Cristo” y “Señor” son títulos muy serios que se dieron a un muchacho del pueblo, a un pobre amigo de los pobres, a un apasionado de la justicia, de la libertad y de la compasión; a un hombre sin armas, con absoluta fe en su Dios y que, pese a mucha adversidad, creyó con tesón que su proyecto de Reino terminaría por llegar y se extendería por todo el mundo.
Durante mucho tiempo la mayoría de los pueblos sobrevivieron sometiéndose de manera absoluta a sus señores.
Todavía existen, en nuestros días, regímenes de esta naturaleza: por ejemplo los señores tribales de Afganistán, los reyezuelos africanos, los dictadores de opereta que han abundado en América Latina… Son un buen ejemplo los jefes de las mafias, de las pandillas, de las maras: hasta en las cárceles se les tratan como reyes. Desde su celda, a menudo de lujo, continúan dirigiendo sus tropas con total impunidad y conduciendo los golpes que engrosan sus fortunas. Se manejan con el miedo y no tienen la menor piedad. De hierro es su ley. Ese es, de un tirón, un bosquejo del “mundo” tal como ha prevalecido hasta hace poco por casi toda la tierra y que todavía perdura en muchos rincones de nuestros países supuestamente “libres” y “civilizados”, y en varios otros países del planeta. Proclamar a Jesús como “Señor”, significa darle la espalda a ese mundo brutal y optar por otro mundo, otro sistema, otra manera de organizarse, de gobernarse, de vivir en sociedad. Optar por un mundo verdaderamente humano que se apoye en lo humano y se construya con medios humanos.
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Una viña se compone de vides cuya fruta es la uva con la cual se hace el vino. En la Biblia, la viña designa el pueblo de Dios y la vid es Jesús. ¿Pero… y la uva y el vino?
Cuenta la Biblia que el pueblo de Dios era como una viña sufrida que el mismo Dios arrancó de Egipto y trasplantó a las pingües tierras del valle del Jordán con el mandato de crecer y dar un fruto de primera calidad, más específicamente, dos frutos: Justicia y Compasión. (Salmo 80,9-12) Dios cuidó mucho su viña para que se desarrollara bien, pero, a la hora de la vendimia, ¡cuál no fue su decepción! No encontró sino “racimos amargos”: en vez de justicia encontró maldad, en vez de compasión sólo oyó los gritos de los oprimidos. (Isaías 5, 7) Pasaron siglos durante los cuales muchos ejércitos extranjeros marcharon encima de la viña de Dios. Los últimos en la lista eran los romanos. La pobre viña estaba agotada, sus plantas, destrozadas, en agonía. Entonces vino Jesús y dijo: “¡Poneos de pie, alzad la cabeza, porque está cerca la liberación! Los odres viejos no sirven más, haremos unos nuevos: “¡A vino nuevo, envases nuevos!” (Lucas 21, 28; Mc 2, 22) Haremos aún una viña nueva desde una vid nueva: “Yo soy la vid”. (Jn 15, 5) Lo que les quería decir era algo así: “Habéis vuelto a ser esclavos como vuestros antepasados en Egipto. Muchos vinieron de afuera a saquear vuestra tierra, pero ni en la religión encontrasteis la fuerza para defenderos. Porque esa religión, que debía ser una religión gloriosa de justicia y de libertad, vosotros la pervertisteis. La cambiasteis en mero instrumento de avasallamiento y de muerte. De ella hicisteis un enredo de obligaciones religiosas estúpidas, pretendiendo así honrar a Dios, mientras aquello que Dios quiere por encima de todo, lo dejasteis a un lado. Y ¿qué es lo que Dios quería por encima de todo? Se resume en tres palabras: la justicia, la misericordia y la fe… ¡Ciegos, filtráis el mosquito y os tragáis un camello!” (Mateo 23, 24-24) Si los cristianos son las ramas de Jesús, la vid nueva, ¿qué clase de uva y de vino han de dar los cristianos sino “justicia, misericordia y fe”? Para ser honestos, la fe no falta entre las ramas de la viña cristiana. Ni la misericordia, porque los cristianos han hecho y siguen haciendo cosas maravillosas por la gente más sufrida del mundo. Pero ¿qué decir de la justicia? ¿Son los cristianos unos apasionados de la justicia, unos “hambrientos y sedientos de justicia”? (Mt 5,6) Seamos francos: respecto a la justicia, no somos mejores que los paganos. Peores aún, porque las injusticias más grandes que se cometen en el mundo son la obra siniestra del mundo desarrollado de Occidente, el cual, por casualidad, es el centro del mundo cristiano… Estoy exagerando. Entre los cristianos, hay mucha gente que lucha por la justicia. No son millones, pero los hay. ¿Menos que en el mundo no cristiano? No creo. Pero veamos el trato que por lo general muchos cristianos (y no de los últimos en importancia) les brindan a esos mismos hermanos y hermanas cristianas que luchan por la justicia. Muy a menudo los ignoran, o los miran con sospecha, o los marginan, o los denuncian, o los persiguen, o los matan pensando así honrar a Dios. La excusa: hablar de justicia es hablar como los comunistas y a los comunistas hay que matarlos porque son ateos. ¿Y los capitalistas…? En ese caso, Dios sería probablemente comunista, porque, hablando por boca del profeta Amós, deja sentado lo siguiente: “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que lahonradez crezca como un torrente inagotable”. (Amós 5, 24) ¿Qué tal si los cristianos tomáramos esas palabra en serio? ¿Qué tal si las pintáramos con letras grandotas en las paredes de nuestros templos y las bordáramos sobre los manteles de nuestros altares y las ropas de nuestros curas y pastores? ¿Qué tal si comprendiéramos que, en las bodas de Caná, al cambiar el agua de las tinajas de la religión en un río de vino de primerísima calidad como para emborrachar a todo un pueblo, Jesús no nos estaría diciendo: “¡Desechad vuestras santurronerías y producid torrentes de justicia para embriagar de alegría al mundo entero!”? ¿Qué tal si, durante la misa, después de la consagración del vino, un ángel se nos apareciera al pie del altar y clamara: “Este es el misterio de nuestra fe: el vino cambiado en sangre de Cristo es simplemente la justicia que, por vuestro medio, Dios Amor quiere derramar a torrentes sobre el mundo para que todas las víctimas de la injusticia salgan de sus sepulcros junto con Cristo resucitado. Amén. Aleluya!”? Los obispos de Somalia han lanzado un S.O. S al mundo: 10 millones de personas necesitan hoy allí ayuda urgente para comer y tener agua. La sequía sufrida por este país ha sido terrible, la peor de su historia y los somalíes intentan salir del país buscando agua y comida para ellos y sus hijos.
Hoy mismo el papa ha lanzado también su voz de alarma pidiendo que la comunidad internacional se movilice con urgencia. Pero los países desarrollados y las instituciones mundiales parecen entretenidos en otros asuntos: cómo ayudar económicamente a los rebeldes libios para expulsar a Gadafi del país, cómo afrontar el rescate de Grecia, o la situación de Portugal o de Irlanda, o de otros países europeos, ante el acoso de los famosos “mercados”, lo que siempre llamamos el capitalismo salvaje que impera y manda queriéndolo todo. ¿Les dará igual que millones de africanos puedan padecer una inmensa tragedia humanitaria? África hoy nos interpela a la comunidad internacional. No podemos mirar para otro lado. Son seres humanos: mujeres, hombres, ancianos, niños, enfermos que necesitan ayuda médica y no la tienen y que están abandonados a su suerte… Dicen que con sólo el 1% de la cantidad que han recibido los bancos para ser rescatados, se podría eliminar el hambre en el Mundo… ¡Qué locura de un mundo tan sin sentido…. Uno de los lugares comunes en el diálogo entre católicos tiene que ver con la falta de vocaciones al sacerdocio, dando por hecho que todas son pocas, y, sobre todo, que hay diferencias muy importantes entre unas iglesias locales y otras. El caso "vasco", donde soy sacerdote, es definitivo. La pregunta inmediata es por qué.
