Como mis demás escritos, también éste queda abierto a todos, aunque se lo ofrezco en especial a los miembros del MOCEOP. Por si me lo quisieran recibir a manera de brindis mío en la celebración de sus cuarenta años, los días 4 y 5 del próximo noviembre. Lamento no haber sabido hacerlo más breve. Espero se me disculpe en atención a la ocasión.
A.- Invalidez del celibato y limitaciones matrimoniales al clero A tenor del decreto Presbyterorum Ordinis «el celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley…» (16,3). Su imposición, y la de las demás limitaciones clerogámicas, tuvieron que provenir necesariamente de edicto eclesiástico, emitido tras iniciar la iglesia su andadura histórica. Ninguna existía antes. Son por tanto derogables. Como lo es todo aquello cuya urgencia deriva sólo de decreto eclesiástico. Dada su derogabilidad, la ley del celibato sacerdotal es imposible que obligue en conciencia bajo pecado grave. De hacerlo conllevaría una sanción que, como tengo repetido, habría de ser rescindible a la vez que eterna. “Rescindible”, por exigencia de la propia naturaleza de la ley derogable y por exigencia de la perfección infinita del Amor que es esencia de nuestro Dios (1Jn 4,8). “Eterna”, por ser esa la voluntad del legislador. Y no se invalida este planteamiento con lo de ser la del infierno creencia propia del primitivismo religioso, ya superado en nuestro tiempo adulto. Porque en tal caso, la conclusión sería más extrema y radical: de no existir el infierno, no podría haber ley ninguna sancionada con él. Ni la del amor (Mt 25,41-46). De la contradicción “eterno-rescindible” ya traté en mi escrito “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA.- 16/10/09). También la he tocado en varios otros de mis artículos, como por ejemplo los tres últimos. Supuesta ella, es obligado afirmar, que quienes aceptan la validez de ley abolible sancionada con pena eterna ―y acabo de decir que así son la del celibato y las relacionadas o anexas a él― profesan, aunque no lo adviertan, una contradicción lógicamente inaceptable y, también, blasfema. Por entrañar negación de al menos la racionalidad y la justicia de Dios, además de su Amor. Con sólo lo anterior basta para rechazar de cuajo la ley celibataria y para proclamar a los cuatro vientos su invalidez, por más confirmada que haya sido por papas y concilios ecuménicos a lo largo de los siglos. Todas esas confirmaciones son encima igualmente derogables. No obstante, voy a recoger algunos datos de la historia de su implantación. Ayuda a captar su carencia de soporte cristiano y su consecuente invalidez, aun en el falso supuesto de no brotar ésta de la sola derogabilidad de la ley. También ayuda a descubrir la “trastienda” que impide derogarla. La prohibición de contraer matrimonio tras la ordenación, no integró el originario legado apostólico. Es lo que obviamente admiten las líneas del decreto PO arriba recogidas (16,3). Tampoco alcanzó rango de norma general hasta pasados once siglos y cuarto. En concreto hasta el año 1123. Y la recomendación misma de celibato no fue ni tan inicial ni tan unánime como suele sostenerse. Aunque sí parece haberlo sido la exhortación a la continencia en pro de la pureza ritual, gratuitamente deducida de 1Cor 7,5. Elijo como prueba suficiente de la tardía implantación del celibato, de entre los varios datos que guarda la historia, las normas clerogámicas vigentes en la misma Roma, al menos hasta avanzado el siglo V. El Sínodo Romano del año 402, presentado por varios como el primero en imponer el celibato, lo que en realidad hizo fue prohibir «que el clérigo se case con “mujer”». Así literalmente en su disposición IV. ¿Podría casarse con alguien más? Sí, según la disposición siguiente, la V, que da como precepto de la Escritura la razón de la prohibición: «Porque está escrito (Ez 44,22) que debe hacerlo con “virgen”». ¡Luego este Sínodo no prohibió al clero casarse! Sólo limitó sus posibilidades de matrimonio, al señalar con quién debía contraerlo. La oposición entre los términos “mujer” y “virgen”, obliga a deducir una diversidad de significado entre ambos en el habla latina de entonces, tan obvia que parece ofensivo aclararla. Pero la aclararé, y un tanto rudamente, para que llegue a todos, ya que no la advirtieron ―he de suponerlo y no que se la callaran intencionadamente, o no se molestaran en leer la Disposición V― ni el primero que dio con la precedente, ni todos los historiadores eminentes que luego le han seguido: entonces se llamaba “mujer” exclusivamente a la hembra humana que ya había tenido relación sexual, y “virgen” a la que aún no. De ahí que la exclusión de casado con “mujer” la concretara el sínodo en la del casado con viuda o repudiada. Incluso en el caso, no insólito entonces, del pagano que se había casado antes de convertirse. El matrimonio con “mujer”, que no el celebrado con virgen, se juzgaba sin excepción alguna posible, impedimento para las órdenes, insubsanable hasta por el bautismo (MANSI 3,492). Esas disposiciones, no sobrepasaron las normas del papa Siricio (384-399), en cuyas decretales no hay ni sombra de exhortación al celibato. Lo que sí hizo en ellas fue prohibir a los clérigos, y por cierto muy enérgicamente, que contrajeran matrimonio por segunda vez ―entendido tanto de forma simultánea como sucesiva― o que lo hicieran con no virgen (PL XIII: col.1142, líns.16-18; 1143,20-1144,5). Es decir: con viuda (col.1159,3-6), repudiada o meretriz (1141,12-17). Para respaldarlo todo en la Escritura, Siricio apeló a lo de “marido de una sola esposa” (1Tim 3,2.12), no sólo en las dos formas posibles de entenderlo; sino a la vez en la de “marido de esposa de uno solo”. Éste último significado es posible desde la Vulgata. Por ser igual en latín el femenino y el masculino del genitivo de “unus”. Pero no a partir del texto original griego, idioma que distingue entre ambos géneros: “de una → miâs y de uno → ‘enós”. B.- La ley de continencia y su evolución hacia la del celibato: No he conseguido saber si el Sínodo citado, celebrado tres años después de morir Siricio, asumió también la ley de continencia, urgida asimismo por él. Pero la cuestión no parece relevante, por haber mantenido Inocencio I la misma postura al respecto que su inmediato antecesor Siricio en tres de sus cartas. Las cita el Card. Stickler en “El Celibato Eclesiástico. Su Historia y sus Fundamentos Teológicos”. Lo trascendente en esta cuestión es que el papa urgió a los clérigos casados la continencia conyugal. Lo hizo no sólo exhortando, conforme al sentir en la época sobre su conveniencia, en orden a la “pureza aconsejada” para orar y administrar los sacramentos; sino como exigencia permanente. Es más: las propias expresiones de Siricio en sus decretales, llevan a pensar que fue él quien promulgó la ley de continencia. Pues lo que hizo, lo hizo sin duda alguna consciente de ser el Primado, o incluso apelando expresamente a ello (1132, 14-1133, 1; 1138, 12-14), y con intención de vincular a los tres grados del orden con norma general e inapelable, que debía cumplirse en todas las iglesias (1139, 8-11; 1140, 8-12; 1142 ,8-10; 1145, 22-1146, 1; 1146,18- 20 y 1184, 19-20). Así dictó todas sus normas. Y para afianzar su cumplimiento, amenazó a los que no cumplieran la de continencia, con la privación del ministerio y de sus emolumentos (1140, 8-13.), con la excomunión y las penas del infierno (1162, 6-9), y se reservó la sentencia de quienes ordenaran o fueran ordenados sin guardarlas (1145, 22-1146, 1). A nosotros no nos cuadra nada que se permitiera el matrimonio, aunque fuera sólo el monógamo y con virgen, y que a la vez se exigiera la observancia de continencia conyugal. Nos resulta de una ingenuidad pasmosa y de una falta de realismo inconcebible. Son fallas que parecen haber afectado a Siricio y a bastantes de sus contemporáneos eclesiásticamente relevantes, incluidos varios de los llamados Santos Padres. Pero son fallas de las que cierto no adolece, ni nuestro refranero popular: «Entre santa y santo, pared de cal y canto». Por más absurdo que a nosotros nos parezca, así fue. No creo que pueda explicarse, salvo por respeto subconsciente, a la dura reprobación de los que prohibirían el matrimonio. La formulada por Pablo y aún viva, al parecer, en la conciencia eclesial; aunque no por mucho más tiempo. La vía de escape de tal reprobación parecería haber sido: “No se prohíbe el matrimonio, sino la vida conyugal”. Como si para evitar una condena bastara con eludir su formulación literal: «El Espíritu dice abiertamente que en últimos tiempos algunos abandonarán la fe, dando oídos a inspiraciones erróneas y a enseñanzas