Un día estaba hablando con una persona que me decía que su vida había sido un verdadero desastre. En otro tiempo había sido creyente, pero ahora ya no se consideraba como tal. Me dijo que se había olvidado de Dios. En cambio se negaba a considerarse atea. Simplemente, ya no pensaba en Dios. Y me preguntó: ¿Crees que Dios me ha olvidado?
Le contesté que tenía una imagen terrible de Dios: un juez severo, castigador, que olvida a los que se han separado de Él. En el fondo se parecería demasiado a los seres humanos, porque así actuamos nosotros. Le propuse cambiar esa imagen por otra. - Me gustaría proponerte otra idea de Dios que aprendí de Jesús de Nazaret. No te puedo definir con exactitud cómo es Dios, como cuando definimos cualquier cosa de nuestra realidad física. Pero sí podemos pensar a qué se parece, con quién identificarlo. Para ello, no te voy a dar un discurso, sino que te voy a contar una historia de un anciano, que te puede ayudar a hacerte una idea diferente de Dios. Así sabrás, si Él te ha olvidado o no. Entonces me puse a contarle esta historia que leí hace unos meses en algún ‘pps’: Un día un octogenario llegó a un hospital de una gran ciudad. Tenía una cita con el médico a causa de unos problemas en la espalda. Cuando llegó a la sala de espera, una enfermera observó que el anciano no hacía más que mirar su reloj. Daba la sensación de que tenía mucha prisa. Cuando el médico lo atendió, le preguntó: - ¿Está usted angustiado por algo? Veo que está usted nervioso. El anciano le respondió: - Es que tengo una cita con mi esposa, dentro de 20 minutos. Y no puedo llegar tarde. - ¡Ah bueno! Ya entiendo. Es normal, a las esposas no les gusta que las hagan esperar y usted no quiere tener problemas con ella. No se preocupe que terminamos enseguida. - No es eso… Mi mujer ni siquiera me reconoce. Hasta se ha olvidado de cómo me llamo. Tiene la enfermedad de Alzheimer. - Bueno, entonces no hay de qué preocuparse. Si usted llega tarde, ella no se enterará. . Es que yo sí la reconozco, y no he olvidado su nombre. Ella sigue siendo mi esposa, y la sigo amando. Por eso no puedo llegar tarde a mi cita con ella. El médico se quedó sin habla, con los ojos llorosos. Al fin le dijo: - Gracias, querido amigo, por esa lección de amor. A todos aquellos que no olvidan a sus familiares y amigos que padecen Alzheimer, pues sois una verdadera representación del Dios de amor. Julián Mellado Hernández Esta es la carta que acompañaba el artículo: Queridos amigos de Fe Adulta: Hace tiempo que quería ponerme en contacto con vosotros. En primer lugar me presentaré. Me llamo Julián Mellado, tengo 50 años, Soy pastor protestante. Pertenezco a lo que en Europa se conoce como ‘liberal’. Es decir, no soy fundamentalista. Hace unos años que leo vuestra página, y me he sentido tan cercano que a veces me he emocionado de veras. Quiero resaltar los escritos de José Arregi que me han impactado enormemente. Mi visión de las cosas, es que los nombres ‘católicos’ y ‘protestantes’ dicen poca cosa. Creo que todos luchamos contra el autoritarismo y el fundamentalismo. Y queremos volver al sencillo evangelio de Jesús de Nazaret. A ese nivel, nos sentimos unidos por ese mismo espíritu. Por ello es que aprecio tanto Fe Adulta. También pertenezco a un grupo de reflexión protestante francés (abierto a todas las confesiones) donde publicamos diferentes textos o artículos (es un lugar de total libertad de expresión). Pueden encontrarnos en: www. protestantsdanslaville.org Hay un apartado a mi nombre debido a que me han encargado traducir al español los artículos en francés (nací en Bélgica). Ahí publico algunos míos. Vivo en Alcobendas (Madrid). Me gustaría tener noticias vuestras. A nivel personal, cuando les leo, me siento hermanado. Os saludo con afecto a todos los que formáis Fe Adulta.
1 Comentario
Cuando mi amiga me pidió el favor de trabajar en el diseño de un logo para “Christ the King”, pensé que podría ser fácil. Pan comido, como decimos. Pero resulta, que yo estaba pensando desde mi realidad, mi cultura y mi experiencia. Sin tomar en consideración el contexto y la vida misma de las personas a quienes se dirigía el logo.
Para un extranjero como yo, era en realidad todo un reto, pues implicaba adentrarme en el mundo simbólico y en el imaginario popular-religioso de la gente. ¿Cuáles son los símbolos, los colores, los códigos, con los que la gente identifica el Reino de Dios, el cielo, la esperanza y la vida más allá de las situaciones de muerte? Comencé por preguntar acerca de los colores… Me acerqué a Mama Elizabeth, catequista de la parroquia. - Jesús habló del Reino de Dios. Fue su proyecto hacer un mundo de hermanas y hermanos. ¿Qué color representa para Ud. el Reino de Dios? - El Reino de Dios tiene que ser… ¡verde! Pues cuando todo está verde, es porque hay agua. Si hay agua, nadie pasa sed. Si hay agua, si las lluvias son abundantes, las siembras dan fruto. Y todo es verde. Y si todo es verde, nadie pasa hambre. Las respuestas de las otras personas a las que entrevisté fueron más o menos similares. Aunque algunos me dijeron que el “cielo tiene que ser de todos los colores que existan sobre el mundo. Porque un solo color, es demasiado triste. Miles de colores, significan que hay fiesta; y el cielo tiene que ser una fiesta”. Curiosamente, le pregunté a una amiga misionera mejicana, sobre el color del Cielo. “Es azul” – me respondió. Fue la única, entre todas las personas a las que entrevisté, que me contestó de esa forma, es extranjera como yo. Es que en español no solemos distinguir entre ‘sky’ and ‘heaven’, como sí lo hace el Inglés: ‘sky’ es el cielo de las nubes sobre nuestras cabezas, y ‘heaven’ es el cielo, lugar de “residencia” de Dios. Al final, el logo quedó más o menos así: una cruz de puntas desiguales, jamás perfecta (porque lo imperfecto habla de las diferencias y de las originalidades de cada persona, de cada pueblo, de cada cultura), con un Jesús vestido con manta Masaai (de muchos colores), caminando hacia la cruz (porque Su Reino, se opone a los reinados de este mundo. Jesús no buscó el poder, ni la fama, ni las armas), por un camino verde, entre montañas de esperanza, a pesar de la muerte… Hay un proverbio Africano que reza más o menos así: “Donde otros sólo ven, hay siempre mucho más que mirar”. ¿Interesante, no? Es que cuando miramos las cosas, y los acontecimientos, a primera vista, vemos sólo lo superficial, pero más allá, siempre hay algo más. Hay algunos que piensan que ser cristiano, y que ser misionero, es solamente viajar, dar catequesis, o entrar a casas o lugares extraños. Algunos piensan que ser misionero es ir celebrando misas, bautizando a la gente, o preparar a los niños para la primera comunión, la primera confesión, la primera… ¡Nada más alejado de la realidad! “Hay mucho más que mirar”. Yo creo que ser misionero es tener los ojos, los sentidos bien abiertos, para darnos cuenta de que hay una realidad mucho más amplia de la que estamos acostumbrados a ver. En Kenya, donde vivo, diariamente me doy cuenta de ello. Tenemos vecinos musulmanes, detrás de nuestra casa tenemos una iglesia pentecostal, tenemos pastores y pastoras de iglesias anglicanas, y otras muchas iglesias de religiones autóctonas africanas. Al ser misioneros, no pretendemos que los demás crean en la forma como creemos, o que celebren la vida, y se dirijan a Dios de la forma como nosotros lo hacemos. Ser misionero es mucho más que eso. Es encontrar el punto común donde todos y todas descubrimos que somos hermanas, hermanos, ciudadanos de un mismo mundo, de un pequeño pueblo llamado planeta tierra. Ser misionero es tener un pensamiento global, abierto, y tolerante, respetuoso de todo aquello que es diferente y al mismo tiempo sagrado para los otros. Ser misionero es dejarse tocar por la conciencia del otro, y asombrarnos por la maravilla que, como seres humanos, somos. Estuve un par de meses en un proyecto misionero al sur de Kenya, en la frontera con Tanzania. Tierra Masaai, en plenas faldas del Kilimanjaro. En el patio de nuestra casa en Ilpartimaro, veíamos al atardecer las gacelas y avestruces. Y en la noche, podíamos escuchar el susurro de las hienas. De vez en cuando los elefantes pasan por