Como cristianos nos preocupa el servicio pastoral a las comunidades del futuro, y por supuesto, la presencia o no de "Presbíteros" en ellas y de qué tipo. Nos inquieta la coherencia de los modelos de comunidad y de presbíteros, pues es imposible reconfigurar una parte de la relación, las comunidades, sin atender a la otra, el sacerdocio ordenado. Esta dimensión del problema y el futuro, es la más decisiva, pero lo que inicialmente nos cuestionamos es por qué no hay vocaciones al sacerdocio entre nosotros, cristianos del País Vasco, y de otros lugares análogos. Para responder a esta pregunta, nos hemos de plantear si es verdad o no que otras Iglesias de la Europa "rica y moderna", incluida España, desde luego, tienen muchas vocaciones sacerdotales; de ser así, cómo lo logran, y, por fin, si el modelo de "éxito" es parte fundamental del plan que entre nosotros van desarrollando los Obispos Iceta y Munilla. Este planteamiento relativamente "primario y simplificado" en relación a lo que hay en juego en nuestro cristianismo del futuro, presenta crudamente una realidad sobre la que quisiera ofrecer esta respuesta. No hay tantos seminaristas en tantos sitios como a veces imaginamos;hay bastantes en algunos lugares muy localizados y donde se concentran los candidatos de procedencias muy variadas. De todos modos, la cuestión no es ésta. La cuestión es que el tipo de seminarista que cuaja en los Seminarios más nutridos, y que llega al sacerdocio, en su inmensa mayoría estructura su vida bajo pautas religiosas y sociales que reproducen una concepción neoescolástica en cuanto al Credo, la Iglesia, el Sacerdocio y el Mundo. Este es el primer aspecto del problema. Puede decirse de varios modos, pero con éste nos entendemos y no es "injusto" con los hechos. Sin duda, a mi juicio, y apoyado en las más elementales nociones bíblicas y antropológicas, ese camino recorta descaradamente signos fundamentales del Reinado de Dios. Este es el problema, el de si la acción salvífica de Dios en Cristo va a seguir la senda de la historia humana, o la devolvemos al templo como lugar sagrado fuera del mundo, y a sus Ministros, como "nuevo resto santo de los elegidos, por supuesto, para servir" y a los sacramentos, maravillosas formas de poder religioso "ex opere operato", por supuesto, para sanar. Quiero ser muy práctico en la respuesta, y apelar a lo que es mi experiencia. Y en este sentido, me pregunto, ¿puedo yo, he podido, decirle a un joven, "mira, por qué no te planteas el sacerdocio como opción de vida"?, Sí puedo, pero con dificultades casi insalvables. Me muevo entre jóvenes y adultos cristianos muy abiertos a la "autonomía o mayoría del edad del mundo", una autonomía relativa a la dignidad humana, y a través de ella, a Dios, y casi es imposible encontrar uno que entienda la pregunta "vocacional al sacerdocio" como "opción de vida cristiana"; he dicho "casi"; no ven para qué añadir eso a su ser "cristianos". Y cuando alguno me entiende, surge la cuestión del celibato obligatorio,y por más "imaginación" que yo le ponga, me sonríe y no me entiende. Con lo cual no estoy diciendo que el celibato obligatorio, entre las pocas vocaciones que pueden surgir en el círculo de laicos "modernos", es definitivo para arruinarlas. Estoy diciendo que si sumamos la dificultad del tipo de Iglesia que ese joven o adulto "moderno" quiere, ¡casi nada que ver con el "empoderamiento eclesiástico" que conocemos!, al celibato obligatorio que conlleva el sacerdocio, las posibilidades de plantear la vocación sacerdotal a gente cristiana de mi entorno son prácticamente nulas. Eso y así, no. Y es que piensan, y aciertan, que hay modelos de comunidad cristiana, que van a ser legítimos, cuya atención no va a pasar por un único modelo de presbítero. Esos modelos comunitarios no van a ser únicos, quizá van a ser minoritarios en los próximos cincuenta años, pero van a ser posibles. No van a prohibirlos todos, y van a estar en la única Iglesia en un pluralismo comunitario inclusivo, legítimo e inconfortable. Lo veo muy claro. Esto me lleva a preguntar sobre cómo es que otros logran vocaciones para su forma de ser y ver la Iglesia. Ya lo he dicho. En las condiciones del presente, y ¡sin desprecio de nadie, pero con sentido crítico hacia todos!, es mucho más fácil una vocación sacerdotal en sectores sociales, culturalmente, "pre-modernos o anti-modernos", religiosamente, proclives a modos fideístas de entender la fe y el Evangelio, sacrificiales en cuanto al sentido de la vocación cristiana en la historia, neoplatónicos en la antropología de referencia y con un fuerte aprecio de la primacía humana de los ministerios eclesiásticos en la Iglesia. Es en personas con un perfil religioso, cultural, social y hasta sicológico muy "concreto", ¡lo respeto, pero hay que reconocerlo!, donde puede resonar con alguna mayor facilidad la llamada al sacerdocio ordenado en los términos que lo conocemos configurado hoy. Esta es la realidad. Y es éste el camino, ¡en exclusiva!, que se elige por Obispos y Diócesis, la mayoría poco a poco, para recuperar los presbiterios diocesanos. Es lo que se pretende ahora en el País Vasco. Yo no creo en él. Cuidado, las personas merecen todo el respeto del mundo, sus opciones y razones son tan discutibles como las mías. Pero creo que ese camino es muy selectivo o sesgado en el evangelio de Jesús. Lo pienso así: sacraliza de nuevo el Templo como el espacio esencialmente único de la fe religiosa, clericaliza a los sacerdotes y los principales ministerios en la Iglesia, desencarna la Palabra, y magnifica la función del servidor en relación al mensaje que lleva y al don universal que representa. No creo en ese camino, lo reconozco. Es una elección tremenda, porque por ese camino hay más futuro social para el catolicismo; a mi juicio, con apariencia de contraculturalidad evangélica, ¡esto le da un toque de prestigio!, pero al cabo, socialmente sometido; la institución eclesial, ¡más que el catolicismo!, recibe reconocimiento "público y cultural", una vez "aparcada" la fe en espacio de lo religioso, o de otro modo, individualizada, interiorizada y sin historia social. El camino del Evangelio, a mi juicio, es mucho más histórico y exigente para la Iglesia, en primer lugar, y para el mundo tan exigente como compasivo. Hay que elegir, ¡por nosotros mismos, y no contra nadie! Y yo creo que es más justo, ¡no más eficaz!, preferir el tipo de comunidades y ministerios, incluso el sacerdotal, que cabe imaginar como propios de un cristianismo "liberador", "espiritual, humana y socialmente samaritano", o para hacerme entender, "antirestaurador". No me gustaría un futuro neoconservador para la Iglesia, por más que ahora lleve las de ganar, y menos como futuro uniforme y a la fuerza. ¡Qué sesgada recepción del Evangelio de Jesucristo! ¡Qué pobreza y qué drama! No va a suceder. En la Iglesia no cabe todo, pero cabe mucho más que el neorestauracionismo "triunfante"; el tiempo va a demostrar que hay formas de comunidad y sacerdocio mucho más abiertas a la historia y al ser humano que las formas de hoy, en buena medida y, teológicamente, "rutinarias". Esto es lo que hay, y no sólo el gusto personal de ir contra éste o el otro, o la pretensión de mandar más o menos en la Iglesia. Está en juego el Evangelio de la fe en los próximos decenios; o con más sencillez, una forma menos sesgada de acogerlo entre todos y de evitar el acomodo en lo eficaz. O, en el fondo, ¿es también miedo de las consecuencias del Evangelio más entero? Paz y bien. Ante todo, estoy indignado. Los liturgos que organizan las lecturas se han descolgado hoy con una de sus tropelías más memorables.
