Jesús vivió atento a las tres pulsiones básicas del ser humano y las denunció con firmeza. Tanto es así que el llamado “relato de las tentaciones” –un texto que parece sintetizar lo que fue su lucha interior a lo largo de su existencia–, lo muestra enfrentando la tentación de la riqueza, del poder y de la imagen (Mt 4,1-11).
Los relatos evangélicos nos han trasladado la fuerza de la denuncia, en textos como estos, con respecto a la riqueza: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24); “Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios” (Mt 19,24). Por lo que se refiere a la imagen, los textos más significativos son aquellos que se refieren a la autoridad religiosa: “Todo lo hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; que los saluden por la calle y los llamen maestros” (Mt 23,5-7). “¿Cómo vais a creer vosotros, si lo que os preocupa es recibir honores los unos de los otros, y no os interesáis por el verdadero honor que viene del Dios único” (Jn 6,44); “Para ellos –escribe el cuarto evangelio– contaba más la buena reputación ante la gente que ante Dios” (Jn 12,43)? En cuanto al poder, Jesús es bien consciente de que constituye la mayor trampa, por lo que no solo previene contra ella de manera tajante, sino que ofrece una alternativa, el camino que él mismo había tomado: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida” (Mc 10,42-45). El yo ansía el poder –como el tener y el aparentar– porque cree encontrar ahí una sensación de seguridad, a la vez que le permiten creer que está vivo. Es el modo que tiene de ocultar su propio vacío. Pero adonde eso conduce es a “perder la vida”, porque se ha desconectado de la verdadera identidad. La comprensión descansa en el ser y se manifiesta en el servicio. Como dijera el psiquiatra Carl Jung, uno de los padres de la psicología moderna, “donde el amor rige, no hay voluntad de poder; donde la voluntad de poder rige, no hay amor”. ¿Qué fuerza tienen en mí cada una de esas tres pulsiones?
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El tema principal que leemos hoy es el mismo que leímos al final del domingo pasado y que no comentamos. Jesús atraviesa Galilea camino de Jerusalén, donde le espera la Cruz. El evangelio nos dice expresamente que quería pasar desapercibido, porque ahora está dedicado a la instrucción de sus discípulos. Esa nueva enseñanza tiene como centro la cruz. Trata de convencerles de que no ha venido a desplegar un mesianismo de poder sino de servicio a los demás, pero no lo consigue. Todos siguen pensando en su propia gloria.
Este segundo anuncio de la pasión no deja lugar a dudas sobre lo que Jesús quiere transmitir. Los discípulos siguen sin comprender, aunque el domingo pasado nos decía que se lo explicaba “con toda claridad”. Si les daba miedo preguntar es porque intuían que no les iba a gustar. Esto nos muestra que más que no comprender, es que no querían entender, porque significaría el fin de sus pretensiones mesiánicas. Hasta que no llegue la experiencia pascual, seguirán sin entender la parte más original y decisiva del mensaje. ¿De qué discutíais por el camino? Jesús quiere que saquen a la luz sus íntimos sentimientos, pero guardan silencio porque saben que no están de acuerdo con lo que Jesús viene enseñándoles. Entre ellos siguen en la dinámica de la búsqueda del dominio y del poder. Tenemos que recordar que en aquella cultura el rango de las personas se tomaba muy a pecho y era la clave de todas las relaciones sociales. Quien quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”. El mismo mensaje del domingo pasado y en el episodio de la madre de los Zebedeos. No nos pide Jesús que no pretendamos ser más, al contrario, nos anima a ser el primero, pero por un camino muy distinto al que nosotros nos apuntamos. Debemos aspirar a ser todos, no solo “primeros”, sino “únicos”. En esa posibilidad estriba la grandeza del ser humano. A veces los cristianos hemos dado la impresión de que para ser Él grande, Dios quería empequeñecidos. Jesús dice: ¿Quieres ser el primero? Muy bien. ¡Ojalá todos estuvieran en esa dinámica! Pero no lo conseguirás machacando a los demás, sino poniéndote a su servicio. Cuanto más sirvas, más señor serás. Cuanto menos domines, mayor humanidad. Quiere hacernos ver que el bien espiritual está por encima del material. Si me pongo en esta perspectiva nunca haré daño al otro buscando un interés egoísta a costa de los demás. Acercando a un niño lo abrazó y dijo. No es fácil descubrir la conexión con lo que antecede. En tiempos de Jesús, los niños eran utilizados como pequeños esclavos. La palabra griega “paidion” es un diminutivo de “pais, que ya significa niño y también criado y esclavo. Sería el pequeño esclavo. En el contexto de la narración sería el chico de los recados que el grupo tenía a su disposición. Aquí descubrimos la relación con el texto anterior. El niño estaría en la escala más baja de los que se dedican a servir. El que acoge a un niño, me acoge a mí. No se trata de manifestar cariño o protección al débil sino de identificarse con él. Al abrazarle, está manifestando que los dos forman una unidad, y que si quieren estar cerca de él, tienen que identificarse con el insignificante muchacho de los recados, es decir hacerse servidor de todos. Uno de los significados del verbo griego es preferir. Sería: el que prefiere ser como este niño me prefiere a mí. El que no cuenta, pero sirve a los demás, ese es el que ha entendido el mensaje de Jesús. Y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. Este paso es muy importante: acoger a Jesús es acoger al Padre. Identificarse con Jesús es identificarse con Dios. La esencia del mensaje de Jesús consiste en esta identificación. Repito, el mensaje no consiste en que debemos acoger y proteger a los débiles. Se trata de identificarnos con el más pequeño de los esclavos que sirven sin que se lo reconozcan ni le paguen por ello. Esa actitud es la que mantiene Jesús, reflejando la actitud de Dios para con todos. Llevamos dos mil años sin enterarnos. Y además, como los discípulos, preferimos que no nos aclaren las cosas; porque intuimos que no iban a responder