allí, espantando a la gente… cuando andan en busca de agua. (Por cierto, los Masaai son un pueblo de pastores, para quienes Dios es Enkhai, que significa ‘la MADRE’ que todo lo ha creado.) Namanga se llama esta zona, y está seca actualmente, no ha llovido en meses. Los animales sufren, y sufren las personas. Pero la poca agua que tenemos, es el agua de la que todos bebemos. Un pozo al que las personas y los animales se acercan a beber. Lo importante es que todos somos criaturas, y debemos co-existir en armonía. Ese pozo es para mí, símbolo de lo que es la misión. Trabajar juntos para encontrar el pozo común del que todos podamos beber, no importa si eres musulmán, ateo o cristiano. Lo importante es darnos cuenta de que ese pozo de vida, que ese manantial, es el de la justicia, el del amor, la libertad y la esperanza. Sólo acercándonos a ese pozo, aceptando las diferencias y superando los miedos a lo diferente, podremos construir el Reino por el que Jesús luchaba. Sólo en ese pozo está la vida, sólo en ese pozo todo es verde. “Y cuando todo es verde, hay comida para todos, y todo es una fiesta”. Conocemos el mundo parcialmente. Conocemos el mundo desde las parcelas que han construido para nosotros: la cultura, la sociedad, la religión, la educación. Vemos al mundo desde la óptica de nuestras costumbres y razones. Y resulta que afuera, hay miles de expresiones, miles de costumbres y hábitos diferentes, maravillosos, hermosos. Algunos nos podrán chocar, algunas formas de vida podrán ser cuestionadas en razón del grado de humanidad que brinden; pero son producto de tradiciones y de respuestas ante la vida que son plenamente válidas. Existen millones de formas de celebrar, de danzar, de reír, de vivir los duelos y las tristezas, de cortejarse, y hasta de "hacer el amor". Existen miles de millones de formas de dirigirse a Dios(a), de invocarle, de rogarle, y de celebrar junto a Él o Ella, la vida, el amor, la justicia y la libertad. En ese pozo de vida… donde todos convergemos, con nuestras diferencias, vamos a beber de la esperanza, vamos a saciar la sed de la fraternidad, de la amistad y de la fiesta. Dios nos quiere libres, responsables y corresponsables de nuestra vida, nuestra historia, y nuestra Madre y Hermana Tierra. Sólo así, seremos auténticamente, misioneros de fe, de alegría y de esperanza. A las multitudes preocupadas por el porvenir del mundo, Jesús les podría proponer esta parábola:
“Sucede en el Reino de Dios algo similar a lo que sucede con un grupo de mujeres de gran corazón que se reúne para confeccionar una manta de retazos. Hacen un diseño, eligen varias clases de telas, las cortan en pedazos de formas y colores diferentes y luego los cosen como si se tratara de un rompecabezas. Cada persona del grupo trabaja sobre un pedacito del conjunto. Cuando todas terminan, unen las partes y las hilvanan, luego cosen la totalidad y así nace una manta de retazos.” Si los discípulos pidieran a Jesús que les explicase la parábola, él les diría: “Esas mujeres de gran corazón y dedos hábiles, sois vosotros mismos y todos los hombres y las mujeres que sueñan con cambiar el mundo. El modelo de manta de retazos, es el mundo tal como Dios lo sueña desde siempre. Las telas de mil colores, son los pueblos de todas las razas, lenguas, culturas y religiones que nacen, viven y mueren bajo el sol. Las tijeras que cortan los diferentes pedazos, representan el reparto de riquezas y de talentos para que por toda la tierra se expandan la justicia, la armonía y la paz. La aguja que se desliza hilvanando los pedazos sin hacer el menor ruido, las manos que arman el rompecabezas y lo cosen, se refieren a todo el trabajo que hoy en día se realiza en el mundo para que en todas partes el respeto, el amor y la solidaridad se conviertan en el aire que respiramos y en el agua que bebemos. En verdad, en verdad os digo que hasta el gesto solidario más pequeño que hagáis para que la Madre Tierra y todos sus hijos vivan felices, son ya como el aroma de lo que será el mundo cuando la evolución, impulsada por el Espíritu, alcance su plenitud.” Sabemos que Mateo organiza la enseñanza de Jesús en cinco grandes discursos, mostrándolo, una vez más, como el “nuevo Moisés”, al que se creía autor de los “cinco libros” (Pentateuco) de la Torá.
El último de ellos es el “escatológico” y ocupa el capítulo 24. A continuación, el evangelista recoge cuatro parábolas que insisten en la actitud de la vigilancia: en la necesidad de “estar despiertos” y de “dar fruto”. Una de ellas es la que leemos hoy. El trasfondo de la parábola es la boda; en concreto, la costumbre de que unas jóvenes, con lámparas encendidas, recibieran al esposo que llegaba con la novia. En la tradición bíblica, la “boda” es imagen del “banquete escatológico” y, en la literatura evangélica, puede ser símbolo también del Reino de Dios. Los dos grupos de doncellas hacen referencia a las dos posibles actitudes ante esa buena noticia: una sabia o sensata; la otra, necia o ignorante. Desde nuestra perspectiva, cuando nos acercamos a una parábola –como a un cuento o a un sueño-, no parece apropiado hacer una lectura literalista. Se trata, más bien, de un relato metafórico-poético, realista,pedagógico-impactante e inacabado o abierto. Por tanto, ni hay que buscar una “explicación” exacta para cualquier elemento, ni hay que leerla en clave moralizante ni, mucho menos, mítica. En el relato que nos ocupa, la alusión a que unas jóvenes –precisamente las que se presentan como “sensatas”- se nieguen a compartir el aceite con las otras no tiene ninguna relevancia; se trata, sencillamente, de una “necesidad” del relato. Del mismo modo, me parece que una lectura mítica y meramente moralizante lo empobrece, convirtiéndolo en una “historia ejemplar” a la que imitar. Desde mi punto de vista, una lectura ajustada debe arrancar de esta constatación: esta parábola está leyendo mi vida. Y la está leyendo justo ahora, en este preciso momento. Esta doble referencia –a la propia realidad y al momento presente- puede ofrecernos una clave que garantice una lectura profunda, regalándonos la riqueza que la parábola contiene. La “boda” –el “banquete mesiánico”, el “reino de Dios”, la Plenitud…- esahora. Nuestra mente no puede verlo así, porque para la mente (para el yo), el presente siempre es imperfecto. Dado que el yo no puede vivir en el presente –cuando se acalla el pensamiento, se disuelve-, proyecta al futuro la felicidad que desea, imaginando que la plenitud se ha de hallar en algún otro momento y otro lugar. El presente y el yo se excluyen mutuamente. Esta simple constatación nos ofrece pistas interesantes. No podré experimentar la plenitud del presente mientras esté identificado con mi yo. Todo malestar emocional o sufrimiento inútil es signo de que me he escapado del presente y he vuelto a encerrarme en alguna “historia” mental que mi yo ha tomado como cierta. Por tanto, todo ello se convierte en “alerta” que me avisa de la necesidad de “volver” al momento presente, detener cualquier historia y abrirme a percibir mi verdadera Identidad. Al descubrirla, nos descubrimos también participando de la “boda” en este mismo momento. ¡Detén la mente! ¡Suelta cualquier “historia mental”! ¿Qué te falta? Esta es la actitud sabia, simbolizada en las “vírgenes sensatas”; lo contrario –enroscarse en “historias” interminables que giran en torno al ego y a sus diferentes mecanismos- es permanecer “dormidos”, en la ignorancia de quienes somos y, por tanto, en el sufrimiento: es laactitud inconsciente, representada por las “vírgenes necias” (de “nescio”, literalmente “no sé”). Unas y otras, sensatas y necias, no simbolizan a grupos humanos –como podrían ser, según algunas predicaciones que aún se escuchan, “creyentes” y “ateos”-, sino actitudes que conviven en cada uno de nosotros. En nosotros hay una parte sabia capaz de “ver” la verdad de las cosas, y en nosotros hay también una parte necia que nos reduce al yo. Cuando es ésta la que manda, quedamos a merced de los pensamientos y de los vaivenes emocionales, confundidos e inermes. Por el contrario, cuando tomamos distancia de la mente y de las emociones –no evitándolas pero tampoco reduciéndonos a ella-, cae el velo del pensamiento y aparece