muchos de nuestros actos pecaminosos y perversos están siendo empujados o aplaudidos por una entidad malévola que se esconde tras de las cortinas. Para la reflexión teológica de los últimos años, las dudas frente a la existencia del diablo, han ido creciendo. La salida de la edad media, supuso poner en crisis muchas de la creencias que se tuvieron como inefables años atrás; pero entrado el modernismo, el diablo (con minúscula, porque no es un nombre propio sino una palabra, “el que divide”) empezó a ser entendido como una cruda respuesta para descargar la responsabilidad que tenemos frente al mal, buscando un culpable, un chivo expiatorio, ya que es propio del hombre culpar a otro, por eso la paradoja del Edén presenta un señalamiento en cadena (el hombre a su mujer, la mujer a la serpiente). Al final de un libro de teodicea, encontré un planteamiento que ha permanecido en mis recuerdos, decía más o menos así: si existe el diablo, y este obra el mal, es porque Dios es malo y lo permite; pero si Dios es bueno y quisiera acabar con el mal, pero no lo hace, es porque no es omnipotente. Pero negar a Satanás, es un tema delicadísimo, parece que, sin él, Dios dejara también de existir. "El hombre culpa a otro; por eso la paradoja del Edén presenta un señalamiento en cadena (el hombre a su mujer, la mujer a la serpiente)" Pero para mí, la existencia o no del diablo, no le quita ni le aporta nada a mi fe en el Dios de Jesucristo. Muchos recurrirán a las Escrituras y a otros a un sin fin de argumentos pseudo teológicos para dar testimonio de la existencia del mal personificado, pero les ahorro la tarea de atacar este artículo, más bien los invito a leer el documento que surgió el 26 de junio de 1975, por petición de la Congregación para la Doctrina de la Fe, para frenar las ideas que muchos teólogos empezaban a proponer de cara a la teología moderna. En dicho documento, postconciliar de hecho, se habla en contra de quienes han puesto en duda la clásica interpretación de algunos textos bíblicos que se usan para fundamentar la demonología. De hecho, los textos sí han sido mal interpretados, pero no pretendo detenerme en analizar cada uno de ellos, tan solo diré que, en el Antiguo Testamento, muchos de los textos donde se habla del “diablo” son de genero mítico, cuya intencionalidad no es histórica, sino teológica, y que en su mayoría buscan identificar al diablo con las deidades paganas de los pueblos vecinos. Ya en el género apocalíptico, el diablo, la bestia, el dragón o la serpiente, tanto en los libros de Daniel, Ezequiel, Zacarías, Joel y un poco de Isaías, se refieren a los poderes imperiales que tenían sometido al pueblo de Israel: los persas, los babilonios, los griegos, entre otros; mismo modo de proceder del autor del libro del Apocalipsis en el Nuevo Testamento, que se refiere al poder político de la Roma imperial del siglo 1 y 2 de la era cristiana. Jesús y los exorcismos, es un tema demasiado argüido, de manera atrevida usamos los cuatro Evangelios como uno solo, cuando cada uno tiene su propio “modo” teológico de entender a Cristo; es decir, en un mismo costal no podemos meter a Juan con los sinópticos, ni siquiera a los sinópticos entre sí, de hecho, el argumento bíblico del documento “Fe Cristiana y Demonología” (1975), así lo hace. Es curioso que el Evangelio de Juan, que habla del “príncipe de este mundo” no menciona entre sus signos ningún exorcismo. Pero el interés último de este pequeño artículo de opinión, no es negar o afirmar la existencia del diablo, solo dejarlo en unos grandes interrogantes, podría ser titulado como: ¿El diablo no existe? y sería igual de válido. Se quiere proponer una reflexión en torno a la fiesta del 31 de octubre, donde muchos sacerdotes, laicos, religiosos y religiosas satanizan la fecha, infundiendo terror. Hablan de pactos y alianzas satánicas, misas negras, cultos diabólicos, y los aclamados exorcistas previenen a las almas infieles de no venir luego rogando por un exorcismo. De hecho, sus argumentos no dejan de sorprenderme, siguen usando al demonio, como lo usaron los medievales, pero no podemos juzgarlos cuando el Catecismo de la Iglesia de Juan Pablo II, alimenta dichas ideas y sigue usando fuentes extrabíblicas para contar la historia del “diablo y sus ángeles”. Hay temas que dan miedo tocarlos, como este, por ejemplo, porque nos metemos con todo el aparato argumentativo de la dogmática católica, alimentada sobre todo en la Edad Media. Yo no tengo problema alguno con las reformas ad intra y ad extra en la Iglesia, porque ninguna reforma toca lo esencial: a Jesucristo. Pero como cristianos, si en vez de atacar la máscara, atacáramos a quienes se esconden detrás de lo diabólico de este mundo, seríamos verdaderos profetas, como Jesucristo. Quien al expulsar un demonio llamado “Legión” denunciaba el modus operandi deshumanizador del ejército romano, que llevaba a la población a tener su morada entre los muertos, incapacitando a la población para ejercer su derecho a hablar y robándoles en última la paz (cfr. Mc. 5, 1-20) pero ayer como hoy, al igual que esos pobladores de Genesaret, nos siguen importando los cerdos echados al mar y no el hombre restaurado y digno. El 31 de octubre debería ser condenado, no porque se “adore al diablo, sus brujas y demás secuaces” sino porque muchos disfraces, decoraciones, películas y todo el movimiento cultural que lo rodea, celebran la muerte (y no la de los mexicanos) sino la llamada “cultura de la muerte” donde la vida no es valorada y donde se enseña a los niños a encontrar normal la sangre, las armas y la violencia. Halloween, sería condenado por permitir ese proceso de deshumanización e insensibilización, en el que está caminando el mundo moderno, en manos de los poderosos y del mercado capitalista que invaden nuestras vitrinas para estas fechas. Pero seguir argumentando que es malo, porque el diablo está detrás de todo esto, me sigue pareciendo chistoso. De hecho, me imagino al diablo en una central de operaciones, preparando todo al estilo de Papa Noel. En vez de duendes, estoy seguro de que usaría brujas, creo que son más rápidas que los demonios. Pero existen realmente brujas y brujos, lo hacen por profesión, pero creo que son totalmente inofensivos, o por lo menos no hacen tanto daño como los terroristas y los políticos atornillados en el poder, que mercan día a día, cultivando en los países pobres el hambre y la miseria. ¿Existe el diablo? No lo sé, nadie puede estar seguro de ello, la Iglesia en su sabiduría milenaria ha ido afirmando y sosteniendo la personificación del mal, que seduce los corazones de los hombres y los empuja al mal. Pero creer o no creer en el diablo, no le quita ni le pone a la fe que tenemos en el Dios de Jesús, capaz de transformar las realidades oscuras y tenebrosas de nuestro mundo, para hacerlo un lugar, no más espiritual, sino más humano.
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Correr juntos da mucho de sí. Permite alcanzar logros colectivos que desbordan lo meramente deportivo. La Behobia-San Sebastián no son veinte kilómetros de carrera, es una entrega increíble de corredores, público y voluntarios, una fiesta de la fraternidad entre los pueblos, entre las diferentes condiciones sociales, físicas... Es una exaltación de la máquina humana que se lanza brava a la carretera entra ambas localidades, que nada detiene, que avanza firme y rauda a través de los mil y un charcos y contratiempos. Asombroso el cuerpo que la vida nos otorga, increíbles sus posibilidades a nada que lo cuidemos y “engrasemos”. Asombrosa también la organización que acoge a casi 30.000 corredores y permite el milagro de la fiesta colectiva pese al temporal.