No sólo nos endosan dos primeras lecturas inútiles, una por anti-evangélica y la otra por casi incomprensible y además insípida, sino que juntan tres parábolas de Jesús, probablemente porque cada una de ellas les ha parecido demasiado cortita. Es como decía una amiga mía: “las parábolas no son más que cuentecillos sencillos para niños”. Eso parecen pensar los liturgos o quienes sean los que nos obligan a leer esas cosas y a su gusto. Pues tienen que enterarse de que las parábolas, las humildes parábolas que entiende todo el mundo, que no necesitan conocimientos filosóficos previos, son el corazón del evangelio, son las que encierran la mayor y mejor parte de las “mismísimas palabras de Jesús”, son la clave para entender El Reino. Pero, claro, no dan prestigio ni poder sagrado, están al alcance de todos. Hace dos domingos leíamos aquellas terribles palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y los enterados, y se las has revelado a la gente sencilla; gracias, Padre, porque lo has querido así”. Pues bien, hoy tenemos un hermoso ejemplo: “los enterados” no se enteran. Los sabios desprecian las parábolas. Y la gente sencilla se queda sin pan, porque ellos prefieren exóticos alimentos aristotélico-platónicos y estilos de hablar que sólo ellos comprenden. Mucho se habla hoy de que la Iglesia necesita mucho cambios: propongo uno, que me parece esencial: volver a las parábolas, abandonar la teología para ricos sabios entendidos, volver a Galilea y escuchar a Jesús hablando a la gente sencilla, desde la barca, a la orilla del Lago. Así que me permito enmendar la plana al liturgo de turno, y no hablar a la vez de tres parábolas. Con perdón de la cizaña me quedo con la mostaza y la levadura, porque tienen significado bastante parecido y porque me parece que hoy nos hacen mucha falta. Las Parábolas "vegetales". La cizaña, la mostaza, la levadura, la semana pasada el sembrador. Y el árbol con sus frutos, la higuera, la mies que ya amarillea, la vid... Jesús habla del Reino con parábolas vegetales. Como de un crecimiento, de algo pequeño, insignificante, que se va haciendo irresistiblemente grande, que crece de dentro a fuera, que va camino de la madurez... Jesús habla del Reino como de una VIDA. Las parábolas de la mostaza y de la levadura llevan consigo la idea de lo pequeño que puede más que lo grande y del crecimiento “de fuera adentro”, “de abajo a arriba” y sin espectáculo alguno, en silencio, como crece el trigo, como fermenta la harina para ser pan... La semillita que se hace arbusto, la levadura que fermenta la masa. Es el Reino en nosotros y somos nosotros en la humanidad. La Palabra germina en nosotros y al final toda nuestra vida se convierte en Reino. La Palabra fermenta nuestra vida y al final toda nuestra vida es pan sabroso. Una vez más, es la conversión. Tendemos a lo espectacular, a imaginar la conversión como un fogonazo de gracia que lo cambia todo de repente. Es más humano, más real y más divino. Nos han presentado la conversión como producto de un fogonazo deslumbrante, pero no es así: es la semilla que se va haciendo árbol, como masa pesada y sosa que se va haciendo pan. Es, sobre todo, más exigente, porque cuando se han vivido cincuenta, setenta, noventa años, ¿qué conversión espectacular cabe esperar? Pero sí se puede seguir creciendo, seguir fermentando, seguir convirtiendo en pan cualquier rincón soso y pesado de nuestra masa. En su momento, fueron sin duda parábolas bastante sorprendentes. La imagen del árbol para representar el reinado de Dios existía ya en Israel, pero era el alto y espléndido cedro, majestuoso, el mayor de los árboles; connotaba majestad, grandeza, poder. Jesús margina esa imagen y elige el humilde arbusto. Es una exageración literaria que los pájaros aniden en él. Las imágenes del Reino no son triunfales. Del mismo modo, incluir una mujer en un oficio casero como imagen del Reino no debió ser muy bien aceptado: la mujer es tenida por inferior e incluso impura; no se consideraría de muy buen gusto hacerla imagen del Reino. Más aún: la imagen acostumbrada era que el pan ázimo fuera considerado más cercano a lo sagrado, como signo de pureza, mientras que el pan con levadura fermentado, tenía cierta connotación de impureza (por eso eran ázimos los panes que se ofrecían en el Templo, y los que se comían en la Pascua, y en este sentido lo usa Pablo en 1 Cor.5). Jesús prescinde de esas purezas legales y admira el poder de transformación de ese trocito pequeño, capaz de hacer fermentar toda la masa (que, de paso, es una enorme cantidad, como para dar de comer a varias docenas de personas…) Y además, las parábolas son retratos de Jesús y de su estilo. Jesús no triunfó por dominación, ni actuó como condenador de pecadores, ni se nombró Sumo Pontífice, ni organizó espectáculos en el Templo. Se sembró, curando y cuidando a los débiles; se enterró en la masa inculta y supersticiosa de la gente normal. La semilla floreció y la levadura fermentó. Pero luego vino la cizaña: los teólogos griegos hicieron de sus palabras filosofía para cultos; los romanizados epíscopos se inventaron el poder, los liturgos convirtieron la cena del Señor en un espectáculo propio del templo de Jerusalén, con Pontífices disfrazados de reyes y sacrificios de expiación por el pueblo. Y nos cambiaron más aún: cambiaron la fraternidad por la defensa a ultranza de las clases sociales, cambiaron la solidaridad con los más necesitados por la limosna porcentual y tranquilizadora, cambiaron el “nadie consideraba lo que tenía como propio, sino que lo ponía a disposición de los apóstoles de manera que no había entre ellos ningún indigente” por la encendida cruzada por la propiedad privada cuando todo el mundo obrero sufría la más despiadada explotación, comparable, o peor aún que la esclavitud, de la que no me consta que haya habido una condena decidida y a tiempo oportuno… ¿Cuándo volveremos (la iglesia entera, desde arriba, no algún que otro iluso que cree en Jesús y en el Reino) al estilo de Jesús, a sus modestas, silenciosas, diminutas parábolas? A Facundo Cabral, asesinado el domingo en Guatemala,
con admiración y gratitud. Como muchas otras, también ésta debió ser una parábola provocativa. No sólo porque parece ir contra el “sentido común” –que aconsejaría arrancar la cizaña, para que no impida el crecimiento del trigo; cuando yo era niño, mi padre nos mandaba al campo a arrancar “hierbas malas” de los sembrados-, sino porque sería una respuesta a las críticas que recibía el propio Jesús por su postura con respecto a quienes la religión había marginado. No en vano, se le acusaba de ser “amigo de publicanos y pecadores” (Mateo 11,19). Por otro lado, la parábola podría reflejar inquietudes propias de la comunidad de Mateo, preocupada por separar con claridad los “buenos discípulos” de quienes no lo eran. Como tantos grupos humanos, buscaría marcar una línea divisoria, entre el “trigo” y la “cizaña”. Pues bien, sea que se refiera a la vida histórica de Jesús, sea que se haya adaptado para responder a alguna polémica comunitaria posterior, lo cierto es que el mensaje de la parábola no deja lugar a dudas: “dejadlos crecer juntos”. Parece claro que a los seres humanos nos pone nerviosos lo diferente, así como todo aquello que vaya en contra de nuestros valores. Si a ello le agregamos la necesidad de “tener razón”, característica del yo, podríamos explicarnos el origen de muchos tabúes, límites, juicios, procesos inquisitoriales y condenas… A las religiones, como a las sociedades, les