la comprensión, es decir, la sabiduría. La parábola es una invitación a hacer este tránsito: desde el parloteo mental interminable (que nos encierra en la inconsciencia y el sufrimiento) a la “atención plena” –los propios psicólogos y médicos están insistiendo cada vez más en sus beneficios-, que nos ancla en la sabiduría que nace de permanecer en el presente. Para fortalecer esta práctica de venir al momento presente, quiero dejaros, para terminar, un poema de Adyashanti. PRESENCIA: LA DANZA DEL VACÍO Tómate un momento para comprobar si estás Aquí realmente. Con anterioridad a lo correcto y lo equivocado, estamos Aquí sin más. Con anterioridad al bien o al mal, a lo digno o a lo indigno, al pecador o al santo, estamos Aquí, sin más. Quédate Aquí, en el lugar del Silencio, donde el silencio interior danza; justo aquí, antes de saber algo, o de no saber nada. Quédate Aquí, donde todos los puntos de vista se funden en un solo punto, y ese único punto desaparece. Intenta encontrar el Ahora, donde rozas lo eterno, y siente el eterno vivir y morir de cada momento, para encontrarte aquí, nada más, antes de convertirte en experto, antes de convertirte siquiera en principiante. Quédate Aquí, nada más, donde eres lo que siempre será, donde nunca le añadirás nada, ni le quitarás nada a eso. Quédate Aquí, donde no quieres nada, y donde no eres nada. En el Aquí, que es indescriptible, donde encontramos el Misterio sólo desde el misterio, o nos dejamos de encontrar. Quédate Aquí donde te descubres al no encontrarte, en este lugar donde la tranquilidad es ensordecedora, y la quietud se mueve demasiado rápido como para atraparla. Quédate Aquí, donde eres lo que deseas y deseas lo que eres, y desaparece todo en un radiante Vacío. (Adyashanti) En los tres domingos que quedan vamos a leer todo el capítulo 25 de Mateo (el último, antes del relato de la pasión). Los tres episodios que en él se narran (diez doncellas, los talentos y juicio definitivo) siguen siendo advertencias a su comunidad, con el fin de poner en guardia a los cristianos de las consecuencias últimas de sus actitudes vitales.
Ni Dios ni Jesús tienen que hacer ya nada. La pelota está en nuestro tejado y depende de nosotros que la juguemos bien o mal. En cualquier caso, pitarán el final del partido. Los textos de estos últimos domingos de año litúrgico nos invitan a velar, a estar preparados. No para que la muerte nos coja confesados, esa es la visión miope que nos han querido inculcar. De ahí la tremenda frase: “Dios te coja confesado”, que es un insulto a Dios y a todo el mensaje de Jesús. Por fortuna, ya no pensamos en ese Dios vengativo que está al acecho para ver cómo puede cogernos en un renuncio y condenarnos. Dios no nos espera al final del camino para someternos a un juicio; lo cual daría por supuesto que de entrada hay sospecha de culpabilidad. No, Dios está en nosotros todos los instantes de nuestra vida para que podamos llevarla a plenitud, es decir, para salvarnos en Él. Se ha aprovechado este lenguaje para meter miedo a la gente: No sabéis el día ni la hora de vuestra muerte. ¡Temblad! Y eso que, en este ciclo litúrgico nos libramos de los textos apocalípticos, que son todavía mucho más terroríficos y nos pueden despistar aún más. No es la muerte la que tiene que dar sentido a nuestra vida, sino al revés, sólo aprendiendo a vivir se aprende a morir. Aunque sólo os quedara un segundo de vida, haríais muy mal en pensar en la muerte. Sería mucho más positivo el vivir plenamente ese segundo. La muerte no arregla nada; si hay problemas, debemos arreglarlos mientras estamos de pie. EXPLICACIÓN La tendencia de la primera comunidad a alegorizar la parábola, nos ha privado de su sentido más profundo. El punto de inflexión de la parábola está en la falta de aceite para que las lámparas puedan estar encendidas. Comparar a Cristo con el esposo y a la Iglesia con la esposa, que ni siquiera se menciona, no tiene apoyo ninguno exegético. El relato está tomado de la vida cotidiana. Después de un año o más de desposorios, se celebraba la boda, que consistía en conducir a la novia a la casa del novio, donde se celebraba el banquete. Esta ceremonia no tenía ningún carácter religioso. El novio, acompañado de sus amigos y parientes iba a casa de la novia para conducirla a su propia casa. En la casa de la novia le esperaban las amigas de la novia, que la acompañarían en el trayecto. Todos estos rituales empezaban a la puesta del sol y tenían lugar de noche, de ahí la necesidad de las lámparas para poder caminar. La importancia del relato no la tiene el novio ni la novia, ni siquiera los acompañantes. Lo que el relato destaca es la luz. La luz es más importante que las mismas muchachas, porque lo que determina que entren o no entren en el banquete es que tengan o no tengan el candil encendido. Una acompañante sin luz no pintaba nada en el cortejo. Ahora bien, para que dé luz una lámpara, tiene que tener aceite. Aquí está la madre del cordero. Lo importante es la luz, pero lo que hay que procurar es el aceite. Jesús había dicho: “Yo soy la luz del mundo”. Y también: “vosotros sois la luz del mundo”. El ser humano es luz cuando ha desplegado su verdadero ser; es decir, cuando trasciende y va más allá de lo que le pide su simple animalidad. No es que nuestra condición de animales sea algo malo, al contrario, es la base para alcanzar nuestra plenitud, pero si no vamos más allá cercenamos nuestras posibilidades de humanidad. La primera lectura nos puede ayudar a encontrar el sentido de la parábola. (Sab 6, 13-16) “Fácilmente encuentran la sabiduría los que la aman y la buscan”. La verdadera Sabiduría es encontrar la manera de dar un sentido a la vida. Dar sentido a la vida es más importante que la vida misma. Ese sentido no viene dado, tenemos que buscarlo. Esa es la tarea más específicamente humana. Nuestra vida puede quedar malograda como tal vida humana. Esa es la advertencia de la parábola. Hay que estar alerta, porque el tiempo pasa. Si estamos dormidos, hay que despertar, porque de lo contrario, perderé la oportunidad de descubrir esa Sabiduría. ¿Cuál es el aceite que hace arder la lámpara? Si acertamos con la respuesta a esta pregunta, tenemos resuelto el significado de la parábola. En Mt 7,24-27, se dice: “Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Y todo aquel que no las pone por obra, se parece al necio...” La luz que tiene que arder son las obras. El aceite que alimenta la llama, es el amor.El ser sensato no depende de un conocimiento mayor sino de la práctica. Así se entiende que las sensatas no compartan el aceite con las necias. No se trata de egoísmo: es que resulta imposible amar en nombre de otra persona o considerar propia la entrega que otro ha realizado. Nuestra lámpara no puede arder con el aceite de otro. La llama a la que se refiere la parábola no puede ser encendida con aceite comprado o prestado. El sentido a toda una vida no se puede improvisar en un instante. Sólo con lo que hay de Dios en mí, descubierto, reconocido, desplegado, puede considerarse encendido nuestro ser. Ese despliegue constituye la Sabiduría de la que nos hablaba la primera lectura. Sin esa llama, seremos irreconocibles incluso para el mismo Dios. Para entrar a formar parte de una orquesta, no basta con adquirir un buen violín; hay que aprender a tocarlo y armonizar tu música con los demás. Interpretar esta parábola en el sentido de que debemos estar preparados para el día de la muerte, es tergiversar el evangelio. El esperar una venida futura es una perspectiva inútil, porque Jesús ya dijo a sus discípulos: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. La parábola no hace especial hincapié en el fin, sino en la inutilidad de una espera que no va acompañada de una actitud de amor y de servicio. Las lámparas deben estar encendidas siempre; si esperamos a prepararlas en el último momento perderemos la oportunidad de entrar con el novio. Obsesionados por la “salvación eterna”, hemos interpretado esta parábola como una advertencia de preparación para la muerte, o peor aún, para el juicio. Nada más lejos del sentido del relato. Si el aceite es el amor, que hace funcionar la vida cristiana, no podemos pensar en el “último día” para