de demonios, impostores hipócritas de conciencia marcada a fuego, que prohíben casarse...» (1Tim 4,1-3). La ley de continencia permaneció tras la muerte de Siricio, al menos como meta a conseguir. En la práctica fracasó en la gran mayoría de las demarcaciones, así como todas sus normas complementarias. Lo mismo sucedió con las decretadas en los siguientes siete siglos, de forma cada vez más restrictiva, y un tanto oscilante y dispersa por la geografía. Cuando aquí cuando allá; cuando una cuando otra. Siempre en procura de la observancia de la continencia absoluta. Igual ocurrió con las fuertes sanciones, algunas de “extremada brutalidad medieval”. Como azotar en plaza pública a las mujeres de los clérigos y venderlas como esclavas. Con todo, varias de esas normas terminaron por cuajar como generales. Fueron la de separación de los ya casados al ordenarse; la de los que se casaran luego; la prohibición de contraer matrimonio tras las órdenes, y la exclusión del orden sacerdotal de los que no se sometieran. Pero su cumplimiento tampoco alcanzó en todas partes un nivel mínimamente satisfactorio. Lo demuestra la sola reiteración insistente de las normas y su progresivo angostamiento. La generalización oficial para toda la iglesia de esas normas se produjo en el Concilio Lateranense I (1.123). Y dieciséis años después, otro concilio también ecuménico, el Lateranense II, decretó por primera vez la nulidad del matrimonio de los ordenados. De este modo se garantizaba la prohibición de contraerlo tras la ordenación, y se justificaba la exigencia de separación de los que se habían casado. Cuatrocientos cuarenta años después, Trento afianzó esa declaración de nulidad, con anatema contra quien la negara. Trató, al parecer, de neutralizar así las arremetidas de la reforma protestante. El anatema de Trento, afectado por igual derogabilidad que las anteriores decisiones, no admite otro significado que el de exclusión de la “iglesia societaria romana”, nunca de la de Jesús (remito a mi artículo "Excomunión y vida eterna" de ECLESALIA.- 01/03/10). Ni, por supuesto, de la salvación eterna. Aunque sí puede plantear serios inconvenientes al vivir la fe en comunidad. Nadie, como tengo tan repetido, ni por más clérigo que sea, puede quedar vinculado en orden a la salvación eterna por “ataduras” derogables. Así son en suma todas las citadas aquí en esta materia y la que podría denominarse ley explícita de celibato o de soltería clerical, que esto es lo que significa “celibato”. Coherente con la bajada del “limbo originario...” que se había ido produciendo y con la evolución legislativa pergeñada, el c. 277, § 1 del CIC, formula así para nuestro tiempo esa última ley: «Los clérigos están obligados a […] continencia perfecta y perpetua […] y, por tanto, […] a guardar el celibato…». O sea, que lo primero fue la continencia y lo segundo el celibato, y que éste se acaba imponiendo por causa de la guarda de la continencia. C.- El porqué histórico de la continencia Pero, ¿de dónde la obligación de continencia? De ley promulgada según todos los indicios, como ya he dicho, por el papa Siricio ¿Pero en base a qué?; ¿qué le movió a establecerla? Lo recordaré rapidísimamente. Para el papa Siricio la relación sexual, incluida la conyugal, era suciedad (1186, 4-5); pasmo con las pasiones obscenas (1140, 13-14); lujuria (1138, 28); crimen (1138, 16-23); vida de pecadores (1186, 13-14); práctica de animales (1186, 22-23) y oprobio para la iglesia (1161, 5-7). El que se “manchaba” con ella se excluía de «las mansiones celestiales» (1185, 4-6), y si el laico quedaba por ella incapacitado para ser escuchado cuando rezaba ―Siricio lo da por supuesto―, con mayor razón el clérigo perdía su “disponibilidad” para celebrar con fruto el bautismo y el sacrificio (1160, 9-1161,3), celebración que da a entender podía requerírsele en cualquier momento. Todo esto fue lo que llevó a Siricio a concluir «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (1186,14-19). La que no he visto expresada en sus “Decretales”, ni en parte alguna, es la conclusión que de ello sacaría respecto de su propia madre y de su propio padre.... Ni si él se tendría por un hediondo hijo más de perdición, o tal vez por una excepción en la especie humana. Algo así como “chorrito potable de agua cristalina y límpida, fluyente de la unión, según él pestilente y pútrida desde que empezó a darse por designio de Dios (Gn 1,28), de las aguas de dos manantiales creados buenos por Él” (Gn 1,27+31). Hoy nadie profesa conscientemente nada de eso, aunque sí ha habido muchos que lo reiteraron a lo largo de los siglos. Con palabras explícitas y tácitamente. Con la persistente anatematización de los impugnadores de la ley celibataria, y con la misma canonización del papa Siricio por Benedicto XIV en 1748. ¡Casi mil cuatrocientos años después de su muerte! Y, desde entonces, ¡todo el mundo tan contento por contar con un nuevo espejo oficial de cristianismo en el que mirarse!: ¡¡San Siricio...!!¿No hubiera sido mejor, no digo condenarlo, sino declararlo hereje? ¡Por supuesto que sí! ¿O es que no creía que la relación sexual era, en resumen, engendro del diablo y no invento del Creador? Pero entonces no era posible hacer esa declaración. ¡¡Ni por ahora lo es!! Los llamados a ser testigos de Jesús y transmisores de su enseñanza, no advirtieron, al menos con conciencia plena, ni parece que ahora lo adviertan:que el precepto de continencia urgido por el papa Siricio fue explícitamente reprobado por Pablo, al incluirlo entre “los que no se deben dejar imponer los que están muertos con Cristo a lo elemental de este mundo” (Col 2, 20-21). ¿O es que el verbo de «mè ‘ápse → no cojas», en Col 2,21 no es exactamente el mismo que el de «mè ‘ápteszai» de 1Cor 7,1, sin más diferencias que las propias del tiempo y modo de su conjugación en voz media, en la que él se usa en cada caso?; ¿es que no se traduce ‘ápteszai en el sentido de relación sexual, bien entendiendo como eufemismo el verbo castellano usado al traducir ―”no tocar mujer”―, bien utilizando expresión equivalente ―”abstenerse de mujer”?; ¿y no da el diccionario griego como significado propio de ese verbo en voz media, el de “coger”, en el sentido sexual que la palabra tiene en Hispanoamérica?; ¿y no es éste también uno de los significados propios del latino “tango”, verbo con el que la Vulgata traduce ambas expresiones griegas?que eso de que «bueno es para el hombre abstenerse de mujer» de 1Cor 7,1 no puede tener otro sentido, salvo que se le atribuya a Pablo incongruencia, que el de Col 2,23. Esto es, el de privación que tiene «ciertamente ‘traza’ de sabiduría en ‘religiosidad voluntariosa’, en humildad y en severidad con el cuerpo, no en valor alguno para la plenitud ‘del hombre caduco’ ―lit. ‘carne’―». Ni han percibido eso, ni tampoco parecen caer en la cuenta de que la continencia del papa Siricio no es cristiana, sino maniquea del todo y de arriba abajo. Así se enseña en las Facultades de Teología Pontificias, en las que muchos de ellos se graduaron de doctor. Porque la relación conyugal no puede:manchar a ningún casado, ni excluirle del reino de los cielos, salvo que ella fuera obra del diablo;ni incapacitarle para ser escuchado cuando reza, ya que de hacerlo, excluiría además del perdón de Dios, incluso en el lecho de muerte, a quien se lo pidiera después de tenerla; ni truncarle la “disponibilidad” para administrar con fruto los sacramentos en cualquier momento, ya que ello se opondría al dogma de su eficacia “ex opere operato”, al condicionarla a la “sacrosanta...” continencia de quien los administra. Tampoco han tenido, ni tienen presente:que urgir continencia al casado es coaccionarlo a no respetar lo de “no ser dueño de su propio cuerpo, sino el cónyuge respectivo”; y a faltar al deber que tiene de “no defraudar a la propia esposa, ni ponerla ni ponerse, en riesgo de ser tentados de incontinencia” (7,3-5);y a simular el sacramento del matrimonio. Hablo de cuando se permitía después de la ordenación, previo compromiso de continencia. Lo menciono igual que lo anterior, por haber sido cosas acaecidas por orden de la iglesia jerárquica, no porque suceda ahora. Y lo hago en el supuesto de rechazarse la generación in vitro, y en el de ser cierto que «El matrimonio está ordenado, por su misma índole natural al [...] y a la generación y educación de la prole» (C.I.C. c.1055), hasta el punto de ser motivo de su nulidad la exclusión de la prole con un acto positivo de la voluntad (C.I.C. c. 1101,2). ¿No era tal aquel compromiso de continencia? Se ha pasado y pasa igualmente por alto:que con lo de la separación de los clérigos