¿Quién hubiera corrido en esa mañana en que los Cielos vaciaron toda su agua, en que la Rosa desató todos sus vientos? El tiempo infernal elevó el evento a épica colectiva. Dicen que corrían, pero yo les vi volar a ras de tierra, por más que no era cuestión de quién “sprinta” más rápido, de quién resolvía antes la proeza, de quién se arrimara primero a las preciadas olas y alcanzara el victorioso Boulevard. Más allá de lo que marquen los relojes, el mérito de desembocar en el mar y respirar por fin salitre se divide por igual entre los esforzados participantes. Las manos dolían al llegar a casa de tanto reunirlas con fuerza. Bendito dolor. No era para menos. El ánimo al principio era para los disminuidos físicos, para esos dobles héroes que hacían frente a un mismo tiempo a la lluvia y el viento, así como a sus propias limitaciones. Los vítores se repitieron cuando aparecieron los vencedores de la carrera capaces de venir desde la frontera en una hora, para esos suprahumanos dotados con máquinas no sólo perfectas, sino también poderosas. Las primeras corredoras fueron las siguientes receptoras de todas nuestras ovaciones, solidaridad inevitable con la mujer que corre, salta, lucha y además engendra nueva vida. Cierta indisimulada emoción asaltaba también al paso de quienes imprimían al correr su particular sentido. La marea humana empapada no se detenía. Gozo de ver pasar durante horas a tantas gentes variadas y al mismo tiempo hermanadas en el sencillo placer de correr largos asfaltos. Bajo un paraguas agarrado tantas veces con firmeza en la desapacible Zurriola vimos correr autonomías y nacionalidades profundamente unidas, vi desfilar una España diversa que no necesita ningún tipo de presión para hermanarse. Los solos números de los cronómetros se hubieran antojado fríos en una ya de por sí rigurosa mañana. Las marcas deportivas se diluyen en el calor de la fiesta. No hay laurel para tantos pechos mojados. La hazaña de la Behobia se escribe definitivamente en ancho plural. Afortunada la ciudad que alberga esos pasillos a los corredores tan cálidos y entusiastas, ese anhelo tan desbordado de compartir y confraternizar. A la tarde en la estación de autobuses los corredores ufanos se hacían todavía “selfies” y exhibían la gran medalla redonda. ¿Quién colgará del cuello el merecido trofeo de hierro? La carrera cumplía cien años. ¿Cuántos aplausos nos hemos perdido? Seguramente éramos donostiarras de segunda al no haber vivido nunca la Behobia. Quizás un día correr, aunque sea para llegar en la cola; quizás bajar a la carretera y sumar, ya con camiseta y deportivas, a esa estrecha comunión. A la postre creo que la popular carrera es sólo una excusa. Nos evidencia la falta que tiene el humano de espacios y oportunidades para hermanarse en lo profundo. No sólo la cultura y el deporte nos brinden esos atisbos. Quizás un día ese correr juntos desborde el asfalto mojado, quizás no quede acotado, no se limite a veinte kilómetros y a una puntual jornada. Quizás se deslice por avenidas sin fin. Luciremos después por los andenes otra suerte de más extendido orgullo. La televisión a la noche nos revelaría una vez más nuestras carencias a la hora de encontrarnos en la arena política. Las alegrías que no nos proporcionó la pantalla, al constatar el ascenso de la intolerancia, al observar de nuevo nuestras dificultades para reunirnos, dialogar y acordar, nos la dieron quienes nos ofrecieron alarde de superación personal, de espíritu de colaborar y compartir. Fueron muchos miles y lo dieron todo. Avanzaron entre la lluvia y la niebla demostrando, zancada a zancada, que otro mundo de más sencilla, sincera y noble entrega al afán colectivo es posible.
Entenderán que les hable con llaneza, pues compartimos muchos aspectos que nos son comunes dentro de ese marco que se llama España aun cuando la vivencia de esa España la tengamos elaborada de diversa manera. Me interesa la política por cuanto es propia de toda comunidad humana y con ella vivimos tras aprobar principios y leyes que regulan nuestro convivir. Puede que les extrañe si les digo que en España todo ciudadano se encuentra condicionado por un prisma religioso mayoritariamente cristiano. Condicionado no quiere decir determinado, pero sí influenciado, sin negar la libertad de aceptarlo o rechazarlo. Pero, paradójicamente, tal prisma no proyecta preciso el mensaje de Jesús de Nazaret. Porque ser cristiano significa hacer propio el estilo de vida de Jesús, un estilo que afecta al ser entero. Y el prisma vigente no refleja la sustancia original del cristianismo, que es Jesús de Nazaret, sino más bien el seguimiento que de él ha hecho la Iglesia, configurado en los últimos siglos en forma piramidal antidemocrático. Y es a esa forma a la que la sociedad desde la Reforma, el Renacimiento, la Ilustración y las Revoluciones modernas cuestionan y rechazan por verla distanciada y hasta incompatible con la moderna autonomía de la razón y del progreso. Cierto que en todas las generaciones, el Nazareno fue fuente, camino y meta de nueva vida para muchos. Pero en el camino y estructuras eclesiásticas de la historia el paradigma de Jesús se fue desvaneciendo, hasta derivar en formas de cultura y organización ajenas al mismo Evangelio. De modo que el hijo del hombre, que venía marcando la historia y cultura, e incluso el calendario de Occidente, quedó relegado cuando no eclipsado en la Casa de nuestro convivir humano. Suyos eran en relevancia máxima, los principios de la igualdad, de la justicia, de la fraternidad, del amor, de la primacía de los últimos (los más vulnerables, los más empobrecidos y los más explotados), de un Dios aliado con su causa, de una denuncia profética, de un afrontar la muerte violenta de la cruz sin doblegarse ante el poder del Imperio Romano y del Sanedrín judío.
Pero, este posconcilio renovador duró pocos años. Los aires comenzaron a soplar en dirección claramente anticonciliar. La llegada del Papa Juan Pablo II, con la posterior del Papa Benedicto XVI, marcaban dirección con vuelta al pasado: era la Restauración. Siguió como consecuencia una progresiva decepción y estancamiento, sin que la cristiandad tuviera acceso a la renovación del concilio, y la congelación se extendió por más de 35 años, que agravaron el atraso de siglos pasados. Esto explicaría el imparable éxodo eclesial de muchos y, sobre todo, el que muchos cristianos no pudieran asimilar el espíritu y sabiduría aportados por el concilio Vaticano II, éste se convirtió en un libro cerrado para la mayoría. Y sin él, siguió la inercia de un convivir guiado por la rutina, el ritualismo, la obediencia a los preceptos de siempre, el autoritarismo jerárquico, la garantía de un uniforme y estereotipado pensar y obrar cristianos. El "hijo del Hombre", encasillado como respuesta ilusoria de un mundo trascendente y misterioso, se hizo irrelevante en el curso de la vida de cada uno y de la humanidad. Y cundió cada vez más la instintiva y superficial huida del Nazareno. Claro que, los empeños de este tipo, jamás pudieron borrar el hecho histórico de la Resurrección de Jesús, que lo acredita como humano-divino y, en consecuencia, como Principio y Fin de la vida , Alfa y Omega del universo creado: "Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de Jesús: ha resucitado".
Bien, ¿y que tiene que ver todo esto con la presencia y compromisos de Jesús en la vida política? Jesús se sentía con la misión de implantar el Reino de Dios en este mundo y no podía desentenderse de allí donde estuviera ausente o pervertido. Se podría decir que el vivir - morir jesuánico reveló factores esenciales del drama humano, que los afrontó sin abdicar de su dignidad y señaló el camino para no transigir con la codicia, la soberbia y la hipocresía de quienes gobiernan pegados a su egoísmo e intereses. La pregunta se hace entonces ineludible: ¿Hay en Jesús un código de ética humana, que acoge el grito de los más empobrecidos y excluidos de la sociedad y repudia a quienes no se avergüenzan de maltratarlos y explotarlos? Ese código es un retrato de la vida de Jesús, de su comportamiento con los ciudadanos, las autoridades, el quehacer cotidiano de la vida, la naturaleza, el cosmos, Dios mismo. Jesús a sus 30 años, anunció algo que conmovió a sus paisanos y les resolvía problemas importantes. Su proyecto atrajo la mirada de todo el poder político y religioso, no concordaban con él y tuvo que afrontar el dilema: o se callaba o lo cuestionaba; si lo cuestionaba, tenía que atenerse a las consecuencias. Consecuencias que tienen que ver necesariamente con la política, pues en toda comunidad se construye un proyecto de vida común que trata de regular la política. Entre esos proyectos, está el de Jesús de Nazaret que se convierte para el creyente cristiano, en paradigma de vida y convivencia humanas. Paradigma que él anuncia como Reino de Dios, al que todos nacen invitados para conocerlo y vivirlo por originarse en sujetos de innata capacidad y universal dignidad. Por ello, resulta connatural afirmar que la fe cristiana, desarrollada en convivencia, no puede renunciar a una política que haga realidad el proyecto de Jesús.
Para ello, aduce que la fe cristiana poco o nada tiene que ver con las preocupaciones y problemas humanos de la tierra; lo suyo es atender a la salvación de las almas, a sobrellevar con humildad, paciencia, las mil privaciones, sufrimientos y contradicciones de la vida, viendo en ellas pruebas para santificarse y acumular méritos en el cielo. El Reino de Dios, del que habla Jesús, no sería para ser implantado en este mundo sino en el más allá; por lo que a la Iglesia le correspondería irlo haciendo crecer en el interior de cada persona, ya que la política es terreno vedado para la fe. Desde esta perspectiva, el orden socioecómico en el que se teje la convivencia, quedaría a merced de la política, tocaría a ella fijarlo, y es ella la que determinaría que ese orden es efecto de la voluntad divina, la cual establece la existencia de clases en ricos y pobres, como consecuencia de sostener que los pobres no trabajan y una minoría, que se erige en propietaria del proceso comercial-económico, extrae de él una plusvalía que le asegure beneficios ilimitados e incontrolados.
"Por su misma naturaleza, la Iglesia es una sociedad desigual con dos categorías: la jerarquía y la multitud de fieles; sólo en la Iglesia Jerarquía reside el poder y la multitud no tiene más derecho que el de dejarse conducir y seguir dócilmente a sus pastores" (Pio X, Vehementer, 12.) "La diferencia de clases en la sociedad civil tiene su origen en la naturaleza humana y, por consiguiente, debe atribuirsea a la voluntad de Dios" (Pio IX, Syllabus, Enchiridin Symbolorum, 1960, (1540). "No se puede ser verdadero católico y verdadero socialista" (Pio XI, Quadragessimo anno, 12). "Es injurioso decir que es necesaria una cierta restauración o regeneración de la Iglesia para hacerla volver a su primitiva incolumidad" (Gregorio XVI, Mirari Vos, 16). "Defender y profesar que todo hombre es libre para abrazar aquella religión que, guiado por la razón, juzgara ser verdadera, es una doctrina condenada" (Pio IX, Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960 (1540). "Las mayores infelicidades vendrían sobre la religión y sobre las naciones si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil" (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Madrid, 1955, pp. 1 y ss). Esta complicidad entre el capitalismo y la Iglesia preconciliar, hizo posible que el capitalismo reemplazase al Dios de Jesús por el dios dinero, que anula los valores de la igualdad y la justicia. La fe cristiana reconoce al Dios de Jesús –Dios Amor y Padre de todos- como base y principio de una política fraterna, en tanto que la burguesía reconoce al dios dinero -dios egoísta- que enemista, divide y mata.