que tenga sentido. Hay que buscar una interpretación más de acuerdo con el mensaje de Jesús. Lo que el evangelio pretende es que alcancemos una Vida que me dé sentido, durante esta vida biológica. La venida de Jesús al final de los tiempos, es una imagen escatológica que no podemos tomar al pie de la letra; tiene un significado mucho más profundo. Jesús, con su muerte en la cruz, consumió todo su aceite en una llamarada que sigue iluminándonos. El don total de sí mismo trasformó todo lo humano en divino. Allí culminó su “historia” porque sólo permanecerá identificado con Dios, y Dios está fuera del tiempo y del espacio. Todo lo que podemos decir de Jesús después de su muerte, serán “historias”. Pronto los cristianos cayeron en la trampa de entender la segunda venida de Jesús de una manera temporal e inminente. Y nosotros seguimos esperando esa segunda venida en la que no se hablará de cruz, sino de gloria para todos. No acaba de gustarnos cómo terminó Jesús su paso por la tierra. Esta es la causa por la que hemos inventado un futuro a nuestro gusto para él y para nosotros. Nos sentiríamos muy a gusto si volviera lleno de gloria y nos comunicara a los “buenos” esa misma gloria. Esta visión raquítica, la hacemos desde nuestro falso yo, que nunca aceptará el desaparecer, mucho menos consumirse en beneficio de los demás. El “yo” sigue pretendiendo poner al mismo Dios a su servicio. Lo esencial sería el “yo” y todo los demás, incluido Dios, es accidental, que está al servicio de lo esencial. Si de verdad queremos dejar de ser necios y empezar a ser sensatos, tenemos que desplegar nuestra vida desde otra perspectiva. Tenemos que abandonar todo proyecto de glorificación, sea en este mundo o sea en el otro, y entrar por el camino del servicio a los demás hasta la entrega total de todo lo que somos. El aceite sólo da luz a costa de consumirse. Si aceptamos el programa del evangelio sólo porque nos han prometido una “gloria”, la cosa no puede funcionar. Estamos completamente equivocados. La inserción definitiva en Dios sólo es posible si desaparezco consumiéndome en el servicio de los demás. Todo lo que hemos proyectado para el más allá, lo tenemos al alcance de la mano en el más acá. Ni Dios ni Jesús pueden darnos más de lo que nos están dando en este momento. Descubrir ese don, es la tarea de todo ser humano. La vida humana cobra pleno sentido, y alcanza su fin por una toma de conciencia de lo que Dios nos ha dado. La verdadera sabiduría no es más conocimiento, sino más vivencia. Meditación-contemplación “Yo soy la luz del mundo”. Esto no lo decía Jesús como Dios, sino como ser humano. Su experiencia de Dios como “Abba”, fue su lámpara encendida. Esa misma luz está también en cada uno de nosotros. ……………… Dentro de ti debes descubrir el aceite. Si prende, dará luz que alumbrará tus pasos. Esa llama, si es auténtica, no se puede ocultar, sino que alumbrará también a todos los demás. ……………… Tienes que descubrir tu propio aceite. Nadie te lo puede prestar, porque es su propia vida. Toda vida se mueve de dentro a fuera. Si se mueve desde fuera, será sólo un mecanismo muerto. Quedan - según el evangelio de Mateo - tres parábolas para terminar la predicación de Jesús: las diez doncellas, los talentos, el juicio final. Serán las lecturas de los tres domingos que quedan para terminar este año litúrgico.
Se sigue enmarcando todo esto en el contexto de la última predicación de Jesús en Jerusalén. A estas parábolas les ha precedido el gran discurso escatológico en el que se funden la predicción de la ruina de Jerusalén y las advertencias sobre los últimos tiempos. Toda esta predicación lleva a una consecuencia: estad alerta, aprovechad el tiempo, haced rendir a vuestros talentos, obrad mirando al final. En este contexto se sitúa la parábola nupcial de las diez doncellas. El asunto se toma como casi siempre de las costumbres y sucesos cotidianos. Y, como casi siempre, Jesús introduce modificaciones para llamar la atención y sacar sus conclusiones: · Era la novia la que solía ser conducida, pero aquí es al novio a quien se espera. · Se contraponen dos grupos de doncellas, y esto sugiere cierto ambiente de juicio. · El banquete es a media noche y se demora, para introducir el tema de "velad". · Se entra a la fiesta o se queda uno fuera, como en la parábola del banquete. · Los candiles que se apagan sugieren la necesidad de una atención personal vigilante: no es noche para dormir, porque viene el novio y hay que entrar en la fiesta. · El ambiente se ha transformado en algo irreal, muy lleno de símbolos sugerentes. Los destinatarios de la parábola, tal como la hemos recibido, son los discípulos y todo Israel. Jesús es el novio, ahora es la noche, ésta es la oportunidad, no la dejéis pasar que se cierran las puertas. Es clara la conciencia de Jesús de que ésta es la oportunidad de Israel, y que habrá quien la deje pasar. Sin embargo, en la situación vital en que se pronunció, la parábola iría destinada primariamente a las autoridades de Israel, a los responsables, escribas, fariseos y sacerdotes. Jesús se presenta a ellos como “el novio”, al que hay que esperar, a riesgo de “quedarse fuera”; esto es lo que les está pasando a esos responsables de Israel: llega el Reino, figurado en las imágenes del novio y del banquete, pero ellos se van a quedar fuera. Tiene fuerte relación con la frase con que Jesús acompañaba a sus parábolas: “Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no entienden”. No es, sin embargo, una parábola de condenación, ni se deben sacar de ella consecuencias moralizantes basadas en el temor de ser sorprendido por Dios. No se afirma que "alguien se quedará fuera". Esta extensión del significado no está en la intención de la parábola. El mensaje es, simplemente "estad alerta". No se trata de presentar a Dios como dispuesto a cazarnos al menor descuido. ¡Ya conocemos a Dios! También es útil recordar que, en una parábola, lo que importa es la enseñanza que Jesús pretendía: los ropajes literarios no son más que ropajes. En esta parábola no se alaba el proceder egoísta de las doncellas prudentes, ni se dice que Dios es como el novio intransigente que no concede más que una oportunidad. El ropaje no es más que ropaje: aquí se hace una advertencia a la vigilancia: la vida es ese momento de espera y de elección, estad atentos, optad por Jesús. Reflexión Las parábolas de la vigilancia, tema en que tantas veces insiste Jesús, plantean una alternativa seria a nuestro modo habitual de vivir la fe en Jesús. Nosotros, frecuentemente, añadimos el seguimiento de Jesús a una vida ya hecha, a costumbres, valores... La fe es un adjetivo, un matiz, una manera de vivir mejor lo de siempre. En el tema concreto que hoy se plantea, la radicalidad de Jesús, nos interpela. Nosotros vivimos bien, disfrutamos de una más que aceptable instalación en la sociedad, y además nos proponemos los ideales del Reino, los valores de Jesús. La fe en Jesús nos lleva a moderar nuestro modo de vivir, compartir algo más, ser un poco menos consumistas... Lo nuestro es servir a dos señores: un moderado y lúcido disfrute de esta vida y un moderado y razonable seguimiento de Jesús. Parábolas como la de las diez doncellas nos despiertan del sueño. Las diez doncellas adormiladas son una buena imagen de nuestra propia vida. Se nos ha olvidado quizá que esto es la noche, que esto es la espera, que esto es camino. Nos resulta extraño oír que ésta no es nuestra patria, que ésta no es la vida, que las cosas no son buenas por ser agradables, que nuestra tarea aquí no es disfrutar. Pero es la Palabra de Jesús. Nos han adormilado además los mensajes acerca de la bondad de Dios. Dios Padre ha constituido a veces un motivo para tomarnos la mediocridad con calma. Pero Dios-Padre no es únicamente ni preferentemente un mensaje tranquilizador. Es una motivación más fuerte para el deseo de liberación plena del pecado y para la urgencia de servir a los hermanos. Es motivo más poderoso que el temor para llevar una vida más radical. Y Jesús es muy radical, tanto en la proclamación de Dios-Abbá como en la urgencia de liberarse de todas las cadenas, en la urgencia de tomarse la vida muy en serio, en la urgencia de ponerse a trabajar por