a nuestras expectativas. Ni como individuos ni como grupo (comunidad o Iglesia) hemos aceptado el mensaje del evangelio. La mayoría de nosotros seguimos luchando por el poder que nos permita utilizar a los demás en beneficio propio. Siguen siendo inmensa minoría los que ponen su vida al servicio de los demás y les ayudan a vivir sin esperar nada a cambio. Hay dos maneras de servir: una es la del que somete al poderoso para conseguir su favor y aprovecharse de su poderío. Esto no es servicio sino servidumbre, y lejos de hacer más humana a una persona la envilece. Esta actitud es muy criticada por Jesús. En torno a todo poder despótico pulula siempre una banda de aduladores que hacen posible el despotismo. La diaconía significaba “servir a la mesa”. En cristiano indicaba el servicio a los más necesitados por los que no tenían obligación de hacerlo. Este servicio es el que humaniza. Si es la esencia del mensaje ¿Por qué ha fracasado estrepitosamente? El domingo dijimos que no podía conocer a Jesús si no me conocía a mí mismo. Sin ese conocimiento, es imposible llegar a ser auténtico cristiano. Ahora bien, como llegar a conocerse a sí mismo es muy difícil, la iglesia trató de racionalizar el mensaje con propuestas externas: 1ª Es la voluntad de Dios. 2º Si lo cumples, Dios te premiará; si no lo cumples, te castigará. A la 1ª hay que decir: esa pretensión es tan etérea y difusa que con la mayor facilidad se puede tergiversar y deteriorar sin advertirlo. Por otra parte, ¿Quién me asegura que esas exigencias son la voluntad de Dios? La 2ª es aún más burda. Bastaría caer en la cuenta de que es la misma técnica que utilizamos los seres humanos para domesticar a los animales: palo o zanahoria. ¡Cómo podemos pensar que Dios nos trata como animales! Haríamos bien en superar la idea de un Dios antropomórfico con motivaciones iguales a las nuestras. Como no nos han conducido por el camino del conocimiento de nosotros mismos y el Dios que nos habían propuesto es absurdo, los cristianos nos hemos quedado en el chasis. Ni somos capaces de descubrir las exigencias del evangelio en lo hondo de nuestro ser, ni encontramos razones externas que nos motiven. Hemos quedado en la inopia. Meditación Si me doy a los demás hasta consumirme, ¿dónde colocaré los adornos (la gloria) que pretendo alcanzar? Si estoy pensando en mí mismo, cuando me doy al otro, ¿qué clase de entrega estoy llevando a cabo? En la medida que sirva a los demás sin esperar nada a cambio, en esa medida me estaré acercando al ideal cristiano. La confesión de Pedro («Tú eres el Mesías»), que leímos el domingo pasado, marca el final de la primera parte del evangelio de Marcos. La segunda parte la estructura a partir de un triple anuncio de Jesús de su muerte y resurrección; a los tres anuncios siguen tres relatos que ponen de relieve la incomprensión de los discípulos. El domingo pasado leímos el primer anuncio y la reacción de Pedro, que rechaza la idea del sufrimiento y la muerte. Hoy leemos el segundo anuncio, seguido de la incomprensión de todos (Mc 9,30-37).
Segundo anuncio de la pasión y resurrección (9,30-31) La actividad de Jesús entra en una nueva etapa: sigue recorriendo Galilea, pero no se dedica a anunciar a la gente la buena nueva, se centra en la formación de los discípulos. Y la primera lección que les enseña no es materia nueva, sino repetición de algo ya dicho; de forma más breve, para que quede claro. En comparación con el primer anuncio, aquí no concreta quiénes serán los adversarios; en vez de sumos sacerdotes, escribas y senadores habla simplemente de «los hombres». Tampoco menciona las injurias y sufrimientos. Todo se centra en el binomio muerte-resurrección. Para quienes estamos acostumbrados a relacionar la pasión y resurrección con la Semana Santa, es importante recordar que Jesús las tiene presentes durante toda su vida. Para Jesús, cada día es Viernes Santo y Domingo de Resurrección. Segunda muestra de incomprensión (Mc 9,32) Al primer anuncio, Pedro reaccionó reprendiendo a Jesús, y se ganó una dura reprimenda. No es raro que ahora todos callen, aunque siguen sin entender a Jesús. Marcos es el evangelista que más subraya la incomprensión de los discípulos, lo cual no deja de ser un consuelo para cuando no entendemos las cosas que Jesús dice y hace, o los misterios que la vida nos depara. Quien presume de entender a Jesús demuestra que no es muy listo. La prueba más clara de que los discípulos no han entendido nada es que en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir sobre quién es el más importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta de qué hablaban por el camino, se callan; les da vergüenza reconocer que el tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre su muerte y resurrección. Una enseñanza breve y una acción simbólica nada romántica (Mc 9,33-37) Para comprender la discusión de los discípulos y el carácter revolucionario de la postura de Jesús es interesante recordar la práctica de Qumrán. En aquella comunidad se prescribe lo siguiente: «Los sacerdotes marcharán los primeros conforme al orden de su llamada. Después de ellos seguirán los levitas y el pueblo entero marchará en tercer lugar (...) Que todo israelita conozca su puesto de servicio en la comunidad de Dios, conforme al plan eterno. Que nadie baje del lugar que ocupa, ni tampoco se eleve sobre el puesto que le corresponde» (Regla de la Congregación II, 19-23). Este carácter jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a propósito de las reuniones: «Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero los sacerdotes; en segundo lugar, los ancianos; en tercer lugar, el resto del pueblo. Cada uno en su sitio» (VI, 8-9). La discusión sobre el más importante supone, en el fondo, un desprecio al menos importante. Jesús va a dar una nueva lección a sus discípulos, de forma solemne. No les habla, sin más. Se sienta, llama a los Doce, y les dice algo revolucionario en comparación con la doctrina de Qumrán: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos». (El evangelio de Juan lo visualizará poniendo como ejemplo a Jesús en el lavatorio de los pies). A continuación, realiza un gesto simbólico, al estilo de los antiguos profetas: toma a un niño y lo estrecha entre sus brazos. Alguno podría interpretar esto como un gesto romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús van en una línea muy distinta: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí…». Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su nombre, a acogerlos en la comunidad cristiana. Y esto es tan revolucionario como lo anterior sobre la grandeza y servicio. El grupo religioso más estimado en Israel, que curiosamente no aparece en los evangelios, era el de los esenios. Pero no admitían a los niños. Filón de Alejandría, en su Apología de los hebreos, dice que «entre los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es inconsistente e inclinado a las novedades a causa de su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única libertad». El rabí Dosa ben Arkinos tampoco mostraba gran estima de los niños: «El sueño de la mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los lugares donde se reúne el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot, 3,14). En cambio, Jesús dice que quien los acoge en su nombre lo acoge a él, y, a través de él, al Padre. No se puede decir algo más grande de los niños. En ningún otro sitio del evangelio dice Jesús que quien acoge a una persona importante lo acoge a él. Es posible que este episodio, además de servir de ejemplo a los discípulos, intentase justificar la presencia de los niños en las asambleas cristianas (aunque a veces se comporten de forma algo insoportable). [El tema de Jesús y los niños vuelve a salir más adelante en el evangelio de Marcos, cuando los bendice y los propone como modelos para entrar en el reino de Dios. Ese pasaje, por desgracia, no se lee en la liturgia dominical.] ¿Por qué algunos quieren matar a Jesús? (Sabiduría 2,12.17-20) El libro de la Sabiduría es casi contemporáneo del Nuevo Testamento (entre el siglo I a.C. y el I d.C.). Al estar escrito en griego, los judíos no lo consideraron inspirado, y tampoco Lutero y las iglesias que sólo admiten el canon breve. El capítulo 2 refleja la lucha de los judíos apóstatas contra los que desean ser fieles a Dios. De ese magnífico texto se han elegido unos pocos versículos para relacionarlos con el anuncio que hace Jesús de su pasión y resurrección. Es una pena que del v.12 se salte al v.17, suprimiendo 13-16; los tengo en cuenta en el comentario siguiente. En el evangelio Jesús anuncia que «el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres». ¿Por qué? No lo dice. Este texto del libro de la Sabiduría ayuda a comprenderlo. Pone en boca de los malvados lo que les molesta de él y lo que piensan hacer con él. «Nos molesta porque se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende, nos considera de mala ley; nos molesta que presuma de conocer a Dios, que se dé el nombre de hijo del Señor y que se gloríe de tener por padre a Dios». En consecuencia, ¿qué piensan hacer con él? «Lo someteremos a la afrenta y la tortura, lo condenaremos a una muerte ignominiosa. Él está convencido de que Dios lo ayudará, nosotros sabemos que no será así». Se equivocan. «Después de muerto, al tercer día resucitará». Envidias, peleas, luchas y conflictos (Carta de Santiago 3,16-4,3) Esta lectura puede ponerse en relación con la segunda parte del evangelio. En este caso no se trata de discutir quien es el mayor o el más importante, sino de las peleas que surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando no se consigue lo que se desea, la insatisfacción lleva a toda clase de conflictos. «El Señor sostiene mi vida» (Salmo 53) El Salmo se aplica tan bien al justo del que habla la primera lectura como a Jesús. En ambos casos, «insolentes se alzan contra mí y hombres violentos me persiguen a muerte». Pero ambos están convencidos de que «Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida». El Salmo nos invita a acompañar a Jesús cuando piensa en su muerte y resurrección y a acompañar a quienes sufren, no a discutir sobre quién es el más importante. Tal vez el evangelio de este domingo nos confirma la necesidad de recordar que los evangelios no son narraciones en tiempo real, sino una elaboración muy posterior a los hechos; una composición muy cuidada para expresar un mensaje que despierte algo nuevo en el lector(a) u oyente. Así es el libro de Marcos, todo un manual para aprender el camino del seguimiento a Jesús. Y este texto es uno de los que nos muestran todo un aprendizaje de dos posicionesesenciales que centran a toda persona que desea avanzar por esta ruta: coherencia y autenticidad. Veamos cada una de ellas.
Comienza el texto expresando la itinerancia de este grupo; una itinerancia que hace referencia a esta metáfora tan genial que representa nuestros procesos creyentes: el camino. Galilea es más que una región de paso, es el punto de partida de todo este viaje hasta Jerusalén de Jesús con sus seguidores(as), escenario del discipulado. Y, en la ciudad de Cafarnaúm, referencia de la misión de Jesús, se da uno de los momentos fuertes de este camino. La primera posición, coherencia, se puede percibir en el comienzo de este texto. Jesús se identifica con el hijo del Hombre, es decir, el plenamente humano, pero plenamente arraigado en lo divino. En este doble movimiento se apoya su discurso. Es consciente de que su final no va a ser feliz desde el plano humano, será entregado, le matarán. No se trata de una visión apocalíptica o que proceda de una bola de cristal que predice su futuro, no parece ser así. Jesús sabe que su final es consecuencia de sus opciones, de su manera de vivir, de haber desestabilizado las columnas religiosas de Israel, de haber denunciado aquellos aspectos religiosos que iban mermando la dignidad humana; la denuncia de la imagen de un Dios encerrado en unos principios basados en el poder de un patriarcado que generaba injusticias, exclusión e insolidaridad. Lo que muestra a sus seguidores(as) y que no comprenden, es la coherencia, una coherencia que ha de estar liberada de miedo y henchida de libertad. Un miedo que ha de ser superado porque ese trágico final no tiene