casados y lo de la nulidad de su matrimonio, se quebranta lo de que «el hombre no separe lo que Dios unió» (Mt 19,6);que la prohibición de contraerlo viola un derecho natural del hombre, contenido en el destino bíblico del hombre sobre la tierra (Gn 1,28 y 2,23-24), y además constituye en sí misma, según Pablo, abandono de la fe (1Tim 4,1-3);que la sustitución de la primitiva prohibición de contraer matrimonio, por el moderno compromiso “libremente asumido” de no casarse, es sofisma con el que trata de eludirse la condena por ese abandono de la fe que es la prohibición del matrimonio (1Tim 4,1-3) y, a la vez, cargar sobre el ordenado todo el peso de la responsabilidad de su incumplimiento. ¿O es que con él no se pretende asegurar la observancia de preceptos preexistentes desde antiguo, que se le exigirían aunque no formulara tal compromiso?; que al exigir el celibato se rebasa el requerimiento paulino, y se olvida lo de que «por evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer y cada una su marido»;que se olvida hasta el punto de poder luego de veras, cuando se da ella o sus perversiones sustitutivas, irreducibles a la sola pederastia patológica, rasgarse con todo aplomo y sin sonrojo, con gran lamento y quebranto, las propias vestiduras vindicativas y punitivas, como si no se tuviera responsabilidad ninguna en ello... D.- El impacto de la invalidez evangélica de la ley del celibato: He dicho que “no advirtieron, al menos con toda conciencia, ni parece que ahora lo hagan”, porque ya no puedo decir que “no les ha importado, ni les importa en absoluto para nada, nada de lo que acabo de enumerar, con tal de llevar la suya adelante por siglos y siglos, erre que erre, anatema tras anatema, y salvaguardar su pretendida autoridad. Una autoridad imposible en lo tocante a leyes derogables con pena eterna, y reprobada por Jesús en lo societario terrenal” (Mt 20,25-28), por “no ser su reino como los de este mundo” (Jn 18,36). Esto, sinceramente, y “bastante más..”, fue lo que yo pensé al sufrir la fuerte sacudida ―algunos le dicen “trauma”― que me produjo tropezarme con un papa, canonizado encima, que impuso errores y herejías al amparo de su condición de Primado (1146,3−6), y que lo hizo con un vigor y aplomo tales que lleva a preguntarse si no se creería, por lo del “atar/desatar” de Mt 16,19, con poder para enmendarle la plana al mismo Creador. Y encontrarlo todo eso en Decretales, cuya veneración se me había inculcado cuando menos como testigos de la fe verdadera. Y saber que había sido la misma iglesia quien había avalado esos desatinos y los había difundido sin freno, durante casi diecisiete siglos, sin advertir siquiera las incoherencias doctrinales a que dan lugar. Fue choque frontal con lo que se me había enseñado, desde pequeño hasta licenciarme en teología. En resumen y principalmente, sobre la asistencia del Espíritu Santo sobre la iglesia, y la imposibilidad de su yerro en materia de fe y costumbres. Me sentí engañado en cuestiones cardinales. Mi instinto fue mandar “al infierno” a todos mis “maestros” para que en él se revolvieran para siempre, y todo lo que me habían trasmitido. Todo, menos el haberse jugado Jesús la vida por nosotros hasta la cruz, y lo claramente vinculado a su entrega. Pero al final, no pude “mandar al infierno para siempre” a las personas. Porque no podía creer que hasta mis propios padres hubieran intervenido a sabiendas en urdir mi engaño y el de mis hermanos. Con el correr del tiempo y al irme serenando, brotó en mí igual incredulidad respecto de todos los que habían intervenido en mi formación. Por advertir que yo había hecho a mi nivel, exactamente lo mismo en la creencia de estar siguiendo las huellas del Buen Pastor, y que así les había podido suceder a los demás. Acabé concluyendo que tanto ellos como yo, habíamos sido víctimas de esa “tradición” humana que aplasta, y que mueve a preferirla a ella antes que al precepto de Dios (Mc 7,8). ¡Sin percatarse uno de nada! Como si se tratara de silenciosa e inadvertida “herencia genético-religiosa” que pasa de padres a hijos inconscientemente, como le sucedió a Pablo (Gal. 1,14). Así consideré esa conclusión mía en mi libro “La parábola del pecado original”. Desde entonces no me veo legitimado, aun olvidado por completo del Evangelio, para condenar a nadie, ni por más que me crea en la verdad, ni por más que de entrada me exacerben algunas cosas... Aunque sí me creo estarlo para manifestar razonadamente mi disentimiento y para esperar aún una respuesta igualmente razonada, aunque no crea que exista después de los años que llevo esperando la que pedí a Roma directamente. No insultos, que sólo sirven si acaso como pesas de balanza que evalúe la incapacidad de razonar que se tiene. No anatemas, que a lo largo de la historia se han demostrado del todo estériles. No acercamientos de conmiseración infundada, que ofenden la dignidad humana. Y además me veo legitimado para abrigar la esperanza de que también los sucesores de los apóstoles escaparán como yo de esa “tradición”, y que sanarán de la como castración del brío y del raciocinio que produce respecto de la verdad. De suerte que tengan en la iglesia latina y en la oriental, los mismos redaños que tuvieron en la persa-caldea, para reconocer como aquéllos las cosas tal como en realidad han sido, y actuar en consecuencia. En esas iglesias, en efecto, al siglo de la muerte de Siricio, considerándose y estando aún en comunión con Roma y no sólo con Jesús, se reunieron en los concilios de Beth Edraï y Seleucia-Ctesifonte, y calificaron la disciplina celibataria de tradiciones gastadas y nocivas. Por ver en ella, en consonancia con las advertencias de 1Cor 7, la causa de los adulterios y fornicaciones producidos en sus demarcaciones tras su implantación. En consecuencia prohibieron a los obispos imponérsela a su clero respectivo, y autorizaron a todos el matrimonio legítimo, ya antes ya después de la ordenación. Por ser él y la procreación de los hijos, buenos y agradables a los ojos de Dios. Y aprobaron incluso el segundo matrimonio de los clérigos enviudados, aunque se tratara del “Catholicós”. Éste era el título que entonces se daba a los patriarcas de las iglesias desmembradas del Patriarcado de Antioquía. No me invento estos datos. Los he tomado básicamente de Crouzel sj, profesor del Instituto Católico de Toulouse y de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, en su colaboración en Sacerdocio y Celibato (BAC. 1971: págs. 292-293). Digo “que tengan esos mismos redaños”, en vez de empeñarse en encontrar nuevas razones que justifiquen hoy, o al menos apuntalen, una ley que, por su condición de derogable, es edificio tan inservible para alcanzar la eternidad, como lo fue la torre de Babel para llegar al cielo. Y, encima, en ruinas. Por haberse construido en ciénaga movediza y levantado sus muros y tabiques desaplomados del Evangelio. La búsqueda de nuevas razones, pedida también a los presbíteros en la preparación del Sínodo de 1971 ―sobre sacerdocio ministerial―, pregona a las claras que en el fuero interno se reconoce esa ineficacia y esa ruina, aunque nadie lo manifieste en público. Pienso que por ser la ley del celibato diseño y proyecto aciagos y funestos del primado, y por haberse desfondado en su construcción el magisterio eclesiástico de siglos y la jerarquía entera. Ésta es la “trastienda” que ha impedido, y que impide hoy, derogar abiertamente y del todo la ley del celibato. Aunque no fuera así, lo que no admite duda es, en resumen, que “ley de celibato” es el último modo de enunciar lo que en origen e históricamente ha sido simple “prohibición de matrimonio”, y que como tal se ha conocido; que la misma constituye para la Escritura “abandono de la fe” (1Tim 4,1-3); que esta “apostasía” se justifica, incluso a nivel canónico, en razón a la “obligación de guardar continencia” (CIC c. 277, § 1), obligación ésta que, también según la Escritura, “no deben dejar imponerse, quienes están muertos con Cristo a los elementos del mundo, y no tienen en éstos su vivir” (Col 2, 20-21)
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Mateo sigue con sus amonestaciones. Estamos en el tiempo de la comunidad, antes de que llegue el tiempo escatológico, que creían inminente. Cada miembro de la comunidad debe tomar la parte de responsabilidad que le corresponde y no defraudar ni a Dios ni a los demás. En tiempo de Mt, ya muchos se hacían cristianos, no por convicción, sino para vivir del cuento, sin dar golpe. Es curioso que las tres parábolas de este c. 25 hagan referencia a omisiones, a la hora de ponderar las consecuencias de nuestras acciones.