los hijos de Dios que sufren en el mundo. Nuestra cultura, nuestra sociedad, son blandas. Vivimos un seguimiento de Cristo bastante "light", descafeinado, compatible con comodidades, consumos, prestigio social, aceptación por parte de una sociedad no-cristiana... No estamos velando en la noche, esperando la oportunidad de servir, esperando la Palabra que nos exija liberarnos más... Más bien tememos todo eso, todo lo que nos vaya a arrancar de la dorada mediocridad de nuestro seguimiento condicionado y medido. Las consecuencias de todo esto son, para la Iglesia, patentes. No atrae. Nosotros la Iglesia, que deberíamos ser un fermento revolucionario poderoso, un dinamizador de la transformación de la sociedad, nos hemos convertido en un justificador de mediocridades, un mantenedor de status convencional, un monstruoso maridaje entre el evangelio y el consumo. Las parábolas de la vigilancia nos asoman a una imagen de Jesús que olvidamos con gusto: el radical, el que vive solamente para el reino, solamente para servir, solamente para salvar. El que hace de "El Reino" la esencia, no un añadido de su vida. La urgencia y el final de los tiempos Es muy fácil, y muy frecuente, desviar las palabras de Jesús hacia especulaciones falsamente teológicas, y así evitar su exigencia concreta. Estas parábolas de la urgencia a menudo se aplican al ámbito escatológico, es decir, al “final de los tiempos”. Pero es un truco maligno, una trampa. A nadie nos interesa cómo ni cuándo será el fin de los tiempos. La urgencia es otra, mucho menos espectacular y mucho más apremiante. La urgencia es que millones de hermanos míos se mueren hoy de hambre. La urgencia es que millones de niños son prostituidos. La urgencia es que millones personas no pueden creer en Abbá porque no ven nada de hermandad, ni han tenido nunca cariño. La urgencia es que nosotros la iglesia nos preocupamos mucho más de nuestros ritos y nuestra ortodoxia que de la angustia de millones de hermanos. La urgencia es que en nosotros no ven el amor y la solidaridad, que no damos soluciones a los problemas del mundo, que nos preocupamos más de la integridad de la liturgia que de dar soluciones a los separados, nos preocupamos más de asegurar nuestras inversiones que de dar de comer al hambriento, dedicamos más tiempo a la especulación ortodoxa que a la explotación de los miserables. La urgencia es que, por todo eso y mucho más, no creen en nosotros la iglesia, y no pueden creer en el mensaje de Jesús: que Dios les quiere. La urgencia es que va para nosotros la frase terrible de Jesús a los escribas y fariseos “ay de vosotros que ni entráis ni dejáis entrar”. Hay muchas personas, seguidores de Jesús, que por todo el mundo hacen presente el amor del Padre trabajando heroicamente por sus hijos. Pero entre nosotros, la magnífica Iglesia del primer mundo, somos más los que dormimos, con las lámparas apagadas. Y ésa es nuestra propia y personal urgencia. Nosotros nos estamos perdiendo la Fiesta, nosotros no esperamos al Novio, nosotros tenemos poco que ver con el Reino. Esa es nuestra urgencia personal. Como buscamos ante todo nuestra vida, la estamos echando a perder. Imagine que España cediera la gestión de un territorio del tamaño de Extremadura a una empresa extranjera. O que hubiera españoles que pasaran hambre mientras compañías foráneas produjeran comida en España que luego exportarían a sus países de origen. Parece difícil de creer, pero esa es la situación que se está dando en algunos países del África subsahariana.
Desde 2001, los Gobiernos de países en desarrollo han arrendado, vendido o están negociando la cesión de 227 millones de hectáreas de tierras, o unos 2,27 millones de kilómetros cuadrados, según cifras del Land Matrix Partnership, un grupo de académicos, investigadores y ONG citados por Oxfam en un informe publicado hace unos días. De ese total, gran parte de los contratos, que involucraron en gran mayoría a inversores extranjeros, se firmaron a partir de 2008. Y, desde ese año, más del 70% de los contratos se han dado en el África subsahariana, de acuerdo con un informe del Banco Mundial. Mozambique, Sudán del Sur, Etiopía, Zambia, Liberia, Madagascar… incluso pequeños países como Uganda están cediendo grandes extensiones de tierra a firmas de origen extranjero. En la mayoría de los casos, estas adquisiciones conllevan la expulsión de las comunidades locales de las tierras en las que habitaban. Luego, estas son usadas con fines comerciales como la producción de biofuel o aceite de palma, o se utilizan para cultivar alimentos básicos como cereales o arroz que son exportados a otros países. Y la situación da una vuelta de tuerca más cuando se piensa que en algunos de estos países -como es el caso de Sudán del Sur y Etiopía- parte de la población requiere de asistencia humanitaria continua para no pasar hambre. Fue en 2008 el año que estas ventas alcanzaron su auge. Un incremento motivado, según los expertos, por la subida del precio de los alimentos. Y fue a partir de entonces cuando grandes inversores privados, en su mayoría occidentales y países como China e India pero también Arabia Saudí, Kuwait y Corea del Sur, se lanzaron a comprar tierras en el extranjero en las que producir comida o a las que dar un uso comercial. Parece que estos inversores han ido encontrando los bocados más apetitosos en el África subsahariana. Una zona que precisamente cuenta con enormes extensiones de tierra cultivable que no están siendo desarrolladas. Así, dejar su gestión a firmas extranjeras podría parecer, en principio, una solución positiva. Sin embargo, lo que podría ser un camino hacia la modernización tecnológica y el desarrollo del empleo local, en la práctica no beneficia a la comunidad porque los Gobiernos no están sabiendo negociar esas cesiones. Los pocos estudios que hay sobre el tema muestran que, en la práctica, casi todos los casos de cesión de terreno a inversores extranjeros han acabado muy mal para las poblaciones locales. Es en estos casos cuando se usa la expresión acaparamiento de tierras, pero, ¿en qué consiste este fenómeno? “El acaparamiento de tierras consiste en la sustracción de tierras rurales por parte de inversores internacionales para darles un uso comercial al mismo tiempo que niegan el acceso a esas tierras a la gente que tradicionalmente las usaba para ganarse la vida”, resume Michael Ochieng Odhiambo, autor del informe Presiones comerciales sobre la tierra en África para la Coalición Internacional de las Tierras. “Se llama acaparamiento precisamente porque no se consulta a la gente que normalmente usaba esa tierra y sus intereses no se tienen en cuenta”, añade Odhiambo, que también es abogado ambientalista y director ejecutivo del Instituto para la Resolución de Conflictos por Recursos, con sede en Kenia. Las firmas internacionales que invierten en tierras en África rechazan esta terminología y defienden que sus actuaciones contribuyen al desarrollo de zonas no productivas. La compañía británica New Forests Company, a la que Oxfam acusa de haber provocado el desalojo forzoso de 20.000 personas en Uganda, se describe en un comunicado enviado a este diario como “una compañía con una trayectoria impecable en inversiones sociales y en desarrollo, que en su corta vida no solo ha creado más de 2.000 empleos en remotas comunidades rurales en Uganda, sino que ha incrementado su acceso a la sanidad, educación, agua limpia y combustible”. De acuerdo con estos inversores, la adquisición de grandes extensiones de tierra en África no solo tendría consecuencias positivas sino que sería algo necesario para la contribución al desarrollo social y económico de estos países. “Nadie niega que a esas tierras se les podría dar un mejor uso y nadie sugiere que invertir en tierras sea algo malo en sí mismo, la cuestión aquí es el proceso que se sigue”, responde Odhiambo. “Normalmente, se ignoran los derechos de las comunidades indígenas cuyo sustento depende de esas tierras. Si el objetivo es realmente beneficiar a las poblaciones locales, entonces esta gente debería ser incluida en las conversaciones y en la toma de decisiones, para que sus intereses sean tenidos en cuenta”, añade. Sin embargo, en muchas ocasiones, los que