la última palabra. Jesús introduce en su discurso la resurrección porque se sabe enraizado en un Dios vivo, el Dios presente y en movimiento permanente. Añade así esa dimensión de trascendencia que, en definitiva, se convierte en fuente y foco de la fuerza de este camino. En el diálogo posterior de los discípulos con Jesus, percibimos una segunda posición ante el seguimiento a Jesús: autenticidad. Casi siempre eran los apóstoles los que preguntaban a Jesús en privado para intentar comprender su mensaje. En este caso, es Jesús quien pregunta de qué estaban discutiendo. Está claro que hay algo que no va bien, que hay tensión entre ellos y desenfocados de lo que Jesús pretendía revelar. Parece que es un poco ridículo por parte de los apóstoles esta discusión. Sin embargo, esta aspiración a ser grandes, ocupar los primeros puestos, era un tema muy propio de la mentalidad religiosa de aquel tiempo. La medida de la dignidad, el puesto que a cada uno le debía corresponder, era muy importante para ellos; siempre basado en preceptos minuciosos y, a veces, deshumanizantes. Jesús rompe con esta manera de situarse frente a la vida y frente a lo religioso. Invierte claramente lo que era valioso para su mentalidad y rompe con una tradición que pocos llegaron a comprender. Quien quiera el primer puesto, es decir, quien quiera la máxima visibilidad, poder, triunfalismo, dominación, póngase en el último lugar para vivir en clave de servicio. ¡¡ Cuidado!! no se trata de una denigración personal, a veces así entendido, de dejarse someter y dominar para que otros se aprovechen de esta bondad débil. Así no; se trata de superar las categorías que nuestra mente egoíca busca: clasificar, catalogar, contar, subordinar… Es más bien una manera de vivir en autenticidad donde el servicio no es una obligación moral sino una aspiración humana para vivir en comunión con otros (as). Es avanzar en conexión con la vida divina de donde nace nuestra existencia. En este espacio no somos primeros, ni últimos, somos únicos e interconectados a un origen común que nos iguala. De ahí el ejemplo del niño con el que Jesús ilustra su enseñanza. No se trata de ser infantiles, ingenuos, dependientes, obedientes, sumisos…es ser auténticos (as), naturales, viviendo el presente, desde una conciencia que moviliza a superar límites, conectar con lo eterno, confiados a la vida; así son los niños. Todo un desafío personal y eclesial el mensaje de este texto de Marcos. ¿Te atreves? El Evangelio de este domingo nos plantea tres claves que desde una lectura existencial pueden resultar especialmente sugerentes:
- La primera clave es la pedagogía de Jesús. Jesús utiliza la pedagogía de las preguntas. Preguntas además que acontecen estando de camino (v 27), de lo cual se puede sacar en consecuencia que captar y acoger las preguntas del Evangelio requiere una disposición vital, una apertura al dinamismo de la vida, que es siempre lo opuesto a la inercia y a la instalación, porque éstas terminan por embotar la sensibilidad. En el Evangelio, más que respuestas dogmáticas, lo que encontramos son preguntas, preguntas orientadas al diálogo y la lucidez sobre alguna situación que se pretende enfrentar. Preguntas que cuestionan la imposición de la verdad y que van a lo fundamental. Jesús no busca nunca el monólogo autorreferencial, sino el diálogo que surge a partir de preguntas desinstaladoras, porque la verdad es siempre conversacional, es dialogal. Así sucede también en este texto. -La segunda clave provocadora es que la fe en Jesús no es doctrina, sino que remite siempre a la experiencia y ésta y pide ser narrada. Pero narrar el relato de sentido y Buena Noticia que es el Evangelio exige el cuidado de los lenguajes. Confesar a Cristo es mucho más que rezar el credo, es comulgar con su vida y su proyecto y hacerlo inteligible en las culturas con hechos y palabras. Los mismos títulos cristológicos han de ser recreados desde la experiencia de las comunidades y sus contextos. Por eso la inculturación y el dialogo intercultural se convierten en una ineludible exigencia del creyente. Decir quién es Cristo hoy y hacerlo de manera universal es hacerlo desde la asunción de la gran riqueza y desafío que es la diversidad, superando la tendencia de la asimilación, la homogeneización y del anacronismo en que frecuentemente han caído los lenguajes, ritos y símbolos religiosos. Necesitamos profundidad de experiencia y creatividad pastoral para ello. -La tercera clave es la impertinencia del Evangelio. Es decir, su radical incomodidad, el descentramiento y éxodo permanente al que nos invita a vivir, su paradoja: El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará (v 35). Jesús es una memoria peligrosa y contracultural en el corazón de la historia y su espíritu nos mueve a no domesticarla ni acomodarla. En el contexto de un mundo pandémico, la violencia en las fronteras y el clamor por la vida de quienes intentan atravesarlas, desde el grito de las mujeres y las niñas exigiendo una vida liberada de la pobreza y la violencia patriarcal, Jesús nos pregunta también hoy a nosotros y nosotras: ¿quién decís que soy yo? ¿Qué contenido le damos a esa experiencia y desde qué lenguajes, gestos y acciones hacemos de ella un relato de sentido y solidaridad compartida con los y las más vulneradas? ¿Quién decís vosotros y vosotras que soy yo?, el modo de responder a esta pregunta implica una forma de situarnos en la vida y ante los demás al modo de Jesús. El mesianismo de Jesús es un mesianismo descalzo. No es triunfalista, sino compasivo y kenótico y conlleva una dimensión conflictiva. A sus discípulos les cuesta entenderlo como nosotros y nosotras nos resistimos también a ello. Para Jesús, negar esta dimensión, como hace Pedro, es edulcorar el seguimiento y tentar a Dios. Esta es quizá una de las principales paradojas del Evangelio, que es a la vez Bienaventuranza, Buena Noticia y signo de contradicción. En muchos casos las religiones mueven a realizar actos heroicos de solidaridad y sacrificio por los demás, pero también las religiones pueden mover a comportamientos bárbaros y crueles con multitud de víctimas inocentes.