Y nada puede negar el hecho contundente de que la persecución y crucifixión de Jesús se debió a la adoración idolátrica del dios dinero, encarnada en el imperio romano y en el sanedrín judío y no a la voluntad de un Dios que exigiría como reparación la sangre de una víctima de valor infinito para perdonar los pecados cometidos. El cristianismo ofrece respuesta a fundamentales interrogantes y problemas del ser humano, terrenal ciertamente, pero ligado también a un ser transcendente, manifestado históricamente en la humanidad de Jesús. El capitalismo se desentiende del contenido ético-político del proyecto de Jesús y cierra toda puerta que no sea para rendir culto al dios dinero. Como comenta Juan Moreno en su artículo "El capitalisparásito del catolicismo" el capitalismo es el parásito que se aposenta dentro del cristianismo, lo vacía de su contenido y lo rellena con la omnipotencia venenosa del dios dinero. Y alimenta la conciencia de que esa es la voluntad de Dios, que bendice a los que obtienen prosperidad y éxito en su trabajo, aunque sea apropiándose de lo que les pertenece a otros. El dios capitalista es voraz y excluyente: exige adoración sin tregua ni compasión, desprecia los anhelos más naturales del ser humano y no le importa tener que afrontar un mundo de odio y de guerra, aun a costa de agitar un mar de lágrimas, soledad y desespero.
Un 28,6 % (1 de cada 4) apenas llega al final de mes con recursos para atender las necesidades diarias. Más de 7 millones no llegan a los mil euros al mes. A pesar de la crisis, el número de ricos en España ha aumentado en estos últimos años. España cuenta con 979.000 personas con un patrimonio de más de un millón de dólares (897.000 euros), 33% más que el año 2018. Se ha calculado también el número de ultrarricos, que superan los 50 millones de dólares. En España serían 2.198 ultrarricos, lo que supone un 5,3 % más que el año 2018.Y de estos, 67 tienen patrimonios por encima de los 500 millones de dólares (Globait Welt Report, Investigación de Credit Suisse, El País, 22-Octubre-2019). Estos datos muestran la cruel paradoja de que en una sociedad que en gran parte presume de cristiana, existan desigualdades tan innecesarias y, por lo mismo, tan cruel y enormemente injustas. Y que haya políticos que no renuncian a su nominación cristiana, aún sabiéndose estar en la antítesis del Evangelio. Dios no puede ser Padre de todos sin reclamar justicia para todos aquellos que son excluidos de una vida digna. Su modo de ser es la compasión que brota del amor y tiende a interiorizarse en nosotros para llegar a amar como El mismo nos amó. El amor lo hizo acampar entre nosotros humanamente, entregado al servicio y liberación de los oprimidos y a la denuncia de los opresores. Su grito más revolucionario fue que los que no interesan a nadie, los que no cuentan para la política oficial, los que son considerados sobrantes, esos precisamente son los que ocupan un lugar preferente en el corazón de Dios, tan preferente que serán los primeros. Estamos en el penúltimo domingo del año litúrgico. El próximo celebraremos la fiesta de Cristo Rey que remata el ciclo. Como el domingo pasado, el evangelio nos invita a reflexionar sobre el más allá. El lenguaje apocalíptico y escatológico, tan común en la época de Jesús, es muy difícil de entender hoy. Corresponde a otra manera de ver al hombre, a Dios y la realidad material. Desde aquella visión, es lógico que tuvieran también otra manera de ver lo último, el "esjatón". Una vez más los discípulos están más interesados por la cuestión del cuándo y el cómo, que por el mensaje.
El pueblo judío estuvo siempre volcado hacia el futuro. La Biblia refleja una tensión, esperando la salvación que solo puede venir de Dios. A Noé se le ofrece algo nuevo después de la destrucción de lo viejo. A Abrahán, salir de su tierra para ofrecerle algo mejor. El Éxodo promete salir de la esclavitud a la libertad. Pero todas las promesas, en realidad, son la expresión humana de una carencia fundamental de hombre. Los profetas se encargaron de mantener viva esta expectativa de salvación definitiva. Pero también introdujeron una faceta nueva: El día de esa salvación debía de ser un día de alegría, de felicidad, de luz, pero a causa de las infidelidades del pueblo, los profetas empiezan a anunciarlo como día de tinieblas; día en que Yahvé castigará a los infieles y salvará al resto. El objetivo de este discurso era urgir a la conversión. Los primeros cristianos no tienen inconveniente en utilizar las imágenes que le proporciona la tradición judía, que era el ámbito religiosos en el que se desenvolvían. A primera vista parece que entra en esa misma dinámica apocalíptica, muy desarrollada en la época anterior y posterior a la vida de Jesús. El NT pone en boca de Jesús un lenguaje que se apoya en los conocimientos y las imágenes que le proporciona el AT. En tiempo de Jesús se creía que esa intervención definitiva de Dios iba a ser inminente. En este ambiente se desarrolla la predicación de Juan Bautista y de Jesús. Las primeras comunidades cristianas acentuaron aún más esta expectativa de final inmediato. Pero en los últimos escritos del NT es ya patente una tensión entre la espera inmediata del fin y la necesidad de preocuparse de la vida presente. Ante la ausencia de acontecimientos en los primeros años del cristianismo, las comunidades se preparan para la permanencia. Con los conocimientos que hoy tiene el ser humano y el grado de conciencia que ha adquirido, no tiene ninguna necesidad de acudir a la actuación de Dios, ni para destruir el mundo y poder crear otro más perfecto (apocalíptica), ni para enderezar todo lo malo que hay en él para que llegue a su perfección (escatología). El Génesis nos dice que al final de la creación Dios “vio todo lo que había hecho y era muy bueno”. ¿Por qué, nosotros, lo vemos todo malo? Para Dios todo está siempre en total equilibrio. La justicia de Dios no es un trasunto de la justicia humana, solo que más perfecta. La justicia humana es el restablecimiento de un equilibrio perdido por una injusticia. Dios no tiene que actuar para ser justo ni inmediatamente después de un acto, ni en un hipotético último día donde todo quedará definitivamente zanjado. Dios no hace justicia. Él es justicia. Todo acto, sea bueno, sea malo, en sí mismo lleva ya el “premio” o el “castigo”, Dios no necesita ninguna acción posterior. Ante Dios todo es justo en cada momento. Dios es justicia y toda la creación está siempre de acuerdo con lo que Él es. Nuestra contingencia es consecuencia de nuestra condición de criaturas. El dolor, el pecado, la muerte no son un fallo, sino que pertenecen a nuestra misma naturaleza. La salvación no consistirá en que Dios nos libre de esas limitaciones, sino en darse cuenta de que Él está siempre en nosotros, y todo hombre puede alcanzar plenitud de ser, a pesar de ellas. Lo que en el mundo creemos que está mal y no depende del hombre, no es más que una falta de perspectiva. Una visión que fuera más allá de las apariencias nos convencería de que no hay nada que cambiar en la realidad, sino que tenemos que cambiar nuestra manera de interpretarla. Lo que nos debía preocupar de verdad es lo que está mal por culpa del hombre. Ahí nuestra tarea es inmensa. El ser humano está causando tanto mal a otros seres humanos y al mismo mundo que debíamos estar aterrados. No nos debe extrañar la referencia a la destrucción del templo. Este evangelio está escrito entre el año 80 y el 90, por lo tanto ya se había producido esa catástrofe. Para un judío, la destrucción del templo era el “fin del mundo”. Era lógico asociar la destrucción del templo al fin de los tiempos, porque para ellos el templo lo era todo. De ahí la pregunta: ¿Cuándo va a ser eso? Pero Jesús responde hablando del fin de los tiempos, no del templo. La única preparación posible es la confianza total en lo que Dios nos está dando. Jesús introduce elementos nuevos que cambian la esencia de la visión apocalíptica. En la lectura de hoy podemos apreciar claramente estos matices. A Jesús no le impresiona tanto el fin, como la actitud de cada uno ante la realidad actual (“antes de eso”). ¡Que nadie os engañe! La advertencia vale para hoy. Ni el fin ni las catástrofes tienen importancia ninguna, si sabemos mantener la actitud adecuada. La realidad no debe perturbarnos. Sabemos que la realidad material termina, pero lo esencial dura. La seguridad no la puede dar la falta de conflictos (siempre los habrá), ni la promesa de felicidad, sino la confianza en Dios. Tampoco debemos seguir edificando “templos” que nos den seguridades. Ni organigramas ni doctrinas ni un cristianismo sociológico, garantizan nuestra salvación. Todo lo contrario, puede ser que la desaparición de esas seguridades nos ayude a buscar nuestra verdadera salvación. Decía ya San Ambrosio: “Los emperadores nos ayudaban más cuando nos perseguían que cuando nos protegen”. Lo esencial del mensaje de hoy está en la importancia del momento presente frente a los miedos por un pasado o las especulaciones sobre el futuro. Aquí y ahora puedo descubrir mi plenitud. Aquí y ahora puedo tocar la eternidad. Hoy mismo puedo detener el tiempo y llegar a lo absoluto. En un instante puedo vivir la totalidad, no solo de mi ser individual, sino la TOTALIDAD de lo que ha existido, existe y existirá. Para el despierto, no hay diferencia ninguna entre el pasado, el presente y el futuro. Jesús venció a la muerte, muriendo. Su muerte no fue un paripé para recuperar la misma vida que perdió. Fue la aceptación total de su limitación lo que le proyectó a lo absoluto. Solo descubriendo y aceptando plenamente mi limitación, podré entrar en la dinámica de lo eterno que hay en mí. El mayor peligro que nos acecha es que busquemos en la vida espiritual la manera de potenciar lo material. El tiempo material es una sucesión de puntos. La eternidad es un punto que se encuentra a en todos los lugares de la línea. Meditación Cuidado con que nadie os engañe. Nos convence lo que halaga el oído Cuando la verdad nos exige esfuerzo, profundizar en la realidad de nuestro propio ser, es el único camino para escapar de las voces de sirena. Las promesas de futuro son falsas, porque Dios no tiene futuro. Para la Iglesia, el año litúrgico no termina el 31 de diciembre sino a finales de noviembre. De ese modo puede reservar cuatro domingos antes del 25 de diciembre para celebrar el Adviento, que forma ya parte del nuevo ciclo. El último domingo del tiempo ordinario se dedica en los tres ciclos a celebrar la fiesta de Cristo Rey. Y el penúltimo, el 33, a recordar el fin del mundo y de la historia. Algo que puede parecer bastante ajeno a nuestra mentalidad y cultura, pero que fue esencial para los primeros cristianos y que ofrece materia interesante de reflexión.