ha gustado tener todo bien clarificado y establecido, para evitar sobresaltos. Detrás de todo ello, lo que se buscaba era asegurar la pervivencia y defenderse de la amenaza de la inseguridad. Es la necesidad de seguridad la que nos lleva a ponernos en guardia frente a lo diferente y a deslegitimar a quien no reconoce nuestros propios valores. La parábola que estamos comentando es una llamada a la tolerancia. Tolerancia no es sinónimo de “buenismo” amorfo, ni constituye tampoco la antesala del relativismo suicida. Tolerancia es respeto y valoración de la persona, por encima de discrepancias, de actitudes contrarias e incluso, según Jesús –algo que los cristianos hemos tendido y tendemos también hoy a olvidar-, de agresiones recibidas: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen… No juzguéis” (Mateo 5,44 y 7,1). Si todas las parábolas de Jesús tienen a Dios como telón de fondo –en el sentido de que buscan “contarnos” cómo es-, en ésta se nos mostraría el modo de actuar de Dios (y de Jesús), en contraste con el nuestro más habitual. Un modo de actuar que es una llamada desconcertante al respeto hacia todos y que, al mismo tiempo, nos hace ver que, probablemente, el “trigo” y la “cizaña” se dan juntos en el interior de cada cual: “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Mateo 7,3). ¿Significa esto que “todo da igual”? No; pero el hecho de que no todo sea igual, no puede convertirse en pretexto para condenar a nadie. Entre el relativismo del “todo vale lo mismo, luego nada vale nada” y elabsolutismo de quien pretender poseer la verdad, necesitamos reconocer, con toda lucidez y humildad, que el modo humano de conocer es necesariamente relativo, porque somos seres situados –enrelación a un tiempo y a un espacio-, que sólo pueden ver la realidad desde una perspectiva limitada. Únicamente el reconocimiento de esa limitación inevitable nos permitiráconvivir respetuosamente en la diferencia. Si nos ceñimos a la Iglesia, no es difícil advertir posturas muy diferentes y hasta posicionamientos enfrentados. En un momento de cambio profundo como el actual, no tendría que resultar extraña la existencia de perspectivas muy distintas, si tuviéramos en cuenta que lo único que ocurre es que están conviviendo “idiomas” diversos. Al olvidarlo, se atribuyen intenciones negativas a quien piensa de un modo distinto. Variarán los calificativos empleados –desde un ángulo, se bramará contra la “herejía”; desde otro, contra el “fundamentalismo trasnochado”-, pero en ambos casos el mecanismo es el mismo: la necesidad egoica de tener razón y el desconocimiento de que el otro está usando un “idioma” diferente al mío. Del mismo modo que no podemos hablar sino dentro de una lengua concreta, tampoco podemos pensar sino dentro de un paradigma. Eso significa que nuestra aproximación a la realidad nunca puede ser inmediata, sino que es necesariamente mediada o filtrada por el paradigma –filtro o idioma cultural- que llevamos incorporado. Este sencillo reconocimiento nos hace más humildes y nos permite convivir en el respeto. Niels Bohr, uno de los grandes iniciadores de la física cuántica, afirmó que “lo opuesto de una verdad profunda puede ser también otra verdad profunda”. Y para él no se trataba de una creencia o una opinión personal, sino de una constatación fruto de sus experimentos con partículas subatómicas. También en teología, afirmaciones formalmente contradictorias pueden ser “verdaderas”, dentro del marco del “idioma” en que se pronuncian. Si somos capaces de distinguir el “idioma” de la “verdad”, y nos vamos liberando de la necesidad de nuestro ego de “tener razón”, como forma (ilusoria) de sentirse seguro, habremos dado un gran paso en la buena dirección. Pero me parece importante reconocer que siempre nos moveremos en un agudo filo, con riesgo de despeñarnos por el lado del relativismo o del absolutismo. El relativismo gnoseológico niega la posibilidad misma de crecer en conocimiento de la verdad; según él, los “idiomas culturales” no son sino gramáticas sin sentido que no conducen a ninguna parte. El absolutismo dogmático, en el extremo opuesto, confunde la creencia propia con la Verdad; en la práctica, vive en la presunción arrogante de que la verdad únicamente puede expresarse en su propio “idioma”, de modo que quien no hablara este idioma, estaría en el error. Queda claro que ambas actitudes nacen del ego: la primera, de un ego despechado que, al no soportar su propia incapacidad para apresar la verdad, concluye que no existe una cosa más verdadera que otra; la segunda, de un ego inflado, que necesita creerse dueño de la verdad, para alejar la inseguridad que percibe como su mayor amenaza. En ambos casos, se trata de mecanismos de defensa, por los que ego trata de evitar el reconocimiento de sus propios límites. Aunque es cierto que cada uno de ellos se halla más acorde con un determinado nivel de conciencia. Así, es más fácil que en el estadio mítico, el ego sea absolutista: el rasgo característico de ese estadio es el etnocentrismo, que incluye la creencia de que la verdad es la del propio grupo o raza; el “idioma” del propio pueblo no es uno más, sino el único verdadero. Sin embargo, en un nivel “racional avanzado”, como puede darse en nuestra postmodernidad, el ego tiende a volverse relativista: no niega la validez de ningún “idioma” –es la etapa del pluralismo-, pero a nada otorga valor. Entre ambos extremos, la tolerancia a la que nos invitaba la parábola es un aprendizaje humilde, de resultados profundamente humanizadores. Y, como el presente comentario ha girado en torno a la “verdad” y los “idiomas” en que tratamos de acercarnos a ella, me gustaría terminar con un texto sabio de Marià Corbí, director del Centro para el Estudio de las Tradiciones Religiosas (www.cetr.net), que ofrece “criterios” que podemos usar como autocrítica de nuestra propia postura y advertencia frente a nuestros propios riesgos. “La verdad que condena no es verdad. La verdad sólo libera. La verdad que somete no es verdad. La verdad sólo desata las cadenas. La verdad que excluye no es verdad. La verdad sólo reúne. La verdad que se pone por encima no es verdad. La verdad sólo sirve. La verdad que desconoce la verdad de otros no es verdad. La verdad es sólo reconocimiento. La verdad que no mira a los ojos a otras verdades no es verdad. La verdad es sólo acogimiento sin temor. La verdad que engendra dureza no es verdad. La verdad es sólo amabilidad y ternura. La verdad que desune no es verdad. La verdad sólo unifica. La verdad que se liga a fórmulas, por escuetas que sean, no es verdad. La verdad es sólo libre de formas. Si la verdad se liga a fórmulas, tiene que condenar, excluir, desunir, tiene que ponerse por encima, dar por falsas otras verdades. La verdad reside en formas, pero no se liga a ellas. Por eso, en las nuevas sociedades globales, la espiritualidad no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad”. En el texto que nos propone la liturgia de este domingo se narran tres parábolas. La primera es la de la cizaña, que no tiene nada que ver con el grano de mostaza y la levadura. La cizaña nos habla de la necesaria convivencia del bien y del mal en la sociedad humana y en cada individuo. El grano de mostaza y la levadura proponen la grandeza del Reino, dentro de la insignificancia de su apariencia. El tema de lo pequeño es muy interesante, pero nos vamos a fijar en la cizaña porque creo que no es pedagógico hablar de dos temas tan importantes y tan dispares en una misma celebración.