El talento no era una moneda real. En griego “tálanton” significa el contenido de un platillo de la balanza (pesada). Era una cantidad desorbitada, que equivalía a 26-41 kilos de plata = 6.000 denarios; el salario de 16 años de un jornalero. Para entender lo de enterrar el talento, hay que tener en cuenta, que había una norma jurídica, según la cual, el que enterraba el dinero, que tenía en custodia, envuelto en un pañuelo, no tenía responsabilidad civil, si se perdía. Enterrar el dinero se consideraba una buena práctica. Durante mucho tiempo se ha interpretado la parábola materialmente, creyendo que nos invitaba a producir y acaparar bienes materiales. De esta mala interpretación nace el capitalismo salvaje en Occidente, que nos ha llevado a desigualdades sangrantes que no hacen más que crecer, incluso en plena crisis. Una vez más, hemos utilizado el evangelio en contra del mensaje de Jesús. Me gusta más la versión de Lc, en la que todos los empleados reciben lo mismo; la diferencia está en la manera de responder. También sería insuficiente interpretar “talentos” como cualidades de la persona. Esta interpretación es la más común y ha quedado sancionada por nuestro lenguaje. ¿Qué significa tener talento? Tampoco es éste el verdadero planteamiento de la parábola. En el orden de las cualidades, estamos obligados a desplegar todas las posibilidades, pero siempre pensando en el bien de todos y no para acaparar más y desplumar a los menos capacitados. Para mayor “inri”, dando gracias a Dios por ser más listos que los demás. Si nos quedamos en el orden de las cualidades, podíamos concluir que Dios es injusto. La parábola no juzga las cualidades, sino el uso que hago de ellas. Tenga más o menos, lo que se me pide es que las ponga al servicio de mi auténtico ser, al servicio de todos. En el orden del ser, todos somos idénticos. Si percibimos diferencias es que estamos valorando lo accidental. En lo esencial, todos tenemos el mismo talento. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro: por más carencias que sientas puedes alcanzar la plenitud humana. En todos los órdenes tenemos que poner los talentos a fructificar, pero no todos los órdenes tienen la misma importancia. Como seres humanos tenemos algo esencial, y mucho que es accidental. Lo importante es la esencia que constituye al hombre como tal. Ese es el verdadero talento. Todo lo que puede tener o no tener (lo accidental) no debe ser la principal preocupación. Los talentos de que habla el evangelio, no pueden hacer referencia a realidades secundarias sino a las realidades que hacen al hombre más humano. Y ya sabemos que ser más humano significa ser capaz de amar más. Los talentos son lo bienes esenciales que debemos descubrir. La parábola del tesoro escondido es la mejor pista. Somos un tesoro de valor incalculable. La primera obligación de un ser humano es descubrir esa realidad. La “buena noticia” sería que todos pusiéramos ese tesoro al servicio de todos. En eso consistiría el Reino predicado por Jesús. El relato del domingo pasado, el de hoy y el del próximo, terminan prácticamente igual: “Entraron al banquete de boda...” “Pasa al banquete de tu señor”. “Heredad el Reino...” Banquete, boda y Reino son símbolos de plenitud. Algunos puntos necesitan aclaración. En primer lugar, el que no arriesga el dinero, no lo hace por holgazanería o comodidad, sino por miedo. El siervo inútil no derrocha la fortuna; simplemente la guarda. Debía hacernos pensar que se condene uno por no hacer nada. Creo que en nuestras comunidades, lo que hoy predomina es el miedo. No nos deja poner en marcha iniciativas que supongan riesgo de perder seguridades, pero con esa actitud, se está cercenando la posibilidad de llevar esperanza a muchos desesperados. En segundo lugar, la actitud del Señor tampoco puede ser ejemplo de lo que hace Dios. Pensemos en la parábola del hijo pródigo, que es tratado por el Padre de una manera muy diferente. Quitarle al que tiene menos lo poco que tiene para dárselo al que tiene más, tomando al pie de la letra, sería impropio del Dios de Jesús. Dios no tiene ninguna necesidad de castigar. El que escondió el talento ya se ha privado de él haciéndolo inútil para él mismo y para los demás. Es algo que teníamos que aprender también nosotros. Finalmente es también muy interesante constatar que, tanto el que negocia con cinco, como el que negocia con dos, reciben exactamente el mismo premio. Esto indica que en ningún caso se trata de valorar los resultados del trabajo, sino la actitud de los empleados. En una cultura en la que todo se valora por los resultados, es muy difícil comprender esto. En un ambiente social donde nadie se mueve si no es por una paga; donde todo lo que hace tiene que reportar algún beneficio, es casi imposible comprender la gratuidad que nos pide el evangelio. Si necesito premio es que no entendí nada. La parábola nos habla de progreso, de evolución constante hacia lo no descubierto. El único pecado es negarse a caminar. El ser humano tiene que estar volcado hacia su interior para poder desplegar todas sus posibilidades. Todo el pasado del hombre (y de la vida) no es más que el punto de partida, la rampa de lanzamiento hacia mayor plenitud. La tentación está en querer asegurar lo que ya tengo, enterrar el talento. Tal actitud no demuestra más que falta de confianza en uno mismo y en la vida, y por lo tanto, en Dios. Lo que tenemos que hacer es tomar conciencia de la riqueza que ya tenemos. Unos no llegamos a descubrirla y otros la escondemos. El resultado es el mismo. No es nada fácil, porque nos han repetido hasta la saciedad, que estamos en pecado desde antes de nacer, que no valemos para nada, que la única salvación posible tiene que venirnos de fuera. Lo malo es que nos lo seguimos creyendo. El relato del camello que se negaba a moverse porque se creía atado a la estaca, aunque no lo estaba. O el león que vivía con las ovejas como un borrego más, sin enterarse de lo que era, es el mejor ejemplo de nuestra postura. Todo afán de seguridades, nos aleja del mensaje de Jesús. Todo intento de alcanzar verdades absolutas y normas de conducta inmutables, que nos dejen tranquilos, carece de sentido cristiano. Ninguna conceptualización de Dios puede ser definitiva; hace siempre referencia a algo mayor. Estamos aquí para evolucionar, para que la vida nos atraviese y salga de nosotros enriquecida. El miedo no tiene sentido, porque la fuerza y la energía no la tenemos que poner nosotros. Nuestro objetivo debía ser que al abandonar este mundo, lo dejáramos un poquito mejor que cuando llegamos a él, haciéndolo más humano. Meditación No hay un “yo” que posea un tesoro. Soy, realmente, un tesoro de valor incalculable. Solo hay un camino para poder disfrutar de lo que soy. Poner toda esa riqueza a disposición de los demás es la gran paradoja del ser humano. Solo alcanza su plenitud cuando se da plenamente. La parábola del domingo pasado (las diez muchachas) animaba a ser inteligentes y previsores. La de hoy anima a la acción, a sacar partido de los dones recibidos de Dios. Jesús ha usado poco antes, en otra parábola, la imagen del señor y sus empleados. Ahora vuelve a hacerlo, pero usando el contexto de la cultura urbana y pre-capitalista. La riqueza del señor no consiste en tierras, cultivos y rebaños de vacas y ovejas. Consiste en millones contantes y sonantes, porque los famosos “talentos” no tienen nada que ver con la inteligencia. El talento era una cantidad de plata que variaba según los países, oscilando entre los 26 kg en Grecia, 27 en Egipto, 32 en Roma y 59 en Israel. Por consiguiente, los tres administradores reciben, aproximadamente, 300, 120 y 60 kg de plata.
La parábola En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que habla recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Se acercó luego el que habla recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo." El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabias que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues deblas haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes. El empleado miedoso, negligente y holgazán Los dos primeros duplican esa cantidad negociando con el dinero que les han confiado. Pero la parábola se detiene en el tercero, que se molesta en buscar un sitio escondido, cava un hoyo, y entierra el talento. El lector actual, conocedor de tantos casos parecidos, se pregunta quién ha sido el más inteligente. ¿Es preferible colocar el capital en acciones arriesgadas o guardarlo en una caja fuerte? En cambio, el propietario de la parábola lo tiene claro: había que invertir el dinero y sacarle provecho, como hicieron los dos primeros empleados. ¿Por qué no ha hecho igual el tercero? Él mismo lo dice: porque conoce a su señor, le tiene miedo, y prefirió no correr riesgo. Y termina con un lacónico: “Aquí tienes lo tuyo”. Sin embargo, el señor no comparte esa excusa ni esa actitud. Lo que ha movido al empleado no ha sido el miedo, sino la negligencia y la holgazanería. Le traen sin cuidado su señor y sus intereses. Y toma una decisión que, actualmente, habría provocado manifestaciones y revueltas de todos los sindicatos: lo mete en la cárcel (“echadlo fuera, a las tinieblas”). Aplicándonos el cuento Los sindicatos llevarían razón, y conseguirían que readmitieran al empleado, incluso con un gran resarcimiento por daños y perjuicios. Pero el Señor de la parábola no depende de sindicatos ni tribunales del trabajo. Tiene pleno derecho a pedirnos cuentas a cada uno del tesoro que nos ha encomendado. Como ocurría con el aceite en la parábola de las muchachas, los talentos se han prestado a múltiples interpretaciones: cualidades humanas, don de la fe, misión dentro de la iglesia, etc. Ninguna de ellas excluye a las otras. La parábola ofrece una ocasión espléndida para realizar un autoexamen: ¿qué he recibido de Dios, a todos los niveles, humano, religioso, familiar, profesional, eclesial? ¿Qué he hecho con ello? ¿Ha quedado escondido en un cajón? ¿Ha sido útil para los demás? Como se dice en el mismo evangelio de Mateo: ¿Ha resplandecido mi luz ante los hombres para que glorifiquen al Dios del cielo? Pienso que será suficiente decirle: “Aquí tienes lo tuyo”. Una moraleja desconcertante La parábola, termina con unas palabras muy extrañas: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”. ¿En qué quedamos? ¿Tiene o no tiene? Pero la frase no se debe al error de un copista, se encuentra así en los tres evangelios sinópticos (Mt 13,12; Mc 4,25; Lc 19,26). Es posible que el mismo Jesús intentara aclararla más tarde mediante la historia de un señor que encomienda su capital a tres empleados. El sentido de la frase resulta ahora más claro: “Al que produzca se le dará, y al que no produzca se le quitará lo que tiene”. Esa parábola terminó en dos versiones bastante distintas, la de Mateo, que se lee hoy, y la de Lucas 19,11-27. Lucas, para no provocar las iras de los sindicatos, no mete al empleado holgazán en la cárcel, se limita a quitarle el denario. La empresaria modelo (1ª lectura) En el contexto económico de la parábola encaja perfectamente la imagen de la mujer empresaria de la que habla el libro de los Proverbios. La liturgia traduce “mujer hacendosa”. Pero el texto sugiere mucho más. Habla de una mujer que es, al mismo tiempo, excelente empresaria (cosa que quedaría más clara si la liturgia no hubiera mutilado el texto), generosa con los necesitados y con las personas a su servicio, preocupada por sus hijos y su marido, gozando del respeto y estima de sus conciudadanos, porque ella misma respeta al Señor. Es interesante esta imagen propuesta por un libro bíblico hace veintitrés o veinticuatro siglos, tan distinta de nuestro proverbio: “La mujer casada, la pata quebrada… y en casa”. Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas. Su marido se fía de ella, y no le faltan riquezas. Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida. Adquiere lana y lino, los trabaja con la destreza de sus manos. Extiende la mano hacia el huso, y sostiene con la palma la rueca. Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la que teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en la plaza. Quien lee el poema entero (se encuentra en Proverbios 31,10-31) advierte la enorme actividad que esta mujer desarrolla desde la mañana temprano hasta avanzada la noche. El capital recibido de Dios (sean cinco talentos, dos o uno) ha sabido invertirlo perfectamente. Hoy nos encontramos con una parábola no solo compleja, sino difícil de incorporar a nuestra habitual interpretación de las parábolas de los evangelios. La historia relata un episodio que un hombre rico al irse de viaje reparte sus bienes entre sus siervos con la intención de que los hagan crecer para que a su vuelta pueda ver incrementado su patrimonio. A su regreso premia a quienes han tenido éxito en el negocio y castiga duramente al que por miedo enterró lo recibido y no produjo ganancias a su amo.