Del entusiasmo ingenuo a la esperanza apocalíptica La gran tragedia experimentada por el pueblo judío a comienzos del siglo VI a.C., cuando parte importante de la población fue deportada a Babilonia, Jerusalén y el templo quedaron en ruinas, y el pueblo perdió la independencia, provocó al cabo de unos años un florecimiento de profecías que anunciaban la vuelta de los desterrados, la prosperidad y esplendor de Jerusalén, la gloria futura del pueblo de Dios. Los profetas rivalizaban entre ellos por ver quién anunciaba un futuro mejor. Y la gente, durante siglos, alentó esas esperanzas. Hasta que la realidad se impuso, dando paso a una gran decepción: ni independencia, ni riqueza, ni esplendor. La decepción fue tan fuerte, que algunos grupos vieron la solución en la desaparición del mundo presente, radicalmente malo, y la aparición de un mundo futuro maravilloso, del que sólo formarían parte los buenos israelitas. La primera lectura de hoy lo afirma con toda claridad. Primera lectura (Malaquías 3,19-20a) En este breve pasaje, lo único que precisa comentario es la metáfora final. Para nosotros, «un sol de justicia» es un sol terrible, del que buscamos refugio bajo cualquier sombra. Pero este no es el sentido aquí, sino todo lo contrario: «un sol salvador, que nos salva con sus rayos». ¿De dónde viene esta extraña metáfora? Probablemente de Egipto, inspirándose en la imagen del sol alado, que representa su acción benéfica sobre todo el mundo. El cálculo del momento final y las señales Ya que la mentalidad apocalíptica considera inminente el fin del mundo, desea calcular el momento exacto en que tendrá lugar y las señales que lo anunciarán. Las dos preguntas que formulan los discípulos a Jesús en el evangelio de hoy recogen muy bien ambos aspectos: ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Los Testigos de Jehová, cuando afirmaban a mediados del siglo pasado que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de la gran conflagración, marcada por el comienzo de la Gran Guerra en 1914) son los mejores exponentes modernos de esta forma de pensar. Para la mentalidad apocalíptica, cualquier acontecimiento trágico, sobre todo si era de grandes proporciones, anunciaba el fin del mundo. Por eso, en el evangelio de este domingo, cuando los discípulos oyen anunciar la destrucción de Jerusalén, inmediatamente piensan en el fin del mundo. El peligro de esta mentalidad es que resulta estéril. Todo se queda en cálculos y señales, sin comprometerse con los problemas del mundo que nos rodea. Y eso es lo que pretenden evitar los evangelios sinópticos cuando ponen en boca de Jesús un largo discurso apocalíptico, que la liturgia se encarga de mutilar abundantemente (en nuestro caso, los 29 versículos de Lucas 21,8-36 quedan reducidos a los doce primeros; menos de la mitad). La respuesta de Jesús Las palabras de Jesús recogen un buen catálogo de las señales habituales en la apocalíptica: 1) a nivel humano: guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales; 2) a nivel terrestre: epidemias y hambre; 3) a nivel celeste: signos espantosos. Pero nada de esto anuncia el fin del mundo. Antes, y aquí radica la novedad del discurso, ocurrirán señales a nivel personal y comunitario: persecución religiosa y política, cárcel, juicio ante tribunales civiles; incluso la traición de padres y hermanos, la muerte y el odio de todos por causa de Jesús. Esta parte abandona la enumeración de catástrofes apocalípticas para describir la dura realidad de las primeras comunidades cristianas. En todas ellas habría algunos juzgados y condenados injustamente, traicionados incluso por sus seres más queridos. Sólo dos frases alivian la tensión de este párrafo tan trágico. La primera resulta casi irónica, pero no lo es: Así tendréis ocasión de dar testimonio. La persecución, la cárcel y los juicios injustos no se deben ver como algo puramente negativo. Ofrecen la posibilidad de dar testimonio de Jesús, y así lo interpretaron los numerosos mártires de los primeros siglos y los mártires de todos los tiempos. La segunda alienta la confianza y la esperanza: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Más bien habría que decir que perecerán todos los cabellos de vuestra cabeza, pero salvaréis vuestras almas, que es lo importante. Si siguiésemos leyendo el discurso, todo culminaría en la aparición de Jesús, «el Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria». Es el sol del que hablaba Malaquías, que ilumina y salva a todos los que creen en él. Frente a la curiosidad, testimonio Las lecturas de este domingo corren el peligro de ser interpretadas en el Primer Mundo como mero recuerdo de lo que ocurrió entre los primeros cristianos. Muy distinta será la interpretación de bastantes iglesias africanas y asiáticas, que se verán muy bien reflejadas y consoladas por las palabras de Jesús. También nosotros debemos recordar que, sin persecuciones ni cárceles, nuestra misión es aprovechar todas las circunstancias de la vida para dar testimonio de Jesús. Podemos imaginarnos la escena: Un grupo de gente está asombrada ante la belleza del templo que construyó Salomón. Por todas partes se ven mármoles y madera del Líbano; la cúpula está recubierta de oro y deslumbra con el sol. Además de ser un edificio deslumbrante, el templo era el “banco central” del judaísmo: no solo se guardaban allí grandes riquezas sino que se acuñaba una moneda propia.
En el interior del templo se guardaba el arca de la alianza, y a través de ella Dios se hacía presente en medio de su pueblo, con una intensidad superior a la de cualquier otro espacio o símbolo religioso. Jesús no resalta la belleza del templo, sino que habla de su destrucción. Se inserta así, en la tradición de los profetas. Para ellos, la destrucción del templo sería señal de que se había roto la alianza entre Dios y su pueblo. Lo trágico no era la pérdida de este edificio impresionante, sino la dimensión teológica, porque creían imposible el culto a Dios al margen, o fuera, del templo de Jerusalén. Así lo habían expresado los profetas:
Lucas recuerda las palabras de Jesús, para que guíen a las comunidades, en medio de la confusión, el miedo y las persecuciones. Estas son las claves del mensaje que pueden ayudarnos también ahora: a) Que nadie os engañe. Había charlatanes que se aprovechaban del miedo de la gente para conseguir seguidores, y tenían la desfachatez de decir que hablaban en nombre de Jesús. También hoy hay charlatanes que usan el miedo como arma, proponiendo una sociedad que no tiene nada que ver con el proyecto de Jesús. El evangelio nos invita a estar atentos a los mensajes engañosos de las redes sociales, a no atontarnos con la televisión que nos enreda con sus personajes-marioneta, olvidando las historias reales de quienes nos rodean y nos necesitan. b) Os perseguirán… pero yo os daré palabras y sabiduría y podréis dar testimonio. Hoy sigue siendo imprescindible un testimonio valiente y coherente, no es fácil, pero no podemos olvidar que recibimos la fuerza del Espíritu para darlo. C) Hasta vuestra familia os traicionará y odiará por causa mía. ¿Por qué era importante la perseverancia? Porque el ambiente en que vivían los discípulos no facilitaba la vivencia de los valores que Jesús les había propuesto, y la tentación de tirar la toalla y volver a la vida anterior, pagana, era muy fuerte y habitual. Lamentablemente, también hoy son frecuentes las discusiones y enfrentamientos en las familias por motivos religiosos. ¡Cuántas veces callamos o disimulamos nuestros principios por una falsa paz! Con estas tres claves podemos revisar el año litúrgico que acaba y hacer gestos de conversión para que la Palabra se haga carne en nuestra carne. Que el mensaje de este domingo nos lleve a afrontar el presente y el futuro con la confianza de que el Espíritu está en nosotros, aunque nos veamos en medio de persecuciones y dificultades que nos parezcan insalvables. El ideal burgués de fraternidad, que la revolución francesa ha unido al de igualdad y libertad, ha quedado en gran parte inoperante en el campo de las luchas político-económicas del siglo XIX–XX, porque no se ha dado una verdadera trasformación en línea de justicia. Detrás de las hermosas palabras de hermandad e igualdad se escondía el ansia de dominio de algunos privilegiados, la «libertad» de realizarse a costa de los otros. ¡Que triunfe el que es más fuerte! se decía o, por lo menos, se pensaba. Es lógico que, en contra de esa situación, que ha dado origen al capitalismo financiero y depredador que nos amenaza, se haya levantado un nuevo tipo de conciencia de amor entre los hombres: Una solidaridad de oprimidos, abierta hacia los grandes ideales de igualdad fundamental entre los hombres. Siguiendo en esa línea, a partir de las experiencia ya citada de E. Hillesum, sin negar tu primera actitud de protesta, tú misma me has dicho, que somos responsables de la obra de Dios (es decir, del mismo Dios)[1].