La parábola de la cizaña es una de las siete que Mateo narra en el capítulo 13 como decíamos el domingo pasado, se trata de un contexto artificial. No tiene mayor importancia porque la parábola tiene su valor por sí misma, independientemente del momento o lugar en que se pronuncie. Como todas las parábolas se trata de un relato completamente inofensivo por sí mismo, pero que, descubriendo la intención del que la relata, puede llevarnos a una reflexión muy seria sobre la manera que tenemos de catalogar a las personas en dos categorías excluyentes: buenos y malos. Empecemos por notar que el sembrador siembra buena semilla en su campo, la cizaña tiene un origen muy distinto. Según aquella mentalidad, hay un enemigo del hombre empeñado en que no alcance su plenitud. Hoy sabemos que no tiene que venir ningún maligno a sembrar mala semilla. Durante milenios el hombre trató de buscar una respuesta al interrogante que plantea la existencia del mal. La limitación que nos acompaña como criaturas, da razón suficiente para explicar los fallos que en toda vida humana se van manifestando. El ser vivo arrastra tres mil ochocientos millones de años de evolución que han ido siempre en la dirección de la supervivencia del individuo y de su especie. A ese objetivo estaba sometido cualquier otro logro evolutivo. Al aparecer la especie humana, descubre que hay un objetivo más valioso que el de la simple supervivencia. Al intentar caminar a esa nueva plenitud de ser que se le abre en el horizonte, el ser humano tropieza con esa enorme inercia que le empuja al objetivo puramente egoísta. En cuanto se duerme un poco, surge la fuerza que le arrastra en la dirección equivocada. El objetivo de subsistencia individual y el nuevo horizonte de unidad que se le abre al ser humano no son contradictorios. En el noventa por ciento deben coincidir. Pero esa pequeña proporción que les diferencia no es fácil de apreciar. Como en el caso de la cizaña y el trigo, solo cuando llega la hora de dar fruto queda patente lo que los distingue. Es inútil todo intento de dilucidar teóricamente lo que es bueno o lo que es malo. La mayoría de las veces el hombre solo descubre lo bueno o lo malo después de innumerables intentos por acertar en su caminar hacia la meta. Podríamos decir que el bien biológico individualista sería siempre bueno mientras no vaya contra el bien de los demás. Todo el esfuerzo que haga el ser humano por vivir mejor de lo que vive en una época determinada, sería estupendo si toda mejora alcanzara a todos los hombres, y no se consiguiera el bien de unos pocos a costa del mal de muchos. En el mundo que nos ha tocado vivir, podemos descubrir esa contradicción. El hombre, buscando su plenitud como individuo, arruina su plenitud como ser humano. El punto de inflexión en la lógica del relato lo encontramos en las palabras del dueño del campo: “dejadlos crecer juntos hasta la siega”. Lo lógico sería que se ordenara arrancar la cizaña en cuanto se descubriera en el trigo, para que no disminuyera la cosecha. Pero resulta que contra toda lógica el amo ordena a los criados que no arranquen la cizaña, sino que la dejen crecer con el trigo. Este quiebro, es el que debe hacernos pensar. No es que el dueño del campo se haya vuelto loco, es que el que relata la parábola quiere hacernos ver que otra visión de la realidad es posible y plausible. No les deja crecer juntos porque el señor se siente generoso y perdona la vida a los malos. Tampoco se trata de tener paciencia hasta que la justicia de Dios actúe. No, se trata de reconocer la condición humana y dejar abiertas sus posibilidades de crecer. El evangelio no secunda la primera lectura cuando dice que Dios es grande cuando perdona. Jesús va mucho más allá. Para él Dios no tiene nada que perdonar. Esta idea va en contra de todo lo que se nos ha enseñado durante siglos y nos va a costar mucho aceptarla tal como nos la trasmite el evangelio. Dios no puede premiar ni castigar “a posteriori”, porque se ha dado a cada uno antes de que lleguemos a la existencia. No la arranquéis, que podríais arrancar también el trigo. Aquí encontramos la profundidad del mensaje. La cizaña es una hierba muy parecida al trigo, y no se puede distinguir de él hasta que no produce el fruto. Pero aunque se distinguiera perfectamente una de otra, al intentar arrancarla, se podría arrancar sin querer el trigo porque las raíces de ambas plantas están completamente entrelazadas: si tiras de la cizaña, el trigo puede ser arrancado sin pretenderlo. Pretender separarlos mientras están creciendo puede arruinar la posibilidad de crecimiento del trigo y malograr la cosecha. No solo es imposible distinguir la caña de cizaña de la del trigo hasta que no da el fruto, sino que, aplicado al ser humano, la cosa se complica hasta el infinito, porque en cada uno de nosotros coexisten juntos cizaña y trigo. Esta mezcla inextricable no es un defecto de fabricación, como se ha hecho creer con mucha frecuencia; por el contrario se trata de nuestra misma naturaleza. Dejaríamos de ser humanos si anularan nuestra posibilidad de fallar y de acertar. No solo es completamente absurdo el considerar a uno bueno y a otro malo, sino que el solo pensar que una persona se pueda considerar “buena” es descabellado. El que presuma de ser trigo limpio o es un ignorante o es un impostor. Las dos cosas son nefastas en orden a alcanzar la plenitud. Hay otro aspecto que puede resultar interesante al aplicar la parábola al ser humano. Nadie es esencialmente bueno ni malo. Todo ser humano va desplegando la bondad que hay en él a través de su vida. Esto tiene consecuencias tremendas a la hora de aplicar la parábola. No sólo conviven en cada uno de nosotros la cizaña y el trigo, sino que lo que hay de trigo se puede transformar en cizaña y lo que tenemos de cizaña se puede transformar en trigo. Esto anularía toda posibilidad de juicio de valor definitivo sobre un ser humano mientras está vivo y coleando sobre la tierra. Como en el caso de la parábola del sembrador que hemos leído el domingo pasado, también hoy Jesús, a petición de sus discípulos, explica la parábola. Ya hemos dicho que no se trata de una explicación de Jesús, sino de un añadido de la primera comunidad, que convirtió las parábolas en alegorías para poder utilizarlas como instrumento moralizante. En la explicación que el evangelio da de esta parábola, se ve con toda claridad la diferencia entre parábola y alegoría. Podemos apreciar cómo se desvía el acento desde la necesidad de convivir con el diferente a la preocupación por el destino de los cristianos, con la intención de que el miedo por el más allá nos haga mejores aquí. Como institución, hoy más que nunca, tenemos que confesar el “mea culpa”. Si a través de los dos mil años la Iglesia hubiera hecho el más mínimo caso a esta parábola, se hubieran evitado miles y miles de atropellos en nombre de la limpieza del trigo. Tanto en la doctrina como en moral, se ha perseguido al que discrepaba de la oficialidad, no por razones teológicas, sino por el afán de conservar la pureza legal, que tanto preocupa a la jerarquía. Se ha excomulgado, se ha exiliado, se ha quemado en la hoguera a miles de cristianos que eran bellísimas personas aunque no coincidieran en todo con los cánones oficiales. Es realmente patético, que a algunos de los que han sido sacrificados sin piedad, después se les haya intentado declarar santos. Desde el punto de vista personal, aún tenemos pendiente un cambio radical en nuestra actitud ante el diferente. Hemos sido educados en el más absoluto exclusivismo. Se nos ha enseñado a despreciar e incluso a odiar al diferente. Hace treinta años me preguntaba un marqués, muy serio él, si se podía ser amigo de un protestante. Jesús sabía muy bien lo que decía a un pueblo judío que se creía elegido y superior a todos los demás pueblos y razas. A pesar de la claridad del mensaje, muy pronto olvidaron los cristianos las enseñanzas de Jesús y reprodujeron, corregido y aumentado, el exclusivismo judío. Una sola frase resume esta actitud totalmente antievangelica: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Esta máxima (mínima) ha sido defendida por el último Catecismo de la Iglesia Católica. Como veis, la parábola de la cizaña tiene una rabiosa actualidad. Meditación-contemplación Por mucho que nos empeñemos en impedirlo, la cizaña y el trigo van a seguir creciendo juntos. En la sociedad como personas más o menos buenas. En cada uno de nosotros con nuestros aciertos y errores. ……………………. Si descubres los fallos en los que tropiezas cada día, estarás en condiciones de aceptar a los demás con los suyos. El objetivo del cristiano no es alcanzar la perfección, sino descubrir al otro como hermano entrañable. …………………… En contra de lo que se nos ha inculcado desde niños, no son los fallos lo que te hacen inhumano. La falta de comprensión y aceptación del otro con sus fallos, es lo que te aleja de una pertenencia al Reino de Dios. Iban de valle en valle ofrendando su saber, su esfuerzo, sus días para mayor gloria del Dios que entonces cabía en sus mentes. Tañer de metales era su machacona, pero piadosa oración sin fin. Los golpes de martillo y cincel sin contrato, ni horario, sin seguro, ni pensión…, era su entero regalo al Cielo y a aquel mundo aún tan pequeño. Los compañeros constructores del románico apenas dejaban unos símbolos grabados como firma. Su ejemplar testimonio eran las piedras anónimas que rudas, toscas, pero agradecidas, escalaban hacia lo Alto.