Generalmente al interpretar la parábola consideramos que este hombre rico está representando a Dios y que los siervos representan las diferentes respuestas de los creyentes ante los “talentos” recibidos de Dios. Sin embargo, desde esta comprensión nos resulta difícil entender como Jesús puede presentar al Dios del Reino actuando de forma tan dura e inmisericorde con quien no hizo crecer el “talento”. El modo con que frecuentemente resolvemos la dificultad es responsabilizando, del modo de proceder del amo, al siervo que guardo su “talento”. Consideramos que este siervo actuó con negligencia y cobardía y por tanto merece ser castigado. Seguramente a muchos y a muchas esta explicación nos sigue resultando insuficiente y por eso hoy quisiera proponer un modo diferente de acercarnos al texto. Para ello necesitamos tener en cuenta tanto el contexto literario en el que está incluida la parábola como el social en los que se pueden explicar las interacciones entre los personajes que la protagonizan. El contexto literario: Mateo presenta esta parábola dentro de un amplio discurso que Jesús dirige a sus discípulos como respuesta a la pregunta que estos le habían formulado sobre el final de los tiempos y su segunda venida (Mt 24,3). Jesús y su grupo están ya en Jerusalén y las palabras del maestro a lo largo de este discurso manifiestan la tensión y la urgencia de tomar una decisión frente a su persona y a su mensaje en el momento culminante de su misión (Mt 23-25) conscientes de que el momento final está cerca, pero llegará de improviso (Mt 25, 24,42). El fuerte carácter apocalíptico de estos relatos muestra el significado profético que tienen para Jesús su presencia en Jerusalén y lo importante que es para él que su comunidad entienda el momento que está viviendo y lo que espera de ellos. Por esta razón hay que entender la parábola de los talentos más en clave profético-apocalíptica que en clave moral. Lo que se propone no es la valoración ética de los comportamientos de los personajes de la historia, sino la necesidad de actuar con audacia y rapidez para estar preparados/as para el momento en que vuelva el Señor. El contexto social: Para cualquier habitante del mediterráneo antiguo la conducta del amo y de los dos primeros siervos, sin duda, sería calificada como inmoral. Al contrario que en nuestras sociedades contemporáneas, en las que seguimos considerando que los recursos son ilimitados y que producir riqueza es un bien y por lo tanto es honorable, en aquellas sociedades antiguas se consideraba que cualquier incremento de los bienes que se poseían era inmoral porque los bienes eran limitados y estaban ya repartidos, aunque no siempre de forma justa. Por tanto, si alguien aumentaba su patrimonio significaba que se lo había quitado a otro y era considerado usurero y ladrón. De este modo sería el tercer siervo el que, a los ojos de quienes escuchaban las palabras de Jesús, habría actuado con rectitud, pues habría custodiado honestamente lo que se le había confiado y considerarían abusiva e injusta la reacción del amo. Visto así, es difícil de entender que Jesús propusiese como buena la actuación del hombre rico y de los dos primeros siervos y criticara la del tercero. Quizá, hay que considerar que el relato está propuesto más por su provocación que por su ejemplaridad. Las actuaciones de los personajes de la historia sirven para poner en evidencia la necesidad de actuar, con inteligencia y prontitud haciendo crecer los dones recibidos de Dios y no conformarse con preservarlos sin mancha para el momento final. En la actualidad estamos lejos de la mentalidad apocalíptica que hizo comprensible para sus primeros destinatarios esta parábola, pero quizá pueda seguir cuestionando nuestras inercias y llamándonos a activar nuestra fe y nuestra esperanza. Vivimos en un mundo que crece y se desarrolla a gran velocidad, pero con frecuencia vemos como muchos de sus avances no se utilizan en beneficio de toda la humanidad, sino de unos pocos que los utilizan para sus propios intereses. Como creyentes necesitamos activar nuestras energías para hacer posible un mundo más justo y sostenible. Nuestra fe y nuestra esperanza no es un don que hemos de custodiar, sino que ha de ser el motor que nos impulse a cambiar las reglas del juego de este mundo para que todos y todas tengamos un lugar en él. No quiere más a Dios quien más Le grita e invoca, quien más se Lo trata de apropiar para sus propios colores políticos, para su exclusivo y cuestionable “consumo”. Una cruz triunfante se pasea de nuevo por estrechas mentes y avenidas. Decenas de miles de ultranacionalistas se han movilizado en Polonia por una Europa católica. Salieron el pasado sábado a las calles de Varsovia bajo el lema "Queremos a Dios", en un deseo de reivindicar la importancia del catolicismo en la identidad europea. Se escucharon lemas tan “amables” como: "Polonia pura, Polonia blanca” o "Largaos con los refugiados". Uno de los oradores que animaba la concentración afirmó que "la cultura cristiana es superior a la cultura islámica".
Hay muchas formas de “querer” a Dios, por ejemplo recelando de los refugiados, impidiendo su entrada o echándolos fuera, por ejemplo afirmándonos como sus hijos privilegiados. Hay muchas formas de “querer” a Dios, por ejemplo amarrándoLO a una cruz y colocándola a la cabeza de poco trascendentales intereses. Construimos dioses y religiones a nuestra imagen y semejanza, mientras que el verdadero Origen y Fuente lo que seguramente aguarda es que Lo dejemos de utilizar, de servirnos de El-Ella para tan tristes finalidades. Construimos dioses y religiones a voluntad y los estrellamos contra otros dioses, porque no es suficiente enfrentarnos los humanos, también han de hacerlo nuestros Cielos y Olimpos. En Varsovia suenan las últimas cornetas. Son las últimas reservas ultracatólicas que llaman a la batalla. Llega ya la hora de alumbrar algún Dios que no se arroje sobre otros. Llega la hora de cobijarnos bajo un Cielo que no deje a nadie fuera. Más allá de dogmas y doctrinas que nos separan, es ya el momento de refugiarnos en valores que compartirnos. Ahora ya toca dar vida a un Dios integrador que lo último que desee sea bendecir supremacías, sea ser coreado en las calles, menos aún para ser enfrentado contra otros dioses, contra otras humanidades. Hay que respetar lo mucho que aún permanece de la Europa católica, hay que honrar los pasos piadosos que avanzan cada domingo a la Iglesia del pueblo o del barrio. Hay que valorar una tradición católica que ha sorteado los tiempos y que sigue llenando tantas almas. Sin embargo una Europa uniformemente católica sería un fracaso, lo mismo que lo sería una Europa musulmana o una budista… Ya no necesitamos apellidos que nos alejen de otras humanidades. Siempre agradecidos con quienes nos precedieron. Europa acierta al reconocer su pasado católico, su legado, la forma como hasta el presente ha estado vinculada al más allá. Acierta al honrar los altares donde se postraron nuestras generaciones anteriores, al mantener vivas las festividades tradicionales. Europa acierta al balbucear sus oraciones, al llenar su alma con sus rituales, con sus antiguas fórmulas y cantos religiosos. Sin embargo una Europa acorazada en un pasado religioso, en un catolicismo rancio, daría la espalda a su cometido actual de auspiciar, por encima de todo, integración y universalidad En la hora en que se derrumban las fronteras en muchos órdenes, toca crear espacios compartidos en el ámbito de la fe. En la órbita espiritual fomentar igualmente lugares donde los diferentes nos podamos encontrar. Si fuera se derrumban las separaciones, ¿qué sentido tendría mantenerlas por dentro? El principio superior de unidad en la diversidad está llamado a asentarse tanto en las geografías exteriores, como en las interiores. Somos testigos en nuestros días del despertar de una espiritualidad transreligiosa, ancha abarcante. Esta espiritualidad inclusiva que acerca y no divide, que nos ayuda a reconocernos como hermanos, hijos de un mismo Misterio sin nombre, está ganando corazones. Esta espiritualidad sin centro, ni jerarquía, ni membresía, nos invita a nutrirnos y fecundarnos en lo interno, a dialogar e interactuar los diferentes en la formas, conscientes de nuestra identificación en la esencia. Sobre un espacio europeo laico, neutro, emerge lenta y silenciosamente una espiritualidad cada vez más universal. No precisamente en la cruz que se pasea distante y triunfante, sino en esa espiritualidad sin etiqueta, con inmensa capacidad de acogida, gravita nuestra esperanza. Sabemos que todo es impermanente, porque hay “Algo” que es estable.