Estrictamente hablando, solidaridad significa comunión de intereses y suele surgir allí donde unos hombres, unidos en el mismo dolor y explotación, se sienten capaces de asumir su suerte y comenzar un gran proceso de transformación. El ideal cristiano de fraternidad influía poco y además parecía aliado a los valores burgueses. Las palabras genéricas sobre la vinculación humana de los ilustrados del siglo XVIII sonaban a sermón vacío, en un mundo de masas obreras sometidas a una inmensa explotación. Desde ese fondo surgió en diversos lugares un ideal nuevo de solidaridad humana (cf. cap. 38). Fueron tiempos duros, pero no vacíos. Allí donde habría podido decirse que la historia fracasaba comenzaron a surgir caminos de justicia, en los siglos XIX y XX. Las grandes palabras de amor interhumano parecían rotas, al menos en las capitales de la industria, la política, el comercio. Parecía que lo humano se encontraba condenado a perecer entre los resortes del capital (el nuevo dios), entre intereses coloniales y luchas de poder. Pues bien, desde esa situación se fue elevando la voz de condenados, los obreros sin poder ni pan, que proclamaban una nueva ley humana, un camino de igualdad y de esperanza. De esa forma, en medio de una tierra de palabras vanas y de bellos propósitos de amor inoperante, convertido en propulsor de la injusticia, fue surgiendo un ideal distinto de amor solidario, interpretado como fuerza de transformación del hombre y de la historia. Esa solidaridad, entendida como intento de crear amor a través de un cambio de estructuras, se vincula al descubrimiento de que las clases sociales no derivan de la naturaleza, sino que provienen de la historia y cultura de los hombres, como empiezan diciendo K. Marx y F. Engels, en El Manifiesto comunista de 1848: «Hasta hoy toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas». Ese antagonismo deriva de las condiciones de producción, se explicita en formas de ideología clasista, elaboradas para el dominio de unos pocos y se concretiza en la misma organización de los estados. En esa línea, la humanidad, internamente dividida, corre el riesgo de destruirse. Por eso es necesario un movimiento inverso que, partiendo de la misma opresión, pueda superarla. Esto podía realizarlo únicamente la clase proletaria. En ese contexto quiero hablar de la solidaridad marxista, pero después, en un nivel mucho más hondo, retomando la experiencia de E. Hillesum (y de Jesús), quiero desarrollar algunas ideas que tú misma me enseñaste, al decir que debemos ser solidarios con el mismo Dios y ayudarle en el camino de la llegada de su reino. Somos responsables del orden social (como empezaré mostrando con unas reflexiones tomadas en parte del marxismo), pero, en un nivel más hondo, somos responsables del mismo Dios, es decir, de su obra y presencia en el mundo, como supo y dijo Jesucristo. Solidaridad comunista. Como heredero de la revolución francesa y del judeo-cristianismo, K. Marx (1818-1883) suponía que los hombres han de vincularse en justicia, en contra de lo que sucede actualmente, en que se hallaban divididos, escindidos, rotos por la lucha entre las clases. Sólo desde el interior de la clase subyugada o destruida de los proletarios puede surgir un camino de emancipación solidaria: ¿Dónde reside, pues, la posibilidad positiva de la emancipación...? En la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase que es la disolución de todas: de una esfera que posee un carácter universal debido a sus sufrimientos universales y que no reclama para sí ningún derecho especial, porque no se comete contra ella ningún daño especial, sino el daño puro y simple, que no puede invocar ya un título histórico sino su título humano...; de una esfera, por último, que no puede emanciparse sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad y. al mismo tiempo, emanciparlas a todas ellas; que es, en una palabra, la pérdida fatal del hombre y que, por lo tanto, sólo puede ganarse a sí misma mediante la recuperación total del hombre. Esta disolución de la sociedad como clase especial es el proletariado (Marx-Engels, Sobre Religión I, Sígueme, Salamanca 1974, 105). Este pasaje condensa y anuncia lo que ha querido ser la solidaridad marxista, fundada en la comunión en el dolor y en el despojo. La unidad de la burguesía no se fundamenta en la razón, ni en los valores de la humanidad, sino en intereses de grupo. Por el contrario, la unidad de la clase proletaria se funda sobre la carencia de todos los valores. El proletariado no dispone de nobleza, ni de fuerza o bienes de fortuna; su único valor es la vida, la verdad del hombre que, al llegar hasta la hondura de sí mismo, despojado de todo, no tiene más valor que el hecho de formar parte del género humano. Desde esa base, en el principio de todos los caminos de transformación humana está la vivencia del sufrimiento compartido, la solidaridad en la opresión. Esa solidaridad se abre en forma de lucha revolucionaria. En un momento determinado, los proletarios, unidos en el despojo, descubren la posibilidad de planear y edificar una existencia diferente, a través de la ruptura del orden actual (burguesía), para así crear una forma de vida compartida. Para realizar ese cambio es necesario que la unión en el dolor se vuelva solidaridad activa en alzamiento y en combate. En este contexto has de entender el lema final del Manifiesto Comunista: ¡proletarios de todos los pueblos: uníos! Esa unión del proletariado constituye el dogma base del credo comunista, que según Marx y Engels se oponen a los esquemas de humildad y pequeñez del cristianismo: Los principios sociales del cristianismo predican la cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión, el desaliento; en una palabra, todas las cualidades de la canaille. Y el proletariado, que no quiere ser tratado como una canaille, necesita su valentía, su sentimiento de sí mismo, su orgullo y su sentido de independencia mucho más que su pan. Los principios sociales del cristianismo son solapados, y el proletariado es revolucionario (Ibid., 178-179). Éstos son los elementos que definen y realizan la unión proletaria. Enamoramiento y amistad quedan en penumbra, como datos intimistas que no cuentan directamente en la nueva solidaridad. Los valores que se estiman principales son al interior del grupo la camaradería y al exterior la militancia. Camarada es quien se integra en la clase proletaria, convirtiéndola en principio y medida de toda su tarea. El camarada sabe que su suerte personal no es decisiva, lo que importa es la trasformación de clase, la unidad en el proceso, el movimiento proletario que culmina en el futuro de la nueva humanidad sin opresión del hombre sobre el hombre. Los valores intimistas, individuales, son menos importantes. Lo que importa es la solidaridad de grupo, que lleva a la unidad de los individuos (proletarios), para la transformación de la humanidad. Hasta que llegue ese final reconciliado, el camarada es militante: Se integra en la dinámica de lucha de clases y la asume de tal forma que es capaz de dar su en aras de la solidaridad. Esa solidaridad tiende al surgimiento de una sociedad sin clases. «Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político» (Manifiesto comunista, Madrid 1977, 46). En una sociedad de clases, el Estado es signo y garantía de violencia, como instrumento de dominio de una clase sobre otras. Por la revolución socialista, el Estado cambiará, haciéndose vehículo de ideas y proyectos revolucionarios, que llevan a la superación de las clases sociales. Así, cuando se cumpla el proceso y el proletariado, inicialmente despojado de todo, a través de un proceso de organización y lucha, haya logrado asumir la esencia de lo humano, el Estado como signo de imposición desaparecerá y la sociedad se organizará de forma transparente y solidaria, en libertad y en igualdad, de tal manera que los signos de la vieja imposición irán al puesto que les fuera preparado previamente, «al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y al hacha de bronce (cf. F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, Madrid 1970, 217). Las maneras de hablar sobre ese momento final son diversas: Identificación del hombre con su naturaleza, transparencia interhumana, trabajo como juego, superación de las necesidades etc. Triunfará la solidaridad y el hombre no será enemigo de los hombres. Estas eran las palabras básicas del ideal comunista. Ahora que las realizaciones concretas de ese ideal han fracasado (año 2012), tras millones de muertos de la dictadura estalinista y maoísta, preguntamos: ¿Sigue teniendo un valor? ¿Dónde han estado sus fallos? ¿Cómo se relaciona la solidaridad marxista con el amor del cristianismo? Solidaridad cristiana. Sabes bien que es difícil contestar a las preguntas anteriores, y aquí sólo puedo esbozar algunos rasgos de la solidaridad cristiana partiendo de una lectura social Mt 25, 31-46 (“tuve hambre y me disteis de comer…»), distinguiendo cinco rasgos de la solidaridad cristiana. En su principio está la gracia de la encarnación, es decir, la certeza de que Dios nos ama, tal como aparece en el evangelio de Jesús. Por eso, la solidaridad con los excluidos no es sencillamente efecto del camino de la historia: Es don de Dios que se hace humano, asumiendo nuestro