En la Iglesia católica, y en el cristianismo en general, tenemos claros ejemplos de las dos cosas: Francisco de Asís y más recientemente Charles de Foucauld, podían ser dos ejemplos muy conocidos de la primera actitud, pero además son incontables los héroes y las heroínas anónimas que han dado su vida por el bien del prójimo. Al otro lado tenemos la caza de brujas, la inquisición y las cruzadas con su secuela de sufrimiento y muerte. ¿Por qué se dan dos comportamientos tan contradictorios? El Evangelio invita claramente a la primera de las opciones, y no da la menor justificación para la segunda. Jesús mismo fue víctima de esa represión cruel y rechazó tajantemente cualquier recurso a la fuerza para evitar su ejecución. Resucitado ni por asomo da muestra de cualquier deseo de pedir cuentas a los que le han condenado. Todo parece haber quedado en el olvido. El Evangelio es el anuncio de una Buena Noticia para todos. En él son fundamentales el amor, el perdón, la tolerancia, incluso con el mal. “¿Quieres que vayamos a arrancar la cizaña? ¡No! No sea que al recoger la cizaña arranquéis con ella el trigo. Dejad crecer juntas las dos cosas hasta la siega”. Pero la Santa Inquisición decidió que nada de dejarlo para más tarde. ¡A la hoguera ya con todos los que ellos consideraban que eran cizaña! Conozco poco el Islam, pero tampoco creo que la fe de los musulmanes en Ala dé motivos para los bárbaros atentados de los grupos terroristas o la actitud de los talibanes hacia las mujeres. Recuerdo haber leído hace tiempo lo que escribió un místico musulmán sobre la mujer: “Dios creó a la mujer de una costilla del hombre, debajo de su brazo, para protegerla, y junto a su corazón, para amarla”. ¿Cómo desde esos principios se ha podido llegar a las aberraciones de la tortura y las hogueras de la inquisición? ¿A la opresión y brutalidad de los talibanes sobre la mujer? ¿Cómo se han puesto en marcha esos movimientos de crueldad y violencia? En mi opinión creo que este tremendo cambio está muy relacionado con la institución del clero y la jerarquía. Nos encontramos aquí con un proceso en el que se acaba constituyendo un grupo social, exclusivamente masculino, que se considera elegido por Dios e investido de una autoridad divina para la defensa de la fe y la pureza de la doctrina. Pero en la realidad lo que hace esta jerarquía es caer en la tentación original. Una tentación de la que se ha hablado muy poco en la Iglesia, parece que no interesaba demasiado ese tema. De lo que se ha hablado mucho es del pecado original y su transmisión a todos los seres humanos, sin embargo apenas se ha especificado que ese pecado era consecuencia de haber caído en la tentación original. La tentadora sugerencia de la serpiente a Eva en el paraíso: “El día que comáis de ese árbol, se abrirán vuestros ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y el mal”. ¿Por qué en la Iglesia se ha reflexionado tan poco sobre esa tentación original? ¿Será que la jerarquía consideraba que eso era algo mítico, que no iba con ellos? ¿Que ellos sí podían ser conocedores del bien y el mal sin necesidad de comer de ningún árbol, sólo por revelación divina? Y así, en ese papel de conocedores del bien y del mal, un día consideran que, junto a los mandamientos de la Ley de Dios, había que poner los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, que también obligan bajo pecado mortal como los revelados a Moisés en el Sinaí. O se les ocurre que, en ciertas circunstancias, las opiniones del Sumo Pontífice son palabra de Dios. Y otro día llegan al convencimiento de que la fe auténtica –la suya, naturalmente– se defiende mandando a la hoguera a los que tengan opiniones teológicas distintas. El islam tampoco tiene sacerdotes ni una jerarquía establecida por su fundador, pero la profesión clerical es muy abundante entre los musulmanes. Entre los clérigos encontramos Imanes, jeques, mulás, y ayatolás. Talibán quiere decir estudiante, estudiante de la ley islámica, y naturalmente su profesor será un clérigo, imán, ayatolá o lo que sea. Con razón ha dicho el Papa Francisco que es necesario desclericalizar la Iglesia. No es tarea fácil, hay que mover una enorme institución con un peso de siglos. Pero el Evangelio es muy claro: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo”. Hay que ver lo que ha menguado el gusto por la política entendida como construcción del bien común de personas concretas, sus necesidades y sus derechos individuales y colectivos... El desprestigio de los políticos viene cuando se hurta el debate de las ideas mientras se refuerza el Estado-aparato -o las estructuras europeas- en detrimento del Estado-social.
Ya no hay ciudadanos sino “clientes”, en expresión de J. Habermas. No obstante, la política es necesaria y tiene que ver con la vida buena (ética) y el esfuerzo por mejorar la existencia de las personas. El Estado y la política detentan su poder legítimo en razón de los fines; y esos fines exigibles se resumen en el bien común de los ciudadanos como ya lo entendían en los tiempos de Atenas y Roma, aunque de una manera imperfecta. La libertad abanderada por todos está en peligro por el exceso de pragmatismo materialista y codicioso que minimiza todo lo demás, incluidas las personas, haciendo inevitable el eclipse de tanta buena labor realizada por muchos políticos a pie de calle que trabajan de verdad por el bien común. La política tiene que ponerse a la escucha del sufrimiento humano para ser algo más que la mera administración de servicios. Las “soluciones” que proponen desde el G 8 y sus satélites ante tanto sufrimiento evitable, son puro cinismo. A Jesucristo le mataron por reivindicar un comportamiento justo y humano a los dirigentes de entonces. En realidad se metió de lleno en política por amor al cuestionar aquella injusticia estructural cívico-religiosa. Su ejemplo desestabilizaba la hipocresía que justificaba una realidad ajena al Reino de Dios. Este era su fatum. Y por la amenaza de este Mensaje fraterno a sus intereses, los romanos persiguieron con dureza a los seguidores cristianos que reivindicaban con el ejemplo otra estructura social y religiosa más coherente y solidaria. Habría que preguntarse si todos los seguidores de Cristo somos un ejemplo o un problema para la Buena Noticia. Porque ante ciertas cuestiones como los derechos fundamentales y básicos no cabe neutralidad. Ahí tenemos Afganistán, la realidad africana, la inmigración galopante, los millones de refugiados en Turquía retenidos previo pago de la Unión Europea, la gestión de las vacunas en los países pobres, los dolores de tantos que nos rodean… Jesús se encontró una sociedad muy injusta que jamás bendijo; vivió para acoger a las víctimas que sufrían leyes injustas, muchas de ellas con el marchamo religioso. Y con su actitud (el cómo) y sus obras (el qué) mostró el camino ante cualquier situación de fragilidad y necesidad de quien se encuentre en apuros, incluidos los enemigos. Solo de esta manera, todas las personas pueden llegar a ser su mejor versión. El mensaje de apostar por ese amor radical como el plan de Dios con todos le costó la vida. Reducir lo político al profesional de la cosa pública entre partidos, de derechas o de izquierdas, es lo que quieren algunos. Pero Greenpeace y Médicos sin Fronteras hacen política; Teresa de Calcuta hizo excelente política reduciendo el número de moribundos y consolando amorosamente a los más parias hasta el final. El presidente de la patronal y el presidente del Banco Mundial también hacen política... Y claro que Jesús de Nazaret hizo política defendiendo la dignidad de cada ser humano en concreto; eso sí, siempre por amor mostrando con hechos el verdadero corazón de Dios. Como dijo el que fuera general de los jesuitas, P. H. Kolvenbach, si política significa acción por el bien de la ciudad, la lucha por la justicia es inevitablemente política; y el compromiso con un partido político solo es una parte del todo. Con los textos políticos esenciales en una mano y el Evangelio en la otra, "los nuestros" deberían coincidir en mostrarse de parte de la libertad con responsabilidad y la justicia para las víctimas a las que les falta lo más necesario, olvidadas por casi todos. Leyendo el Evangelio, veo que somos muchos los que nos dejamos llevar por la costumbre de lo establecido, aunque abunde cerca nuestro necesitados de tantas, cosas no solo materiales (compañía, escucha, consuelo, comprensión…). Estamos asustados viendo un mundo tan loco, pero el mensaje de Jesús nos apremia a no estar paralizados. Las obras son amores, cada uno en su medio, por más que algunos traten su Mensaje como una justificación y no como un reto -sociopolítico en el sentido de transformador. “El que quiere salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida, la salvará”: en esta formulación queda expresada la paradoja central del evangelio.