Todo pasa, porque hay “Algo” que no pasa. Lo real no cambia; lo que cambia no es real. Un estudiante fue hasta su profesor de meditación y le dijo: ̶ ¡Mi meditación es horrible! Me distraigo completamente, mis piernas me duelen, o estoy constantemente quedándome dormido. ¡Es horrible! ̶ Ya pasará-, dijo irónicamente el profesor. Una semana después, el estudiante volvió hasta su profesor: ̶ Mi meditación va de maravillas. Me siento tan consciente, tan apacible, tan vivo… ¡Es maravilloso! ̶ Ya pasará-, contestó irónicamente el profesor. Es bueno recordar que todo pasa. Las emociones no son permanentes. Hay momentos de alegría y momentos de tristeza. El camino es aceptarlo como parte de nuestra naturaleza. *** Cuenta una leyenda que hace muchos años, un Rey de un poderoso reino convocó a sus sabios y consejeros, y les dijo: — He encargado a mis joyeros un precioso anillo, en el que deseo grabar una frase que me ayude e inspire en mis momentos desesperados. Una frase que me ayude a tomar decisiones. Una frase que me ayude cuando me sienta perdido. Una frase que me ayude a ser un Rey más justo, sabio y compasivo Sus asesores y consejeros, los sabios más cultos del reino, se dispusieron a escribir las frases más extraordinarias. Pero el Rey las rechazaba. No le llegaban. No eran suficiente. Como suele ocurrir en las leyendas, apareció, de no se sabe dónde, un anciano, humilde, pero que de algún modo transmitía seguridad y sabiduría. Le dijo: — Majestad, ha llegado a mis oídos que busca una frase, la frase que le sirva en las situaciones complicadas de la vida. — Efectivamente, contestó el Rey. — ¿Crees que puedes ayudarme? — Tengo la frase en este papel. El Rey, raudo e impulsivo, se dispuso abrirlo; pero el anciano le dijo que no podía leerla hasta que estuviera en una situación desesperada. Sin saber muy bien por qué, pero sintiendo la certeza de que debía seguir el consejo del anciano, guardó el papel, y además le ofreció al anciano ser su acompañante. Unas semanas más tarde, el Rey se vio metido en una gran emboscada. ¡Estaba desesperado! ¡Huía con su corte por el bosque, tratando de escapar de quienes le perseguían! Pararon en un claro, miró al anciano, que a su vez le miraba tranquilo y confiado, y recordó el papel. Lo sacó, lo leyó. Decía: “Esto también pasará”. El desconcierto que sintió en un primer instante, poco a poco se transformó en calma y confianza. ¡Efectivamente! ¡Esto también pasará! El Rey estaba entusiasmado. Casi de manera automática respiró profundamente, aliviado. — ¡Gracias, gracias!, le repetía una y otra vez al anciano. Esta es la clave. ¡Por fin! A lo que el anciano respondió, sonriendo, lleno de amor y compasión: “Esto también pasará”. Aunque no lo creamos, aunque estemos en un el peor de los momentos, hemos de tener la certeza de que todo pasa. Lo único que permanece es el cambio, como dijo hace ya mucho tiempo el sabio griego. Todo pasa. Ese momento terrible pasa. Pero ese momento de extrema excitación y placer también pasa. No existe el placer sin el dolor. Ni la alegría sin la tristeza. Ni el valor sin el miedo. Es la VIDA. La VIDA en la que TODO PASA, y por la que todo pasa. Esto que tanto te preocupa ahora… también pasará… Y eso que tanto te gusta ahora… también pasará. Y en todo momento recuerda: Tú no eres nada de lo que pasa; eres “Eso” en lo que todo pasa. Sabemos que todo es impermanente, porque hay “Algo” que es estable. Todo pasa, porque hay “Algo” que no pasa. Lo real no cambia; lo que cambia no es real. En la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontifica para América Latina que tuvo lugar en el Vaticano el año pasado, Francisco hizo algunas llamadas de atención dirigidas al epicentro de nuestras conciencias. Acostumbrados a vivir una Iglesia de ritos y cumplimientos, el profetismo de Francisco nos va modelando en las verdaderas realidades del evangelio.
En dicha Asamblea se refirió a construir la “cultura del encuentro” que ayude a superar los diferentes puntos de vista, las tensiones y discrepancias. Y sobre todo nos sorprendió cuando pidió a los mandatarios que no crearan leyes para organizar la sociedad sino para resolver los problemas de injusticia. “Por favor, les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos se aprenden verdaderas lecciones de vida y de humanidad, de dignidad. Busquen superar la injusticia estructural y sigan apostando por la reconciliación y la paz". La dicotomía entre religión y política es uno de los temas más espinosos que tenemos los seguidores de Cristo ¿Qué es entrar en política? Quizá deberíamos matizar de entrada el concepto “política”, ya que una cosa es la política partidista como ejercicio necesario para la gobernabilidad de un país, y otra muy diferente la llamada denuncia profética de las injusticias ante las que un seguidor de Cristo no puede quedarse indiferente, o lo que sería peor, directamente cómplice. Cristo fue partidario de contar con seguidores que hiciesen política defendiendo al perseguido por leyes injustas, en nombre de Dios. Se les llama profetas y sus invectivas a la par de su coherencia deberían seguir siendo el modelo para todos. Jesús de Nazaret entró de lleno en esta segunda categoría de política hasta el punto de que lo mataron porque llegó demasiado lejos con su ejemplo. Él mismo zarandeó las estructuras injustas legales religiosas ocasionadas por las prácticas viciadas de las leyes del Pentateuco. Y sus seguidores más directos hicieron exactamente lo mismo. Ninguno entendía la política convencional de alianzas estratégicas ni de espacios de poder. Tampoco estaban capacitados para administrar el funcionamiento del día a día, lo que los romanos llamaban res publica. Pero no dejaron de incomodar a las autoridades judías por sus graves inconsecuencias hasta convertirse en una molestia peligrosa para los dirigentes judíos y romanos (en cuanto tuvieron un seguimiento social que perjudicaba a sus intereses). Si miramos la historia, la Iglesia de Cristo se ha metido en política en ambas direcciones. Muchos profetas y comunidades enteras han mantenido su coherencia en la fe, la esperanza y el amor a pesar de los peores pesares. Los mártires no son cosa del pasado si tenemos en cuenta que las mayores matanzas y persecuciones de la historia por seguir el ejemplo del Maestro se están dando ahora mismo, sin que la mayoría de creyentes en Jesús apenas levantemos la voz en el Primer Mundo, ni clérigos ni laicos. En el corazón de Europa tenemos una estructura de poder clerical político de verdad que se sustenta en un verdadero Estado en torno a la sede petrina de Roma desde el siglo XIII, y con una historia poco edificante de verdadera lucha territorial que se cierra en 1929 con Mussolini y la configuración actual del Estado Vaticano con sus 44 hectáreas de extensión; una estructura con sus ministros de Asuntos Exteriores (nuncios) e inmunidades diplomáticas. Una realidad Iglesia-Estado que ha sido visto como la cosa más normal del mundo por muchas generaciones de católicos. Resulta increíble que el Estado Vaticano aún no haya firmado la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. No puede argumentar que no es miembro de pleno derecho, puesto que ha suscrito otros convenios muy importantes. Quizá la razón hay que buscarla en el artículo 1 de la misma cuando señala que "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, que deben comportarse fraternalmente los unos con los otros." Si el Estado Vaticano firmase, debería acabar, entre otras cosas, con la discriminación milenaria con las mujeres; y también con la estructura no democrática perpetuada en el tiempo. De nuevo, el Papa Francisco nos recuerda una vez más con la mejor política cristiana posible: proponer la cultura del encuentro como base para resolver los problemas de la injusticia. Empezando cada uno con el ejemplo en lo cotidiano, claro. El ideal de los seguidores de Jesús es ser como él, es decir, siervo y servidor de todos, como lo es el pequeño: uno de «los pequeños hermanos» de Jesús, declarados dichosos en el sermón de la montaña.