dolor, es compromiso de ayudar al Dios que sufre en los hambrientos, sedientos, exilados, enfermos y encarcelados. La solidaridad de Jesús no se identifica con los intereses de un determinado grupo proletario, sino con la situación de todos los oprimidos. El marxismo ha destacado el sufrimiento de la clase proletaria industrial, poniendo de relieve su potencial, a través de un “partido” que asuma y represente los intereses de los proletarios, a los que se vincularán todos los restantes pobres de la tierra. Más que con los proletarios que en el fondo son ya poderosos (capaces de iniciar una revolución violenta, tomando el poder), Jesús se identifica con los proletarios-excluidos, incapaces de tomar el poder. La solidaridad de Jesús es gracia (donación y comunión). Amar es más que ir asumiendo la existencia de los otros; amar implica darse, ofreciendo la vida por ellos. Allí donde el marxismo introducía la lucha entre las clases, para liberar a los proletarios-oprimidos, Jesús sabe que la injusticia y violencia del mundo actual sólo puede cambiar con amor no violento. De esa forma, su solidaridad se expresa asumiendo el dolor de la historia (Dios hambriento, Dios preso…) y conduce a la comunión personal. Él no quiere que muramos para así integrarnos en el todo de la clase social o de la especie, sino para crear nuevas relaciones personales, haciéndonos solidarios con él, ayudándole a ser y a expresarse en todos los que sufren sobre el mundo. Finalmente, Jesús no ha querido tomar el poder. La revolución marxista se ha mantenido dentro de las estructuras de poder: Ha tomado las riendas del Estado, apelando incluso al “ejército revolucionario”, para extender sobre el mundo su solidaridad, por medio de la fuerza. En el fondo, ella acaba siendo un amor violento, amor de obreros que toman el poder, amor de soldados que quieren expandir sobre el mundo su revolución, es decir, un amor que “no es misericordia”, sino una nueva forma de imponerse sobre los más pobres.. Jesús no ha tomado el poder para extender el amor, a la cabeza de un grupo de revolucionarios. Una transformación que empieza tomando los poderes del Estado no sería auténtica. Un amor que se impone por la fuerza no es auténtico. Ésta es la diferencia de la solidaridad cristiana, tal como aparece desde Mt 25, 31-46, donde Dios empieza apareciendo como necesitado a quien debemos consolar, ayudar, potenciar. Jesús no opone a los dos grupos (ricos y pobres, para decirlo en un lenguaje sencillo) para que luchen entre sí, sino que quiere que los necesitados (hambrientos, sedientos, exiliados...) liberen (curen) a los ricos, a fin de que esos ricos puedan acogerles, creándose así una comunión de solidaridad humana. De esa forma inicia la gran transformación, sin toma de poder, desde los más pobres, que son capaces de cambiar (curar) a los mismos ricos, en un camino abierto a la reconciliación final (aunque pueden haber ricos que no ayudan a los pobres, corriendo así el riesgo de quedar destruidos por su propia violencia). Este pasaje (Mt 25, 31-46) nos sitúa cerca de los presupuestos del marxismo, de tal forma que, en un primer momento, podemos distinguir también a los hombres en opresores y oprimidos. En esa línea, el marxismo ha interpretado la historia en claves de oposición dual, como enfrentamiento burguesía-proletariado: La raíz del enfrentamiento es económica y su realización polémica (a través de la lucha de clases). Pero Mt 25, 31-46 ha roto y superado ese esquema dual de enfrentamiento, que pudiera conducir a la dictadura del proletariado, y ha ofrecido las bases para solucionar el problema de otra forma, estableciendo una división ternaria. Los hombres no se escinden en buenos y malos, grandes y pequeños (burgueses-proletarios), sino en cuatro grupos. (a) Pobres, es decir, oprimidos sin más, hambrientos, exilados, desnudos, encarcelados; en ellos está el principio de la salación. (b) Pobres que ayudan a los ricos, para así curarles e iniciar con ellos un camino nuevo de solidaridad. (c) Ricos que se dejan curar y que así, curados, se solidarizan con los pobres, dándoles de comer, acogiéndoles en la nueva casa de la vida. (d) Ricos que no se dejan curan, que no acogen a los pobres y que así corren el riesgo de perderse, quedando fuera de la gran misericordia creadora de Dios (cf. cap. 40). Los que determinan la división son los pobres en cuanto tales, pobres que simplemente sufren y pobres que ayudan y curan, de manera que ante ellos se dividen los restantes grupos; a partir de ellos se puede entender el proceso de la historia humana. Prescindiendo, quizá, de algún caso límite (¿retrasados profundos, enfermos terminales?), todos los hombres y mujeres podemos ser y somos, al mismo tiempo, objeto de necesidad y sujeto activo de (posible) ayuda a los otros. Estamos a merced de los demás, pero, al mismo tiempo, les podemos ofrecer alguna forma de asistencia, no sólo en el nivel externo, sino en otros niveles de presencia, de manera que en ese sentido los que más aportan a la convivencia humana y al despliegue de Dios (al surgimiento de la nueva humanidad) pueden ser aquellos que parecen que no aportan nada, como simple rostro sufriente, como ha destacado el filósofo judío E. Lévinas (1906-1995). De esa forma puede iniciarse desde los más pobres un movimiento de transformación, no para tomar el poder (en la línea del marxismo clásico), sino para “curar” a los ricos, y curarse así todos, haciendo que surja un movimiento de solidaridad, en el que cada uno recibe ayuda de los otros y puede ofrecerles su respuesta de asistencia, de manera que entre los pobres y aquellos que les “sirvan” o cuiden se forme un círculo de intercambio de solidaridad humana. Sólo quien impide ese intercambio, aquel que se aprovecha de los otros y no quiere darles nada destruye el camino del amor de Cristo y se destruye a sí mismo. Como ves, este esquema nos permite superar el exclusivismo económico (y la dialéctica violenta de tomar de poder y de lucha entre las clases sociales). Ciertamente, Mt 25, 31-46 pone de relieve la miseria material (hambre, sed...) e indica que es preciso resolverla, pero también destaca otras miserias importantes (cárcel, exilio, enfermedad...). Ciertamente, exige un cambio urgente, pero en forma de solidaridad mesiánica. Un amor activo, somos responsables de Dios. En este contexto, lo inaudito de Mt 25, 31-46 no es que Cristo nos invite a amar a los pequeños; eso lo dijeron numerosos sabios anteriores. Lo inaudito es que proclame de manera directa que el mismo Dios está presente en ellos, añadiendo así que somos responsables de Dios: «Tuve hambre, estuve en el exilio». Donde sufre un hombre sufre el Hijo de Dios a quien podemos llamar «proletario universal» y «sufriente originario». Sólo en esta línea de identificación de Jesús con los necesitados se entiende la palabra de «felices vosotros los pobres...» (Mt 5, 3), porque el mismo Dios está presente en vuestra impotencia. Aquí se funda la exigencia de solidaridad activa, pues los pobres, en sus diversas condiciones aparecen como rostro de Dios. De esa forma, allí donde descubro la presencia de Dios en los pobres, le descubro presente en mi vida de pobre, y en la vida de los otros a quienes puedo amar de un modo concreto (dar de comer, acoger), sabiendo que soy rostro de Dios y responsable del mismo Dios sobre la tierra. El Dios de Cristo no se expresa sólo en mi propia pequeñez, sino en la pequeñez de aquellos que están a mi lado, y en el amor mutuo, de forma que puedo escuchar la palabra: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos tendrán misericordia, pues el mismo Dios se expresa en lo que son y en lo que hacer» (cf. Mt 5, 7 s). De esa forma, la solidaridad concreta se hace signo de Dios, no a través de la violencia de un partido o grupo social que toma el poder y lucha militarmente contra otros (posibles opresores), sino a través del gesto solidario de aquellos que se ayudan desde su propia opresión. En esa línea, a partir de los expulsados y hambrientos, han de instaurarse formas de solidaridad económica y social, que sean capaces de trasformar la historia. En esta línea va el despliegue de la vida. ¿Qué pasa con aquellos que no se reconocen pequeños, ni agradecen, por tanto, el don de Dios ni el servicio que viene de los hombres? El Jesús de Mt 25, 31-46 responde en gesto de advertencia: «Apartaos de mi…». Los que actúan de esa forma terminan destruyéndose a sí mismos (aunque serán examinados en el Amor, cf. cap. 40). Por el contrario, aquellos que simplemente son pequeños, los perdidos proletarios que no pueden ni siquiera elevarse sobre sí, los subnormales, los hundidos de la vida sin retorno, con aquellos que les acompañan y ayudan se encuentran integrados en la vida de Jesús y alcanzar así su plenitud. Desde ese fondo vuelvo a trazar la diferencia entre el amor de Jesús y la solidaridad marxista: – La salvación cristiana es don de Dios que se revela en Cristo como poder de comunión, expresado de un modo especial en los pobres y en aquellos que les ayudan. Ciertamente, esa ayuda puede y debe estructurarse por medios económico-sociales, pero nunca en forma de violencia estatal o militar, como ha querido un comunismo violento. Esa solidaridad cristiana no empieza tomando el poder, sino ayudando en concreto a