Nadie corra a registrar hoy unas piedras que ayer se ofrendaron desde la más pura generosidad y sacrificado trabajo. Nadie se apropie en exclusiva del sudor y de las donaciones de los antepasados. Que sean las autoridades civiles las que regulen el uso de ermitas y pequeñas iglesias sin propiedad definida hasta nuestros días. Que sean los consistorios los que administren esos espacios comunes para posibilitar un silencio y recogimiento cada vez más urgentes, para el desarrollo de celebraciones y actos por supuesto católicos, pero también plurales e interreligiosos. Que las gentes de fe que buscan paz y alabanza compartida, independientemente del credo, puedan hallar entre esos muros su necesario espacio. Que quienes no abrazan fe puedan allí también dar con sosiego, belleza, encuentro apacible consigo mismos/as. Nada más alejado del evangelio que la idea de posesión. El evangelio es compartir, la vida, la tierra, los frutos…, por supuesto las piedras, el espacio de sublime quietud de entre muros. Abrir la Iglesia es también abrir los templos a nuevos sentires, a nuevos y genuinos palpitares, a nuevas gentes de buena voluntad. La carrera por inmatricular ermitas e iglesias es algo que va contra la misma esencia del mensaje de donación de Jesús. Camino del notario, que diga la Iglesia que defiende sus intereses terrenales, corporativos, pero por favor, no mente el nombre del Nazareno. Jesús era y es la esencia del dar y el compartir. Los mercaderes no meritaron el templo. A esa Iglesia blindada, acorazada, codiciosa de inmuebles le faltará recorrido. La Iglesia tendrá un lugar en el mañana cuando pierda el terror a bajar de su pedestal, cuando descienda al ancho espacio entre las espiritualidades diferentes que ya se gestan. Hallará futuro cuando comparta altar, cuando abrace la diversidad también religiosa que felizmente comienza a instalarse en nuestra sociedad. No hay nada que defender, menos de las gentes que se acercan con ganas de compartir y crecer juntos. El mensaje de Jesús no perdura, más al contrario se desacredita con la apropiación de los templos, con el cierre de los mismos a lo que no representa estricta ortodoxia. La Iglesia hallará futuro cuando pierda el terror a los portones y ventanales abiertos, cuando reencuentre a Jesús tras salir de la parálisis del miedo a perderle. La tradición y sus fieles merecen su lugar entre los muros sagrados, pero también quienes buscan sin mapa, ni manual preestablecido, también quienes peregrinan tras lo eterno y trascendente sin pasar por Roma. Hay una sinfonía a diferentes voces, hay una oración de diferentes orígenes, hay un altar sencillo y universal que nos aguarda al final de un camino de reencuentro. Los templos de ayer se yerguen pétreos cual silente, sólido desafío para el arranque de un tiempo de más y más compartir, de más colaboración y mutua fecundación en lo interno. Sólo resta girar la llave para que entre el vivo anhelo, la brisa cálida y universal de los nuevos tiempos. Hay párrocos, hay hermanas monjas valientes, auténticos pioneros de un mañana más inclusivo y fraterno, que, aún conscientes del riesgo, ya giraron esa llave. Nos abrieron las puertas de sus templos a los diferentes, a los heterodoxos. Entramos con nuestras pequeñas, diminutas, tímidas verdades, pero con nuestros espíritus seducidos y en nuestro interior sólo emoción, sólo profundo y sincero agradecimiento. Nada nos pertenece, pertenecemos a la vida toda y al deber de sublimarla, pertenecemos a la gloria y al compromiso de elevación de cuanto late. Gloria es comunión abarcante, es también encuentro, ganas de fundirse y compartir, son gargantas y corazones sumados, credos diferentes unidos en la esencia del amor a cuanto existe, del amor al Origen. Nada es nuestro, sobre todo si nos autoproclamamos seguidores de Quien lo dio todo. Nadie corra al Registro, si no es para desprenderse y entregar, si no es para llevar las miles de firmas de ayer y de hoy, de los del cincel y el martillo, de los de fe con misal y solera, pero también de los de fe que se pretende resurgida y a cada instante renovada, también de los/as que no ponen Latido tras ese silencio entre las piedras, pero que igualmente necesitan de ese espacio. Al fin y al cabo el buen arte, la música elevada son siempre exquisita alabanza. Las piedras nos las otorgó Dios y las labraron maestros y canteros desprendidos. No tienen dueño, ni apellido. No se lo coloquen quienes aspiran a representar Su Suprema autoridad aquí entre los humanos. ¿Podrá haber algo más bello sobre la tierra que, quienes invocan al mismo Dios con distintos nombres, unan sus silencios, sus palabras sagradas, sus cantos bajo una misma cúpula? Atrevámonos a compartir templo, como prólogo necesario para compartir el trigo y el vino, como condición indispensable para después poder compartir el cuerpo y la sangre de Aquél que dio norte a nuestras vidas, de Aquél en Quien depositamos nuestra fe, nuestra esperanza. Los cristianos, los judíos y los musulmanes somos tres árboles nacidos de un mismo tronco. Los tres adoramos al mismo Dios, somos hijos e hijas de Abrahán y compartimos una misma misión. Tres buenas razones para no pelear.