acaban trabajando en las nuevas plantaciones no son personas de las comunidades locales. Odhiambo señala que, en algunos casos, firmas chinas traen a sus propios trabajadores, que de esta forma desplazan a los agricultores locales. Según datos del Banco Mundial, el África subsahariana es la zona del planeta que cuenta con más kilómetros cuadrados de tierra cultivable sin utilizar o sin ser suficientemente productiva. Pero los expertos ven una segunda razón para el hecho de que la mayoría de las adquisiciones de grandes extensiones de tierras se den precisamente en esa zona: Gobiernos corruptos y ausencia de leyes y regulación adecuadas. “Ningún país africano requiere por ley el consentimiento libre, informado y por adelantado de los que viven en las tierras antes de que sean adjudicadas a un inversor. Son raros los requisitos de que se consulte a la población local y, cuando existen, su implementación tiende a estar por debajo de las expectativas”, afirma en un informe sobre contratos de este tipo Lorenzo Cotula, del Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo. “Se sabe muy poco sobre los términos exactos de estas transacciones de tierras en África, ya que las negociaciones suelen realizarse a puerta cerrada”, añade. El hecho de que muchos de los Gobiernos del África subsahariana no cuentan con demasiadas credenciales democráticas y de que apenas existen leyes que regulen las condiciones de trabajo, las consecuencias para el medio ambiente o la propiedad de la tierra por parte de las comunidades locales, parecen contribuir al especial interés que suscitan las tierras africanas entre empresas extranjeras y países en rápido crecimiento. Ocurre, además, que en la mayoría de los países africanos el dueño de las tierras es el Estado, que no suele reconocer el derecho consuetudinario que podría dar la propiedad de las tierras a las comunidades que llevan viviendo en ellas y trabajándolas durante generaciones. “Fundamentalmente, se trata de una cuestión de mal gobierno, porque los Ejecutivos de estos países en África no rinden cuentas a su gente, no consultan a las personas afectadas, hay muchos oficiales gubernamentales que buscan ganar dinero con estos contratos…”, enumera Odhiambo. “Y con tal de proteger esta situación, estos Gobiernos no quieren ningún tipo de discusión sobre cómo establecer políticas e instituciones adecuadas”. Entonces, si se dieran las condiciones ideales, si las poblaciones locales fueran consultadas y tuvieran voz y voto, que los Gobiernos buscaran el interés de las comunidades que viven en las tierras en cuestión y que todo el proceso respondiera a normas democráticas, ¿podría ser la cesión de grandes extensiones de tierra una solución para desarrollar la agricultura africana y finalizar con la dependencia de ayuda exterior de muchos de estos países? “Es que en la práctica esa hipótesis no se cumple. En casi todas las adquisiciones masivas que se han hecho para nada se han tenido en cuenta esos requisitos”, responde José Antonio Osaba, asesor general del Foro Rural Mundial, en la misma línea que muestran los pocos estudios que han analizado este tipo de contratos. “Nosotros planteamos una moratoria de 20 años sobre esas adquisiciones masivas de tierras para que en ese tiempo se pueda priorizar la agricultura familiar y nacional destinada a producir alimentos para las poblaciones africanas. Y también para que se realice un análisis muy serio y en profundidad de qué significan y qué consecuencias tienen estas adquisiciones masivas”, explica Osaba, que remata: “Que África, que está con hambrunas, esté alimentando a poblaciones de otros continentes es algo insólito”. Más moderado, Odhiambo sí cree que, bien hechas y con las regulaciones adecuadas puestas en práctica, las cesiones de tierras podrían ser parte de la solución al problema del hambre en África. “En el plano internacional, se deberían establecer unos estándares que gobiernen todas estas transacciones para que se puedan realizar correctamente”, apunta. Una de las grandes contradicciones de la moral religiosa que me hizo pensar cuando empecé a tener edad de cuestionar las cosas es el veto radical que vierten desde las religiones sobre el cuerpo humano, cuando, a la vez, propugnan que todos somos obra divina y hemos sido creados a imagen y semejanza del dios correspondiente.
Si somos obra divina ¿cómo pueden a la vez defender la idea de que los cuerpos son sucios y vergonzosos? Si acotamos un poco más, lo que considera la moral cristiana vergonzante son algunas partes concretas de la anatomía humana que, tradicionalmente, ha convertido en tabú y vergüenza que esconder, como si tuviéramos que vivir amputados de una parte de nosotros mismos. Relacionado íntimamente con ese absurdo tabú está el veto a la sexualidad humana, que han pretendido siempre, y siguen pretendiendo, acotar a unos límites cerriles e inhumanos que ellos focalizan exclusivamente en la procreación y en aquellas pautas represoras beneficiosas para sus propios intereses corporativos. Otra gran contradicción, porque la función humana que es capaz de crear vida no puede ser otra cosa que muy hermosa, por más que algunas mentes, empeñadas en constreñir y amordazar lo humano, se esfuercen en percibir la belleza y la pureza como fealdad y suciedad. Lo sorprendente es que, en pleno siglo XXI, las coordenadas religiosas sigan siendo tan oscurantistas y tétricas como lo eran en la Edad Media , y continúen imponiendo prejuicios y vetos que pretenden alejar al ciudadano, no sólo de la autoestima integral de sí mismo y del derecho al placer y a la felicidad, sino también del conocimiento científico y de la divulgación médica. La semana pasada el cura de Alella, una población barcelonesa, retiró la autorización para una exposición que, con motivo del día del cáncer de mama, mostraba en imágenes pechos femeninos durante y tras el tratamiento de curación de esa terrible enfermedad, y que buscaba concienciar a niños y adultos de la importancia del conocimiento del propio cuerpo para un pronóstico temprano y curable de una dolencia que es una de las principales causas de muerte en la población femenina. Pero no, los ámbitos católicos perciben como una inmoralidad el que los jóvenes contemplen el cuerpo femenino desnudo, como si el cuerpo femenino fuera algo grotesco e indigno. La misoginia católica continúa, según parece, manteniendo en su ideario que la mujer es un peligro, su cuerpo una tentación, y su salud un asunto de tercer orden. Algo también muy contradictorio, si tenemos en cuenta que desde algunos ámbitos clericales se justifica, de manera inconcebible, la pederastia y el abuso sexual de menores. Al igual que lo es que criminalicen la homosexualidad declarada, mientras forma parte importante, aunque solapada, de sus filas. ¿De qué moral estamos hablando? Las religiones, no sólo la católica, consideran el cuerpo de la mujer como pecaminoso e impuro, y acotan la supuesta “pureza femenina” a la virginidad. Pero mientras los fundamentalismos religiosos cubren los cuerpos de las mujeres y las hacen vivir sintiéndose inferiores e indignas por el hecho de serlo, millones de ellas enferman y mueren bajo esos mantos que, a modo de velos, burkas y pudores enfermizos y soterrados, cubren su propia, humana y hermosa identidad. El cuerpo humano es hermoso, el cuerpo femenino lo es, y los pechos femeninos lo son también. Nada hay de impúdico en el cuerpo de las mujeres. Nada hay de qué avergonzarse, salvo de que a estas alturas de la historia siga habiendo mentes cerriles que consideran lo natural como pecado, que interpretan lo bello como una sucia tentación, y que ni se inmutan, sin embargo, ante la barbarie que es secuestrar las mentes infantiles mediante el miedo y la manipulación. A nadie debería avergonzarnos la desnudez, sino la intolerancia, la voracidad y la perversión que subyace tras toda represión antinatural, mórbida e insana. La Humanidad ha perdido el sentido cósmico de su origen y con él el sentido de la vida y el sentido de su dimensión espiritual. El hombre se ha alejado de Dios porque se ha alejado de la realidad de la Naturaleza –hombre incluido: es decir, de sí mismo-, que es donde Dios se encuentra realmente encarnado.