Perder y salvar la vida es una expresión que suele reformularse de muchos modos: perder/ganar, soltar/recibir, controlar/fluir, disminuir/crecer, morir/vivir… Todo ello habla de que nos encontramos ante una paradoja de validez universal, más allá de la tradición específica en la que nació. De hecho, la hallamos en otras tradiciones sapienciales, lo cual es signo de la sabiduría que contiene. Esa paradoja encierra lo que –también dentro de la tradición evangélica– constituye el misterio central de la vida como proceso de muerte/resurrección. En el mundo de las formas, todo es un constante morir-resucitar: “Si el grano de trigo no muere –decía el Jesús del cuarto evangelio–, no puede dar fruto” (Jn 12,24). La universalidad de la paradoja se explica porque responde a la propia constitución de la realidad en general y de los seres humanos en particular. En lenguaje budista, los dos polos de la realidad se nombran como “vacío” y “forma”, según el conocido dicho del Sutra del corazón: “Vacío es forma y forma es vacío”. No son opuestos irreductibles, sino las dos caras de la misma moneda, abrazadas en la no-dualidad. En nuestro caso humano, podemos nombrar los dos polos como “identidad” y “personalidad”. Tampoco como realidades opuestas, sino complementarias. Nuestra identidad se está expresando en nuestra personalidad. Ahí queda recogida nuestra paradoja, con la invitación a vivir ambas realidades de manera armoniosa. Y es precisamente a esa armonía hacia donde apunta la expresión del evangelio. Si absolutizo la personalidad (el yo) hasta el punto de identificarme con (reducirme a) ella, yerro por completo y pierdo la vida: me estoy perdiendo a mí mismo en la confusión y el sufrimiento. Solo cuando “niego” el yo –es decir, cuando comprendo que no soy (ni me reduzco a) él–, vivo en plenitud. Con otras palabras: el que solo busca “salvar” su yo, pierde la vida; quien “pierde” el yo –porque se ha desidentificado de él– la encuentra. Todo nacerá en la comprensión: porque solo cuando comprendemos lo que somos, podemos dejar de identificarnos con lo que no somos. Por tanto, no se trata tampoco de demonizar al yo ni de querer eliminarlo -es una realidad positiva-, sino de acogerlo y vivirlo desde nuestra identidad profunda, sin reducirnos a él. ¿Cómo vivo esta paradoja? Responder a la pregunta de “¿Quién es Jesús?” es un tarea tan desorbitada que se queda uno sin aliento al tener que planteársela en una homilía. Desde el día de Pascua, los seguidores de Jesús no han hecho otra cosa durante dos mil años que intentar responderla. Durante los tres últimos siglos, pero sobre todo en el siglo pasado se ha dado un vuelco en la manera de entender los evangelios. Hasta ese momento nadie cuestionó que lo evangelios eran historia y que había que entenderlos literalmente.
Hoy sabemos que son una interpretación de la figura de Jesús, condicionada por sus circunstancias de todo tipo. Nos transmitieron lo que ellos entendieron pero no lo que en realidad fue Jesús. No podemos seguir interpretando su interpretación con la idea que hoy tenemos de ‘historia’. Hoy estamos en las mejores condiciones para hacer una nueva interpretación de Jesús y no podemos desaprovechar la ocasión. Tenemos la obligación de intentar traducir su figura a un lenguaje que podamos entender todos. La primera obligación de un cristiano será siempre tratar de conocerlo. Solo en la medida que le conozcamos mejor podremos vivir lo que él vivió. La idea que hoy tenemos de Dios, del mundo y del hombre nos tiene que llevar a una comprensión más profunda del mensaje evangélico. Jesús fue un ser humano tan fuera de serie que nos empuja a una nueva comprensión de lo que significa ser plenamente humanos. La doble pregunta de Jesús parece suponer que esperaba una respuesta distinta. La realidad es que, a pesar de la rotunda respuesta de Pedro: “tú eres el Mesías”, la manera de entender ese mesianismo estaba lejos de la verdadera comprensión de Jesús. Pedro, como se manifestará más adelante, sigue en la dinámica de un Mesías terreno y glorioso. Para él es incomprensible un Mesías vencido y humillado hasta la aparente aniquilación total. A penas tres versículos después, Pedro increpa a Jesús por hablarles de la cruz. El Hijo de hombre tiene que padecer mucho. “Hijo de hombre” significa, perteneciente a la raza humana, pero en plenitud. Por cierto, “este hombre” es el único título que se atribuye Jesús a sí mismo. “Tiene que” no alude a una necesidad metafísica o a una voluntad de Dios externa, sino a la exigencia del verdadero ser del hombre. “Padecer mucho” hace referencia no solo a la intensidad del dolor en un momento determinado (su muerte), sino a la multitud de sufrimientos que se van a extender durante el tiempo que le queda de vida. Jesús proclama, con toda claridad, cuál es el sentido de su misión como ser humano. Diametralmente opuesta a la que esperaban los judíos y a la que también esperaban los discípulos de un Mesías. Nada de poder y dominio sobre los enemigos, sino todo lo contrario: dejarse matar antes de hacer daño a nadie. Pedro se ve obligado a decirle a Jesús lo que tiene que