los necesitados, los proletarios-mendigos, los que forman el “lumpen” o basura de la sociedad, de manera que no pueden ni siquiera defenderse. El evangelio se sitúa en la línea de una revolución sin toma de poder estatal ni militar, una revolución de multitudes abiertas al amor. – El marxismo apela a la solidaridad de clase o grupo, que puede extenderse por un tipo de fuerza. En un momento determinado, los proletarios descubren que son más, que tienen en su mano la riqueza y el poder, y de esa forma se imponen tomando el de Estado y poniéndolo al servicio de la revolución proletaria. No apelan a la gracia de Dios, sino al cambio de las estructuras sociales, que debe expresarse en forma incluso militar, a través de trasformaciones sociales. Conforme a su visión de la historia, los marxistas creían que el motor del cambio son los proletarios-poderosos, bien organizados, capaces de tomar el poder, como han hecho a partir del año 1917 (revolución bolchevique en Rusia). La forma externa de solidaridad comunista ha fracasado, porque quiso tomar el poder y cambiar las relaciones humanas por la fuerza. Pero queda con más fuerza que nunca el don y la exigencia de la solidaridad cristiana, que debe renunciar a la toma del poder para cambiar la historia, y ha de hacerlo partiendo de otros valores que el marxismo no había valorado: Amistad y gracia, enamoramiento y entrega de la vida y, sobre todo, a partir del descubrimiento de que el mismo sufre y necesita nuestra ayuda en los necesitados. El riesgo de la solidaridad marxista ha estado en su fuerza, en la toma de poder como forma de superar un tipo de Estado político y de división social. En contra de eso, el amor cristiano interpreta y busca el cambio en un nivel humano, superando la estrategia de enfrentamiento, para integrar el cambio económico (¡necesario!) dentro del espacio más amplio de una mutación antropológica, en línea de gratuidad y encuentro personal; eso no exige menos decisión y valentía que la del marxismo clásico, sino mucha más. Jesús estaba reunido con sus discípulos y discípulas, en la casa de Marco, para celebrar la Pascua. Andaba precupado por lo que presentía le iba a ocurrir, y les dice:
“Me queda muy poco de estar con vosotros. Y a donde yo voy, no podéis seguirme ahora. Sí, lo haréis más tarde. Os doy un mandamiento nuevo : que os ameís unos a otros ; igual que yo os he amado. Amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros”. (Jn, 13,33-36) Somos en el mundo millones y millones de cristianos. Son dos las preguntas a las que debiéramos responder: 1. ¿Aporta alguna novedad el mandamiento de Jesús sobre el amor? 1. ¿A qué nos compromete en la vida política el amor mutuo de que nos habla Jesús? El amar al prójimo es una norma de ética universal “No hagas a los demás, lo que no quieras que te hagan a ti” , norma que está escrita en el corazón de toda persona, de toda ley y de toda cultura. También en la ley y cultura cristianas. Es este un punto constitutivo el ser humano, que regula la convivencia de unos seres humanos con otros y de unos pueblos con otros. Esta ética racional es la que nos permite concebir y trabajar por la implantación de un proyecto de ética universal,en la que se salvaguarda la dignidad humana, sus derechos y sus responsabilidades. Y es la que viene ratificada en la Declaración universal de los Derechos Humanos: “Todos los sres humanos …dotados como están de razóny conciencia,deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Artículo, 1). . Esta ética pertenece y está incluida en la ética cristiana, como algo común a todas las religiones, de universal reconocimiento y acuerdo. La persona humana, nunca, en ningún lugar, en ninguna cultura o religión, en ningún imperio o sistema político, puede ser utilizada como medio, es fin. Y desde ella puede establecerse un programa de universal convergencia y colaboración en torno a los problemas básicos de la igualdad, justicia, solidaridad, libertad y paz. La novedad de Jesús: amaos como yo os he amado El tratamiento con el prójimo y con Dios mismo, comienza por asegurar el tratamiento con nosotros mismos. Mal asunto si no comenzamos por amarnos nosotros mismos, pues la medida del amor al prójimo y a Dios mismo está en la medida de amor que tengamos a nosotros mismos. Así como en nuestro cuerpo no cabe esperar la salud y el bienestar si cada uno de sus órganos no cumple con su función, del mismo modo nuestra relación con los demás no puede ser saludable y positiva si previamente no la aseguramos con nosotros mismos. Si no valoro lo que soy, si no considero que mi dignidad es sagrada, si no defiendo mis derechos y no permito que nadie los menosprecie, tampoco lo haré cuando mi prójimo sea sometido o explotado. Ahora, este cuidar del otro como de uno mismo lo hace el amor. El camino de la propia realización no puede recorrerse al margen o en contra del prójimo, y en especial del prójimo más débil y marginado. Por ellos comienza y se garantiza una nueva sociedad, que no dejará de actuar falsamente si se construye contra la dignidad, el bien y los derechos de los mayormente dañados y olvidados. En este sentido, la responsabilidad de un mundo que avanza o retrocede, que se libera o esclaviza, es intrínseca a todo ser humano. La sociedad no es forjada por agentes mágicos o divinos, sino por obra del sujeto humano. Tenemos el mundo que nosotros fabricamos Así que el cambio de nosotros mismos es previo para cambiar a los otros: que nadie vea en nosotros un juez, un peligro, un obstáculo, una amenaza, sino una experiencia de mayor amor, libertad y paz . El amor a todos como si de Dios mismo se tratara Nadie que sea humano, puede vivir sin preguntarse por el sentido de la vida. Si la pregunta es permanente, lo es también la respuesta. Sumergidos en el mundo cuántico, buscamos y establecemos un principio universal al que denominamos Vida, Energía universal, Vacio cuántico, Dios Amor… El cambio profundo y vertigioso de nuestra época, lo mismo que afecta a nuestra manera de entender, tratar y relacionarnos con los demás y con el planeta tierra, afecta atambién a nuestra manera de entender , tratar y relacionarnos con Dios. El amor a todos y a cada uno, como si de Dios mismo se tratara, y el amor preferente por los que menos cuentan en esta sociedad, es una opción que realza nuestra humanidad y nos pone a la altura de Dios mismo. Los más necesitados y marginados son para un cristiano, en el mensaje de Jesús, los que le representan y hacen su vez, son sus vicarios: “Cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Partiendo de esos sujetos –los tenidos siempre como menores y esclavos- es como acertaremos a construir un mundo nuevo , a luchar contra la desigualdad y la injusticia y a quebrar la soberbia e hipocresía de los grandes, idólatras del dinero y del poder. El amor al enemigo concuerda con nuestro ser Cualquiera puede ver que enterrar los abismos de desigualdad no es posible sin suscitar oleadas de odio. Sabemos que Jesús de Nazaret enseña que el principio que todo lo rige es Dios Amor, siendo él su rostro visible en la historia y el camino a seguir para amarnos como él nos ama. Amar incluso a nuestros enemigos, sobrepasando la ley del talión ´ojo por ojo y diente por diente´ “ Os han enseñado que se mandó a los antiguos: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero, a vosotros que me escuchais, yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian”. Al enemigo hay que combatilo con amor: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”. ¿Es válida para todos la respuesta de Jesús? Si mi ser es amor, y el amor me relaciona con los demás, viendo en cada uno de ellos mi yo, odiar a ellos es odiar a mi mismo, traicionar mi ser. Es preciso buscar el bien del otro como si fuera el mío. Amar al enemigo instintivamente, emocionalmente , incluso racionalmente es muy dificil, casi imposible. El conocimiento que me lleva a amar al enemigo viene de la toma de conciencia de mi ser. El verdadero amor es lo contrario del egoismo. Cuando descubro que mi verdadero ser y el ser del otro se identifican, no necesitaré más razones para amarle. Como no las necesito para amar a todos los miembros de mi cuerpo , aunque estén enfermos y me duelan. El Evangelio de Jesús es, en esto, asombroso y liberador: “Perdonad siendo compasivos como vuestro Padre es compasivo”. O también: “Sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto”. Este fue el camino de Jesús, el primogénito y hermano mayor. Actuando como El, nos ponemos a su nivel por su espíritu, obramos como hijos de Dios. Todos somos hijos de Dios, y si hijos de Dios, hermanos y hermanas, unidos a él como Padre, y si dejamos de amar al enemigo en un hermano nos separamos del Dios Amor, Padre de todos. Para llegar a la plenitud, hay que amar como Dios Padre y sed perfectos como El. Actualmente, una de las formas más comunes de atacar las personas es usar su nombre al divulgar noticias falsas. Ciertamente si fuera denunciar el uso indebido de su nombre, quién podría más hacer eso sería Dios. Desde tiempos antiguos, reyes y poderosos han usado el nombre de Dios para legitimar su poder y la violencia contra los súbditos. Muchas guerras y crueldades fueran cometidas en nombre de Dios. Mismo las Iglesias y religiones tienen cometido violencia sagrada.