El mismo Dios “Yavé” del judaísmo, “Alá” del islam y “Dios Padre” del cristianismo son sólo diferentes nombres del mismo Dios. De suerte que, sin saberlo tal vez, el cristiano adora a Alá y a Yavé, el musulmán adora a Yavé y al Padre de Jesús, y el judío creyente adora a Alá y al Padre de Jesús. La misma familia de Abrahán Sea por la sangre o sea por la fe, nosotros los seguidores y seguidoras de Moisés, de Jesús o de Mohammed, somos miembros de la familia de Abrahán. Este dato, fundamental en la Biblia de los judíos y de los cristianos y en el Corán de los musulmanes, nos une a todos a un nivel medular. Compartimos la misma misión Los hijos e hijas de Abrahán reciben de Dios una misión común, la que, en un pasaje clave pero muy poco conocido del principio de la Biblia, se define así: Dios se preguntó: “¿Ocultaré a Abrahán lo que voy a hacer, cuando justamente quiero que salga de él una nación grande y poderosa, y que a través de él sean bendecidas todas las naciones de la tierra? Pues lo he escogido para que ordene a sus hijos y a los de su descendencia que guarden el camino del Señor viviendo según la justicia y el derecho, para que el Señor cumpla con Abrahán todo lo que le ha prometido." (Génesis 18,17-19) Así de sencillo. Ningún misticismo. Ningún ritualismo. Simplemente: llevar la bendición de Dios (o sea los mayores “bienes” de la vida) a todas las naciones de la tierra. ¿Cómo? “viviendo según la justicia y el derecho”. Por lo tanto, que seamos cristianos, judíos o musulmanes, todos compartimos la misma vocación y la misma misión: ser en todo el mundo servidores y servidoras de la justicia. Lo cual, en lenguaje concreto, nos compromete a dejar de mentir, de codiciar, de robar, de oprimir y matar, y a reconocer para todos los seres humanos los mismos derechos que reclamamos para nosotros mismos. Más específicamente, nuestra misión común nos incita a que no nos quedemos encerrados en nuestras sinagogas, iglesias o mezquitas, o en nuestros códigos jurídicos particulares tan marcados aún por nuestro pasado patriarcal y tribal, y que participemos activamente en la edificación de un mundo acorde con los grandes principios de la Declaración universal de los Derechos humanos de la ONU, amén de otras declaraciones destinadas a proteger a los grupos humanos más vulnerables como las mujeres, los niños y los pueblos originarios. Sin olvidarnos de los derechos de nuestros hermanos animales y de nuestra Madre Tierra. Si hemos de ser santos como Dios es santo (Levítico 11,44; 1Pedro 1,16), si hemos de amar al mundo como Dios lo ama, si hemos de ser los instrumentos de Dios para extender la paz y traer la bendición a todas las naciones, el camino es la justicia. En la justicia se encuentran nuestra raíz y nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra misión. En la justicia… la salvación. Las parábolas “vegetales” y en concreto la del sembrador me parecen tan importantes que me he permitido hacer un comentario más extenso de lo habitual.
Esta es una de las pocas parábolas que se encuentran en los tres evangelios. Llama la atención que los textos de Marcos y Mateo sean tan similares, incluso idénticos en muchos versículos. Lucas resume la narración y la hace más concisa. Las introducciones de Marcos y Mateo nos sitúan a la orilla del lago, predicando Jesús desde la barca porque la multitud les apretuja. Lucas ha perdido un poco de la situación real y recurre al genérico de la gran multitud de varias "ciudades". Los tres añaden la misma terminación, prácticamente con las mismas palabras. Lo mismo sucede en la explicación. Para los tres, ésta se hace en privado, dirigida a los discípulos, y después de la interpolación sobre por qué habla en parábolas. La explicación es prácticamente idéntica. Esto nos muestra que Jesús tiene un doble auditorio: la gente, entre la que se encuentran ya sus opositores, que en Galilea son los fariseos y sus letrados; y el círculo más privado de sus discípulos, que reciben una enseñanza especial. Quizá incluso podamos imaginar la escena: después de un día entero de predicar y curar, Jesús se va a casa con su grupo. Comen juntos (en Palestina, la única comida seria se hace al atardecer) y alrededor de la mesa siguen hablando, presentando dudas, pidiendo explicaciones. Jesús responde, aclara, desarrolla, en el círculo íntimo de los que le siguen. Así pues, los textos nos permiten asegurar que se trata de una parábola avalada por la tradición más antigua, redactada por Marcos de quien dependen Mateo y Lucas, y pronunciada con seguridad en la época de Galilea, con algún contexto de oposición de "los de fuera", los que no quieren entender. Nos encontramos también con una parábola interpretada, y la interpretación es antigua, data al menos de los propios redactores. Sin embargo, la interpretación no proviene del mismo Jesús. Es el redactor posterior el que hace esta aplicación. Ésta es una parábola anti-mesiánica. Israel no espera la llegada del Mesías como una siembra, como una escucha y una respuesta personal a La Palabra, como una conversión. A pesar de la interiorización y purificación que supone la predicación de los Profetas, especialmente con ocasión del Destierro, la esperanza mesiánica consistirá en un Rey, y el futuro esperado será siempre el triunfo del Pueblo de Israel y el acatamiento por todos los pueblos de la Religión de Israel en su Santo Templo. En parábolas como ésta se manifiesta bien el cambio radical de Jesús, su ruptura con la tradición del A.T. Jesús no quiere ser el Mesías esperado. Finalmente, la parábola se da ya en un contexto de oposición. Jesús está describiendo a su auditorio. Hay quienes escuchan y hay quienes, no sólo no se enteran de nada, sino que entenderán cada vez menos, hasta intentar matar la Palabra. El mensaje directo La parábola ilustra el modo de actuar de la Palabra y su recepción por los que la oyen. Hay ante todo una impresión de abundancia: el sembrador, Dios, esparce por todas partes la semilla. La revelación no se hace en círculos de iniciados o con mensajes cifrados. Esta imagen conecta muy bien con la característica básica del género parabólico: la Palabra se ofrece a todos, no élites privilegiadas. La diferencia entre las personas no está en su situación social, sino en su respuesta a la Palabra sembrada. Es cuestión de tener los oídos bien atentos y los ojos bien despiertos, porque la Palabra está ahí, sembrada en abundancia. Parece que Jesús está describiendo a las personas que le escuchan. Es sin duda una imagen de su propio auditorio. El maligno, la inconstancia, la superficialidad de carácter, las preocupaciones mundanas, la seducción de las riquezas... hacen que la palabra sembrada fructifique mal. Pero entre ellas hay también mucho fruto. Sus discípulos escuchan el discurso atentamente, y más tarde le van a pedir a Jesús que se lo explique más. Son buena tierra y la Palabra dará fruto en ellos. Y hay un mensaje escatológico: habrá fruto, y fruto abundante. Es una parábola que mira al futuro. La aparente humildad de la semilla, los pájaros, las piedras, los abrojos, no podrán contra la Palabra. En este sentido, la parábola conecta con todas las parábolas vegetales, el grano de mostaza, la levadura, y con la tónica general de la predicación de Jesús: el Reino es obra de Dios, y no puede fallar. Este tercer mensaje es precisamente el centro de la predicación, el mensaje directo y cumbre de la parábola que podríamos resumir: a pesar de que no es evidente, a pesar de que al parecer la acción de Dios es ahogada por todas partes, el poder de la semilla es superior, y habrá fruto, habrá cosecha abundante. La parábola, por tanto, parte de la siembra, pero es ante todo una promesa de cosecha. El estilo del Reino No desde fuera, no como imposición, no como una sociedad oficial. Desde dentro, en silencio, como una maduración interior, personal, progresiva. Las parábolas vegetales de Jesús nos invitan a meditar en la oposición entre una religiosidad exterior e interior, entre una iglesia-institución y una iglesia-conversión, entre un Reinado de Dios por acatamiento de formas y manifestaciones cultuales y un reino interior, un estado de la humanidad en que reinen la honradez, la sencillez, la solidaridad, la veracidad, el respeto. Cuando Jesús rechazó el mesianismo hizo más