hacer, porque su postura equivocada le hace pensar que ni Dios puede estar de acuerdo con lo que Jesús acaba de proponer como itinerario de salvación. Como Pedro habla en nombre de los apóstoles, Jesús responde de cara a los discípulos, para que todos se den por enterados del tremendo error que supone no aceptar el mesianismo de la entrega al servicio de los demás y de la cruz. Ese mensaje es irrenunciable. Pedro le propone exactamente lo mismo que le propuso Satanás: el mesianismo del triunfo y del poder, por eso le llama Satanás. Claro que esa manera de pensar es la más humana (demasiado humana) que podríamos imaginar, pero no es la manera de pensar de Dios. Lo que acaba de decir de sí mismo, lo explica ahora a la gente. “Si uno quiere venirse conmigo, que se niegue a sí mismo…” No es fácil aquilatar el verdadero significado de esta frase; sobre todo si tenemos en cuenta que el texto no dice negarse, sino renegar de sí mismo. Aquí el ‘sí mismo’ hace referencia a nuestro falso yo, lo que creemos ser. El desapego del falso yo es imprescindible para poder entrar por el camino que Jesús propone. “El que quiera salvar su vida la perderá…” No está claro el sentido de ‘psykhe’: No puede significar vida biológica, porque diría ‘bios’; tampoco significa alma, porque los judíos no tenían el concepto de alma. No se trata de elegir entre dos vidas, sino buscar la plenitud de la vida en su totalidad. El que no deja de preocuparse de su individualidad, malogra toda su existencia; pero el que superando el egoísmo, descubre su verdadero ser y actúa en consecuencia, dándose a los demás, dará pleno sentido a su vida y alcanzará su plenitud. La esencia del mensaje de Jesús sigue sin ser aceptada porque nos empeñamos en comprenderlo desde nuestra racionalidad. Ni el instinto, ni los sentidos, ni la razón podrán comprender nunca que el fin del individuo sea el fracaso absoluto. Por eso hemos hecho verdaderas filigranas intelectuales para terminar tergiversando el evangelio. Si creemos que lo importante es lo sensible, lo material, que me da seguridades egoístas, lo defenderemos con uñas y dientes y no dejaremos que lo que vale de veras cobre su importancia. ¿Quién es Jesús? La respuesta no puede ser la conclusión de un razonamiento discursivo. No servirán de nada ni filosofías ni psicologías ni teologías. Los análisis externos de lo que hizo y dijo no nos lleva a ninguna parte, porque no son comprensibles. Solo una vivencia interior, que te haga descubrir dentro de ti lo que vivió Jesús, podrá llevarte al conocimiento de su persona. Jesús desplegó todas las ‘posibilidades de ser’ que el hombre tiene. La clave de todo el mensaje de Jesús es ésta: dejarse machacar es más humano que hacer daño a alguien. Debemos seguir preguntándonos quién es Jesús. Pero lo que nos debe interesar es un Jesús que encarna el ideal del ser humano, que nos puede descubrir quién es Dios y quién es el hombre. La pregunta que debo contestar es: ¿Qué significa, para mí, Jesús? Pero tendremos que dejar muy claro, que no se puede responder a esa pregunta si no nos preguntamos a la vez ¿Quién soy yo? No se trata del conocimiento externo de una persona. Ni siquiera se trata de conocer y aceptar su doctrina. Se trata de responder con mi propia vida. La razón puede dejarse llevar de las exigencias biológicas y utilizar toda su capacidad para buscar el placer o para huir del dolor. Pero el hombre, desde su vivencia interior, puede descubrir que su meta no es el gozo inmediato, sino alcanzar la plenitud humana, que le llevará más allá de la satisfacción sensorial. Si la razón no cede a las exigencias del instinto, y pretende imponerse y buscar el bien superior, la biología reaccionará produciendo dolor. Este dolor es el que Jesús propone como inevitable para alcanzar la plenitud. La cruz, como súmmum del dolor, no tiene valor alguno, como símbolo de la entrega total, es la meta de la vida humana. La hora de la plenitud de Jesús fue la hora de la muerte en la cruz. Ahí consumó su carrera. Se identificó con Dios que es don total. Ya no necesita más glorificaciones ni exaltaciones; entre otras razones, porque no hay después, sino un eterno ser en Dios. Jesús vivió y predicó que lo específicamente humano es consumirse en la entrega al bien del hombre concreto, el que me encuentro en el camino de cada día. Meditación ‘Quién soy yo’ y ‘quién es Jesús’ exige la misma respuesta. Solo viviendo lo que vivió Jesús podré responder. Mi meta, como la suya, es desplegar lo humano. Desplegar lo humano es vivir lo divino. Nuestro ser verdadero es lo que hay de Dios en nosotros. Soy lo Infinito, solo queda vivirlo. Cesarea de Felipe, junto a las fuentes del Jordán, es uno de los lugares más hermosos de Israel. El peregrino actual, que parte generalmente de Nazaret, tarda poco más de una hora en un cómodo autobús con aire acondicionado. Jesús y los discípulos tuvieron que hacer el camino a pie, salvando un desnivel de unos 800 ms: desde los 200 bajo el nivel del mar (lago de Galilea) hasta los 500-600 sobre él (pie del monte Hermón). No es un paseo cualquiera. Hay tiempo para callar y tiempo para hablar.