En ella, en la vida que en ella late, más que en las doctrinas teológicas, le escudriña la mística. San Juan de la Cruz lo expresó muy poéticamente en su Cántico Espiritual: Pastores, los que fuerdes allá, por las majadas, al otero, si por ventura vierdes aquél que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero”. Y otro tanto hace la amada cuando, con este mismo lenguaje místico-poético, entona en el Cantar de los Cantares: “Como manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre los mancebos. A su sombra anhelo sentarme, y su fruto es dulce a mi paladar”. La famosa inscripción del oráculo délfico rezaba: “¡Oh hombre! conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses”. Tradicionalmente mutilado en su segunda parte, es ésta, sin embargo, la que nos descubre el verdadero sentido del augurio: la única vía segura para el conocimiento de Dios y del Universo es el conocimiento de uno mismo. La transcripción completa del texto clásico nos lo evidencia: “Te advierto, quien quiera que fueres, ¡oh tú! que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros”. Los ritos arcaicos –sacramentos laicos al uso- se registraron como “marcas sin” (“cerveza sin”, “leche sin”) al despojarles de la fuerza vital de la naturaleza. Con el quebranto de esa fuerza se desvaneció el sentido del vínculo como expresión de la solidaridad con el entorno: los otros y lo otro; y también como el estado de pertenencia a algo fuera y dentro de nosotros. Aunque el tiro de gracia nos lo dimos a nosotros mismos cuando el Catecismo de la Santa Madre Iglesia nos propuso –y nos impuso- que “los enemigos del alma son tres: Mundo, Demonio y Carne”. El día que Hércules se encontró en Libia con el gigante Anteo en su décimo trabajo, luchó con él. Y se percató de que al derribarlo, el hijo de Júpiter y Gea –la madre Tierra- se imbuía de la fuerza de un dios cada vez que alguna parte de su cuerpo entraba en contacto con el suelo. Al darse cuenta de ello, Hércules consiguió vencerlo elevándole en el aire y ahogándole entonces entre sus poderosos brazos. Así nos lo pintó Gustavo Doré. El mito de Anteo se formula como una sarcástica alegoría del drama de nuestra realidad. Su simbolismo hace referencia, en sentido positivo, al vigor que se adquiere cuando nos mantenemos en contacto físico, psíquico o espiritual con la Naturaleza y, negativamente, cuando rompemos con ella, cuando hemos tomado partido por Zeus y nos posicionamos olímpicamente en las alturas. (¡Qué error tan de bulto haber tomado al pie de la letra las palabras de Jesús “Mi reino no es de este mundo”!) El hecho más trascendental de esta ruptura con el Universo es la desavenencia con Dios. Quizás nos falte todavía la suficiente conciencia para percatarnos de que, a nivel de átomos, la composición de nuestro cuerpo no se diferencia de la del resto del universo. Y que no somos sino el resultado de la alquimia nuclear, desarrollada a lo largo de más de trece mil millones de años en el espacio y en el tiempo, como sugiere la obra de Altschuler, Hijos de las estrellas. Y hasta es posible que en este sentido habría que hablar del hombre como una cosmo-construcción. Así lo intuyeron prácticamente los diferentes relatos sobre el nacimiento de la humanidad, en los que se hace resaltar que nuestra raza surge de la Tierra. En la tradición taoísta el ser humano aparece como un elemento más de la Naturaleza. En sus caligrafías el hombre jamás es protagonista. Se le representa de tamaño minúsculo en medio de otros elementos del paisaje y en estrecha relación con la totalidad. El ser humano está en estado de simbiosis con el resto de seres que integran no sólo la tierra sino el universo entero. De tal modo que su existencia, evolución y desarrollo es interdependiente con ellos. Es decir, va más allá de sí: va hasta el entorno no humano. La idea bíblica de un “pueblo elegido” –en consecuencia, separado de todos los demás pueblos- no es espiritualmente de recibo. Es más: la religión cristiana agrava esta ruptura haciendo al hombre hijo del Padre Celestial. Tampoco es de recibo una Humanidad “especie elegida”, frente al resto de las criaturas, pues todos cuantos seres existen –vivos o inertes- son por igual titulación hijo de Dios. El precio de la individualización, del establecimiento de fronteras para afirmar la identidad colectiva, ha llevado a la pérdida de la conciencia de ser uno con toda la realidad. Y ha llevado, sobre todo, a fratricidas duelos entre las partes –las guerras de religión-, incluso con un Dios al frente violentamente reclutado –y forzado a luchar contra sí mismo- como mercenario, en cada bando. En la sugerente película El árbol de la vida, Palma de Oro en el Festival de Cannes 2011, una voz en off abre la escena recogiendo esta visióndualista del mundo tradicionalmente presentada por la Iglesia: “Las monjas nos enseñaron que hay dos caminos que puedes seguir en la vida, el de la naturaleza y el de lo divino; puedes elegir cuál vas a seguir”. Malick, su director, apenas utiliza el lenguaje de la palabra y la razón. Es un lenguaje el suyo básicamente de imágenes sensoriales y de sentimientos: el vehículo más adecuado para el conocimiento de la Naturaleza y, a través de ella, para el encuentro con Dios. Los matemáticos dicen que la distancia de cualquier número, por grande que sea, al infinito, es infinita. Con relación a Dios todos somos iguales, no hay posible distinción. ¿Qué sentido tiene entonces el marcar tanto las diferencias entre unos y otros?