En América Latina, el colonialismo y el dominio de los imperios se han establecido en nombre de Dios. En las elecciones presidenciales que Brasil vivió en 2018, la mayoría de las personas religiosas votaron en la extrema derecha, mientras que la mayoría de los ateos y sin religión votó en la democracia. No pocos pastores evangélicos, así como obispos, curas y grupos católicos si revelan conniventes con el sistema político y económico que oprime a los pobres, discrimina a personas diferentes y destruye à la naturaleza. En Venezuela, eclesiásticos se ponen en contra el gobierno bolivariano, como si eso nada tuviera a ver con la vida de los más pobres. El uso falso del nombre de Dios es antiguo. En la Biblia, cuando Dios hace alianza con los hebreos, ordena: "No pronuncies el nombre divino". La tradición tradujo eso en el mandamiento: "No usar el nombre de Dios en vano"... Pero quien garantiza cuando el uso del nombre de Dios es o no es en vano. Martin Buber afirmaba: "Ninguna palabra ha sido tan mal usada y masacrada en la historia que el nombre de Dios. Sin embargo, precisamente por eso, no podemos dejarla sucia y mal hablada. Tenemos que rescatarla, como expresión de amor gratuito y solidario ". Hoy, el desafío mayor es que las personas y grupos que hablan mal de Dios no son ateos o sin religión. Los que profanan el nombre divino son los que se dicen más religiosos. Quién pone el nombre de Dios en células de dólar, en paredes de banco o en cristales de su coche hace eso como expresión de fe. Woody Allen, cineasta norteamericano declaró: "Dios debe ser un buen tipo, pero sus amigos, yo no los recomendaría". De acuerdo con los evangelios, Jesús no luchó directamente contra el sistema político que, en su época, dominaba el mundo y si contra el poder religioso que, en nombre de Dios, oprimía a las personas. Lo que Jesús hizo de más revolucionario fue transformar el modo de hablar de Dios. Él reveló a Dios como un papá cariñoso que cuida de nosotros con amor de madre y inspira nuestros proyectos revolucionarios de cambiar el mundo. No te extrañe que te escriba. Si ya ¡hasta he escrito cartas a Dios! Me pasa que, de tanto escribir, pienso mucho mejor escribiendo. Y como el escribir a solas es aburrido, imaginarme un interlocutor me inspira más. Esta vez has sido tú la víctima, porque tengo alguna pregunta perdida por ahí…
No voy a preguntarte si fuiste tú la primera testigo de una aparición del Resucitado (como cuenta Juan) o si fue todo el grupo de mujeres (como cuenta Mateo) o si, como narra Marcos, las mujeres salisteis todas asustadas sin decir nada a nadie. Sabemos ya que estos interrogantes, tan importante para nuestra curiosidad (que no para nuestra fe), eran ajenos a las intenciones de los evangelistas que, además, se debieron encontrar con distintas tradiciones orales, en parte coincidentes y en parte distintas. Sé que lo importante para los evangelistas en este caso es el dato de que el Resucitado se refiere a los apóstoles como “mis hermanos”, y en esto coinciden tanto Mateo como Juan. Lo importante es esa nueva situación nuestra desde la Resurrección de Jesús. Pero me queda otra pregunta que puede tener más significado. No sé si tú eres la misma prostituta de aquella escena que cierra el capítulo 7 del evangelio de Lucas. Antes se daba por cierta esa identificación, quizá un poco a la ligera, pues Lucas nunca dice que esa escena de la pecadora ocurriera en Magdala, aunque es verdad que, solo 2 versículos después, nos cuenta que la primera de las mujeres que acompañaban a Jesús era “María, la llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios”. Estos son los datos que yo conozco y creo que con ellos no se puede llegar a ninguna conclusión cierta. Hoy hay muchos que dan por evidente la no identificación entre la prostituta de Lucas 7 y tu persona. Me pregunto si no es más por razones afectivas que por argumentos científicos… Quizá se pueda añadir que, dado lo que eran los villorrios de en torno al lago por donde Jesús se movía, Magdala era uno los poquísimos que podían tener una prostituta, dado que tenía industrias de salazones (para llevar el pescado a Jerusalén) y eso le daba un aire más urbano y un nivel de vida superior a los del entorno. Flavio Josefo dice que tenía unos 40.000 habitantes pero tampoco son cifras seguras. Creo que no podemos decir nada más. Pero si me intereso por tu identidad, creo que no es sino por pura curiosidad sino porque esa pregunta científica puede esconder otra cuestión mucho más seria. Me explico: Dos o tres veces he visto por ahí este título: “María Magdalena no era una prostituta”. Cabría preguntar al autor o autora que cómo lo sabe. Pero yo prefiero preguntarle si dice eso queriendo reivindicarte y defenderte a ti. Pues esa voluntad de “desfacer entuertos” a lo don Quijote, refleja una definición de la prostituta como pecadora. Y esa es una definición totalmente machista, hecha desde una óptica masculina. Por supuesto habrá habido, y hay, algunas prostitutas que sean verdaderas pecadoras: como aquellas rameras contra las que avisa el libro bíblico de Ben Sira. Pero ese calificativo no vale para la mayoría de ellas. En la mayoría de los casos la prostituta no es una pecadora sino una víctima. Y el poder patriarcal ha impuesto como evidente el primer adjetivo, como suele hacer también nuestra economía machista cuando nos dice que los pobres lo son “por su culpa”. Y claro que algunos lo serán por eso. Pero la mayoría no. Hace ya bastantes años escuché decir a Iñaki Gabilondo, en un programa de televisión, que más del 90 % de las prostitutas que hay en España lo son contra su voluntad. Pero ahí siguen. Con nuestra indiferencia ante esa tremenda tragedia, el verdugo queda libre de culpa y la víctima se convierte en culpable. Y repito: eso no es verdad en la mayoría de los casos. Por eso me duele que una rama del feminismo actual (el que llamo feminismo burgués), nunca haya abierto la boca para protestar contra tamaña calumnia: ¡como si esas pobres prostitutas no fueran mujeres de las que debería preocuparse todo feminismo auténtico! Si tú, querida Magdalena eras de ésas, como sospecho, me entenderás mejor que esas pseudofeministas: sabrías muy bien que uno de los mayores sufrimientos de cualquier víctima lo provoca el hecho de no poder verse reconocida como víctima ni como maltratada. Y solo Dios sabe la cantidad de lágrimas ahogadas, o derramadas en la soledad y el silencio, que ese dolor ha provocado en la mayoría de las prostitutas. Concreciones de ese dolor hay muchas: es típica la crueldad irresponsable del macho que se niega a ponerse un preservativo aún a riesgo de contagiar a la pobre mujer. Es tópica esa relación en la que el eufemísticamente llamado “cliente” se encapricha con una muchacha y juega con ella: cuando ella busca cariño, la maltrata, pero cuando quiere dejarlo de una vez, se pone amoroso y tierno y la engaña. Es más frecuente de lo que pensamos que la relación sexual acabe con violencia física (moratones, mordiscos y demás golpes…), porque el hombre no soporta la dependencia que le ha creado aquella mujer o su propio descontrol sexual, y se venga castigándola a ella en lugar de castigarse a sí mismo. Para otros casos en los que hay cambio constante de pareja, he oído dos veces a hombres casados el comentario de que “cada día la misma comida, cansa”. A lo que intenté responder que si tu mujer y las otras son para ti solo un plato, ya no hay más que hablar. Y clama literalmente al cielo la situación de tantas muchachas, secuestradas como esclavas a las que se les ha robado la documentación, se les ha impuesto una deuda bien alta, real o ficticia, que las mantiene sometidas, y ni se les permite salir de casa para que no puedan escapar. Por todo eso, Magdalena admirada, amiga íntima de Jesús, siento mucho que el evangelista Lucas no aclarase más tu identidad. En el caso de que fueras aquella pecadora que unge a Jesús al final del capítulo 7 de Lucas, entrando en la casa del fariseo que le había invitado a comer, siento mucho que el evangelista, quizá por honestidad narrativa, no diga nada de qué fue lo que provocó esa conducta tuya. Me hubiera gustado saber cuál fue para ti eso que llama La puerta abierta, una gran película que solo podía ser hecha por una mujer. Saber si hubo alguna forma de encuentro previo: quizás una mirada furtiva y tierna que derritió todas tus murallas interiores, o si fue solo la fama y lo que oías decir de Jesús la que te dio suficiente fuerza, suficiente locura y suficiente arrojo como para jugártelo todo a una carta difícil, corriendo aquel riesgo con la certeza de que era un “ahora o nunca”. Tu fe te salvó, como solía decir el Maestro. Nunca sabremos si eras tú o no la pecadora de esa escena que cuenta Lucas. Pero al menos se nos dice que habían salido de ti “siete demonios” (y 7 es número de plenitud). En cualquier caso, no estoy nada seguro de que decir que María Magdalena no era una prostituta, sea una forma de defenderla y ensalzarla. Tú sabes bien que si lo mejor de la tradición cristiana (que es lo menos conocido de ella) te llamó pecadora, no fue para denigrarte como mujer, sino para recordarnos que el amor del Dios es capaz de sacar del mayor pecador una santidad superior a las de todos los buenos, siempre tan amenazados por esa tentación del fariseísmo. Temo pues que quien da por seguro que no fuiste una prostituta cuando los argumentos históricos son tan dudosos, todavía no haya sabido llevar a cabo aquel programa de J. B. Metz, de ir “más allá de la religión burguesa”. Y me confirmo otra vez en que una de las cosas en que más difieren la fe cristiana y la religión burguesa es en el concepto de dignidad. Más cerca está el cristianismo del molesto Max cuando afirma (en el Manifiesto…) que “la burguesía ha llegado a hacer de la dignidad personal un mero valor de cambio”. Y si de veras fuiste una “víctima” en el sentido que he intentado describir aquí, cobra mucha hondura la otra escena de tu encuentro con el Resucitado en el capítulo 20 de Juan y aquella sola palabra que te abrió los ojos: “¡María!”. Nada más. |
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