La encuesta (Marcos 8,27-28) En esos momentos de comunicación, Jesús pregunta a los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Hasta este momento, el evangelio de Mc ha ido planteando el enigma de quién es Jesús. Un personaje desconcertante, que enseña con autoridad y tiene poder sobre los espíritus inmundos (1,27), perdona pecados como si fuera Dios (2,7), escandaliza comiendo con publicanos y pecadores (2,16) y se considera con derecho a contravenir el sábado (2,27; 3,4). Los fariseos y los herodianos deciden muy pronto que debe morir (3,6), sus familiares piensan que está mal de la cabeza (3,21), los escribas que está endemoniado (3,22), y los de Nazaret no creen en él, lo siguen considerando el carpintero del pueblo (6,1-6). Mientras, los discípulos se preguntan desconcertados: «¿Quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?» (4,41). Ahora, cuando llegamos al centro del evangelio de Mc, Jesús aborda la cuestión capital: ¿quién es él? Para la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida, se trate de Juan Bautista, Elías, o de otro profeta. De estas opiniones, la más «teológica» y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: «Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra». En cualquier caso, resulta interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de los antiguos profetas. En ello pueden influir muchos aspectos: su poder (como en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no limitado al estrecho espacio del culto. Si la pregunta la hubiera formulado Jesús en nuestros días, la encuesta habría resultado más variada y desconcertante que entonces: Hijo de Dios, profeta, marido de la Magdalena, precursor de la dinastía merovingia… Examen teórico (8,29) Jesús quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta. Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta; habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc, la respuesta de Pedro se limita a las palabras «Tú eres el Mesías». ¿Qué significaba este título? En el Antiguo Testamento se refiere generalmente al rey de Israel; un personaje que se concebía elegido por Dios, adoptado por él como hijo, pero normal y corriente, capaz de los mayores crímenes. Sin embargo, la monarquía desapareció en el siglo VI a.C., y los grupos que esperaban la restauración de la dinastía de David fueron atribuyendo al mesías esperado cualidades cada vez más maravillosas. Los Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo compuestas en el siglo I a.C., describen detenidamente el papel del Mesías: librará a Judá del yugo de los romanos, eliminará a los judíos corruptos que los apoyan, purificará Jerusalén de toda práctica idolátrica, gobernará con justicia y rectitud, y su dominio se extenderá incluso a todas las naciones. Es un rey ideal, y por eso el autor del Salmo 17 termina diciendo: «Felices los que nazcan en aquellos días». Si imaginamos al grupo de Jesús, que vive de limosna, peregrina de un sitio para otro sin un lugar donde reclinar la cabeza, en continuo conflicto con las autoridades religiosas, decir que Jesús es el Mesías implica mucha fe en el personaje o una auténtica locura. Lo que piensa Jesús de sí mismo (8,30-32) En contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a nadie. Y en vez de referirse a sí mismo con el título de Mesías usa uno distinto: «Hijo del Hombre», que parece inspirado en Ezequiel (a quien Dios siempre llama «Hijo de Adán») y en Daniel. Lo importante no es el origen del título, sino cómo lo interpreta Jesús: el destino del Hijo del Hombre es padecer mucho, ser rechazado por las autoridades políticas, religiosas e intelectuales, morir y resucitar. En una concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto es inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. Un profeta anónimo la encarnó en el personaje del Siervo de Yahvé (Isaías 53). Suspenso de Pedro (8,32b-33) Igual que el poema del libro de Isaías, Jesús termina hablando de resurrección. Pero Pedro se queda en el sufrimiento. Se lleva a Jesús aparte y lo increpa, sin que Mc concrete las palabras que dijo. Jesús reacciona con enorme dureza. Pedro lo ha tomado aparte, pero él se vuelve hacia los discípulos porque quiere que todos se enteren de lo que va a decirle: «¡Retírate, Satanás! ¡Piensas como los hombres, no como Dios!» La mención de Satanás recuerda lo ocurrido después del bautismo, cuando Satanás somete a Jesús a las tentaciones. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Jesús, que no ha visto un peligro en las tentaciones de Satanás, si ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, sino llena de violencia. Ejercicio práctico (8,34-35) De repente, el auditorio se amplía, y a los discípulos se añade la multitud. Las palabras que Jesús deberían desconcertarnos y provocar un rechazo. ¿Se imagina alguien a un político diciendo: «El que quiera votarme, que esté dispuesto a perder las elecciones e ir a la cárcel»? Pero el punto de vista de Jesús no es el de los políticos. No pretende ganar las elecciones en este mundo, sino en el futuro. Para Jesús, el mundo futuro es como un hotel de cinco estrellas; el mundo presente, una chabola asquerosa situada en el entorno más degradado imaginable. Todos podemos salir de la chabola y alojarnos en el hotel. Pero el camino es duro, empinado, difícil. Jesús se ofrece a ir delante, y deja en nuestras manos la decisión: el que se aferre a la chabola, en ella morirá; el que la abandone y lo siga, tendrá un durísimo camino, pero disfrutará del hotel. Y tú, ¿quién dices que es Jesús? El evangelio de hoy no puede leerse como simple recuerdo de algo pasado. La pregunta de Jesús se sigue dirigiendo a cada uno de nosotros, y debemos pensar detenidamente la respuesta. No basta recurrir al catecismo («Segunda persona de la Santísima Trinidad») ni al Credo («Dios de Dios, luz de luz…»). Tiene que ser una respuesta fruto de una reflexión personal. En la línea del evangelio de Juan: «El camino, la verdad y la vida». Pero, sea cual sea la respuesta, es más importante aún la decisión de seguir a Jesús con todas las consecuencias. La aceptación del sufrimiento y la certeza del triunfo (Isaías 50,5-10) El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda; por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque. Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará? En la concepción difundida a finales del siglo XIX por Bernhard Duhm, este fragmento sería el tercer canto dedicado al Siervo de Yahvé, un personaje misterioso, que termina salvando a su pueblo mediante el sufrimiento y la muerte. Es lógico que los cristianos vieran en él a Jesús (el 4º canto, Is 53, lo leemos el Viernes Santo). Jesús ha dicho en el evangelio que «el Hijo del hombre tiene que padecer y ser despreciado». Este breve poema anticipa esas ofensas: golpes, burlas, insultos, salivazos, antes de un juicio que se supone injusto. En este breve poema destacan dos detalles: la acción de Dios y la reacción del Siervo. La acción de Dios consiste en revelar a su servidor lo mucho que va a sufrir («me ha abierto el oído»), pero asegurándole que se mantendrá junto a él: «Mi Señor me ayudaba», «Tengo cerca a mi defensor», «El Señor me ayuda». Esto supone una gran novedad, porque en la teología habitual del Antiguo Oriente (y entre muchas personas de hoy día), el sufrimiento se interpreta como un castigo de Dios. En cambio, el Siervo está convencido de que no es así: el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios, como un paso previo al triunfo, y en ningún momento deja Él de estar presente y ayudarle. Por eso, la reacción del Siervo es de entrega total: no se rebela, no se echa atrás, ofrece la espalda y la mejilla a los golpes, no oculta el rostro a bofetadas y salivazos. Si Pedro hubiera conocido y comprendido este texto de Isaías, no se habría indignado con las palabras de Jesús, que representan el punto de vista de Dios, mientras que él se deja llevar por sentimientos puramente humanos. Pero debemos reconocer que nuestro modo de pensar se parece mucho más al de Pedro que al de Jesús. |
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