No tenemos por qué ocultar nuestros bienes, ni ignorar su origen y destino. Tampoco debemos ocultar que somos pobres o que queremos ser pobres. Me preguntaba en la introducción de esta intervención: ¿Son dichosos los pobres por el hecho de ser pobres? ¿Qué pobreza es proclamada dichosa según los evangelios? He titulado mi colaboración: «amar al Señor con todas las riquezas o la dicha de ser pobres». No es una disyuntiva, sino una equivalencia. Aquel que sirve al Señor con todas las riquezas conoce la dicha de ser pobre. Vaya un breve apunte sobre la dicha evangélica. No es uniforme el rostro de los pobres, como tampoco lo es el vocabulario de la pobreza. Pobre es el indigente de ascendencia humilde (raš) y también el subordinado e inferior condenado a trabajos forzados (misken). Es pobre el humilde y aplastado, necesitado de refugio y de amparo (dak), como lo es el débil y el flaco (dal) que ha de apoyarse en otros para mantenerse en pie. También es pobre el mendigo y el vagabundo (‘ebyôn), así como el humilde (‘anah) que, curvado sobre sí mismo (humillado), está condenado a mirar hacia la tierra (humus) agobiado bajo el peso de la miseria o de la aflicción. Son pobres, finalmente, aquellos que convierten la sumisión resignada al poder de los hombres en una sumisión libre y resignada a la voluntad de Dios (‘anawim). Este sustantivo, junto con el anterior, da a la pobreza un matiz estrictamente religioso, hasta convertirse en sinónimo de «piadoso» y de «humilde». ¿Son dichosos todos y cada uno que pueden clasificarse bajo cualquiera de los sustantivos mencionados? ¿Son dichosos los pobres por el hecho de ser pobres? Si leemos con atención el evangelio de Lucas, la respuesta parece que debe ser ésta: «El pobre es dichoso por ser pobre». Así parece desprenderse del enunciado de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). A medida que avanzamos en la lectura del evangelio de Lucas se iría ratificando nuestra primera impresión. Valgan estos dos ejemplos. Allí donde Mateo escribe: «Da a quien te pide y no vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado» (Mt 5,42), Lucas completa y corrige: «Da siempre a todo el que te pide y no reclames de quien toma lo tuyo» (Lc 6,30). Para Mateo es suficiente con dar una vez; Lucas, en cambio, pide al discípulo una actitud de constante donación. Para ser discípulo de Jesús, Mateo estima que es suficiente con dejar las redes y la barca. Lucas completa: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Aunque no todos los ricos sean mal vistos por Lucas [ahí están Zaqueo, José de Arimatea, las mujeres que siguieron a Jesús, la familia de Betania], no es desatinado afirmar que no son bien acogidos en el evangelio de Lucas. Las bienaventuranzas lucanas van dirigidas a una comunidad muy concreta: a una Iglesia en la que, como dice Pablo, «no hay sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos nobles. Ha escogido Dios, más bien, lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo lo ha escogido Dios; lo que no es para reducir a la nada a lo que es» (1Cor 1,26-28). Los cristianos de las comunidades lucanas son auténticos pobres –con todos los matices de la pobreza aludidos en el vocabulario– por haber creído en Cristo. Estas iglesias oprimidas necesitaban el consuelo proclamado por las bienaventuranzas: han renunciado a toda riqueza para quedarse con la auténtica Riqueza: el Señor. Mateo llama dichosos a los «pobres de espíritu». Según el genio de las lenguas semitas, el acento no ha de ponerse en la pobreza sino en el espíritu. No está desencaminada la interpretación de los Padres cuando insisten en que Mateo llama dichosos a los humildes y sencillos, a los que muestran desprendimiento y una absoluta disponibilidad, a los que están totalmente abiertos para recibir y para dar. Esta pobreza bienaventurada no viene de fuera, sino que radica en el espíritu. Si se ahonda y se vive esta pobreza, es más dura que la pobreza externa (económica, social o religiosa), pues la abarca y supera. Fundados en Mateo, no podemos distinguir entre una pobreza afectiva (propia de aquellos que pretenden ser salvados) y otra efectiva dejada a la libre elección de quienes quieren ser perfectos. Más bien, Mateo llama dichosos a los pobres, es decir, a «los humildes, a los que son pobres antes Dios, a los que se hallan como mendigos ante Dios, con las manos vacías, conscientes de su pobreza espiritual». De estos pobres puede decirse aquello del salmo: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón contrito y salva a los que tienen el espíritu humilde» (Sal 34,19). Los pobres, por su parte, pueden presentarse ante Dios con estas palabras: «Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí» (Sal 40,18). Las bienaventuranzas de Mateo, en definitiva, no glorifican al proletariado, sino al «hombre humilde que espera con paciencia el reino de Dios». Mateo formuló su primera bienaventuranza para una iglesia que estaba en lucha con la tentación farisaica de la justicia propia. Es posible que los dos evangelistas traduzcan una misma palabra aramea (‘anwa o ‘anya), que, como he apuntado, tiene connotaciones espirituales inconfundibles. Lucas habla de una pobreza real a unos cristianos que son sociológicamente pobres, por ser cristianos. Mateo explicita la dimensión espiritual que tenía el sustantivo en la lengua de Jesús (el arameo). No obstante, tal vez sea acertado decir que «la pobreza social pasa a segundo plano y la miseria psíquica pasa a ocupar el primero. Ésta apunta a la actitud ética de la humildad». Si Jesús proclamó dichosos a los ‘anawim, no olvidemos que son hombres curvados por el peso de la existencia; hombres que por mirar a la tierra (humus) son humildes, pero revestidos de una dulce paciencia y de absoluta confianza en Dios, de quien se declaran –ya con su gesto corporal– vasallos obedientes. Late en este vocablo la pobreza real, con todas sus modalidades, pero también la religiosa. La riqueza asociada a las cualidades o a la práctica de la virtud no nos convierte en dichosos ni nos da ningún derecho ante Dios. La pobreza dichosa pasa por el camino de las nadas: la nada del «tener» porque todo lo hemos dado, y la nada del «ser» porque a todos nos hemos dado. Ante Dios permanecemos curvados y absolutamente confiados. ¡Qué bien lo supieron y expresaron hombres y mujeres egregios/as como Francisco de Asís o Teresa de Liseux! Tal vez sea fácil vivir sin dinero o propiedades. Algo más difícil es entregar nuestro tiempo y nuestras cualidades, nuestro ser. Mucho más difícil es no apegarnos a nuestras buenas acciones. Lo realmente bienaventurado y dichoso es quedarnos únicamente con Dios. ¡Qué pronto aprenderá a ser pobre aquel que se sabe amado!, repetía otro gran hombre: Charles de Foucauld. La dinámica de esta bienaventuranza que nos torna dichosos procede de la contemplación de Cristo, quien «siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2Cor 8,9). Nuestra experiencia nos cerciora de lo difícil que es gozar esta pobreza bienaventurada. En los tres domingos que quedan vamos a leer todo el capítulo 25 de Mt (el último, antes del relato de la pasión). Los tres episodios que en él se narran (diez doncellas, los talentos y juicio definitivo) siguen siendo advertencias a su comunidad, con el fin de poner en guardia a los cristianos de las consecuencias definitivas de sus actitudes vitales. Dios no puede hacer ya nada. La pelota está en nuestro tejado y depende de nosotros que la juguemos o no, que la juguemos bien o mal. En cualquier caso, pitarán el final del partido.