que abandonar una idea caduca y nacionalista. Jesús tuvo que superar una tentación personal: lo muestra bien claramente el contenido de la tentación en el desierto y las dos situaciones vitales en que reacciona con violencia ante la propuesta de ser Rey o de evitar la pasión. Y a partir de esto debemos entender que el mesianismo es una tentación profunda, negadora de la religiosidad verdadera, que fue tentación para Jesús y lo fue y lo es para la iglesia, y que acecha a la religiosidad de cada uno de nosotros. Atentos a la Palabra Característica esencial del seguidor de Jesús: la Palabra está ahí, constantemente sembrada. Todas las cosas, todas las circunstancias, son, por esencia, Palabra, manifestación de Dios, invitación de Dios. Es una persona religiosa la que escucha, riega, quita cardos y piedras, la que deja que la Palabra germine. Esto supone una hermosa reconversión de la ascética: cuando luchamos contra nuestros defectos, contra nuestros pecados, no lo hacemos para ser más justos ante Dios, para que nos premien; lo hacemos para quitar los cardos y las piedras, para preparar el camino al Señor que viene, que constantemente siembra. La parábola empalma perfectamente con el texto de Isaías, que nos ofrece una magnífica imagen para animar a la oración constante, no pidiendo cosas a Dios, sino escuchando la incansable Palabra, que llueve permanentemente sobre nosotros... Las personas a los ojos de Jesús La buena tierra es la buena gente. Cuando se anuncia el Evangelio limpio, sin más, se descubre que muchas personas "muy religiosas" se sorprenden y hasta se escandalizan, mientras que mucha gente normal, más o menos religiosa o "practicante", pero honrada y abierta, se ilusiona, descubre que eso es exactamente lo que esperaban oír. Estas primeras parábolas, la del sembrador, la de la lámpara, la de la levadura, aparentemente las más "inofensivas", son precisamente aquellas en las que se da la separación entre “los de fuera” y aquellos “a los que se ha concedido comprender el Reino”. Pero los de fuera y los de dentro no pueden ser apreciados porque estén oficialmente en la Iglesia o fuera de ella. Deberíamos invertir nuestra manera de juzgar. Tanto los de la Iglesia como los que no pertenecen a la Iglesia pueden “estar dentro o fuera”, según reciban o no reciban la Palabra. Parábolas para la esperanza Todas las parábolas vegetales atienden al presente y al futuro. El presente es siembra, pero habrá cosecha. Ninguna de estas parábolas termina en el fracaso de lo sembrado. En este sentido, son parábolas escatológicas, anuncian el final. Y el final es que la vida triunfa sobre la muerte, la semilla da fruto, se hace mies abundante, se realiza El Reino. Son parábolas que leen el mundo con los ojos de Dios. Todo lo que está sembrado, lo que está floreciendo, aparentemente débil, medio ahogado en cardos y sequedales, es el futuro, es la fuerza del Espíritu que no ha de fallar. Es este un sentido indisociable de esta parábola, la de la cizaña, la de la levadura... todas tienen este componente de esperanza a pesar de la oscuridad de la historia. Sería oportuno recordar a este respecto que el final se representa en la Escritura como una visión triunfal precisamente en el Libro que cierra nuestra Biblia entera, el Apocalipsis. Reflexión final El reino se parece a una semilla. Dios sembrador es una bella imagen, mucho más bella que Dios Rey o que Dios Amo o Dios Juez. Dios siembra incesantemente, incansablemente, la semilla del Reino. Recibimos constantemente semillas del Reino, ejemplos de buenas personas, sucesos, símbolos, sucesos... Los ojos de Jesús eran bien capaces de ver en todo la Palabra, la semilla sembrada. Es una semilla poderosa. No con el poder destructivo de las armas, de las máquinas, sino con el insinuante e irrefrenable poder de la vida, sobre todo de la vida vegetal, que tanto le gusta a Jesús como símbolo del Reino. La semilla no es aún el Reino, pero germinará. Cuando germine y se desarrolle veremos el esplendor del Reino, con la misma admiración con que contemplamos una encina formidable nacida de una humilde bellota, por ese milagro de poder oculto en la semilla. Dios siembra continuamente la Palabra. La esencia misma de todo lo creado es ser Palabra, manifestar a Dios, invitar al Reino. Todas las cosas sobre la faz de la tierra están creadas para ser Palabra, semillas del Reino. La semilla que cae en la tierra se puede perder. La incesante Palabra de Dios puede desperdiciarse. En el camino de nuestra vida hay muchos pájaros capaces de llevarse la semilla: la falta de atención, la trivialidad que vivimos... y la semilla se la llevan los pájaros. A veces recibimos con alegría la Palabra, pero sin cultivarla, sin atenderla, haciéndola convivir con nuestros deseos irrefrenables de disfrutar, con nuestro afán por instalarnos, de mejorar nuestro nivel de esta vida... árido pedregal en que se mueren las semillas recién brotadas. No pocas veces nuestra vida misma ahoga la Palabra: no tenemos tiempo, ni ganas, ni nos parece que los valores de la Palabra tengan validez: hay muchos abrojos en nuestra vida que pueden ahogar la pequeña planta del Reino. Pero nuestra tierra es, en el fondo, buena tierra, es capaz de hacer germinar, es capaz de recibir el Reino. Y la semilla florece, en forma de compasión, de solidaridad, de valores éticos, de atención a lo trascendente; somos capaces de amar, de perdonar, de esforzarnos, de sacrificarnos por otros... está floreciendo la semilla, unas veces algo, otras bastante, otras muchísimo... No sólo hay personas en que la semilla germina de modo espectacular, sino que en cada uno de nosotros hay épocas y momentos en que nos sentimos crecer, sentimos la presencia del Espíritu vivificador, sentimos germinar en nosotros a la Palabra. La parábola del sembrador se armoniza muy bien con el texto de Pablo. Esto que vemos es un mundo de pedregales y abrojos, de pájaros peligrosos... pero es un mundo sembrado, lleno de semillas del Reino. Y el Reino brota, florecerá, crecerá hasta ser un jardín, un bosque de árboles magníficos, en los que apenas nadie podrá reconocer las humildes semillas de que brotaron. El Reino está aquí, sembrado en los corazones, persistentemente sembrado por el Padre. La Palabra es eficaz, capaz de transformar la vida personal y la humanidad entera, capaz de hacer de esta casa de locos llena de mezquindad, de crueldad y de miserables satisfacciones que se lleva el viento de la muerte, un Reino de Hijos, el sueño de Dios Creador. Estamos viendo el mundo en el vientre de su madre la materia. Pero está en él la semilla del Espíritu, que lo llevará hasta la vida plena, a plena luz. Finalmente, el Reino se siembra, se construye de dentro a fuera. No es una organización, no es una empresa, no crece por la fuerza del dinero ni por la imposición del poder. El Reino crece por la fuerza interior de la Palabra: nunca desde fuera hacia dentro, desde la imposición o el espectáculo; siempre desde la conversión. Jesús es listo: sabe que ninguna estructura funcionará bien si sus piezas son malas. Ninguna espléndida ciudad florecerá si sus ciudadanos son perversos. Jesús empieza por el principio: cambiar los corazones. Todo lo demás, las estructuras, las empresas, las sociedades, cambiarán si las personas cambian. Jesús fue un buen sembrador. Hoy se nos ofrece la oportunidad de hacer un íntimo acto de fe. Pensamos en el fragor del mundo, el vértigo de los negocios, el poder de las multinacionales, la corrupción de los gobiernos, la crueldad de tantos nacionalismos e integrismos, la sistemática explotación de las personas y la destrucción de la naturaleza... y sentimos terror ante el poder de "el mal", destructivo y avasallador. Comparado con todo esto, ¿qué son los hombres y mujeres de buena voluntad, qué fuerza tiene la honradez, la solidaridad y la compasión...? Es necesario reduplicar nuestra fe en la Palabra, en el poder de Dios. La levadura de la Palabra fermentará esta masa. La pequeña semilla se hará árbol que romperá la muralla de piedra. Jesús, grano de trigo sembrado y triturado, no fracasó. Dios no fracasa. Hemos de hacer un acto de fe, por encima de toda apariencia, en la humanidad que llegará ser dada a luz, por la fuerza de la Palabra. |
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