La fiesta de “Todos los Santos”, entendida como diferencia de perfección entre los seres humanos no tiene mucho sentido. Por eso le he cambiado el título y he puesto: “Todos santos”; aunque también podía haber puesto “Todos pecadores” y sería exactamente igual de cierto. Para Dios no hay diferencia ninguna, porque nos ama a todos por lo que Él es. Si por santo entendemos un ser humano perfecto, significaría que ya ha llegado a su plenitud y por lo tanto se habrían acabado sus posibilidades de crecer. Pero su verdadero ser, y por lo tanto su perfección, nada tiene que ver con su biología o con su moralidad. A esa parte de nuestro ser no le afectan las limitaciones, sean del orden que sean. Es una realidad que permanece siempre intacta. Descubrir, vivir y manifestar ese verdadero ser, es lo que podíamos llamar santidad. Cuando creemos que para ser santo tenemos que anular los sentidos, reprimir los sentimientos, machacar la inteligencia y someter la voluntad, nos estamos exigiendo la más torpe inhumanidad. La plenitud de lo humano sólo se alcanza en lo divino. Vivir lo divino que hay en nosotros es la meta. Lo humano siempre será imperfecto. El verdadero santo no es el perfecto. El santo nunca descubrirá que lo es. Por favor, que nadie caiga en la tentación de aspirar a la “santidad”. Aspirad sólo, a ser cada día más humanos, desplegando el amor que Dios ha derramado en vuestro ser. Cuando hemos puesto la santidad en lo extraordinario, nos hemos salido de todo marco de referencia evangélico. Si creemos que santo es aquel que hace lo que nadie es capaz de hacer, o deja de hacer lo que todos hacemos, ya hemos caído en la trampa de atribuirnos méritos que no pueden ser del hombre. Cuando un joven le dice a Jesús: "Maestro bueno”. Jesús le responde: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno más que Dios. ¿Qué hubiera contestado si le hubiera llamado santo? Cuando Jesús dice a sus discípulos: “No os dejéis llamar maestro, no os dejéis llamar jefes, y no llaméis a nadie padre...” ¿Qué hubiera dicho si hubiera existido, entonces, el concepto moderno de santo? Santo es el que descubre el amor que es Dios. Todos somos santos, aunque la inmensa mayoría no lo hemos descubierto todavía, y de ese modo, tampoco podemos manifestar lo que somos. Somos santos por lo que Dios es en nosotros, no por lo que nosotros somos para Dios. La creencia generalizada de que la santidad consiste en desplegar las virtudes morales, no tiene nada que ver con el evangelio. Recordemos: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. Para Jesús, es santo el que descubre el amor que llega a él sin mérito ninguno por su parte. No somos santos cuando somos perfectos, sino cuando vivimos lo más valioso que hay en nosotros como don presente. La perfección moral es consecuencia de la santidad, no su causa. Debemos tener mucho cuidado a la hora de hablar de los santos como “intercesores”. Si lo entendemos pensando en un Dios, que sólo atiende las peticiones de sus amigos o de aquellos que son “recomendados”, estamos ridiculizando a Dios. En Jn 16,26-27, dice Jesús: “no será necesario que yo interceda ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama”. Lo hemos dicho hasta la saciedad, Dios no nos ama porque somos buenos, sino porque Él es amor. Ama a todos infinitamente... Claro que se puede entender la intercesión de una manera aceptable. Si descubrimos que esas personas que han tomando conciencia de su verdadero ser, son capaces de hacer presente a Dios en todo lo que hacen, pueden facilitarnos ese mismo descubrimiento, y por lo tanto pueden acercarnos a Dios. Descubrir que ellos confiaron en Dios a pesar de sus defectos, nos tiene que animar a confiar más nosotros. Y no sólo valdría para los que conviven con ellos, sino para todos los que después de haber muerto, tuvieran noticia de su “vida y milagros”. Ese sería el camino más fácil para que creciera el número de los “conscientes”. También debemos tener cuidado con la “comunión de los santos”. No se trata de unos “dones” o unas “gracias” que ellos han merecido y que nos ceden a nosotros. Es ridículo cuantificar y almacenar los bienes espirituales. Todo lo que nos viene de Dios es siempre gratuito y por lo tanto, nunca se puede merecer. Dice Jesús: “cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Ahora bien, en el momento que se tiene conciencia de la unidad, se comprende que todo lo que hace uno repercute en el todo. La doctrina de Pablo es esclarecedora: “Todos formamos un solo cuerpo”. Por eso podemos considerar que los logros de cada uno, son los logros de todos. El sentido de pertenencia no anula, sino que potencia mi singularidad. En esta fiesta celebramos la “bondad” se encuentre donde se encuentre. Es una fiesta de optimismo, porque, a pesar de los telediarios, hay mucho bien en el mundo si sabemos descubrirlo. Es cierto que mete más ruido uno tocando el tambor que mil callando. Por eso nos abruma el ruido que hace el mal y no nos queda espacio para descubrir el bien, que es mucho más fuerte y está más extendido que el mal. Hoy es el día de la alegría. La Vida y el Bien triunfan sobre la muerte y el mal. Desde esta perspectiva, la vida merece siempre la pena. Porque esta alegría de vivir tenemos que mantenerla a pesar de tanto sufrimiento y dolor como encontramos en nuestro mundo. A pesar de que muchos seres humanos consumen su existencia sin enterarse de lo que son, y se conforman con vegetar como las plantas o quedarse en lo sensorial como los animales. Las bienaventuranzas nos descubren el verdadero rostro del “santo”. ¿Quién es dichoso? ¿Quién es bienaventurado? Felicitar a uno porque es pobre, porque llora, porque pasa hambre, porque es perseguido, sería más bien un sarcasmo. Sobre todo si le engañamos con promesas para un más allá. Haber reservado la palabra “bienaventurado” para los que han muerto y están en el “cielo”, es una manipulación del evangelio inaceptable. Aquí abajo el dichoso es el rico, el poderoso, el que puede consumir de todo sin dar un palo al agua. Por los años cincuenta circulaba una canción que decía: “tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor; y el que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios”. No se puede hacer una radiografía mejor de los valores de una sociedad. Si es esa nuestra escala de valores, nunca podremos entender las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas no se pueden entender racionalmente, ni se pueden explicar con argumentos. Cuando Pedro se puso a increpar a Jesús, porque no entendía su muerte, Jesús le contestó: “Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Solo entrando en la dinámica de la trascendencia, podemos descubrir el sentido de las bienaventuranzas. Solo descubriendo lo que hay de Dios en mí, podremos darnos cuenta de nuestra verdadera meta. Tenemos al alcance de la mano lo que nos puede hacer felices, pero no nos damos cuenta, porque ponemos nuestra felicidad en otra cosa. El tesoro está en nuestro campo, pero no lo hemos descubierto, y lo estamos buscando fuera. Para que una persona sea dichosa le tenemos que dar aquello que considera el valor supremo para ella. Tenga lo que tenga, si no lo percibe como valor absoluto, no le hará feliz. Por eso el primer paso tiene que ser el descubrir ese valor supremo y, después, darnos cuenta que ya lo tenemos. Con esta perspectiva, las bienaventuranzas no son un sí de Dios a la pobreza y al sufrimiento, sino un rotundo no de Dios a las situaciones de injusticia, asegurando a los pobres lo más grande que pudieran esperar, el amor de Dios. En Él los pobres pueden esperar, tener confianza. No para un futuro lejano, sino ya, aquí y ahora. Lucas, a continuación de las bienaventuranzas, pone los ¡Ay de vosotros...! Puede ser bienaventurado el que llora, pero nunca el que hace llorar. Puede ser feliz el que pasa hambre, pero no el que tiene la culpa del hambre de los demás. Buscar la salvación en las riquezas o en las seguridades terrenas, es la mejor prueba de que no se ha descubierto el verdadero ser, el amor de Dios. Sin descubrir y vivir lo verdaderamente valioso, no puede haber felicidad. Las bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias de vida que podamos imaginar, las posibilidades de ser en plenitud, nadie puede arrancárselas. En la celebración de este día, no tenemos que pensar en los “santos” canonizados, ni en los que desarrollaron virtudes heroicas, sino en todos los hombres que descubrieron la marca de lo divino en ellos, que les empuja a mayor humanidad. No se trata de celebrar los méritos de personas extraordinarias, sino de reconocer la presencia de Dios que es el único Santo, en cada uno de nosotros. El merito será siempre de Dios. |
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