Los textos de estos últimos domingos de año litúrgico nos invitan a despertar, a estar preparados. Por fortuna, ya no pensamos en ese Dios vengativo que está al acecho para ver como puede cogernos en un renuncio y condenarnos. Ya no se oye la tremenda frase: “Dios te coja confesado”, que es un insulto a Dios y a todo el mensaje de Jesús. Dios no nos espera al final del camino para someternos a un juicio. No, Dios es el principio y está en nosotros todos los instantes de nuestra vida para que podamos llevarla a plenitud. Hoy no tiene sentido meter miedo: No sabéis el día ni la hora. ¡Temblad! Y eso que, en el ciclo (A) nos libramos de textos apocalípticos, que son todavía más terroríficos. No es la muerte la que tiene que dar sentido a nuestra vida, sino al revés, solo viviendo a tope, se aprende a morir. Aunque solo os quedara un segundo de vida, haríais mal en pensar en la muerte. Sería mucho más positivo el vivir plenamente ese segundo. La muerte ni quita ni añade nada; el sentido debemos dárselo a la vida, mientras estamos de pie. Recordad. Después de un año, o más, de desposorios, se celebraba la boda, que consistía en conducir a la novia a la casa del novio, donde se celebraba el banquete. Esta ceremonia no tenía ningún carácter religioso. El novio, acompañado de sus amigos y parientes, iba a casa de la novia para conducirla a casa de su propia familia. En su casa le esperaba la novia con sus amigas, que la acompañarían. Todos estos rituales empezaban a la puesta del sol y tenían lugar de noche, de ahí la necesidad de las lámparas. La importancia del relato no la tiene el novio ni la novia, ni siquiera los acompañantes. Lo que el relato destaca es la luz. La luz es más importante que las mismas muchachas, porque lo que determina que entren o no entren en el banquete es que tengan o no tengan el candil encendido. Una acompañante sin luz no pintaba nada en el cortejo. Ahora bien, para que dé luz una lámpara, tiene que tener aceite. Aquí está la madre del cordero. Lo importante es la luz, pero lo que hay que procurar es el aceite. Jesús había dicho: Yo soy la luz del mundo. Y también: vosotros sois la luz del mundo. El ser humano es luz cuando ha desplegado su verdadero ser; es decir, cuando trasciende y va más allá de lo que le pide su simple animalidad. No es que nuestra condición de animales sea algo malo, al contrario, es la base para alcanzar nuestra plenitud, pero si no vamos más allá cercenamos nuestras posibilidades de humanidad. La primera lectura nos puede ayudar a encontrar el sentido de la parábola. La verdadera Sabiduría es encontrar el sentido de la vida. Dar sentido a la vida es más importante que la vida misma. Ese sentido no viene dado, tenemos que buscarlo. Esa es la tarea específicamente humana. Nuestra vida puede quedar malograda como vida humana. Esa es la advertencia de la parábola. Hay que estar alerta, porque el tiempo pasa. Hay que despertar, porque de lo contrario, perderás la oportunidad de ser tú. ¿Cuál es el aceite que arde en la lámpara? Si acertamos con la respuesta a esta pregunta, tenemos resuelto el significado de la parábola. En (Mt 7,24-27) se dice: Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Y todo aquel que no las pone por obra, se parece al necio que edificó sobre arena. La luz, son las obras. El aceite que alimenta la llama, es el amor. El ser sensato no depende de un conocimiento mayor, sino de la plenitud de Vida. Así se entiende que las sensatas no compartan el aceite con las necias. No es egoísmo. Es que resulta imposible amar en nombre de otro. Nuestra lámpara no puede arder con aceite prestado. Dar sentido a la vida no se puede improvisar en un instante. Solo con lo que hay de Dios en mí, descubierto, reconocido, desplegado, puede considerarse encendido nuestro ser. Ese despliegue constituye la Sabiduría de la que nos hablaba la primera lectura. Sin esa llama, seremos irreconocibles incluso para el mismo Dios. Interpretar la parábola en el sentido de que debemos estar preparados para el día de la muerte, es tergiversar el evangelio. El esperar una venida futura de Jesús, es pura mitología que nos lleva a un callejón sin salida. La parábola no hace especial hincapié en el fin, sino en la inutilidad de una espera que no va acompañada de una actitud de amor y de servicio. Las lámparas deben estar encendidas siempre; si esperamos a prepararlas en el último momento, toda la vida transcurrirá carente de sentido. Obsesionados por la “salvación eterna” y para el más allá, hemos interpretado esta parábola como una advertencia de preparación para la muerte, o peor aún, para el juicio. Nada más lejos del sentido del relato. Si el aceite es el amor, que hace funcionar la vida cristiana, no podemos pensar en el último día para que tenga sentido. Hay que buscar una interpretación más de acuerdo a todo el mensaje de Jesús. La venida de Jesús al final de los tiempos, es una imagen escatológica que no podemos tomar al pie de la letra; tiene un significado mucho más profundo. Jesús, con su muerte en la cruz, consumió todo su aceite en una llamarada que sigue iluminándonos. El don total de sí mismo trasformó todo lo humano en divino. Allí culminó su “historia” porque solo permanecerá identificado con Dios, y Dios está fuera del tiempo y del espacio. Los cristianos cayeron en la trampa de entender la segunda venida de Jesús de una manera temporal. Nosotros seguimos esperando esa segunda venida en la que no se hablará de cruz, sino de gloria para todos. No nos gusta cómo terminó Jesús su paso por la tierra. Esta es la causa por la que hemos inventado un futuro a nuestro gusto para él y para nosotros. Nos sentiríamos muy a gusto si volviera lleno de gloria y nos comunicara a los “buenos” esa misma gloria. Esta visión raquítica, la hacemos desde nuestro falso yo, que nunca aceptará el desaparecer, mucho menos consumirse en beneficio de los demás. Si de verdad queremos dejar de ser necios y empezar a ser sensatos, debemos desplegar nuestra vida desde otra perspectiva. Tenemos que abandonar todo proyecto de glorificación, sea en este mundo o sea en el otro, y entrar por el camino del servicio a los demás hasta la entrega total. El aceite solo da luz a costa de consumirse. Si aceptamos el programa del evangelio solo porque nos han prometido una “gloria”, la cosa no puede funcionar. Estamos completamente equivocados si pretendemos alzarnos con el santo y la limosna. Meditación-contemplación “Yo soy la luz del mundo”. Su experiencia de Dios, fue su lámpara encendida. Dentro de ti debes descubrir el aceite. Si prende, dará luz que alumbrará tus pasos. Tú eres la lámpara, el aceite y la luz. Nadie te lo puede prestar, porque es tu propia vida. Se acerca el fin de curso
Nos acercamos al final del año litúrgico, que terminará el 2 de diciembre. Como si nos aproximáramos al final de curso y tuviéramos que hacer un examen, la Iglesia quiere que nos preparemos a fondo y con tiempo. Para ello, en estos tres últimos domingos del año (32º-34º), se leen tres parábolas que se complementan: las diez muchachas, los talentos, el Juicio Final. Estas parábolas sólo se encuentran en el evangelio de Mateo, que las añade con un fin muy concreto. El evangelio de Marcos termina la enseñanza de Jesús con el discurso sobre el fin del mundo. Quizá a Mateo le pareció un final demasiado sensacionalista; y añadió estas tres parábolas, que animan a tomarse la vida muy en serio. Un viaje mortal a Nueva York Cuando salieron del aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, aquellos cinco amigos argentinos no sabían lo cerca que estaba su día y su hora. Si lo hubieran sabido, no habrían hecho ese viaje. Pero la muerte los habría sorprendido, más tarde, en cualquier otro sitio y hora. Como aquel matrimonio que salvó la vida al perder el vuelo de Air France que se hundió en el Atlántico, y murió meses después en un accidente de automóvil. “Estad en vela, porque no sabéis el día ni la hora”. Vigilar no es vivir angustiado San Luis Gonzaga estaba un día jugando al frontón y le preguntó un compañero: “Hermano Luis, si supieras que ibas a morir dentro de poco, ¿qué harías?” Y él respondió: “Seguir jugando”. ¿Cómo se conjugan la vigilancia y el juego? La parábola de hoy puede ayudarnos a comprenderlo. Las diez muchachas En tiempos de Jesús, cuando se celebraba una boda, un grupo de muchachas acompañaba al novio a recoger a la novia para celebrar la ceremonia. A partir de este hecho tan trivial crea Jesús la parábola. Nos encontramos ante diez muchachas divididas en dos grupos de cinco: unas necias, que se olvidan del aceite para los candiles; otras sensatas, que llevan aceite de repuesto. Hasta aquí todo es posible. Pero la parábola adquiere de repente un tono irreal, porque quien da el plantón no es la novia, sino el novio, que se retrasa hasta la medianoche. Mientras, las diez se han quedado dormidas. Y los candiles siguen consumiendo aceite. Al llegar el novio, unas pueden reponerlo fácilmente, los otros están casi agotados. Las sensatas no quieren darles aceite, y el novio se niega a admitirlas después de cerrada la puerta. La conclusión de la parábola es desconcertante: “Por tanto, estad en vela, porque no sabéis el día ni la hora”. Es desconcertante, porque ninguna de la diez ha velado, todas se quedaron dormidas. Lo cual significa que la vigilancia, en este caso, equivale a la sensatez de llevarse la provisión de aceite. ¿Qué significa esto en la práctica? Dos interpretaciones posibles La parábola se ha interpretado en dos líneas principales. Una concede especial importancia al aceite, viéndolo como imagen de la fe, del fervor, de las buenas obras. Lo que hace falta es estar preparados espiritualmente. Otra línea no concede una importancia capital al simbolismo del aceite; lo que quiere decir la parábola es que hay que prepararse con antelación, porque entonces será demasiado tarde. Esta segunda línea parece la más exacta, como lo demuestra su traducción al lenguaje moderno. Diez universitarios se acercan al fin de curso. Cinco han estudiado durante todo el año, asistido a las prácticas, tomado apuntes; otros cinco han empalmado movida con movida. En el momento de entrar al examen piden a los primeros que les pasen las respuestas. Los otros se niegan, como es lógico. El examen se prepara con tiempo, no se improvisa ni se copia. La clave de la 1ª lectura La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, ofrece una perspectiva muy interesante. Se ha elegido porque su tema empalma con el de la sensatez de las cinco muchachas. En esta lectura, la sabiduría no es algo intelectual, un conjunto de conocimientos, sino una persona a la que se ama, se busca y se encuentra, o que se encuentra sentada a nuestra puerta esperándonos. Los primeros cristianos aplicaron esta imagen personalizada de la sabiduría a Jesús, que es la Sabiduría de Dios. Con esto, la parábola adquiere un sentido nuevo. ¿Cómo podemos estar preparados? ¿En qué consiste la vigilancia? En tener ese contacto con Jesús, pensar en Él, hablar con Él, dejarnos encontrar por Él. Para que no nos ocurra lo que dice el novio a las cinco muchachas insensatas: “No os conozco”. La amistad con Jesús, la capacidad de diálogo con Él, no se improvisan. Hay que ejercitarlas todos los días para poder disfrutar luego del banquete de bodas. Sin olvidar que el segundo mandamiento es igual que el primero: el amor y la preocupación por el prójimo tampoco se improvisan a última hora. |
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